Mi verano del 2016 comenzó sin
ningún plan de viaje o vacaciones concreto. Y, caprichos del destino, se
caracterizó por incluir dos imprevistos pero estupendos viajes nómadas sobre
ruedas. Ambos sobre dos ruedas y conduciendo un manillar, y ambos con alforjas
en las monturas. Además de estos (y algunos otros) detalles en común entre
ambas experiencias, otros dos atributos fueron denominadores comunes de ambos
viajes: “causa” y “consecuencia”. Los prolegómenos fueron improvisados, sin
decisión de partida ni plan de itinerario hasta apenas dos o tres días antes de
la partida. Y el resultado: fantástico las dos veces.
En cualquier caso fueron viajes
muy diferentes. El primero lo realicé en moto, con mi mujer Myriam por
compañía. En diez días recorrimos casi 3000 km, en un periplo nacional con
Madrid, Valencia, Murcia, Granada, Záhara de los Atunes, Cardeña y de nuevo
Madrid, como puntos de partida y llegada de las etapas intermedias. Podríamos
añadir Motril y Rota como significativas paradas “volantes”, pero es que
tampoco quiero entrar en demasiado detalle, pues no es este el tipo de viaje
que acostumbro a incluir en este espacio. Lo que sí puedo señalar es que la
actividad no puede ser considerada como deportiva en ningún aspecto, aunque
brilló con intensidad en cuestiones culturales, gastronómicas y, especialmente,
de encuentro familiar y de amistad con un gran número de personas diferentes a
las que fuimos visitando durante el mismo, y que en el fondo constituyeron el
esquema vertebrador de tan peculiar itinerario. Por lo demás, el viaje nos
permitió contemplar cómo el paisaje se iba transformando claramente a medida
que nuestro motor bicilíndrico impulsaba sin fatiga la motocicleta. Reconozco
que inicié la ruta convencido de que iba a sufrir demasiado el calor habitual
de todos aquellos territorios en pleno julio, y ya de regreso, he de confesar
que, para mi sorpresa, la cosa no sólo no fue para tanto, sino que nos
organizamos tan bien y el clima nos dio cierta tregua esos días, que disfruté
de lo lindo y no recuerdo malos momentos durante el viaje. Es más, puedo
asegurar que he sufrido mucha más “sensación térmica” de calor en otros viajes
moteros anteriores por latitudes bastante más septentrionales en fechas
similares.
Hacía mucho que no emprendíamos
un viaje motero tan largo, y la verdad es que el reencuentro con ello no ha
podido ser más gratificante. Tanto, que nos ha dejado ganas de más y nos ha
quitado de encima esa especie de costra de pereza que le va cubriendo a uno
cuando pasa demasiado tiempo tras la última intentona. Así pues, me alegro de
haber vuelto a ejercer de nómada de las carreteras, regulando el deambular mediante
el giro de mi puño derecho, y espero no dejar pasar demasiado tiempo hasta que
se repita de nuevo.
Y apenas una semana después, con
el tiempo justo para disfrutar de la playa local, de la vida familiar
veraniega, de la lectura y de las cenas en el jardín… voy y me lío
repentinamente en otra escapada, también con alforjas, pero esta vez a pedales.
Desde que mi amigo Jesús y yo nos compráramos juntos nuestras Dawes Galaxy
Classic de cicloturismo, hace ya tres años, nos debíamos un viaje nómada mano a
mano. Ambos las habíamos utilizado juntos o por separado en bastantes salidas,
eventos o actividades ciclistas, pero ni las habíamos puesto a desempeñar su
verdadera función, ni lo habíamos hecho de forma compartida. Así que
aprovechando las circunstancias organizativas veraniegas de nuestras
respectivas familias, y una especie de “aquí te pillo aquí te mato”, en pocas
horas diseñamos un viajecito de cinco días en bicicleta. La urgencia sugería un
destino cercano pero a la vez desconocido o casi inédito para ambos. Y la
solución fue sencilla, simplemente mirando un poco hacia poniente, y pensando
en alguna zona de Asturias que resultara especialmente sugerente para la
práctica del ciclismo y poco o nada conocida por ambos. Descartada la costa,
las comarcas más próximas a Cantabria, la cuenca del Navia, o alguna zona más,
se nos ocurrió que podíamos ver de cerca algunos de esos indomables puertos de
montaña que tanto han estado dando de qué hablar en las más recientes ediciones
de la Vuelta a España a lo largo de las dos últimas décadas. Y dicho y hecho:
mapa, lápiz, diseño rápido y reservas para dormir.
