"Mr. Pickwick dirigiendo a sus amigos". Charles Gerren.
Nunca he sido una persona que
pudiéramos calificar como de asociacionista. Más bien todo lo contrario, me
considero un hombre muy independiente, autónomo y hasta desconfiado de los
comportamientos de las masas y de los agrupamientos que favorecen el relajo de
la mayoría y el diluir las responsabilidades propias dentro de un colectivo. Lo
mío no es cuestión de insociabilidad. ¡Ni mucho menos! Resulta que a menudo
disfruto hablando por los codos, tengo muchas personas conocidas y bastantes
amistades. Sin embargo no tengo demasiada fe en los colectivos y la
simplificación de pareceres y comportamientos en uno común suele resultar un
empobrecimiento de la diversidad de las personas. Vaya toda esta declaración
confesa por delante, con ocasión del tema que me ocupará estas páginas: unas
notas sobre asociacionismo deportivo.
Me entretendré poco en hacer
referencia al federativo. También soy poco amigo de tales organismos, pese a
conocerles bien e incluso a haber colaborado laboralmente con algunas de ellas
a lo largo de mi vida. En España las federaciones son unas entidades privadas
que se las supone sin ánimo de lucro y que gozan de un exagerado proteccionismo
gubernamental que, además de dotarlas de fondos, les asegura exclusividad en lo
que se refiere a la organización y regulación de “su” deporte. Lo que
constantemente se les suele olvidar a algunas federaciones, es que tal y como
reza la Constitución, ese “su” deporte no es suyo, sino te todos los
ciudadanos, al servicio de quienes las federaciones han de estar (estén los
anteriores federados o no). También se les suele olvidar que su cometido
principal no ha de ser nutrir al estado de medallas o títulos deportivos, sino
promocionar la práctica deportiva (ociosa, saludable, competitiva, educativa…)
entre todos los ciudadanos. Al final lo que en el fondo buscan es tener muchos
afiliados para intentar hacer crecer sus, en la mayoría de los casos, exiguas
arcas, y para ello utilizan, muchas veces en connivencia con nuestro propio
sistema sanitario, el chantaje y amedrentamiento, haciendo creer que la gente
debería federarse para estar protegido en caso de accidente. Tal afirmación no
tiene sentido para una práctica deportiva saludable y ociosa. Los ciudadanos
tienen derecho a la práctica deportiva libre. Es más, la sanidad pública les
recomienda practicar deporte, en especial en modalidades aeróbicas y no
competitivas, que les aporten beneficios fisiológicos, sociales y psicológicos
y todo ello puede hacerse corriendo, caminando, pedaleando, remando, jugando
con pelotas, bailando, etc. Nos aconsejan cultivar con racionalidad nuestra
resistencia, fuerza, flexibilidad y hasta algunos tipos de velocidad. Así pues,
nadie debería pagar por hacerlo y menos aún cuando estadísticamente ha quedado
demostrado que una ciudadanía deportiva supone un ahorro millonario de gastos
generales en sanidad. Lo peor de tal chantaje es cuando quien sucumbe a él es
practicante polideportivo, y acaba pagando varias licencias y costeando
reiteradamente un idéntico potencial servicio de asistencia, que puede que
incluso sea suministrado por una misma mutua o entidad… ¡cliente chollo!. Peor
aún es lo de las escasas federaciones que por popularidad de su deporte y
beneficios económicos varios se convierten en yacimientos de poder y dinero,
como es el caso de la de fútbol y alguna más. En ellas se da de todo y cuando
los mecanismos legales tratan de aclarar situaciones dudosas, aquellas se
revuelven agresivas, amenazan y tratan de mantener a salvo su blindaje. No me
gustaría que se me interpretara mal, considero que las federaciones deben
existir y tienen bastante bien redactadas legalmente sus funciones, sin embargo
muchas no cumplen con todas ellas y el estado debería aclarar con nitidez los
límites de práctica deportiva a partir de los cuales se hiciera necesaria una
cobertura extraordinaria de pago por parte del ciudadano (que en mi opinión tan
sólo debería ser la práctica competitiva regular y lo que pudiera considerase
como deporte extremo o de alto riesgo). ¿Cómo se puede tener la poca vergüenza
administrativa de querer cobrarle los servicios médicos a un practicante bicicleta
de montaña que se cae en plena naturaleza (algo recomendado hasta por la OMS)
por no estar federado y a la vez costear sin cuestionamiento el tratamiento de
una enfermedad de pulmón a un fumador empedernido que asume su riesgo?. Desde
luego que al segundo no hay que cobrarle, pero ¡por favor! A la gente activa y
deportista que no se le pongan peajes.
