viernes, 30 de enero de 2015

5. CUENTOS DE BICICLETAS

"Gustav Mahler dirigiendo la Filarmónica de Viena" Max Oppenheimer.
(Belvedere Alto, Viena)
La literatura deportiva no acaba de ser considerada como un género dentro de la novela. Anda muy lejos de los comúnmente admitidos por lectores, editores o críticos. La novela negra, la histórica, erótica, costumbrista, romántica, la ciencia-ficción, etc. todas ellas y algunas más, son temáticas y asuntos que ostentan el privilegio de ser reconocidos por todos como géneros literarios. Pero por alguna extraña circunstancia indescifrable, resulta que la novela o el relato escrito en general y el deporte, no acaban de integrarse del todo. Esta situación me resulta sorprendente, precisamente porque la literatura, a lo largo de toda la historia de la humanidad, se ha nutrido de gestas, dramas, intrigas, hazañas y demás logros o conductas comúnmente populares o de interés para la sociedad de cada época. Pero aquí nos encontramos, con el deporte como una de las principales formas de entretenimiento, discusión, polémica y épica sociales, pero con escaso eco en el mundo literario. Tampoco es algo que me quite el sueño. Del deporte me gusta, sobre todo, practicarlo. Mientras que de la literatura disfruto como parte de mi ocio, y agradezco el poder variar de temática, estilo y ubicación temporal o geográfica, muy a menudo. Así que no seré yo quien proteste por el estado de las cosas ni enarbole una simbólica bandera de activismo para cambiarlas. En literatura deportiva, tanto novela como ensayo, hay algo, aunque proporcionalmente muy poco, comparado con otros asuntos o temáticas humanas. Y dentro de ese poco lo hay excelente, bueno, normal o francamente malo, todo ello discutible según los gustos y preferencias de cada cual. No voy a entrar aquí en debates sobre el asunto, ni tampoco a elaborar un inventario o listado de recomendaciones. Pero dentro de la literatura deportiva, la verdad es que el ciclismo puede considerarse como una de las modalidades más, y en ocasiones mejor, tratadas. Tampoco me lanzaré ahora a la labor de promoción, para eso tenemos a varios profesionales dedicados en cuerpo y alma al asunto, sobre algunos de los cuales ya he dado referencias en anteriores ocasiones (sin ir más lejos tenéis a Manu, de La Biciteca[1], quién está muy al día de todo lo que se publica al respecto). Hoy lo que quiero presentar es un modesto repaso de unos pocos cuentos o historias parciales que, teniendo a la bicicleta como importante elemento protagonista del relato, pueden pasar desapercibidos o permanecer ocultos en el vasto mundo literario, precisamente por encontrarse “camuflados” dentro de alguna obra más general. Así pues ninguno de ellos proviene de las escasas recopilaciones que hay de cuentos de ciclismo o bicicletas. No, con estos me he topado disfrutando de lecturas aparentemente ajenas al mundo del pedal.

Y vamos a empezar por un autor eminente, un escritor del pasado reciente del que numerosos autores contemporáneos se confiesan devotos admiradores. Me refiero a Sir Arthur Conan Doyle, a quién traigo hoy aquí a través de su archi-popular personaje Sherlock Holmes.
“[…] Con expresión resignada y cierta sonrisa de fastidio, Holmes rogó a la bella intrusa que tomara asiento y nos informara de aquello que tanto la preocupaba.
- Al menos sabemos que no se trata de salud – dijo, clavando en ella sus penetrantes ojos - . Una ciclista tan entusiasta debe estar rebosante de energía.
La joven, sorprendida, se miró los pies, y yo pude observar la ligera rozadura producida en un lado de la suela por la fricción con el borde del pedal.
- Sí, señor Holmes, monto mucho en bicicleta, y eso tiene algo que ver con esta visita que le hago”.[2]

Este extracto de una aventura breve del famoso detective y su inseparable colaborador Watson, corresponde a una investigación sobre un asunto ciclista y campestre. La joven que acude solicitando ayuda, lo hace motivada por el temor que sufre cuando se siente perseguida por un ciclista desconocido, al recorrer un tramo de carretera solitaria que la lleva desde la mansión en la que trabaja hasta la estación de ferrocarril del pueblo más cercano. La narración es ligera y agradable, y representa una de esas ocasiones en las que el despierto investigador dedica sus cualidades a esclarecer algún asunto más cotidiano, sin asesinatos de por medio. Es más, me atrevo a señalar que demasiado cotidiano, e incluso lamentablemente actual. Algunas mujeres de las que he conocido a lo largo de mi vida, en especial jóvenes (alumnas precisamente), aunque no sólo ellas, limitan la utilización placentera o cotidiana de la bicicleta a situaciones concretas en las que puedan sentirse acompañadas, ya sea por parte de alguna otra persona conocida en bici con ellas, o pedaleando solas por vías con suficiente presencia peatonal. La razón no es otra que cierto temor a sentirse agredidas física, verbal o presencialmente. Soy de esas personas a quienes la mayor parte de las propuestas que, especialmente hace unos años, se intentaron imponer con la intención de reformar nuestro lenguaje para hacerlo “no sexista” (además de redundante, absurdo, torpe y deslavado de significado), les parecen absurdas. Opino que como en tantos otros temas, ante el problema de la igualdad, nos quedamos en esfuerzos decorativos de poco calado y así lavamos la conciencia, limitándonos a provocar cambios (exclusivamente) en la frágil capa de lo “políticamente correcto” (en un país en el que la política es de todo menos correcta y adecuada). Que una mujer actualmente aún se tenga que plantear si se atreve o no a salir sola para desplazarse en bicicleta (entrenar, viajar…) por determinadas vías públicas es un clamoroso defecto social en materia de igualdad. Que cualquier político (hombre, mujer, de izquierdas, de derechas o ambidiestro) me sugiera que para solucionar ese tipo de problemas lo que tengo que hacer es referirme a políticos y políticas, lectores y lectoras o ciclistas y ciclistas, es un soberano rodeo demagógico.

