Antes de empezar el relato de viaje de este evento, hay que
aclarar algo importante. Tan importante que desde mi modesto punto de vista, la
propia organización del evento alcanzaría quizás mayores cotas de participación
¡aún! (especialmente internacional) en el mismo, si lo que voy a explicar
figurara de forma más explícita en la denominación de la prueba. La Retro
Ronde, no es, ni más ni menos, que el Tour de Flandes Retro, hecho del que no
te enteras hasta que llevas allí algún tiempo y empiezas a interpretar las
referencias y denominaciones de ambos eventos en flamenco. Resulta que el
mundialmente conocido Tour de Flandes (una de las clásicas “monumento” más
famosas del mundo), en el idioma local se llama “Ronde van Vlaanderem”, y la
“nuestra” es precisamente la Ronde Retro (Retro Ronde), en definitiva: el Tour
de Flandes Retro, ni más ni menos. Debido a mi lentitud de entendederas y a mis
escasísimas dotes políglotas yo he tardado más de un año en enterarme. E igual
que a mí le puede pasar a centenares de aficionados. Y teniendo en cuenta que
tanto el ciclismo deportivo normal, como el retro, son fenómenos con altas
cargas de fetichismo, creo que si para los aficionados no belgas, esto quedara
más claro desde el primer momento, habría algunos cuantos más que seguramente
pondrían mucho más empeño e interés en acudir a esta fantástica cita ciclista.
Dicho esto, voy a aprovechar para añadir una segunda
reflexión que no tiene que ver con la marcha en sí, sino con el devenir de mi
temporada de este año. Haciendo balance, entre patines, marchas retro y
concentraciones de bicis antiguas, esta temporada llevo ya seis actividades con
sus correspondientes desplazamientos. Y contra todo pronóstico, casi al
contrario que el año pasado, hasta la Retro Ronde, en todas las anteriores
había tenido compañía allegada o conocida, de forma que este viaje iba a ser la
primera ocasión de la temporada en la que volvería a reencontrarme con el
antiguo hábito de viajar y participar en solitario. Pues de eso nada monada. La
ida y vuelta si que las hice a solas, pero desde la primera mañana allí, hasta
la alargada despedida del evento, formé parte de un divertidísimo trío de
amigos españoles ya asiduos a los eventos clásicos, que nos habíamos encontrado
apenas dos semanas antes en La Histórica soriana. Mis compañeros ciclistas en
esta ocasión han sido Javier (de San Sebastián) reconocible para muchos por un
maillot de Suiza, con quien ya entablé buen contacto en Abejar; y Martín
(Burgalés afincado en Madrid) a quién precisamente había conocido también en La
Histórica cuando le pedía un autógrafo sobre una foto a Enrique Aja. Su
sorpresivo encuentro aquí resultó una de esas casualidades que la vida nos
depara y que cual regalo de incalculable valor, enriquece una experiencia ya de
por sí atractiva y singular, convirtiéndola en un referente imborrable de la
memoria. Desde aquí saludo a mis compañeros de fin de semana y les mando un
abrazo público, renovado y sereno, sin el artificio o las dudas que pudieran
generar los que nos diéramos allí, aleteados por los efectos de las cervezas belgas.
Martín, José y Javier.
