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viernes, 22 de febrero de 2013

8. "AMATEURISMO"

“La ejemplaridad es, por definición, una ‘virtus generalis’ que abraza todas las facetas de la existencia de una persona – profesional, social, familiar – así como todas las etapas de su ciclo vital. No llamaremos ejemplar a alguien salvo si ha encontrado, en alguna proporción, un estilo de vida – un ‘ethos’ – que en las diferentes partes de su biografía haya triunfado, con mayor o menos intensidad, sobre la vulgaridad de origen. Aquí no valen artificiosas parcelaciones”.
 
Javier Gomá (“Ejemplaridad Pública”)
 
Vengo barruntando hace tiempo que el concepto original de deporte (y sobre todo de deportista) que heredamos de la cultura anglosajona, murió en nuestro país hace tiempo. Algo que personalmente lo considero como una auténtica desgracia. Me refiero a que a lo largo de las últimas décadas del pasado Siglo XX y las primeras del actual XXI, varias tendencias sociales en relación con el deporte parecen haber cristalizado:
·         La desaparición del concepto de sportman.
·         La pérdida de valor y casi erradicación del fairplay.
·         La invasión del profesionalismo y desorientación de lo amateur.
·         La aplastante victoria del consumo deportivo (TV, grandes eventos, “objetología”, resultados y revistas o “youtubes”) sobre la propia práctica.
·         Y la paulatina desaparición del espíritu aventurero.
No sé si esta entrada va a resultar demasiado extensa, trataré de ir al grano aún a riesgo de debilitar mis argumentos.
Un sportman, bajo la acepción conceptual británica, heredada de Thomas Arnold, no se limitaba a referirse exclusivamente a alguien que practicaba deporte. Suponía mucho más. Definía a alguien que practicaba deporte y ¡por lo tanto! Era honrado, llevaba una vida sana, ejemplar, honesta en la práctica deportiva y solía caracterizarse por mostrar una actitud dinámica, activa, emprendedora y con iniciativa a la hora de conducir su vida. Un repaso variado por las biografías de muchos de los deportistas de la época muestra como era corriente encontrar que aquellos, sin necesidad de renunciar a cierta especialización en alguna modalidad, solían practicar disciplinas muy diversas y embarcarse en proyectos deportivos muy diferentes, buscando superar retos personales o de equipo. Ser deportista era una concepción vital libremente elegida, la cual daba pistas además, al resto de la sociedad, sobre el tipo de persona con la que se estaba tratando. En la actualidad, nadie sostiene ese tipo de creencia o percepción cultural. Ahora mismo, un deportista es alguien que practica deporte, o alguien que compite en algún deporte, o incluso, para muchos… alguien a quien mediáticamente se le puede reconocer suficiente éxito de resultados deportivos como para adjudicarle el calificativo de deportista. Vamos, que nos han ido usurpando un atributo sin preguntarnos. Aún recuerdo algunas personas (muy pocas, y ya desaparecidas la mayoría) para las que el hecho de considerarte como un deportista, suponía un adelanto confiado de un buen juicio de valor hacia ti. Lo mejor de todo es que no era gratuito, ya que si de verdad eras deportista (al estilo de antes), ya estabas “condenado” de antemano, a no defraudarlos después.
Los que me conocen bien, lamento repetirme tanto, me han escuchado decir en muchas ocasiones (públicamente y dentro de ámbitos formativos) que la sociedad occidental ha sucumbido tanto ante la importancia del resultado deportivo competitivo, que muchas conductas que objetivamente son trampas, la opinión pública generalizada las ha asumido casi como gestos técnicos a reconocer y premiar. El ejemplo más flagrante y demostrativo puede ser el hecho de simular un penalti en fútbol, y últimamente teatralizar incluso que se ha sido víctima de una agresión extradeportiva inexistente. Luego nos quejamos de la cantidad de denuncias falsas que en demasiadas ocasiones invaden los juzgados civiles y penales con la única intención de obtener algún beneficio o complicarle la vida a alguien por