viernes, 15 de septiembre de 2017

17. PEREGRINO




Coincidiendo año jubilar en el destino de Santo Toribio de Liébana, este año me había propuesto realizar una o dos peregrinaciones. La prioritaria sería caminando, y si se terciaba la ocasión, una segunda opción en bicicleta. El caso es que apurando al límite mis vacaciones estivales, me puse en marcha para la caminata, diseñando un itinerario muy personal, en tres etapas. Ser peregrino en pleno siglo XXI, tercer milenio, aferrándose a itinerarios y motivaciones originales que proceden del primero, provoca, a poco que el protagonista quiera poner un poco de reflexión de su parte, algunas paradojas conceptuales llamativas. De eso, y de mi propia experiencia peregrina, es de lo que va este relato.

Etapa I, Galizano (Ribamontán al Mar) – El Ventorrillo (Pesquera). Domingo. 19 km.

Mi credencial ya iba sellada. Me estamparon el distintivo en el mismo lugar donde la recogí unos pocos días antes de mi partida. La iglesia del Cristo de Santander, un hermoso y sobrio templo anejo a la catedral de Santander. Para mí era importante adquirir allí la credencial, ya que fue en ese escenario, precisamente, donde me casé. De todas formas, por pura iniciativa personal, al salir de casa, yo mismo grabé un segundo sello en mi hogar. Una planta de cardo escocés sin leyenda. Tal tampón lo guardo con mimo, pues fue un regalo que desde hace tiempo me trajeron de Gran Bretaña, con la intención de rememorar un ambiente escocés, y que desde entonces utilizo como sello formal representativo del Clan Pagüenzo, entidad de la que daré cuenta un poco más adelante.

Mi capricho era peregrinar saliendo andando desde casa. Y así lo hice, madrugando, en una primera jornada completamente nublada y con amenaza de lluvia. Desde pequeños, mis hijos siempre han medido la evolución temporal del verano (o lo que es lo mismo, de sus vacaciones escolares) en función del crecimiento de las plantaciones de maíz que cubren algunos de los campos de nuestra mies costera. Que mi viaje era terminal, desde un punto de vista vacacional, lo demostraba claramente la altura alcanzada por todos los maizales que bordeé durante los primeros kilómetros de mi peregrinaje. Había optado por comenzar por un maravilloso sendero costero que se toma enseguida, a pocos metros de mi casa. Un escenario que frecuento normalmente cuando elijo correr como medio de entrenamiento. La jornada se mostraba muy nublada y muy tranquila. Y a esas horas, aparentando ser un escenario completamente opuesto al de cualquier destino turístico costero español. En poco tiempo alcancé la parte superior de los acantilados que conforman la playa de Langre. En mi opinión, una de las más bellas de la región de Cantabria, mérito francamente difícil de conseguir. Superada la playa, el sendero permitía contemplar, desde arriba, las denominadas “pozas”. Se trata de un espacio de costa cubierto de agua pero semi-protegido por una hilera de arrecifes que logran que, en condiciones de mar suficientemente tranquila, y mareas bajas o medias, a lo largo de más de un kilómetro, se forme una especie de piscina natural en la que bucear es un placer. Algo más adelante, alcancé la playa de los Tranquilos. Es una pequeña pareja de calas, situadas frente a la Isla de Santa Marina. Allí he pasado muchas tardes apurando puestas de sol disfrutando de la playa. Aunque ahora la frecuento menos, hace años, su vista formaba parte de mi liturgia familiar desde finales de la primavera hasta inicios del otoño. Allí, mi itinerario entraba en contacto con la arena de la orilla. Pocos metros después se sucedía un sube y baja dunar, hasta alcanzar la playa de Loredo. Inicialmente la recorrí sobre un lecho de tarima, pretendiendo avanzar por las estructuras construidas para disfrutar del ecosistema de dunas. Sin embargo, tal montaje está bastante deteriorado a causa de los sucesivos golpes de mar recibidos a lo largo de los últimos años, así que finalmente opté por descalzarme y, con los pies desnudos, progresar por la orilla de la kilométrica playa, hasta alcanzar Somo.

 
Las pozas, con una pleamar de gran coeficiente, vistas desde la placa en memoria a los pescadores.

 
Detalle de un extremo estrecho de las pozas, visto desde lo alto del acantilado. La orilla en un lecho de enormes rocas.

 
Las dos calas de los tranquilos. Al fondo un segmento de la larga playa de Loredo.

 
Playa de Loredo. Huella de gaviotas por doquier. En el horizonte brumoso Santander y la isla de Mouro.

Y precisamente allí, recibí un primer impacto de iconografía sociológica. Por Somo paso cientos de veces al año. Es donde está mi médico, mi cartero, muchos conocidos, alguno de los comercios que frecuento, así como la lancha que nos comunica con el centro de Santander. Jamás en toda mi vida, ni desde los más de 25 años que resido en el Ayuntamiento de Ribamontán al Mar, nadie me había saludando con la frase “buen Camino”. Y eso fue lo que me dijo un paseante cuando me crucé con él por el paseo marítimo. Por un lado me hizo cierta ilusión, pero por otro, no pude evitar pensar que tal muestra de empatía obedecía a una asociación de ideas marcada por cierta inercia clasificatoria: el paisano se cruzó con un sujeto (yo) con calzado senderista, mochila y a una hora aún temprana, y no pudo evitar presuponer que se trataba de un peregrino, vaya usted a saber de dónde, esforzándose a lo largo del Camino de Santiago del Norte. El asunto no tiene la menor importancia, pero si ciertas dosis de sorna. Primero, sí, yo era un peregrino, pero no de Santiago sino Lebaniego. Segundo, empadronado en el lugar, y a punto de darme la vuelta porque se me habían olvidado unas llaves en casa (afortunadamente conseguí, mediante una llamada telefónica, que me las acercaran). Y tercero, comprendo aquella actitud porque tal sendero, está viendo incrementar su utilización año tras año por peregrinos que, vivida la experiencia del Camino de Santiago, buscar replicarla en tantas sucesivas diferentes opciones como les sea posible.

En el embarcadero de Somo tomé, ¡como tantas veces en mi vida!, la lancha hacia Santander, para de esta forma cruzar la Bahía. Desde la lancha observé el arco sur, la cordillera, el Puntal y el frontal de la ciudad, intentando ir profundizando, poquito a poco, en el viaje y en mí mismo. Este último detalle resulta importante ya que se trataba de un viaje en solitario. Me consta que hay mucha gente que es incapaz de viajar a solas. No sé si es que no se aguantan a sí mismos, se tienen miedo o necesitan siempre de los demás. Igual es que yo soy un asocial, pero lo que me ocurre es más bien lo contrario. En ocasiones me apetece lograr la tranquilidad y el sosiego que da el no tener que estar permanentemente en compañía, y en esta ocasión, lo confieso, “necesitaba” una experiencia viajera personal.

 
Desde la popa de la lancha mirando a Peña Cabarga. ¡Qué duelo aquel de entonces entre Froome y Juanjo Cobo!

Cuando uno se planta en el muelle de Santander y mira hacia el sur, salvo que esté completamente nublado, puede observar la Cordillera. Si está muy despejado casi completamente, y si no, al menos algo de ella. Y allí estaba yo, con la peregrinación iniciada por un itinerario de diseño personal. En esto de las peregrinaciones, recientemente, abunda una corriente con la que me siento muy en desacuerdo. Son muchos los organismos, instituciones y asociaciones que se están empeñando en diseñar itinerarios con vocación de erigirse en “oficiales”. Me parece un aberrante capricho del S. XXI que va en contra de la realidad medieval, en la que los viajeros partían de donde podían y circulaban por donde les recomendaban, o por donde las circunstancias les sugerían (avisos de bandoleros, dificultades sobrevenidas, lugares de acogida cambiantes, etc.). Por poner un ejemplo diré que hay una asociación en mi región que siempre ha tratado de que los peregrinos que cruzan mi ayuntamiento lo hagan por un carril-bici anexo a una recta de carretera que, además de no tener ningún interés, es seguro que no existía hasta hace pocos años. A cambio, el sendero de la costa constituye una alternativa que, para quién la recorre, se convierte en uno de los tramos más atractivos que recuerda de todo el Camino del Norte. De igual forma, improvisando una propuesta turística de ánimo lucrativo, nuestro Gobierno Regional propone un supuesto Camino Lebaniego oficial. Para mí, que me considero buen conocedor de la región, tanto a nivel de de carreteras, como de sendas, ríos y montañas, la opción recomendada, no me parece muy afortunada, por lo que, en lo referente a mí disfrute, opté por una configuración radicalmente distinta. Y uno de los ejes conceptuales que aderezarían mi ruta era una especie de homenaje a nuestro escritor costumbrista José María de Pereda. Especialmente a través de su novela “Peñas Arriba”. De tal forma que nada más desembarcar en la ciudad, encaminé mis pasos hacia un monumento erigido en su honor. Aprovecho aquí para insertar una cita de la mencionada obra, la cual, de alguna forma, refuerza un poquitín mi capricho de partir de Galizano (de mi casa):