El viernes de viaje no tiene mucha historia que contar. El
vuelo me permitía llegar al aeropuerto de Bilbao con tiempo de sobra. Las
esperas, trámites y traslados me resultaron muy aburridos y hasta soporíferos
en algunos episodios. En Bruselas me dieron un coche bastante majo, algo mejor
de lo que había reservado. Y pese a que con él apenas habré circulado unos 160
km en todo el fin de semana, hubiera disfrutado bastante de su conducción de no
ser porque el traslado de ida y vuelta desde el aeropuerto hasta mi destino fue
un atasco y retención permanente en la autovía y una lentitud y pesadez de
circulación exasperantes por las carreteras locales. Lo de Bruselas (sus
circunvalaciones) es un auténtico nudo de autovías que parece haberse
convertido en un nodo clave de la red total de comunicaciones europeas por
carretera. Hay infinidad de cruces, lazos, puentes, viaductos y bucles. Sin
embargo todos ellos llenos de un denso tráfico que provocan una retención
constante (más si cabe al inicio y final de un fin de semana veraniego). El
problema se agrava y se traslada al resto del país, porque nos encontramos en
una nación muy pequeña en cuanto a extensión, pero bastante poblada, en la que
además es costumbre y tendencia social en vivir en “el campo” y trabajar en las
cercanas ciudades. Así pues el campo está superpoblado y la movilidad
cotidiana, basada fundamentalmente en el automóvil, colapsada. Es una pena ya
que en este caso, la natural tendencia de la población belga a utilizar la
bicicleta como medio de transporte para los trayectos cortos, no alcanza a
cubrir las necesidades de desplazamientos medios que la distribución
demográfica planteada exige, y acaban sufriendo un tráfico automovilístico
tanto o más pesado que en muchas de nuestras ciudades o comarcas.
Tampoco le hacemos ascos a la innovación ciclista.
Pese a todo, y pese a que me hospedaba en un albergue
juvenil de campo, separado de cualquier población, el GPS de mi flamante
utilitario de tamaño medio me llevó a la primera a mi destino. Allí me encontré
con un enorme edificio pensado para campañas o colonias de verano, como único
huésped, algo que facilita la comodidad al no tener que compartir habitación.
Sin embargo, tanto en los espacios exteriores como en las estancias
compartidas, esa tarde-noche había organizado un tremendo fiestón con barbacoas,
que acabó en discoteca nocturna. Todos eran personas adultas en edad de
desempeño laboral. Es más, daba la impresión de ser una fiesta de final de
temporada de alguna empresa. Muchas más mujeres que hombres. Ellos, salvo los
más jóvenes, más bien desarreglados o poco formalmente ataviados. Ellas, al
contrario, todas con vestidos de fiesta, zapatos o sandalias de tacón y
luciendo mucho, bastante o algo, sus diversas piernas con pinta de recién
depiladas. Entre la fase de tarde de aquella reunión, y la de noche, me dio
tiempo de instalarme y de irme al pueblo más cercano a cenar comida griega en
una terraza mientras me entretenía con el deambular de viernes-noche de un
vecindario de clase media-baja y apariencia… digamos que ajena a la capital. A
mi regreso al albergue el bailongo ya empezaba su apogeo y mi segunda cerveza
local me acompañó mientras disfrutaba de una observación “sociológica” (al
estilo del “mentalista”) de la reunión, camuflado entre la gente. Aunque ese
final estuvo entretenido, el viaje en sí no fue muy agradable entre la vida de
aeropuertos, los atascos y todo lo demás. Por si fuera poco, cuando al rato de
llegar fui a montar la bicicleta y dejarla preparada para el día siguiente, me
encontré con la desagradable sorpresa de que la rueda trasera no entraba en su
sitio porque me habían doblado de forma casi imperceptible un tirante del
triángulo trasero del cuadro. Cada vez me gusta menos viajar con la bicicleta
en avión. Me estresa, se hace incómodo cargar con la bolsa (aunque me voy
organizando progresivamente mejor con los carritos y enlaces), en cada
aeropuerto su facturación o recogida puede variar… y encima tienes siempre la
incertidumbre de ver en qué condiciones te aparece. Creo que no voy a viajar
mucho más con ellas. En cualquier caso, cuando te pasa algo así, lo único que
hay que hacer es no llevarse un mal trago o desesperarse, es mejor tomárselo
con calma, estudiar la situación y optar por la solución que te arregle el
viaje. En este caso fue sencilla: una buena posición de agarre, fuerza y tiento
para volver a enderezar el tirante a mano. Es lo que tienen las bicicletas de
acero, y más mi Razesa que no se inmuta por las heridas de guerra, pues porta
en sí misma una estética de historial batallador y difícil trabajo para
cualquier antropólogo de la bicicleta que quisiera interpretar su biografía. El
caso es que montadas e hinchadas las ruedas, enroscados los pedales y
enderezada una maneta del freno. La bici estaba lista y descansó en el coche
hasta la jornada siguiente.
