“La mayoría de los hombres poseen escasa imaginación. Todo
lo que no les afecta de una manera inmediata y no hiere directamente sus
sentidos, cual dura y afilada cuña, apenas logra excitarles; más si un día,
ante sus ojos y en una proximidad palpable, acontece algo insignificante,
estallan inmediatamente en una pasión desmesurada. Entonces, en cierto modo, su
apatía se trueca en vehemencia frenética y extemporánea”
Stefan Zweig ("24 horas en la vida de una mujer")
Para alguien que se ha pasado toda la vida disfrutando del
esquí y considerando su práctica no competitiva como la actividad deportiva más
placentera para ocupar su tiempo libre, Austria ha supuesto siempre uno de esos
destinos idealizados, a los que uno siempre sueña con ir. Lo curioso del caso
es que, después de todo, hasta el momento no he estado esquiando allí nunca.
Sin embargo sí que he viajado un poco por Austria, pero… en verano.
Hace ya muchos años (más de un par de décadas) cruzamos el
país en una Suzuki 500, cargados de maletas y bolsa de depósito, en medio de un
largo viaje de bodas que recorría gran parte de Europa en moto. Así comprobamos
que se trata de un país con dos territorios completamente diferenciados: la
parte alpina y el resto ocupado por extensiones completamente llanas y surcadas
por el Danubio con todo su generoso caudal. Nuestras paradas con pernocta se
limitaron a las que quizá sean sus tres ciudades más turísticas: Innsbruck,
Salzburgo y Viena. De la tercera hablaré después, sobre las otras dos me voy a
permitir unos breves comentarios.
Innsbruck es la capital del Tirol austriaco, es una ciudad
extensa, alejada del concepto idealizado que pudiéramos tener desde aquí de lo
que imaginamos que es una ciudad alpina dedicada a los deportes de invierno.
Fue sede de unos Juegos Olímpicos. Aquellos que comenzaron con la medalla de
oro en descenso conseguida por su héroe local Franz Klammer (recuerdo que lo vi
en directo por la televisión, me pilló en plena adolescencia). Allí visité el
museo de los juegos Olímpicos de invierno, la verdad es que es bastante poca
cosa; y otro amplio y sorprendentemente interesante, y cargado de contenido,
sobre la etnografía propia de los Alpes austriacos, que nos aportó mucho más.
Innsbruck tiene un centro callejero muy coqueto, del que además sale una
sucesión de tres teleféricos consecutivos que en pocos minutos te dejan
realmente alto y en el corazón de los Alpes, muy por encima de los 2000 metros
de altitud. Sales de la cabina y estás, si lo deseas, haciendo “trekking”. A la
ciudad llegamos atravesando un puerto de montaña muy bonito desde Munich, un
pasaje recomendable: bosques alpinos, montañas, enormes casas de madera
parcialmente forradas de leña y cristalinos y ajetreados ríos que se precipitan
por las laderas, escavan valles y muestran ese azul turquesa característico del
deshielo glaciar.
Salzburgo es completamente diferente. Está en las llanuras,
no lejos de las montañas, pero no en ellas. Es una ciudad antigua, dominada por
un promontorio rocoso vertical sobre el que está edificada su característica
fortaleza. Salzburgo tiene mucho ambiente en verano, es un destino turístico
habitual y hay mucha gente ociosa por la calle. Es una ciudad vinculada a la
música y con oferta de festivales. Pasear con calma por allí es motivo sobrado
para su visita, así como tomar el funicular que da acceso a la fortaleza, desde
la cual se disfruta de generosas vistas.
