“Entre sus diversas y sucesivas actividades – abogado,
industrial, periodista, escritor -, aquella de la que Tristán Bernard está más
orgulloso es, ciertamente, de su papel de ‘director deportivo’ en los ‘tiempos
heroicos del ciclismo’, deporte entonces muy de moda. Así le representa
Lautrec, definido con un trazo firme, directamente realizado con el pincel, en
un paisaje invernal de árboles sin hojas, en el velódromo de Buffalo, frente a
las nuevas tribunas cubiertas, recientemente inauguradas. A la derecha del
pelotón, los ciclistas están dibujados con rapidez, utilizando rojo un poco
oscuro; la forma oval de la pista inclinada parece vista por uno de ellos”.
Anne Roquebert (“Retratos (en Toulouse-Lautrec, catálogo
de exposición 1992)”).
Cuadro.
“Tristán Bernard en el velódromo Buffalo”, 1895.
La Anjou Velo Vintage es un evento muy diferente a todos los
que he vivido hasta ahora en esta Challenge Retro. Se trata de una celebración
masiva y que se corresponde más con las fiestas anuales de toda una ciudad (en
realidad dos: Angers y Saumur), que con una ruta organizada por una entidad o
persona concretas. Esto quiere decir que allí, todas las instituciones, muchas
personas y empresas patrocinadoras o colaboradoras están volcadas en la
organización, y el programa incluye mucho más que la mera organización de las
rutas, y de hecho el programa completo (al que no asistimos) había comenzado un
par de días antes que las propias etapas ciclistas. Esto lógicamente tiene su
repercusión en la cobertura mediática, la cual es importante (y en alguna
ocasión te hace preguntarte quién está al servicio de quién, entre
participantes o medios de comunicación, así como pensando en quién están
organizadas algunas de las actividades…); así como en las cifras de
participación, que son mucho más elevadas que cualquiera de los eventos
anteriores. Por poner un ejemplo, la ruta del domingo reunió a 300 ciclistas en
la Rando, 850 en la Balade y 1200 en la Decouverte. El total de ciclistas en
los dos días fue de 2600 y de visitantes a las Villages del evento ¡20.000! En
fin, otra dimensión, otra historia. Disfrutarlo lo disfrutamos mucho, aunque
personalmente he comprobado una vez más que me gustan mucho más los eventos
menos masivos, de escala más humana, en los que las relaciones sociales y la
interacción entre participantes se ve mucho más favorecida. A Anjou hay que ir,
especialmente si tu afición son las bicicletas clásicas, iré explicando el
porqué. Sin embargo, el tipo de evento hace recomendable hacerlo con un grupo
de amigos: cuatro o más sería perfecto.
Otro aspecto destacable de este completo fin de semana ha
sido la inmersión absoluta en la concepción francesa del ciclismo histórico. En
multitud de detalles pudimos sentir, comprobar y percibir que estábamos
pedaleando en Francia, y que allí, en numerosos pequeños rasgos, el ciclismo se
vive de forma ligeramente distinta. No muy diferente, pero si un poquito.
Anjou es una comarca alejada de Cantabria, a unos 720 km
todos, la mayoría de los cuales son de autopista, autovía o vía rápida. Es pues
algo de paliza viajar en coche, aunque el evento lo merece. De hecho los viajes
de ida y vuelta fueron relativamente cómodos y descansados, a pesar de una
pesada retención a la ida en Burdeos (en la entrada que hace algunas semanas
dediqué a Francia olvidé mencionar que uno de los males innatos de esa nación
es su natural tendencia a los “bouchons” (atascos), los cuales pueden producirse
en coche, personas, esquiadores… en cualquier sitio y momento, y además los
gestionan bastante mal y no todo el mundo los soporta civilizadamente. No me
invento nada, he sufrido varios en circunstancias de lo más variadas. Hasta en
los comics de Asterix se hace habitual referencia a ellos. Pienso que es cosa
derivada en parte de su gran afición a acudir todos en masa a muchos tipos de
eventos o costumbres nacionales: semanas blancas, vacaciones muy
estandarizadas, etc.). Olvidándonos de los viajes nuestro relato se ceñirá
exclusivamente a las dos jornadas ciclistas vividas allí, las cuales, eso sí,
resultaron bastante intensas.
El sábado por la mañana tuvimos que madrugar. Yo tomaba
parte en la Retro 1903, un homenaje centenario al primer Tour de Francia,
recorriendo parte de una de las etapas originales de entonces. En nuestro caso
eran 84 km entre Angers y Saumur. Cómo nosotros estábamos instalados en la
segunda localidad, debía trasladarme a la primera, para lo cual optamos por el
coche, pese a que la organización había dispuesto algunos autobuses. El
traslado fue muy agradable porque tomamos la carretera turística que circulaba
por la orilla nordeste del Loira, mostrándonos buenas vistas e imágenes
locales. Lo que no estaba nada bien organizado era la información para
encontrar el enclave de registro y salida de la etapa. Tras varias vueltas
conseguimos dar con ello y aparcar. Desde entonces, todo marchó estupendamente.
Al registrarme me entregaron una bonita bolsa bandolera de ciclista antiguo (a
la postre la utilizaría en ambas etapas y se ha consolidado desde entonces como
parte de mi equipo ciclista para clásicas), que entre mucha papelería incluía
un mapa de ruta de la etapa, el dorsal para la bici y un estupendo bidón
metálico estilo retro con tapón de corcho. El rato previo a la salida lo
dedicamos a fotografiar y observar los fantásticos coches y furgonetas antiguos
que acompañarían a la auténtica caravana ciclista, y al resto de participantes
con sus increíbles y de lo más diversas máquinas e indumentarias. Había un gran
ambiente y cada vez se unía más gente. Poco antes de la salida oficial
neutralizada nos presentaron a las que serían las figuras del pelotón. Para mi
sorpresa e ilusión destacaban especialmente Joop Zoetemelk (ganador de la
Vuelta del 79, Tour del 80, Mundial del 85 y 100km CRE de los JJOO México 68) y
Bernard Thevenet (ganador de los Tours del 75 y 77), dos grandes figuras de mi
adolescencia. Con el primero de ellos llegué a rodar muy cerca en un par de
ocasiones ambos días. La salida la dio, desde un coche muy antiguo y abierto,
nada más y nada menos que “Pou Pou”, Raymong Poulidor, “el eterno segundo”
(tres veces segundo y cinco veces tercero del Tour; ganador de la Vuelta del 64
y ¡segundo! Del Mundial del 74; se las tuvo que ver con Anquetil, Gimondi y
Merckx, nada menos).
Charlando con Luciano en los prolegómenos.
Thevenet y Zoetemelk, ídolos de mi adolescencia.
Esta
etapa en línea, sin ser una carrera, en cierto modo lo pareció. Los primeros
kilómetros rodamos en un gran pelotón, en el que demasiada gente pugnaba por
irse hacia adelante y en el que cada estrechamiento o viraje cerrado provocaba
fuertes frenadas y retenciones. Un excesivo número de motos se metían entre
nosotros para filmarnos y fotografiarnos. A los pocos kilómetros la cabeza se
liberó, aquello se aceleró en exceso y todo el grupo se deshizo en subgrupos
entre los que nos movíamos saltando de rueda a rueda para tratar de no quedar
muy rezagados e ir remontando posiciones pasando de grupito en grupito. El
viento de frente favorecía este tipo de comportamiento algo obsesivo e
incomprensible, que sin embargo se había instalado en cierta medida en
nosotros. No sé muy bien cómo ni porqué, pero el caso es que daba la sensación
de que estábamos de hecho corriendo una etapa del Tour, difícil de fechar con
exactitud en nuestro recuerdo, descabezada de liderazgo, pero con prisa y afán
por ir hacia delante y dejar gente detrás. Este día casi todo eran bicicletas
de carreras. La mayoría con manillar convencional y ligeras variaciones en
edad, marca o modelo, así como todo un abanico de maillots de antiguos equipos
profesionales (ojo con los de la Vie Claire que di con varios, aquí y en
Austria, que resultaron “andar” mucho). Pero otro número significativo de ellas
eran originales o réplicas de bicicletas de competición anteriores al manillar
de aros, normalmente sin cambios, con ruedas muy gruesas e indumentaria mucho
más antigua. Esos también disputaban y pedaleaban con entusiasmo, incluso
exagerada pasión, pero poco a poco se iban viendo lógicamente relegados hacia
atrás. En un momento dado, un fino ciclista de unos 60 años, nos llevó en
volandas a un grupo de unos cinco corredores. No sé cómo era capaz pero nos
trasladó bastantes kilómetros a toda mecha sin un solo relevo y remontando
grupos cada poco (importante cura de humildad, francamente). La ruta era
agradable porque inicialmente discurría por la bonita y entretenida carretera
de la orilla sur del Loira. Otro importante “efecto Tour” es que atravesamos
numerosas pequeñas localidades, y en todas ellas la gente, todo tipo de
paisanaje, nos animaba desde la acera, cruces, terrazas, coches, o asomada a
puertas y ventanas, tal y como siempre pasa en la televisión con el Tour desde
sus inicios. A partir de cierto punto la ruta se alejaba del río y se internaba
por los campos y pueblos no ribereños hasta dejarnos en el espectacular Chateau
de Brissac-Quincé en cuyos jardines y caballerizas disfrutamos de un excelente
almuerzo caliente y completo, amenizados por unos bailes regionales, con
degustación de espumosos y un necesario café de sobremesa. Allí la caravana
lucía aparcada en todo su esplendor, con enorme despliegue de coches de época,
de furgonetas antiguas y de vehículos específicos de caravanas ciclistas o de
equipos, también antiguos. Conocí a Martín (argentino afincado en París) y a su
espigado amigo Clement, con quienes compartí mesa y agradable conversación. El
día hasta entonces se había mantenido templado y nublado pero sin lluvia.