El sábado por la mañana llegué con tiempo de sobra a
Oudenaarde (pequeña ciudad sede de la Retro Ronde (RR)). Había dispuestos
varios aparcamientos cómodos y muy cercanos al centro. Mi trayecto desde el albergue
hasta allí era de 15 km, los primeros de los cuales discurrían por unas
preciosas carreteras de bosque muy estrechas. Nada más llegar formalicé mi
inscripción recogiendo dorsales, carnet de ruta, etc. Volví al coche a
cambiarme, probé un poco la bicicleta y me fui al espacio de salida y llegada
porque ese sábado había organizada una ruta corta (25 km) para ir a conocer dos
de los muros de pavés más famosos de toda Bélgica: el Peterberg y el
Koppenberg, ambos habituales momentos clave en el Tour de Flandes. La verdad es
que éramos pocos lo que habíamos optado por añadir esta parte del programa a
nuestra participación, lo cual significaba que la mayor parte del pelotón del
día siguiente serían probablemente ciclistas provenientes de entornos cercanos.
El caso es que estando allí preparado me encontré por sorpresa con Javier y nos
colocamos en la fila de inicio de la ruta dispuestos a disfrutarla juntos, así
como todo el resto del fin de semana. Y así estábamos, dale que te pego a la
puesta al día (fue en ese momento cuando me enteré de la que habían liado la
víspera anterior nuestros futbolistas, tan laureados, tan endiosados, tan…),
cuando el presentador de la RR nos preguntó con el micrófono que de dónde
veníamos, y al comentarle que de España nos indicó que lo mismo que aquel
ciclista del Mapei colocado cinco metros más adelante. ¡Era Martín! Y la pareja
se convirtió en trío, lo cual no vendría mal aquí en Flandes, histórico
territorio hostil para los hispanos y más de cara a compartir la vergüenza que,
asumida o no por nosotros, nuestros “hiperasalariados” miembros de “la roja”,
habían puesto en bandeja para que el resto del pelotón, en especial los
numerosísimos holandeses presentes, pudiera cachondearse de nosotros. Menos mal
que entre los ciclistas, emocionados con el reverente destino de la ocasión y
centrados en la admiración de las máquinas, el fútbol queda completamente
arrinconado. Por cierto que dos jóvenes locales, un chico y una chica, me
reconocieron un año después de haber coincidido en la In Velo Veritas.
El aperitivo del sábado nos pareció una excelente idea
porque sirve de calentamiento en la jornada de descanso previa, y sobre todo,
porque nos permitía probar las bicicletas después de un viaje (en el caso de la
mía resultaba especialmente conveniente tras el percance detectado). Durante
varios kilómetros rodamos tranquilos por un carril bici pegado a un río por el
que navegaba alguna barcaza de transporte. Aquello recordaba mucho a su país
vecino Holanda. El día era agradable para ir de corto sin pasar mucho calor. El
grupo, que era pequeño, iba muy deshilachado, formándose pequeños subgrupos que
salpicábamos el recorrido y seguíamos las flechas indicativas de la ruta (buen
entrenamiento de la atención para el día siguiente). Tras llanear un buen rato,
dejamos la ribera y nos adentramos en una zona de granjas y colinas muy suaves,
entre las que se esconden carrerillas muy estrechas y entretenidas. Se suceden
las curvas ciegas y, cuando menos te lo esperas, en un ángulo de 90 grados, una
indicación te planta delante de un muro de pavés. Bienvenidos al Paterburg, una
cuesta recta con mucha o muchísima inclinación según los tramos. Hasta un 20%
en el punto máximo. Como te haya pillado sin anticipar el cambio lo llevas
crudo. La dificultad se solventa gracias a que la subida es corta, casi todas
ellas rondan el kilómetro, ya sea por debajo o por encima, y como se ve que no
tienen montañas, los trazados no se andan con chiquitas y suben directos a los
altos, sin curvas. Una vez arriba, parada para fotos y un sencillo
avituallamiento. La mañana va siendo más y más soleada y tras la primer
“Flanders experience” el buen humor se cataliza. El Koppenberg llega poco después.