Para acabar con el tema
federativo, resulta sintomático observar en qué se parecen y diferencian las
federaciones españolas (nacionales o autonómicas) en las que hay posibilidades
de poder u económicas, con respecto a lo que Woody Allen denominaba “Repúblicas
Bananeras”: en que los líderes de ambas modifican sus estatutos o
constituciones en cuanto se aseguran el poder, para intentar que se les permita
perpetuarse en el mando eternamente; la única diferencia es que los que acaban
poniéndose el chándal para las comparecencias públicas son los gobernantes y no
los administradores deportivos, que gustan más de vestirse de hombres de
negocios y frecuentar palacios, restaurantes y todo tipo de lujos.
Dejo zanjado el asunto, entre
otras cosas porque no me apetece seguir rascando en él, pero sobre todo porque
me motiva más céntrame en el asunto de los clubes. No voy a referirme a los
clubes deportivos como figuras legales a las que recurren la mayoría de los
equipos de competición para constituirse o tomar forma, sino a los clubes como
sistemas de configuración social que utilizan las personas para reunirse y
organizar su práctica deportiva. A lo largo de mi vida he pertenecido a muy
pocos clubes. Durante algunos años de mi niñez fui “Boy-Scout”. Me lo pasé muy
bien y disfruté de las actividades en la naturaleza, pasión que ya me habían
despertado mis padres y que aquel grupo (realmente no estaba constituido formalmente
como club), se encargó de apuntalar hasta que mi autonomía adolescente me
permitió abandonar sus filas. Paralelamente, a nivel familiar éramos socios de
un gran club multideportivo que disfrutaba de unas enormes y variadas
instalaciones a las afueras de la ciudad. Aquel era un buen ejemplo de la
proliferación de clubes de los años setenta, en los cuales una masa social de
algunos miles, se convertían en el motor económico capaz de crear una
estructura social de carácter deportivo y vincularlo a unas instalaciones acordes
con una época de desarrollismo urbanístico y económico. Aquello coincidía
además con uno de los “booms” de la natalidad española, con lo cual la vida
socio-deportiva infantil y adolescente estaba asegurada. Sin ser demasiado
tendente a agruparme de forma organizada, y aún preservando mi universo rural
de veraneo, el caso es que acabé yendo mucho allí, haciendo gran cantidad de
amigos e incluso enrolándome en algunos equipos de competición del club.
Recuerdo que mi padre nos soltaba allí por la mañana, o nada más comer y
regresaba cada noche a recogernos al terminar su larga jornada laboral. En
aquella época el club preveía igualmente de discoteca juvenil, restaurante para
celebrar eventos familiares y hasta fiestas de noche iniciáticas como la de
Nochevieja u otras. Al llegar a adultos, la mayoría desaparecimos de las
instalaciones, y a día de hoy éstas languidecen semidesiertas y se mantienen en
un precario equilibrio inestable de supervivencia económica en constate riesgo
de desintegración.
El resto de mi vida hasta hace
poco ha transcurrido sin clubes. Sin embargo, hace muy pocos años me vi
involucrado en la fundación de uno muy modesto, que además presidí durante tal proceso
hasta su consolidación. Se trataba de crear una estructura social (y virtual),
que diera servicio a una comunidad latente y de carácter rural, interesada
inicialmente en los deportes de aventura. La idea era asociar a unas cuantas
familias residentes en un entorno muy local y a la vez algo desperdigado, para
que a través de aficionar a los padres, se consiguiera instaurar una cultura de
práctica, diversión y apego entre los hijos. La cosa salió bastante bien, se
siguieron todos los pasos legales, trabajamos con eficacia y se alcanzó
suficiente masa social. Personalmente me esforcé bastante en desarrollar un
amplio calendario de actividades para todas las edades que, además de las
carreras de orientación (motivación principal de una buena proporción de los
socios), incluyeron excursiones de senderismo, montaña, bicicleta, buceo,
piragüismo, raquetas de nieve, espeleología, etc. Eso sí, con el club
consolidado y en marcha, me desligué completamente de él a sus escasos dos años
de vida. Y lo hice fundamentalmente por dos razones; la primera porque
importantes asuntos personales, coyunturales y absolutamente ajenos al club me
exigieron gran atención; y la segunda porque percibí que mi ideario personal y
el de una parte concreta de la masa social eran cada vez más divergentes: yo
creía en un club multidisciplinar y fundamentalmente practicante, mientras que
ellos aspiraban a una organización casi exclusivamente centrada en la modalidad
de la orientación y preferentemente competitiva, bajo un patrón de carácter muy
“federativo”. Así que me despedí con elegancia, satisfecho del servicio
prestado a la comunidad y regresé a mi estado natural: la práctica autónoma,
acompañado, eso sí, de algún que otro co-fundador que comparte mi forma de ver
este tipo de cosas.
