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lunes, 15 de agosto de 2016

15. CICLOTURISMO POR ASTURIAS



Mi verano del 2016 comenzó sin ningún plan de viaje o vacaciones concreto. Y, caprichos del destino, se caracterizó por incluir dos imprevistos pero estupendos viajes nómadas sobre ruedas. Ambos sobre dos ruedas y conduciendo un manillar, y ambos con alforjas en las monturas. Además de estos (y algunos otros) detalles en común entre ambas experiencias, otros dos atributos fueron denominadores comunes de ambos viajes: “causa” y “consecuencia”. Los prolegómenos fueron improvisados, sin decisión de partida ni plan de itinerario hasta apenas dos o tres días antes de la partida. Y el resultado: fantástico las dos veces.

En cualquier caso fueron viajes muy diferentes. El primero lo realicé en moto, con mi mujer Myriam por compañía. En diez días recorrimos casi 3000 km, en un periplo nacional con Madrid, Valencia, Murcia, Granada, Záhara de los Atunes, Cardeña y de nuevo Madrid, como puntos de partida y llegada de las etapas intermedias. Podríamos añadir Motril y Rota como significativas paradas “volantes”, pero es que tampoco quiero entrar en demasiado detalle, pues no es este el tipo de viaje que acostumbro a incluir en este espacio. Lo que sí puedo señalar es que la actividad no puede ser considerada como deportiva en ningún aspecto, aunque brilló con intensidad en cuestiones culturales, gastronómicas y, especialmente, de encuentro familiar y de amistad con un gran número de personas diferentes a las que fuimos visitando durante el mismo, y que en el fondo constituyeron el esquema vertebrador de tan peculiar itinerario. Por lo demás, el viaje nos permitió contemplar cómo el paisaje se iba transformando claramente a medida que nuestro motor bicilíndrico impulsaba sin fatiga la motocicleta. Reconozco que inicié la ruta convencido de que iba a sufrir demasiado el calor habitual de todos aquellos territorios en pleno julio, y ya de regreso, he de confesar que, para mi sorpresa, la cosa no sólo no fue para tanto, sino que nos organizamos tan bien y el clima nos dio cierta tregua esos días, que disfruté de lo lindo y no recuerdo malos momentos durante el viaje. Es más, puedo asegurar que he sufrido mucha más “sensación térmica” de calor en otros viajes moteros anteriores por latitudes bastante más septentrionales en fechas similares.

Hacía mucho que no emprendíamos un viaje motero tan largo, y la verdad es que el reencuentro con ello no ha podido ser más gratificante. Tanto, que nos ha dejado ganas de más y nos ha quitado de encima esa especie de costra de pereza que le va cubriendo a uno cuando pasa demasiado tiempo tras la última intentona. Así pues, me alegro de haber vuelto a ejercer de nómada de las carreteras, regulando el deambular mediante el giro de mi puño derecho, y espero no dejar pasar demasiado tiempo hasta que se repita de nuevo.

Y apenas una semana después, con el tiempo justo para disfrutar de la playa local, de la vida familiar veraniega, de la lectura y de las cenas en el jardín… voy y me lío repentinamente en otra escapada, también con alforjas, pero esta vez a pedales. Desde que mi amigo Jesús y yo nos compráramos juntos nuestras Dawes Galaxy Classic de cicloturismo, hace ya tres años, nos debíamos un viaje nómada mano a mano. Ambos las habíamos utilizado juntos o por separado en bastantes salidas, eventos o actividades ciclistas, pero ni las habíamos puesto a desempeñar su verdadera función, ni lo habíamos hecho de forma compartida. Así que aprovechando las circunstancias organizativas veraniegas de nuestras respectivas familias, y una especie de “aquí te pillo aquí te mato”, en pocas horas diseñamos un viajecito de cinco días en bicicleta. La urgencia sugería un destino cercano pero a la vez desconocido o casi inédito para ambos. Y la solución fue sencilla, simplemente mirando un poco hacia poniente, y pensando en alguna zona de Asturias que resultara especialmente sugerente para la práctica del ciclismo y poco o nada conocida por ambos. Descartada la costa, las comarcas más próximas a Cantabria, la cuenca del Navia, o alguna zona más, se nos ocurrió que podíamos ver de cerca algunos de esos indomables puertos de montaña que tanto han estado dando de qué hablar en las más recientes ediciones de la Vuelta a España a lo largo de las dos últimas décadas. Y dicho y hecho: mapa, lápiz, diseño rápido y reservas para dormir.

