viernes, 26 de septiembre de 2014

36. BEARN CYCLO CLASSIQUE 2014

“Heroes” by David Bowie on Grooveshark


Bearne es un territorio con historia. Su origen se data, de modo poco preciso, en la Alta Edad media, en forma de vizcondado que, por azares de los acontecimientos, las beligerancias y los tratados, asumió sometimiento y dependencia de Francia, Navarra, Aragón y hasta Inglaterra, en diferentes momentos. Geográficamente se sitúa en las laderas y llanuras ubicadas al norte de un tramo de los Pirineos, formando parte del Departamento de los Pirineos Atlánticos, aunque al este de la región de Bayona y la zona vasco-francesa. Si lo buscamos en un mapa, la localización se corresponde con las ciudades de Pau, Orthez y Oloron, así como las áreas que las rodean. Desde un punto de vista más natural de la geografía, podemos mencionar algunos referentes conocidos como la garganta de Kakuetta, el Pic de Midi de Ossau o los puertos de Somport y el Portalet.
 
Estandarte del Bearn.
 
Se trata de una comarca con carácter. Quizá tanta personalidad (del territorio y de sus pobladores) provenga del agreste entorno natural que lo conforma y de la inquieta historia que le tocó en suerte vivir. Pero el caso es que tal talante se deja ver, sentir, respirar y hasta degustar. Con respecto a esto último, además de ser una zona bien reconocida por su Foie Gras y demás productos obtenidos del pato, resulta que se ha consolidado como una excelente denominación de origen de vinos blancos (Jurançon), que actualmente ofrece una interesante variedad de caldos que van desde sus tradicionales blancos dulces a otros más novedosos y secos. Pero si nos centramos en las peculiaridades deportivas de la región, una salta a la vista por encima de cualquier otra: ¡El rugby! (ese juego de villanos practicado por caballeros). Los campos y los pequeños estadios del juego se hacen presentes en cada localidad de una mínima entidad. Donde nosotros nos alojamos, al llegar el viernes, se veía mucha actividad de entrenamiento y cierta presencia en la grada. A lo largo del recorrido, en el jardín de una casa de campo particular, en lo alto de una sucesión de colinas, vi también una “portería” de rugby, “unos palos”, caseros. En la pizzería en la que cenamos, un cartel anunciaba el comienzo de temporada de la escuela de rugby de Gan. Y por si todas estas pistas fueran pocas, la portada del periódico local “Sud Oest”, en primera plana, lo vi al ir a desayunar, mostraba una amplia noticia de dicho deporte con alusiva foto a color. Pese a tan fuerte arraigo, el ciclismo no se queda corto y también es parte de su cultura y de su paisaje. No en vano, Pau sigue siendo a día de hoy y desde siempre una de las ciudades que más veces han sido punto de salida (en 48 ocasiones desde la postguerra mundial) o llegada de alguna etapa montañosa del Tour de Francia. Si bien el Tourmalet y otros colosos pertenecen a otra comarca cercana, en el Bearn disfrutan del Aubisque, Marie Blanque, Portalet, La Pierre Saint Martin y alguno más. Y casi-casi, aunque ya en el Pays Basque: Larrau, del que más tarde hablaremos. Por otro lado, la afición práctica local al ciclismo y la atracción que tan bella comarca ejerce sobre quienes disfrutamos con el pedaleo por profundos valles y elevadas montañas, quedan demostrados a las claras, al comprobar que sus carreteras se ven muy frecuentadas por gente pedaleando de forma deportiva o viajera.
 