Antes de referirme a la capital austriaca, permítaseme una
anécdota minúscula. Hace unos pocos años asistí a un curso para docentes, de
esos que sostiene la Unión Europea, a través de la Agencia Sócrates, que se
celebraba al sur de la República Checa. El curso trataba sobre educación en el
entorno natural, aunque resultó bastante pobre, todo hay que decirlo. Era en
régimen de semi-campamento, en una especie de albergue de campo. Una tarde nos
la dieron libre, y un pequeño grupo de asistentes pedimos prestadas unas
bicicletas a la organización y un plano detallado de la zona. Así pertrechados,
pedaleamos por llanuras de campos verdes y entramos en zonas boscosas de altos
abetos, con alguna que otra loma. Finalmente, accediendo por alguna pista
forestal acabamos encontrando una senda balizada, que en un puente de madera
sobre un diminuto arroyo en medio del bosque… alcanzaba un paso peatonal y
natural a la frontera con Austria, pasé ambos pies y nos hicimos alguna foto
antes de regresar. Ese ha sido mi segundo paso por aquel país, hasta el
momento.
Pero de lo que más voy a hablar hoy es de Viena. Y es que
muy cerca de esta ciudad es donde se celebrará en próximas fechas la Velo Veritas,
una de mis citas “clásicas” de este año. Una cita que por cierto me preocupa un
poco, pues su recorrido alcanza la nada despreciable (al menos para mí) cifra
de 170 km, distancia que hace siglos que no completo en una jornada. La ruta
discurrirá por un territorio de viñedos, una zona rural de la Austria llana, en
donde se elaboran sus vinos de mayor fama. Entiendo (quizá me equivoque por
ignorancia) que preferentemente se trata de blancos, tal y como ocurre, aún tratándose de cuencas diferentes, con los
principales vinos alemanes de la ribera del Rhin. Ya daré cumplida cuenta de mi
impresión del paisaje, la zona y a ser posible los vinos. Pero ello será al
regreso de la ruta. Ahora, voy a centrarme en Viena.
2. El concierto de año nuevo de la orquesta filarmónica
de Viena. Es una de mis citas televisivas de cada año (¡y tengo muy pocas o
casi únicamente esa!). Cada uno de enero, desde hace algunos años, me instalo
sólo en casa, y preparo la comida para la familia. Hago un menú degustación a
base de crepes. Todos con rellenos salados excepto el último, que es dulce y nos
sirve de postre. Para beber, cava rosado muy seco. A mis hijos les encanta esta
comida, no puedo librarme de ella. A mitad de los preparativos, paro o trabajo
un poco delante de la televisión y me veo entero el concierto. Me fascina todo
el espectáculo: la música de la familia Strauss; la realización televisiva; la
sala tan barroca, luminosa y palaciega; la elegancia del público; el
tradicional protocolo de los momentos típicos del concierto (brindis incluido);
las escenas de ballet que lo acompañan o los documentales que incorporan en algunas
piezas y en el descanso; hasta el personal estilo que nuestro locutor nacional
sostiene durante la retrasmisión. Un placer asequible y positivo para comenzar
cada año. ¿Ir allí algún año? Ni me lo planteo… por ahora me conformo con dar
las palmas de acompañamiento durante la marcha Radetzky desde casa, y ponerme
una chaqueta austriaca para comer en nuestra mesa decorada para la ocasión.
Viena es una capital europea cargada de historia y de
personajes. Sus edificios dan muestras de haber acogido como sede de reinado a
algunas de las dinastías monárquicas de mayor influencia en la historia
europea. Viena fue el corazón del imperio austro-húngaro y a lo largo de su
historia (para bien y para mal) ha estado vinculada o ha sido considerada como
un puntal estratégico para la política de algunos otros “imperios”. Por sus
amplias calles podemos visitar numerosos palacios y edificios oficiales, salas
de conciertos, jardines y museos. De su época clásica hay tres referentes que me
llaman poderosamente la atención y me causan gran admiración:
1. WA Mozart. Probablemente el compositor musical más
prolífico y genial que haya existido. Su música me hace disfrutar, y aunque la
escucho muy de cuando en cuando, no deja de sorprenderme y hacerme gozar de
nuevo cada vez. La casualidad hizo que estando allí, pudiéramos visitar una
macro-exposición especial sobre Mozart, a través de sus instrumentos, viajes,
sonidos, inventos, partituras, etc. Me parece absurdo emplear esfuerzos en
hablar sobre el que quizás sea el genio de la música más conocido en el
planeta, por lo que el asunto lo doy por zanjado.