Una pega que tienen los actuales
clubes deportivos, para mi personal forma de ser, es que por lo general se
aferran un patrón de comportamiento y funcionamiento centrado en el mundo de la
competición y/o la organización de eventos competitivos. Esto al final incluye
comulgar con demasiados detalles que tienen que ver con una visión cada vez
menos “sport” del deporte y más relacionada con el éxito en las competiciones,
con la desproporción entre el número de espectadores y el de practicantes, con
el sentido de las cosas, el mercantilismo de los deportistas (incluso los más jóvenes
y aún no profesionales), el culto al éxito, el olvido del “fair-play” y muchas
otras cuestiones que me desagradan. Por supuesto que hay algunos buenos clubes,
y verdaderos ejemplos de dedicación sana y desinteresada a crear cantera de
deportistas o desarrollar la calidad de vida de algunos sectores sociales, pero
lamentablemente no son mayoría. La cantera, sin ir más lejos es un valor que
casi todo el mundo declara y casi nadie realmente cuida. Por otro lado, no
considero verdaderos clubes a toda esa gran cantidad de entidades, muchas de
las cuales se denominan clubes, que en realidad son negocios o establecimientos
de prestación de servicios deportivos. Me refiero a toda una nueva generación
de negocios que a través de una instalación deportiva, tratan de fidelizar a
sus clientes, entre otras formas, denominándoles socios, cuando en realidad no
lo son. No tengo nada contra ello, al contrario, me parece un sector
empresarial necesario y bueno para la sociedad, pero las cosas por su nombre,
no son clubes deportivos. De hecho, la normativa no los contempla como tales.
Por todo ello prefiero escribir sobre otro tipo de clubes, aquellos cuyo
principal objetivo es de organizar y facilitar unas buenas condiciones de
práctica deportiva extensiva para sus asociados (no únicamente para los más
brillantes competidores de entre ellos) y sin importar si dicha práctica es
competitiva o no. Son entidades cuyo interés radica en el beneficio (nunca
económico sino practicante) de sus asociados.
Sin embargo tampoco puedo dar
ejemplo como asociado a prácticamente ningún club de tales características en
el actualidad, probablemente, porque tal y como pronto explicaré, la mayoría de
los clubes de estas características que realmente funcionan a mi gusto, fueron
fundados hace casi un siglo, el ingreso en los mismos suele resultar
exorbitantemente caro en la actualidad y una pertenencia de antiguo no ha sido
característica propia de una familia como la de mis padres, preferentemente
autónoma y poco dada al asociacionismo. Otra opción siempre podría ser fundar
un club propio, pero es tema delicado en la actualidad, porque los estatutos
han de incluir una serie de requisitos estandarizados, algunos de los cuales no
comparto y que convierten a la entidad en un objeto en peligro de transformación
a merced de asambleas coyunturales y eventuales grupos de poder, que pueden
aparecer repentinamente, sin respetar la verdadera esencia fundadora, a la cual,
lamentablemente, la normativa no da ninguna importancia. Así pues tan sólo
queda una solución: prescindir de la legalidad, de las subvenciones y del
reconocimiento administrativo y fundar una asociación “clandestina” en la que
los “pactos entre caballeros”, el ideario de partida y la consolidación de
tradiciones y liturgias originadas por el proceso vital y la historia de la
entidad, se conviertan en “algo sagrado y respetado” por sus miembros, con
quienes debería extremarse especialmente el cuidado a la hora de ser admitidos
a formar parte de tan corporativo proyecto. Soy consciente de que puedo estar
pareciendo un snob, pero la vida y el conocimiento de multitud de asociaciones
deportivas me han hecho así. En realidad se trata de un juego, y cada uno cuando
juega a algo creado por él mismo, inventa y propone sus propias reglas, si a
los demás les gustan y quieren jugar, pues ya saben lo que hay,
independientemente de que posteriormente, su participación, manteniéndose fiel
al espíritu del juego, pueda provocar mejoras y algunas transformaciones
enriquecedoras.
En este tipo de asociaciones
tengo dos experiencias personales relativamente duraderas. La primera fue un
grupo ciclista de carretera “Peñas Arriba” que se dedicaba a organizar una
excursión anual que empezó consistiendo en la ascensión de algún puerto mítico
en jornada de un día y acabó, al cabo de los años, convertida en una quedada de
varios días con proliferación de ascensiones fuertes y recorridos siempre
novedosos y de verdadero encanto. Las personas allí reunidas resultaban de gran
variedad de orígenes, profesiones e incluso edad. Inicialmente la casualidad
hizo que fuéramos todos varones, aunque eventualmente, y sobre todo al final,
se fueron incorporando algunas mujeres. Normalmente alternábamos la actividad
en Cantabria o alrededores un año, y en el extranjero o regiones algo alejadas al
siguiente. La vida del grupo duró 12 años ininterrumpidos y marchó francamente
bien. Desde muy pronto se editaba una revista impresa de limitadísima tirada
(un fanzine), con la “crónica deportiva” de la edición, la propuesta de la
siguiente, datos de perfiles y varios artículos sobre algún tema monográfico
que se escogiera para la ocasión. El grupo de participantes osciló entre cuatro
personas la vez que menos asistentes tuvo y más de veinte las que más. En
concreto los fundadores fuimos cinco. Pese a todo, la actividad murió por
varias razones: pereza de algunos de los habituales, que en los últimos años se
mostraban cada vez más remisos a la hora de movilizarse; fatiga organizativa
por parte de mi persona; y un evidente cambio de ambiente interno, quizá
provocado por algunos cambios de hábitos asumidos al margen de algunas
tradiciones previamente consolidadas en el grupo. ¿Lamentaciones? Ninguna,
fueron unos años maravillosos, la vida nos cambia a todos y de aquella
experiencia tan sólo guardo excelentes recuerdos y mucho cariño hacia
absolutamente todos los implicados.