Siendo pues este un espacio tan vinculado al ciclismo de ruta, tenía que llegar el momento de que apareciera alguna convocatoria formal de marcha ciclista retro. Y así ha sido este año con el nacimiento de la “Bearn Cyclo Classique”, un primer intento tímido y modesto (como lo suelen ser todos), pero lleno de acierto y buenas cualidades. Viendo la fecha, la no demasiado alejada localización (Gan) y la solera del entorno, no me pude resistir y allí que me fui, llevándome de paso a quién pudo y quiso apuntarse, que no fue otro que Roberto, que engarzaba una racha imparable. Del viaje no hay mucho que contar, porque lo hablamos casi todo durante el mismo. Al igual que me ha ocurrido cuando he viajado en coche con algún otro compañero de fatigas rodadas, la música ni la ponemos, pues no hay hueco de silencio que rellenar. Así que el relato propiamente dicho comienza el sábado por la mañana, con un desayuno y una dubitativa búsqueda inicial (en bicicleta) del punto de salida, que nos obligó a tener que regresar al hotel a preguntar. Hacía un día estupendo, aunque ya caluroso desde primera hora de la mañana, algo que más tarde se transformaría en una jornada de excesivo sofoco durante las horas centrales del día. En la casa comunal nos fuimos reuniendo las escasas decenas de participantes, locales en su mayoría, salvo alguna “rara avis” como un californiano, un par de ingleses y nosotros dos. Había caras conocidas como el “profesional del velocípedo” que suele acudir a casi todos los eventos franceses (aunque esta vez montaba una bicicleta “de seguridad” muy antigua) y su mujer; otro ciclista de la zona de Las Landas; y varias personas que para la ocasión ejercían de colaboradores en vez de rodadores y que recordábamos de Marmande (a donde debieron acudir para conocer una experiencia similar). Nada más llegar formalizamos la inscripción y recibimos una “musette” con el dorsal para la bici, el cartel, información, una cinta de manillar de regalo, el vale para la comida y hasta una gorra ciclista de la comarca.
 
El evento ofrecía dos opciones: una de 30 km y otra de 70 km. A esas horas allí estábamos los de la larga (unos treinta ciclistas). Y poquito antes de salir pareció con agilidad nuestro conocido Emile, sobre una flamante Battaglin roja como recién salida de fábrica. Además de saludarnos, me llevó a su coche para mostrarme un kit original de bolsa del corredor, gorra, “musette”, maillot y de todo, del Teka, lo había traído para enseñármelo expresamente. Menos mal que él se conocía el camino porque el pelotón partió sin nosotros y tuvimos que espabilarnos un poquito para reintegrarnos en él. La comitiva, siguiendo a un setentero Renault 15 y protegida en los cruces por un equipo de Vespas relucientes, primero dio una vuelta por el pueblo, con el alcalde al frente sobre su impoluta máquina moderna de carbono. Después empezamos a remontar algunas colinas y la ruta fue acercándose a su esencia: un variado “rompepiernas” lleno de ascensos cortos pero empinados, alternados con descensos y sin apenas tramos llanos. En la primera subida pedaleaba yo casi a solas, cuando Emile, adelantado y detenido al borde la carretera, me hizo una señal para que me detuviera. Estaba hablando con dos hombres “de paisano” que resultaron ser José María Pérez (Don Bidón) y el amigo que le acompañó a la pasada Monreal, que se habían acercado a conocer a Emile. Nos saludamos y pospusimos un encuentro para esa misma tarde en casa de nuestro conocido común galo. El paquete se reagrupó con una breve parada en una céntrica calle de un bonito pueblo y volvió a seguir reunido, para ir despachando nuevas ascensiones que, poco a poco, nos situaron en lo alto de una especie de sierra de colinas con hermosísimas vistas a ambos lados de su línea de cumbres. Aquel tramo fue de especial encanto, pues con la perspectiva que daba el pedalear por lo más elevado, los viñedos de Juraçon  quedaban expuestos a nuestra atención, para nuestro deleite contemplativo y para alimentar nuestras ganas de catar su producción. Los valles eran coquetos y estaban salpicados de granjas, colinas, árboles y viñedos alineados en laderas muy pendientes. Cada pequeña cota nos servía de reunión, mientras la ruta transcurría por una carretera bastante estrecha, sin pintura y sin tramo recto alguno. En determinado momento, siguiendo a una de las Vespas, disfrutamos de un tramo especialmente estimulante con un fuerte descenso por una pista asfaltada, hasta llegar junto a una mansión de elegancia clásica, en donde alguien se percató de que habíamos errado el camino. Hubo que “meterlo todo” y remontar algunos muros para encontrar un desvío de tierra y piedras empinado pero de apenas 50 metros, el cual nos dejó en una encantadora granja-bodega familiar, en la que fuimos agasajados con el primer avituallamiento y la primera cata de blancos (seco fresco y amoroso dulce). El recibimiento estaba ubicado en un gran almacén con funciones de portalón cubierto que nos daba sombra, con aperos de trabajo por ahí amontonados, un pajar sobre nuestras cabezas y las grandes cubas de acero inoxidable en un espacio anejo. Al otro lado del mismo había un precioso patio que daba acceso a la vivienda. Un lugar ideal para disfrutar de la parada, de la degustación y de la ambientación de la ruta. Allí charlamos con el organizador, así como con los pilotos de algunas Vespas, quienes tenían referencias de La Retrovisor, gracias a que los del club de scooters de Cantabria habían hecho similares funciones en mi tierra.