simple y puro odio. De lo que trato de hablar es de que el concepto de fairplay (algo que va mucho más allá del juego limpio, y que incluye una vez más tintes de elegancia social, de ejemplaridad pública, de conciencia social, de empatía y de muchas cosas más) parece en vías de extinción. Ejemplos de su ausencia en el deporte que denominamos de élite, profesional o de alto nivel, los hay a montones, seguro que todos recordáis sin esfuerzo alguna escena concreta. El problema es que el efecto multiplicador de tales comportamientos y tendencias de proceder sobre el resto de la sociedad, es tan fuerte y nos pilla con la guardia tan baja, que los hace instalarse y extenderse por las canchas infantiles, los partidos de pádel entre madres supuestamente correctísimas, los solares que albergan carreras ilegales de coches tuneados y hasta los campos de golf más selectos… una pena, una lamentable y ruin desgracia colectiva.
Los medios de comunicación de masas se han convertido actualmente en dos grandes motores (poderes) de la humanidad, a saber, uno económico y otro de influencia en la creación, y manipulación de la opinión pública. Lo que podría llevar folios ¡libros enteros! Explicar, voy a resumirlo brutalmente en pocas líneas. El deporte, por la “bajada de guardia” que supone recibir noticias e información sobre él (al tratarse de algo inicialmente lúdico), así como por el carácter épico y legendario de las historias que genera, se ha convertido a lo largo de todo el siglo pasado, en un yacimiento de riqueza inigualable para los medios de comunicación, los cuales, tal y como ha ocurrido con el mundo editorial y sus best-sellers, han comprendido pronto que establecer un star-system, aumenta enormemente los beneficios atendiendo a cuántos menos y más famosos “héroes públicos” mejor. Tales héroes, tras ser barnizados de propiedades abstractas y valores supuestos (lo nacional, lo destacado, lo popular, lo mágico… lo que sea) sustituyen como abanderados de la población a los ídolos de las leyendas de la antigüedad e incluso a los referentes monárquicos, religiosos o políticos de otras épocas. Aún así, con todo esto no me meto. Sinceramente me importa un pimiento. Para mí cada campeón tiene en sí mismo, como persona, el valor que tiene, pero por eso mismo creo que no me uno a las filas de todas las multitudes que adoran a jóvenes musculosos y espectacularmente habilidosos y especializados en su deporte, y en todo lo que aquellos hacen aunque sea ajeno al deporte. Por poner un ejemplo: ¿cómo ha de interpretarse el hecho de que un deportista de élite y de fama mundial que se utiliza (con su acuerdo o sin él) como modelo a seguir por la juventud y la infancia, incluya entre sus actividades lucrativas extradeportivas protagonizar campañas publicitarias sobre el juego de azar (el póker para ser más concretos)? No lo critico a él, critico el actual culto al éxito, critico que por el hecho de triunfar a nivel de resultados, la opinión pública dote al deporte profesional de atributos que no tienen nada que ver, de valores que no tienen porqué darse realmente. Precisamente por ello, y por muchas otras cosas más, cada día que pasa valoro mucho más el deporte amateur (el que practicamos todos los que no somos profesionales de ello) que el profesional; el verdaderamente aficionado (ocioso aunque pueda ser “cañero”) frente al que se practica como medio de promoción personal; y en este último incluyo a la indeseable y habitual costumbre de querer que los demás le paguen a uno (o le costeen) su práctica competitiva personal (aunque sea bueno o regular). Si te gusta tal deporte practícalo, si se te da bien mejor para ti ¡disfrútalo! pero no pretendas que el resto de la comunidad te pague los gastos, al final, el que se va de viaje, se luce, juega, compite y demás eres tú. Tal ha sido la afición de los últimos y sucesivos gobiernos nacionales a la propaganda deportiva institucional (desde antes del 88 hasta ahora), que la mayor parte de la población actualmente interpreta que tiene derecho a practicar, no sólo sin coste (lo cual es cierto para según qué modalidades) sino incluso subvencionado, patrocinado o hasta asalariado. Pues me niego, creo que deberíamos tener educación, sanidad y algún otro servicio o bien comunal gratuitos, pero práctica de competición no, eso me resulta secundario.
