Páginas

Páginas

viernes, 14 de marzo de 2014

8. MI PADRE



José Luís probando una de nuestras primeras bicicletas de montaña
(una MBK. En Alto Campoo, allá por el año 89-90.



Hace unos días vendimos una casa familiar. Su estado era lamentable, con parte de las cubiertas caídas, el interior semiderruido, y todo el conjunto abandonado a su suerte desde 1950. He de decir que no era culpa nuestra, porque el inmueble pertenecía a un familiar cercano que se limitaba a no perder la propiedad, pensando en traspasarla en herencia, tal como le fue legada, aunque sin mantenerla. La casa data del año 1900 y resultaba interesante porque en su día fue la tienda y almacén comercial de un pueblo del curso alto del río Besaya. Se ubicaba en el barrio de la Venta Nueva, y no descarto suponer que precisamente el apelativo de Venta Nueva le viniera dado al barrio por las funciones de la propiedad. Aún conserva el mostrador y un mueble de estanterías que estamos restaurando para la casa familiar del mismo pueblo (esa sí que la conservamos y cuidamos como sede de eventos y esparcimientos rurales). La venta ha sido debida a la necesidad. No una necesidad desesperada por la ruina económica, sino otra relacionada con la ruina estructural. Era un inmueble muy grande, costoso de rehabilitar y desatendido a causa de que en la familia disfrutamos de otras opciones habitables por la zona. Total, que la mejor opción era intentar vender antes que asumir gastos o perder la propiedad derribando. Para nosotros siempre fue “la tienda”, y aunque realmente nunca la disfrutamos o utilizamos, las posibilidades de la misma eran enormes, ya que el almacén anejo daba para poder acondicionar un salón de reunión enorme, un taller para trabajar con amplitud en restauraciones y un piso superior donde quizás poder exponer una larga colección de bicicletas, eso por no hablar de las imaginativas posibilidades que se me iban ocurriendo para su patio-jardín amurallado, que con terreno en dos terrazas descendentes hacia al río hubiera dado juego para un coqueto jardín minimalista, una salita de invernadero y alguna cosa más. En esa casa nació mi padre, y la casualidad, o algunos designios no interpretados, han hecho que nos hayamos desprendido de ella a lo largo de los días en los que él ha fallecido.

No pretendo aquí escribir un panegírico. Necesitaría el espacio de un amplio libro para ello, y además, tengo claro que mi capacidad redactora no estaría jamás a la altura del mérito de mi padre. Tampoco busco realizar un ejercicio de duelo que me sirva como catarsis o excusa de desahogo. No lo necesito, hemos sido muy afortunados en este proceso final, ya que pese a la lógica tristeza del hecho, su guión y proceso han sido ideales, lo que cualquiera de su amplia lista de hijos y nietos (además de mi madre) hubiéramos deseado de antemano. Me ha dado tiempo de sobra para despedirme de él. Viéndole a menudo, pudiéndole ayudar, homenajeándole con un documental que monté para él y hasta mimándole en la cama durante sus últimas horas. Tal es así, que siento que me he quedado en paz y disfruto con intensidad de sus recuerdos, de todos ellos, desde los primeros a los últimos.

Sin embargo su partida sí que me ha hecho reflexionar bastante sobre el sentido de la vida de las personas y el significado de eternidad que el ser humano siempre ha tratado de desear, buscar o racionalizar. Le pese a quien le pese, la humanidad siempre ha tenido, y sigue teniendo un fuerte componente de espiritualidad. A lo largo de los siglos se ha venido manifestando conformando una amplísima diversidad de religiones. Incluso ahora, en la época de la postmodernidad, en la que el agnosticismo, ateísmo, racionalismo, laicismo y demás posicionamientos ante las cuestiones espirituales, son mayoría, aparecen corrientes en las que los humanos buscan oportunidades para dar rienda suelta a sus necesidades de trascendencia vital, de sentido cósmico y de continuidad extracorpórea o inmaterial. Las tendencias “New Age”, el repentino posicionamiento de lo “emocional” en muchos órdenes de la vida, el éxito comercial de los productos narrativos con altas dosis de magia, simbolismo o eternidad (tanto en cine como en literatura); esas y otras muchas manifestaciones sociológicas parecen justificar que para muchas personas, no basta con lo terrenal ni con la apabullante oferta material de la sociedad de consumo, para llenar sus vidas, ni para dotarlas de un significado suficiente.
Mi padre en ese sentido lo tuvo fácil. Supo maridar sin fisuras su evidente mentalidad técnica y científica de ingeniero, con un profundo sentimiento religioso (católico), ferviente y arraigado que le acompañaría a lo largo de toda su vida, sin impedirle, por otro lado, sorprendernos con claras y originales muestras de liberalidad de pensamiento (estaba seducido por la innovación, tanto por la técnica como por la humanista). Por todo ello, a medida que se aproximaba su hora, se le podía ver tranquilo, casi hasta impaciente, mostrando una especie de aura de deber cumplido, de ciclo vital aprovechado, de satisfacción de artesano de la vida, quién acabada su obra, tan sólo espera descansar y no ensimismarse o alargar la misma con retoques innecesarios. Estaba convencido de que después de esta vida, vendría otra. Y aunque sea difícil imaginarlo, una mucho mejor. De otro nivel, otra dimensión. Algo clave en los fundamentos del cristianismo.