“Días después, y desde una de las alturas que dominan la ciudad, un santanderino práctico en ello me nombraba, señalándolos con el dedo, cada picacho y cada monte de la grandiosa cordillera que empieza en Oriente en cabo Quintres y Galizano (la cola del enorme reptil), y acaba al Occidente metiendo entre las nubes los Picos de Europa (su cabeza)”.[1]

 
Detalle superior del monumento a Pereda en Santander. En la cumbre el escritor. Ascendiendo entre las peñas: Chisco caminando con albarcas y el señorito Marcelo a caballo.

Poco más o menos, ¡mi Camino estaba descrito!. Y del clasicismo literario di un brinco hacia la modernidad artística y cambié de rumbo hacia el contiguo Centro Botín, edificio recientemente inaugurado sobre la orilla de la bahía, en pleno centro de la ciudad. Vaya por delante, y esto, tal como están las cosas, constituye en sí mismo una valentía, declarar que dicho edificio me encanta. Lo digo porque su levantamiento ha estado, desde el principio, envuelto de mucha polémica. Algunos lo han criticado por cuestiones ideológicas (fuera de lugar), otros por criterios urbanísticos y arquitectónicos (siempre opinables), demasiados por postureo, bastantes por inercia e ignorancia y otros por gusto (sobre eso si que no hay nada escrito). Pero a todos ellos hay que añadir a los discutidores, que en el caso de Santander, son legión. Y si no prueben ustedes y experimenten, envíen una breve misiva al periódico local en plan de “las palas se inventaron en mi pueblo”, “el Racing es un cáncer a extirpar de la región”, “en el interior se come mejor que en la costa”, “desde Santander a Madrid ¿se sube o se baja?” o “este verano ha hecho muy malo”, y verán el juego que les va a dar, con cantidad de personas desocupadas y pendencieras entrando al trapo con sus opiniones y argumentos. Hay temas que llegan a convertirse casi en históricos. Que conste en que entre los detractores que conozco tengo tres buenos amigos: un ciclista retro, un arquitecto con gusto y una librera con mucha cultura. Sin embargo, qué quieren que les diga, a mi el edificio me encanta. Y eso que aún no lo he visitado por dentro; y las ocasiones previas en las que he recorrido algún otro edificio de Renzo Piano, su interior me ha resultado tan acertado o más que su exterior.

 
Una perspectiva del centro Botín.

Mi tercer sello sí que tuvo perfil oficial pues me lo estamparon en la oficina de turismo de Santander. Y de allí me encaminé directamente hacia la estación de tren para tomar un cercanías hasta Bárcena de Pié de Concha, localidad a partir de la cual, el resto de viaje, superada esta transición, transcurriría completamente a pié. El tren escogido representa, en mi opinión, uno de los referentes de lo que viene siendo, históricamente, un problema regional e incluso nacional: “los accesos a (y desde) la Meseta”. Por resumirlo: el río Besaya lo resolvió de forma natural, los primeros pobladores como pudieron, los romanos con una calzada, después vino el Camino Real (con su activo comercio de harinas), más tarde el tren y finalmente las carreteras (versión I, versión II a finales del S. XX y versión III con la autovía del S. XXI). Las razones de la elección de Bárcena como punto de partida para el resto de la peregrinación habían sido varias. En parte porque hacerlo así proporcionaba al recorrido varias vinculaciones personales de tipo sentimental, relacionadas con mi familia. También por cierto interés histórico, y desde luego, por permitirme diseñar un itinerario de carácter más montaraz y alejado de la civilización actual, facilitándome deambular por una ruta con muy pocos tramos de asfalto. Cuando el tren me dejó en la estación estaba lloviendo. Y así se mantendría el tiempo durante todo el “segundo sector” de aquella mi primera etapa. No lo hacía de forma torrencial o exagerada, sino más bien con alternancia de intensidad, con momentos de casi total escampado intercalados con otros más copiosos pero tolerables. Me equipé, a mí y a mi mochila, con sendas prendas impermeables y recorrí la población cruzándome con una inesperada cantidad de gente que lo hacía en sentido contrario. Al llegar  a unas calles canalizadas con un sistema portátil de vallas altas, me di cuenta de que acababan de celebrar un encierro con motivo de sus fiestas. Entre el bullicio, por allí rondaban aún algunos críos pequeños conduciendo toritos de ensayo sobre una rueda y jugando a embestir los diminutos capotes de sus amigos.

 
Curioso detalle que descubrí en una fachada particular en Bárcena de Pie de Concha: Santiago Apóstol de peregrino.

Enseguida proseguí por la Calzada Romana. Me parecía todo un privilegio poder avanzar por una vía de comunicación anterior a la época medieval, algo de lo que seguro que se aprovecharon, cuando las ocasiones lo propiciaban, miles de peregrinos de diferentes épocas en nuestro continente. En este caso es una vía bastante abrupta que salva notable desnivel a costa de cierta pendiente. A causa de la sombra y humedad que le proporciona la cobertura vegetal de la que disfruta, siempre suele estar húmeda y musgosa. Y más aún en momentos de lluvia como aquel. Por eso, siempre recomiendo recorrerla ascendiendo, aunque suponga mayor sacrificio. Pues se evitan fáciles resbalones y sorpresivas caídas. Su firme es estrecho y muy irregular, está construida a base de cantos rodados de muy diferentes tamaños, intercalados con grandes piedras en forma de losas sin trabajo de cantería. Las juntas entre las “piezas”, están tapizadas de hierba o musgo, y los avellanos protegen bastante de la lluvia o del sol, según los casos. En muchas de las piedras pueden apreciarse con claridad los surcos provocados por el paso de una innumerable cantidad de ruedas de carros a lo largo de la historia. Sin embargo, aquel medio día no me topé absolutamente con nadie en todo su recorrido. A medio camino alcancé Mediaconcha, una aldea en la que creo que no vive nadie pero con una fuente en perfecto funcionamiento y en la que aproveché para beber. Un poco más tarde, tan histórico y singular tramo llegaba a su fin y a la coronación de la cota más elevada de la etapa, al pasar junto a la iglesia de San Roque en Somaconcha.

 
El resbaladizo lecho de la calzada romana.

Toda la segunda etapa, desde que me bajara del tren, estaba discurriendo por la cuenca del río Besaya, y en aquel momento únicamente quedaba descender, poco a poco, hasta el pueblo de Pesquera. En realidad bordeé su centro para pasar por su iglesia, que está ubicada en una zona algo elevada. Visité por fuera el edificio (ya que estaba cerrado) aprovechando para recordar algunas de las razones que me vinculan a él: la boda de mis padres; la milagrosa fortuna de la que gozó mi abuela Eloisa cuando, en cierta ocasión, le pasó rozando la cabeza el desprendido badajo de la campana; y la siempre eterna y cómica duda del colectivo familiar sobre a qué hora es cada año la misa de las doce, con la que comenzamos nuestra populosa celebración con motivo de las fiestas del pueblo cada 15 de agosto. Desde hace poco tiempo (aunque ya son 23 años; el tiempo resulta relativo cuando lo comparamos con otros parámetros, como en nuestro caso es la tradición familiar), tal reunión coincide además con una entretenida Feria del Queso que ha alcanzado cierta popularidad.

Tras dar cuenta de un par de emparedados, a cubierto, en un portalón de la iglesia, seguí camino descendiendo hasta el barrio del Ventorrillo, donde tengo una modesta casita al borde del río, muy cerca de la “Bolera de los 20 Chavales”. La bolera tiene mi misma edad, fue inaugurada en 1963 y su nombre hace referencia a los 20 jovencitos con los que contaba el pueblo en plena época de progresiva despoblación. Y uno de aquellos veinte, casualmente, era mi primo Eduardo.