El viaje fueron cinco jornadas
(cuatro pernoctas), dejando el coche en Boñar (León) y recogiéndolo en el mismo
sitio. El primer día madrugamos bastante porque incluía la ida en coche, de
forma que a las 10,30 de la mañana ya nos pusimos a pedalear en dirección
norte, camino del puerto de San Isidro. Hizo un día totalmente veraniego,
soleado, algo caluroso y sin una nube. Al rodar con el peso de las alforjas,
nos lo tomamos con la lógica precaución preventiva, pedaleando tranquilos y
reservando mucho a costa de jugar con el cambio. Ni uno ni otro íbamos dotados
de entrenamiento, ya que ambos nos hemos vuelto completamente desordenados en
tal menester, debido tanto a nuestros particulares estilos de vida, como a
nuestra amplísima diversidad de aficiones (deportivas y de otro tipo). El
recorrido resultaba bastante llevadero y muy entretenido, pues la mayor parte
de él discurría rodeando un embalse casi lleno y de contorno muy caprichoso. En
un recodo pudimos observar a una amplia manada de venados, y durante todo el
trayecto ascendente contemplar como la Cordillera Cantábrica nos iba
descubriendo algunos de sus entresijos y cumbres a medida que nos internábamos
en ella. Pese a sus 1520 metros de altitud, el puerto de San Isidro, se hace
muy llevadero por su vertiente sur. Una vez coronado, pudimos disfrutar de una
entretenidísima y larga bajada hacia las profundidades de uno de esos angostos
y verdes valles asturianos. Descendimos hasta Cabañaquinta y desde allí rodamos
con ligera pendiente a favor hacia el oeste, hasta, a la altura de Ujo, girar
hacia el norte para alcanzar Pola de Lena.
Jesús pedaleando a lo largo de los
primeros kilómetros por el norte de León.
Aquí poso junto al cartel del primer
puerto.
Podríamos decir que la localidad
se ha convertido en una especie de nudo gordiano de conexiones entre la mayor
parte de los puertos de montaña más duros de Asturias. Lo malo es que también
conforma una especie lazo de vías de tránsito (incluyendo una autopista), que
no facilitan que transitar por allí nos pareciera amigable, o al menos idílico.
Como llegamos a una hora prudencial nos dimos un buen homenaje gastronómico en
una plaza de mucho ambiente de sidrerías. Tras la sobremesa localizamos nuestro
alojamiento, nos instalamos, duchamos, etc. Antes de rematar la tarde con un
recorrido por la localidad previo a la cena.
A la mañana siguiente la jornada
apareció completamente nublada y con evidente amenaza de lluvia (más, cuanto
más arriba mirabas). Nuestra idea inicial era haber dejado temporalmente las
alforjas en el hotel, para hacer una intentona matinal al cercano Angliru, pero
ante el panorama meteorológico lo descartamos enseguida y, con todo el equipaje
a cuestas, continuamos ruta, cambiando de valle a través del ascenso este de la
Cobertoria. A medida que fuimos ascendiendo el día nos fue dando la razón en
cuanto a la decisión tomada, pues la niebla cada vez era más espesa y con la
altura se convertía en fina lluvia. No invitaba a una etapa demasiado larga, y
menos aún con sucesión de ascensos y descensos en los que mojarte varias veces.