 Emile en plena acción sobre su Battaglin
 
Uno de los vinos blancos catados (Foto: Roberto Follía).
 
Tras la parada se sucedieron nuevos descensos y ascensos, todos ellos sin abandonar el paisaje de granjas y pequeños viñedos. Se notaba que por el Pirineo el verano había deparado frecuentes tormentas ya que los prados estaban verdes, y no agostados como en nuestro hogar, tras un septiembre completamente veraniego y con temperaturas exageradas para el Cantábrico. Aunque este día no se quedaba corto y llegamos a pasar muchísimo calor, lo cual, unido a la exigencia constante del recorrido, poco a poco se nos fue acumulando en forma de fatiga. Algo más adelante sí que nos fueron llegando algunos tramos llanos de rivera, cerca del río al noroeste de Pau, antes de virar hacia el sur para acometer nuevos ascensos entre las bien recibidas sombras de colinas cubiertas por formidables ejemplares de árboles. Aunque no soy capaz de situarlos con exactitud, hubo un par de repuntes francamente bonitos. El primero, que pudiera ser en Aubertin, de unos 2 kilómetros de longitud y fuerte pendiente. En su final giraba repentinamente a mano izquierda para proponer unos suaves toboganes campestres, antes de descender entre curvas para cruzar un río pequeño y permitirnos acceder a un tramo campestre realmente idílico. El segundo, no mucho más tarde, quizá por Sant-Faust, con una breve pero empinada rampa a la sombra, que nos hizo pedalear levantándonos del sillín, aún a pesar de llevar unos desarrollos asequibles. Desde allí, ya poco faltaba para el segundo avituallamiento.
 
Gajes del oficio "retro", lo bueno es que la tracción "animal",
salvo en caso de pájara, nunca falla.
 
Y fue precisamente al alcanzarlo cuando una voz conocida me reclamó hacia un lado: “Monsieur, Monsieur”. ¡Era Javier! Ya me parecía a mí que con las ganas que ha cogido esto del ciclismo retro, la pandilla que se ha ido gestando y lo cerca que está el Bearn de San Sebastián, resultaba extraño que no se hubiera presentado a la salida. Lo que ocurrió es que se decidió en el último momento y sólo pudo llegar a la hora para la partida del recorrido corto. Da lo mismo, allí estaba, y así se uniría a nosotros para el resto del fin de semana. La parada sirvió para nuevas catas, para picotear algunas viandas y para beber mucha agua y zumo de naranja. Lo servían en el cobertizo de otra granja local. El pelotón crecía así de repente con la incorporación de otros 20 o 25 ciclistas. Y ya reunidos todos, pusimos rumbo al sureste, hacia Gan. Hubo un descenso corto pero delicado, y el resto casi todo llano hasta el final. Rodé sólo algunos kilómetros, otros cerca de algunos ciclistas veteranos, de una mujer del Bic que rendía bien y hasta  de un padre y un hijo pequeño enfundados ambos en sendos maillots de Brooklyn. Pero finalmente me aproximé a Gan junto a Emile, completando el recorrido casi como lo empecé. Pronto llegaron Javier y Roberto y aprovechamos para beber más líquidos, picar alguna otra cosa y catar nuevos blancos locales, mientras charlábamos con diversos participantes o echábamos un último vistazo a Vespas y bicicletas.
 