Histórica foto de los 20 chavales con su responsable. Mi primo Eduardo es el de gafas en el centro de la imagen.

En “casa” me instalé, me preparé un café y me tomé un “malta”, destilado al que soy aficionado y del que nunca falta un mínimo acopio en nuestra casita. Resulta un buen “reconstituyente”, especialmente en jornadas invernales en las que la nieve, en ocasiones, hace acto de presencia. La tarde la pasé leyendo ya que entre mis “penitencias” de peregrinación, estaba la de acarrear un “códice” en mi mochila. Aunque el volumen en cuestión[2] no es realmente un códice, si que presenta algunos rasgos comunes con ese tipo de libros que fueron especialidad del monje Beato de Liébana. Se trata de un ejemplar de tapa dura, con letra de inspiración medieval y páginas gruesas y satinadas sobre las que se han impreso abundantes y buenas ilustraciones a color copiadas de varios “beatos” famosos. Mi lectura (la he pesado por mera curiosidad) suponía una carga de un kilo y ciento y pico gramos. Y junto a un cuaderno de notas, un bolígrafo y varios mapas de escala detallada, constituían mi “spricptorium” nómada particular durante el viaje. Se trata de una novela rara. El autor utiliza su conocimiento bibliográfico sobre Beato de Liébana y algunos de los personajes con los que se relacionó en su vida (Carlomagno, Alcunio de York, el Obispo Eterio, etc.), para componer un escenario dramático bastante fiel a lo que por la historia se sabe del momento y el lugar descritos: monasterio de San Martín de Torieno, en Liébana, en el año 799. El libro ilustra sobre la vida en el cenobio. Detalla los trabajos amanuenses allí desarrollados. Explica el contexto histórico con la corte cristiana peninsular concentrada en las comarcas del norte, protegida de la extendida invasión árabe gracias a la Cordillera Cantábrica. Durante el relato, se incide mucho (a veces de forma demasiado reiterada) sobre la pugna sostenida por Beato en su lucha contra la herejía adopcionista encabezada por Elipando en Toledo y seguida por el obispo de Urgel. Beato mantiene excelentes relaciones con la corte, primero ubicada en Cangas de Onís y luego trasladada a Pravia, y muy en especial con el prestigioso monasterio de San Martín de Tours. A través de sus escritos logra desmantelar la subversión, y ese proceso, es una de las tramas de la novela.

A la hora de cenar me acerqué al Mesón del barrio. Fue una sabia decisión pues allí puede compartir una buena mesa con seis parientes que aún permanecían en el pueblo apurando sus vacaciones, y con el cura de la zona. Fue un momento agradable, y como la velada se alargó un poco, aproveché la ocasión para estampar un selló más, el del Mesón, como punto de partida del día siguiente. Hay que destacar que las tres etapas centrales de mi viaje ofrecen mínimas posibilidades de sellado por tratarse de zonas muy montaraces y con pocos ¡y pequeños! núcleos rurales.

Etapa II, El Ventorrillo (Pesquera) – Soto (Campoo). Lunes. 27,13 km.

Como había descendido al río, por la mañana pronto me tocaba remontar de nuevo hacía el cordal divisorio de las cuencas del Besaya y del Saja. Esta vez sí que atravesé el casco principal de Pesquera, así que pasé por delante del renovado edificio que en su día fue la escuela que fundara Fernández de los Ríos (asunto al que me referí en algún capítulo anterior). Aún por carretera, llegué enseguida a Rioseco, y allí me encontré con el último ser humano que vería en esta cuenca, y en unas cuantas horas. Era una persona mayor, vestida con apariencia de aldeano de siempre y se encontraba trajinando con el ganado. Aquello hubiera pasado desapercibido para mí, como una repetición más de una estampa tantas veces vista a lo largo de mi vida y que, afortunadamente, aún sigue algo vigente por aquellos alrededores, si no hubiera sido por un detalle que me pareció una demostración real, específica, palpable y rural de que la globalización nos afecta a todos, personas de cualquier condición y contexto, en aspectos muy diferentes de nuestras vidas. No sé si el hombre llevaba móvil o no, tableta seguro que no, ni tampoco una de esas espantosas gorras juveniles de rapero que tanta gente se pone ahora. Sospecho que tampoco estaba tatuado, aunque eso no lo puedo saber, y su sobriedad en el vestir no me destacó marca de ropa alguna. Sin embargo, su perro, el compañero fiel que la mayoría de los hombres de campo llevan consigo en esos menesteres, era un auténtico Border Collie, una raza que, demostrada su valía para el pastoreo y difundido su conocimiento al resto de paisajes campestres del globo, se ha convertido en un factor común en muchos entornos rurales de diferentes culturas y lenguas maternas. Eso sí que es globalización.

 
La renovada escuela de Pesquera, reconvertida en centro cívico multiusos.

El ascenso, ya por pista, pradera y cambera, fue templado, por lo temprano de la hora y por que el cielo estaba parcialmente cubierto. Yo disfrutaba caminando de un entorno natural que me es muy cercano y familiar, y al que me gusta acercarme en todas y cada una de las cuatro estaciones del año para disfrutarlo con diferentes encantos. Finalmente alcancé un paraje denominado Collado de Pagüenzo. Se trata de un hermoso paso herboso, de 1067m de altura, que separa las anteriormente citadas aguas. El lugar tiene especial significado para mí porque es paso obligado para muchas de las excursiones que, caminando, en bicicleta de montaña o con esquís, acostumbro a hacer por la zona. Tal es así, que cuando hace ya casi un cuarto de siglo fundé un grupo clandestino de aficionados al whisky de malta (que sigue funcionando actualmente y goza de excelente salud), lo puse el nombre de Clan Pagüenzo. Desde ese punto, el camino me llevaría inicialmente por la vertiente occidental (Saja), pero enseguida retomaría el cordal y se mantendría por la oriental (Besaya), hasta poco a poco superar otro cordal más bajo y casi perpendicular a mi ladera, pasando así, de forma sutil y casi imperceptible, de la cuenca del Besaya a la del Ebro. Por cierto que a lo largo de esta etapa fue cuando mayor presencia de ganado suelto de montaña pude contemplar. Cientos de reses. Muchísimos caballos y gran cantidad de vacas de muy diversas razas, con destacada presencia de hermosos ejemplares de tudancas. Aquello corroboraba un hecho que ya venía percibiendo en anteriores visitas al campo y que la prensa venía atestiguando desde hace tiempo: una recuperación notoria y progresiva de la cabaña de nuestra más conocida raza autóctona. Buenas noticias.

 
El paisaje matinal por los alrededores de Pesquera.

 
Vegetación silvestre de montaña. Decoración multicolor.

 
El collado Pagüenzo, mirando desde la vertiente del Besaya hacia la del Saja.

 
Hermosa tudanca junto al camino.

A lo largo de la mañana continué avanzando por una pista de ladera que siempre se mantenía oscilando en torno a los 1000m de altura. Ante la ruta, a lo lejos, hizo su aparición el embalse del Ebro, y el recorrido fue virando, poco a poco, en dirección oeste, introduciéndose de forma muy progresiva en el valle de Campoo. Así llegué a una sucesión de pequeños pueblos que ya forman parte de dicho valle: Aradillos, Fontecha y Camino. Entre ellos, me iba entreteniendo comiendo sabrosas moras y agrias endrinas. Ambas las había en cantidades industriales. El calor apretaba bastante y me encontré con alguna que otra persona local. Por allí los campos estaban muy amarillos, consecuencia de la sequía vivida este año, aparte de que ese valle presenta un clima algo diferenciado con respecto al de la mayoría de aquellos cuyos ríos descienden hacia la costa norte.

 
Cambio de cuenca, al fondo el embalse del Ebro.