El puerto no es demasiado largo (unos 9 km por cada vertiente) pero resulta muy
duro, con varios kilómetros seguidos a una media de un 12 %. Y eso, con
alforjas, va dejando mella y hace que el tiempo transcurra sin que se refleje
demasiado en el avance. Aún así lo superamos y descendimos por el otro lado hacia
Bárzana, donde nos esperaba un clima mucho más benigno: cubierto, pero sin
lluvia. Río abajo, enseguida rodamos paralelos a uno de los ramales de la
conocida Senda del Oso, una vía verde que desde hace años recibe bastantes
visitas turísticas para ser recorrida en bicicleta. Precisamente, poco después
de desviarnos a la izquierda, para remontar otro afluente, pedaleando ahora
hacia el noroeste, dejamos de lado la carretera y nos convertimos en usuarios
temporales de dicha vía, eso sí, en sentido contrario al que llevaba la mayor
parte de los visitantes de la jornada. La vía “pica hacia arriba” y presenta un
firme ya algo deteriorado que no es muy aconsejable o cómodo para ruedas finas
de “corredor”. Pero una de las ventajas de nuestras “viajeras” es que sus
ruedas de 32 mm con evidente dibujo, resultan más que aptas para este y otro
tipo de caminos. La senda está excavada en la roca de un estrecho desfiladero
calizo y por ello ofrece una bonita sucesión de extraplomos, túneles, puentes e
incluso algunos tramos de bosque. Un buen rato de cicloturismo lento y
contemplativo. Llegados a Teverga un anciano nos índico cómo llegar al barrio
de La Plaza. Supongo que sus recuerdos del Tarangu fueran los que le animaran a
indicarnos la opción que incluía un “rampón” brutal que en realidad se demostraría
perfectamente prescindible. El pueblo en general nos encantó. Por su paisaje,
por su tamaño, por sus edificios, posibilidades turísticas, ambiente de
actividades de montaña, etc. Un lugar francamente recomendable. Como la etapa
se había visto muy reducida pudimos instalarnos antes de comer. Pasaríamos un
par de noches en un agradable hotel rural en el que se nos atendió
estupendamente. Para comer elegimos uno de los bares del pueblo y ratificamos
de nuevo lo bien y barato que se come por aquellos andurriales a base de menú
del día (¡que magníficos y generosos garbanzos con mejillones!). La tarde no se
hizo larga entre sobremesa, paseo por las inmediaciones y el descubrimiento de
una “micro-biblioteca” en el hotel, en la que mi vista me llevó casi directamente
hacia una biografía de Gustave Schultz: uno de los exploradores pioneros de los
Picos de Europa, coetáneo y amigo de Pedro Pidal y del Conde Saint-Saud. Las
previsiones, afortunadamente, vaticinaban buen tiempo para el resto de la
semana, así que hicimos planes para el día siguiente, que no fueron otros que
confirmar la idea inicial: una etapa de 110 km (aproximadamente) sin alforjas y
con ¡cuatro puertos!. Si la cosa se nos daba mal, ya decidiríamos cómo escapar
(cuestión nada fácil una vez iniciados determinados descensos).
Jesús con su Dawes en la Cobertoria el
único día que nos llovió algo.
Breve parada de admiración
paisajística en un tramo de la Senda del Oso.
Por la mañana nos pusimos en
marcha tras el desayuno. El cielo presentaba una cubierta claramente débil pero
que nos regaló unas nubes de protección cruciales a primeras horas. Lo primero
era el ascenso del puerto de Ventana, 20 km de preciosa subida hasta una cota
de 1587 metros. Con calma y sin locuras lo fuimos escalando de forma aceptable.