Parte d ela flota "Vespa" que nos cubrió durante el recorrido.
 
Y llegó el momento de la comida. Los organizadores habían dispuesto tres larguísimas mesas dentro del espacio multiusos de la casa comunal. En cuanto nos sentamos se nos unieron Emile, su amigo Jean Pierre (profesor de español en la zona) y otras de sus amistades. Disfrutamos de un exquisito foie gras, algunos platos y queso, además de un tinto ligero que corrió por nuestra zona, encargado por JP y algún otro comensal (muchas gracias de nuevo). La conversación fue muy animada y agradable, y el español y el francés se cruzaron equilibradamente y con total interés por comunicarnos y mantener vivos nuestros temas de tertulia. Así pues el tiempo se fue volando y avanzada la tarde llegó un sorteo de regalos del que muchos salimos agraciados: gorras, libros y demás. Para mí una botella de vino (portugués) y quedarme con las ganas de haber recibido un sillín Brooks… ¡verde! A juego con mi Dawes, que fue a parar a una dama ataviada al estilo pionero. Finalizado todo nos despedimos con sincero agradecimiento de los organizadores y anfitriones, a quienes expusimos nuestra positiva valoración, nuestro ánimo y nuestra promesa de divulgar el evento entre conocidos amantes del ciclismo clásico en España. La cita merece la pena, la región es encantadora, el ambiente tranquilo y mesurado, y el recorrido exigente sin ser largo. Pero a juzgar por la expresión de las caras y los comentarios de sus responsables, nadie puede asegurar que esto se vuelva a repetir. Se mostraban cansados por el esfuerzo, y con evidentes dudas de si se volverán a embarcar en su organización o no. El tiempo lo dirá, nosotros así lo esperamos, por el bien del ciclismo retro, por el de muchos aficionados que puedan acercarse allí en el futuro, y porque no se podría entender que el Bearn no tenga su propia marcha vintage.
 
Lejos de acabar, la jornada aún nos deparaba una actividad “deportivo-cultural” privilegiada. Después de ducharnos en el hotel, nos montamos los tres en el coche de Javier y nos acercamos a una localidad próxima para hacer efectiva una generosa invitación de Emile. Allí nos encontramos con los visitantes de Jaca antes mencionados, y con Jean Pierre, que frecuenta la casa de Emile desde que aquel empezara a correr en ciclismo asesorado por este. Se trata de una vivienda unifamiliar convencional con su propio jardín. Lo que nadie puede llegar a imaginarse es que dentro, entre un crecido garaje, unos altillos, el ático y algunos rincones, Emile atesora una de las mejores colecciones de bicicletas de competición de Europa. También hay fantásticos maillots, poncheras, carteles y hasta mojones. Pero por encima de todo están las bicicletas ¿doscientas? Imposible de calcular. La mayoría son “bicicletas Tour”, algunas utilizadas realmente por ciclistas famosos (Ugrumov, Ocaña, Óscar Freire y un largo rosario de ilustres nombres) y otras réplicas exactas de las utilizadas en diferentes épocas por numerosos campeones (Mercks y muchos otros). Los ojos se nos iban de un lado a otro, de un detalle al siguiente, y aún así éramos conscientes de que resultaba imposible asimilar todo. Nos perdimos mucho más de lo que captamos, y eso a pesar de que absorbimos mucho. La colección es irrepetible y la afición y pasión que Emile desprende cuando la muestra, contagiosas. Aprendimos mucho de él y más nos hubiera gustado el haber podido disfrutar aún más de sus enseñanzas, a pesar de que nos lo tomamos con calma y con tiempo.
 