Resulta bastante más duro porque, aunque no te pilla tan de sorpresa (vas aprendiendo
a “olerlos”), es bastante más largo y el final engaña y te traiciona con un
segundo muro dentro del muro. Por si fuera poco, entre los adoquines ha crecido
el verdín y la hierba, lo cual hace pensar lo complicado que tiene que resultar
esto en invierno y en mojado, si ya la rueda patina bastante cuando te levantas
sobre los pedales con el firme seco. Para empaparnos de espíritu clásico
probamos de todo y alternamos subiendo a ratos por el centro de la calzada y en
ocasiones por los laterales, mucho menos rugosos, cuando están limpios de
maleza. Seguimos el ejemplo de los profesionales en televisión. La visita
merece la pena: experimentar estos muros e imaginar después lo que tiene que
suponer recorrerlos con más de 100 o 200 km en las piernas, en abril, en
ocasiones con clima infernal, a cañón y peleando en una carrera de un día, en
la que nadie se reserva para mañana y todos quieren ganar. En el segundo no me
pude resistir y para resarcirnos del fútbol, aprovechando que superábamos a la
mayoría de los que rodaban en ese momento junto a nosotros, solté unos “venga”
y “vamos” que claramente son lenguaje ciclista internacionalmente asumido para
los momentos de máxima dureza cuesta arriba. Los coros no se hicieron esperar.
Martín pedalenado por la ribera.
Coronando el Peterberg.
La ruta terminaba con un regreso muy breve hasta el punto de
partida. Allí nos fuimos a cambiar de ropa y a guardar las bicis, para
reunirnos unos minutos después en el mercadillo de ropa y recambios ciclistas.
Por cierto bastante variedad y muchos mejores precios que en otros eventos en
los que claramente se suben a la parra. Y sino que se le digan a Javier, que
entre que viajaba en su propio coche, y le tientan especialmente esas cosas, no
se cortó a la hora de comprar. Quién esté libre de pecado que tire la primera
piedra, yo me he traído un cortavientos retro de un equipo local de Odenaarde.
Detalle de mi nuevo cortavientos clásico: "Pinturas - empresa registrada
CAMERLINCKX, Oddenaarde".
Del mercado pasamos al CRVV (Centrum Ronde van Vlaanderem),
que es un museo sobre la carrera del Tour de Flandes. La visita es entretenida.
Primero hay un documental muy vistoso, después una serie de salas con mucha
información y casi todo el contenido plasmado en infografías murales. Dominan
los datos y el material documental gráfico. En lo que se refiere a bicicletas y
material, la cosa se queda bastante más corta. No es un museo espectacular, pero
la visita es agradable, ilustrativa y no cansa. En esta ocasión una “divinidad”
brilla con luz propia sobre las demás: Fabián Cancellara. No sabemos muy bien
si porque los flamencos están rendidos ante el espectáculo de su potencia de
pedaleo o porque se trata del más reciente ganador de su prueba y por tanto le
homenajean durante el año en curso. En cualquier caso el chaval ha ganado ya
tres veces la carrera, y en concreto las dos últimas ediciones de forma consecutiva.
Su destacada presencia es obligada, los belgas no parecen pues tan
“chauvinistas” como sus vecinos galos. El museo, como casi todos hoy en día, te
despide con una tienda, en la que me agencié un par de gorras de las de antes.
Con tanto trajín, ocupación y entretenimiento “religioso” alcanzamos
una hora de comer avanzada incluso para el horario español y lo hacemos en un
local de comida rápida con vistas a la amplísima plaza central de la ciudad, en
la que está vallado el circuito para la celebración de los critériums de la
tarde. Comimos bien y disfrutamos de las consabidas Jupiler.
