viernes, 24 de abril de 2015

17. ROUBAIX... A LA ITALIANA

"Petit-Breton", Lucien Jonas, 1905 (La Piscine, Roubaix)
Con muchas dosis de incertidumbre y pocas muestras de razonamiento lógico, el pasado fin de semana me embarqué en una aventura retro-ciclista absolutamente disparatada. Una exagerada kilometrada (de ida y vuelta) en coche, hasta la frontera franco-belga, para participar en un evento ciclista singular, jamás antes organizado y, por su particular vocación, quizá irrepetible en el futuro. Las papeletas para que el arrebato no saliera demasiado bien, eran bastantes: viaje larguísimo, bicicleta en condiciones dudosas y escasa preparación (física, mental y organizativa) por el colapso de trabajo que llevo arrastrando a lo largo de los últimos meses. Sin embargo, todo resultó estupendo porque muchos factores se fueron poniendo de nuestra parte, pero especialmente porque entre los “enseres” o los atributos del viaje, llevaba lo más importante de todo, un amigo de “garantía a todo riesgo”: sin franquicias, eficaz, empático, simpático, resolutivo, ameno, solidario, generoso, interesante y un sinfín de calificativos más que no quiero seguir añadiendo para no sonrojarlo cuando lea esto y porque además no resultan necesarios. A Javier lo conocí hace apenas un año, y tras un buen número de coincidencias viajeras, ciclistas, informales, familiares y demás, puedo afirmar con contundencia que gracias a esto de la bicicleta retro, por diferentes máquinas que haya ido pudiendo recolectar, maillots coleccionados o kilómetros de experiencias pedaleados, nada resulta tan valioso como el hallazgo de este magnífico amigo, al que un fin de semana cruzando Francia en autopista y amortiguando las vibraciones propinadas por el pavés belga o francés, han confirmado como una compañía excepcional. Desde aquí le doy las gracias por todo y acto seguido paso a contarlo.
Con amigos así da gusto.

El desplazamiento me tenía algo preocupado, pero la organización del mismo, la comodidad del coche, la ausencia de retenciones y la incansable, amena y entretenida conversación, hicieron que, sinceramente, atravesar Francia de punta a punta, se me hiciera no sólo corto, sino hasta entretenido, convirtiéndose en una excelente oportunidad para ponernos al día y enriquecernos mutuamente con la permanente tertulia. El destino era Kortrijk una ciudad pequeña situada en la Bélgica flamenca. Una villa poco llamativa, con algunos edificios singulares, fachadas tradicionales de ladrillos rojos como los que pintaba Vermeer y surcada a mitad por un apacible río. La ciudad tiene algunas calles peatonales y varias plazas que ocupaban unas ferias. Nuestro viaje “low-cost”, con provisiones para la ida, la vuelta y varios de los refrigerios “durante”, incluía pernoctas francamente económicas, que en esta ocasión se materializaron en un B&B en forma de chalet de cierto lujo, con unos desayunos muy generosos y variados, algo que resulta clave para la rutina ciclista. Nada más llegar, nos pasamos por Oudenaarde (punto neurálgico del Tour de Flandes) para realizar algunas “gestiones” en el bar ciclista del museo del “monumento” clásico. A parte de dar cuenta de unas buenas cervezas locales, recordamos las horas disfrutadas allí el año anterior en compañía de nuestro amigo Martín (esta vez lamentablemente ausente). Pero sobre todo nos dedicamos a promocionar al GPCC de nuestro amigo Víctor, colocando algunos carteles en lugares estratégicos y dejando folletos en el museo y en el bar. De paso, un febril y entusiasta Javier se dedicó a recabar algunas “reliquias” en forma de banderitas y posters. Su labor de recolección, como viene siendo habitual en él, no cesaría en todo el fin de semana, cosa que me hace que me sonría al recordar, pero que agradezco enormemente porque al final siempre acabo llevándome algo para casa y luego me sirve para evocar buenos momentos y dar cierto toque de interés velocipédico a mi casa, mis estanterías o lo que se tercie.

 Publicitando el GPCC en la Brasserie del Museo
del Tour de Flandes

La víspera de la primera de las dos “citas” que componían nuestro “plan suicida del norte” nos acercamos a comprobar el lugar de reunión. Lógicamente allí no había nada aún porque al contrario que los eventos acostumbrados, en esta ocasión, nos habíamos inscrito a una especie de viaje de culto que los responsables de la organización de la Vacamora italiana habían preparado para sí mismos, con la generosa deferencia de haberlo abierto al “resto del mundo”. En ese contexto, la experiencia resultó de lo más familiar (que al final, para caracteres como el mío, suele suponer lo mejor, ya que convives y acabas conociendo y tomando progresiva confianza con todos los implicados). El número de participantes ciclistas rondó los 22-30 a lo largo de todo el fin de semana y a ello hubo que añadir a colaboradores, conductores de los coches de asistencia y poco más. Una verdadera “familia ciclista”. Visto el lugar, y a punto de marcharnos de allí, un simpático italiano, entrado en años, pero con muy buena planta, nos identificó por la matrícula del coche, nos abordó y se nos presentó como Gaetano, el organizador de todo el cotarro. Desde ese momento hasta la despedida final de la cena del último día, su presencia resultó todo un surtido de detalles de cercanía, camaradería, buen humor y auténtica humanidad mediterránea, con juramentos incluidos, cuando estos hicieron falta para dar a la situación la banda sonora apropiada (me refiero al hilarante desenlace del segundo día). Gaetano nos llevó al bar que hacía las funciones de centro de operaciones, y allí nos presentó a algunos de sus contactos locales, quienes nos invitaron a una fantástica cerveza Kwaremont. Así conocimos a Jean-Pierre, que sería el guía – ángel de la guarda – supervisor y no sé cuántas cosas más de nuestra estancia allí y que es todo un personaje porque además de una larguísima trayectoria organizando carreras y rutas de ciclismo en su país, dirigiendo equipos y vinculado a este deporte de múltiples formas, es el alma mater de la Peugeot-Classics Vandecasteele, un evento monográfico de la marca del león, que ya va por su 6ª edición y reúne a unos 1500 participantes, usuarios de la firma, en un fin de semana con dos jornadas de pedaleo. Un buen contacto para el futuro y todo un ejemplo de esas personas que siempre han estado ahí, discretamente, pero trabajando duro para mantener el ciclismo europeo vivo, y al servicio de los demás.

Nuestra primera jornada era una especie de “déjà vu” clásico, pues habían organizado un recorrido de 124 km por Flandes. Y aunque el trazado era diferente al disfrutado el año anterior en la Retro Ronde, el paisaje se nos hacía muy familiar con sus diferentes y variados tipos de firmes, el ganado, los pastos verdes, el canal y una significativa carga rompepiernas en la segunda mitad del recorrido, con el muro del Koppenberg como atracción estelar. Un par de aficionados flamencos, de esos altos y con planta de contrarrelojistas intratables en sus “carbonatadas”, se encargaron de “estar en todas partes” para mantener al rebaño sin pérdidas pero sin que nos sintiéramos controlados. El recorrido estaba además (aunque no nos hiciera falta estar atentos a ello) perfectamente marcado en el suelo (trabajo de JP), con un peculiar sistema de pintado que es uso común de allí y que me parece de lo más práctico. Como el país no es muy grande, pero está lleno de cruces, desvíos, tramos y múltiples posibilidades de combinación de trazados, en algunos lugares hay muchas marcas de señalización, y para que ello no suponga un problema de flechas, cada organizador, en cada recorrido, utiliza una clave formada por color, letra y símbolo. Para nosotros era la P amarilla con un punto indicando hacía dónde era el giro o desviación siguiente (culturilla ciclista local).
Aspecto de un poste de la luz en Flandes.

A causa del origen de la organización, nuestro pelotón estaba formado casi íntegramente por italianos. Además estábamos los dos únicos españoles, un canadiense afincado en Amsterdam y algún que otro belga. Hizo un día soleado, tanto que algunos llegaron a quemarse, sin embargo bastante frío, a causa de un persistente viento que nos sopló preferentemente en contra al principio y bastante a favor al finalizar, aunque todo ello cambiaba con frecuencia por la constante sucesión de giros repentinos, cruces y esquinas, que tal y como ya aprendimos el año anterior, caracterizan a los trazados clásicos belgas. Dispusimos de dos avituallamientos y de algunas breves paradas de reagrupamiento y el ambiente general fue apacible y de gran cercanía entre todos. El francés, inglés, italiano, español y flamenco se cruzaban en las conversaciones en función de los emparejamientos que la marcha y el azar disponían. Personalmente, optando por una bicicleta sólida de acero y sin demasiado valor material o sentimental (a este paso acabará teniendo mucho del segundo), había llevado mi Peugeot para el viaje. No la había vuelto a usar desde la Montañesa del año anterior y al probarla aquella semana había comprobado que el pedalier necesitaba un repasillo, pero me había sido imposible hacerlo, así que fui un poco imprudente en lo que al material se refiere. El homenaje era completo con mi gorra de la marca y un maillot de lana azul, discreto, pero también con su león bordado, sin embargo apenas resultaría visible porque en ningún momento me desprendí de mi cortavientos vintage de Oudenaarde. Javier por su parte, rodaba sobre una Colnago (de pega) que siempre le cumple en cualquier condición y homenajeaba a Bahamontes y a uno de sus alter egos con una publicidad de Tricofilina Coppi en el maillot. Me sorprendí a mi mismo respondiendo bastante bien a lo largo de todo el recorrido, pese a no haber salido más de tres horas seguidas en toda la temporada. El único desliz lo tuve precisamente en la parte más dura del Koppenberg (dicen que un 22%) cuando un pié se me escapó hacia atrás en el bote de un adoquín, por haberme calzado ese día unas zapatillas sin calas (me pasó factura el preservar mis únicas zapatillas clásicas). Así que hice como Eddy Merckx en el corto de promoción del Tour de Flandes, empujé la bici unos metros hasta que la pendiente y un transeúnte, generoso al empujar, se aliaron para permitirme volver a subirme y acabar la cota. A lo largo de la segunda mitad del recorrido tuvimos bastantes repechos fuertes y la verdad es que me sentí bastante cómodo y con vigor en todos ellos, lo cual me hizo disfrutar cada vez más del recorrido.
 Javier coronando el Koppemberg.

Posando en un molino de Flandes (Foto: Javier).