Chateau
de Brissac-Quincé, y un Gordini especial de equipo del Tour de Francia del 64
(con puertas recortadas para bajarse y subirse sin pérdida de tiempo).
Desde allí cada cual salía cuando creía conveniente. Éramos
tantos que cuando me iba, aún llegaba bastante gente para empezar a comer. De
nuevo en ruta, saltando de pueblo en pueblo y disfrutando de los campos y
paisajes de la zona, bastante verdes y frondosos, me lo tomé con mucha más
calma (siempre lo hago para hacer mejor la digestión), entre otras cosas porque
habíamos quedado completamente disgregados. Te encontrabas alguno aquí o allá.
A lo largo de muchísimos kilómetros llevé pegado a rueda a un francés con bici
completamente moderna y de carbono. Pasamos a algunos e incluso hubo quién nos
superó de vez en cuando, pero él debía de encontrarse cómodo a mi rueda porque de allí no se movía. Volvimos
a la orilla del río para llanear por un entorno muy interesante que cumplía en
cierta medida el anhelo de pedalear por el paisaje del Loira circulando entre
palacios y casas de abolengo. Hubo un rato en el que me fueron adelantando
muchos de los coches de la caravana, por lo que me entretuve observándoles
pasar. En determinado momento nos pasaron tres ciclistas y aprovechamos para
incrustarnos en su fila, entre los dos primeros y el tercero que parecía ir
perdiendo terreno. La “etapa” volvió a ser lo que era, el de delante volaba y
allí nos agrupábamos los demás a rueda y con el plato metido. Para colmo nos
alcanzó por detrás el vehículo de la megafonía y empezó a cumplir con el papel
de comentar “la escapada” como si de una carrera real se tratara. Lógicamente
este detalle inconveniente pareció espolear a mis compañeros (es un decir) de
ruta, y la intensidad de pedaleo aumentó. Así, con el gancho puesto llegamos a
Saumur, y en determinado momento no pude más y los dejé marchar, para llegar más
despacio y tomarme cruces, enlaces y desvíos con calma. Precisamente cuando
llegaba, alcancé justo antes de la llegada a mi “sombra” (el de la bici
moderna), que había seguido aquella rueda final, para quedar igualmente
relegado un poco más adelante que yo.
En la llegada había mucha gente animando, más megafonía,
cámaras, bullicio y mucho ambiente. Myriam me esperaba allí. Aprovechamos para
registrarnos en la ruta del día siguiente (otra bolsa, otro dorsal, otro
mapa…), me tomé una cerveza y dimos un repaso a las diferentes carpas del
“Village”, que incluían exposiciones de bicicletas antiguas, puestos de época
(fotografía, telégrafos…), hostelería, tiendas de ropa vintage, puestos de
fabricantes de bicicletas, o accesorios ciclistas estilo clásico, etc. También
había mercado de antigüedades. Muchas cosas que ver, algunas de ellas
interesantes. Un hallazgo agradable, aunque prohibitivo fue el stand Alex
Singer (uno de los fabricantes artesanos más prestigiosos de bicicletas para
viajes), que también había presentado un grupo corporativo muy variopinto de
ciclistas a participar en la ruta. Sin perder demasiado tiempo nos marchamos al
hotel para descansar, ducharnos y prepararnos para la “Soiree Vintage” de la
noche.
El proceso a Myriam le llevó bastante tiempo. Más que de
costumbre, lo cual fue de agradecer para poder echarme a sestear. Estrenaba
vestido para la ocasión, se la veía muy ilusionada con el evento y al parecer,
dar con el peinado acertado para el conjunto no resultaba tarea fácil. A mí el
resultado me pareció ideal, las fotos pueden ayudar a los lectores a juzgar por
sí mismos. Comentar que mi bigote era natural, no como muchos otros de los que
se pasearon por allí, aunque con un plazo de planificación demasiado breve.