Como el fin de semana ha sido una tertulia permanente entre
los tres, cuando salimos a la soleada calle, las primeras eliminatorias del
critérium ya se habían celebrado. La tarde estaba organizada con carreras de
participación abierta en modalidades de bicicletas de cambios, piñón libre de
una única velocidad, piñón fijo y velocípedos. Analizándolas en orden diverso
hay que decir que velocípedos únicamente había tres, una anécdota comparado con
lo que el año pasado vi en Marmande; poco de piñón fijo, con una resolución de
carrera muy temprana que redujo la emoción de la serie; y algo parecido con las
de desarrollo único. El verdadero interés estaba en las dos nutridas clasificatorias
de bicicletas con cambios, con desenlaces emocionantes hasta el último paso por
línea de meta (10 vueltas a un circuito que debía rondar el kilómetro de
desarrollo, tenía muchas curvas e incluía pavés urbano en la mayor parte de su
trayecto). Para la final pasaban unos cuantos de cada semifinal (unos 10 o 12),
conformando un grupo de unos 20 o 25 corredores de todas las edades, pero con
oficio. En cada carrera nosotros jugábamos a adivinar ganadores y demostramos
tener bastante ojo. Entre nuestros favoritos estaban “Panasonic” y “Fignon”.
Cualquiera con tal de que no ganara “Alfa Romeo”, un veterano, excelente
rodador, pero que parecía tener “poderes especiales” para su edad, además de
llevar demasiada modernidad camuflada en su supuesta bicicleta retro. Finalmente
la carrera definitiva la dominaba con bastante solvencia un “Seven-Eleven”
hasta que se le aflojó un buje a dos vueltas del final. “Alfa” y “Fignon”
pugnaban por la cabeza en la última vuelta, mientras que “Panasonic” iba a su
rueda atento a cualquier hueco. En el único tramo no visible desde meta algo
pasó, porque “Panasonic” llegó a meta con clara diferencia sobre “Alfa”,
mientras que “Fignon” aparecía con una rueda pinchada.
A media tarde tomamos un café en la plaza y después nos
instalamos en el animado bar del museo, el cual está totalmente ambientado con
motivos ciclistas y lleno de participantes, organizadores y simpatizantes del
evento. La mayoría completa o parcialmente ataviados de ciclistas o aficionados
de muy diferentes épocas. Las cervezas de diferentes sabores y densidades de
color nos fueron refrescando el resto del día. Fue una jornada muy completa y
agradable que finalizó con una hamburguesa como cena, antes de regresar al
albergue para descansar tranquilo de cara a la jornada clave.
El domingo era el gran día. Una vez preparado desayuné en el
albergue rodeado de ciclistas veteranos de una peña moderna que nada tenía que
ver con nuestra cita retro. Eso es porque toda la comarca está llena de rutas
ciclistas señalizadas que recrean los pasos míticos de las clásicas belgas. De
hecho, el museo vende mapas específicos con tales rutas marcadas. Fui con
tiempo para intentar aparcar bien, cosa que logré sin problemas pese a que a
medio camino me “echaron” de mi ruta habitual con el coche porque había una
multitudinaria marcha de caminantes por la zona. El GPS fue recalculando con
agilidad para hacerme llegar al destino sin contratiempos. Me tomé un café
mientras esperaba a mis compañeros y me acerqué al control de firmas, que para
los organizadores aquí es algo tradicional y rutinario (antes de empezar y al
finalizar la ruta). Ya con ellos nos hicimos unas fotos posando en un set
preparado para ello con un paisaje pintado. El día estaba raro, con temperatura
agradable aunque fresca y cielo cubierto. Me cambié de abrigo varias veces e
incluso justo al salir nos llovizno casi imperceptiblemente unos minutos. Nada
serio, la jornada pronto se mantuvo fiel al pronóstico de buena temperatura y
sol.
El sujeto lleva una bicicleta desmontable que utilizaban
los paracaidistas británicos (la fabricaba BSA).
La ruta comienza con un callejeo masivo por la ciudad.