El ambiente era estupendo, con la gente con ganas de conocerse unos a otros y lanzando admiraciones ante cada visión de detalles diferentes a los que acostumbran a contemplar en su país. Entre el “parque móvil” italiano muchas bicicletas interesantes, entre las que puedo recordar un buen puñado de Bianchis, una hermosa Legnano, Gios… y algún ejemplar francamente veterano. De regreso al punto de partida y habiendo pasado ¿cómo no? Por Oudenaarde, bastantes nos recogimos para ducharnos y adecentarnos, antes de reunirnos de nuevo para tomar unas cervezas y estar de cháchara hasta la hora de la cena grupal. Allí entablamos conversación con un inglés procedente de Dinamarca que se incorporaba para el segundo día, tal como hicieron algunos otros italianos más. La cena consistió en una barbacoa indoor al estilo belga, con cerveza y parrillas de mesa para grupos, con los que compartir anécdotas, risas, y viandas. Cenamos la mar de bien y lo pasamos en grande. La sensación de pertenecer más a un club concreto o a una cuadrilla de amigos, que a una organización de evento se fue acentuando cada vez más y llegamos a la conclusión de que habíamos dado a parar en una ocasión probablemente irrepetible. Al final de la cena, nuestro maestro de ceremonias Gaetano, inició un reparto de regalos de lo más generoso, personalmente tuve el “honor” de ser ovacionado en primer lugar (y obsequiado con un buen lote de presentes), por haber sido el primer inscrito de la cita ¡quién me lo iba a decir a mí, que tan poca importancia doy a los plazos! La bolsa llevaba embutidos, un botellón de champán, una gran cerveza Kwaremont que guardo para alguna ocasión especial, un pañuelo con motivos ciclistas, bidones, etc. Un verdadero regalo que no esperábamos. Javier también recibió el suyo y creo que la mayor parte de los participantes, aunque el ajetreo y la conversación no me permitieron estar atento a todo. Acabábamos de pasar el ecuador de la aventura y con lo vivido hasta el momento, nuestro viaje había merecido la pena sobradamente. Pero aún nos quedaba nuestro principal objetivo: nuestra particular “París – Roubaix Retro”.
 Avituallamiento belga (gofres y pavés, excelente combinación).

Preciosa bicicleta de época con desviador trasero por doble
juego de palancas.

Aquel día hubo que madrugar mucho, pero no nos importó, al igual que el día anterior desayunamos compartiendo mesa con un ilustre veterano italiano y su mujer. En el lugar de la cita nos esperaba un autobús con un remolque especial para bicicletas (con capacidad para 37 bicis). El autocar nos llevó a Francia, al sur de Roubaix, a 115 kilómetros de la meta original en el velódromo de la localidad. El día era espléndido, con menos viento y con mucha mejor temperatura, un regalo precioso para la segunda parte de un fin de semana de fortuna. Ya en los preparativos se notaba cierto nerviosísimo o más bien mucha excitación ante el mito, ante la oportunidad, para muchos única, de experimentar en el propio cuerpo, las imágenes históricas y actuales, tantas veces evocadas, de un drama ciclista único. Se veían algunos neumáticos de ciclo-cross y había quién acarreaba hasta con cuatro tubulares bajo el sillín, pero la verdad es que no nos sentimos nada aprensivos pese a llevar cubiertas normales de 23 y una única cámara de recambio. Javier “Eddy Merckx” Molteni y José “Bernard Thevenet” Peugeot, estábamos preparados para empezar. Nuestro recorrido incluiría 17 de los 30 tramos de pavés de la carrera original, con los tres considerados como de “5 estrellas” entre ellos. El primero (Wallers Haveluy - “Bernard Hinault” – 4 estrellas) creo que fue el que más se hizo notar, seguramente por la novedad, por la falta de descubrimiento de los trucos utilizables y por su longitud, pues al igual que algunos otros, superaba los 2 kilómetros de longitud. Fue allí, con el traqueteo, cuando perdí mi “borracca” (la ponchera), y no porque se saliera de su alojamiento, sino porque el portabidones se rompió por los soportes. Los amables pasajeros de uno de nuestros vehículos de asistencia tuvieron la gentileza de recogérmelo y ahora lo tengo en casa como prueba del “infierno del norte”. Ya en ese tramo aprendimos a aprovechar, cuando se podía, los estrechos y polvorientos surcos laterales de la calzada o el centro de la misma, en el que normalmente, el empedrado se siente menos brusco. Entre tramo y tramo pedaleábamos por un llano paisaje de campo con bonitas granjas antiguas con configuraciones de patio interior, fachadas de ladrillo rojo gastado y tejados afilados. Un paisaje diferente y atractivo que había que aprovechar para divisar cuando el pavés no estuviera presente. El segundo sector fue el pasaje del Bosque de Arenberg (5 estrellas). Se trata de un tramo espectacular por su belleza, una recta larga de pavés que surca un arbolado de ejemplares altos e importantes, ya vestidos de primavera. Este tramo tiene un par de “arcenes” de tierra que te permiten evadirte del tormento, algo común en el seno del pelotón profesional.
 Herida de guerra, el portabidón partido.




 Posando ante el mítico sector del Bosque de Aremberg.

Finalizando el Bosque de Aremberg )foto: Javier).

Los kilómetros se iban sucediendo y los 17 pasajes iban cayendo uno a uno. Pronto experimenté que lo mejor era pasarlos a cierta velocidad, porque cuanto más despacio iba más acusado era el traqueteo. Eso es algo que resulta sencillo, siempre y cuando no tengas a alguien delante más lento que tú, en cuyo caso, por supuesto, tu predecesor ocupa la mejor línea de circulación, y una de dos, o le pasas rápido rodando por lo terrible, o te aguantas atrás a su ritmo y sin ver lo que te viene por delante. Recuerdo haber despachado algunos sectores por la hierba, otros por el centro, otros sin escapatoria posible, simplemente aguantando, etc. Pero mi sensación fue de aprendizaje o de adaptación, es decir, que cuantos más iba superando, mejor encaraba los siguientes y menos me afectaban. Me preocupaba más la bicicleta, el pedalier parecía sonar alguna vez, aunque nada grave y sin esa desagradable sensación de chirrido en los pies. Procuraba seleccionar acertadamente la corona antes de entrar porque manejar el cambio de palanca en el cuadro y sin sincro en mitad del tramo es algo poco recomendable. Afortunadamente los tramos de pavés eran prácticamente llanos, por lo que al final los tomé todos con el mismo desarrollo. El tramo de Mons-en-Pévèle (3km y 5 estrellas), tiene su intríngulis por culpa de un par de curvas en ángulo de 90 grados, que hacen que abandones tu querencia al menor traqueteo por la búsqueda de un firme en el que no vayas a derrapar, aún a riesgo de perder “confortabilidad” (palabra absolutamente fuera de lugar en cualquier crónica al respecto). Aunque no fue allí donde precisamente, en una curva en ángulo, me derrapó la rueda de delante y a punto estuve de irme al suelo. Nunca parábamos en medio de un tramo de pavés, a veces nos reagrupábamos al final o en puntos estratégicos concretos. Tuvimos dos avituallamientos y varias pausas por pérdidas de nuestros guías, que al parecer no debían conocerlo muy bien. El recorrido está marcado en el suelo, pero en ocasiones es muy fácil extraviarse, porque hay trayectos de enlace que resultan muy rocambolescos, confusos y llenos de cruces y desvíos entre los prados, pueblos, etc. Aquello no era de preocupar, nosotros íbamos a lo nuestro: pedalear, disfrutar del escenario y sobrevivir hasta el final. La nuestra no era una ruta de cronómetros o puestos, sino de experiencia terrenal y de homenaje a la leyenda, el objetivo era llegar al velódromo a pedales. Al inglés lo perdimos en un pueblo y lo repescaron en otro, con lo cual pudo reincorporarse al grupo sonriente. Gaetano largó algún escénico rapapolvos cuando algún que otro ciclista jugaba a estirar demasiado el grupo hasta romperlo. Pero la sensación general era de que lo estábamos pasando tan bien que ni nosotros mismos acabábamos de creérnoslo. Parecía inaudito estar allí mismo, donde apenas una semana antes había rodado el pelotón internacional batiéndose el cobre para inscribir un solo nombre en el palmarés de una carrera que hace leyenda desde 1896.

Cuando estábamos a 25 km del final la cosa se puso fea. El GPS del coche-guía se averió y estuvimos un buen rato parados sin saber a dónde ir, poco a poco, preguntando y probando fuimos dando con el camino, aunque las paradas y las dudas se sucedían. Aquello parecía una aventura más propia de perderte en el monte con tus amigos que de seguir una ruta civilizada. Nuestro particular aderezo épico, al estilo italiano, estaba servido: discusiones, diferentes preferencias, desacuerdos, gesticulaciones, etc. ¡Que sería una París- Roubaix Retro si la tecnología nos lo hubiera puesto fácil! Ya que íbamos con cuadros de hierro y materiales de antaño, aquello había que solucionarlo como antes: a golpe de improvisación, olfato y preguntando al paisanaje. Y así fue como nos extraviamos varias veces, y acabamos enfilando el tramo del Carrefour de l’Arbre  (5 estrellas) justo en el ángulo que tiene a mitad de camino, tras una dialéctica pelea barajando opciones, alguna contrariedad y un duro tramo de tierra bacheada y pedregosa que no nos correspondía. Precisamente en aquel sector me dio por rodar sin concesiones, en plan de despedida al estar ya cerca del final, y el bamboleo fue tal que al salir del segmento mi rueda trasera ya no dejó de sonar a tracas y fuegos artificiales hasta al final. Creo que los conos se aflojaron y algún rodamiento se desalojó, así que el resto de la ruta crucé los dedos metafóricamente (más fácil que “tocar madera” cuando vas en bici) para ver si la rueda me aguantaba hasta la llegada sin gripar y bloquearme el eje.

En un momento dado, a muy pocos kilómetros del destino aparecimos como por arte de magia en una autovía. El grupo siguió para adelante, salvo algunos a los que aquello nos pareció excesivo. La reunión se hizo imposible, y ellos, teniendo que rectificar más adelante, llegaron a meta por su cuenta, mientras que nosotros lo hacíamos, sin los coches de apoyo, por la nuestra. Así que tal cual si fuéramos cinco escapados en una etapa caótica e imprevisible, hicimos un rápido pacto entre caballeros consistente en no separarnos hasta alcanzar nuestro sueño y rodamos de aquí para allá en busca de Roubaix. El plantel era como el de nuestros chistes: “iban una vez un español, un canadiense y tres italianos (un chaval joven, un barbudo equipadísimo y el propio Gaetano)…”. Aquello nos deparó un par de dudas, un tramo extra muy violento de pavés con curvas, un catálogo de juramentos al cielo de nuestro entrañable organizador y un subidón final de emoción y camaradería al rodar callejeando por Roubaix hasta entrar al amplio y viejo velódromo descubierto en el que ya se encontraban todos los demás.
Finalizando mi "París-Roubaix (retro)" en el velódromo
(foto: Javier).

