viernes, 28 de junio de 2013

26. “IN VELO VERITAS” (Wolkersdorf, Weinviertel, Austria).


“Cuando en 1973 fui a Anduze para mi primer retiro ciclo-literario estaba convencido de que mientras pedaleaba se me ocurrirían ideas y reflexiones para las historias que pensaba escribir en el tiempo restante. Nada de eso. En el tiempo restante escribía mi diario de ciclismo y calculaba las estadísticas de mis distancias y mis tiempos, y mientras estaba sobre la bicicleta no pensaba en nada.
Uno tiene poca conciencia encima de la bicicleta. Cuanto mayor es el esfuerzo que hace, menos conciencia tiene. Cualquier pensamiento incipiente se te antoja una verdad absoluta, cada suceso inesperado es algo que siempre has sabido aunque lo hubieras olvidado temporalmente. La frase machacona de alguna canción, una división que empiezas de cero una y otra vez, la furia magnificada que sientes contra alguien bastan para llenar tus pensamientos”.

Tim Krabbé (“El ciclista”)

Respecto a mí, pensar, creo que pienso mucho sobre la bicicleta. Lo que pasa es que son tantos los entretenimientos que la ruta ofrece que no necesito llenar la mente de ideas para luchar contra el aburrimiento, el cual por ejemplo sí que me invade nadando largos y largos de piscina siguiendo la línea del fondo. Lo que si me ocurre esta vez, es que la intensidad del viaje a Austria ha sido tal, que no sé por dónde ni cómo empezar a escribir, consciente de que mi relato no va a poder estar a la altura de una experiencia tan plena.
 
En ocasiones, una huida de lo convencional, de lo típico, de lo más famoso y tópico, resulta una estrategia muy eficaz para escapar del flujo turístico estandarizado y sentirse uno mismo en ese mágico espacio social que se encuentra ubicado entre los visitantes y los locales. Normalmente esto sucede cuando viajas a algún sitio en el que ya has estado, evitando repetir algunas de las “visitas obligadas”; cuando estás dispuesto a dejarte sorprender por la vida cotidiana del lugar; y sobre todo, cuando tus motivos de viaje están relacionados con actividades propias de los habitantes del lugar: trabajo, familia, salud e incluso ocio. Así ha sido para mí en esta ocasión, y el resultado ha merecido la pena.

Voy a dividir mi crónica en dos partes o temáticas bien diferenciadas; el viaje a Viena y la aventura ciclista. Empezando por el viaje, he de indicar que éste ha resultado muy interesante, agradable y enriquecedor. Demostrando que ello es posible (incluso en una capital en la que el lujo es una de sus banderas) aferrándose a un planteamiento “low cost”. La compañía aérea elegida resultó una gratísima sorpresa en la que mi bicicleta me acompañó gratis; el alojamiento juvenil cubrió todas mis necesidades sobradamente, a un precio increíblemente económico; los transportes en y a la ciudad tienen precios más acordes con una localidad pequeña o media que con una gran capital; y finalmente: comer y beber es muy asequible y de buena calidad en cuanto frecuentas los establecimientos habitualmente utilizados por la población local (esos en los que la carta ya sólo aparece en alemán). En realidad este ha resultado un viaje francamente económico, en el que lo único que puedo considerar como algo relativamente caro, ha sido el precio de los museos o eventos visitados.

Por la ciudad me desplacé en diversos medios de transporte. Inicialmente caminando mucho, lo cual me sirvió de gran ayuda para dimensionarla, instalar en mi “sistema operativo” las claves de orientación espacial y descubrir algunos rincones y espacios inesperados: un establecimiento singular aquí, una plaza de mercado interesante allí o un magnífico parque público en el que la gente retozaba al sol sobre la hierba, leyendo junto a su bicicleta entre los árboles. En éste último la piscina-guardería emitía un sano griterío infantil y las recogidas y coquetas (múltiples) pistas de atletismo, esperaban la llegada de sus usuarios. Caminar me hizo acercarme a algunos sitios que quería visitar y me permitió además deambular sin rumbo fijo y poder toparme con terrazas a mi gusto en las que sentarme a comer o a beber una cerveza. Pese a ello, el calor fue tan intenso, que el haber continuado en exclusiva con ese método de desplazamiento, hubiera acabado conmigo. Así pues, el tren o el tranvía (según los casos y destinos), y por supuesto la bicicleta (tal como hacía una gran cantidad de gente de toda edad, apariencia y condición), pronto sustituyeron a las suelas de mis zapatos, con agradables resultados.