El paisaje ayuda porque es, simple y llanamente, maravilloso; ya que se inicia
recorriendo pequeñas aldeas de montaña, para después introducirse en una
desfiladero estrechísimo, y más tarde infiltrarse en un denso bosque
caducifolio que ya únicamente abandonará al final, alcanzando los pastos de
alta montaña, entre las peñas de la cordillera. Aquello llevó su tiempo, pero
verdaderamente mereció la pena, pues ambos lo calificamos como uno de los
puertos más bonitos que hayamos ascendido nunca (y ya llevamos unos cuantos a
cuestas). El moderado descenso hacia el sur, ya por tierras leonesas, nos
regaló inmediatamente dos cosas: pleno sol veraniego y una fascinante y
cercanísima visión permanente de Peña Ubiña. A ese macizo calizo le tengo yo
bastante afecto desde que lo ascendí a pié una mañana de septiembre hace ya
muchos años.
Peña Ubiña (a la izquierda), 2417
metros.
Por la comarca de Babia estábamos
nosotros ya sumidos en ese estado mental de desconexión con lo habitual que te
aportan este tipo de viajes autónomos y trotamundos en cuando se acumulan unas
poquitas jornadas. Gozando del paisaje, ahora más seco, de la visión de las
montañas, del recorrido ondulante y del paisanaje local que amablemente nos
indicaba por dónde continuar cuando le planteábamos nuestras dudas. Tras el
descenso continuamos dirección oeste (hacia Villablino) para, anticipadamente,
girar de nuevo hacia el norte y ascender la vertiente sur del puerto de
Somiedo. No es un puerto duro por ese lado, pero un puerto al fin y al cabo, y
en este caso con un notable viento en contra que nos obligó a esforzarnos algo
más de lo esperado. Como a lo largo de todo el viaje, excelente pavimento y muy
poco tráfico. Una vez coronado, la ruta nos ofreció otro divertidísimo y largo
descenso plagado de curvas y panorámicas de la bellísima montaña asturiana.
Pudimos además admirar aldeas y construcciones aisladas con los característicos
techos de ramas. Creo que fue en Guá (aunque no estoy ahora muy seguro de ello)
donde nos paramos a comer en un agradable establecimiento que combinaba con
equilibrio el aspecto, oferta y enclave rural con un servicio, elegancia y
calidad más actualizados. Por mí me hubiera despachado con algo más
contundente, pero quedaba mucha etapa por delante y la razón nos hizo moderarnos
un poco.
Después de comer reanudamos lo
que quedaba de descenso, que no fue mucho, y pasado Pola de Somiedo, nos
internamos en otra espectacular garganta en la que el valle se estrangula, y en
medio de la cual, un desvío a la derecha nos situaba en la base del temible
puerto de la Farrapona, la mayor amenaza del día para nosotros. La cosa empezó
bastante bien para mí. El puerto es bonito y ofrece ratos de sombra en
ocasiones. Pese a la dureza, a lo largo de los primeros kilómetros (de unos 18
totales) el perfil se muestra algo escalonado, de forma que te permite (si no
te cebas) recuperarte entre los múltiples momentos de más esfuerzo. Tal es así,
que cuando alcancé Saliencia (a 7 km de la cima) aún me encontraba fenomenal,
seguro de que la cosa no iba a ser para tanto y convencido de que llegaría
arriba sin excesivos problemas. Y así se fue sucediendo el ascenso durante los
tres kilómetros siguientes hasta que, a cuatro del final, mi ritmo se ralentizó
notablemente (aún más), haciendo que cada nuevo kilómetro se me hiciera más
largo y más duro que el anterior. A dos del final la ascensión se había vuelto
del todo cruda. Me costaba avanzar metro a metro y temí no llegar a alcanzar el
final. Tentado estuve de detenerme varias veces, pero pensaba que quizás sería
peor tratar de volver a ponerme en marcha después. Desde aquel punto nos
mantuvimos juntos y sufriendo lo indecible. Aún no sé cómo no eché pié a tierra
varias veces, y en especial cómo pude finalizar los últimos 500 metros, que se
me hicieron eternos. Tan largos y lentos como los que describe la novela de
Alpe d’Huez en la tercera y última ascensión del protagonista. Pero el caso es
que conseguimos llegar, y una vez detenidos en aquel alto collado, a 1708
metros, la fatiga empezó a remitir y pudimos disfrutar del momento, del paisaje
y del subidón emocional por el reto conseguido. Además, un entusiasta viajero
que había detenido su autocaravana allí mismo, se nos acercó para entablar
conversación, declarándose auténtico cicloturista de vocación y hechos. Admiró
elocuentemente nuestras bicicletas y nos contó alguna de sus experiencias y su preferencia
por las bicicletas clásicas y el acero. Pasamos un buen rato con él y con su
pareja, se notaba que nuestro encuentro les había despertado cierta nostalgia
de las dos ruedas.