La bicicleta llegó, la Peugeot se portó y hasta me permití el lujo de darme un par de vueltas por la pista antes de recogerla en el remolque. Allí estaban todos nuestros “auxiliares” disparando instantáneas aquí y allá, o filmando en video el evolucionar por la pista de unos “niños grandes” (de entre 28 y 78 años) que jugaban a ser Coppi, Bartali, Moser, Saronni e incluso Steve Bauer. Pero por encima de todo brillaba una figura especial, la de un pedaleo elegante y poderoso que más que rodar volaba, encaramado al borde más exterior de la pista, subido hasta el límite de los peraltes con naturalidad. ¿Era Eddy Merckx con su maillot de Molteni, demostrando su experiencia de tres veces ganador en esta clásica, y su dominio de la pista tras tantos años de victorias con el gran Sercu? ¡No! Era Javier luciendo esa experiencia adquirida en el velódromo de Anoeta durante su pasada hibernación. Así que la parejita nacional, con nuestros ligeros ascensos a los muros belgas, nuestros rápidos pasos por los tramos de pavés y su (de Javier en exclusiva) habilidad casi circense en el anillo de velocidad, dejó el pabellón bien alto en lo deportivo. De lo social no hace falta ni molestarse en mencionarlo, se da por hecho.

Javier en uno de sus pasos por contrameta en el velódromo
de Roubaix.

Tras la pista llegó el remate por sorpresa. Los más mitómanos (en especial Javier, el propio Gaetano y alguno más) habían estado suspirando todo el fin de semana por visitar los vestuarios, de estética y origen del periodo de “entreguerras”, en los que desde su construcción y hasta el día de hoy, los mejores ciclistas del mundo se han duchado al finalizar la carrera, como parte obligada del ritual de leyenda que en toda su esencia constituye la París–Roubaix. En realidad habíamos llevado los enseres para ducharnos en ellas, pero dado el monumental retraso, la visita había quedado cancelada. Pero los lazos de influencia ciclista de Gaetano son largos y serpenteantes, y a todo correr, allá que llegó un joven para abrírnoslas. Mientras yo las admiraba y recorría haciendo fotos, Javier no lo dudó, se desnudó y a ducharse. Aquello son dos amplios vestuarios con unos cubículos de cemento individuales que no tienen más que un banquito corrido fijo, un colgador y… ¡una placa con el nombre y el año de la victoria o victorias de cada uno de los corredores de la prueba! Una solitaria y básica “celda” de reflexión para cada gran campeón. Una especie de purgatorio de reposo, previo a la ducha, en el que cada ganador ha hecho un rápido balance de agradecimiento a sus dioses, por haber añadido una, aquí imprescindible, dosis de suerte a sus incontestables méritos ciclistas. Las duchas en sí son otro conjunto de huecos similares, de esa misma altura de burladero taurino, agrupados y con unas tuberías  conectadas por encima y unas cebolletas accionables por cadena. Contra todo pronóstico, incluso el agua sale caliente y reconforta. He de reconocer que mi ducha, la cual quedará en mi memoria (y espero que en la de mis nietos) para siempre, se la debo a la insistencia de Javier, que no estaba dispuesto a dejarme salir de allí sin tan litúrgico sacramento y que además me prestó su toalla. Otra muesca más en esa interminable lista de deudas intangibles que acumulo con él.

 
Los cubículos homenaje a H. Pelissier (1919 - 1921) y S. Kelly
(1984 - 1986) están juntos, al fondo las duchas.


El regreso en autobús resultó mucho más breve y además con efecto “nube” tras la acumulación de emociones pasadas. El día era aún perfecto y lo rematamos en la cervecería de un complejo de campos de deportes, disfrutando de unas Kwaremont  en compañía de algunos otros camaradas de ruta. Todo ello tras haber recogido el material y esperando que diera la hora de la cena. Aquella última celebración colectiva fue de exaltación de la amistad, de mucho parloteo satisfecho internacional y sucesivos aplausos. El aperitivo, el vino y el champán ayudaron a ello. Y después se sucedieron abrazos y despedidas afectuosos, y algunas que otras promesas de correos y visitas a pedales que tan sólo el tiempo dirá si se cumplen o no en el futuro. Nuestro viaje de regreso fue más cansino e incluyó una retención en Paris, pero no deslució en absoluto una experiencia irrepetible y que se nos va a quedar grabada en nuestra mente y en nuestro organismo para siempre. Estos días me quedo a veces como traspuesto, con la mirada fija en el horizonte y los ojos entreabiertos, y pienso en que he pasado de Flandes a Nord-Pas-de-Calais, en pocas horas; para cambiar las cervezas y los muros belgas por los brutales tramos de pavés, en los que los adoquines adquieren un tamaño y una irregularidad mucho más bastos. Y entonces pienso en las polvorientas strade biance toscanas, en los puertos pirenaicos y las curvas numeradas del Alpe d’Huez, y en Angers, y en La Covatilla, Los Lagos de Enol o la Laguna de Neila, y me doy cuenta de que poco a poco, año a tras año, pedalada tras pedalada, la bicicleta me ha acompañado y ha sido en gran parte la “culpable” de un fantástico balance de experiencias que porto conmigo dondequiera que me encuentre. Todo un patrimonio de vitalidad geográfica, épica y cultural del que no puedo ni quiero desprenderme y al que pretendo seguir enganchado mientras el cuerpo aguante. Y esto me hace pensar que no creo que regrese a Roubaix, y no porque no haya sido feliz allí, sino porque pese a décadas de afición participante, afortunadamente, aún me quedan muchos otros mitos ciclistas que recorrer.
Con nuestro nuevo amigo Gaetano.
 
Me despido con excelente documental de época de París-Roubaix de 1976 (Jesús, gracias por la referencia). Al verla me he dado cuenta de que con los de la Vacamora, estábamos interpretando a los principales equipos y corredores protagonistas.
 
 

viernes, 17 de abril de 2015

16. PEUGEOT


 "León oteando". Jean-Léon Gérôme. (Museo de Arte de Cleveland)

Desde un punto de vista velocipédico, mi amigo Alejandro puede ser considerado como francófilo. Y a mí no me extraña, ya que esa postura suele ser un acierto. Y no me refiero a su admiración por la vertiente más agonística del deporte del pedal, con sus clásicas, su Tour de Francia y sus grandes campeones, sino por la forma que tienen, y han tenido siempre, de entender la práctica ciclista ciudadana. A mi amigo le gustan las bicicletas francesas (y todas las demás), su historia velocipédica y su cultura del pedal. En especial algunas formas de disfrutar de este sano deporte, entretenimiento o forma de viajar. Así pues, espero que a mi amigo le guste esta entrega, o al menos le pueda aportar alguna información, alguna pista o consiga arrancarle algún atisbo de sonrisa. Además, mi amigo Alejandro, entre sus bicicletas, tiene una Peugeot.

Portada de 1920 (Imagen: bikeboompeugeot)

En el siglo XIX, Jean Pequignot Peugeot era un constructor de molinos de agua que, con los beneficios obtenidos por su trabajo, amplió su negocio con una acería ubicada en Montbéliard (apenas a 13 km de la frontera con Suiza), asociándose para ello (allá por 1810) con sus dos hermanos y otra persona más: Jacques Maillard-Salins (de donde supongo que proviene el nombre del sistema de piñones utilizado en ocasiones por la marca).

“En 1847, Jules y Emile Peugeot decidieron hacer del león el emblema para su surtido de herramientas. La imagen, les pareció, reunía las cualidades de sus sierras: fuertes, flexibles y rápidas. En 1882, el león hizo su primera aparición en las bicicletas Peugeot y todos sus productos desde entonces. Como la organización que representa, el león ha podido cambiar con los tiempos, pero nunca cesando de simbolizar su intrínseca naturaleza felina”.
Portada 1898 (Imagen: cyclespeugeot)

Algunas fuentes otorgan la autoría del emblema a un grabador residente cerca de la factoría, llamado Justin Blazer, en el año 1858. Desde el año anterior, la producción se llevaba a cabo, en el recientemente adquirido molino de Belieu (en Mandeure, prácticamente la misma zona geográfica). Para entonces ya se dedicaban a la fabricación de cuchillos, sierras y maquinaria para molinos. Las primeras bicicletas vendidas con la marca Cycles Peugeot fueron comercializadas en 1882. La producción en serie de su mítico velocípedo “Le Grand Bi” se sitúa en el año 1886 (quizá antes, pues en 1985 contaban ya con 300 empleados). Esta máquina fue inicialmente fabricada por Armand Peugeot de forma manual.
"La Grand Bi" (Foto: página oficial de bicicletas Peugeot)

Enseguida la firma se hace un hueco importante dentro de la incipiente industria ciclista y en 1890 uno de sus modelos es utilizado por el ejército francés: se trata ya de una bicicleta de “seguridad” con freno delantero por presión superior a través de un taco de goma. La marca se toma muy en serio su participación en la Exposición Universal de 1899 de París, oportunidad que aprovechan para abrir una tienda en la capital francesa en el número 32 de la Avenue de la Grande-Armée.
Cartel publicitario de la tienda Peugeot en
París.

En 1900 la producción en Beaulieu (que está cerca de Basilea y Berna) incluía triciclos de adulto y bicicletas, y alcanzaba las 20.000 unidades. La localización resultó perfecta, algo demostrado por la proliferación de talleres y factorías en la zona. Muchas razones explican tan marcado desarrollo industrial en Mandeure: numerosos cursos de agua por los alrededores, grandes reservas naturales de mineral, población marcadamente emprendedora y la construcción temprana de un ferrocarril y el canal del Rhone al Rhin. Todo ello configuró un entorno muy propicio para la germinación de talleres, industrias y centros de formación profesional especializados en pleno siglo XIX.