 Arthur Conan Doyle
Conviene recordar que nuestro primer autor de hoy, vivió entre 1859 y 1930. Un momento histórico en el que la bicicleta se convirtió en un utensilio cívico y social de primer orden, al que desde muy temprano accedieron por igual hombres y mujeres, y que tal y como señalaba Susan B. Anthony (feminista líder del movimiento estadunidense de los derechos civiles; 1820-1906): “El uso de la bicicleta ha hecho más por la emancipación de la mujer que cualquier otra cosa en el mundo”. AC Doyle no se muestra, en este entretenido relato breve, ajeno a las cuestiones cotidianas de su tiempo, ni a la preocupación por una posible limitación no formal de la libertad de movimientos de las mujeres, ni a la presencia de las bicicletas como un recurso de movilidad, disfrute personal y promoción de la salud de las personas. No voy a destripar nada de la trama o el desenlace del caso. Lo dicho podría casi considerarse como planteamiento inicial.

Carlos Prieto con su "Piatti".
Nuestro segundo protagonista no es una persona sino un objeto. Un violonchelo concretamente. Pero no es un instrumento musical cualquiera, sino uno muy antiguo, fabricado nada más y nada menos que por Stradivarius en 1720, a la edad de 76 años. Esta joya musical perdura hasta nuestros días, y ha sobrevivido funcionando. Prestando infatigable servicio a numerosos intérpretes ilustres y sobreviviendo además a muchas aventuras que Carlos Prieto nos narra en un delicioso ensayo. El cual, en algunos de sus pasajes, parece más una novela. El mencionado violonchelo tiene nombre propio: “El Piatti”, pues fue el instrumento favorito del prodigioso violonchelista durante muchos años de conciertos y hasta la muerte del músico en 1901. Y precisamente es, en ese momento, cuando empieza nuestro “cuento ciclista”, cuando el instrumento pasa a ser propiedad de la familia Mendelssohn en Alemania. Y tras unas décadas de bienestar y placentero ejercicio musical, integrado dentro de lo más selecto de la alta sociedad cultural alemana, tiene que ser evacuado a escondidas, amenazado por el posterior régimen nazi. Finalmente la novelesca huida se produce… y aquí está el quid de la cuestión: ¡en bicicleta! No es un relato de intriga el que el autor nos narra en su libro[3], da igual saber de antemano que el instrumento consuma su huida, merece la pena leer sus avatares. Y quizá más de uno se motive y acabe rindiéndose a la “biografía” completa del “Piatti”. La aventura a la que hago referencia aquí comienza sobre el año 1900. Durante el primer año de redacción de este blog (o el primer libro completo del mismo), como celebraba el cincuenta aniversario del año 1963, también hice bastante referencia al año 1913. Aquella fue una época de gran dinamismo artístico, de pensamiento e innovación en Europa, y la bicicleta fue un ingrediente de primera fila en aquella sociedad “moderna y modernista”. Este “cuento” se ubica entonces, así como en los terribles y oscuros años que se fueron sucediendo con posterioridad.

Varias décadas después, en 1972, Heinrich Böll[4] fue Premio Nobel de Literatura. Aún siendo alemán, escribió un entretenido libro de anécdotas irlandesas, fruto de su experiencia personal durante un viaje que realizó por la verde isla entre 1954 y 1957. Dentro del texto se encuentra un capítulo que por su temática (la cerveza y la bicicleta) bien podría haber tenido acomodo en uno de mis escritos más recientes.

“Cuando a Seamus (pronúnciese shemes) le apetece un trago, tiene que plantearse si la sed llega en el momento adecuado: mientras haya forasteros en el lugar (y no los hay en todos los lugares), puede dar hasta cierto punto rienda suelta a su sed, ya que los forasteros pueden beber siempre que estén sedientos, y entonces el nativo puede mezclarse tranquilamente con ellos en la barra, tanto más cuanto que él mismo es un elemento folklórico que contribuye a fomentar el turismo”.
Heinrich Böll

Así da comienzo un relato que podrá hacer sonreír placenteramente a los lectores más discretos y llorar de risa a aquellos más dados a “visualizar” las escenas que leen. Con una narrativa sencilla e irónica, el autor nos describe una divertidísima y rocambolesca situación en la que borrachines de la Irlanda rural, recurren a sus bicicletas para solventar las dificultades de poder disfrutar de su vicio preferido.

“[…] también él ha estado pensando y ha terminado por sacar la bicicleta del cobertizo, la ha empujado cuesta arriba, ha maldecido, ha sudado, y ahora se encuentra con Seamus: su diálogo es parco en palabras pero blasfemo; tras ello, Seamus sale disparado cuesta abajo, rumbo a la taberna de Dermot, y Dermot rumbo a la de Seamus, y ambos van a hacer algo que no tenían ninguna intención de hacer: van a coger una buena borrachera, pues por un solo vaso de cerveza o por un whiskey no vale la pena recorrer tanto camino”.

La presencia de las bicicletas en este relato es menos anecdótica de lo que en principio pudiera parecer. En los años cincuenta, en cualquier país europeo relativamente pobre (y en algunos más desarrollados también), la bicicleta se erigía como un medio de transporte muy habitual, y en muchos casos, junto con el mero caminar, en la única opción de transporte privado accesible para la mayor parte de la población. En este caso, aún a pesar de la brevedad de la historia y del tono humorístico de la misma, la anécdota nos pone en bandeja dos claves muy interesantes, perfectamente aplicables a la ciudadanía contemporánea: la utilidad de la bicicleta como medio de movilidad independiente y económico; y los absurdos efectos en los que puede desembocar la proliferación de tanta normativa caprichosa y arbitraria.

Precisamente en “El viaje a la Alcarria”, de Camilo José Cela[5] (creo que finalizada en 1948) una bicicleta aparece al servicio del joven viajante Martín, al que la máquina permite ampliar el radio de acción de sus conquistas: comerciales y amorosas. No aporto esta referencia como un cuento o relato corto añadido más, porque no lo es. Tanto los encuentros del mencionado viajante con el escritor, las referencias a sus trayectos a pedales y sus amoríos, como una animada tertulia en la tienda de alquiler de bicicletas de “Piñon Libre”, a costa de la Vuelta a España y la competencia de afamados corredores del momento como Carretero y Delio, son estampas costumbristas que se encuentran repartidas por la novela y no conforman un capítulo o relato corto extraíble. Así que aunque no me he resistido a su mención y recomiendo su lectura (mejor si se produce en los descansos de un deambular, caminando, por aquellas tierras, y entre los refrigerios tradicionales que a uno le sean necesarios), es momento de dar paso a nuestro último cuento.