Pero dejando aparte las creencias de mi padre, tal y como he señalado, estos días he tenido muchos momentos de reflexión personal y me ha dado por encontrar (que no buscar) diferentes formas en las que entiendo que mi padre va a ser eterno. Comenzaré por una perspectiva biológica. Todos llevamos mucho de nuestro padre en nuestros genes: aspectos de su forma de ser, muchos atributos fisiológicos, características físicas, etc. Un ejemplo de ello es el enorme parecido de uno de mis hermanos con él (como dos gotas de agua). La “carga” genética de mi padre proviene de la herencia, de la transmisión de todos sus antepasados. Él fue una acertada integración y combinación de la misma que lleva camino de perdurar y eternizarse a través de sus seis hijos y los sucesivos descendientes de los mismos (en la actualidad ya 14), enriquecida en este caso por la de mi madre. La evolución del ser humano se basa en este sistema de transmisión y de supervivencia temporal de los orígenes genéticos. En su caso, la difusión ha sido extensiva, lo cual nos permite aventurar que al menos, a medio plazo, mi padre, muchas de sus características y esencia biológica, van a estar presentes en este mundo de forma extendida y amplificada.

Desde una perspectiva de constructivismo humano, su legado se me antoja tanto o más potente que el anterior. Siempre alegó que sus inversiones (temporales y dinerarias) se empleaban en la educación de sus hijos, familiar y académica. Por tal motivo, la educación que nos inculcó actualmente regula, ordena, cuida y sostiene territorios públicos, bosques, ríos y montañas; está pendiente de la salud de las personas; educa a su vez a sucesivas promociones estudiantiles y mantiene una intensa actividad social, comercial y deportiva con miles de personas. Trataré de explicarme mejor. Ignoro lo que sucederá en otros casos, pero en el nuestro, tanto mis hermanos como yo, somos un “producto educativo” que, sin quitar mérito a otros agentes participantes en el proceso, se fundamenta profundamente en muchos de los principios (¡y detalles!) de lo que fue mi padre en vida. Lo cual significa que a día de hoy, en nuestra forma de actuar, de relacionarnos, de comportarnos, de trabajar, de crear y de educar a nuestros hijos, mi padre sigue plenamente “vigente”. Del éxito que consigamos en aquello último, dependerá que esa vigencia siga viva en futuras generaciones. Y todo ello se plasma ahora mismo en nuestras familias y desempeños profesionales.

Una de las cualidades que lo caracterizaban era una extraordinaria habilidad manual e ingenio práctico para los mecanismos y el tratamiento de materiales como la madera, el metal, etc. De pequeño se fabricó sus propios juguetes y a lo largo de toda su vida no paró de acometer “chapuzas” que solía resolver con eficacia, ingenio y gran calidad de acabado. Frutos de todo ello permanecen funcionando a día de hoy por las diferentes casas familiares e incluso en algunos objetos emblemáticos. Esa capacidad “fabricante o reparadora” tuvo su lógico paralelismo en el ámbito de su desempeño laboral, lo cual ha hecho que algunas instalaciones industriales, mecanismos, etc. se mantengan aún funcionando o rindiendo. Como todo lo material, este legado no será tan duradero como algunos de los otros mencionados, pero ya que existe, no está de más recordarlo. A veces, las cosas, cuando las tocas, las ves o las hueles, hacen más presente a su creador, reformador o reparador, que los recuerdos racionales.