En el plano deportivo, Peugeot se estrenaría pronto con la victoria de Trousselier en el Tour de Francia de 1905, significando la primera de las 10 victorias de Peugeot en la más grande de las carreras ciclistas. Anteriormente, en 1896, Paul Bourrillon ya se había erigido en campeón del mundo de velocidad con una bicicleta de la marca. Eran tiempos en los que los fabricantes más avanzados buscaban corredores a los que patrocinar a nivel individual.
Publicidad en folleto de 1898, a través de
corredores (Imagen: cyclespeugeot)

1926 se convierte en una fecha importante, un hito dentro de la historia de la marca, pues probablemente debido al enorme crecimiento de la empresa, se decide la creación de la Nueva Sociedad de Bicicletas Peugeot, con la intención de separar su actividad de la de los automóviles, ambas en pleno crecimiento y con grandes perspectivas de futuro. La sección de “las dos ruedas” incluía también la fabricación de ciclomotores, algo que para nada eclipsó el ritmo productivo de las bicicletas, que por ejemplo, en el año 1930 alcanzó la cifra de 162.000 unidades.
Revista Peugeot de los años 30. Siendo ya una
empresa independiente de la de automóviles, se
caracterizaba por una gran diversidad de productos.
Otro detalle del paralelismo industrial experimentado
en Eibar son las motocicletas y ¡las máquinas de coser!
(Imagen: bikeboompeugeot)

En lo que respecta a las bicicletas, Peugeot (al igual que innumerables ejemplos de la industria francesa en general) siempre se caracterizó por incluir, dentro de su actividad diseñadora e industrial, propuestas innovadoras y rompedoras. Si bien no siempre cuajaron como tendencia o resultaron acertadas, quien no lo intenta, nunca lo logra, y a la marca del león, en ese aspecto, no se le pueden poner objeciones. Por ejemplo, en 1941 se produce el lanzamiento de bicicleta futurista en lámina de aluminio prensado. Se trataba de un modelo con clara vocación ciudadana. Hay que resaltar que si bien la vinculación de Peugeot con el ciclismo de competición resulta históricamente abrumadora, quizá más aún lo sea su interés por dar servicio comercial a todo tipo de usuarios de la bicicleta: adultos, gente del campo, ciudadanos, turistas, aficionados a un ocio activo, etc. Estamos repasando la vida de una gran industria, una de las más importantes de la historia contemporánea de Francia, no una pequeña aventura romántica conducida por algún aficionado al ciclismo deportivo, sino un imperio industrial fundado por una familia de emprendedores del metal. Así pues parece lógico que la atención a un mercado, cuánto más extenso mejor, haya sido siempre una de sus señas de identidad. Y precisamente, gracias a ello, Peugeot siempre se haya encargado (junto con otros ilustres fabricantes mundiales, incluidos los de Eibar) de cubrir las necesidades de bicicletas “para todos/as”.

 Diseño revolucionario para una bicicleta en 1941, cuadro
fabricado en chapa de alumnio (Foto: página oficial de Peugeot)

Revista Peugeot de 1938: la propuesta "conceptual"
de cicloturismo es clara.
(Imagen: bikeboompeugeot)

Catálogo de 1951 y se vuelve a sugerir
"otro" ciclismo. (Imagen: bikeboompeugeot)

Con el paso de los años, en 1972 adquieren la planta de Romilly sur Seine (al este de París), la cual se convierte en el segundo lugar de producción de la firma. Precisamente en el año 1973 lidera el mercado francés con 500 modelos (supongo que el dato se refiere a modelos comercializados hasta esa fecha). Los años setenta resultan pues de lo más animados para nuestra marca protagonista. En 1977 Bernard Thévenet pone un bonito broche de oro al periodo al ganar el 10º Tour de Francia para Peugeot.

En varios textos anteriores he comentado reiteradamente que la década de los años ochenta se convirtió en la frontera entre el “clasicismo” y la “modernidad” ciclista, tanto desde un punto deportivo como de revolución tecnológica aplicada a la construcción de bicicletas, diseño de componentes y modernización de los materiales utilizados. Peugeot no vive ajena al proceso y en 1982 introduce la técnica de soldadura sin racores ni costuras aparentes, dicho proceso se transfiere rápidamente a toda su gama de bicicletas, y pronto es asumido igualmente por la mayor parte del resto de fabricantes. Inmediatamente en 1983 presenta su primera bicicleta de carbono (de tubos pegados), apuntándose cuanto antes a la carrera iniciada por Alan y seguida muy de cerca por los franceses de Vitus, colaboradores cercanos de Peugeot (y que tuvieron mucho que ver en aquella bicicleta). Tratándose de un importante referente industrial en el sector, su capacidad para trabajar en varios frentes simultáneamente le permitió igualmente convertirse en la primera marca francesa en fabricar una BTT en nuestro vecino país, en 1984 (hay que recordar que BH le ganó la partida de llevarse este mismo honor a nivel europeo).

Precisamente en el año 1992, ambas marcas, Peugeot y BH, se verían en cierta medida enlazadas, pues los franceses confiarían la fabricación y comercialización de sus bicicletas a Cycleurope (propiedad de BH), que después se convertiría en el propietario (temporal) de la totalidad de la herramienta de producción. El mercado vive en aquella época un nuevo ciclo ascendente con el éxito comercial de la bicicleta de montaña y derivadas (híbridas…), como ejemplo podemos señalar que en el año 1996, ese tipo de modelos representan el 56% de la producción de bicicletas de la marca Peugeot.

Con el cambio de milenio, en 2004, Peugeot recupera su marca como fabricante de bicicletas y con ello su actividad comercial ciclista a través de su red de concesionarios de automóviles. Su vocación innovadora se mantiene medianamente viva y en el 2009 lanza su primer modelo eléctrico, quizás atenta a lo que pueda estar convirtiéndose en una nueva revolución industrial y comercial dentro del mundo ciclista.
Una de las primeras formaciones del equipo Peugeot.
(Foto: página oficial de Peugeot)

“Los primeros coqueteos de Peugeot con la competición responden a los triunfos de Hippolyte Aucouturier, alias ‘El Terrible’, en la París-Roubaix y la Burdeos-París de 1903. Fue a partir de 1905 cuando el Peugeot surge como tal con las cuatro victorias en el ‘Tour de Francia’: 1905 con Louis Trousselier, 1906 con René Pottier y 1907 y 1908 con Lucien Petit Breton”.
 Petit-Breton (Foto: dewielersite)

 Petit-Breton en carrera en 1908.


La plantilla del equipo de 1914 me parece una auténtica exhibición de “galácticos” de la época: Philippe Thys, Henri Pelissier, Jean Alavoine, Oscar Egg, Emile Georget, Emile Engel, Francois Faber, Gustave Garrigou, Firmin Lambot, Louis Heusghem, Eugène Christophe y Marcel Baumler. Si alguien tiene la suficiente paciencia como para ir investigando lo que dieron de sí cada uno de ellos a lo largo de sus respectivas carreras deportivas, va a “alucinar”. Tras la Primera Guerra Mundial, la marca opta por la fórmula del co-patrocinio, asociándose a otros patrocinadores o delegando en una estructura de equipo las responsabilidades propias de la gestión competitiva. Aquel periodo lo inicia formando parte de “La Sportive” hasta 1922. En concreto, desde 1917 hasta 1924 patrocinan a Philippe Thys exclusivamente o acompañado de Jean Alavoine. La marca continúa presente en la competición durante los años previos a la Segunda Guerra Mundial, aunque con algunas interrupciones.

A partir de 1946, el equipo reapareció con largas plantillas de corredores preferentemente franceses, equipos muy luchadores aunque con ausencia de grandes estrellas. Entre los corredores españoles que por allí pasaron figuraron Dalmacio Langarica y Julián Berrendero en 1949. De 1936 a 1955 el equipo se denominó Peugeot-Dunlop. Entre el 56 y el 75, BP se convertiría en el co-patrocinador más significativo de la escuadra. Si bien su palmarés no ofrece grandes reseñas en el Giro, su presencia en nuestro país se hizo patente con la victoria final en tres ediciones de la Vuelta: años 1948, 1969, 1971. Precisamente una de ellas a cargo de Roger Pingeon, quien perteneciendo a los mismos colores de Peugeot (aunque para la ronda francesa debiera entonces vestir el maillot nacional de Francia) lograría la victoria del Tour del 67, aventajando al magnífico Julio Jiménez (“El Relojero de Ávila”) en 3’ y 40”. De todas formas la prensa siempre se encargó, y aún lo sigue haciendo, de que el principal recuerdo que aquella edición fuera la dramática muerte de Tom Simpson (por los efectos del dopaje a través del consumo de múltiples sustancias estimulantes) en una tórrida ascensión al Mont Ventoux.

El diseño del maillot blanco con los cuadros de ajedrez se incorporó en el año 1963 ¡el de mi nacimiento! Reconozco que esta información me ha sobrevenido, me hace ilusión y me alegra que me sorprenda escribiendo esta especie de celebración al fabricante francés. Esa emblemática prenda se mantuvo hasta el final del equipo “como tal” en 1986.

Tanto Tom Simpson como Eddy Merckx dieron triunfos para el equipo en la Milán-San Remo (1964 y 1966+1967 respectivamente) y en el Campeonato del Mundo de Ruta (1965 y 1967). Bernard Thévenet, logaría sus dos triunfos del Tour de Francia en los años 1975 y 1977, convirtiéndose en la figura más emblemática de la marca durante la época del ciclismo “moderno”. Posteriormente el equipo se nutriría de la cantera desarrollada por el Athletic Club de Boulogne Billencourt (ACBB), y serviría de primer escalón profesional para un gran número de corredores de valía, muchos de ellos de procedencia anglosajona como Phil Anderson, Robert Millar, Stephen Roche, etc.
 Eddy Merckx corriendo para Peugeot en 1967.

Bernard Thévenet en el Tour de Francia con Peugeot.

La vida deportiva de la marca finaliza en 1989 con el Z-Peugeot (año en que G. Lemond gana su 2º Tour con ADR y un año antes de ganar su 3º con Z, pero ya sin Peugeot). Mirándolo con perspectiva no nos queda más que rendirnos a la evidencia de que estamos ante uno de los equipos más grandes de la historia del ciclismo, no sólo por sus triunfos o la excelente nómina de corredores que han pasado por sus filas, sino sobre todo, por la cantidad de años (¡décadas!) que se ha mantenido activo.

Colección de logotipos Peugeot de los tubos de dirección de
sus bicicletas a lo largo de la historia. (Imagen: de un
documento de la página oficial de Peugeot).