En el año 1900 Max Hirschberg viajó en bicicleta desde Dawson hasta Nome (Alaska), durante los meses de marzo, abril y gran parte de mayo, como consecuencia de la “estampida” que la fiebre del oro del norte provocó en aquella población de aventureros. En aquel viaje real, que el propio protagonista resumiría brevemente por escrito, para sus descendientes, en los años 50, se basó James A. Michener para aderezar una de las aventuras que ilustran su extensa novela “Alaska”. Me declaro un apasionado de la obra escrita de Michener. La cual me atrevo a calificar como de “Geografía e Historia novelada”. A través de muchos de sus libros el autor nos hace viajar por parajes fascinantes, y convivir con las sucesivas generaciones de pobladores que, a lo largo de la historia, han ido dando forma al estado actual de las cosas, en el territorio explorado narrativamente por el escritor.


“La New Mail Special se desempeñó aún mejor de lo que sus constructores de Boston habían predicho: al promediar el viaje, Matt aún no había tenido problemas con las llantas, y aunque se congelaban por completo a temperaturas inferiores a cuarenta grados bajo cero, en ese tempo sólo se le aflojó un radio”.[6]

En la aventura ciclista descrita en la novela, Matt el protagonista, ahorra lo suficiente para adquirir la bicicleta y viaja por el lecho helado del Yukón soportando temperaturas extremas. El viajero real llegó a sufrir una peligrosísima caída al agua, y ambos (el verdadero y el ficticio) padecieron repetidas cegueras de nieve, provocadas por la ausencia o ineficacia de la protección ocular en aquella época. Durante parte del viaje, Matt se ve obligado a desarmar su máquina, para cargarla a su espalda y así poder superar una barrera de cumbres, antes de descender al lecho helado de otro río que ya lo llevaría hasta Nome. Sin duda se trata de un verdadero relato de aventura extrema, que por nuestra parte podemos considerar como pionero en lo que se refiere al concepto de “viaje en bicicleta”, dadas la época y latitud en los que la travesía tuvo lugar.

Si volvemos al comienzo de esta entrada, al convencimiento de que el ciclismo o la bicicleta no pueden llegar a ser considerados como un subgénero literario, tal afirmación no es algo que nos tenga que preocupar o molestar a los amantes de las dos ruedas. La verdad es que, desde que la bicicleta apareció, para quedarse cerca de las personas, éstas acaban, en numerosas ocasiones, inspirándose en nuestra estimada máquina para contar sus anécdotas, batallitas o las producciones de su imaginación. Y así, con naturalidad, y sin forzados intentos para obtener presencia, por aquí y por allá, van apareciendo bicicletas ligadas a momentos “estelares” de sus usuarios, y no debería extrañarnos porque, quien más, quien menos, asiduos al pedaleo o desertores del mismo, casi todos podríamos elegir alguna que otra vivencia cómica, transcendental, urbana, sentimental… o de cualquier otra índole, con la que poder componer un relato que mereciera la pena ser contado.





[1] http://www.labiciteca.com
[2] A. C. Doyle: “La aventura de la ciclista solitaria”. En: AC Doyle: “Todo Sherlock Holmes”. 5ª Edición. Cátedra. Madrid, 2007.
[3] C. Prieto: “Las aventuras de un violonchelo. Historias y memorias”. 2ª Edición. Fondo de Cultura Económica. México DF, 1998. El relato referido ocupa las páginas 89 a 94.
[4] H. Böll: “Diario Irlandés”. Círculo de Lectores. Barcelona, 1998. Pág: 85 a 89.
[5] C.J. Cela: “Viaje a la Alcarria”. Austral. 21ª edición. Madrid, 1990.
[6] J.A. Michener: “Alaska”. Emece. Barcelona, 1994. Páginas: 568 a 571.

viernes, 23 de enero de 2015

4. MI HISTORIA SOBRE PATINES

"El reverendo Robert Walker patinando en el lago 
Duddingston". Sir Henry Raeburn (Galería Nacional
de Escocia). [1]


Mi relación con los patines ya empieza a ser duradera. Sin embargo, ni mucho menos comparable a la que he tenido con la bicicleta a lo largo de mi vida, o menos aún con los esquís. Pero los años van pasando, mejor dicho las décadas, y haciendo memoria me doy cuenta de que es posible considerar que los patines y yo hemos disfrutado de unas cuantas experiencias juntos. A patinar aprendí ya de adulto. A los 25 años exactamente. Antes no me había calzado unos patines en mi vida. Quizás algunos de esos metálicos y de correas que había antes, pero no lo recuerdo, y en cualquier caso habría sido dentro de casa y apenas unos minutos para hacer rabiar a mi hermana o algo por el estilo. De hecho no recuerdo que los patines fuera algo muy presente en mi casa, pues a ninguna de mis dos hermanas les dio por patinar. ¿Y nosotros los chicos? ¡pues menos aún! Por aquella época, al menos en mi entorno, patinar era cosa de niñas, los chavales iban en “sancheski” (monopatín). Precisamente, durante la adolescencia, sí que me dio por el monopatín, “Skate” que decíamos entonces, y además bien fuerte. Con algunos amigos empezamos a aprovechar la aparición de los escasos ejemplares de importación, recambios que nos traían aquellos conocidos que tenían el privilegio de estudiar idiomas en las islas británicas durante el verano, o incluso la incipiente evolución técnica de los fabricantes nacionales, y comprobar cómo con mejor material se nos abría todo un mundo nuevo de deslizamiento y fuertes emociones. También llegaron algunas revistas californianas, y aunque con cuentagotas, de forma analógica y en diferido, pudimos ser testigos participantes (en la distancia) del gran boom del “skateboarding”[2]. Entonces no disponíamos de rampas ni parques especializados. Recogíamos tablones y planchas por la calle y nos montábamos nuestros espacios, obstáculos y escenarios en los que practicábamos trucos y tratábamos de emular a nuestros ídolos californianos, basándonos en las estáticas fotografías de las revistas, ante la ausencia del video y la raquítica oferta televisiva. Pero disfrutábamos de la calle, de los aparcamientos e incluso de algunas carreteras que por aquella época apenas soportaban tráfico. Nuestra filosofía de práctica se basaba en algunos trucos en llano, saltos variados con o sin obstáculos, callejeo en general y eventuales descensos suaves. Pero nos lo pasábamos genial. Y agudizábamos el ingenio, porque aparte de hacernos autosuficientes en las sencillas labores de mecánica, mantenimiento y reparación, personalmente me dediqué incluso al diseño y fabricación de tablas de madera contrachapeada, que conseguía vender a mis compañeros de colegio. Hoy en día conservo algo de aquel material, alguna tabla suelta uno de mis monopatines nacionales y, especialmente, uno fantástico (aunque ya muy castigado) que compré de segunda mano a uno de mis mejores amigos de entonces.