Cara de satisfacción a medida que se
iban pasando los efectos de la fatiga. El “techo” de nuestro viaje. Al fondo a
la izquierda, la vaguada por la que desciende la pista de piedras.
La Farrapona es un puerto. Con
ello quiero decir que atraviesa un cordal de montaña, es decir, que va de un
sitio a otro. No es como esas otras carreteras, a las que luego me referiré,
que en realidad únicamente se han hecho para subir a algún punto concreto
obligándote a regresar por el mismo camino. Lo que ocurre con la Farrapona es
que la otra vertiente, la sur, es una pista no asfaltada, en bastante buen
estado, pero con pendiente de pista y con muchas piedras sueltas y otras bien
aferradas al terreno. No es recomendable para ruedas finas de tamaño estándar o
llantas delicadas y caras, pero algo perfectamente asumible para las bicicletas
que nosotros llevábamos. Así pues, sin el menor asomo de duda, nos lanzamos
ladera abajo, con precaución, pero sin reparos, controlando las frenadas e
intentando dibujar la trazada menos agresiva posible. Hubo algo de traqueteo e
incomodidad, pero todo funcionó de forma adecuada.
El descenso no fue largo, y
pronto alcanzamos el tranquilo y apetecible pueblo de Torrestío, de nuevo en la
montaña leonesa. Entre las bonitas casas y el ambiente de vacaciones rurales,
encontramos una fuente en la que repostar agua fresca y una tertulia masculina
de tres generaciones que nos ratificó la información con la que contábamos para
continuar. Descendimos algo más, pero ya por la carreterilla asfaltada de
acceso habitual al pueblo, la cual nos dejó en una curva cerrada en pleno
ascenso (sur) del puerto de Ventana, a unos 6 kilómetros del paso. Era nuestro
cuarto puerto del día, aunque al ser de regreso desde la Meseta, tocaba que
fuera de los fáciles. Por eso no nos costó mucho, y con un ritmo moderado, pero
sin necesidad de utilizar el tercer plato, alcanzamos el alto por segunda vez
en el día, aunque ahora en sentido contrario. Estábamos a 20 km de nuestro
alojamiento, la tarde estaba bien avanzada, pero se trataba tan sólo de
descender aquel trazado tan fascinante, con un estado de asfalto impecable,
hermosa luz de atardecer y prácticamente todo ello cuesta abajo. Resultó un
auténtico placer, un regalo para los sentidos y para el espíritu, un momento
encantador, de esos en los que el viaje se transforma incluso en paraíso
inmaterial. ¡Una pasada!. Curvas infinitas con sorpresas paisajísticas en cada
momento. Y todo para alcanzar una ducha reparadora con hidromasaje y una buena
cena antes de irnos a descansar.