Para esto del coleccionismo y los caprichos personales, cada cual tenemos nuestras manías y nuestras predilecciones. En ello tiene mucho que ver lo emocional y la carga simbólica que cada cual ha ido dando a diferentes situaciones vitales pasadas y a recuerdos que caprichosamente se le quedan grabados en lo más profundo de su ser. Los puristas de Peugeot (al menos los forofos más entusiastas que personalmente he encontrado), se pirran por cualquier modelo Peugeot de carreras categorizado como PX10, lo que implica construcción con determinadas tuberías de acero (preferentemente Reynolds 531, aunque en algún caso Columbus SLX o Super Vitus 980), todo ello en función de las fechas de fabricación de este tope de gama de competición de la marca. Personalmente no me van por ahí los tiros. Puestos a soñar, eligiendo así, a ciegas, me quedaría con una Peugeot “La Sportive” de los años veinte, que resultando (a vista de catálogo) muy similar al coetáneo modelo “Tour de France”, algo mejor debía de ser pues era ligeramente más cara. Se trata de un excelente modelo de lo que yo vengo denominando “estilo pionero”.
Modelo "La Sportive" en el catálogo de
¿1919?. (Imagen: cyclespeugeot)

Pero en realidad tampoco es esa la Peugeot que más me gusta. De la marca siempre me han atraído algunos de los colores que fácilmente podemos vincular a la misma, y que sorprendentemente, han ido cambiando mucho a lo largo de los años: verdes y azules muy claritos, algún naranja, grises pálidos o posteriormente muy oscuros y azules intensos. Haber ha habido más, pero los citados son los únicos que me sugieren esa “reminiscencia” Peugeot. Bueno, los anteriores y ¡por supuesto! La que considero la decoración más atractiva de la firma: el cuadro blanco con detalles (e incluso dameros) en negro. Esa es sin duda la estética corporativa que más sugerente me resulta del fabricante galo. Y puestos a elegir modelo, en este caso deserto de mis preferencias más competitivas y me decanto por los modelos puramente “cicloturistas de estilo muy francés”, con sus guardabarros metálicos, sus trasportines trasero y delantero, frenos cantiléver, en algunos casos triple plato y algún que otro complemento que invite a la aventura viajera autónoma. En concreto, a lo largo la década de los años 70, la firma presentó ejemplares muy atractivos. De entre los que he podido ojear, el modelo PY 60 (incorporándole los portabultos), me parece una auténtica preciosidad: para mi particularísima concepción de lo que es una bicicleta Peugeot, la versión ideal. Me bastaría conseguir una preciosa y generosa alforja de manillar, y soy capaz de imaginarme recorriendo cordilleras galas o serpenteando junto a los cursos de sus ríos más frondosos. Eso sí, tal y como defiende también Alejandro, en recorridos líneales o circulares, jamás de ida y vuelta por la misma ruta.

Modelo de cicloturismo PY 60 P de 1976
(Imagen: bikeboompeugeot)

Modelo de cicloturismo PA60 de 1976
(catálogo para Holanda). (Imagen: peugeotshow)

Sin embargo, nunca tuve una Peugeot hasta hace un año, y ello fue como consecuencia de que me regalaran un ejemplar abandonado, descuidado y falto de algunas piezas. En cierta medida tuve suerte, pues el cuadro es de mi talla, la bicicleta salva el límite de lo clásico (es de 1984), era de gama alta (no el tope) y su color gris “grafito” está dentro de los que me satisfacen para este fabricante. Se trata de una PH11. La bicicleta, digan lo que digan los puristas, es “más Peugeot” que muchas otras y que lo que puedan ofrecer otros modelos más altos de gama. Me explico: todos sus componentes son franceses, con los característicos frenos CLB y desviador trasero Simplex; porta además unos pedales Atom CX 500 “aero” muy característicos de la época y unos platos y bielas Solida; pero lo que más representa su esencia de marca es el cuadro y el buje trasero. El primero es un Peugeot BBT (Brazed Butted Tubing = tubería soldada a tope), precisamente fabricado con la tecnología que ellos mismos habían lanzado al mercado apenas tres años antes (por cierto que en este caso con la peculiar “innovación” de que el diámetro del tope superior del tubo del sillín sea más estrecho que el propio tubo; un incómodo capricho para localizar tijas adecuadas). Respecto al eje trasero, resulta que se trata de un Maillard (¿recuerdan el apellido?) Helicomatic, otra auténtica rareza de la casa, incompatible con el resto de fabricantes de coronas y piñones… ¡Auténtico Peugeot!. En cualquier caso, la bicicleta me gusta y me siento cómodo con ella. A pesar de una ligera torcedura de alineamiento entre ambas ruedas, funciona perfectamente y me parece una máquina robusta, de esas con las que no te importa meterte en cualquier etapa que incluya duros tramos sin asfaltar. Me tomé algunas libertades en su restauración y me gusta su resultado estético. Otro homenaje puesto en marcha.
 Catálogo de la PH11 de 1984 para Holanda
(Imagen: peugeotshow)


Catálogo de la PH11 en francés, de 1984
(Imagen: bikeboompeugeot)


Catálogo de la PH11 de 1985 para Holanda
(Imagen: peugeotshow)

 Mi Peugeot PH11, restaurada.

 El sistema de buje trasero Maillard Helicomatic.

"Homenaje" personal a Peugeot.

Referencias muy especializadas (¡y estupendas!) sobre bicicletas Peugeot:

Una buena recopilación de catálogos escaneados:


viernes, 10 de abril de 2015

15. ASOCIACIONISMO



"Mr. Pickwick dirigiendo a sus amigos". Charles Gerren.

Nunca he sido una persona que pudiéramos calificar como de asociacionista. Más bien todo lo contrario, me considero un hombre muy independiente, autónomo y hasta desconfiado de los comportamientos de las masas y de los agrupamientos que favorecen el relajo de la mayoría y el diluir las responsabilidades propias dentro de un colectivo. Lo mío no es cuestión de insociabilidad. ¡Ni mucho menos! Resulta que a menudo disfruto hablando por los codos, tengo muchas personas conocidas y bastantes amistades. Sin embargo no tengo demasiada fe en los colectivos y la simplificación de pareceres y comportamientos en uno común suele resultar un empobrecimiento de la diversidad de las personas. Vaya toda esta declaración confesa por delante, con ocasión del tema que me ocupará estas páginas: unas notas sobre asociacionismo deportivo.

Me entretendré poco en hacer referencia al federativo. También soy poco amigo de tales organismos, pese a conocerles bien e incluso a haber colaborado laboralmente con algunas de ellas a lo largo de mi vida. En España las federaciones son unas entidades privadas que se las supone sin ánimo de lucro y que gozan de un exagerado proteccionismo gubernamental que, además de dotarlas de fondos, les asegura exclusividad en lo que se refiere a la organización y regulación de “su” deporte. Lo que constantemente se les suele olvidar a algunas federaciones, es que tal y como reza la Constitución, ese “su” deporte no es suyo, sino te todos los ciudadanos, al servicio de quienes las federaciones han de estar (estén los anteriores federados o no). También se les suele olvidar que su cometido principal no ha de ser nutrir al estado de medallas o títulos deportivos, sino promocionar la práctica deportiva (ociosa, saludable, competitiva, educativa…) entre todos los ciudadanos. Al final lo que en el fondo buscan es tener muchos afiliados para intentar hacer crecer sus, en la mayoría de los casos, exiguas arcas, y para ello utilizan, muchas veces en connivencia con nuestro propio sistema sanitario, el chantaje y amedrentamiento, haciendo creer que la gente debería federarse para estar protegido en caso de accidente. Tal afirmación no tiene sentido para una práctica deportiva saludable y ociosa. Los ciudadanos tienen derecho a la práctica deportiva libre. Es más, la sanidad pública les recomienda practicar deporte, en especial en modalidades aeróbicas y no competitivas, que les aporten beneficios fisiológicos, sociales y psicológicos y todo ello puede hacerse corriendo, caminando, pedaleando, remando, jugando con pelotas, bailando, etc. Nos aconsejan cultivar con racionalidad nuestra resistencia, fuerza, flexibilidad y hasta algunos tipos de velocidad. Así pues, nadie debería pagar por hacerlo y menos aún cuando estadísticamente ha quedado demostrado que una ciudadanía deportiva supone un ahorro millonario de gastos generales en sanidad. Lo peor de tal chantaje es cuando quien sucumbe a él es practicante polideportivo, y acaba pagando varias licencias y costeando reiteradamente un idéntico potencial servicio de asistencia, que puede que incluso sea suministrado por una misma mutua o entidad… ¡cliente chollo!. Peor aún es lo de las escasas federaciones que por popularidad de su deporte y beneficios económicos varios se convierten en yacimientos de poder y dinero, como es el caso de la de fútbol y alguna más. En ellas se da de todo y cuando los mecanismos legales tratan de aclarar situaciones dudosas, aquellas se revuelven agresivas, amenazan y tratan de mantener a salvo su blindaje. No me gustaría que se me interpretara mal, considero que las federaciones deben existir y tienen bastante bien redactadas legalmente sus funciones, sin embargo muchas no cumplen con todas ellas y el estado debería aclarar con nitidez los límites de práctica deportiva a partir de los cuales se hiciera necesaria una cobertura extraordinaria de pago por parte del ciudadano (que en mi opinión tan sólo debería ser la práctica competitiva regular y lo que pudiera considerase como deporte extremo o de alto riesgo). ¿Cómo se puede tener la poca vergüenza administrativa de querer cobrarle los servicios médicos a un practicante bicicleta de montaña que se cae en plena naturaleza (algo recomendado hasta por la OMS) por no estar federado y a la vez costear sin cuestionamiento el tratamiento de una enfermedad de pulmón a un fumador empedernido que asume su riesgo?. Desde luego que al segundo no hay que cobrarle, pero ¡por favor! A la gente activa y deportista que no se le pongan peajes.

Para acabar con el tema federativo, resulta sintomático observar en qué se parecen y diferencian las federaciones españolas (nacionales o autonómicas) en las que hay posibilidades de poder u económicas, con respecto a lo que Woody Allen denominaba “Repúblicas Bananeras”: en que los líderes de ambas modifican sus estatutos o constituciones en cuanto se aseguran el poder, para intentar que se les permita perpetuarse en el mando eternamente; la única diferencia es que los que acaban poniéndose el chándal para las comparecencias públicas son los gobernantes y no los administradores deportivos, que gustan más de vestirse de hombres de negocios y frecuentar palacios, restaurantes y todo tipo de lujos. 