Pero poco antes de empezar mis estudios universitarios, mi práctica fue remitiendo, y cuando me trasladé a Madrid ya no pensaba en ello, aunque me sentía más que agradecido por los servicios lúdicos (y de secreción de adrenalina) prestados. Durante la universidad, nada de nada, pero la casualidad quiso que al acabar la carrera, regresando a Santander, me ofrecieran como empleo complementario, hacerme cargo del entrenamiento de un equipo absoluto de hockey sobre patines. ¡A mí, que no sabía patinar! Tuve la osadía y el apoyo responsable suficientes para aceptar y aquello me supuso un buen sobresueldo para la época, una experiencia fantástica durante dos o tres temporadas y la oportunidad de conocer a muchas personas nuevas, algunas de las cuales, en la actualidad son excelentes amigos. Pero es que además, aprendí a patinar. Mientras dirigía las riendas del equipo desde mis zapatillas de deporte, prescribiendo la preparación física, dirigiendo la táctica y estudiando la técnica, me centré a tope en la consulta de mucho material documental sobre el hockey, pues mi conciencia profesional siempre ha sido muy exigente en el aspecto de la fundamentación y el estudio. El caso es que en pocos meses ya me había visto decenas de videos y leído innumerables textos técnicos sobre la materia, ya fuera en formato de libros o de revistas. Parte de ello en portugués, lógicamente. Una vez culminada la tarea, me propuse aprender a patinar para poder irme integrando de forma cada vez más activa y participante en los entrenamientos de mis pupilos. Así que el club me prestó unos patines de hockey (robustos y “blindados”), las consabidas protecciones para el juego y unos sticks, y me puse a la tarea por mi cuenta y en privado hasta que conseguí dominar los rudimentos más básicos. La verdad es que la progresión de aprendizaje en cuanto al patinaje fue de lo más motivadora porque la evolución me resultó muy rápida. Gracias a llevar toda la vida esquiando, pronto puede empezar a disfrutar de los patines, a realizar los primeros slaloms, saltar un poco y hasta derrapar. Lo de jugar a hockey ya era otro cantar… Y encontré que aquello me hacía disfrutar muchísimo, y decidí a plantarme un fin de semana en Madrid, visitar el Patín de Oro y comprarme unos patines tradicionales de calle: unas estilosas botas clásicas de cuero negro y caña baja, unos chasis metálicos de gran movilidad, un juego de ruedas blandas específicas y rodamientos de alta calidad. ¡Una pasada! Lo mejor para la época y montado por piezas. Recuerdo que precisamente en aquella época, últimos años 80, uno de nuestros jugadores volvió de una estancia en los EEUU con unos de los primeros patines en línea que acababan de salir al mercado. Los estuve probando unas semanas, y tras las caídas iniciales, consecuencia lógica del radical cambio conceptual de la maniobra de frenado, llegué a disfrutar mucho de ellos, pero no tanto como para reemplazar la versatilidad y dominio que me aportaban los tradicionales.
"Reliquias rodadas": mi monopatín Z-Flex (el último que disfruté)
y un par de sticks de mi época de entrenador de hockey sobre
patines. Todo ello esperando un proceso de restauración que se
está haciendo esperar mucho.
 
 Tonino en un entrenamiento a finales de los 80.

 Una foto de equipo de entonces (de izquierda a derecha y
empezando por arriba): Juan S, Fermín. Pablo N, Toño R, Jaime R,
yo, Rafa V, Alberto M, Tonino, Gusano, Chote y Chino.


Dejado ya el equipo, con otras perspectivas laborales y centrado a tope en mi función de docente, pasaron unos cuantos años durante los cuales, siempre encontré la manera de introducir la práctica del patinaje lúdico o deportivo en mis programaciones didácticas. Mi alumnado patinaba en clase durante algunos periodos del curso y pronto integramos la práctica del “floorball” sobre patines (un hockey adaptado con material de plástico, económico y bolas no lesivas), como uno de los contenidos estrella de los sucesivos años escolares. ¡Menudas pachangas que hemos echado! Confieso haber sido un verdadero “chupón” (muy poco pedagógico por mi parte), pero siempre de buen talante y organizando todo tratando de que el alumnado disfrutara lo máximo posible. Además, es en la única actividad en la que sucumbía a un vicio tan individualista.

 Mis fantásticos "quads" (patines tradicionales).

Paralelamente en el tiempo, los patines en línea se fueron imponiendo en todos los órdenes del patinaje de ocio, y llegaron las versiones de “fitness” (o largo recorrido). Mi hermano Guti se especializó mucho en el tema porque coincidió que trabajaba en un comercio en el que el material de patinaje en línea suponía un campo de ventas importante. Fueron unos años en los que el patinaje se puso muy de moda (siempre ha ido experimentando ciertas oleadas desde hace muchas décadas), y ante ese ambiente volví a practicar bastante y adquirí mis primeros patines en línea. Unos Rollerblade de gama alta, con ruedas de al menos 80 mm de diámetro y rodamientos francamente rápidos para la época (AVEC 5). Aquello era otra cosa, y se volvía a parece mucho a esquiar por el asfalto. Desde entonces se han sucedido bastantes años con una práctica desorganizada y errática por mi parte. Con periodos de abandono total y secuencias de ilusionado regreso, aunque con la consiguiente recaída en la torpeza por la falta de continuidad. De toda aquella “anteúltima época” (como me atrevería a denominarla), recuerdo cuatro actividades como las más significativas:

  • Un viaje a las Landas del que ya he hablado en alguna ocasión, y en el que dentro de un apretado programa de actividades, conseguimos meter un par de excursiones largas patinando.
  • Una estancia en París (también ya comentada) en la que pude sentirme feliz al recorrer media ciudad sobre mis patines, aprovechando que algunas grandes avenidas permanecían cerradas al tráfico.
  • Una excursión escolar en la que me llevé a un grupo de alumnos de 1º de la ESO por un recorrido de más de 20 km patinando.
  • Y el entretenimiento de trabajar en el diseño de un atractivo plan de viaje de estudios nómada en el que pretendía recorrer una buena kilometrada de carriles-bici por la Landas con mi alumnado, pero que finalmente, un radical (e interesante) cambio de destino laboral, ha aplazado o quizás, anulado para siempre.

Algunos alumnos de excursión patinando por el valle de Campoo.