Por tales andurriales ya podía considerarme ubicado en “territorio Peñas Arriba”. En concreto, coincidiendo con una de las primeras partes de la novela en la que se describe un viaje en el que el espolique Chisco, con la ayuda de cabalgadura, guía al protagonista, Marcelo Ruíz de Bejos, desde la estación de tren de Reinosa hasta Tablanca (Tudanca), población perteneciente a la comarca de Promisiones (Polaciones). Justamente un área al que yo, en esos momentos, me encaminaba. Mis pasos y los de la ficción costumbrista coincidirían durante casi dos etapas completas. Tal paralelismo me ha parecido siempre una justificación más que suficiente (a pesar de que tampoco es que haga falta alguna) para elegir este trazado como una excelente alternativa cargada de significados, a la hora de decidir por dónde peregrinar hacia Santo Toribio. Y en esa línea de pensamiento, dejo caer aquí mismo una curiosa cita extraída de la novela:

“[…] por parte de mi abuela paterna, que solo aportó al matrimonio unas gargantillas y unas arrancadas de coral, dos relicarios de plata con una astilla de la Vera-Cruz y un hueso de Santa Felícitas, respectivamente, […]”.

La Vera-Cruz es el mismo Lignum Crucis, cuyo pedazo más grande se custodia y reverencia en el actual monasterio de Santo Toribio de Liébana, que no es otro que la evolución de aquel San Martín de Torieno (más tarde Turieno). Y ya que estamos con coincidencias, tengo que añadir que esta segunda etapa, que en esta ocasión comenzó en El Ventorrillo, surca parte del terreno comunal de Santiurde de Reinosa, pueblo del que he partido en ocasiones anteriores y que fue el hogar de mi abuelo paterno: Toribio.

Mi camino continuaba ya en una suave sucesión de vaguadas las cuales me acabaron permitiendo llegar a Argüeso. Y como iba muy bien de tiempo, aproveché la ocasión para acercarme a su castillo y conseguir allí un segundo sello de etapa para mi credencial. Cantabria no es territorio de castillos, hay poquísimos, así que, como ya lo había visitado con anterioridad, me entretuve más en leer algunos paneles informativos y en disfrutar de su patio y exteriores, que en recorrerlo por dentro. Recojo aquí parte de la información encontrada:

“El primer documento en que se menciona el castillo data de 1410 y se trata de una orden de la reina Catalina de Lancaster, siendo tutora de Juan II de Castilla, en la que se ordena al ‘alcaide del castillo y la fortaleza de Argüeso’ que lo entregue a Doña Leonor de la Vega, su propietaria.
Procedía Leonor del linaje de la Vega, cuyo solar original radicó al borde del río Besaya, en el núcleo donde surgiría la actual Torrelavega, y que alcanzará relevante promoción y cargos importantes en la Castilla del siglo XIV. Los Garci Lasso de la Vega gestarán un señorío en torno a Argüeso.
Leonor de la Vega habitó el castillo al menos temporalmente, defendiéndolo por querellas de herencias, contra Manrique de Lara. De su segundo matrimonio con el Almirante Diego Hurtado de Mendoza nacerá el futuro Marqués de Santillana, también señor de Argüeso”.

 
Portón de entrada al patio del castillo de Argüeso.

Aprovechando un banco al pié de las murallas, me tomé un pequeño refrigerio, antes de continuar mi camino, que, a través de pistas y senderos, me llevó por la localidad de La Serna, y acabó dejándome en un punto de la carretera de Palombera. Viendo que era una buena hora para comer, me acerqué hasta Espinilla, y en un restaurante de toda la vida, en el que acostumbro a parar cuando surge la ocasión, me pedí un “desayuno” (huevos con patatas y chorizo, vaso de vino y pan). Como allí no había sello, me acerqué a una tienda de artesanía en la que hace muchos años adquirí una olla ferroviaria, y allí sí que me lo pudieron estampar. Después me tomé un café y caminé hasta Soto para alojarme. Cogí la ducha con gusto, y más aún el poderme desprender de mis zapatos de montaña, tras seis horas de marcha prácticamente ininterrumpida. Soto está a tiro de piedra de Proaño. Allí hay una torre medieval que forma parte de un conjunto con vivienda en el que habitó el conocido erudito Ángel de los Ríos, también apodado como El Sordo de Proaño. A él se hace igualmente referencia en la novela de Pereda, mutando la denominación del lugar hacia el nombre de Provendaño. No me hacía falta la visita, ya que conozco la torre y la casa, pues son propiedad de un pariente del Sordo, que fue amigo de mis padres: Jesús Martín, padre de seis hijos varones con los que, cuando éramos críos y adolescentes, mis hermanos y yo, pasamos algunos buenos ratos juntos. Y aunque hoy en día ya hace décadas que no he vuelto a ver a nadie de esa familia, siempre recordaré a Jesús Martín por muchos detalles, pero especialmente por haber sido el principal responsable de que mi padre retomara la práctica del esquí cuando estaba formando su familia. Gracias a ello surgió la fuerte vinculación que desde niño he tenido con la nieve.

 
Segunda generación en la nieve. Delante “Jesusito” (hijo de Jesús Martín), detrás mi hermana Mila y mi hermano Juan. (Década de los sesenta).

Soto, al igual que Proaño, es un pueblecito asentado a las faldas del pico Ligüardi (Cueto Ropero, 1975m). Se trata de una montaña a la que tengo un especial cariño porque cada temporada invernal me regala una o más ascensiones, con un tramo de bosque maravilloso, y un larguísimo descenso francamente bonito. Una excursión de esquí modesta, pero una de mis favoritas.

El resto de la jornada lo pasé descansando y leyendo de nuevo mi “códice” particular. Aproveché para regresar a su  lectura, para sumergirme en el primer milenio, mientras fuera se puso a diluviar. Me sentí a gusto desde la galería de mi habitación, y más tarde, en el patio acristalado. El grueso principal del texto es una especie de “meta lectura” del Apocalipsis de San Juan. Según parece, Beato era un entusiasta del Apocalipsis, y a él dedicó gran parte de sus estudios. De hecho, elaboró un códice titulado “Comentario al Apocalipsis de San Juan”. En él (hasta tres versiones progresivamente mejoradas), el monje no sólo copiaba los textos de San Juan, sino que los enriquecía con sus propias explicaciones e interpretaciones, y los completaba con elaboradísimas ilustraciones policromadas, fruto del trabajo de los monjes que laboraban en el Scriptorium del monasterio. Tal fue el éxito del volumen, que la mayor parte de los libros de similares características fueron, desde entonces, denominados Beatos. El autor de la novela, lo que hace durante la mayor parte de la misma, es “comentar”, detalladamente, el Comentario de Beato sobre el Apocalipsis. Para mi gusto, la parte central de la narración resulta algo pesada. Disfruté mucho más del contenido de contextualización y de las descripciones y anécdotas de la vida monacal, tanto al principio como al final del texto.

Mi jornada terminó con una buena cena y un rato de conversación con los dueños de la posada rural.

Etapa III, Soto (Campoo) – Pejanda (Polaciones). Martes. 29 km.

Mi desayuno fue agradable. De barra de precioso salón hostelero antiguo, y a solas con la pareja dueña del alojamiento. Me indicaron el mejor camino de inicio y recordamos un encuentro casual que tuvimos haría unos 10 años atrás. Tras las lluvias vespertinas y nocturnas, el día había amanecido fresco y despejado. Me sonreía la suerte. Tras cruzar el pequeño pueblo de Soto, abandoné de inmediato el asfalto y tomé, inicialmente, una pista que ascendía suavemente pero sin descanso. El ambiente era de agradable luz matinal, tenue pero cálida desde un punto de vista cromático, aunque la temperatura era fresca. Al avanzar me tuve que desprender del forro polar y disfruté de un par de horas de temperatura ideal para caminar cuesta arriba. La luz se volvía cada vez más bonita, iluminando un paisaje precioso de todo el valle de Campoo, que iba tomando forma a mis espaldas.

 
Deliciosa mañana en el valle de Campoo. Mirando hacia atrás.

 
Y mirando hacia adelante.

 Contrastes de luz aún en Campoo.

Enseguida, la pista desaparecía entre los pastos, y acaso a ratos, se convertía en sendero. Aunque llevaba un GPS a mano, apenas me hizo falta consultarlo porque había algunas señales desperdigadas por ahí indicando el recorrido. Entretanto, el Ligüardi iba imponiendo su presencia a medida que me adentraba en sus laderas. El sendero continuaba bordeando un bosque sin parar de ganar altura. Todo el tramo resultó una verdadera maravilla. Aún seguía los pasos de Chisco el de “Peñas Arriba, y el sendero acabó encontrándose con el que procede de Proaño (Provendaño). Desde ese punto, además de hacerse ambos uno solo, el trazado se empinaba algo más, ganaba aún más altitud y llegaba a una especie de circo muy acogedor y tapizado de un pasto muy corto y agradable, en lo que es la cabecera de la cuenca de un arroyo afluente del jovencísimo Ebro. Allí apareció una cabaña y se produjo un cambio de ladera hacia la derecha (el norte). El ascenso se empinaba aún más y, dibujando algunas zetas, me llevó hasta el collado de Rumaceo (1701m), punto más elevado de todo mi viaje.