Resumiendo drásticamente la visita voy a hacer mención de cuatro bicicletas muy especiales. La auténtica “Paloma” con la que Federico Martín Bahamontes corrió allá por 1962, 1963… ganando varias etapas del Tour, dos podios en la general y hasta tres Premios de la Montaña. La bicicleta estaba en un estado impoluto (como la mayoría de las que posee Emile) y hasta nos la dejó sacar para fotografiarnos con ella.
 
Posando junto a la "Paloma" de F. M. Bahamontes: (Roberto
disparaba la foto. Arriba estoy yo, José Mª, su amigo de Jaca y
Jean Pierre. Abajo con un maillot auténtico y una réplica: Emile
y Javier.
 
Más tarde sacó (vete tú a saber de dónde) la Eddy Mercks con la que Lance Armstrong ganó el Campeonato del Mundo de Oslo en 1993. No se trata de una clásica, pero si de un icono del ciclismo que conserva aún, fijada al cuadro, la plaqueta con el número del dorsal que portaba el corredor tejano. Sin embargo, aún pudiendo disfrutar de esos y otros ejemplares “auténticos”, realmente utilizados por los mitos en persona, y aún siendo Emile un verdadero apasionado de este deporte, también nos presentó otra bicicleta, de la que confesó sentirse especialmente prendado. Minutos antes Javier le había preguntado por su favorita, y él no había sido capaz de responder, sin embargo, al sacar esta a la luz, confesó que pensándolo bien, quizá fuera precisamente ella la que pudiera, en caso de decisión extrema e inevitable, llevarse tal honor. Se trataba de una réplica exacta (de la época) de la Bianchi con la que Fausto Coppi compitió en las grandes carreras de Europa. La bicicleta era hermosísima, tanto en su cuadro como en cada uno de sus cuidados componentes, todos ellos “firmados” con la B de Bianchi. Y aún a pesar de estar hablando de mitad del siglo XX, su frontal ya mostraba una dirección integrada.
 
Detalle del tubo de dirección de la Bianchi
réplica de la de Fausto Coppi.
 
Quiero terminar este fugaz repaso “objetológico” con una muestra de la ignorancia “marquista” que tanto nos acompaña a los aficionados compulsivos, en demasiadas ocasiones adocenados por los triviales y superficiales comentarios y “run-run-es” de la masa de neófitos consumidores de cualquier afición, que recién llegados a un asunto, nos centramos en un puñado de “valores seguros” con los que sentirnos confiadamente “in”, sin preguntarnos si hay más, hay diferente o nuestro nuevo foco de entretenimiento y juego adulto, puede realmente ofrecer cosas distintas. Prácticamente cuando nos íbamos, Emile nos enseñó una bicicleta gris, bastante discreta en apariencia y con huellas de su historia y sus batallas. La bici en cuestión nos había pasado completamente desapercibida, como casi con total seguridad hubiera ocurrido en cualquier evento para la mayoría de nosotros, vosotros y ellos del mundo de ciclismo retro. Al decirnos el nombre de la marca (que no se leía por parte alguna), no me sonó para nada en su pronunciación francesa, pero poco a poco, al observar sus singulares componentes, su característica potencia, los bujes, etc. Todo ello se me pareció en demasía a los que actualmente propone Velo Orange, y atando cabos, la palabra me hizo eco en la cabeza… ¡Herse! ¿Has dicho Herse? ¿Te referías a René Herse? Efectivamente, por primera vez en mi vida, al menos conscientemente, estaba estudiando y tocando una de las bicicletas realizadas por uno de los más prestigiosos artesanos de nuestro vecino país, un constructor alabado por los más expertos cicloturistas de cualquier continente. Si el año anterior pude admirar muy de cerca la obra de Alex Singer, esta tarde me estaba topando con algo difícil de encontrar e igualmente improbable de valorar, tan cegados como solemos estar por “cuatro” referencias populares que nos dan una cómoda sensación de seguridad ante los demás.
 