Pero Viena, al menos para mí, no es sólo clasicismo, ni mucho
menos. Los que estén interesados en saber del Danubio, del Prater, de los
míticos cafés y de tantas otras cosas, mejor que se lean una guía o consulten
páginas web especializadas. Como ya se habrán dado cuenta mis lectores hace
tiempo, yo sigo siempre a lo mío. Y en este caso lo mío nos va a llevar a
derroteros más modernos. A ello vamos…
Viena fue el escenario vital de Sigmund Freud (pese a que él
naciera en la República Checa). El padre del psicoanálisis y el germen de toda
una revolución en la forma de pensar de la las personas. No sólo de psicólogos,
filósofos, terapeutas o pedagogos; sino de toda la cultura y ciencia mundial.
Tal y como pasara con tantos otros personajes ilustres (Darwing, Einstein,
Colón…) podemos decir que hubo un antes y un después en el funcionamiento y
pensamiento de este mundo como consecuencia de sus aportaciones. A Freud me ha
tocado estudiarlo durante años, casi siempre de forma poco profunda por la
especificidad de mis diferentes materias de trabajo, pero su obra siempre ha
estado ahí. Tal es así, que pese a llevar más de 25 años de vida profesional,
me encuentro precisamente ahora sumergido en un curso internacional sobre
sociología deportiva, y en él, agazapado en el tema uno, a la mínima
oportunidad ya ha saltado a la palestra nuestro personaje con sus teorías, el
Eros, el Tánatos y demás.
Freud me sirve además para hilar la ciudad de Viena con la
literatura y con la música. Su obra, el descalabro intelectual que supuso y la
ruptura moral e intelectual que provocó ha sido homenajeada y referenciada por
numerosos artistas. Tal es el caso de la especie de ópera contemporánea
compuesta por Alan Parson’s Project: Freudiana. De todas formas me centraré más
en los libros y empezaré por una novela de lo más inquietante, en la que sus
protagonistas van poco a poco mostrando diferentes tipos de trastornos (o
comportamiento públicamente reprobables por nuestra moral estandarizada), al
más puro estilo de los casos que parecían interesar a nuestro personaje. Me
refiero al “Hotel New Hampshire” de John Irving, narración en la que durante
una parte importante de la misma, la historia transcurre en esta ciudad y nos
da una visión espacial y temporal muy concretas e interesantes, con
connotaciones políticas, revolucionaras y de personajes trastornados.
Lo de las personas caracterizadas por la expresión explícita
de sus trastornos o “neuras” no parece algo fuera de lugar en la Viena cultural.
Elfriede Jelinek (Premio Nobel de Literatura 2004), es una autora radical, que
relata historias personales en las que las pasiones desbocadas, desajustadas
socialmente y faltas de control, aparecen en novelas que llevan un ritmo
narrativo poco hilado o conectado sintácticamente, de forma que todo ello se le presenta al lector en forma de sucesivas imágenes, cual si de una película se
estuviera tratando. Imágenes que cada lector va reproduciendo en su
imaginación, con el acabado y los aderezos que nuestro propio subconsciente va
añadiendo. Así pues no es de extrañar que alguna de sus novelas (como La
pianista) haya sido llevada al cine. Es un estilo difícil, pero impactante. Aunque
puestos a hablar de literatura, no puedo evitar mencionar a uno de los
escritores centroeuropeos más destacados del siglo XX. Me refiero a Stephan
Zweig, un verdadero talento austriaco, fuertemente vinculado a Viena y a toda
Austria, de la que tuvo que salir huyendo, perseguido por el nazismo. Zweig fue
un biógrafo magistral, excelente traductor, gran ensayista y autor de unas
novelas cortas maravillosas. No me considero apto para detallar su talento,
pero desde aquí recomiendo leerse todas y cada una de sus novelas cortas. A
partir de ahí, que cada cual decida si seguir o no. Por cierto que su
personalidad también acabó más bien atormentada, suicidándose en Brasil en el
ocaso de su vida.