 
Un pequeño circo de pastos balo el Ligüardi.

El paraje se presentaba idílico, con una clara vista de Peña Sagra y los Picos de Europa por delante. Allí me despedía del Ebro y de Campoo, y me reencontraba, temporalmente, con las fuentes del Saja. Su descenso era fuerte y sin camino, hasta dar con un trazado pedregoso que finalmente conectaba con la pista principal que une valle con valle. Pude disfrutar de un buen rato de caminata llana, pero pronto apareció una cuesta breve hasta la zona de la Casita del Campanario. Desde allí, otro fuerte descenso que, tras tres horas de marcha sin descansos, empezaba a dejarse notar en mis pies. Durante aquella bajada, a mi derecha surgía, evidente, la cabeza del curso de montaña que conforma la parte inicial del río Saja. Los característicos riscos que lo enmarcan no dejaban lugar a dudas. Tras el descenso, crucé el arroyo, y sin transiciones, acometí otro fuerte ascenso hacia el último collado del día. El camino transcurría primero entre arbustos plagados de florecillas de colores, aunque pronto entre pastos de altura salpicados de grandes bloques de roca. Una zona hermosísima en la que el trazado marcado da un evidente rodeo que, con iniciativa y facilidad, podría haber acortado, habiendo trazado una línea diagonal de ladera con una cabaña entre las peñas, como referencia.

 
El valle que se intuye bajo los riscos es una de las cabeceras del río Saja.

 
Ganado pastando libre en la montaña. Muchas tudancas.

Durante todo aquel pasaje, a mi izquierda me estuvo acompañando la Sierra del Cordel al completo. Es una sucesión de picos que configuran uno de los dos cordales que acotan Alto Campoo. Salvo el Ligüardi, que es la cima que lo inicia desde el este, el resto de cotas (Cordel, Iján, Cueto de la Horcada, Bóveda y Cornón) superan los 2000m de altitud. Es uno de mis escenarios más habituales para la práctica del esquí de montaña durante el invierno. Un terreno que considero parte de mi hogar. Alcanzada ya la divisoria de aguas entre los valles del Saja y del Nansa, ya eran sobre todo el Cornón y Peña Labra los que me vigilaban. Había alcanzado el cordal a una altura ligeramente superior al verdadero punto de paso del collado de Sejos, así que caminé por la valla que lo delimita y me encontré con dos ciclistas de BTT con los que charlé amigablemente sobre nuestros respectivos itinerarios. Me preguntaron por los menhires y les expliqué cómo encontrarlos retrocediendo un poquito. Eran un punto de paso importe para mí. Descendí algunos pasos más hasta el collado de Sejos (1510m) y desde allí caminé hasta los Menhires.

Entre un vallado de madera, que poco a poco va dando muestras de ir sufriendo la rudeza del clima en aquel expuesto y elevado paraje, hay dispuestas cinco grandes piedras longilíneas y quizás hasta ligeramente cónicas. Algunas de ellas muestran surcos grabados con aspecto decorativo. Todo el conjunto constituye el denominado Cromlech de Sejos. Su colocación da que pensar, no parece natural, sino más bien responder a indescifrables motivaciones humanas. Están tumbadas, pero es fácil imaginar que pudieron estar anteriormente “pinadas”, tal y como ocurre con muchas otras muestras similares de la cultura ancestral de las tribus de origen celta. El paraje no parece casual, es un lugar de aspecto bastante mágico, con un atardecer poderoso cuando el día está despejado y unas vistas francamente espectaculares, que alternan cumbres, valles y extensiones lejanas. Por si fuera poco, cerca, a la vista, surge la destacada presencia de Peña Sagra, característica cumbre cuya denominación se corresponde con importantes sucesos de la historia de Cantabria. Los estudios datan el origen de los menhires entre 2500 y 1500 años AC, y su descubridor, en torno al año 1850 fue, nada más y nada menos que… Ángel de los Ríos (El Sordo de Proaño). Este enclave, comunión entre una naturaleza de gran atractivo y los restos de unos antepasados regionales tan alejados en el tiempo, me despierta siempre en peculiar sentimiento de nostalgia, respeto, admiración y satisfacción, difícil de definir o expresar. Me gusta regresar allí de vez en cuando, años después de mi último paso por el lugar. Y es justamente allí, quizás, donde me tocaba despedirme (imaginativamente) de Marcelo Ruiz de Bejos y su guía. En realidad no sé muy bien situar cual sería el punto más lógico en el que mi ruta y la suya de ficción se separan, pero este podría ser uno de los dos escenarios que barajo. La otra opción podría ser, horas más tarde, en algún otro punto (varios cercanos entre sí serían lógicos) ya bastante más abajo, en el seno de la parte alta del valle de Polaciones.

 
Uno de los menhires grabados de Sejos, con la sierra del Cordel al fondo.

A los pocos minutos regresé al collado, me despedí de la cuenca del Saja y saludé a la del Nansa. Aquello estaba precioso en un día muy soleado. Los Picos de Europa se contemplaban mucho más cerca, Liébana se distinguía ya bien y Peña Sagra quedaba prácticamente al alcance de la mano. Saqué un par de sándwiches y una ración de compota y me los fui comiendo mientras caminaba cuesta abajo. Estaba posponiendo mi descanso y llevaba prácticamente unas 5 horas sin parar. Este tramo de interminable descenso es el que más me había preocupado a la hora de proyectar el viaje, y tal aprensión se fue manifestando, poco a poco, en un cada vez más molesto dolor de pies. La belleza del entorno no lograba aliviarme. Los pies me molestaban cada vez más, con dolores agudos de planta y dedos. Eran unos 8 km de bajada por pista de piedras, y por mucho que intentara frenar el paso o minimizar el continuo impacto contra el firme, acababa resentido. No era un problema de ampollas, sino de fatiga ante el golpeo continuado. Una larga penitencia que formaba parte ineludible del Camino o del Peregrinaje. Una especie de Purgatorio en la Tierra.

A lo largo de la jornada no había habido sellos. En mi alojamiento de partida no lo habían encontrado, y durante el camino no había cruzado civilización. Por fin alcancé el primer pueblo: Uznaño. Y aunque tampoco allí podría obtener sello alguno, al menos sí que me senté en el río para poner un rato mis pies a remojo en un agua limpia, cristalina y heladora. En aquella aldea, al igual que luego comprobaría más tarde en otros núcleos de casas de Polaciones, me llamó la atención la cantidad de pilas de leña que pude ver. Enormes cantidades de troncos perfectamente ordenados y colocados en lugares protegidos del exterior o interior de las casas.

 
Aliviando mis pies en el agua fría.

Para mí la leña es importante pues me parece un buen indicador de vida. Acumular leña lleva necesariamente asociado un esfuerzo que bien puede acarrear una carga económica o de trabajo físico en su localización, corta y apilado. Nadie acumula leña por deporte o por afición. Si la atiendes, es porque la necesitas y la usas en invierno. Y por lo que vi por allí, había bastantes hogares que la necesitan en invierno. Es decir, que vive gente en aquellos pueblos. Bastante, o al menos suficiente gente. Que en Liébana o en Campoo podemos ver leña porque vive gente no es novedad, son comarcas menos aisladas y más turísticas, pero en Polaciones es diferente, ya que es una de las zonas más “profundas” de la región, sin localidades, ni siguiera medianas, cerca. Con un clima bastante duro y húmedo y unas vías de comunicación francamente abruptas. Así pues, que la gente siga aferrada a la vida allí, me causa gran alegría y satisfacción. Entre las últimas lecturas de las que he disfrutado sobre el fenómeno de la despoblación rural española, destaco un ensayo de estilo periodístico de Paco Cerdá[3]. Y aunque en muchos aspectos, el territorio cántabro de interior, de media y alta montaña, se puede parecer a algunos de los rincones que se describen en su libro, el resultado actual de población, afortunadamente para mi región, muestra un panorama completamente diferente. No sé si esta situación sobrevivirá. Recientemente he escuchado dos voces de prestigio, una de carácter cultural y otra económico, que se empeñan en animarnos a que dirijamos nuestros pasos hacia una concentración urbana que además planifique la conversión de Santander en un gran núcleo de población cada vez más vinculado, y funcionalmente asociado, al Gran Bilbao. Me han de disculpar sendas personalidades, ni lo veo, ni lo quiero ver. Además de que los argumentos culturales y económicos son discutibles y matizables, existen otros muchos que habría que colocar en la balanza, y los estilos de vida y las preferencias personales tienen también su importancia. No sé si ellos tienen o no jardín, perro, les gusta recolectar frutos silvestres o caracoles. Pero sin necesidad de tener que irme a vivir a un monte aislado, confieso que una de las cosas que más detestaría de mi vida cotidiana sería vivir en un bloque de pisos, y no digamos tener que pertenecer a una comunidad de vecinos (me refiero a la figura administrativa).