De lo primero que hice fue visitar la Escuela Española de Equitación, la cual está situada en el centro más turístico de la ciudad. El espectáculo es muy tradicional y vistoso, de hecho es una de las atracciones turísticas más visitadas en Viena, lo cual sugiere que le resulta atractivo incluso a la gente que no entiende, o no tiene una afición específica a los caballos. Mereció la pena, el lugar es muy especial y el espectáculo entretenido. Bajo mi personal juicio, no de experto pero si de practicante algo experimentado, puedo decir que encontré algunos pequeños errores de ejecución, algo que en cierta medida convirtió la “performance” en un acto más real y menos circense que la imagen que este espectáculo suele sugerir en documentales o anuncios. Total, que al poco de llegar ya “puse la primera de las dos muescas” que me había propuesto en mi agenda complementaria. Ahora bien, una vez fuera del espectacular e histórico picadero, me di de bruces con un centro de Viena sobrecargado de hordas de turistas (muchos de ellos literalmente etiquetados y numerados) que establecían flujos de circulación paseante sorteando repartidores de entradas disfrazados de Mozart, coches de caballos, camareros, etc. La atmósfera me resultó tan poco sugerente que decidí salir cuanto antes del Stuben Ring que “define” el centro y regresar hacia mi territorio habitual, al nordeste del Canal del Danubio.

La otra muesca a la que me refería, resultó aún mejor y muchísimo menos concurrida, pese a tratarse igualmente de un destino habitual y de importante carga cultural. Me refiero al Palacio Belvedere, en concreto al Museo que alberga el “Belvedere Alto”. Para empezar el lugar está situado fuera del “Ring”, a distancia asequible, pero suficiente como para reducir la afluencia de gente de forma significativa. Es un palacio majestuoso con sendos amplios espacios ajardinados a los pies de sus dos fachadas principales. Un espacio agradable por el que caminar. Mi intención era centrarme en la visita a los cuadros de Gustav Klimt, cosa que hice gustoso y maravillado. Sus famosos cuadros “dorados”: el beso, el abrazo de Beethoven, Judith… son de los que realmente interesa ver en realidad o en original (hay otras obras que casi se ven mejor en réplicas o en por medios electrónicos; en eso opino igual que Óscar Tusquets cuando escribe sobre el “mito del original”), tanto por sus peculiaridades cromáticas, como por sus texturas y por la lograda iluminación de la que se les ha dotado allí. Pero ya puestos en faena, resulta verdaderamente sorprendente descubrir los drásticos cambios experimentados en el estilo pictórico del maestro a lo largo de los años de trabajo. El mueso muestra retratos de un clasicismo perfeccionista, paisajes arbolados cargados de verdes impresionistas e impresionantes que casi tiemblan con la brisa imaginada… todo un muestrario de adaptación y cambio interpretativo personal. Pero este centro de arte no se queda ahí, ni mucho menos. Ofreciendo un tamaño asequible, descansado y llevadero, nos presenta una colección de lo más sugerente y atractiva. Sin “obras maestras” archi-populares, pero con un fondo pictórico que personalmente considero de altísima calidad. Encontré muchas obras de gran belleza y variedad: el Napoleón de David, estupendos cuadros de la era Biedermeier, Impresionistas, una variada oferta de obras de Kokoschska y de Schiele, además de nuevos descubrimientos para mí como Waldmüller, Romako y algunos más. ¿Sinceramente? ¡Una delicia! Un museo de lo más recomendable para quienes disfruten de la pintura.