Debíamos de ser unos 800 ciclistas recorriendo tres rutas de longitudes diferentes,
aunque coincidentes dos de ellas, al inicio, final y a lo largo de bastantes tramos intermedios. La
nuestra eran 100 km de constantes recortes, desvíos y rodeos pequeños alrededor
de Oudenaarde, tal y como hace siempre la prueba profesional. Eso lo diseñan
así para acumular kilometraje en un país tan pequeño, para aprovechar las
escasas pequeñas ascensiones disponibles y para poder construir recorridos muy
exigentes y atractivos de paisaje campestre, evitando ciudades. El rodeo (que
sobre el mapa podría recordar un poquito al planteamiento geográfico del Td3),
rotaba en el sentido de las agujas del reloj: este, sur, oeste, norte, este.
Por las calles íbamos emocionados entre las fachadas belgas de media altura,
estrechas, apiladas y en algunos casos con esos recortes escalonados tan
característicos en sus aleros. Aunque por otro lado deseando que el pelotón se
estirase porque tenías gente por todas partes y no era fácil mantenernos juntos.
Eso llegó muy pronto, pues pasada la ribera apareció el primer muro de pavés,
selectivo y rompedor. Ya allí nos quitamos mucha gente de alrededor. Además,
poco después, los de la ruta larga nos desviábamos, pasando a ser ya bastantes
menos y muy esparcidos. Ni que decir tiene que aunque la idea inicial de Martín
había sido la de apuntarse a la de 70 km, tras un día entero con nosotros,
quedó totalmente persuadido de acometer la de 100. Estoy convencido de que no
se arrepiente de nada, ya que la superó con autoridad y de esa manera se
“llevó” para siempre en el recuerdo, más “trozo” del Flandes ciclista. Todo el
corrido era campo, granjas y poblaciones muy pequeñas. Constaba de 19 cuestas
(no se pueden llamar puertos) distinguibles, que acumulaban un total de 1275 m
de desnivel, lo cual es francamente poco, aunque algunas de ellas eran de
pendiente más que considerable. El recorrido estaba perfectamente señalizado,
pero exigía muchísima concentración con el constante encuentro de desvíos y
giros en ángulo. Además era fácil seguir la inercia de una carretera estrecha
saltándote por ejemplo un camino de tierra que hubiera que tomar. En total se
recorrían 8 km de pavés, pero divididos en 18 tramos de los cuales 6 eran en
formato de muro (en cuesta). Aunque todo hay que decirlo, estando bien de
piernas casi es preferible subir por los adoquines que llanear por ellos y,
desde luego, que descenderlos. Los
avituallamientos (cuatro paradas formales, aunque hubo algunos pequeños puestos
estratégicos más), fueron muy básicos
comparados con otros eventos vividos, pero siempre enclavados en granjas, patios
o caballerizas singulares de enorme atractivo. Muy organizados, con sentido de
paso incluido para que los ciclistas no nos molestásemos unos a otros. Se
echaron de menos bebidas más clásicas (aunque siempre hubo agua), en vez de
esas a base de polvos o siropes rebajados. Sin embargo fue muy agradable poder
emular a Bahamontes disfrutando de un helado hacia la parte final y comerse
unas fresas exquisitas pasado el ecuador de la prueba.
Austin Healey
Como Bahamontes
Para mí las partes más bonitas del recorrido fueron el
primer y cuarto cuartos. Aunque por en medio, las granjas y el paisaje
campestre no desmerecía. La mayor parte del ganado era bovino, casi todo de la
raza “azul belga”, que es como si las frisonas hubieran hecho culturismo,
echado culo y aclarado su color jaspeándolo con legía. Es ganado de carne y lo
reconocí muy pronto porque hace años vivíamos
en una granja que tenía un ejemplar de esa raza. El resto, unas pocas
ovejas negras y muchos caballos: ardenés de tiro y magníficos ejemplares de
silla. Apenas tuvimos carreteras de tráfico, sólo escasos metros de enlace, lo
mismo que los contados cruces con tráfico perceptible. El resto de cruces
estaban todos “blindados” por eficaces voluntarios y los carriles,
carreterillas, pistas, callejones, etc. prácticamente vacíos. Es más, con lo
que más había que tener cuidado era al cruzarse con ciclistas inesperados y
ajenos al evento, circulando en sentido contrario. En las paradas nos
encontrábamos casi siempre a los mismos. Por ejemplo al “padre” de Martín, con
su mismo maillot, sus barbas, su agradable y entusiasta talante “de familia” y
algunas décadas más. Entre los complementos retro nos acompañaron algunos
vehículos Volkswagen añejos y varios tractores “vintage” no programados pero de
aspecto flamante. Se ve que el buen gusto de los granjeros locales incluye
valorar y mimar sus tesoros mecánicos.