Precisamente ese proyecto de viaje (y ya también cierto desgaste de mi primer material “en línea”), motivó que me decidiera a comprarme mi segundo par de patines en línea (el actual, que es el tercer par en total, si contamos los de calle tradicionales que aún conservo con mimo y guardaré como reliquia deportiva). Sin saber muy bien comprar, resulta que acerté al seguir fiel a la marca, al optar por rodamientos de muy alta calidad y, sobre todo, por ruedas de 90 mm de diámetro. Ahora, creo que cinco años después, tras toda la experiencia de la temporada pasada, sé que el tamaño de ruedas ideal para mí, y para el uso de larga distancia que hago de los patines, es de 90 o de 100. Ni menos, ni más. Así que estoy satisfecho con el material y salvo las correspondientes sustituciones por desgaste (ruedas, rodamientos o tacos de freno), no tengo más gastos de material. Y el desgaste, ya se sabe, si hay más, es porque patino más, lo cual es siempre una excelente noticia, que para eso los tengo.

Entre aquello, y mi actual dedicación más seria y continuada al entrenamiento y práctica del patinaje en línea, se dio la histórica asistencia a las 24 horas de Le Mans en relevos. La vivencia ya la expliqué en su día, fue una experiencia muy singular y digna de recordar, pero dentro de esta historia personal, fue como una anécdota aislada, aunque lógicamente provocó que un tiempo antes del evento se sucediera algo de práctica más asidua.

En la actualidad ya saben los lectores que compagino la práctica y entrenamiento (siempre aeróbico y largo) del patinaje, con mis otras disciplinas favoritas. Disfruto de ello, y domino más. De hecho, estos últimos años he dejado de ser un “esquiador sobre patines” (salvo en algunos descensos), para convertirme en un patinador de verdad. Es decir que ahora patino de forma más económica, fina, aerodinámica y con las manos agarradas atrás en las rectas llanas o ascensos suaves. El aumento de la autonomía y los recursos de seguridad han venido de la mano del kilometraje practicado. El ejercicio me gusta mucho, y la temporada pasada pude dar cuenta de varios eventos y de un largo viaje nómada, que hubieran sido impensables para mí hace apenas un par de años.

Pero lagunas siempre quedan. Creo que no hay patinador que se precie que no añore o suspire por poder disfrutar alguna vez en su vida de un gran evento, viaje o experiencia de larga duración patinando sobre hielo. Evidentemente es algo anecdótico para quienes vivimos en un país mediterráneo, pero la “vocación” está ahí, dentro del pequeño patinador que cada uno de nosotros lleva dentro. Me puedo imaginar lo fascinante que sería deslizarse durante unas horas por un lago, río, canal o bahía helados. Mis amigos finlandeses así me lo han reconocido, incluso me lo han mostrado en sus videos personales. La sensación de deslizamiento y suavidad la conozco un poco por haber patinado en diversas pistas de hielo, algunas en buen estado, otras no tanto y siempre con patines de alquiler (de batalla), y casi siempre ha sido algo especial, mucho más pleno en sensaciones corporales que sobre ruedas. Con que disfrutarlo además en un entorno natural, sin estar rodeado de gente dando vueltas en el mismo sentido… supongo que sería la pera limonera. Nunca se sabe, quizá alguna vez. Entretanto no lo pienso, disfruto de lo que tengo: hacerlo sobre ruedas. Y a fe que disfruto mucho. ¡Cada vez más!



[1] “La historia cuenta que el reverendo creció en Holanda, donde aprendió a patinar sobre hielo. Al volver a Escocia, participó en la fundación del primer club de patinaje artístico del mundo: la Sociedad de Patinadores de Edimburgo. Sus integrantes, generalmente, se reunían en lagos congelados en las afueras de la ciudad, como es el caso del Lago Duddingston. En la pintura, vemos al reverendo deslizándose por el hielo con gracia y sin ningún tipo de esfuerzo. Los principiantes en patinaje, probablemente equilibrarían su posición con los brazos extendidos, pero este no es el caso del ministro, un eximio patinador”. Por: deplatayexacto.com
[2] Para interesados en el asunto, recomiendo ver la película documental (1h 30min): “Dogtown and the Z-boys” (http://youtu.be/Lpaw__fOOtA ). Todo un documento histórico de lo que acabaría siendo un verdadero fenómeno sociológico.

jueves, 15 de enero de 2015

3. CERVEZA Y CICLISMO (RETRO)

"McSorley's Bar". John Frech Sloan, Detroit Institute of Arts

Beber cerveza es un placer. Pero en mi caso, no haciéndolo a lo bruto y sin mesura, sino más bien con moderación y en momentos o situaciones que invitan especialmente a ello. No bebo cerveza por beber, lo mismo que no monto en bici simplemente por montar. Sin sensaciones especiales, sin la atmósfera adecuada y sin una apetencia justificada, creo que ambas cosas me aburrirían, la cerveza a partir de la tercera caña y la bicicleta al cabo de varios días. Pero no ocurre así y eso es porque procuro que ambas actividades respeten una especie de liturgia que, sin ser rígida, ha de integrar algunos ingredientes que conviertan ambos actos en algo especial.

Creo que Philippe Delerm podría entender perfectamente de qué estoy hablando:
"¡En cambio, el primer trago! ¿Trago? Empieza mucho antes de la garganta. En los labios aflora ya ese oro burbujeante, frescor amplificado por la espuma, y lentamente en el paladar un placer tamizado de amargor. ¡Qué largo parece el primer trago! Se bebe de un tirón, con avidez falsamente instintiva. En realidad todo está escrito: la cantidad, ese ni poco ni mucho que constituye el único ideal; el bienestar inmediato rematado por un suspiro, un chasquido de la lengua, o, tan importante como éstos, un silencio […]"[1]

Podría evocar la finalización de un hermoso, y a ser posible exigente, recorrido ciclista, como ejemplo de uno de esos momentos memorables en los que una buena cerveza apetece mucho. Especialmente si aquel se hubiera desarrollado en compañía y con clima seco. Si al finalizar la etapa, se dan las condiciones apropiadas: ausencia de prisas estresantes; una buena terraza, bar o mesa en la que sentarse a comentar la ruta; y una cerveza de calidad suficiente, servida en recipiente adecuado; la experiencia y el momento se transforman en algo muy especial durante los cuales un sentimiento de bienestar, satisfacción y camaradería nos invade y se siembran anclajes emocionales suficientes como para que sigamos buscando la reproducción de situaciones similares durante el resto de nuestra vida.