Mis pasos, algo más aliviados, transitaban ya por una carretera asfaltada solitaria, de esas en las que los chiquillos saben que pueden jugar tranquilamente a la pelota, sufriendo muchas menos interrupciones por el paso de los inexistentes vehículos, que en cualquier partido con arbitraje reglado. Enseguida llegué a Puente Pumar. Si Uznayo me pareció muy bonito, dentro de un estilo de autenticidad rústica, este otro parece más grande y contiene varias casonas que le dan un aire de mayor abolengo. A parte de la rectoría que actualmente mantiene y conserva la Fundación Botín, algunas otras casonas no se quedan muy atrás en su elegancia señorial. Es pues también una localidad agradable, pero que tampoco tiene bar.

Aquí tengo que explicar que la ruta elegida presenta una opción sin asfalto que va desde Uznaño a Lombraña, y desde allí hacia Pejanda (mi destino de etapa), sin embargo, yo no la he seguido nunca. Otras veces, desde Puente Pumar opto por una senda de ribera hacia Pejanda, pero en esta ocasión preferí continuar medio kilómetro más por la carretera, para pasar por La Laguna, porque iba muy bien de tiempo y porque así podría conseguir un sello, una cerveza y un rato de descanso en un bar. Y ya puestos, de paso, encontré el periódico disponible y me despaché un plato de jamón que me supo a gloria.

Esa nueva parada le vino estupendamente a mis pies, algo de lo que me percaté a lo largo de los últimos 2,5 km de etapa que transcurrieron por la solitaria carretera general del puerto de Piedrasluengas. Haber optado por este pequeño rodeo “civilizado” me aportó otro detalle más: el localizar el punto exacto de salida de una ruta de senderismo que tengo ganas de hacer algún día, “la senda del potro”. En Pejanda me alojé en la fonda de siempre. Primero me tomé un café en el bar, mientras veía la Vuelta en la tele con los parroquianos del momento. Más tarde me instalé en la habitación, me duché y me puse a trabajar en mis notas, mis mapas y la continuación de la lectura sobre Beato. La mensajería instantánea del móvil se mantuvo bastante activa, y aunque no me molestó, me hizo reflexionar sobre cómo, tan aparentemente inocente sistema de comunicación, logra dificultar de modo evidente una desconexión eficaz de la vida cotidiana. Poco antes de cenar eché un vistazo a varias revistas disponibles de temática rural, publicadas por entidades de diferentes comarcas cercanas: Polaciones, Liébana, Cantabria rural, Montaña Palentina… Sus artículos parecían corroborar esa real resistencia a la despoblación que hace unas líneas comentaba. Daban cuenta de actividades, vida, vecindad e iniciativas.

Me senté a cenar en una mesa individual del comedor, cerca de la única que tenía gente. En una disposición alargada charlaban siete personas que, para mi sorpresa, resultaron ser también peregrinos. Cuatro adultos, dos mujeres y dos hombres, de edades que rondaban la mía (por encima y por debajo), eran hermanos. El marido de una de ellas, cuñado de las otras tres, ejercía de chófer del grupo, transportando sus bultos en cada etapa. Además viajaban dos jóvenes más: la hija de uno de los hermanos (el que ejercía el rol de guía del grupo) y el hijo del otro hermano varón. Me resultó inevitable enterarme de varios detalles sobre su viaje, así que al finalizar mi cena me acerqué a su mesa para presentarme y entablar un poco de conversación. Su ruta era muy similar a la mía, aunque más larga. Habían partido de Liérganes y estaban realizando todo el trayecto completo andando hasta Santo Toribio. La distribución de sus seis etapas había sido la siguiente: Liérganes-Puente Viesgo, Puente Viesgo-Bárcena de Pié de Concha (desde aquí, salvo una pernocta diferente, todo lo demás igual), Bárcena-Argüeso, Argüeso-Pejanda, Pejanda-Cahecho y Cahecho-Sto. Toribio.
Cerré la jornada comprándome un gran mapa de escala 1:20.000 sobre la comarca de Polaciones, y tomándome un Pacharán en el bar mientras charlaba con el guía de mi nuevo grupo de conocidos. La tarde se había ido cerrando sin tregua, extendiendo un cada vez más denso banco de niebla sobre el valle, aunque sin que la temperatura hubiera descendido.

Etapa IV, Pejanda (Polaciones) – Cahecho (Liébana). Miércoles. 20,12 km.

Amaneció nublado pero sin niebla. Se trataba nubes altas. Durante el desayuno coincidí con el grupo aunque, tras despedirnos y desearnos buen camino, yo salí antes, con un bocadillo de encargo preparado. Unos dolores que me habían aparecido a lo largo de la jornada anterior parecieron difuminarse una vez que un primer trecho me sirvió de calentamiento. Ascendí la carretera que sube hasta San Mamés y me fijé en lo bonito que estaba un pueblo del que parecían habérseme borrado los anteriores recuerdos. Tiene casas y casonas muy bonitas y todo él parece prácticamente restaurado con criterio. Un nuevo síntoma de freno a la despoblación que debería sumar a los ya detectados, a la maquinaría agrícola moderna que también había visto aparcada por ahí el día anterior y al notable ambiente local que pude observar en los dos bares visitados. ¡Me alegré mucho!

No llovía, fallaba la previsión, los cielos altos me permitían disfrutar de la vista del paisaje y, a mi espalda, el valle del Nansa parecía un cesto que hubiera recogido algunas finas nubes de niebla que se agarraban a las laderas. Una estampa francamente bella. Fui avanzando tranquilo y a medida que iba ascendiendo, el Cornón de Peña Sagra se iba imponiendo a mi izquierda. Tenía que superar su falda suroeste a cierta altura para poder cambiar de cuenca hidrográfica. El tiempo y el recorrido se me iba pasando más rápido que otras veces, supongo que cuestión de las percepciones con las que uno se levanta cada mañana, así como del devenir de los escenarios vividos. Había nueva señalización, y la fui siguiendo por una pista hasta remontar a una especie de collado (1495m) en el que había una portilla. Allí moría la pista y continuaba un sendero estrecho y ligeramente accidentado, que estaba suficientemente señalizado y bastante limpio de maleza. Gracias a él pude evitar tener que ascender hasta el collado de las Invernaillas y pelearme un rato para encontrar un paso entre la abundancia de escobas. Al poco rato llegué a la coqueta braña del tejo. La verja anterior representa el sutil cambio del Nansa al Deva, algo que se nota mucho más por el paisaje que por el accidente geográfico. De repente aparecen múltiples valles diminutos, salpicados de colinas y lomas redondeadas, todas ellas tapizadas por densos bosques de robles. Alrededor, en la distancia, se divisan cientos de cumbres de amplísima variedad de alturas diferentes, y al fondo, de frente, los imponentes Picos de Europa, que se presentan en tres planos consecutivos que se corresponden con los tres macizos del conjunto: Oriental, Central y Occidental. Más o menos en aquel momento, el cielo se fue abriendo a buen ritmo y empezó a subir la temperatura. Pensé con satisfacción que ya no llovería y que además ya había pasado el cordal. De hecho, al igual que ya había hecho el día anterior, me puse el sombrero para protegerme del sol. El sendero subía y bajaba por la ladera, cruzaba arroyos y presentaba zonas de barro y muchas piedras, por lo que me llevó su tiempo alcanzar la preciosa campa elevada que domina el valle del río Bullón (afluente del Deva). Como era pronto para comer, decidí seguir, y encontrando los enlaces correctos (en las campas los rastros de los caminos suelen desaparecer) di fácilmente con la pista que enseguida me llevó a la ermita de Nuestra Señora de la Luz. El templo está completamente restaurado y dispone, además, de un nueva plaza empedrada con un altar exterior. Al lado, una curiosidad, hay una bolera. Mi ruta continuó con una larga marcha por una pista que recorría la ladera de la sierra de Peña Sagra. De esa manera me iba adentrando hacia el corazón de Liébana. Iba descendiendo, aunque en algunos recodos aparecían cortos pero abruptos toboganes ascendentes. A ratos atravesaba tramos de bosques de robles. Otras veces disfrutaba de buenas vistas. El final se hizo duro por la fuerte pendiente de bajada, Luriezo se hizo desear.