El otro ejemplo no es deportivo
en absoluto, pero si cultural y ocioso, por lo que puede servirme para esta
línea de reflexión. Desde 1994 (son pues ya 21 años ininterrumpidamente),
presido la actividad de un Clan de degustación de Whisky de Malta. También aquí
la manifestación conjunta es anual, y también nos ha llevado por lugares
locales o extranjeros, a un grupo creciente de personas, más diverso aún (en
todo) que el otro, y con oscilaciones de presencia de unas celebraciones a
otras. Tampoco aquí hay papeles, certificados o reglamentos escritos, pero si
una fuerte tradición de trasmisión oral, compartida y conocida por los
integrantes y defendida con firmeza por parte de los miembros más añejos, los
que con más profundidad asumen su rol y por los fundadores. De nuevo se trata
de un juego social y cultural, en el que las tradiciones generadas por la
experiencia han ido generando costumbres, liturgias y hasta condimentos
materiales que cada vez van dando mayor personalidad al grupo. Este caso sigue
muy vivo y parece gozar de tan buena salud, que entre sus miembros ya han
empezado a incorporarse personas procedentes de una segunda generación. La
clave para su funcionamiento es la ausencia de normas externas impuestas, así
como de estructura económica alguna. Lo esencial se fundamenta en las personas
que lo integran, los intereses comunes para los que se reúnen y el apego a una
“subcultura” propia que la misma “asociación” ha ido generando a lo largo de su
vida.
¿Pero esto es último es algo que
pueda existir hoy en día como club deportivo real y reconocido? Pues sí, de una
forma u otra conozco algún ejemplo ilustrativo. Resulta que no seré nada
asociacionista, pero sin embargo me confieso un verdadero estudioso de este
tipo de entidades. Voy a intentar ilústralo con una especie de “estudio de
caso” que utilizará mi ciudad de origen como modelo. Situémonos en una ciudad
de la costa norte de la península. Una ciudad con puerto y gran actividad
comercial a finales del siglo XIX. En tales urbes la influencia del concepto
británico de los clubes deportivos se dejó sentir con intensidad y crearon
escuela, exportando algunos de los atributos de origen del deporte “moderno” a
nuestro país. Un origen ya casi completamente desaparecido, o cuando menos
pervertido por cierto hiper-desarrollismo normativo (que todo lo quiere atar,
regular y subyugar), y una obsesión por barnizar todas las relaciones humanas
con una imprimación democrática que en numerosos caso está fuera de lugar y
resulta ineficiente. Resulta que en la ciudad escogida son los clubes añejos
(centenarios o casi) los que mejor y con mayor estabilidad funcionan,
probablemente porque se mantienen fieles a un ideario (al menos lo tienen y lo
asumen) y ciertas tradiciones que fortalecen el sentido de pertenencia de sus
miembros. Son ejemplos de ello organizaciones que nacieron motivadas por el
deseo de organizar y promover la práctica social de determinadas modalidades
deportivas muy “británicas”: el golf, el tenis o la vela fundamentalmente.
Todos ellos fueron fundados por personas entusiastas, muy activas y con fuerte
vocación social, y de hecho no debería resultarnos extraño comprobar que varios
de los fundadores de alguno de ellos, lo fueran también de otros. Sus
respectivas historias no están exentas de crisis institucionales o
bifurcaciones pasadas. Por ejemplo, el RC Marítimo nació hace más de 80 años como
una escisión deportiva y practicante de la vela, por parte de varios socios que
consideraron que su club original (el RC de Regatas) se había sesgado casi
completamente hacia la actividad social, abandonando su espíritu deportivo. En
definitiva, son muestras de clubs con intenciones claras, con marcado espíritu
deportivo clásico y que refuerzan la esencia de sus ideales mediante una
cobertura social complementaria importante y ciertos aditamentos en forma de
tradiciones, emblemas, anclajes estéticos y en ocasiones hasta materiales
(sede, escudo, uniformes, eventos internos, etc.). Pero no nos equivoquemos,
aunque por lo comentado pudiera parecer que me esté refiriendo a clubes
deportivos propios de las clases más adineradas, también encontramos muestras de
que no es así. De hecho, algunos de los apellidos que más aparecen mencionados
en los procesos fundacionales de los clubes deportivos de la ciudad que he
tomado como ejemplo, fueron a la vez promotores desinteresados y dinamizadores
de la actividad ciclista pionera de la región, deporte que pronto cuajó en toda
la gama de estratos de la sociedad. Y sí a día de hoy no han perdurado los
clubes velocipédicos entonces creados, probablemente haya sido debido a la
invasión motorizada por un lado, y al temprano cambio de actitud deportiva que
se dio en el ciclismo, por el otro (pasando de lo pionero, aventurero y
practicante, a lo competitivo, individual o por equipos y en formato de
espectáculo de masas). Además, uno de los clubes que escojo como referencia más
positiva es un club alpino, siempre abierto a la ciudadanía, nada exclusivo y
con precios de acceso verdaderamente populares. El Club Alpino Tajahierro fue
fundado en 1931, y desde entonces sigue funcionando con infatigable actividad.