El viaje fueron cinco jornadas (cuatro pernoctas), dejando el coche en Boñar (León) y recogiéndolo en el mismo sitio. El primer día madrugamos bastante porque incluía la ida en coche, de forma que a las 10,30 de la mañana ya nos pusimos a pedalear en dirección norte, camino del puerto de San Isidro. Hizo un día totalmente veraniego, soleado, algo caluroso y sin una nube. Al rodar con el peso de las alforjas, nos lo tomamos con la lógica precaución preventiva, pedaleando tranquilos y reservando mucho a costa de jugar con el cambio. Ni uno ni otro íbamos dotados de entrenamiento, ya que ambos nos hemos vuelto completamente desordenados en tal menester, debido tanto a nuestros particulares estilos de vida, como a nuestra amplísima diversidad de aficiones (deportivas y de otro tipo). El recorrido resultaba bastante llevadero y muy entretenido, pues la mayor parte de él discurría rodeando un embalse casi lleno y de contorno muy caprichoso. En un recodo pudimos observar a una amplia manada de venados, y durante todo el trayecto ascendente contemplar como la Cordillera Cantábrica nos iba descubriendo algunos de sus entresijos y cumbres a medida que nos internábamos en ella. Pese a sus 1520 metros de altitud, el puerto de San Isidro, se hace muy llevadero por su vertiente sur. Una vez coronado, pudimos disfrutar de una entretenidísima y larga bajada hacia las profundidades de uno de esos angostos y verdes valles asturianos. Descendimos hasta Cabañaquinta y desde allí rodamos con ligera pendiente a favor hacia el oeste, hasta, a la altura de Ujo, girar hacia el norte para alcanzar Pola de Lena.

 
Jesús pedaleando a lo largo de los primeros kilómetros por el norte de León.

 
Aquí poso junto al cartel del primer puerto.

Podríamos decir que la localidad se ha convertido en una especie de nudo gordiano de conexiones entre la mayor parte de los puertos de montaña más duros de Asturias. Lo malo es que también conforma una especie lazo de vías de tránsito (incluyendo una autopista), que no facilitan que transitar por allí nos pareciera amigable, o al menos idílico. Como llegamos a una hora prudencial nos dimos un buen homenaje gastronómico en una plaza de mucho ambiente de sidrerías. Tras la sobremesa localizamos nuestro alojamiento, nos instalamos, duchamos, etc. Antes de rematar la tarde con un recorrido por la localidad previo a la cena.

A la mañana siguiente la jornada apareció completamente nublada y con evidente amenaza de lluvia (más, cuanto más arriba mirabas). Nuestra idea inicial era haber dejado temporalmente las alforjas en el hotel, para hacer una intentona matinal al cercano Angliru, pero ante el panorama meteorológico lo descartamos enseguida y, con todo el equipaje a cuestas, continuamos ruta, cambiando de valle a través del ascenso este de la Cobertoria. A medida que fuimos ascendiendo el día nos fue dando la razón en cuanto a la decisión tomada, pues la niebla cada vez era más espesa y con la altura se convertía en fina lluvia. No invitaba a una etapa demasiado larga, y menos aún con sucesión de ascensos y descensos en los que mojarte varias veces. El puerto no es demasiado largo (unos 9 km por cada vertiente) pero resulta muy duro, con varios kilómetros seguidos a una media de un 12 %. Y eso, con alforjas, va dejando mella y hace que el tiempo transcurra sin que se refleje demasiado en el avance. Aún así lo superamos y descendimos por el otro lado hacia Bárzana, donde nos esperaba un clima mucho más benigno: cubierto, pero sin lluvia. Río abajo, enseguida rodamos paralelos a uno de los ramales de la conocida Senda del Oso, una vía verde que desde hace años recibe bastantes visitas turísticas para ser recorrida en bicicleta. Precisamente, poco después de desviarnos a la izquierda, para remontar otro afluente, pedaleando ahora hacia el noroeste, dejamos de lado la carretera y nos convertimos en usuarios temporales de dicha vía, eso sí, en sentido contrario al que llevaba la mayor parte de los visitantes de la jornada. La vía “pica hacia arriba” y presenta un firme ya algo deteriorado que no es muy aconsejable o cómodo para ruedas finas de “corredor”. Pero una de las ventajas de nuestras “viajeras” es que sus ruedas de 32 mm con evidente dibujo, resultan más que aptas para este y otro tipo de caminos. La senda está excavada en la roca de un estrecho desfiladero calizo y por ello ofrece una bonita sucesión de extraplomos, túneles, puentes e incluso algunos tramos de bosque. Un buen rato de cicloturismo lento y contemplativo. Llegados a Teverga un anciano nos índico cómo llegar al barrio de La Plaza. Supongo que sus recuerdos del Tarangu fueran los que le animaran a indicarnos la opción que incluía un “rampón” brutal que en realidad se demostraría perfectamente prescindible. El pueblo en general nos encantó. Por su paisaje, por su tamaño, por sus edificios, posibilidades turísticas, ambiente de actividades de montaña, etc. Un lugar francamente recomendable. Como la etapa se había visto muy reducida pudimos instalarnos antes de comer. Pasaríamos un par de noches en un agradable hotel rural en el que se nos atendió estupendamente. Para comer elegimos uno de los bares del pueblo y ratificamos de nuevo lo bien y barato que se come por aquellos andurriales a base de menú del día (¡que magníficos y generosos garbanzos con mejillones!). La tarde no se hizo larga entre sobremesa, paseo por las inmediaciones y el descubrimiento de una “micro-biblioteca” en el hotel, en la que mi vista me llevó casi directamente hacia una biografía de Gustave Schultz: uno de los exploradores pioneros de los Picos de Europa, coetáneo y amigo de Pedro Pidal y del Conde Saint-Saud. Las previsiones, afortunadamente, vaticinaban buen tiempo para el resto de la semana, así que hicimos planes para el día siguiente, que no fueron otros que confirmar la idea inicial: una etapa de 110 km (aproximadamente) sin alforjas y con ¡cuatro puertos!. Si la cosa se nos daba mal, ya decidiríamos cómo escapar (cuestión nada fácil una vez iniciados determinados descensos).