Tras las amistosas despedidas salimos de allí los tres (Javier, Roberto y yo), abrumados por la cantidad de material contemplado y fatigados tras una jornada tan intensa, cargada de actividad y emociones. Así que sin pensarlo mucho nos fuimos a cenar algo sabroso y económico y nos retiramos a descansar, que buena falta nos hacía.
 
A la mañana siguiente Roberto y yo recogimos todo, desayunamos, llamamos a Javier para quedar el Licq-Atherey, y cargamos todo en el coche para acercarnos hasta allí. Roberto había pasado una mala noche a causa de un virus que le venía castigando desde hacía más de una semana, y por mi parte mi motivación para un serio y amenazador ascenso matinal era muy baja. Ignoro la razón pero ese domingo era uno de esos días en los que uno se busca para sí mismo cualquier impedimento para no subirse a la bicicleta, no me apetecía nada. Las caras de sorpresa y gestos de chaladura que habían puesto nuestros amigos franceses, cuando el día anterior les comentamos que pretendíamos ascender Larrau por la vertiente francesa, sobre nuestras clásicas, tampoco ayudaban nada, más bien tenían un rotundo efecto disuasorio. Y como venía siendo habitual en nuestras escapadas pirenaicas de septiembre, por la noche había llovido, y la mañana se presentaba incierta en cuanto al clima. Aún así, haciendo de tripas corazón, circulamos hasta nuestro destino. A medida que nos acercábamos el tiempo mejoraba claramente, el día se volvía soleado y el paisaje se convertía en un atractivo paraíso de aldeas acomodadas con discreción en el fondo de unos valles estrechos, húmedos y encajados entre las moles de la cordillera. Remontando un río alcanzamos el lugar de la cita y pudimos aparcar en batería, frente a un bar y comenzar con nuestro ritual de preparativos para la ruta. Personalmente seguía sin ganas, Roberto resignado (sin su triple plato y con su catarro) pero decidido y Javier inquieto, pues conocía bien a qué nos enfrentábamos. Tomamos un café justo antes de salir y nos pusimos en marcha por la estrecha y solitaria carretera.
 
Detalle de carretera (Foto: Roberto Follía)