Personalmente soy más de cañero que de botellín, aunque ambas procedencias me sirven. Con los vasos soy más exigente, odio los vasos de tubo o esos anchos y muy bajitos que ponen en algunos lugares en plan de “zuritos”. Tampoco me gusta beber directamente del botellín, aunque lo llevo bastante mejor que el hacerlo de la lata, que en el caso de la cerveza me fastidia. Por el contrario adoro las jarras (enormes, grandes, medianas o pequeñas), tanto las de cristal como las opacas de cerámica. Disfruto al beber en muy diferentes tipos de copas, anchas o estrechas de gran fondo, en los vasos de tipo “pinta” o en los pequeños vasos sencillos estandarizados de las cervecerías madrileñas de toda la vida, aquellas de barra de mármol blanco o chapa de acero inoxidable.

Pero mi idea para hoy no es recrearme en todo este tipo de detalles de degustación sino dar cuenta de la estupenda relación que aparentan mantener, en algunos casos, el ciclismo y el disfrute de la cerveza. No me voy a referir al ciclo-cross, en el cual parece estar de moda una especie de simbiosis casi religiosa entre ambas pasiones. Y no lo hago porque aún no he tenido el gusto de disfrutar de dicha modalidad (todo se andará, nunca se sabe…). Lo que me gustaría es repasar algunos binomios de ‘eventos retro – cervezas’ que he podido conocer a lo largo de mi deambular por las diferentes citas del calendario. Sin embargo, antes de dar cuenta de ese muestrario, es menester dedicar unas palabras previas a una gran clásica del calendario ciclista internacional. Me refiero ¿cómo no? A la Amstel Gold Race[2], afamada prueba ciclista clásica y profesional que desde su nacimiento (en 1966) hasta la actualidad, incluye el nombre de una cerveza en su propia denominación. La AGR es la única Gran Clásica internacional que transcurre por tierras holandesas. Su centro de operaciones normalmente se ubica en Maastricht, ciudad universitaria localizada al sur del país y lindando con las Ardenas belgas. El recorrido varía de unos años a otros, el último constaba de 251 km y 33 altos que permitieron acumular un desnivel de 4000 m. Es de suponer que ante la ausencia de verdaderos puertos de montaña, el trazado tiene que conformarse como un auténtico “rompepiernas” en continua sucesión de muros, giros y trampas de toda índole. Y todo ello en abril (aguas mil), en la Europa del Norte. Por Maastricht tuve el gusto de pasar pedaleando hace ya casi 30 años, incluso recuerdo haber pernoctado allí, pero esta carrera no la he visto en vivo jamás, aunque sí algunas escenas de la misma en video o en retransmisión televisiva. Quizás el segmento más famoso de la prueba sea el paso por el muro del Cauberg. Haber hay algunos más, bien conocidos por las aficiones de allí, pero es que aquel se suele ascender por última vez pocos metros antes de la llegada a meta. La prueba se ha convertido en una de las grandes clásicas más famosas y prestigiosas del calendario internacional, aunque no entra en la categoría sagrada de los cinco “monumentos”, lo cual es lógico si nos paramos a pensar que se trata de una cita “reciente” ya que se celebra “tan solo” desde 1966. En su palmarés hay una total ausencia de victorias españolas. Está dominado por belgas y holandeses, y cargado de nombres ilustres con Eddy Merckx o Bernard Hinault incluidos, aunque quien destaca especialmente es el holandés Jan Raas con sus incontestables cinco victorias. Entre los españoles únicamente Alejandro Valverde “rozó el poste” (como viene siendo habitual en él) con un cuarto puesto en 2014, un tercero en 2008 y, especialmente, su segundo puesto en 2013. En pugna directa Purito Rodríguez también consiguió una meritoria segunda posición en 2011.

El origen de la prueba estuvo ligado a la existencia del equipo ciclista amateur Amstel Bier allá por los años 60, fundado por Herman Krott y cuna de grandes ciclistas famosos holandeses entre los que podemos destacar a Joop Zoetemelk o Gert-Jan Theunisse. Pero Krott abrigaba otro gran sueño secreto y no paró hasta hacerlo realidad: la creación de una gran clásica que con el tiempo llegara a rivalizar con las más míticas de la vecina Bélgica. El patrocinador principal de la prueba es la cerveza Amstel, quien lo ha sido desde su origen hasta la actualidad, por lo que carrera y cerveza parecen ser solo una. Como viene siendo ya habitual en otros grandes eventos famosos, la AGR también ofrece su versión para aficionados a la bicicleta, los cuales podemos disfrutar de seis opciones de recorrido que van desde los 65 hasta los 250 km. El evento se celebra el sábado, víspera de la carrera profesional del domingo. No es un evento retro, de acudir allí, habría que circular con nuestro “hierro” rodeado de “galácticos” con sus “carbonatadas”. Con respecto a la cerveza ¿qué os puedo decir? Probarla resulta bien fácil, teniendo en cuenta que es una marca de gran producción, con factorías incluso en nuestro país. Se trata de una cerveza originaria de Amsterdam, 100% malta, con receta procedente de 1870 y que se ha convertido en la sexta más vendida del mundo. No soy habitual consumidor de la misma, pero prometo comprame alguna para recordar sus atributos.

Entrando en el universo retro, vamos a permanecer en el ámbito de las grandes clásicas. Cuando disfruté de mi participación en el Tour de Flandes Retro (Retro Ronde) además de pasármelo fenomenal en el evento, visitar a pedales algunos de los muros más legendarios, conocer el Museo del Tour de Flandes y catar un amplio surtido de cervezas belgas, que me resulta imposible recordar ahora, dió la casualidad que me traje un posavasos de una marca de cerveza de peculiar connotación ciclista. La cerveza en cuestión no recuerdo haberla probado (tampoco estoy muy seguro), pero su nombre lo dice todo: Kwaremont. Es la denominación de un famoso muro de pavés de las Ardenas, no demasiado pendiente aunque sí largo y que en nuestra participación nos tocó rodarlo en bajada. Se trata de una cerveza rubia de malta, de las calificadas como de producción independiente (pequeña producción) y de estilo belga 100% malta. Su web es sencilla en contenido pero con hermosas fotos de ciclismo retro[3].
Mi posavasos de Kwaremont

El Oude Kwaremont (foto: Martín)

Maridaje cerveza-ciclismo retro; Javier y Martín en Oudenaarde.