 
Jesús con su Dawes en la Cobertoria el único día que nos llovió algo.


Breve parada de admiración paisajística en un tramo de la Senda del Oso.

Por la mañana nos pusimos en marcha tras el desayuno. El cielo presentaba una cubierta claramente débil pero que nos regaló unas nubes de protección cruciales a primeras horas. Lo primero era el ascenso del puerto de Ventana, 20 km de preciosa subida hasta una cota de 1587 metros. Con calma y sin locuras lo fuimos escalando de forma aceptable. El paisaje ayuda porque es, simple y llanamente, maravilloso; ya que se inicia recorriendo pequeñas aldeas de montaña, para después introducirse en una desfiladero estrechísimo, y más tarde infiltrarse en un denso bosque caducifolio que ya únicamente abandonará al final, alcanzando los pastos de alta montaña, entre las peñas de la cordillera. Aquello llevó su tiempo, pero verdaderamente mereció la pena, pues ambos lo calificamos como uno de los puertos más bonitos que hayamos ascendido nunca (y ya llevamos unos cuantos a cuestas). El moderado descenso hacia el sur, ya por tierras leonesas, nos regaló inmediatamente dos cosas: pleno sol veraniego y una fascinante y cercanísima visión permanente de Peña Ubiña. A ese macizo calizo le tengo yo bastante afecto desde que lo ascendí a pié una mañana de septiembre hace ya muchos años.

 
Peña Ubiña (a la izquierda), 2417 metros.

Por la comarca de Babia estábamos nosotros ya sumidos en ese estado mental de desconexión con lo habitual que te aportan este tipo de viajes autónomos y trotamundos en cuando se acumulan unas poquitas jornadas. Gozando del paisaje, ahora más seco, de la visión de las montañas, del recorrido ondulante y del paisanaje local que amablemente nos indicaba por dónde continuar cuando le planteábamos nuestras dudas. Tras el descenso continuamos dirección oeste (hacia Villablino) para, anticipadamente, girar de nuevo hacia el norte y ascender la vertiente sur del puerto de Somiedo. No es un puerto duro por ese lado, pero un puerto al fin y al cabo, y en este caso con un notable viento en contra que nos obligó a esforzarnos algo más de lo esperado. Como a lo largo de todo el viaje, excelente pavimento y muy poco tráfico. Una vez coronado, la ruta nos ofreció otro divertidísimo y largo descenso plagado de curvas y panorámicas de la bellísima montaña asturiana. Pudimos además admirar aldeas y construcciones aisladas con los característicos techos de ramas. Creo que fue en Guá (aunque no estoy ahora muy seguro de ello) donde nos paramos a comer en un agradable establecimiento que combinaba con equilibrio el aspecto, oferta y enclave rural con un servicio, elegancia y calidad más actualizados. Por mí me hubiera despachado con algo más contundente, pero quedaba mucha etapa por delante y la razón nos hizo moderarnos un poco.