Dejo zanjado el asunto, entre otras cosas porque no me apetece seguir rascando en él, pero sobre todo porque me motiva más céntrame en el asunto de los clubes. No voy a referirme a los clubes deportivos como figuras legales a las que recurren la mayoría de los equipos de competición para constituirse o tomar forma, sino a los clubes como sistemas de configuración social que utilizan las personas para reunirse y organizar su práctica deportiva. A lo largo de mi vida he pertenecido a muy pocos clubes. Durante algunos años de mi niñez fui “Boy-Scout”. Me lo pasé muy bien y disfruté de las actividades en la naturaleza, pasión que ya me habían despertado mis padres y que aquel grupo (realmente no estaba constituido formalmente como club), se encargó de apuntalar hasta que mi autonomía adolescente me permitió abandonar sus filas. Paralelamente, a nivel familiar éramos socios de un gran club multideportivo que disfrutaba de unas enormes y variadas instalaciones a las afueras de la ciudad. Aquel era un buen ejemplo de la proliferación de clubes de los años setenta, en los cuales una masa social de algunos miles, se convertían en el motor económico capaz de crear una estructura social de carácter deportivo y vincularlo a unas instalaciones acordes con una época de desarrollismo urbanístico y económico. Aquello coincidía además con uno de los “booms” de la natalidad española, con lo cual la vida socio-deportiva infantil y adolescente estaba asegurada. Sin ser demasiado tendente a agruparme de forma organizada, y aún preservando mi universo rural de veraneo, el caso es que acabé yendo mucho allí, haciendo gran cantidad de amigos e incluso enrolándome en algunos equipos de competición del club. Recuerdo que mi padre nos soltaba allí por la mañana, o nada más comer y regresaba cada noche a recogernos al terminar su larga jornada laboral. En aquella época el club preveía igualmente de discoteca juvenil, restaurante para celebrar eventos familiares y hasta fiestas de noche iniciáticas como la de Nochevieja u otras. Al llegar a adultos, la mayoría desaparecimos de las instalaciones, y a día de hoy éstas languidecen semidesiertas y se mantienen en un precario equilibrio inestable de supervivencia económica en constate riesgo de desintegración.

El resto de mi vida hasta hace poco ha transcurrido sin clubes. Sin embargo, hace muy pocos años me vi involucrado en la fundación de uno muy modesto, que además presidí durante tal proceso hasta su consolidación. Se trataba de crear una estructura social (y virtual), que diera servicio a una comunidad latente y de carácter rural, interesada inicialmente en los deportes de aventura. La idea era asociar a unas cuantas familias residentes en un entorno muy local y a la vez algo desperdigado, para que a través de aficionar a los padres, se consiguiera instaurar una cultura de práctica, diversión y apego entre los hijos. La cosa salió bastante bien, se siguieron todos los pasos legales, trabajamos con eficacia y se alcanzó suficiente masa social. Personalmente me esforcé bastante en desarrollar un amplio calendario de actividades para todas las edades que, además de las carreras de orientación (motivación principal de una buena proporción de los socios), incluyeron excursiones de senderismo, montaña, bicicleta, buceo, piragüismo, raquetas de nieve, espeleología, etc. Eso sí, con el club consolidado y en marcha, me desligué completamente de él a sus escasos dos años de vida. Y lo hice fundamentalmente por dos razones; la primera porque importantes asuntos personales, coyunturales y absolutamente ajenos al club me exigieron gran atención; y la segunda porque percibí que mi ideario personal y el de una parte concreta de la masa social eran cada vez más divergentes: yo creía en un club multidisciplinar y fundamentalmente practicante, mientras que ellos aspiraban a una organización casi exclusivamente centrada en la modalidad de la orientación y preferentemente competitiva, bajo un patrón de carácter muy “federativo”. Así que me despedí con elegancia, satisfecho del servicio prestado a la comunidad y regresé a mi estado natural: la práctica autónoma, acompañado, eso sí, de algún que otro co-fundador que comparte mi forma de ver este tipo de cosas.
Una pega que tienen los actuales clubes deportivos, para mi personal forma de ser, es que por lo general se aferran un patrón de comportamiento y funcionamiento centrado en el mundo de la competición y/o la organización de eventos competitivos. Esto al final incluye comulgar con demasiados detalles que tienen que ver con una visión cada vez menos “sport” del deporte y más relacionada con el éxito en las competiciones, con la desproporción entre el número de espectadores y el de practicantes, con el sentido de las cosas, el mercantilismo de los deportistas (incluso los más jóvenes y aún no profesionales), el culto al éxito, el olvido del “fair-play” y muchas otras cuestiones que me desagradan. Por supuesto que hay algunos buenos clubes, y verdaderos ejemplos de dedicación sana y desinteresada a crear cantera de deportistas o desarrollar la calidad de vida de algunos sectores sociales, pero lamentablemente no son mayoría. La cantera, sin ir más lejos es un valor que casi todo el mundo declara y casi nadie realmente cuida. Por otro lado, no considero verdaderos clubes a toda esa gran cantidad de entidades, muchas de las cuales se denominan clubes, que en realidad son negocios o establecimientos de prestación de servicios deportivos. Me refiero a toda una nueva generación de negocios que a través de una instalación deportiva, tratan de fidelizar a sus clientes, entre otras formas, denominándoles socios, cuando en realidad no lo son. No tengo nada contra ello, al contrario, me parece un sector empresarial necesario y bueno para la sociedad, pero las cosas por su nombre, no son clubes deportivos. De hecho, la normativa no los contempla como tales. Por todo ello prefiero escribir sobre otro tipo de clubes, aquellos cuyo principal objetivo es de organizar y facilitar unas buenas condiciones de práctica deportiva extensiva para sus asociados (no únicamente para los más brillantes competidores de entre ellos) y sin importar si dicha práctica es competitiva o no. Son entidades cuyo interés radica en el beneficio (nunca económico sino practicante) de sus asociados.

Sin embargo tampoco puedo dar ejemplo como asociado a prácticamente ningún club de tales características en el actualidad, probablemente, porque tal y como pronto explicaré, la mayoría de los clubes de estas características que realmente funcionan a mi gusto, fueron fundados hace casi un siglo, el ingreso en los mismos suele resultar exorbitantemente caro en la actualidad y una pertenencia de antiguo no ha sido característica propia de una familia como la de mis padres, preferentemente autónoma y poco dada al asociacionismo. Otra opción siempre podría ser fundar un club propio, pero es tema delicado en la actualidad, porque los estatutos han de incluir una serie de requisitos estandarizados, algunos de los cuales no comparto y que convierten a la entidad en un objeto en peligro de transformación a merced de asambleas coyunturales y eventuales grupos de poder, que pueden aparecer repentinamente, sin respetar la verdadera esencia fundadora, a la cual, lamentablemente, la normativa no da ninguna importancia. Así pues tan sólo queda una solución: prescindir de la legalidad, de las subvenciones y del reconocimiento administrativo y fundar una asociación “clandestina” en la que los “pactos entre caballeros”, el ideario de partida y la consolidación de tradiciones y liturgias originadas por el proceso vital y la historia de la entidad, se conviertan en “algo sagrado y respetado” por sus miembros, con quienes debería extremarse especialmente el cuidado a la hora de ser admitidos a formar parte de tan corporativo proyecto. Soy consciente de que puedo estar pareciendo un snob, pero la vida y el conocimiento de multitud de asociaciones deportivas me han hecho así. En realidad se trata de un juego, y cada uno cuando juega a algo creado por él mismo, inventa y propone sus propias reglas, si a los demás les gustan y quieren jugar, pues ya saben lo que hay, independientemente de que posteriormente, su participación, manteniéndose fiel al espíritu del juego, pueda provocar mejoras y algunas transformaciones enriquecedoras.

En este tipo de asociaciones tengo dos experiencias personales relativamente duraderas. La primera fue un grupo ciclista de carretera “Peñas Arriba” que se dedicaba a organizar una excursión anual que empezó consistiendo en la ascensión de algún puerto mítico en jornada de un día y acabó, al cabo de los años, convertida en una quedada de varios días con proliferación de ascensiones fuertes y recorridos siempre novedosos y de verdadero encanto. Las personas allí reunidas resultaban de gran variedad de orígenes, profesiones e incluso edad. Inicialmente la casualidad hizo que fuéramos todos varones, aunque eventualmente, y sobre todo al final, se fueron incorporando algunas mujeres. Normalmente alternábamos la actividad en Cantabria o alrededores un año, y en el extranjero o regiones algo alejadas al siguiente. La vida del grupo duró 12 años ininterrumpidos y marchó francamente bien. Desde muy pronto se editaba una revista impresa de limitadísima tirada (un fanzine), con la “crónica deportiva” de la edición, la propuesta de la siguiente, datos de perfiles y varios artículos sobre algún tema monográfico que se escogiera para la ocasión. El grupo de participantes osciló entre cuatro personas la vez que menos asistentes tuvo y más de veinte las que más. En concreto los fundadores fuimos cinco. Pese a todo, la actividad murió por varias razones: pereza de algunos de los habituales, que en los últimos años se mostraban cada vez más remisos a la hora de movilizarse; fatiga organizativa por parte de mi persona; y un evidente cambio de ambiente interno, quizá provocado por algunos cambios de hábitos asumidos al margen de algunas tradiciones previamente consolidadas en el grupo. ¿Lamentaciones? Ninguna, fueron unos años maravillosos, la vida nos cambia a todos y de aquella experiencia tan sólo guardo excelentes recuerdos y mucho cariño hacia absolutamente todos los implicados.

El otro ejemplo no es deportivo en absoluto, pero si cultural y ocioso, por lo que puede servirme para esta línea de reflexión. Desde 1994 (son pues ya 21 años ininterrumpidamente), presido la actividad de un Clan de degustación de Whisky de Malta. También aquí la manifestación conjunta es anual, y también nos ha llevado por lugares locales o extranjeros, a un grupo creciente de personas, más diverso aún (en todo) que el otro, y con oscilaciones de presencia de unas celebraciones a otras. Tampoco aquí hay papeles, certificados o reglamentos escritos, pero si una fuerte tradición de trasmisión oral, compartida y conocida por los integrantes y defendida con firmeza por parte de los miembros más añejos, los que con más profundidad asumen su rol y por los fundadores. De nuevo se trata de un juego social y cultural, en el que las tradiciones generadas por la experiencia han ido generando costumbres, liturgias y hasta condimentos materiales que cada vez van dando mayor personalidad al grupo. Este caso sigue muy vivo y parece gozar de tan buena salud, que entre sus miembros ya han empezado a incorporarse personas procedentes de una segunda generación. La clave para su funcionamiento es la ausencia de normas externas impuestas, así como de estructura económica alguna. Lo esencial se fundamenta en las personas que lo integran, los intereses comunes para los que se reúnen y el apego a una “subcultura” propia que la misma “asociación” ha ido generando a lo largo de su vida.