 Cuadro mural de Oppenheimer: La Filarmónica
El Belvedere Alto


Pero en esta ocasión Viena me deparaba otras sorpresas mucho menos convencionales, pero no por ello menos atractivas. Huyendo del calor, y aconsejado por alguno de mis compañeros de ruta ciclista (sobre los que luego hablaré), una tarde me monté en la bicicleta con los aperos de “playa”, crucé la mitad del Danubio y descendí a pedales a la estrecha y kilométrica isla artificial que divide el río en dos a su paso por la ciudad y que responde a un sistema civil de protección ante las crecidas del río. La cuestión es que todo ese terreno nuevo, se mantiene sin edificar, completamente ajardinado y surcado de viales no motorizados para disfrute de ciclistas, peatones, patinadores, skateboarders, etc. A lo largo de kilómetros y kilómetros abundan las praderas ociosas, zonas de picnic, playas, canchas deportivas al aire libre… lo cual hace que en días de buen tiempo aquello se nutra de gente deseosa de hacer deporte, mantenerse en forma, disfrutar del sol, del ocio o del baño. Y yo… uno más, primero unas vueltitas en bici para hacerme una idea y tomar algunas fotos, y después toalla, libro y una tarde alternando el descanso con unos chapuzones en el Danubio. Una buena forma “local” de pasar una calurosa tarde de verano vienés.

La otra sorpresa a la que me refería (también recomendación de un ciclista vienés) fue la visita al MAK (Museo Austríaco de Artes Aplicadas). Situado relativamente céntrico, aunque afortunadamente también fuera del Ring, ocupa un palacio barroco bastante espectacular y unos anexos muy modernos integrados a su espalda. Mi intención era aprovechar la ocasión para visitar una exposición temporal de temática ciclista precisamente: “Tour de Monde”, una colección de bicicletas de diseño singular que abarcaba numerosos modelos desde principios del S XX hasta inicios del XXI. La muestra mereció la pena, pues encontré piezas de enorme interés y delicadeza técnica. Como complemento se presentaba una exposición de paneles de proyectos resultantes de un concurso de ideas sobre innovación de ciclismo ciudadano, algunas de las cuales parecían interesantes. Todo esto justificaba y satisfacía la visita, sin embargo mi suerte se vio acrecentada al encontrarme con dos exposiciones más, muy acordes con algunas de las iniciativas mentales que últimamente más parecen interesarme. Por un lado “Furniture Nomadik 3.0” (una propuesta de lo más variada sobre mobiliario de hogar y cocina autoconstruido, diseñado a base de madera y materiales desechables o asequibles, pensado para ser utilizado en espacios o viviendas temporales e incluso de intemperie, cabañas, etc. de lo más interesante y original); y por el otro una extensa y espectacular muestra de proyectos de arquitectura oriental (en la que me entretuve especialmente admirando varios proyectos chinos y japoneses para espacios públicos como parques, centros escolares, centros cívicos, espacios de interpretación, bibliotecas, etc.). Lo que más me llamó la atención de la segunda fue un claro interés por dos cuestiones: la de supeditar la edificación y el diseño urbanístico a dos propósitos preferentes, a saber, una comunión-integración evidente con el entorno natural, y un diseño al servicio del fomento de la interacción, proactividad y disfrute humano y social.

 Bicicleta Mercier: "Mecadural Pélissier", 1950
Bicicleta René Herse: "Diagonal", 1969


Interior y exterior de la biblioteca de Liyuan (fotos: innerdesign)


Siento sobrecargaros con tanta cultura y deambular turístico, así que paso ya directamente a narrar mi experiencia ciclista clásica. La sugerencia de los correos de los organizadores era la de evitar acercarnos a Wolkersdorf en coche, para lo cual me habían enviado enlaces con horarios de tren. Pero estudiando un poco un mapa, me pareció interpretar que el acceso en bicicleta sería sencillo, asequible y poco peligroso. Menudo acierto, gracias a ello, sin saberlo, me regalé un paseo ciclista estupendo, que primero a través de un carril bici paralelo a la carretera y después gozando de la independencia y tranquilidad del “EuroVelo nº 9” (un recorrido ciclista separado que forma parte de una amplísima red de carreteras ciclistas centro-europeas), me llevó por campos y paisajes rurales agradables, hasta el mismo pueblo en el que se celebraba el evento ciclista clásico.

Junto a un antiguo edificio público, en un parque con estanque, estaba montado todo el tinglado. Un set de fotografía para los retratos de antes y después de la prueba, la recepción de registro, bar al aire libre, exposiciones de bicicletas clásicas, mercadillo, etc. Todo ello fácil y bien organizado. Por allí pululábamos ya bastantes de los participantes que habíamos decidido acudir de víspera. Me sentí bien atendido y en seguida pude dejar mi mochila y bicicleta en el pabellón del colegio del pueblo que estaba gratuitamente a nuestra disposición. [Aquí tengo que hacer un aparte profesional: el pabellón era perfecto desde un punto de vista educativo. No demasiado grande pero suficiente, con porterías escamoteables en las paredes, con almacenes muy bien dotados, igualmente incrustados en una pared, accesibles pero sin molestar y espalderas correderas como cierre. Toda una pared lateral del pabellón completamente acristalada, numeroso aparataje moderno en las paredes y colgado del techo, demostrando la clara influencia de la “gimnasia escolar ‘natural’ austríaca” que afortunadamente parece seguir aún vigente como referencia parcial de importancia en Austria y otros países centroeuropeos, y algunos detalles más que mostraban la idoneidad del equipamiento. Cierro paréntesis].