Después de comer reanudamos lo que quedaba de descenso, que no fue mucho, y pasado Pola de Somiedo, nos internamos en otra espectacular garganta en la que el valle se estrangula, y en medio de la cual, un desvío a la derecha nos situaba en la base del temible puerto de la Farrapona, la mayor amenaza del día para nosotros. La cosa empezó bastante bien para mí. El puerto es bonito y ofrece ratos de sombra en ocasiones. Pese a la dureza, a lo largo de los primeros kilómetros (de unos 18 totales) el perfil se muestra algo escalonado, de forma que te permite (si no te cebas) recuperarte entre los múltiples momentos de más esfuerzo. Tal es así, que cuando alcancé Saliencia (a 7 km de la cima) aún me encontraba fenomenal, seguro de que la cosa no iba a ser para tanto y convencido de que llegaría arriba sin excesivos problemas. Y así se fue sucediendo el ascenso durante los tres kilómetros siguientes hasta que, a cuatro del final, mi ritmo se ralentizó notablemente (aún más), haciendo que cada nuevo kilómetro se me hiciera más largo y más duro que el anterior. A dos del final la ascensión se había vuelto del todo cruda. Me costaba avanzar metro a metro y temí no llegar a alcanzar el final. Tentado estuve de detenerme varias veces, pero pensaba que quizás sería peor tratar de volver a ponerme en marcha después. Desde aquel punto nos mantuvimos juntos y sufriendo lo indecible. Aún no sé cómo no eché pié a tierra varias veces, y en especial cómo pude finalizar los últimos 500 metros, que se me hicieron eternos. Tan largos y lentos como los que describe la novela de Alpe d’Huez en la tercera y última ascensión del protagonista. Pero el caso es que conseguimos llegar, y una vez detenidos en aquel alto collado, a 1708 metros, la fatiga empezó a remitir y pudimos disfrutar del momento, del paisaje y del subidón emocional por el reto conseguido. Además, un entusiasta viajero que había detenido su autocaravana allí mismo, se nos acercó para entablar conversación, declarándose auténtico cicloturista de vocación y hechos. Admiró elocuentemente nuestras bicicletas y nos contó alguna de sus experiencias y su preferencia por las bicicletas clásicas y el acero. Pasamos un buen rato con él y con su pareja, se notaba que nuestro encuentro les había despertado cierta nostalgia de las dos ruedas.

 
Cara de satisfacción a medida que se iban pasando los efectos de la fatiga. El “techo” de nuestro viaje. Al fondo a la izquierda, la vaguada por la que desciende la pista de piedras.

La Farrapona es un puerto. Con ello quiero decir que atraviesa un cordal de montaña, es decir, que va de un sitio a otro. No es como esas otras carreteras, a las que luego me referiré, que en realidad únicamente se han hecho para subir a algún punto concreto obligándote a regresar por el mismo camino. Lo que ocurre con la Farrapona es que la otra vertiente, la sur, es una pista no asfaltada, en bastante buen estado, pero con pendiente de pista y con muchas piedras sueltas y otras bien aferradas al terreno. No es recomendable para ruedas finas de tamaño estándar o llantas delicadas y caras, pero algo perfectamente asumible para las bicicletas que nosotros llevábamos. Así pues, sin el menor asomo de duda, nos lanzamos ladera abajo, con precaución, pero sin reparos, controlando las frenadas e intentando dibujar la trazada menos agresiva posible. Hubo algo de traqueteo e incomodidad, pero todo funcionó de forma adecuada.