Tiene secciones de montaña (excursionismo, alpinismo y escalada), espeleología,
esquí (alpino, de fondo y de montaña) y bicicleta de montaña; dos refugios de
montaña en propiedad en sendos parajes idílicos; un amplio programa de
actividades para todos los asociados (la mayoría de las veces incluso abierto a
personas que no sean socios); y un envidiable programa de proyecciones
semanales que se lleva a cabo en su sede urbana: un céntrico y antiguo piso de
la ciudad. Si bien el club ha generado algunos campeones de renombre, no es ese
su objetivo preferente, ni tampoco su atributo más importante, ni el logro al
que su masa social de mayor importancia. Al contrario, el espíritu que irradia
la entidad es el de toda una larga vida al servicio de sus aficiones, la
sociedad en la que se integra y el amor a la montaña. Es un club que ha venido
funcionando empujado por personas desinteresadas en cualquier otra cosa que no
fuera que el club creciera o se sostuviera fiel a sus principios.
Pioneros del Club Alpino Tajahierro en los años 30.
(Foto: CA Tajahierro)
Refugio del CA Tajahierro en la Vega del Naranco.
(Foto: CA Tajahierro)
Lo del Tajahierro es un fenómeno
habitual en muchos lugares en los que aparecieron clubes de montaña o de
deportes con valores similares. De hecho Cataluña fue pionera en la fundación
de varias entidades de ese tipo, algunas de las cuales tienen bien merecida
fama. A través de un fascinante libro de fotografías antiguas de Byron Harmon,
tuve noticias de la existencia del ACC (Alpine Club of Canada), fundado en
1906, en un territorio en el que la población de occidentales apenas estaba
asentándose tímidamente. Lo que más me llamó la atención fue toparme con
magníficas fotografías en las que se mostraba el primer campamento del club en
el mismo verano de su fundación, el espíritu que de las imágenes se desprende y
la elevadísima proporción de mujeres que tomaba parte en las exigentes
actividades de campo. Por cierto que he sucumbido a la tentación y he
comprobado que la entidad sigue más que viva y aparentemente bien organizada.
Miembros del ACC en el Sheol Valley en 1907.
(Foto: Byron Harmon)
En polo opuesto, refiriéndome a
los clubes centenarios (o casi) de mi lugar de origen, están los dos equipos de
fútbol más emblemáticos de la comarca. Ambos nacieron como estructura
incipiente, creada por los propios jugadores para dar rienda suelta a su pasión
y poderse erigir en equipos formales y así poder disputar “encuentros” (el
lenguaje lo aclara todo en muchos casos) con otras organizaciones similares.
Actualmente ambos clubes militan en las categorías más bajas (o casi) de toda
su larga historia, y ambos atraviesan un estado de finanzas y estructura
institucional que los mantiene en una situación límite, cada vez más cercana a
su desaparición. Para llegar a este estado el proceso ha sido largo y plagado
de altibajos, pero ha incluido algunos ingredientes que tienen mucho que ver
con todo el asunto del asociacionismo sobre el que reflexiono aquí. Evolucionaron
desde una motivación practicante hacia otra de espectadores. Pasaron de ser
clubes deportivos manejados por y para los socios, a instituciones en las que
los “asociados” tomaron el rol de clientes, y después incluso, se convirtieron
en puros negocios: sociedades anónimas en las que la misión deja de ser el
deporte o su resultado, desplazados ambos por el puro negocio. A lo largo de
todo el proceso aparecieron ingredientes sazonadores de la transformación, como
la desaparición del apego a unas ideas, compromisos o ética de entidad; y se
fue reemplazado por la inestable pasión hacia los resultados competitivos, los
eventuales ídolos (cada vez más foráneos y mercenarios) y unos colores, que al
paso que vamos en otras modalidades y muchos países avanzados, ya hace tiempo
que se han convertido en franquicias comerciales. Puedo parecer un exagerado,
pero sólo hace falta retranquearse un poquito para mirar con perspectiva y
comprobar que el fenómeno de los fans deportivos, cada vez reúne a más gente no
practicante que incluye en su pack de seguimiento corporativo a entidades a las
que cree (y se siente orgulloso de) pertenecer: Real Madrid, Barcelona FC,
Chicago Bulls, Apple, BMW, Ikea… ¡Ganadores en cualquier caso!