Javier en un muro (foto Martín)
Martín con "su padrastro"
Cerca del final hubo unos tramos de hierba deliciosos. Uno
de unos 40 cm de anchura, y otro más abierto. Funcionan porque tienen un lecho
estrecho de hormigón para que no se embarren en invierno y la pese a que la vegetación
amenaza con comérselos casi enteros, las ruedas pueden rodar con suavidad sobre
ellos. Nuestro ritmo fue muy tranquilo y cómodo. En ocasiones nos separábamos
algunos metros o entablábamos conversación individualmente con otros ciclistas,
pero de vez en cuando nos esperábamos para reagruparnos. Hicimos todo el
recorrido juntos, y tuvimos la fortuna (mejor dicho la normalidad) de no
pinchar ninguno y tampoco sufrir averías reseñables. Entre los muros ascendidos
estuvo el famoso Kwaremont, que resultó bastante menos duro que los dos de la
víspera, y la Rampe, cuyo final es una auténtica pared de algunos metros. Se veía
bastante gente subiendo andando, especialmente cuando coincidíamos con los
participantes de las rutas más cortas.
Mis compañeros.
Un británico en la "Rampe".
Nos perdimos en dos ocasiones, pero en ambas rectificamos a
tiempo volviendo para atrás algunos hectómetros. Prueba de que no fue mucha
torpeza, sino que el recorrido se las traía… fue que en ambas ocasiones
coincidiéramos en el error con otros participantes. Ya he dicho que el
seguimiento del recorrido exigía concentración, aunque no el tener que leer
mapa alguno. En nuestro pasaporte estamparon cinco sellos a lo largo del
recorrido, incluyendo el de la llegada. Podemos definir la ruta como muy
variada, muy entretenida, asequible aunque de cierta exigencia, deliciosa y
tremendamente lenta. Por su variedad de firmes, tipos de desvíos y trazados, no
resulta apta para ir a buscar hacer medias. Pero eso no lo destaco como pega,
al contrario, me parece una garantía de calidad y un generador de buen ambiente
entre los participantes. También circulamos por los patios interiores de
algunas granjas de aspecto algo más palaciego, e incluso por unas caballerizas
de tiro, entre los boxes y los carruajes.
Pasaporte sellado.
Finalmente llegamos a la meta a media tarde. Allí recibimos
una bolsa y se nos invitaba a una cerveza local tostada y a un pequeño
bocadillo. Había mucho ambiente y charlestón amenizando el sarao con música y
baile. Primero nos separamos para empaquetar nuestras bicis (aproveché para
dejarla preparada para el avión en el coche) y cambiarnos de calzado. Después
nos sentamos en una mesa en mitad de la zona pública del evento y nos comimos
unas ensaladas “take away” y nos bebimos una generosa aportación de Javier
traída desde su casa: una botella de López de Haro que estaba estupenda y fue
la envidia de los alrededores. El resto de la jornada la vivimos en el ya
habitual bar del museo, comentando las anécdotas, haciendo planes, hablando de
ciclismo y disfrutando de la satisfacción que genera acabar una de estos retos
personales. Probamos diferentes tipos de cervezas, personalmente soy más de
rubias, aunque probé un poco de la de cereza de Martín y estaba muy buena. Poco
a poco el local se iba quedando más tranquilo y acabamos entablando
conversación con un personaje que parecía ser el referente social del ciclismo
local y del bar. Era un hombre entrado en edad, muy simpático y festivo, que
viaja a ver la Vuelta en ocasiones y que nos trató muy bien. Un amigo suyo nos
invitó a una ronda, él posó junto a nosotros en el exterior, en un coche del
Molteni. Javier le regaló una de sus botellas y él le correspondió con una
ponchera firmada por Johan Museeuw. ¡Otra reliquia más para su colección! (sin
contar con el recuerdo secreto que gracias a sus ingeniosos recursos nos
traemos todos para casa). Total, que la despedida acabó resultando un poco
embriagadora… Desde allí me fui directo a Ronse y me encontré unas ferias y
barracas, tomé una hamburguesa pequeña como cena y me marché al, de nuevo
solitario albergue, para ducharme, ordenar todo de cara a la vuelta y dormir.