Antes de ello disfrutamos con más detalles del “Village”,
recorrimos casi todos sus stands y merendamos una combinado de charcutería
francesa con vino tinto de la zona (muy ligero y rico por cierto). La fiesta se
celebraba en un pabellón enorme y muy antiguo, que formaba parte de todo el
enclave donde se situaba todo el evento, y que no es otro que diferentes
espacios abiertos y cerrados de un enorme complejo antiguo propiedad de una
escuela de caballería militar. En la entrada a la fiesta se confirmaba que la
Anjou Velo Vintage es tanto una celebración ciclista como un homenaje y una
excusa para sacar la elegancia vintage a la calle. No en vano Saumur fue la
ciudad donde nació Coco Chanel, y nos resultó evidente que en ocasiones como
esta, sus habitantes y visitantes lo llevan a gala. Todos íbamos
arregladísimos. Gente que por la mañana se había presentado perfectamente
vestido de otros tiempos acorde con su bicicleta, estaban ahora transformados
en glamurosos personajes de diferentes épocas (especialmente años 20 y años
50). Parejas entradas en años, familias enteras, numerosos grupos de jóvenes…
Todos entramos al recinto y fuimos recibidos con un cava francés rosado, y
montones de mesas alargadas dispuestas para la cena. Elegimos nuestro sitio con
visión hacia el escenario, porque a lo largo del espaciado banquete se
sucederían diferentes actuaciones. La cena resultó discreta, los espectáculos
no demasiado atractivos y nuestros compañeros de mesa más bien sosos. A eso
hubo que añadir un pequeño conflicto con los camareros que casi nos dejan sin
segundo plato. Sin embargo pasamos una buena velada y hasta nos lanzamos a
bailar a la pista central con la música en directo de una auténtica banda de
Swing y Jazz. Lo dicho, esta fiesta tan numerosa hubiera sido más apropiada
haberla vivido en grupo de amigos, pero dos de las cosas que me está
confirmando esta Challenge es que por mucho que les animes, hay amistades a quienes
les cuesta mucho moverse de casa ante propuestas que se salen de su “estándar”,
y que si esperas a que los demás se decidan te quedas sin vivirlo tú, así que
en cualquier caso, compruebo evento tras evento, que estoy haciendo muy bien en
acudir.
Total que afortunadamente no nos acostamos demasiado
tarde. A la mañana siguiente hicimos el equipaje y dejamos todo listo en el
coche, desayunamos, cargamos las bicis y aparcamos en el recinto. Nos
preparamos para la segunda ruta, la verdadera Anjou Velo Vintage. De las tres
opciones yo me decanté por la Rando (87 km) y Myriam por la Decouverte (35 km).
Ella estrenaba su Super Cil del año 68-69, yo repetía con mi Alan ex-Teka, que
gracias a la sabiduría del italiano Luciano acababa de certificar que es del 79
(conclusión a la que había llegado tras entrevistarme con Enrique Aja hacía
meses).
Myriam estrenando la Super Cil
El día se presentaba como la víspera. Entonces sólo llegó a
lloviznar al final de la ruta, cuando más rápido rodábamos y casi ni me enteré.
Primero salíamos los de las rutas mediana y grande. Unos 1150 en total, me
coloqué más bien atrás y coincidí con un señor inglés con quien tuve una
agradable conversación durante la espera. El ambiente era completamente
diferente al del día anterior. Si bien muchos íbamos ataviados de corredores y
con bicicletas deportivas, tantos o más portaban bicicletas de paseo y ropa
acorde con tales monturas (ropa de paseo, de vestir, de pic-nic, uniformes de
trabajo o institucionales, etc.). Desde el principio se respiraba una atmósfera
diferente. Hoy no se trataba de emular una carrera, sino de disfrutar de un
recorrido turístico y festivo en bicicleta. La gente, contagiada del ambiente
salió mucho más tranquila. La ruta discurría inicialmente por la ribera,
remontando el Loira, y estaba salpicada de paradas turísticas. En el kilómetros
8 pedaleamos y caminamos por dentro de espacios horadados en las rocas, una
especie de laberintos trogloditas que actualmente albergan bodegas y que son
típicos de esa zona. Poco después llegó la primera degustación vinícola del día
(Chateau de Parnay: cava rosado muy agradable y un tinto que no me llamó la
atención). Y un poco más allá, justo en el momento en el que la ruta abandonaba
el río, el peculiar y precioso pueblo rupestre de Turquant. Este día me lo tomé
con especial calma, tenía ganas de pedalear sólo, cómodo y a mi ritmo,
intentando disfrutar al máximo del recorrido. Fue una decisión fácil porque el
ambiente invitaba a ello. Y además un acierto porque el recorrido resultó
bastante más bonito que el del sábado, ósea precioso. Pasaba de los dominios
vinícolas de un “chateau”, con sus viñas perfectamente ordenadas en moderadas
lomas, a los de otro, intercalando en algún momento una localidad pintoresca,
un curso fluvial o un grupo de arbolado frondoso. Visitamos auténticos palacios
de ensueño. En el de Brézé entramos pedaleando por sus cuidadas fincas,
recorrimos las catacumbas de su foso y comimos en e sus jardines. De nuevo menú
completo y caliente, en la hierba y bajo el sol. La degustación seguía ¿no lo
he recalcado suficientemente? ¡Esta ruta resultó una auténtica cata en
bicicleta! En esta ocasión me decanté por un cava blanco bien frío de sobremesa
(exquisito).