Para bien o para mal (cada uno que lo juzgue como quiera) vivimos en la sociedad del consumo. El deporte no se ha podido librar de ello, y tal y como ocurre con todos los ámbitos que se rigen por el consumo (por la economía), acaba desnaturalizándose (perdiendo su esencia fundacional, ideológica, humanística…) y transformándose en algo a veces esperpéntico o completamente diferente a lo que era inicialmente. ¿Cómo se manifiesta la lógica del consumo en el deporte de nuestros días? Me permito algunos detalles característicos:
1.       Generando un amplio abanico de bienes (o servicios) de consumo, que siendo necesarios o no, traten de hacerse deseados o imprescindibles para cuanta más gente (consumidores) mejor. Más consumidores supone mayor facturación (directa e indirecta). Ejemplos de esos bienes o servicios que hoy proliferan en el deporte son: la TV (retransmisiones, noticiarios, concursos, cotilleos, reportajes… deportivos), grandes eventos (incremento exponencial de eventos, de aforos, de turismo deportivo a eventos, de precios…), “objetología” (material deportivo cada vez más sofisticado, obsolescente, vinculado a la moda, moda propiamente dicha…), resultados (me refiero a la acusada tendencia actual por la que ya casi hemos pasado a consumir directamente resultados deportivos: de fútbol, motos, fórmula 1, Juegos Olímpicos, etc. En vez de atender y disfrutar de ver los eventos en sí mismos un periodo de tiempo razonablemente amplio), y revistas o “youtubes” (fuentes de información, imágenes y demás).
2.       De la existencia y crecimiento de todo lo anterior, surge otra consecuencia completamente razonable desde el punto de vista de la lógica del consumo, pero irracional para la óptica del deporte en esencia: la aplastante victoria del consumo deportivo sobre la propia práctica, o lo que es lo mismo: que cada vez se consuman más bienes o servicios de consumo relacionados con el deporte, pero se reduzca la práctica real del mismo. En este sentido me declaro muy practicante y relativamente poco consumidor (un clásico… je, je, je… “todo encaja”).
Voy acabando (siento tanta extensión hoy). En algunos aspectos se está perdiendo el espíritu aventurero del deporte original. Hace muchos años debatiendo con familiares ya dije que en muchos casos estábamos poniendo puertas al campo. Hablábamos sobre las estaciones de esquí y las normativas de seguridad, las en ocasiones obsesivas regulaciones, etc. Me decían que había que evitar riesgos, algo con lo que estoy completamente de acuerdo. Sin embargo yo resaltaba que una cosa es prevenir y otra convertir un paraje natural, agreste y extremo (la montaña en invierno a más de 2000m de altura) en una atracción al estilo de un parque temático. Pretender eso es un error que tarde o temprano la montaña se cobra (y con razón). Allí, por muy bien organizado que esté todo, es necesario cierto grado de “seguridad activa”. El tiempo me da la razón, hace unos pocos días un vendaval imprevisto y salvaje surgió de repente en Panticosa imposibilitando a la gente el regresar a la base. Afortunadamente no pasó nada porque pudieron refugiarlos a todos en los inmuebles superiores, pero ¡faltaría más! Ya apareció por televisión una esquiadora amenazando por pedir compensaciones (económicas supongo, como buena consumidora) por las molestias… no sé si dirigidas a la estación, al viento, a la previsión meteorológica o al maestro armero.
Total que ante la paulatina desaparición del concepto de sportmen, fair-play, espíritu de aventura, areté griego, amateurismo y demás principios o valores del deporte que fui asumiendo a lo largo de mi vida, quizá sea del todo razonable que de vez en cuando me dé un respiro, coja aire y me sumerja a bucear en la práctica deportiva clásica o retro.

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