El viaje de regreso incluyó un nuevo atasco, un desayuno agradable en el
aeropuerto y unos trámites de embarque y desembarque bastante ágiles. Sin
contratiempos en la bicicleta.
Tras la ruta, a punto de dar cuenta del rioja.
Javier con nuestro amigo belga y su nueva "reliquia" (foto: Martín)
La experiencia fue maravillosa. La compañía inesperada
resultó un hallazgo estupendo que mejoró notablemente el viaje y que, con toda
seguridad, nos ha aportado unas amistades recíprocas que volverán a encontrarse
en ocasiones futuras. Sin embargo, el evento tiene suficiente enjundia en sí
mismo como para que de haberlo vivido a solas, cualquiera de nosotros, la
valoración del mismo no hubiera sufrido depreciación alguna. Si cualquier
aficionado quiere respirar, sentir, conocer y experimentar lo que es el
ciclismo belga tiene dos posibilidades: o ir de turista a ver el Tour de
Flandes profesional, o mejor aún, embarcarse como nosotros y además sudar la
ruta y sentir su traqueteo. Rodar por aquí y con este ambiente nos ha
trasladado en el tiempo, el espacio y la cultura ciclista, a otros mitos, otras
leyendas y otras interpretaciones bastante distantes del ciclismo al que
estamos acostumbrados en casa, por muy internacional que nos creamos que es.
Para despedirme quiero hacer una mención especial al pavés.
Los tramos adoquinados no son todos iguales, los hay desde llevaderos hasta muy
molestos, pasando por un amplio abanico de texturas. Al circular sobre ellos
interesa mirar al suelo para ir escogiendo el trazado menos bacheado, sin
boquetes y estar atento al aprovechamiento de alguna cuneta más ciclable. Como
prueba de su dureza machacona, que afecta más a largo plazo que en el instante
preciso, aquí vienen algunos datos experimentales: los tres ciclistas superamos
el recorrido bien (nosotros cumplimos con nuestro deber, los futbolistas no);
las tres bicicletas aguantaron una prueba especialmente dura para las máquinas,
sin averías (el acero tiene sus ventajas, así como los componentes de toda la
vida y los amorosos cuidados de sus dueños); no podemos decir los mismo de
nuestros relojes (al de Javier se le desprendió la tapa de cristal y el mío,
que no era viejo, sino un sólido reloj japonés de acero y automático, vio como
se deprendía una pequeña aguja que ha detenido a las demás dejándolo
inutilizado); a Javier se le soltó medio calapié, yo perdí el tornillo de una
cala y he tenido que apretar todos los demás al regresar (jamás me había pasado
antes en estas zapatillas); por si fuera poco, olvidé ponerme los guantes de
ciclista (me los dejé en el coche), no me di cuenta de ello hasta la mitad del
recorrido porque, salvo en las marchas retro o en Btt, nunca uso guantes, aquí
sin embargo, las consecuencias se hicieron notar: un par de ampollas que
acabaron en heridas en las bases de mis dos dedos índices.
De despedida, como homenaje a esta prueba con tanta solera, incluyo (con retraso, porque auque lo tenía previsto se me había pasado) un elocuente documental breve sobre la historia del Tour de Flandes.
De despedida, como homenaje a esta prueba con tanta solera, incluyo (con retraso, porque auque lo tenía previsto se me había pasado) un elocuente documental breve sobre la historia del Tour de Flandes.
Wonderful blog! And I am happy that I found my 'son' in the Retro Ronde.
ResponderEliminarLa Vie (est) Claire! Respetos! Emile from Breda, los Países Bajos.