Siento el desparrame filosófico.
Dejo zanjada la cuestión y me dedico a presentar un modesto muestrario de
clubes deportivos peculiares, raros y diferentes. De patinaje y de ciclismo,
pero nada convencional. Como siempre me ocurre, ni son los mejores, ni
responden a una selección rigurosa, simplemente me he encontrado con ellos de
una u otra forma en mi vida y me apetece hablar de ellos.
La Cofradía Velocipédica es un
simpático ejemplo de choque casual y desordenado entre personajes entrañables,
variopintos e interesantes, que no se conocían mutuamente (o poco) hace un año,
y que a través de los eventos retro han ido tejiendo una agradable amistad,
estimulada además por un interés común y raro (el ciclismo antiguo en
prácticamente la totalidad de sus expresiones). No me atrevo a darle la
categoría de club. Ni siquiera las de micro y/o clandestino. Porque por el
momento hiberna en régimen de metabolismo basal a través de un foro de internet
y limita sus encuentros físicos (apasionantes eso sí) a las coincidencias
primaverales, veraniegas u otoñales en algunas carreteras de cualquier parte
que se tercie. Por ahora no es nada más que eso, algunas intenciones ha habido
de dar tímidos pasitos al frente hacia algo más, pero el siglo XXI nos tiene a
todos muy ocupados, y sospecho que algo precavidos en lo que a aumentar la
carga de compromisos se refiere.
El Cycling Touring Club (CTC), es
mucho más que un club (este sí, de verdad). De hecho dejó de ser un club en 2012
para convertirse en The National Cycling Charity, que es como la fundación (sin
ánimo de lucro) de mayor reconocimiento en Gran Bretaña dedicada a la promoción
del uso de la bicicleta, educación ciclista, la protección de los ciclistas y
la provisión de servicios de todo tipo en relación con la bicicleta. Todo ello
siempre enfocado hacia el ámbito no profesional ni competitivo. Por su vocación
inicial viajera y turista, siempre se han ocupado de publicar guías de viajes,
y desde hace décadas se convirtieron en la voz no gubernamental más reputada y
más tenida en cuenta cuando se trata de legislar asuntos en los que la
bicicleta tenga algo que ver. Estamos pues ante un caso en el que un club crece
tanto que se acaba convirtiendo en una especie de mutualidad nacional. Su
sistema organizativo es piramidal, en el sentido de que se compone de
numerosísimas sedes locales, pertenecientes todas ellas a una
supra-organización común. Personalmente lo que siempre me atrajo más del CTC
fue su histórica dedicación al turismo ciclista, con tal intención nació en 1878
con la denominación de Bicycle Touring Club, pero cinco años más tarde, ante la
proliferación de triciclos de adultos, se tomó el definitivo apelativo de CTC.
El cual por cierto le viene al pelo si tenemos en cuenta que a lo largo y ancho
de todo el territorio británico, las diferentes sedes organizan salidas durante
los fines de semana que suelen llamar: “Café To Café" o "Coffee, Tea
and Cakes”. Uno de los libros más entrañables y con mayor valor histórico que,
sobre temática ciclista, he podido leer últimamente es “Damas en bicicleta”
(FJ. Erskine), publicado originalmente en 1897. En él, la entusiasta autora
vierte innumerables consejos sobre cuestiones prácticas de ciclismo aficionado,
y las referencias al ya entonces más que consolidado CTC están muy presentes.
La escritora habla sobre la provisión de alojamientos, la distribución de ayuda
y contacto, el apoyo a las ciclistas femeninas, etc. Hasta recomienda que
cuando alguien quiera prepararse ropa específica para rodar en bicicleta, “cualquiera de los sastres oficiales de la
Cyclists’ Touring Club (CTC) podrá ofrecernos, a precios moderados, una
selección de tejidos y estilos aprobados por la propia organización”. Por
si todo ello fuera poco, ya en aquella época el CTC había extendido su
influencia hacia algunos países extranjeros, y mantenía una eficaz relación de
colaboración y hermanamiento con el Touring Club de France. Un bonito ejemplo ilustrativo
sobre la actividad del CTC, es un documental (que ya incrusté el primer año de
blog) que se filmó gracias a la colaboración del British Transports y el CTC,
en 1955. En él podemos ser testigos de una multitudinaria excursión campestre
organizada con todo detalle por el club, una deliciosa jornada en la que
ciclismo, paisajes rurales, comidas campestres, tren y camaradería se integran
para el disfrute de todos. La vocación de la organización siempre fue clara,
por casa anda reposando otro volumen de recogido formato titulado “The CTC book
of Cycle-touring” (John Whatmore), en el que se proponen consejos para la
compra y equipamiento de una buena bicicleta de viaje, se dan consejos de acampada,
transporte de equipaje, vestimenta, etc. y se proponen hasta 80 recorridos por
todo el país. El libro es poca cosa, pero incluye algunas fotografía de la
época (tempranos años ochenta) que ahora mismo resultan elocuentes.