Y hablando de recuerdos, ha llegado la hora de incluirlos en este inventario de permanencia de mi padre. Empecemos diciendo que, a juzgar por la respuesta mostrada por la gente durante su enfermedad, actos fúnebres y jornadas posteriores, no me cabe la menor duda de que va a ser recordado por muchísimas personas. Esto significa que su vida o detalles de la misma, van a perdurar en sus mentes y memoria. El almacén de anécdotas, historias, situaciones… parece inagotable. Cuando nos encontramos con alguien que lo conoció puede fácilmente sorprendernos con algún relato completamente desconocido para nosotros, de modo que, aún presencialmente desparecido, su vida nos sigue aportando contenido, en ocasiones completamente nuevo. Los recuerdos son un fenómeno curioso y complejo para el ser humano. Personalmente siempre han tenido mucha fuerza e importancia a lo largo de mi vida. Son uno de los “sistemas de referencia” que más estabilidad me dan, me “recuerdo” a mí mismo muy apegado a ellos desde siempre, aunque de forma natural y sin pretenderlo. Ahora además, se van convirtiendo poco a poco en un componente fundamental e importante de mi vida, un patrimonio rico y basto que me gusta cultivar, cuidar y ampliar. Quizás me esté volviendo viejo, pero el caso es que desde hace algunos años, dedico parte de mi tiempo a indagar, a preguntar, a escuchar, leer y buscar recuerdos relacionados con mi vida. No sólo familiares, también laborales, institucionales, deportivos, etc. No creo que sea ni nostalgia ni retiro, si alguien duda de mi capacidad  para entretenerme, abordar retos nuevos, o embarcarme en aventuras de toda índole no tiene más que repasar el blog desde el principio o conocerme un poco más en otros muchos ámbitos. Más bien lo achaco a que tras disfrutar toda la vida de su utilización, la madurez me está ayudando a revalorizarlos, considerándolos como un elemento clave de la riqueza de mi existencia humana. Los recuerdos hacen que todas las experiencias y vidas anteriores, de las diferentes personas que he conocido, me han precedido o han participado en la configuración de mi existencia, se integren de forma consiente en la percepción y conocimiento que tengo de la misma. Sin duda mi padre ha sido una de las más influyentes, por lo que se hace presente en una enorme cantidad de ellos y con especial intensidad. En ocasiones olvidamos que la humanidad ha basado parte de su progresión, desarrollo o evolución, en los recuerdos. Estos han conformado el bloque preferente de su cuerpo de sabiduría. Ya fuera a través de la transmisión narrativa oral o escrita, los mitos, las leyendas, las tradiciones… los archivos, las publicaciones… los informativos, los datos… el ser humano siempre anda pendiente de vincular el pasado con el presente, de no olvidar, de recordar. Lo que se recuerda perdura, se mantiene y actúa como influencia. Esto es algo que se da tanto a nivel colectivo (de civilización, cultura o sociedad), como individual (de la persona). Y ello parece pues demostrar, una vez más, aunque de otro modo, que mi padre, por la intensidad de recuerdos generados a lo largo de su vida en otros, y por la cantidad de gente sobre la que los impregnó, va a trascender durante largo tiempo.

Para alejarme un poco de tanto pensamiento abstracto, quiero cerrar esta entrada con algunos recuerdos ciclistas concretos. De mi padre, y de una tía a la que jamás llegué a ver montada en bicicleta. Empezaré por una anécdota de ella. Aida era una de los ocho descendientes de mi abuela materna. En aquel entonces, años de postguerra, y en el entorno rural de la cuenca alta del mencionado río Besaya, la economía familiar se basaba en un aprovechamiento minucioso, acompasado con los cambios estacionales y diverso, de las diferentes posibilidades que río, campo, montaña, bosques y ganado podían ofrecer. Lo mismo se mantenían colmenas que se recogían avellanas silvestres, se pescaba alguna trucha y se criaban vacas u ovejas para producir leche o comer carne. En cualquier familia, y más en una tan numerosa como aquella, a los menores les tocaba trabajar y colaborar a tope, independientemente de que tuvieran que dedicarse a estudiar. En tales circunstancias mi tía Aida era una gran usuaria de la bicicleta. Debía de moverse bastante por la comarca, y tanto desplazamiento lo solucionaba caminando (en el caso del monte), a caballo o en carro (cuando requería transportar carga) o en bicicleta si implicaba ir por la carretera. En cierta ocasión se dirigía a Molledo (pueblo en el que Miguel Delibes ubica alguna de sus historias “ciclistas” y muchas narraciones de su infancia), con 15 kg de quesos de oveja en el trasportín, con la intención de venderlos por encargo de mi abuela. Aprovechando el desnivel a favor proporcionado por la serpenteante carretera de las Hoces (la antigua), pedaleaba a bastante velocidad. El peso suplementario, la pendiente y la motivación extra proporcionada por el temor a que los “maquis”, con Juanín a la cabeza, la interceptasen, favorecían un descenso rápido y ligero. Tanto, que a la altura de la presa del Parbayón, se saltó un control de la Guardia Civil. ¡Tiempos aquellos en los que una bicicleta de paseo lanzada resultaba un vehículo eficaz para incluso huir de la policía! El caso es que tal y como reza el dicho, “la policía no es tonta…” Y en Molledo ya estaba otro pequeño destacamento esperándola con la barrera del ferrocarril bajada. Allí tuvo que convencerlos de que no había visto el “alto” emitido por sus compañeros, y de que los quesos que transportaba eran de oveja. Por aquel entonces estaba prohibido elaborar queso con leche de vaca (cuestión de la necesidad y el racionamiento). El asunto no pasó a mayores, aunque no evitó una posterior visita de la “benemérita” a la casa de mis abuelos para asegurarse de que se cumplían las ordenanzas en lo relativo a la elaboración de los quesos.