El descenso no fue largo, y pronto alcanzamos el tranquilo y apetecible pueblo de Torrestío, de nuevo en la montaña leonesa. Entre las bonitas casas y el ambiente de vacaciones rurales, encontramos una fuente en la que repostar agua fresca y una tertulia masculina de tres generaciones que nos ratificó la información con la que contábamos para continuar. Descendimos algo más, pero ya por la carreterilla asfaltada de acceso habitual al pueblo, la cual nos dejó en una curva cerrada en pleno ascenso (sur) del puerto de Ventana, a unos 6 kilómetros del paso. Era nuestro cuarto puerto del día, aunque al ser de regreso desde la Meseta, tocaba que fuera de los fáciles. Por eso no nos costó mucho, y con un ritmo moderado, pero sin necesidad de utilizar el tercer plato, alcanzamos el alto por segunda vez en el día, aunque ahora en sentido contrario. Estábamos a 20 km de nuestro alojamiento, la tarde estaba bien avanzada, pero se trataba tan sólo de descender aquel trazado tan fascinante, con un estado de asfalto impecable, hermosa luz de atardecer y prácticamente todo ello cuesta abajo. Resultó un auténtico placer, un regalo para los sentidos y para el espíritu, un momento encantador, de esos en los que el viaje se transforma incluso en paraíso inmaterial. ¡Una pasada!. Curvas infinitas con sorpresas paisajísticas en cada momento. Y todo para alcanzar una ducha reparadora con hidromasaje y una buena cena antes de irnos a descansar.

La cuarta jornada se nos presentaba abierta de posibilidades. Sin embargo les cerramos la puerta a todas ellas. Nos levantamos cansados, y volver a tener que cargar con el peso del equipaje no facilitaba las cosas. Empezamos rodando con ligero descenso y llaneando, deshaciendo la ruta del segundo día, pues regresaríamos a Pola de Lena (un valle más allá hacia oriente). Al hacerlo teníamos que ascender de nuevo la dura Cobertoria, en esta ocasión por su vertiente occidental. Eso nos ofrecía la posibilidad de intentar ascender acoronar la Ermita del Alba desde la base del puerto, e incluso el temido Gamoniteiro desde lo alto de la Cobertoria. Pero llegados sendos momentos desechamos ambas posibilidades por cansancio, inapetencia, calor y sobrepeso. Nos motivan mucho menos “las cuestas” que los puertos. A esto me refería anteriormente con el asunto de diferenciar entre ambas concepciones de carreteras de montaña. Las primeras, en ocasiones, se han convertido en forzadas reconversiones de lo que inicialmente eran camberas o pistas de trabajo temporales para alguna obra concreta. Las segundas (los grandes puertos o pasos) incorporan un sentido conceptual mucho más potente a su ser, su justificación y hasta su leyenda deportiva o histórica. Sirva esto de distinción, pero no de disculpa, porque me he subido muchos puertos de los que no van a ninguna parte y porque en este viaje decidimos saltarnos las mencionadas posibilidades simplemente porque nos parecieron demasiado para nuestro estado y ánimo. Aún así, con el calor, la Cobertoria nos volvió a costar mucho. Las alforjas nos volvieron a parecer lastres y nuestro ritmo fue cansino. Además, el puerto, aparte de su función de conector entre valles, su dureza y su fama ciclista, no nos pareció que aportara mucho más. No es especialmente bonito. No es feo (es difícil que un puerto de la vertiente norte de la Cordillera Cantábrica resulte feo), pero es uno más de tantos otros. Su descenso fue bastante rápido, precisamente, debido a su fuerte porcentaje, exigía tirar bastante de freno en la constante sucesión de curvas (aquí el peso extra jugaba a favor). Y alcanzamos Pola de Lena a buena hora para instalarnos, ducharnos y salir a comer a una sidrería con terraza y toldo. Mi intención inicial era haberme acercado sin equipaje al Angliru, para una intentona una vez hecha la digestión, pero a mi compañero no le apetecía y a mí se me quitaron las ganas después del buen comer. Así pues: Gamoniteiro y Angliru, se quedaron para otra ocasión, o puede que para nunca. El tiempo lo dirá. Desde luego ambos para acometerlos sin equipaje, lo mismo que podría hacerse con La Cubilla. Otro puerto duro que se ubica por allí cerca y que no probamos fue San Lorenzo, pero en su caso no había opción, había que elegir entre él y la Farrapona. Decididos estos asuntos, la tarde pasó con una siesta, una película antigua, mucha conversación sobre exploradores polares, un paseo y una cena regada con sidra local.