 
Indescriptible panorámica matinal a mi espalda.

 
Autorretrato. Atrás en la esquina superior izquierda Peña Labra.

 
Los tres macizos de los Picos de Europa en planos casi superpuestos. Oriental a la derecha, occidental a la izquierda.

 
Autorretrato con árbol veterano de fondo.

 
Ermita de Nuestra Señora de la Luz.

 
Bebiendo por el camino.

 
Indicaciones informativas bastante nuevas en Liébana.

 
En dirección a Luriezo.

Es un pueblo típico lebaniego conservado con total naturalidad, ya que salvo un albergue que se suele mantener de incógnito, allí no hay establecimiento abierto al público alguno. Es un pueblo ajeno al turismo y con vecinos fijos de todo el año. Un pueblo, en cualquier caso, encantador. Por eso, aunque no hiciera falta, decidí recorrerlo (pese a su fuerte pendiente), recrear mis recuerdos (por dos veces había sido usuario de su albergue) y sentarme en un poyo de un callejo, para comerme el sabroso bocadillo de hogaza de pan, tomate y bonito que me habían preparado en Pejanda. Mis pies lo volvieron a agradecer.

 
Una casita en Luriezo.

 Detalle de sus calles. El pajar cargado de reservas para el invierno.

Hasta Cahecho me esperaba un breve tramo de carretera. Aunque el pueblo vecino era similar, curiosamente ahora se ha convertido en un enclave de evidente vocación turística. Aunque sus nuevos edificios han sido escrupulosamente respetuosos con el estilo local, gran parte de la aldea son ahora alojamientos rurales de muy diferentes tipos de oferta, posadas, restaurantes o apartamentos. Allí me fui directo al que había reservado. Estuve un poco de palique con la dueña, pedí una cerveza y me instalé en un cenador exterior para hacer mis deberes del día ante un panorama paisajístico envidiable. Pese a sentir algunos dolores puntuales muy localizados, ya tenía la seguridad de ser capaz de completar el Camino y estaba contento por ello. Después se sucedieron la ducha y la etapa de la Vuelta en la televisión. Fuera, de forma repentina e inesperada, se había puesto a jarrear, y la lluvia no cedería ya hasta algún momento durante la noche. Yo me instalé en el paradisíaco balcón esquinero de mi habitación y estuve leyendo hasta acabar el libro. Solo después, salí a pasear bajo el agua para tomarme un vino local en una taberna, y un poco más tarde hacer una visita de cortesía a “mis” peregrinos, en su posada. La cena resultó doblemente casera: de menú y de compañía. Fuera seguía lloviendo y yo me fui pronto a la cama para encontrarme con un sueño profundo.

El “códice” me ha vuelto a gustar al final, tanto como al principio, y mucho más que su tramo central. En sus últimos capítulos se hace referencia al importante y personal papel que Beato tuvo a la hora de dar relevancia a la figura del Apostol Santiago. Fue él quien promovió el que su persona representara la unidad del pueblo cristiano hispano y lo movilizase y cohesionase ante la amenaza musulmana. Él ahondó en el papel evangelizador que Santiago había desarrollado a través del norte de la península y por lo tanto, de alguna manera, fue una de las personas que cimentó el que con el tiempo se instaurase el fenómeno del Camino de Santiago. Así pues, a medida que uno escarba en la historia, se encuentra con más y más motivos o circunstancias que justifican, al menos desde un punto de vista conceptual, que peregrinar a Santo Toribio tenga sentido.

Etapa V, Cahecho (Liébana) – Santo Toribio de Liébana. Jueves. 11 km.

En mi último desayuno hubo fruta. En zumo y en piezas. Empezó bien el día. Además, una vez más, no solo no llovía, sino que el día se presentaba muy esperanzador en cuanto al clima. En poco tiempo, una niebla matinal fue dando paso a un panorama de nubes rotas, luego a claros y finalmente a una mañana soleada. Mis dolores habían desaparecido, lo que sugería que mi cuerpo finalmente se había adaptado del todo a las largas marchas por la montaña, justo el día que terminaba el viaje. Además, el suelo empapado se notaba más cómodo, con mayor capacidad de amortiguamiento. Iba recordando bastante bien el trayecto, primero llaneando por el cordal y luego descendiendo por el bosque, rodeado de robles o abetos en diferentes tramos. En algunos recodos surgen algunos ejemplares centenarios, y en concreto uno, dada la dimensión de su tronco, podría incluso ser milenario. El descenso se iba endureciendo a medida que la pendiente se acentuaba, pero mis pies lo aguantaban bien.

La pista llegaba hasta Ojedo, allí, mi itinerario desembocaba finalmente en el trazado “oficial”, algo que se hizo evidente porque en aquel momento ya pude ver un peregrino caminando unos cientos de metros por delante de mí, y otro por detrás. Al entrar en Potes hice algunas fotos y me estamparon varios sellos en la oficina del peregrino (en la civilización sobran lugares en los que sellar; burocracia peregrina, síntoma del carácter que progresivamente va envolviendo a este fenómeno). Al menos uno de ellos representaba a una entidad bastante interesante: el Centro de Estudios Lebaniegos. Casi saliendo de Potes me detuve a ver una estatua que me gusta mucho. Se trata de un homenaje al médico rural, y consiste en un galeno jinete, que cabalga a lomos de un equino, cuesta arriba y protegiéndose de una ventisca imaginaria. Una hermosa evocación de todos aquellos viajeros por trabajo que, para dar servicio a sus pacientes, se veían obligados a emprender complicados trayectos de montaña.

 
Potes: Torre del Infantado.

 
Homenaje al médico rural.

Nada más salir del núcleo urbano, aparece un carril coloreado que poco después ofrece un firme de tierra blanquecina y que permite a los peregrinos caminar sin compartir la calzada con los coches. Es algo que se agradece, ya que por allí suele haber bastante tráfico. El ascenso hasta el monasterio es corto, por lo que alcancé mi destino sin grandes esfuerzos y con tiempo suficiente para hacer algunas gestiones previas al comienzo de la misa del peregrino. Primero me sellaron y cumplimentaron la credencial, lo cual me dio derecho a la Lebaniega (un diploma de certificación; un recuerdo al fin y al cabo). La encargada era una mujer que me sonaba y a la que acabé identificando. Se interesó mucho por la alternativa que había elegido para mi viaje. Después, atravesando la Puerta del Perdón, la cual únicamente se abre durante los años jubilares, me acerqué a una capilla lateral de la iglesia en la que se celebraba una breve ceremonia de recepción a los peregrinos. En realidad caminantes apenas éramos un puñado, el grueso principal de los asistentes (entre 100 y 200) eran gente que había llegado en coche y, sobre todo, grupos de mayores que viajaban de excursión en autobuses.

 
La hoja de la Puerta del Perdón.