La cuarta jornada se nos
presentaba abierta de posibilidades. Sin embargo les cerramos la puerta a todas
ellas. Nos levantamos cansados, y volver a tener que cargar con el peso del
equipaje no facilitaba las cosas. Empezamos rodando con ligero descenso y
llaneando, deshaciendo la ruta del segundo día, pues regresaríamos a Pola de
Lena (un valle más allá hacia oriente). Al hacerlo teníamos que ascender de
nuevo la dura Cobertoria, en esta ocasión por su vertiente occidental. Eso nos
ofrecía la posibilidad de intentar ascender acoronar la Ermita del Alba desde
la base del puerto, e incluso el temido Gamoniteiro desde lo alto de la
Cobertoria. Pero llegados sendos momentos desechamos ambas posibilidades por
cansancio, inapetencia, calor y sobrepeso. Nos motivan mucho menos “las
cuestas” que los puertos. A esto me refería anteriormente con el asunto de
diferenciar entre ambas concepciones de carreteras de montaña. Las primeras, en
ocasiones, se han convertido en forzadas reconversiones de lo que inicialmente
eran camberas o pistas de trabajo temporales para alguna obra concreta. Las
segundas (los grandes puertos o pasos) incorporan un sentido conceptual mucho
más potente a su ser, su justificación y hasta su leyenda deportiva o
histórica. Sirva esto de distinción, pero no de disculpa, porque me he subido
muchos puertos de los que no van a ninguna parte y porque en este viaje
decidimos saltarnos las mencionadas posibilidades simplemente porque nos
parecieron demasiado para nuestro estado y ánimo. Aún así, con el calor, la Cobertoria
nos volvió a costar mucho. Las alforjas nos volvieron a parecer lastres y
nuestro ritmo fue cansino. Además, el puerto, aparte de su función de conector
entre valles, su dureza y su fama ciclista, no nos pareció que aportara mucho
más. No es especialmente bonito. No es feo (es difícil que un puerto de la
vertiente norte de la Cordillera Cantábrica resulte feo), pero es uno más de
tantos otros. Su descenso fue bastante rápido, precisamente, debido a su fuerte
porcentaje, exigía tirar bastante de freno en la constante sucesión de curvas
(aquí el peso extra jugaba a favor). Y alcanzamos Pola de Lena a buena hora
para instalarnos, ducharnos y salir a comer a una sidrería con terraza y toldo.
Mi intención inicial era haberme acercado sin equipaje al Angliru, para una
intentona una vez hecha la digestión, pero a mi compañero no le apetecía y a mí
se me quitaron las ganas después del buen comer. Así pues: Gamoniteiro y
Angliru, se quedaron para otra ocasión, o puede que para nunca. El tiempo lo
dirá. Desde luego ambos para acometerlos sin equipaje, lo mismo que podría
hacerse con La Cubilla. Otro puerto duro que se ubica por allí cerca y que no
probamos fue San Lorenzo, pero en su caso no había opción, había que elegir
entre él y la Farrapona. Decididos estos asuntos, la tarde pasó con una siesta,
una película antigua, mucha conversación sobre exploradores polares, un paseo y
una cena regada con sidra local.
Y así llegamos a la última
jornada que representaba nuestro regreso a Boñar. Para ello optamos por despedirnos
con otro plato fuerte: el puerto de Pajares, 18 km de ascensión con numerosas
rampas pendientes, una de las cuales alcanza el 17%. Al rodar con las alforjas,
fuimos dosificándonos mucho. Gracias a ello, a una niebla bastante densa que
nos acompañó hasta apenas 2 km antes de coronar, y a que las numerosas rampas
más duras se ven intercaladas con otros tramos algo descansados, la verdad es
que lo subimos muy bien, con menor sensación de sacrificio que algunos de los
otros puertos ascendidos aquellos días. Lo malo de Pajares es que soporta mucho
tráfico y con abundancia de camiones. La alternativa rápida es de pago y eso
parece animar a muchos conductores a transitar por sus curvas y cuestas. No
considero que sea un puerto para repetir, porque al final estás demasiado
tiempo pendiente de si vienen por detrás, cómo vienen y de qué espacio
dispones. Eso sí, anima bastante ver cómo en algunas rampas especialmente
pendientes, los camiones apenas suben un poquito más rápido que tú con la
bicicleta. El alto nos recibió con sol y por tanto con un precioso mar de nubes
como despedida de Asturias. Un buen colofón a nuestro periplo por tan bella
tierra.