 Mi "vieja" y dura Razesa empieza la temporada Challenge.

 El coche escoba.

Aproveché la tarde para degustar un buen vino blanco local en la terraza de uno de los establecimientos más concurridos de la plaza. Ya instalado cené un plato típico delicioso y pronto me vi compartiendo mesa con una pareja de jóvenes ciclistas y un veterano. Una cosa buena de este país es que casi todo el mundo que te encuentras habla bien en inglés. Así que la tarde-noche se fue amenizando. Me hablaron sobre la bicicleta austríaca por excelencia, la Puch (sí, esa marca que en España vendía ciclomotores y motos de cross ligeras). Ellos la pronuncian “pugg” y son bicicletas muy admiradas y buscadas allí, especialmente en sus versiones de carreras. La empresa llegó a tener un equipo profesional con el portugués Agostinho en sus filas, y en este evento se dispuso una pequeña exposición de monturas y maillots históricos de competición de la marca. Además creo que fue la marca de biciletas con mayor participación en el recorrido del día siguiente. Tras la cena, en la misma terraza se celebró una amena y simpática reunión “técnica” en la que, entre otras cosas, me vi expuesto como el asistente más lejano (un exótico español), lo cual ya me abrió directamente las puertas para la conversación con la mayoría durante el resto del evento. El organizador resultó una persona muy cercana, amable y sinceramente interesada por los asistentes y el desarrollo de la que oficialmente sería la primera edición de la “In Velo Veritas”. Me recogí pronto esa noche, mientras algunos alargaban la velada disfrutando del calor nocturno y de una proyección ciclista. Yo elegí dos colchonetas finas y me instalé a dormir en el colegio.
 Una Puch, desde mi mesa.

La mañana siguiente amaneció nublada y con ligerísima llovizna aunque buena temperatura. Preparado para salir desayuné en una carpa y aproveché para observar máquinas y “corredores”, incluidos algunos exhibicionistas en velocípedos. El ambiente era totalmente vintage, con muchas Puch, bastantes italianas, etc. la mayoría en buen estado de conservación, pero con claras muestras de uso, no había casi bicicletas con aspecto de acabar de salir de la cadena de montaje. Muchos maillots de punto y casi ningún casco. El pelotón de las 100 millas (en realidad un poco más, 173 km) salíamos a las nueve y lo hicimos de forma neutralizada tanto al alejarnos del pueblo como durante unos 5 primeros km bajo un poquito de lluvia y con el suelo mojado. Pero pronto el grupo fue liberado, se estiró y acabó rompiéndose en un rosario de unidades o grupitos muy pequeños. A medida que avanzaba la mañana las nubes se fueron despejando, el firme secando y el sol calentando. Disfrutaba de tramos en solitario y de alguna rueda eventualmente. De liebres (me refiero a la fauna) que cruzaban la carretera, de tramos de carriles independientes para bicicletas, carreteras secundarias, pistas de grava en buen estado. Y en seguida en un constante subir y bajar, sin llanos. Con arbolado, con campos, con viñedos, con canales… un recorrido permanentemente variado y entretenido, y con la mente parcialmente ocupada en pensar en no acelerarme porque la jornada se me presentaba muy larga. Todo ello se ofrecía en lo que yo llamo modalidad “rally” (un “pasaporte” con cuatro puntos intermedios en los que sellar, además de la salida y llegada; un mapa extremadamente detallado de 1:25.000 por si te perdías; todo el recorrido eficaz y discretamente señalizado con espray; y libertado total de ritmos y agrupamientos), que me encanta, especialmente para recorridos largos, y que me hacen sentirme como un corredor de otras épocas en las que cada cual se marcaba su propio ritmo para completar jornadas largas, duras y por parajes desconocidos, rurales y sorprendentes.
 Interior de mi "Pasaporte de ruta" con todos los sellos.