Allí nos explicaron bastantes cosas sobre la reliquia que justificó que en siglo XVI el Papa declarase destino de peregrinación jubilar a Santo Toribio de Liébana. Se trata del Lignum Crucis o Vera Cruz, el pedazo más grande del mundo de todos los trozos conservados de la cruz de Cristo. Su identificación proviene de la sucesiva transmisión de tradiciones y relatos, pero hace ya algunos años, se tomó una muestra para investigar la madera y se comprobó que se trata de una especie común en Palestina, cuyo pedazo tiene más de 2000 años de antigüedad. El trozo original lo trajo Toribio de Astorga desde Tierra Santa, depositándolo en su diócesis leonesa. Eso fue en el siglo VIII. Pocos años después, ante el riesgo que representaba la invasión musulmana, la reliquia, junto con los propios restos de Toribio, fueron trasladados a San Martín de Turieno (actual Santo Toribio de Liébana), monasterio fundado por Toribio el Monje (otro Toribio diferente) a comienzos del siglo V. Ante la afluencia de peregrinos, y la costumbre de muchos de ellos de querer llevarse algún cachito con ellos, en el siglo XVII, los monjes decidieron cortar la pieza y dividirla en dos trozos para crear una cruz. La madera está colocada dentro de otra cruz ornamental de plata y hueca, y el “estuche protector” dispone de una pequeña ventana al pié para que los peregrinos puedan adorar, tocar o besar la madera. Comentan que el trozo expuesto corresponde al hueco del clavo del brazo izquierdo de la cruz de la crucifixión.

Durante la misa, con la iglesia llena a pesar de ser un día laborable (aunque aún en verano), se percibía algo de jaleo en forma de murmullos, charla entre susurros, disparos fotográficos, diverso deambular y móviles reclamando a sus dueños contestación. Una atmósfera en la que el componente turístico se deja ver, quizás cada vez más, pugnando contra el religioso, el cultural, el místico o el meramente tradicional. La cultura de coches, autocares y motores, superaba allí, con creces, a la del calzado de larga caminata. Durante la ceremonia pude ver llegar a “mis compañeros” de ruta. Pero una vez finalizada la misa, no me entretuve por allí y bajé a Potes caminando.

 
La iglesia y parte del conjunto de Santo Toribio de Liébana.

Finalizado el Camino, me cambié de ropa, me calcé unas sandalias y dejé mi mochila en una taquilla de la estación de autobuses. Me dediqué a dar un vuelta por Potes, a recorrer su casco más antiguo, a fisgar ciertos libros interesantes e incluso a comprarme alguno. Me fui a comer a un restaurante muy típico de los de siempre. Y tuve suerte, porque estaba en un punto de equilibrio ideal entre ambiente animado de gente, y servicio inmediato, sentado y sin esperas. Me pedí una buena ensalada y una deliciosa tabla de quesucos de la zona. El café lo tomé en una terraza mientras leía el periódico, pues tenía tiempo hasta la hora del autobús de línea para volver a casa. Aún así me sobraba tiempo por lo que me instalé en el bar que hace las funciones de estación de autobuses. Allí se habían reunido unos pocos peregrinos que habían finalizado ese día la ruta oficial. Primero les escuché un buen rato de forma anónima, y más tarde me sumé a su tertulia. Fue interesante y saqué algunas conclusiones.

Hoy en día se ha creado un tipo de personas que podríamos calificar como consumidores de peregrinaciones oficiales. Gente que ha encontrado en esta práctica de viaje una modalidad que le llena de satisfacción. Da la impresión de que para muchos de ellos el fundamento que hay detrás de la consideración de una ruta como peregrinación no es demasiado relevante, lo importante parece ser que la ruta este “oficialmente” considerada como tal, promocionada y dotada de determinados servicios. Cada cual valora de distinta manera los diferentes atributos que caracterizan a las rutas que se ofertan, las cuales, por cierto, van en aumento por todas partes. Para algunos es importante la iconografía personal, la concha, su vestimenta, el bastón de peregrino, etc. Para otros la credencial y los sellos. Para casi todos la disponibilidad de una buena red de albergues, sospecho que tanto por cuestiones de precio, como por la posibilidad que dan de coincidir y establecer relación con otros peregrinos. Y también para la mayoría el que el recorrido esté bien señalizado. No son, por lo general, peregrinos con afición a la interpretación cartográfica de los mapas, al uso de la brújula o del altímetro. Más que de mapa, muchos parecen de folleto. La gran mayoría se aferran al concepto de oficialidad de la ruta, algo que me sorprende enormemente pues por lo que yo sé históricamente no existían (en la mayoría de los casos) rutas oficiales marcadas, sino a lo sumo, lugares de paso frecuente, y desde luego innumerables alternativas. Cuando se les pregunta por el Camino que están haciendo, evalúan sin tapujos la calidad de los servicios que éste ofrece, lo que evidentemente quiere decir que lo consideran como una especie de “instalación”, espacio o “infraestructura” contemporánea para su ocio activo, vacación o viaje moderno. Aunque mi reflexión pueda parecer crítica no pretende serlo en absoluto. Millones de personas no pueden estar equivocadas. Sospecho que el que se ha quedado obsoleto en su concepción de peregrinación soy yo. De hecho, como ya expliqué hace tiempo, el fenómeno del turismo de peregrinos se ha convertido en un filón, razón por la cual se va replicando constantemente en diferentes lugares que buscan obtener algo de éxito en esa misma línea. Lo que no acabo de ver es dónde podría quedar situada una difusa línea que separe una adecuada dotación de servicios al peregrino (hostelería específica, respuesta burocrática e informativa, señalización, accesibilidad, etc.) de una urbanización total de cada Camino. Creo que nadie sabría dar la solución porque unos pedirían más modernización en unas cosas y otros en otras. Uno de los peregrinos de la estación de autobuses me dio una pista clara. Cuánto más fáciles y asequibles sean los caminos, y más cercanos a nuestras localidades, más público conseguirán. De hecho si nos paramos a pensarlo despacio, al final, cada Camino se habrá ido transformando a lo largo de su historia. Es de suponer que los peregrinos del siglo XVII no lo harían con los atrasos de los del XII. Aunque visto desde esa perspectiva, ahora todos deberíamos hacerlo en coche por la carretera.

Otro asunto interesante es el de vivir el proceso desde dentro o estar fuera. Me explico, los que recorren un trazado oficial son muchos más. Son la mayoría, y transitan todos por los mismos lugares, realizan etapas parecidas y coinciden en muchos lugares, además de alojarse en el sistema de albergues concreto. Como consecuencia se van conociendo, se van saludando y cada vez comparten más vivencias comunes. Quienes van por otro sitio, por trazados raros o apenas frecuentados, se mantienen fuera de ese proceso y cuando lo rozan, no se sienten parte de él, porque no conocen a sus protagonistas pero a la vez ven que ellos si se conocen entre sí. Por ejemplo, en este viaje yo no puede experimentar una mínima sensación de camaradería peregrina (tampoco la iba buscando) hasta que me encontré con aquel grupo. Y desde luego, cuando di con los peregrinos de la estación, me sentí completamente fuera de su proceso, de su experiencia y, casi casi, de su Camino. No estaba en absoluto integrado en su “movida”. Hubo momentos de conversación (y eran personas que se habían ido conociendo durante su peregrinación) en los que me recordaban la típica reunión de gente que ha hecho la mili juntos y tu no, o como cuando te invitan a una cena de empresa en la que tu no trabajas. Curiosamente, nadie comentó nada de lugares visitados, de la historia del Camino o del destino, etc. la mayoría de la conversación giraba en torno a peripecias de las etapas, calidad de los albergues, errores de señalización, etc.

De todas formas, aproveché la ocasión para preguntarles por el trayecto, por su veredicto. Y todos coincidieron en afirmar que paisajes aparte, les había parecido un “Camino” (yo lo interpreto como “producto-servicio”) muy improvisado, pobre en servicios, mal diseñado, mal equilibrado en el reparto de las etapas (“con una excesivamente dura”), mal señalizado y con un porcentaje excesivo de asfalto en su recorrido. Que tome nota quien la tenga que tomar, si es que alguna parte interesada llega a leer esto.

Mi viaje de peregrinación fue una experiencia estupenda. Algo muy coincidente con lo que había imaginado previamente. No me arrepiento nada de haber optado por mi configuración, y menos aún por no haber elegido la propuesta oficial. Además, aquella tertulia final vino a apuntalar algo más mi sensación de que no soy un buen candidato para convertirse en un peregrino actual. A pesar de que quizás me quede fuera de lugar y obsoleto, creo que mi vocación peregrina se asemeja mucho más a la de los milenios anteriores.




[1] JOSÉ Mª DE PEREDA: “Peñas Arriba”. Santander, 1895.
[2] BALTASAR MAGRO: “Beato el Lebaniego”. Alianza Editorial. Madrid, 2012.
[3] PACO CERDÁ: “Los últimos. Voces de la Laponia española”. Pepitas. Logroño, 2017.

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