Mar de nubes desde el alto de Pajares.
Un recuerdo con nuestras bicicletas.
El resto de la etapa consistió en
rodar rápido cuesta abajo al principio, rodar rápido en ligero descenso después
y finalmente rodar rápido en el llano. Por el norte de la provincia de León
hacía bastante calor, así que paramos una vez para tomarnos algo frío y
despachar una generosa tapa de cecina y otros embutidos locales. Tomamos
dirección sur desde el puerto con la intención de alcanzar La Robla, para
después desviarnos hacia el este. Todo transcurrió según lo previsto aunque ese
itinerario presenta la problemática de tener que circular por varios túneles.
Pudimos eludir algunos de ellos, pero en otros no encontramos dicha posibilidad
y lo que hicimos fue meter plato y acelerar para minimizar el tiempo de
exposición.
Jesús en uno
de los tramos terminales del viaje.
De La Robla a La Vecilla le dimos
bastante caña. En realidad demasiada, porque aquel es un tramo con algunos
toboganes y el calor acabó siendo excesivamente elevado, así que nos tomamos
otra parada de refresco y bebidas frías antes de culminar el viaje con un
último tramo tranquilo de poco ascenso y agradecido descenso final hasta Boñar.
Una vez allí, cambio de indumentaria, carga de todo el material en el coche y
un sándwich en un bar antes de dar cuenta de nuestro viaje de regreso a casa.
La experiencia no me defraudó,
todo lo contrario, al igual que me pasara con el viaje en moto de apenas unos
días antes, me sirvió para reencontrarme de nuevo con una de las actividades
que más me gustan en esta vida: viajar en bicicleta, y hacerlo en el formato
nómada sin asistencia. El destino fue acertadísimo. Aunque conozco Asturias
relativamente bien, hay muchas comarcas de mi vecina comunidad autónoma que se
me escapan. Estos días sirvieron para paliar parcialmente esa laguna y para
recordarme que tengo que “mirar” más habitualmente hacia ese lado del
territorio. Lo del norte de León no me pilló de sorpresa porque por allí ya
había transitado en anteriores ocasiones.
Desde un punto de vista “técnico”
he extraído algunas conclusiones: las alforjas utilizadas resultan perfectas: las
fantásticas Vaude, que ambos habíamos adquirido recientemente, ni se inmutaron.
Hago aquí un pequeño paréntesis para resaltar su idoneidad, por lo estancas que
resultan, lo cómodas y fáciles de reglar y, por si todo ello fuera poco, lo
instantáneo de su colocación y extracción del trasportín. Estupenda compra. La
bicicleta se ha encontrado en su elemento, resultando funcional en todas las
necesidades aparecidas y confirmando que está construida para esto. El
itinerario no es el adecuado para un viaje largo con alforjas, para futuras
ocasiones hemos decidido plantearnos otros “temas” que den sentido al viaje, de
forma que los perfiles de las etapas resulten más llevaderos y presenten pocos
puertos y no tan duros (si hay que pasar alguno por exigencia geográfica habrá
que asumirlo, pero plantear un viaje para “coleccionar” ascensiones míticas con
el equipaje a cuestas es un error). Volviendo a la bici, aunque se trata de un
modelo pesado, tiene un amplio abanico de desarrollos, está muy bien equipada,
es muy resistente al peso y a los terrenos rudos. Sus ruedas facilitan poder
insertar tramos no asfaltados. Su geometría resulta muy cómoda cuando se trata
de pasar varias horas en ella, y su larga distancia entre ejes la hace
especialmente segura, tranquila y agradable en los descensos.
Para ser un verano improvisado,
sin eventos a la vista y sin planificaciones, lo estoy disfrutando a tope.
Quizás haya sido un acierto el tomarse las cosas con calma, improvisar y, en
cierta medida, volver a unos orígenes que nunca he decidido abandonar, pero que
a veces se me quedaban un poco olvidados en algún rincón de mi vida cotidiana.
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