Pero si alguna vez me he topado con una cerveza eminentemente ciclista y retro a la vez, por encima de cualquier otra hay que reseñar la Malteni[4]. El nombre lo dice todo, estamos ante una cerveza artesana y de malta que rememora al mítico equipo ciclista en el que militara durante tantos años Eddy Merckx: el Molteni. El juego de palabras resulta acertado para una cerveza orgánica que nace también en Bélgica, en 2010, promovida por auténticos forofos del ciclismo. Personalmente la conocí, y caté con generosidad, en las cercanías de París, pues fue patrocinador de La Patrimoine. Los colores corporativos de la marca son el naranja y un azul muy oscuro, y casi todos los detalles de imagen replican las formas y aspecto del equipo Molteni. Nos presenta tres acabados francamente diferentes. Una cerveza “blanca”, que no probé porque no me agradan las de ese tipo, pero que acertadamente “viste” una vitola con el maillot arco iris de campeón del mundo sobre fondo blanco. Otra rubia (blonde), que está francamente buena, con el cuerpo esperado de una cerveza artesana, y está decorada con el maillot amarillo. Y finalmente una ambar (tostada), que evidentemente porta la etiqueta con el maillot del “Malteni” y se caracteriza por ser bastante delicada en comparación con tantas otras cervezas tostadas artesanas del mercado actual. Todo un acierto de imagen y de calidad de producción cervecera que aplaudo nuevamente al recordalo.
 Mi posavasos Malteni.

Una Malteni Blonde en su espacio natural durante La Patrimoine.

Y ya que andamos por el norte, vamos a dar un salto sobre el Canal de la Mancha para poner nuestros neumáticos en suelo británico y hacer referencia a otros dos emparejamientos ciclistas y cerveceros. En la Pendle Witches Velo Vintage la cerveza se respira con intensidad. No en vano el cuartel general de salida y llegada es un pub de carretera, el Craven Heifer. Como el clima, en la época en la que la ruta se lleva a cabo, no invita precisamente a refrescarse el gaznate a primera hora de la mañana, la mayoría dejamos las pintas para el regreso. La barra del bar dispone de diversos cañeros con propuestas de varios colores ambarinos que van desde el clásico lager (rubio no demasiado pálido), hasta el negro completo, pasando por varias gamas tostadas progresivamente bronceadas. Durante y tras la comida caliente que allí nos sirvieron, al menos probé un par de ellas con agrado. Es normal que los lugareños se decanten por “brebajes” con bastante cuerpo y tirando a oscuros, pues el clima es frío o fresco la mayor parte del año, por eso, la cerveza, aún siendo prácticamente siempre de barril y servida a través de cañero, se entrega a una temperatura notablemente mayor que a la que estamos acostumbrados por aquí. Pero en tales condiciones y ante esos tipos de “birras”, es algo que se agradece, no perturba el gusto y uno fácilmente olvida, al deleitarse con las sorprendentemente cremosas espumas con las que los británicos consiguen dotar a sus cervezas. La Moorehouse’s Brewery (desde 1865)[5] es uno de los patrocinadores de esta cita del norte de Inglaterra. Se trata de una empresa cervecera ubicada en Lacanshire, en concreto en Rawtenstall, localidad donde se inicia y finaliza la ruta retro. Su andarura comenzó como una fábrica de bebidas de mínima graduación, bajo una dirección familiar que iba sobreviviendo al paso de las generaciones. Finalmente, en pleno siglo XX la empresa fue vendida a otros propietarios, pero la sospechada relación de la entidad con las legendarias brujas de la comerca debía de ser intensa porque en el transcurso de pocos años, aquella cambió de manos en numerosas ocasiones, hasta que a finales de siglo llegó (casi por casualidad) a manos de un hombre de negocios de Manchester (aunque oriundo de la comarca) que le ha dado verdadera vida, especializándola en la elaboración de una actractiva oferta de cervezas digamos... potentes. La empresa es además propietaria de seis pubs rurales a los que sirve (el Craven Heifer es uno de ellos), ha conseguido un impresionante listado de galardones por sus productos y exporta parte de su producción (400 barriles semanales) al continente americano. La casa ofrece cinco cervezas estandar: Black Cat (casi negra, suave y algo dulce), Premier Bitter (ambar suave algo amarga), Pride of Pendle (dorada y malteada), Blond Witch (rubia ligera) y Pendle Witches Brew (ligeramente tostada, dulce, afrutada y la de mayor carga alcohólica de la gama). Todas ellas con nombres muy cercanos a la brujería femenina, como no podría ser de otra manera por aquella zona. Pero es que además la cervecera produce doce tipos estacionales al año, uno por mes, así que los parroquianos de la comarca no creo que se aburran, a poco interés que muestran por la cata. Y por si todo ello fuera poco, también comercializan lo que llaman “blended ales” (cervezas tipo ale procedentes de mezcla). Para tratar de aclarar un poco tanto barullo, y aún si ser un experto, sino un simple consumidor, conviene explicar lo que se entiende por ale. Se trata de cervezas de fermentación alta (el proceso se produce fudamentalmente en la superficie), que suelen caracterizarse por resultar más complejas de sabor, más amargas y de mayor graduación alcohólica. La recomendación es que no se sirvan tan frías como las actualmente más habituales: las lager. Las ales son anteriores en la historia, su producción era habitual en toda Europa antes de que llegara la moda de las lager, las cuales parecen más apetecibles en nuestros climas mediterráneos. En lo que a mi respecta, me pierdo con todos los tipos y subtipos de cervezas existentes. Tampoco es algo que me preocupe, por lo general me gustan la mayoría y lo que procuro es disfrutarlas. Entender, entiendo infinitamente más de whisky, aunque evidentemente lo bebo infinitamente menos.
El Craven Heifer Pub.

 Las 12 cervezas estacionales de Moorhouse's.