Cada 31-39 km  había un punto de sellado que coincidía con una zona de avituallamiento. Eso era la maravilla, pues ya llegabas con suficientes ganas de descansar, de comer y de beber. Los lugares habían sido muy bien escogidos: una granja, un restaurante de campo, una bodega, los jardines de un palacio… siempre al aire libre, con carpas, mesas y sillas habilitadas para nosotros y servicio de camareros con variedad de comidas calientes o frías y bebidas no alcohólicas muy variadas. Cada parada ofrecía un menú diferente, pero siempre tradicional y apetecible: sopas, guisos, aperitivos, sándwiches, zumos, mostos, agua, fruta, dulces, tartas, café… pero nada de barritas o bebidas tecnológicas ¡cómo tiene que ser! Así que daba gusto llegar y sentarte a comer, descansar y charlar con quienes ibas coincidiendo. Al rato, cuando cada cual consideraba oportuno, reanudaba la marcha y se iba en busca del siguiente control de paso.

El segundo tramo parcial me descubrió nuevos paisajes y pueblecitos deliciosos de aspecto y arquitectura muy diferente a lo que he visto en otras ocasiones. Pueblos frondosos con casas con bodegas particulares y otros soleados pintados primorosamente en tonos pastel. Un grupo de tres ciclistas me alcanzó e invitó a unirme a ellos. Rodaban de forma poderosa y unos buenos tramos de carretera me permitieron aprovechar su rueda y de esa forma cruzar la frontera con la República Checa para llegar a Mikulov, un claro destino turístico de arquitectura histórica muy vistosa y aspecto de cuento de príncipes y princesas.

Mis amigos de ruta en el avituallamiento de la Rep. Checa.


El tercer tramo resultó muy duro. Varios kilómetros de pista algo deteriorada, dos pinchazos de uno de mis compañeros, el único puerto de la jornada (breve “tachuela” pero de gran porcentaje), mucho calor, un constante subir y bajar, cada vez más tramos no asfaltados (aunque todos muy “ciclables”) y hasta un tremendo descenso en un “pavés” grueso que debía de ser verdaderamente antiguo. Todo ello me dejó bastante roto y fatigado a los 106 km de recorrido. Feliz del trayecto, de la variedad, del día, de la experiencia, de la diversidad de tramos, de los paisajes, de la compañía, pero terriblemente cansado. Tanto, que les dije a mis ya compañeros de etapa que se olvidasen de mí porque les iba a ralentizar demasiado. A regañadientes me hicieron caso y afronté el cuarto sector en solitario, con calma y tratando de dosificar. De nuevo subir y bajar constante, mucho calor y mucha variedad de firmes. Agotando casi la ponchera, lo cual no es habitual en mí, pese a la gran cantidad de líquido que estaba consumiendo en cada parada. En cierta localidad una reunión de bandas musicales austriacas, con su vestimenta típica, cortaba el paso y el desvío me desorientó, afortunadamente me alcanzó por detrás un grupito de jóvenes belgas y salí tras ellos del atolladero. Una vez sintiéndome seguro de nuevo en las señalizaciones, dejé que se fueran. En ese momento ya sólo pensaba en alcanzar el último control y retirarme dignamente con unos 140 duros km cubiertos. Y allí llegué con tesón por una senda ribereña de tierra compactada, a una especie de corralada maravillosa para sentarme a comer una lasaña, beberme unas limonadas y reírme de mi mismo de puro cansancio, mientras mis amigos me miraban como dudando de mi estado mental transitorio. Mi cabeza me pedía un café desde hacía varios kilómetros. Estaba cubriendo sobradamente mis necesidades de comida, de bebida  e incluso de paradas, pero me había dolido la cabeza bastante y desde hacía rato soñaba con un café. Y por suerte allí lo había, así que lo pedí bien cargado, me lo tomé y decidí arrancar de nuevo para enfrentarme al último tramo sin esperar mucho más.