Algunas socias del CTC durante un "ride" en 1930.
(Foto: CTC).
Cabecera de la gaceta del CTC de 1988.
(Imagen: CTC).
Kakukiitäjät, es un club
finlandés para la práctica del patinaje en línea. Es un club pequeño, compuesto
fundamentalmente por gente veterana, de entre 30 y 60 años de edad, aunque ello
no suponga un requisito específico. Tiene su base en Helsinki, y casi todas las
decisiones importantes de su funcionamiento las toman en reuniones precedidas
por las casi obligadas saunas. Es un club de corte contemporáneo, sin sede
física y que basa su vida social en los recursos electrónicos de comunicación y
en las quedadas de todos los miércoles no invernales para patinar. Sus
actividades se pueden resumir en la realización de recorridos urbanos en
patines, orientación urbana, eventos de patinaje nocturno, patinaje de larga
distancia y consultoría y enseñanza de patinaje. En el 2014 tuve el honor de
ser socio del club y voy a explicar la razón. Su actividad estrella (desde hace
más de 20 años) es el Finline, un viaje de largo recorrido y una semana de
duración, en patines en línea, a lo largo de una ruta por alguna región de
Finlandia. Se trata de un viaje fantásticamente organizado, y a un precio de lo
más asequible, porque está diseñado expresamente para aquellos socios del club
que quieran y puedan ir cada año. Tras un fuerte debate en el seno de la
asociación, ocurrido hace algunos años, se decidió (no sin considerable
oposición interna, pues los finlandeses parecen ser una nación con fuerte apego
por su vida privada interior), abrir el viaje a la participación (siempre
moderada) de extranjeros. La casualidad remota hizo que el año pasado tuviera
conocimiento del mismo y me apunté con un amigo. Ya relaté la experiencia en su
día. Lo que quiero recordar ahora, es que para poder participar en él, era
condición indispensable hacerse socio del club (por un precio realmente módico,
que te daba derecho a maillot y otras importantes ventajas). La cuestión es que
la apertura quedaba pues condicionada no a un pago (en eso salíamos ganando sin
duda alguna) sino a una aceptación de condición de miembro, es decir, de su
esencia, tradición y filosofía. Me pareció una acertada postura para evitar que
los advenedizos participantes foráneos tuviéramos la tentación de confundir el
club, con una agencia de viajes. Así pues, puedo afirmar con orgullo
(consiguieron inyectármelo) que durante un año fui socio de pleno derecho del
club Kakukiitäjät, y que aunque no soy capaz de pronunciar su nombre de memoria,
visto encantado su maillot en algunas patinadas.
Miembro del club con el amillot oficial del Finline.
(Foto: Kakukiitäjät)
El día que escribí sobre el
equipo ciclista 7-Eleven resalté el destacado papel que un club del “Midwest”
norteamericano tuvo en la formación deportiva de varios de sus miembros, que
fueron a la vez, destacados ciclistas y patinadores de velocidad
(preferentemente sobre hielo), tanto hombres como mujeres. Me refería al Wolverine
Sports Club de Detroit. Aunque se trata de una organización generadora de un
espectacular ramillete de deportistas de élite durante los años setenta y
ochenta (en patinaje y ciclismo), su origen proviene de 1888. En concreto del
Wolverine Wheelman, inicialmente un club ciclista que sucumbió en 1931 a causa
de la Gran Depresión, aunque pronto (1934) fue rescatado. En 1937 su sede era
una tienda de bicicletas local. En el 49 se redactó una carta como declaración
filosófica de principios que deberían regir la vida futura de la asociación.
Por entonces su actividad incluía una más amplia diversidad de modalidades
deportivas: hockey (hielo, por supuesto), boxeo, atletismo, patinaje de
velocidad y esquí de fondo. En 1950 se fusionó con el Berkley Speedskating Club,
lo cual implicó un importante crecimiento y ya en 1972, consolidaron
fuertemente la sección de esquí de fondo y asumieron la denominación
actual como definitiva. Actualmente se dedican al ciclismo (carretera, pista,
ciclocross y turístico), al patinaje de velocidad y al esquí de fondo. Sin duda
se trata de un club empleado a fondo en la formación de deportistas de
competición, pero eso es algo que probablemente ha debido ser importante para
la región de Detroit a lo largo de toda su historia: inicialmente para ofrecer
alternativas de ocio y ocupación en un área de condiciones climáticas duras; posteriormente
para combatir con propuestas activas la fiebre del automóvil, que tuvo aquel
lugar como epicentro mundial; y actualmente para sobreponerse y acoger
deportivamente a gran cantidad de personas que están sufriendo la bancarrota
institucional de la ciudad. Además, en su servicio de forjar competidores, el
club siempre se volcó sobre los niños y jóvenes, y parece que ello no ha dejado
de ser su principal interés.