¿Pero esto es último es algo que pueda existir hoy en día como club deportivo real y reconocido? Pues sí, de una forma u otra conozco algún ejemplo ilustrativo. Resulta que no seré nada asociacionista, pero sin embargo me confieso un verdadero estudioso de este tipo de entidades. Voy a intentar ilústralo con una especie de “estudio de caso” que utilizará mi ciudad de origen como modelo. Situémonos en una ciudad de la costa norte de la península. Una ciudad con puerto y gran actividad comercial a finales del siglo XIX. En tales urbes la influencia del concepto británico de los clubes deportivos se dejó sentir con intensidad y crearon escuela, exportando algunos de los atributos de origen del deporte “moderno” a nuestro país. Un origen ya casi completamente desaparecido, o cuando menos pervertido por cierto hiper-desarrollismo normativo (que todo lo quiere atar, regular y subyugar), y una obsesión por barnizar todas las relaciones humanas con una imprimación democrática que en numerosos caso está fuera de lugar y resulta ineficiente. Resulta que en la ciudad escogida son los clubes añejos (centenarios o casi) los que mejor y con mayor estabilidad funcionan, probablemente porque se mantienen fieles a un ideario (al menos lo tienen y lo asumen) y ciertas tradiciones que fortalecen el sentido de pertenencia de sus miembros. Son ejemplos de ello organizaciones que nacieron motivadas por el deseo de organizar y promover la práctica social de determinadas modalidades deportivas muy “británicas”: el golf, el tenis o la vela fundamentalmente. Todos ellos fueron fundados por personas entusiastas, muy activas y con fuerte vocación social, y de hecho no debería resultarnos extraño comprobar que varios de los fundadores de alguno de ellos, lo fueran también de otros. Sus respectivas historias no están exentas de crisis institucionales o bifurcaciones pasadas. Por ejemplo, el RC Marítimo nació hace más de 80 años como una escisión deportiva y practicante de la vela, por parte de varios socios que consideraron que su club original (el RC de Regatas) se había sesgado casi completamente hacia la actividad social, abandonando su espíritu deportivo. En definitiva, son muestras de clubs con intenciones claras, con marcado espíritu deportivo clásico y que refuerzan la esencia de sus ideales mediante una cobertura social complementaria importante y ciertos aditamentos en forma de tradiciones, emblemas, anclajes estéticos y en ocasiones hasta materiales (sede, escudo, uniformes, eventos internos, etc.). Pero no nos equivoquemos, aunque por lo comentado pudiera parecer que me esté refiriendo a clubes deportivos propios de las clases más adineradas, también encontramos muestras de que no es así. De hecho, algunos de los apellidos que más aparecen mencionados en los procesos fundacionales de los clubes deportivos de la ciudad que he tomado como ejemplo, fueron a la vez promotores desinteresados y dinamizadores de la actividad ciclista pionera de la región, deporte que pronto cuajó en toda la gama de estratos de la sociedad. Y sí a día de hoy no han perdurado los clubes velocipédicos entonces creados, probablemente haya sido debido a la invasión motorizada por un lado, y al temprano cambio de actitud deportiva que se dio en el ciclismo, por el otro (pasando de lo pionero, aventurero y practicante, a lo competitivo, individual o por equipos y en formato de espectáculo de masas). Además, uno de los clubes que escojo como referencia más positiva es un club alpino, siempre abierto a la ciudadanía, nada exclusivo y con precios de acceso verdaderamente populares. El Club Alpino Tajahierro fue fundado en 1931, y desde entonces sigue funcionando con infatigable actividad. Tiene secciones de montaña (excursionismo, alpinismo y escalada), espeleología, esquí (alpino, de fondo y de montaña) y bicicleta de montaña; dos refugios de montaña en propiedad en sendos parajes idílicos; un amplio programa de actividades para todos los asociados (la mayoría de las veces incluso abierto a personas que no sean socios); y un envidiable programa de proyecciones semanales que se lleva a cabo en su sede urbana: un céntrico y antiguo piso de la ciudad. Si bien el club ha generado algunos campeones de renombre, no es ese su objetivo preferente, ni tampoco su atributo más importante, ni el logro al que su masa social de mayor importancia. Al contrario, el espíritu que irradia la entidad es el de toda una larga vida al servicio de sus aficiones, la sociedad en la que se integra y el amor a la montaña. Es un club que ha venido funcionando empujado por personas desinteresadas en cualquier otra cosa que no fuera que el club creciera o se sostuviera fiel a sus principios.

 Pioneros del Club Alpino Tajahierro en los años 30.
(Foto: CA Tajahierro)

 Refugio del CA Tajahierro en la Vega del Naranco.
(Foto: CA Tajahierro)

Lo del Tajahierro es un fenómeno habitual en muchos lugares en los que aparecieron clubes de montaña o de deportes con valores similares. De hecho Cataluña fue pionera en la fundación de varias entidades de ese tipo, algunas de las cuales tienen bien merecida fama. A través de un fascinante libro de fotografías antiguas de Byron Harmon, tuve noticias de la existencia del ACC (Alpine Club of Canada), fundado en 1906, en un territorio en el que la población de occidentales apenas estaba asentándose tímidamente. Lo que más me llamó la atención fue toparme con magníficas fotografías en las que se mostraba el primer campamento del club en el mismo verano de su fundación, el espíritu que de las imágenes se desprende y la elevadísima proporción de mujeres que tomaba parte en las exigentes actividades de campo. Por cierto que he sucumbido a la tentación y he comprobado que la entidad sigue más que viva y aparentemente bien organizada.

 Miembros del ACC en el Sheol Valley en 1907.
(Foto: Byron Harmon)

En polo opuesto, refiriéndome a los clubes centenarios (o casi) de mi lugar de origen, están los dos equipos de fútbol más emblemáticos de la comarca. Ambos nacieron como estructura incipiente, creada por los propios jugadores para dar rienda suelta a su pasión y poderse erigir en equipos formales y así poder disputar “encuentros” (el lenguaje lo aclara todo en muchos casos) con otras organizaciones similares. Actualmente ambos clubes militan en las categorías más bajas (o casi) de toda su larga historia, y ambos atraviesan un estado de finanzas y estructura institucional que los mantiene en una situación límite, cada vez más cercana a su desaparición. Para llegar a este estado el proceso ha sido largo y plagado de altibajos, pero ha incluido algunos ingredientes que tienen mucho que ver con todo el asunto del asociacionismo sobre el que reflexiono aquí. Evolucionaron desde una motivación practicante hacia otra de espectadores. Pasaron de ser clubes deportivos manejados por y para los socios, a instituciones en las que los “asociados” tomaron el rol de clientes, y después incluso, se convirtieron en puros negocios: sociedades anónimas en las que la misión deja de ser el deporte o su resultado, desplazados ambos por el puro negocio. A lo largo de todo el proceso aparecieron ingredientes sazonadores de la transformación, como la desaparición del apego a unas ideas, compromisos o ética de entidad; y se fue reemplazado por la inestable pasión hacia los resultados competitivos, los eventuales ídolos (cada vez más foráneos y mercenarios) y unos colores, que al paso que vamos en otras modalidades y muchos países avanzados, ya hace tiempo que se han convertido en franquicias comerciales. Puedo parecer un exagerado, pero sólo hace falta retranquearse un poquito para mirar con perspectiva y comprobar que el fenómeno de los fans deportivos, cada vez reúne a más gente no practicante que incluye en su pack de seguimiento corporativo a entidades a las que cree (y se siente orgulloso de) pertenecer: Real Madrid, Barcelona FC, Chicago Bulls, Apple, BMW, Ikea… ¡Ganadores en cualquier caso!

Siento el desparrame filosófico. Dejo zanjada la cuestión y me dedico a presentar un modesto muestrario de clubes deportivos peculiares, raros y diferentes. De patinaje y de ciclismo, pero nada convencional. Como siempre me ocurre, ni son los mejores, ni responden a una selección rigurosa, simplemente me he encontrado con ellos de una u otra forma en mi vida y me apetece hablar de ellos.
La Cofradía Velocipédica es un simpático ejemplo de choque casual y desordenado entre personajes entrañables, variopintos e interesantes, que no se conocían mutuamente (o poco) hace un año, y que a través de los eventos retro han ido tejiendo una agradable amistad, estimulada además por un interés común y raro (el ciclismo antiguo en prácticamente la totalidad de sus expresiones). No me atrevo a darle la categoría de club. Ni siquiera las de micro y/o clandestino. Porque por el momento hiberna en régimen de metabolismo basal a través de un foro de internet y limita sus encuentros físicos (apasionantes eso sí) a las coincidencias primaverales, veraniegas u otoñales en algunas carreteras de cualquier parte que se tercie. Por ahora no es nada más que eso, algunas intenciones ha habido de dar tímidos pasitos al frente hacia algo más, pero el siglo XXI nos tiene a todos muy ocupados, y sospecho que algo precavidos en lo que a aumentar la carga de compromisos se refiere.

El Cycling Touring Club (CTC), es mucho más que un club (este sí, de verdad). De hecho dejó de ser un club en 2012 para convertirse en The National Cycling Charity, que es como la fundación (sin ánimo de lucro) de mayor reconocimiento en Gran Bretaña dedicada a la promoción del uso de la bicicleta, educación ciclista, la protección de los ciclistas y la provisión de servicios de todo tipo en relación con la bicicleta. Todo ello siempre enfocado hacia el ámbito no profesional ni competitivo. Por su vocación inicial viajera y turista, siempre se han ocupado de publicar guías de viajes, y desde hace décadas se convirtieron en la voz no gubernamental más reputada y más tenida en cuenta cuando se trata de legislar asuntos en los que la bicicleta tenga algo que ver. Estamos pues ante un caso en el que un club crece tanto que se acaba convirtiendo en una especie de mutualidad nacional. Su sistema organizativo es piramidal, en el sentido de que se compone de numerosísimas sedes locales, pertenecientes todas ellas a una supra-organización común. Personalmente lo que siempre me atrajo más del CTC fue su histórica dedicación al turismo ciclista, con tal intención nació en 1878 con la denominación de Bicycle Touring Club, pero cinco años más tarde, ante la proliferación de triciclos de adultos, se tomó el definitivo apelativo de CTC. El cual por cierto le viene al pelo si tenemos en cuenta que a lo largo y ancho de todo el territorio británico, las diferentes sedes organizan salidas durante los fines de semana que suelen llamar: “Café To Café" o "Coffee, Tea and Cakes”. Uno de los libros más entrañables y con mayor valor histórico que, sobre temática ciclista, he podido leer últimamente es “Damas en bicicleta” (FJ. Erskine), publicado originalmente en 1897. En él, la entusiasta autora vierte innumerables consejos sobre cuestiones prácticas de ciclismo aficionado, y las referencias al ya entonces más que consolidado CTC están muy presentes. La escritora habla sobre la provisión de alojamientos, la distribución de ayuda y contacto, el apoyo a las ciclistas femeninas, etc. Hasta recomienda que cuando alguien quiera prepararse ropa específica para rodar en bicicleta, “cualquiera de los sastres oficiales de la Cyclists’ Touring Club (CTC) podrá ofrecernos, a precios moderados, una selección de tejidos y estilos aprobados por la propia organización”. Por si todo ello fuera poco, ya en aquella época el CTC había extendido su influencia hacia algunos países extranjeros, y mantenía una eficaz relación de colaboración y hermanamiento con el Touring Club de France. Un bonito ejemplo ilustrativo sobre la actividad del CTC, es un documental (que ya incrusté el primer año de blog) que se filmó gracias a la colaboración del British Transports y el CTC, en 1955. En él podemos ser testigos de una multitudinaria excursión campestre organizada con todo detalle por el club, una deliciosa jornada en la que ciclismo, paisajes rurales, comidas campestres, tren y camaradería se integran para el disfrute de todos. La vocación de la organización siempre fue clara, por casa anda reposando otro volumen de recogido formato titulado “The CTC book of Cycle-touring” (John Whatmore), en el que se proponen consejos para la compra y equipamiento de una buena bicicleta de viaje, se dan consejos de acampada, transporte de equipaje, vestimenta, etc. y se proponen hasta 80 recorridos por todo el país. El libro es poca cosa, pero incluye algunas fotografía de la época (tempranos años ochenta) que ahora mismo resultan elocuentes.