El quinto tramo lo llevé mucho mejor. Los primeros kilómetros de tierra junto al río me gustaron, así como las pistas entre lomas, campos y viñedos. Luego enlacé varios kilómetros de carretera y pude comprobar cómo a mis colegas les llevó bastante tiempo darme caza. De nuevo en solitario pueblos y cruces amenizaron el ritmo, y ya cerca del destino vinieron unos tramos muy bonitos y llevaderos de pistas forestales, hasta alcanzar un breve, pero terrorífico descenso de “pavés” del duro, que más recordaba a una calzada romana. Un callejón estrecho de adoquines y por fin la carretera de aproximación al pueblo. Cómo dice mi amigo Marcos, tan aficionado a eventos de larga duración, un buen organizador siempre tiene que diseñar un trazado en el que los últimos kilómetros, después de una gran paliza, sean para disfrutar. Y así fue, entre el “subidón” de saber que llegaba, la parcial recuperación, y el propio recorrido final, alcancé el arco de llegada completamente feliz y recibiendo con cariño las aplausos concedidos por los organizadores y aquellos participantes que ya estaban allí.

Una vez en la plaza, abrazos entusiasmados del organizador, quien sin atender a mi sudor y acumulación de porquería me mostró verdadero y efusivo agradecimiento por haberme desplazado hasta “su evento, su criatura ciclista” que con tanto mimo y calidad había preparado. Le felicité por el trazado, por la organización y por todo. Llegó el momento de posar para la fotografía del “después”, de recoger la bolsa de “finisher” que incluía una botella de clarete local (Cabernet-Sauvignon 2008, que me he bebido en casa bien fría y me ha encantado), y de reunirte con aquellos participantes con los que te habías encontrado en algún momento concreto de la ruta. Poco a poco fui preparando mi mochila, de la que cada vez colgaban más cosas fuera. Con ella, en la bici, y con mis tres amigos de ruta, nos fuimos a la plaza de las terrazas a celebrar nuestro logro. A medida que se fueron sucediendo las cervezas y las risas, fuimos aplazando la hora del tren escogida para regresar a Viena, hasta que al final nos encaminamos a la estación para tomar un tren ya de noche. En mi parada me despedí de mis nuevos amigos, con quienes pretendo mantener contacto electrónico próximamente.
El organizador (¡chapeau!). Foto: O.R.Wi.

La experiencia de la “In Velo Veritas” ha sido indescriptible. Desde el punto de vista social y humano, tengo que afirmar que si bien no he tenido queja de ninguno de los eventos anteriores, en los que siempre he disfrutado mucho y he sido muy bien atendido, en esta ocasión, tanto los organizadores como los participantes, han superado todo lo anterior haciéndome que haya sido la ocasión en las que más integrado me he sentido. Esto es algo digno de agradecimiento, especialmente tratándose de la que casi con toda probabilidad sea la cita más alejada de mi hogar, en un país bien diferente y con una lengua nativa desconocida para mí. Respecto a lo puramente ciclista: ambiente, organización, servicios y ¡sobre todo recorrido! espectaculares. Ignoro cómo será la Heroica, pero esta “marcha” ha sido alucinante, magnífica e irreprochable. Por ello os la recomiendo encarecidamente desde ahora. No lo dudéis, el viaje merece la pena y no os arrepentiréis al vivir una experiencia ciclista retro auténtica, pura y muy intensa. Por si acaso alguno se decidiera a participar en el futuro, me permito unos breves consejos muy básicos (podrían ser más, pero no quiero extenderme):
  • Ir bien entrenados.
  • Cubiertas en perfecto estado, hinchadas con máxima presión y mejor si son de 25, 28 o incluso mayor anchura.
  • Una buena bicicleta, entendiendo por ello, un cuadro de acero, bien resistente y sufridor.
  • Y nada más: desmontables, cámara de repuesto y ponchera con agua. El resto lo pone la organización.
Recordad que se tratan de 173 km de auténtico “rompe-piernas”. Sin puertos, pero en constante subir y bajar, en permanente cambio de ritmo. Aunque no sabría calcular cuántos kilómetros no asfaltados forman parte del trazado, quizá alcancen un tercio del recorrido, lo cual es mucho. La mayoría de ellos de firme de buena calidad, muy compacto, liso y sin riesgo (tierra, gravilla…); aunque también algunas zonas de rodadas irregulares, pasillos de gran vegetación, arena, adoquines y dos cortos tramos de auténticos cantos lisos de grandes dimensiones. Ciclismo original auténtico, puro y duro, no apto para sibaritas, pero un paraíso para ciclistas que buscan la belleza del entorno, los lugares mágicos, los paisajes cambiantes, los pueblos tradicionales y los recodos sorprendentes.