Y así llegamos a la última jornada que representaba nuestro regreso a Boñar. Para ello optamos por despedirnos con otro plato fuerte: el puerto de Pajares, 18 km de ascensión con numerosas rampas pendientes, una de las cuales alcanza el 17%. Al rodar con las alforjas, fuimos dosificándonos mucho. Gracias a ello, a una niebla bastante densa que nos acompañó hasta apenas 2 km antes de coronar, y a que las numerosas rampas más duras se ven intercaladas con otros tramos algo descansados, la verdad es que lo subimos muy bien, con menor sensación de sacrificio que algunos de los otros puertos ascendidos aquellos días. Lo malo de Pajares es que soporta mucho tráfico y con abundancia de camiones. La alternativa rápida es de pago y eso parece animar a muchos conductores a transitar por sus curvas y cuestas. No considero que sea un puerto para repetir, porque al final estás demasiado tiempo pendiente de si vienen por detrás, cómo vienen y de qué espacio dispones. Eso sí, anima bastante ver cómo en algunas rampas especialmente pendientes, los camiones apenas suben un poquito más rápido que tú con la bicicleta. El alto nos recibió con sol y por tanto con un precioso mar de nubes como despedida de Asturias. Un buen colofón a nuestro periplo por tan bella tierra.

 
Mar de nubes desde el alto de Pajares.


Un recuerdo con nuestras bicicletas.

El resto de la etapa consistió en rodar rápido cuesta abajo al principio, rodar rápido en ligero descenso después y finalmente rodar rápido en el llano. Por el norte de la provincia de León hacía bastante calor, así que paramos una vez para tomarnos algo frío y despachar una generosa tapa de cecina y otros embutidos locales. Tomamos dirección sur desde el puerto con la intención de alcanzar La Robla, para después desviarnos hacia el este. Todo transcurrió según lo previsto aunque ese itinerario presenta la problemática de tener que circular por varios túneles. Pudimos eludir algunos de ellos, pero en otros no encontramos dicha posibilidad y lo que hicimos fue meter plato y acelerar para minimizar el tiempo de exposición.

 
Jesús en uno de los tramos terminales del viaje.

De La Robla a La Vecilla le dimos bastante caña. En realidad demasiada, porque aquel es un tramo con algunos toboganes y el calor acabó siendo excesivamente elevado, así que nos tomamos otra parada de refresco y bebidas frías antes de culminar el viaje con un último tramo tranquilo de poco ascenso y agradecido descenso final hasta Boñar. Una vez allí, cambio de indumentaria, carga de todo el material en el coche y un sándwich en un bar antes de dar cuenta de nuestro viaje de regreso a casa.
La experiencia no me defraudó, todo lo contrario, al igual que me pasara con el viaje en moto de apenas unos días antes, me sirvió para reencontrarme de nuevo con una de las actividades que más me gustan en esta vida: viajar en bicicleta, y hacerlo en el formato nómada sin asistencia. El destino fue acertadísimo. Aunque conozco Asturias relativamente bien, hay muchas comarcas de mi vecina comunidad autónoma que se me escapan. Estos días sirvieron para paliar parcialmente esa laguna y para recordarme que tengo que “mirar” más habitualmente hacia ese lado del territorio. Lo del norte de León no me pilló de sorpresa porque por allí ya había transitado en anteriores ocasiones.

Desde un punto de vista “técnico” he extraído algunas conclusiones: las alforjas utilizadas resultan perfectas: las fantásticas Vaude, que ambos habíamos adquirido recientemente, ni se inmutaron. Hago aquí un pequeño paréntesis para resaltar su idoneidad, por lo estancas que resultan, lo cómodas y fáciles de reglar y, por si todo ello fuera poco, lo instantáneo de su colocación y extracción del trasportín. Estupenda compra. La bicicleta se ha encontrado en su elemento, resultando funcional en todas las necesidades aparecidas y confirmando que está construida para esto. El itinerario no es el adecuado para un viaje largo con alforjas, para futuras ocasiones hemos decidido plantearnos otros “temas” que den sentido al viaje, de forma que los perfiles de las etapas resulten más llevaderos y presenten pocos puertos y no tan duros (si hay que pasar alguno por exigencia geográfica habrá que asumirlo, pero plantear un viaje para “coleccionar” ascensiones míticas con el equipaje a cuestas es un error). Volviendo a la bici, aunque se trata de un modelo pesado, tiene un amplio abanico de desarrollos, está muy bien equipada, es muy resistente al peso y a los terrenos rudos. Sus ruedas facilitan poder insertar tramos no asfaltados. Su geometría resulta muy cómoda cuando se trata de pasar varias horas en ella, y su larga distancia entre ejes la hace especialmente segura, tranquila y agradable en los descensos.

Para ser un verano improvisado, sin eventos a la vista y sin planificaciones, lo estoy disfrutando a tope. Quizás haya sido un acierto el tomarse las cosas con calma, improvisar y, en cierta medida, volver a unos orígenes que nunca he decidido abandonar, pero que a veces se me quedaban un poco olvidados en algún rincón de mi vida cotidiana.

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