Sobremesa en bicicleta, muy calmado, muy observador, muy
“disfrutón”. Así hasta el kilómetro 32, bonito pueblo de Le Coudary-Macouard,
donde me esperaba el ansiado café y punto geográfico en el que los del
recorrido mediano iniciaban su retorno, mientras los del largo seguíamos
aumentando nuestro afán turístico. Hubo zonas con mucho viento lateral y otras
de cara que sólo resultaría favorecedor a partir del kilómetro 70. Hasta
entonces calma, continuidad, constancia y recrearse en el fantástico panorama
de campiña francesa atlántica de interior. De repente un pueblo junto a un río
me llamó poderosamente la atención por su encanto: Montreuil-Bellay. Me gustó su
aproximación, atravesar su casco callejero, admirar su palacio y precisamente a
la salida, junto al río, en un centro turístico de canoas, me esperaba la
degustación de otro cava estupendo. Este lo acompañé de un trozo de quiche,
mientras admiraba el remanso del río parcialmente cubierto de nenúfares, desde
el pantalán. Pero reanudé la marcha en seguida. Allá por el kilómetro 50 el
ambiente se ennegreció, las gotas empezaron tímidamente a caer, pero el
chaparrón parecía evidente, por lo que paré, me puse el impermeable y seguí la
marcha bajo lo que enseguida se convirtió en un aguacero en toda regla. Así, a
los pocos kilómetros llegué a los casi túneles de arbolado de unas fincas
maravillosas que correspondían a la propiedad del Chateau de D’echuilly (uno de
los más bonitos del fin de semana), en el cual se ubicaba una nueva
degustación. Me vino de perlas porque coincidió con el final del chaparrón,
pude reanimarme con un blanco dulce exquisito, hacer alguna foto, sacudir el
impermeable y charlar con unos fotógrafos y moteros de la organización, antes
de continuar seco y reconfortado.
En el Chateau de D’echuilly
Más kilómetros con mejoría en el tiempo. De nuevo el sol,
cruces de enlace y una parada turística breve (km 67) en unas galerías
subterráneas que por su estrechez y enorme altura recordaban a las formaciones
rocosas de la playa de las Catedrales de Lugo. Al salir de allí adelanté a dos
que se retrasaban porque uno de ellos había averiado un pedal. El recorrido
claramente iba tomando más la forma de tramos de enlace que evitaban carreteras
con tráfico y enlazaban tramos recónditos, con secundarias o carreteras de
servicio agrario (siempre asfaltadas). De repente otro chaparrón se cernió
sobre mí, con el tiempo justo para ponerme el impermeable de nuevo. Este fue
aún más violento que el otro, y más largo. En una zona muy bonita y frondosa
empecé a ver a participantes salteados de los de los recorridos más cortos ya
que esta parte final volvía a ser común. La mayoría estaban refugiados bajo
grandes árboles. Sus atuendos no invitaban a seguir pedaleando bajo esa tromba
de agua. Yo ya no tenía ganas de parame así que seguí, empapándome culote,
piernas y zapatillas, pero sin pasar frío. Y tal cual, encontrándome cada vez
más gente y cruzándome numerosísimos grupos de turistas en bicicleta, ajenos al
evento (la comarca oferta mucha actividad cicloturista de por sí), alcancé las
bodegas de Maison Bouvet-Ladubay. También estaban escavadas en roca, y estas
eran las que más elementos decorativos relacionados con el vino y su crianza
presentaban, con varias salas de barricas, soportes de reposo para botellas,
etc. En un gran salón para degustaciones ya se había juntado bastante gente
correspondiente a los tres recorridos. Me tomé el último cava del viaje, y
habiendo ya escampado, pedaleé los últimos metros hasta cruzar el arco de
llegada y reencontrarme con Myriam.
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