Nada más empezar hacía bastante fresco, tanto que incluso pasamos frío al ir de corto. El valle se remontaba sin apenas esfuerzo, pues la carretera nos llevaba pegados al río montaraz, a la altura de su lecho y sin superar desniveles. Poco a poco, esa marcha casi llana nos sirvió de calentamiento. Aquella sería una etapa de “captura”, una excursión corta en kilometraje (no tanto en tiempo), consistente en aproximarse a un puerto de importante entidad (“Hors Categorie Tour”), intentar coronarlo y descender para volvernos a casa sin demoras. Digo captura porque era uno de esos planteamientos en los que el objetivo es conquistar otro hito geográfico que te permita añadir una “muesca” más al cuadro (cualquiera de ellos) de tu bicicleta. A los pocos kilómetros, tras haber superado algunos tramos de cuesta moderados, la pendiente se puso seria y exigió meter todo el desarrollo disponible (al menos para los que íbamos con dos únicos platos “clásicos”). En ese preciso instante, a la cadena de Javier se le soltó un eslabón dejando inutilizada su bicicleta para el pedaleo. La casualidad quiso que esa vez ninguno de los tres dispusiéramos de tronchacadenas, ni allí mismo, ni en los coches. Así que lamentándolo mucho nos tuvo que dejar e iniciar un regreso “a vela” y a dedo. En ese momento nuestro amigo-enemigo (iba vestido del Molteni) había desaparecido, quedábamos pues un par de Kas, sin demasiada confianza ni ganas, pero que sin plantearse nada al respecto reinició su lento pedaleo hacia arriba. Desde allí cada cual empezó a ascender en solitario, conforme a los ritmos individuales de ese día. Dosificándose mucho, sabiendo que sería necesario, aunque ignorando si suficiente. Larrau es uno de los puertos más temidos del Tour, su inclusión en la ruta se ha programado en contadas ocasiones, una de ellas, fue precisamente en la que, en este puerto que tan cerca tenía de casa, Indurain puso fin a su presencia en la carrera para siempre. Tras unos pocos kilómetros de ascenso boscoso y sin tregua alcanzamos la localidad de Larrau. A partir de allí se suceden unas pendientes exigentes y despejadas, con vistas a un valle sobre el cual uno se va elevando más deprisa de lo que preferiría estar notando en sus piernas. Hay curvas de una gran diversidad de radios y diseños, y al cabo del rato vuelve el bosque para refrescarte y advertirte de que tengas precaución en la bajada porque el asfalto está regular y el pavimento mojado bajo las sombras. Tanto tiempo se tira uno subiendo esta parte de ladera, que tiene que buscar recursos mentales para seguir trabajando con paciencia. Nos pasaron cuadrillas de moteros, y algún coche de turismo u otros de labor. Aquí se suceden varios largos y sacrificados kilómetros que alternan lo duro, con lo demasiado duro, exigiéndote esto último, ponerte a ratos de pie sobre los pedales y mantener un cadencia de pedaleo de supervivencia porque el 42, por mucho 28 que lleves detrás, no te deja liberarte ni lo más mínimo. En esa zona me reía de mí mismo al darme cuenta de a qué tipo de tonterías llega a aferrarse uno cuando acomete un esfuerzo tremendo y absurdo por mero impulso lúdico. Me dio por pensar que ya que portaba un maillot del Kas, debería hacer honor al mismo y tratar de aguantar hasta arriba. Poco después me topé con un tramo que se me hizo más duro aún, no había descanso posible y mi velocidad era mínima. Pero precisamente allí, me adelantó un reaparecido e inesperado Javier con su coche, que se detuvo y corrió a mi lado varias decenas de metros, animándome como si de un espectador de cuneta de la Grand Boucle se tratara. ¿Qué puedo decir? Que aquello me animó mucho, me hizo compañía y me ayudó a pasar el peor trago de toda la ascensión.
 
 Javier constatando su mala suerte. La cadena rota y sin posibilidad
de reparación.
 
Aquí estoy sufirendo a mitad de puerto, en la zona en que más
duro se me hizo el ascenso (Foto F. Javier Ruiz)

Desde allí llegaban unas zetas y el trazado se despedía definitivamente de toda vegetación arbórea, la altitud había superado de sobra los mil metros. Las largas zetas se hicieron algo más llevaderas, en especial la primera y más larga de ellas. Un collado con camiones y furgonetas detenidos parecía anunciar el final, aunque para coronarlo se exigía un esfuerzo algo violento a causa de un repunte importante del porcentaje. Pero de eso nada “monada”, al otro lado aparecía un casi imperceptible descenso muy breve, un falso llano y una nueva cumbre alejada a la que encaramarse. El falso llano, no parecía ayudar nada, más bien destrozarme el ritmo (por llamarlo de alguna manera), o el ralentí de pedaleo al que quizás ya me había acostumbrado. Hay que reconocer que la panorámica en ese tramo era maravillosa, un regalo para la vista. Javier volvió a aparecer porque alternaba su motivadora presencia entre nosotros dos, repartiendo ánimos y apoyo moral con ecuanimidad. En esa segunda visita yo ya tenía toda la confianza del mundo en que aquello estaba conseguido, además de sentirme satisfecho y contento de estar allí,  y de haberme decidido a intentarlo. Al final me quedaban otras zetas que superar, la mayoría de ellas asumibles, aunque precisamente la última engañosa. No sé qué pendiente tendría el último tramo recto, pero parecía que aunque ya estaba allí, el final no acababa de llegar nunca y las piernas se quejaban cada vez más, mientras la velocidad se ralentizaba hasta extremos vergonzosos.
 