La Legnano de Mike Walden, alma mater del desarrollo
competitivo del club durante sus décadas más exitosas.
(Foto: WSC).
Fotografía dedicada de Sheyla Young (3 medallas olímpicas y
5 mundiales en patinaje de velocidad; 5 medallas mundiales en
ciclismo de pista). (Foto: WSC).
Varios socios del club en el equipo olímpico norteamericano de
ciclismo de 1948. (Foto: WSC).
Organizando competiciones de ciclismo en pista.
(Foto: WSC).
Con amplia presencia femenina desde siempre. (Foto: WSC).
Doris Travani Mulligan, cuatro
veces campeona de los EEUU.
(Foto: WSC).
Con los más jóvenes aún en la brecha. (Foto: WSC).
He dejado para el final una
muestra del carácter juguetón de las personas y sus anecdóticas asociaciones.
Al poco tiempo de crear mi “Clan” de Whisky, di con una novela de Charles
Dickens titulada “Los papeles póstumos del Club Pickwick”. Se trata de un libro
muy cómico que constituyó la primera novela del venerado autor británico y que
fue publicada por entregas entre 1836 y 1837. Narra una historia rocambolesca
cargada de peripecias en un deambular ocioso del Señor Pickwick por su país. La
cuestión es que el texto comienza relatando los hechos de su fundación, en la
que el alcohol y la camaradería tuvieron mucho, o casi todo que ver. Desde su
lectura lo incorporé, con cierta intención cultural y a la vez humorística, a
las referencias de nuestro “ideario”. Y cuál ha sido mi sorpresa, cuando
recientemente he descubierto que lo mismo hicieron en su día los miembros del
club ciclista más antiguo que existe: el Pickwick Bicycle Club, fundado en
1870, por seis socios aficionados a la bicicleta y a Dickens, con la intención
de distribuir convivencia y compañerismo a su alrededor (¿inaudito?). Además se
trata también de la asociación Dickensiana más añeja conocida. Actualmente
sigue vivo a pesar de haber cambiado varias veces de “cuartel general” y de
presidentes. Su actividad puede calificarse de preferentemente social y en ella
son citas fijas la organización del Benson Rally (con numerosas bicicletas
antiguas), asumir obras de caridad o apoyo desinteresado, involucrarse en el
desarrollo de todas las formas de ciclismo imaginables a través de la
incorporación de muchos de sus miembros en el staff de otros clubes u
organizaciones más activas y contemporáneas, mantener una sección de golf con
una cita anual, tomar parte eventualmente en el Hampton Court Meeting
(encabezándolo) [se trataba de una concentración ciclista que reunía a
representantes de infinidad de clubes británicos. Comenzó en 1875 y creo
entender que aún se sigue celebrando de alguna manera], acometer eventos
esporádicos (como la repetición actualizada, en 1992, de un viaje realizado por
Francia en 1888), y por supuesto, celebrar la Annual Garden Party en la que se
reúnen para cenar más de 600 socios, ataviados con sus botones de chaqueta,
sombrero y corbata del club. Esta entidad es el rastro actual que ha dejado una
muestra de asociacionismo entusiasta e ingenioso del siglo XIX. Su actividad y
labor no es comprable a la de la mayoría de las asociaciones deportivas
modernas, pero tiene una lección que dar: seguir viva. Puede que alguna más si
consideramos sus connotaciones culturales o su capacidad de influencia sobre
otras. Lo que resulta más interesante de ella es el apego a sus tradiciones y
costumbres, así como su culto hacia la historia en general y hacia la suya en
particular. Entre otros detalles aparecen ilustres miembros que utilizan, en el
entorno del club, el apodo de personajes que aparecen en la novela. Por
supuesto que tiene socios honoríficos, y algunos grandes campeones que, si bien
desarrollaron sus carreras en otras entidades, se han mantenido fieles a su
pertenencia al club.
Uno de sus primeros "rides", probablemente los seis fundadores,
en 1870. (Foto: PBC).
"Easter Tour" de 1886, con gran variedad de tipos de máquinas.
(Foto: PBC).
Primer uniforme (obligatorio) en 1875, posteriormente le incorporarían
mayor luminosidad con el ambar. (Foto: PBC).
Protagonistas de un viaje Edimburgo a Londres
en 1879. (Foto: PBC).
Un socio (apodado Mr. Brooks) con una reliquia en
plena forma. Viste el actual maillot corporativo.
Otro socio con el uniforme de gala: este
modelo de americana tan sólo lo visten unos
pocos miembros (imagino que la encargan a
sus sastres), pero el sombrero, corbata y los
botones, todos. (Foto: PBC).
El texto ha sido largo, un
personal ejercicio de pensamiento con una pequeña pero singular colección de
entidades que dieran color (e imágenes) a lo que he buscado contar. Seguro que
seguiré siendo un indómito independiente, pero cuando un club me muestra algún
escondido fulgor de rica esencia, me puedo adherir a él sin dudarlo.
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