 Algunas socias del CTC durante un "ride" en 1930.
(Foto: CTC).

 Cabecera de la gaceta del CTC de 1988.
(Imagen: CTC).

Kakukiitäjät, es un club finlandés para la práctica del patinaje en línea. Es un club pequeño, compuesto fundamentalmente por gente veterana, de entre 30 y 60 años de edad, aunque ello no suponga un requisito específico. Tiene su base en Helsinki, y casi todas las decisiones importantes de su funcionamiento las toman en reuniones precedidas por las casi obligadas saunas. Es un club de corte contemporáneo, sin sede física y que basa su vida social en los recursos electrónicos de comunicación y en las quedadas de todos los miércoles no invernales para patinar. Sus actividades se pueden resumir en la realización de recorridos urbanos en patines, orientación urbana, eventos de patinaje nocturno, patinaje de larga distancia y consultoría y enseñanza de patinaje. En el 2014 tuve el honor de ser socio del club y voy a explicar la razón. Su actividad estrella (desde hace más de 20 años) es el Finline, un viaje de largo recorrido y una semana de duración, en patines en línea, a lo largo de una ruta por alguna región de Finlandia. Se trata de un viaje fantásticamente organizado, y a un precio de lo más asequible, porque está diseñado expresamente para aquellos socios del club que quieran y puedan ir cada año. Tras un fuerte debate en el seno de la asociación, ocurrido hace algunos años, se decidió (no sin considerable oposición interna, pues los finlandeses parecen ser una nación con fuerte apego por su vida privada interior), abrir el viaje a la participación (siempre moderada) de extranjeros. La casualidad remota hizo que el año pasado tuviera conocimiento del mismo y me apunté con un amigo. Ya relaté la experiencia en su día. Lo que quiero recordar ahora, es que para poder participar en él, era condición indispensable hacerse socio del club (por un precio realmente módico, que te daba derecho a maillot y otras importantes ventajas). La cuestión es que la apertura quedaba pues condicionada no a un pago (en eso salíamos ganando sin duda alguna) sino a una aceptación de condición de miembro, es decir, de su esencia, tradición y filosofía. Me pareció una acertada postura para evitar que los advenedizos participantes foráneos tuviéramos la tentación de confundir el club, con una agencia de viajes. Así pues, puedo afirmar con orgullo (consiguieron inyectármelo) que durante un año fui socio de pleno derecho del club Kakukiitäjät, y que aunque no soy capaz de pronunciar su nombre de memoria, visto encantado su maillot en algunas patinadas.


 Miembro del club con el amillot oficial del Finline.
(Foto: Kakukiitäjät)

"Nuestro" maillot para el Finline.

El día que escribí sobre el equipo ciclista 7-Eleven resalté el destacado papel que un club del “Midwest” norteamericano tuvo en la formación deportiva de varios de sus miembros, que fueron a la vez, destacados ciclistas y patinadores de velocidad (preferentemente sobre hielo), tanto hombres como mujeres. Me refería al Wolverine Sports Club de Detroit. Aunque se trata de una organización generadora de un espectacular ramillete de deportistas de élite durante los años setenta y ochenta (en patinaje y ciclismo), su origen proviene de 1888. En concreto del Wolverine Wheelman, inicialmente un club ciclista que sucumbió en 1931 a causa de la Gran Depresión, aunque pronto (1934) fue rescatado. En 1937 su sede era una tienda de bicicletas local. En el 49 se redactó una carta como declaración filosófica de principios que deberían regir la vida futura de la asociación. Por entonces su actividad incluía una más amplia diversidad de modalidades deportivas: hockey (hielo, por supuesto), boxeo, atletismo, patinaje de velocidad y esquí de fondo. En 1950 se fusionó con el Berkley Speedskating Club, lo cual implicó un importante crecimiento y ya en 1972, consolidaron fuertemente la sección de esquí de fondo y asumieron la denominación actual como definitiva. Actualmente se dedican al ciclismo (carretera, pista, ciclocross y turístico), al patinaje de velocidad y al esquí de fondo. Sin duda se trata de un club empleado a fondo en la formación de deportistas de competición, pero eso es algo que probablemente ha debido ser importante para la región de Detroit a lo largo de toda su historia: inicialmente para ofrecer alternativas de ocio y ocupación en un área de condiciones climáticas duras; posteriormente para combatir con propuestas activas la fiebre del automóvil, que tuvo aquel lugar como epicentro mundial; y actualmente para sobreponerse y acoger deportivamente a gran cantidad de personas que están sufriendo la bancarrota institucional de la ciudad. Además, en su servicio de forjar competidores, el club siempre se volcó sobre los niños y jóvenes, y parece que ello no ha dejado de ser su principal interés.

 La Legnano de Mike Walden, alma mater del desarrollo
competitivo del club durante sus décadas más exitosas.
(Foto: WSC).

Fotografía dedicada de Sheyla Young (3 medallas olímpicas y
5 mundiales en patinaje de velocidad; 5 medallas mundiales en
ciclismo de pista). (Foto: WSC).

 Varios socios del club en el equipo olímpico norteamericano de
ciclismo de 1948. (Foto: WSC).

Organizando competiciones de ciclismo en pista.
(Foto: WSC).

 Con amplia presencia femenina desde siempre. (Foto: WSC).

Doris Travani Mulligan, cuatro
veces campeona de los EEUU.
 (Foto: WSC).

 Con los más jóvenes aún en la brecha. (Foto: WSC).


He dejado para el final una muestra del carácter juguetón de las personas y sus anecdóticas asociaciones. Al poco tiempo de crear mi “Clan” de Whisky, di con una novela de Charles Dickens titulada “Los papeles póstumos del Club Pickwick”. Se trata de un libro muy cómico que constituyó la primera novela del venerado autor británico y que fue publicada por entregas entre 1836 y 1837. Narra una historia rocambolesca cargada de peripecias en un deambular ocioso del Señor Pickwick por su país. La cuestión es que el texto comienza relatando los hechos de su fundación, en la que el alcohol y la camaradería tuvieron mucho, o casi todo que ver. Desde su lectura lo incorporé, con cierta intención cultural y a la vez humorística, a las referencias de nuestro “ideario”. Y cuál ha sido mi sorpresa, cuando recientemente he descubierto que lo mismo hicieron en su día los miembros del club ciclista más antiguo que existe: el Pickwick Bicycle Club, fundado en 1870, por seis socios aficionados a la bicicleta y a Dickens, con la intención de distribuir convivencia y compañerismo a su alrededor (¿inaudito?). Además se trata también de la asociación Dickensiana más añeja conocida. Actualmente sigue vivo a pesar de haber cambiado varias veces de “cuartel general” y de presidentes. Su actividad puede calificarse de preferentemente social y en ella son citas fijas la organización del Benson Rally (con numerosas bicicletas antiguas), asumir obras de caridad o apoyo desinteresado, involucrarse en el desarrollo de todas las formas de ciclismo imaginables a través de la incorporación de muchos de sus miembros en el staff de otros clubes u organizaciones más activas y contemporáneas, mantener una sección de golf con una cita anual, tomar parte eventualmente en el Hampton Court Meeting (encabezándolo) [se trataba de una concentración ciclista que reunía a representantes de infinidad de clubes británicos. Comenzó en 1875 y creo entender que aún se sigue celebrando de alguna manera], acometer eventos esporádicos (como la repetición actualizada, en 1992, de un viaje realizado por Francia en 1888), y por supuesto, celebrar la Annual Garden Party en la que se reúnen para cenar más de 600 socios, ataviados con sus botones de chaqueta, sombrero y corbata del club. Esta entidad es el rastro actual que ha dejado una muestra de asociacionismo entusiasta e ingenioso del siglo XIX. Su actividad y labor no es comprable a la de la mayoría de las asociaciones deportivas modernas, pero tiene una lección que dar: seguir viva. Puede que alguna más si consideramos sus connotaciones culturales o su capacidad de influencia sobre otras. Lo que resulta más interesante de ella es el apego a sus tradiciones y costumbres, así como su culto hacia la historia en general y hacia la suya en particular. Entre otros detalles aparecen ilustres miembros que utilizan, en el entorno del club, el apodo de personajes que aparecen en la novela. Por supuesto que tiene socios honoríficos, y algunos grandes campeones que, si bien desarrollaron sus carreras en otras entidades, se han mantenido fieles a su pertenencia al club.

Uno de sus primeros "rides", probablemente los seis fundadores,
en 1870. (Foto: PBC).

 "Easter Tour" de 1886, con gran variedad de tipos de máquinas.
(Foto: PBC).

 
 Primer uniforme (obligatorio) en 1875, posteriormente le incorporarían
mayor luminosidad con el ambar. (Foto: PBC).

Protagonistas de un viaje Edimburgo a Londres
en 1879.  (Foto: PBC).

 Un socio (apodado Mr. Brooks) con una reliquia en
plena forma. Viste el actual maillot corporativo.

 Otro socio con el uniforme de gala: este
modelo de americana tan sólo lo visten unos
pocos miembros (imagino que la encargan a
sus sastres), pero el sombrero, corbata y los
botones, todos.  (Foto: PBC).

El texto ha sido largo, un personal ejercicio de pensamiento con una pequeña pero singular colección de entidades que dieran color (e imágenes) a lo que he buscado contar. Seguro que seguiré siendo un indómito independiente, pero cuando un club me muestra algún escondido fulgor de rica esencia, me puedo adherir a él sin dudarlo.