"Las Brujas de Pendle"

Entretanto l’Eroica Brittania también gozó de la colaboración de otra compañía cervecera, y si bien en los memorables tragos que nos regalamos en los diferentes pubs de Bakewell durante nuestra estancia allí, no estuvimos pendientes ser fieles a dicha marca, las grandes carpas que hacían las funciones de pubs de campaña en la pradera en la que el evento se ubicaba, si que servían pintas del correspondiente fabricante: Thornbridge[6]. Tanto para comer el día de la víspera de la gran cabalgada de 100 millas, como para recuperar fuerzas al regreso de la misma, pudimos delitarnos con una cerveza de color dorado que no podríamos llegar a calificar como tostado, aunque sí algo más intenso que el de nuestras rubias más ambarinas. Y lo mismo podríamos indicar respecto a su cuerpo y gusto, ligeramente más fuerte de lo que acostumbramos por aquí, pero sin entrar en las “profundidades” de tantas otras cervezas británicas. En este caso se trata de una empresa de reciente creación (2010) que ha apostado directamente por la elaboración de cervezas “de autor”, singulares, selectas y de distribución no demasiado extendida. Su sede está ubicada en la propia Bakewell, así pues estamos ante una producción local, que trata de esmerarse en el resultado. Pese a su juventud, el currículum de premios conseguidos resulta abrumador, y el abanico de variedades ofertadas no le va a la zaga, con nada más y nada menos que 21 tipos diferentes catalogados en la modalidad de embotelladas, de los cuales 14 están disponibles actualmente (cuando estoy escribiendo este texto). Entre ellas una denominada “L’Eroica Britannia”, elaborada al estilo Pale Ale, de la cual fuimos obsequiados con una botella de medio litro, que nos bebimos Myriam y yo, haciendo pic-nic en Chatswords House, tras una encantadora excursión a pié. Y podemos dar fé de que una de las ventajas de este tipo de cervezas es que aún portándola sin nevera, sin haberla enfriado antes, y en una jornada bastante calurosa, la bebida nos pareció estupenda y agradable de tomar, algo que hubiera sido difícil de sentir en el caso de cualquier lager en similares condiciones. Pero además, en Thornbridge ofertan también cerveza en barriletes (15 tipos de las anteriores) o de gran barril (18 tipos). Promocionan también lo que denominan “sus pubs”, once para ser exactos, todos ellos con un aspecto de lo más sugerente, unos de atmósfera campestre y otros de centro urbano, situados Sheffield o sus alrededores. No aclaran si son propiedad de la empresa o sencillamente fieles expededores de sus cervezas. En cualquier caso estamos ante otro interesante proyecto que haría las delicias de los grandes aficionados al rubio elemento.
Thornbridge "Eroica".

En lo que respecta a la península hay una cita ciclista retro que también ha contado con una empresa elaboradora de cerveza entre sus colaboradores. De la mano de la Pedals de Clip pudimos saborear y disfrutar de Segarreta[7], una cerveza artesanal de malta de fermentación alta, que nos pareció deliciosa. Surgió de una comarca catalana (Santa Coloma – Baixa Segarra) en la que se da el cereal y no las viñas. Su propuesta procede tanto de la fermentación de trigo como de la de cebada, en una proporción de 40/60 respectivamente. El resultado es una cerveza rubia de consumo fácil y apetecible, servida preferentemente fresca. El lúpulo utilizado nace silvestre por la zona. La producción se materializa en dos tipos, la tradicional (que es la que nostros degustamos entonces) y la Apol-lo, que pretende un estilo “Irish Red” aromático. La Segarreta nos parece un buen ejemplo de un fenómeno que afortunadamente se está produciendo en la práctica totalidad del territorio español a lo largo de los últimos años: la proliferación de numerosas propuestas artesanas, entusiastas y vocacionales en la elaboración de cervezas “de autor”, gracias a la cual disfrutamos de excelentes ejemplares casi por dondequiera que vayamos. Aunque personalmente no hago un consumo cotidiano de este tipo de cervezas (me limito a una cerveza (lager) diaria de 33 cc para cenar, para lo que escojo la propuesta más barata de una gran superficie, y reconozco que me encanta como acompañamiento ligero al finalizar la jornada), las pocas veces que salimos por ahí, de tarde o noche, en plan de “tomar algo”, si que procuro pedirme alguna cerveza artesanal local, buscando más empaque en los tragos, menos ritmo en su trasiego y más complejidad de sabores y aromas. En mi casa de montaña tampoco suelen faltar algunas existencias, la mayoría de producción también local (ya dedicaré otra entrada al caso de Cantabria). Y respecto a la Segarreta, pues aunque ellos lo ignoren, les he hecho gran publicidad indirecta vistiendo la gorra que nos regalaron hace un par de años en la Pedal, la cual, ya sea sobre el tándem o sobre varias de mis bicicletas retro individuales, he paseado por numerosos eventos europeos y nacionales.
Segarreta (foto: Pedals de Clip).

Luciendo "patrocinador", en este caso en Francia.

La cerveza es una de las bebidas alcohólicas más antiguas de la civilización. Y desde luego la primera en ser elaborada de forma medianamente organizada, y vinculada a la vida cotidiana de algunos grupos humanos. Los expertos sitúan su descubrimiento unos 10.000 años AC. Los orígenes de la bicicleta son difusos y dependen de la interpretación de cada historiador, pero si nos referimos más bien al ciclismo (concepto un poco más concreto), este no alcanza (aunque ya va camino de ello) los dos siglos de historia, a partir de la invención de la Draisiana o velocípedo en 1817. Ambos bienes de consumo causaron furor en las diferentes sociedades en las que se desarrollaron, y a día de hoy, su encanto experimenta una nueva revolución que se manifiesta en un enésimo crecimiento de producción y consumo, y en una diversificada proliferación de especialización, innovación, interés por el detalle y hasta resurgimiento de la artesanía de calidad en ambos ámbitos.

“Aunque ni la cerveza mesopotámica ni la egipcia contenían lúpulo, que solo se convirtió en un ingrediente común en la época medieval, tanto la bebida como algunas de las costumbres relacionadas con ella todavía resultarían reconocibles para los bebedores de cerveza de hoy, miles de años después. Si bien ya no se utiliza como forma de pago y la gente ya no se saluda con la expresión ‘pan y cerveza’, en gran parte del mundo todavía se la considera la bebida básica del hombre trabajador. Brindar a la salud de alguien antes de tomar cerveza es un vestigio de la antigua creencia en sus propiedades mágicas. Y la relación de la cerveza con la interacción social amistosa y sin pretensiones permanece inalterada: es una bebida pensada para ser compartida. Ya sea en aldeas de la Edad de Piedra, salones de banquetes mesopotámicos, o pubs y bares modernos, la cerveza ha acercado a la gente desde los albores de la civilización”. [8]




[1] Philippe Delerm: “El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida”. Tusquets. Barcelona, 1998.
[8] Tom Standage: “La historia del mundo en seis tragos. De la cerveza de los faraones a la Coca-Cola”. Debate. Barcelna, 2006. [Excelente y ameno ensayo histórico sobre el origen y el papel social desempeñado por la cerveza, el vino, los licores coloniales, el café, el té y la coca-cola].