Con respecto a mi padre, no sólo fue un pertinaz usuario de bicicleta en su juventud y primera etapa adulta, sino que sentía cierta debilidad por su concepto y un gran respeto y reverencia por su eficacia técnica y versatilidad. Aunque de mayor nunca volvió a tener ninguna, siempre se mantuvo atento a la evolución de las nuestras y a las anécdotas que de su disfrute pudieran surgir. También mantuvo cierto interés por las Grandes Vueltas, algo destacable para una persona que, salvo en sus últimos años de vida, vivió siempre al margen de acontecimientos deportivos ajenos. Finalizados sus estudios de ingeniería, pasó una temporada en Rotterdam (una especie de primitivo Erasmus), donde siempre cuenta que lo alojaron en una pensión en la que disfrutaba de cama, baño, comidas y bicicleta. Durante años y años nos ilustró sobre el inteligente y cívico uso que de dicha máquina hacía aquella sociedad tan avanzada. En cualquier caso, fiel a su austeridad natural, convencida y permanente, en realidad sólo llegó a poseer una bicicleta en toda su vida (lamentablemente desaparecida hace ya muchos años). Se la compraron cuando tenía 13 o 14 años. Más como un medio de transporte y autonomía personal que como un juguete o entretenimiento deportivo. Fue una buena compra, con criterio casi empresarial, una inversión de futuro por parte de mis abuelos. Se trataba de una GAC negra (en 1943 aproximadamente), de caballero, con frenos de varillas  y ¡cambio de tres coronas! (18 – 20 -25). Con esa bici disfrutó de sus correrías juveniles (pescar y bañarse en el río), realizó cientos de recados por la comarca y mantuvo un largo noviazgo con mi madre, que vivía en un pueblo vecino. Uno de los mayores retos era cuando tenía que subir a Aguayo, por una carretera que en aquel entonces no estaba asfaltada. Se trata de un ascenso de unos 3 kilómetros, con una pendiente sostenida que resulta bastante dura, incluso cuando ahora la realizas con bicicleta de corredor. Nada imposible para un joven motivado… creo que ya sé de dónde le vino su proverbial fuerza en las piernas que le permitió disfrutar del esquí alpino hasta los 82 años. Siendo ya padre de familia y viviendo en Los Corrales de Buelna, siguió utilizando la bicicleta para ir a trabajar, en plan paseo urbano, hasta que con el paso de los años, la chavalería procedente de su propia prole y otros allegados se encargaron de hacerla desaparecer.

En definitiva recuerdos, experiencias pasadas que la tradición familiar revive de vez en cuando, haciendo circular las imágenes y acciones de mi padre entre los presentes, de manera que formen parte de sus vidas actuales, sobrevivan al tiempo y aporten, aunque de modo modesto, alguna influencia sobre el devenir de todos nosotros.


2 comentarios:

  1. José, me maravilla tu capacidad de encontrar tiempo para escribir y hacerlo tan bien. No sabía yo esta anécdota de la tía Aida.
    Muchas gracias

    ResponderEliminar
  2. Gracias a ti por sacar tiempo para leer mis entradas. La verdad es que me gusta cada vez más escribir, y poder combinarlo con aficiones, viajes, reflexiones, etc. La anécdota me la contó la propia protagonista en la última visita que la hicimos con los niños, poco antes de que falleciera.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar