“Hay
bicicletas y bicicletas. Una silueta malva fluorescente lanzada cuesta abajo a
setenta por hora: corre en bicicleta. Dos colegialas que cruzan juntas un
puente de Brujas: van en bicicleta. La diferencia entre una y otra cosa puede
reducirse. Michel Audiard con bombachos y calcetines largos se detiene a
tomarse un blanco seco en la barra de un bar: corre en bicicleta. Un
adolescente con tejanos se apea de su bici, con un libro en la mano, y se toma
una menta con agua en una terraza: va en bicicleta. Se es de uno u otro bando.
Pero media una frontera. […] Lo de ir o correr en bicicleta es de nacimiento,
casi una cuestión política. Pero los que corren en bicicleta deberán renunciar
a esta parte de sí mismos si quieren amar – pues sólo se enamoran los que van
en bicicleta”.
Philippe Delerm
(“El
primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida”)
Como ya expliqué hace semanas, pese a que en mi
planificación de participación en la Challenge Retro 2013 habrá al menos tres
eventos francamente duros y exigentes, no estoy entrenado de forma científica
ni planificada para ello. No me apetecía nada estresarme atándome a un plan
de trabajo prefijado y obligado. Me dije a mi mismo: ¿no es esta una propuesta
deportiva “retro”? pues trátala como tal en muchas de sus actividades
complementarias: entrenamiento, avituallamiento, vestimenta, etc. Total, que mi
entrenamiento se resume en dos principios tradicionales: primero: mantenerme
deportivamente activo en invierno; y segundo, “salir en bicicleta” (sin series
ni otras rarezas alienantes) acumulando kilómetros de forma progresiva. Aunque
para lo segundo estoy siendo también especialmente antiguo, ya que ni apunto el
tiempo ni llevo cuenta alguna de los kilómetros de cada salida.
Aclarado esto, he de decir que es absurdo entonces mantener
diario de entrenamiento alguno. Y de hecho no lo hago. Pero algo bien distinto
es, cualquier tarde, evocar momentos, sensaciones, anécdotas o rutinas que me
hayan proporcionado alegría, placer o felicidad mientras “entrenaba” para la
Challenge. Y eso es lo que voy a hacer hoy, y quizá en alguna que otra futura
entrada del blog, antes de que lleguen los relatos del largo rosario de
pruebas.
Todo empezó poco a poco. No me gusta demasiado montar en
bicicleta en invierno. No por el invierno en sí, sino por el frío y sobre todo
por la lluvia. El frío, si es seco y con garantías de que no vaya a haber
precipitaciones, lo llevo mejor. Pero en el caso de la lluvia me niego
directamente a salir. Tanto si llueve como si el riesgo de que lo haga es
evidente. Por eso mis primeras sesiones desordenadas fueron alternando el
rodillo con “largos paseos en bicicleta”. Los largos paseos en bicicleta son
fáciles de explicar. Para ellos utilizaba una Trek que ha sido durante unos 15
años mi bicicleta de montaña, y que desde hace muy poco he reconvertido en
bicicleta de viaje y/o ciudad. La decisión de empezar con ella es sencilla: tiene una posición bastante "de rodar" (con su geometría más bien larga
y un manillar de “mariposa”), la puedo utilizar indistintamente con calas
automáticas o calzado suelto, y lo más importante, va equipada con unos buenos
guardabarros que me permiten salir con las carreteras encharcadas. Así pues, en
ocasiones con aspecto de ciclista y en otras con ropa más bien genérica, el
caso es que empecé poco a poco a salir a rodar por todas las preciosas
carreteras secundarias y caminos rurales de los alrededores de mi casa costera.
Paseos todos ellos de una o dos horas de duración, en los que la belleza de la
ruta era más importante que buscar mejora de rendimiento. Recuerdo uno de los
últimos un día soleado en que tuve que llevar a mi hija pequeña a jugar un
partido de baloncesto a Santander. Aproveché para llevarme esa bicicleta y
pedalear ascendiendo al Faro de Cabo Mayor y desde allí ir tomando callejas y
carreteras costeras que me alejaban de la ciudad hacia el oeste, siempre cerca
de la costa, tanto de ida como de vuelta.
Esos paseos los he ido alternando con algunas sesiones de
rodillo. No me gusta nada el entrenamiento “indoor”. Ni las pesas, ni las
máquinas o simuladores aeróbicos. El único que tolero un poco es el
remoergómetro, pero desde luego que el “rodillo” para la bici tampoco me
satisface. Pero como demasiadas veces a lo largo de febrero y marzo, aquí en el
Cantábrico el tiempo es muy desapacible, no me ha quedado más remedio que
desempolvar el viejo “simulador” Cateye que durante décadas he utilizado para
hacer pruebas de esfuerzo a “mis” ciclistas y triatletas, e instalarlo en el
ático con mi bicicleta de carretera Trek anclada a él. Es una pena que este
tipo de “rodillo” ya no se comercialice, ya que es una excelente opción. Es muy
estable, simula tanto la resistencia al avance en llano (gracias a una turbina
de aire muy bien diseñada), como cuestas de un amplio abanico de porcentajes
(gracias a un freno electromagnético auxiliar que puedes activar, variar o
quitar en marcha). Además te va dando información instantánea en watios o km/h,
y dispone de cronómetro y cuentakilómetros. Pero insisto en que no me va nada
su uso, me da mucha pereza entrenar en casa, así que las veces que lo he
utilizado (las menos posible, siempre durante una hora de pedaleo) lo he hecho
con las ventanas abiertas, muy poca ropa y delante de una pantalla de ordenador
en la que pongo películas de ciclismo clásico o esos preciosos y sugerentes
videos de rutas fascinantes del canal de video de la marca de ropa ciclista Rapha.
Como abusar del rodillo acabaría con mi motivación y por
ende con la larga espera de meses hasta la mayor parte de los eventos, de vez
en cuando salgo con mi GT de montaña. En bici de montaña el mal tiempo me
afecta menos que sobre asfalto (algo puramente psicológico supongo). La BTT no
es precisamente la opción que más me gusta para entrenar. Entiendo esta
modalidad como una maravillosa actividad de excursión, una ruta más bien larga
en la que ir con otras personas a pasar el día en la montaña, pedaleando, con
un destino o itinerario realmente bonito que nos sirva de objetivo,
descubrimiento o plan previo. No sé si me explico bien, es como ir a la montaña
a subir a una cumbre o completar caminando una ruta determinada de gran
interés. Te llevas el bocadillo y echas el día con los amigos o la familia.
Pero para entrenar cerca de casa, aunque tengo recorridos preciosos, lo suelo
evitar, porque ya me los sé de memoria y porque para eso prefiero las de
carretera. Aún así, de vez en cuando me animo la saco y ruedo un par de horas.
Como estamos en invierno, y por cierto con una nutrida
sucesión de frentes fríos que nos han ido descargando copiosas nevadas, lo
primero es lo primero. Y por mucho que me guste la bicicleta, lo que yo siempre
he sido, por encima de cualquier otra modalidad deportiva, ha sido esquiador.
Por lo que cuando hay abundancia de nieve y mis ocupaciones me lo permiten, me
aferro a la disculpa del clásico concepto de “preparación invernal” para
abandonar mis salidas en bicicleta y calzarme mis esquís de travesía, para
mantenerme en forma ascendiendo montañas y dibujando descensos singulares e
inéditos para mí. En ocasiones en solitario, aunque la mayoría de las veces
acompañado por mis amigos, los cuales también son ciclistas y muchos tienen
intención de tomar parte en alguno de los eventos retro programados.
La suerte (al menos para mí ya que otras personas pueden
considerarlo una desgracia) que tiene el vivir en Cantabria, es que disfrutamos una
amplísima diversidad de clima que nos proporciona días de todas clases la mayor
parte del año. Esto incluye que entre frente y frente salgan bastantes días sin
lluvia e incluso muchos de muy buen tiempo y temperaturas suaves. De ellos
estoy aprovechando bastantes. Para ello ya abandoné pronto los “paseos” antes
mencionados y los he convertido en salidas, alternando las dos bicicletas
clásicas que más voy a utilizar a lo largo de la Challenge. Algunos días salgo
con la Razesa, para ir acostumbrándome a su postura algo corta, a su sillín más
bien duro y para que las nuevas coronas grandes se vayan “haciendo” a la cadena.
He disfrutado de salidas con constante territorio “rompepiernas”, circulando
siempre entre pueblecitos muy pequeños, carreterillas muy perdidas y sucesiones
de colinas que subir y bajar. Todo ello, tal y como es por aquí: tapizado de
verdes de todas las tonalidades y con generosidad de arbolado. Las carreteras
estrechas, llenas de curvas y flanqueadas por gruesos plátanos (el tipo de
árboles) son mi debilidad. Así como esas apariciones repentinas en las que tras
un cambio de rasante o una curva ciega, el paisaje te sorprende con una vista
del mar, de algún vallecito escondido o cualquier otro detalle encantador. Así
voy rodando entre dos o dos horas y media cada vez que salgo. Suficiente por
ahora, ya que tampoco tengo tiempo de más.
La alternativa para este tipo de salidas es la Alan con
desarrollo tradicional. Es una bicicleta con un sillín cómodo y una postura muy
adecuada para mí. Y además muy ligera, aunque debo extremar la atención porque
su tipo de construcción la hace tremendamente nerviosa y flexible. Con ella he
tenido ya algunas anécdotas remarcables. Por ejemplo un día que saliendo a
hacer tres horas ya, pude hacerlo de corto (culote y maillot) porque el día
apareció soleado y con 20 grados de temperatura. Las marismas de Santoña
estaban espectaculares al rodar sobre ellas en pleamar un día de gran
coeficiente (mareas vivas). La única pega es que algo pasó regresando que de
repente la rueda trasera se descentró y a falta de herramienta y por temor a
empeorarla hasta lo irreparable, llamé para que se acercaran a buscarme cuando
aún me quedaba media hora de regreso. Hacía años que no utilizaba el “comodín
de la llamada”.
Pero hasta ahora, la salida más gratificante de todas,
desde que empecé a entrenar ha sido un precioso sábado de invierno, un día frío, muy soleado y tranquilo, justo después de un periodo de fuertes nevadas.
Ese día saqué la Alan y decidí comprobar cómo me iría con el 42x23 subiendo un
puerto. Así que salí de casa en dirección al puerto de Alisas (un clásico de la
zona en el que todos los ciclistas se cronometran a modo de test). Mi intención
era rodar hasta allí y subir un rato hasta que el cansancio me animase a darme
la vuelta y regresar. Pero el día estaba precioso y sorprendentemente para la
fecha, me encontré bastante bien y di con un ritmo cómodo y llevadero. Así poco
a poco y sin pretensiones fui ascendiendo hasta que la nieve apareció cubriendo
todo el paisaje superior y coloreando todo de blanco, a excepción de la propia
carretera. Los últimos kilómetros hasta la cima fueron especialmente bonitos
entre tanta nieve, como si ese puerto que apenas roza los 600 metros de altitud
estuviera ubicado en los Alpes. Por lo que sin comerlo ni beberlo, me vi en la
cima, haciendo unas fotos a la bicicleta y rodeado por domingueros jugando con la
nieve. Recuerdo además que en algún momento a lo largo de las tres horas de
ruta, me crucé con otro ciclista “feliz” descendiendo el mismo puerto con otra
bicicleta clásica flamante con un cuadro de color verde esmeralda.Por si alguien no acaba de comprender del todo mi filosofía, os dejo con un precioso corto de ciclismo “natural, humano, retro y paisajístico”. Son unos trece minutos para disfrutar.
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