Pero finalmente alcancé la cima y me sentí eufórico por haberlo logrado. Aproveché para disfrutar del paisaje en todas direcciones, en ambas vertientes de tan admirable cordillera. Si alguien pretende preguntarme por el tiempo (¡que vulgaridad!), le respondo que muy bueno: sol pero con sombras de bosque y algunas nubes que hacían que no hiciera un calor excesivo. Si me insisten en que se refieren al empleado para subir (¡que obsesión la de algunos!), confieso que llegué fuera de control. ¿Con respecto a quién? A nadie, pues nadie había por delante. Con respecto a mí mismo, porque subí como pude, tan despacio, que el control del tiempo estaba fuera de lugar. Pero allí me planté, con mi “hierro del 83”y sus platos llenos de caries y desgaste dental. Precisamente la presencia de mi Razesa hizo que se me acercara un aficionado francés, quien al entablar conversación aprovechó para felicitarme efusivamente por ello mientras entusiasmado, le cantaba a su amigo los guarismos de mi desarrollo. Llegado Javier al alto, ambos nos dispusimos para homenajear la aparición de Roberto, cual si de uno de nuestros ídolos se tratara. El escándalo llamó la atención de los visitantes, aquello parecía una horda de “tifosi”, en lugar de un par de dementes seniles. Después llegaron las fotos, la reposición de líquido y una despedida entrañable de Javier que volvería a su casa por territorio español. Nosotros dos descendimos con cabeza pero sin pausa y al hacerlo fuimos de nuevo conscientes de lo largo y empinado que resulta el puerto, pues cambia constantemente de panorama y no parce tocar a su fin. En esos momentos subían decenas de ciclistas lentamente, a lomos de sus máquinas carbonatadas, pero sufriendo como todo bicho viviente. El tramo de aproximación lo ventilamos muy rápido sin apenas quitar el plato grande, disfrutando del “deber” cumplido y del “palmarés” personal logrado.

Roberto alcanzando la cumbre. El entusiasta aficionado que lo
arenga es Javier.
 
 Los dos KAS (Roberto y yo), logran uno de los objetivos de su
"Escapada" al Bearn, el puerto de Larrau por la vertiente francesa.
 
Tras vestirnos y preparar todo para el viaje de regreso, emprendimos el mismo, aunque pronto nos detuvimos en Tardets, una agradable y encantadora villa, con una plaza de lo más coqueto y hotelitos añejos de montaña que evocan épocas de turismo romántico. En una terraza de la plaza nos regalamos un bocadillo de queso local, una cerveza y… ¡Ta-ta-chán! (sin ello el viaje no hubiera resultado completo para Roberto), ¡una ración de Gateau-Basque!
 
 Plaza de Tardets (Foto: Roberto Follía).

Disfrutando de la improvisada comida (Foto: Roberto Follía).
 
El Bearn merece la pena. Como destino turístico desde luego, ya me había dejado excelente sabor de boca en las ocasiones anteriores en las que allí había acudido para esquiar o para disfrutar de la moto. Es recomendable para cualquiera que desee conocer un espacio de montaña y peculiaridades rurales, conservado, bonito y agradable. Pero para quienes además tenemos inoculado el gusto por el ciclismo deportivo, la cosa es más seria, la comarca se convierte en otro destino imprescindible (¡otro más!). Crucemos los dedos para que la Bearn Cyclo Classique siga existiendo y se convierta en una buena disculpa para futuras visitas. Mientras tanto, llega el momento del reposo. Mi temporada “Rodador 2014” finalizaba ese mismo día. Pronto será el momento del balance y de las reflexiones finales. Por el momento aún disfruto de los recuerdos de este concentrado fin de semana.

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