Como acabo de comentar, la relación literatura-cine es en
ocasiones muy estrecha. Todos conocemos numerosos casos de adaptaciones literarias
llevadas a la gran pantalla. Así ocurrió también en la película “El tercer
hombre”, de Carol Reed, cinta que basada en una novela de Graham Greene, nos
introduce en una compleja y oscura historia de espías en una Viena nocturna,
oscura y sospechosa, de la mano de un magistral Orson Welles. Por cierto que ya
que estamos en lo visual permítaseme recordar que hace pocos años se celebró
algún tipo de aniversario sobre el pintor Gustav Klimt. Artista austríaco de
estilo bastante singular, autor de un cuadro realmente famoso y replicado
estéticamente en muy diversos ámbitos: El beso. Una obra maestra en mi opinión,
de la que destaca su tonalidad dorada, su textura tan especial y diferente, y
la expresividad conseguida en sus dos personales a base de una logradísima
contorsión corporal. El cuadro se expone en la Galería Belvedere de Viena.
Parece que hoy vamos de arte. Sigo sin referirme a los cafés
vieneses, ni al empinado mosaico de la cubierta de la catedral, ni a otros
posibles atributos turísticos que la capital austriaca muestra o esconde. Pero
ya que estoy en ello, voy a dar un paso más para entrar de golpe en el mundo de
la arquitectura y si se me apura, hasta del urbanismo. En Viena encontramos el
museo del arquitecto Hundertwasser. Lo visité en aquel lejano viaje en moto y
me impresionó gratamente. Tanto el museo, como especialmente sus aparentemente
descabelladas propuestas de eco-arquitectura, mediante las que este creativo
personaje pretendía re-naturalizar un poco los entornos habitados de las
personas. Todo ello a base de arbolado y plantación en balcones, ventanas,
fachadas y azoteas. Algunos de sus ejemplos de urbanización debieron ser fuente
de inspiración para los creadores de los Tele-Tubies, porque la fantasiosa
residencia de estos personajes infantiles recuerda mucho a varios de los
diseños del arquitecto. Autopistas semi-soterradas, suelos irregulares, mucho
colorido alegre y la proliferación del césped por doquier, constituyen algunas
de las señas de identidad de este espíritu creador que personalmente me impactó
de manera muy positiva, pese a encontrarlo en medio de una ciudad de corte
eminentemente clásico.
Siempre me acaba pasando igual. Hay días que me siento
ante el teclado y parece que con excesiva facilidad me olvido del sillín, y
como consecuencia de ello de los pedales y de toda la bicicleta. Me muevo entre
libros, imágenes o pensamientos y me olvido de los recorridos. Así ha vuelto o
ocurrir en esta ocasión, pero intentaré compensarlo, una vez más, con un cierre
“ciclable”. La referencia a una de las rutas de turismo ciclista más largas de
Europa: La ruta del Danubio en bicicleta. Se trata de un recorrido de 2874 kms,
preferentemente llanos o incluso en ligerísimo descenso, ya que sigue el río
desde su nacimiento en Donaueschingen (Alemania) hasta su desembocadura en Sulina
(Rumanía). La ruta está trazada mayormente por carriles-bici, aunque ante tanta
longitud y el paso por diferentes países, debe de haber todo tipo de tramos
diferentes. Pasa por Alemania, Austria, Eslovaquia, Hungría, Croacia, Servia y
Rumanía, y evidentemente Viena aparece en mitad del recorrido. A la ruta se la
supone señalizada. Yo tengo una guía de la misma, especial para cicloturismo,
en cuatro tomos (me gustan los libros y los mapas…), y lo que es más
importante: las ganas y el convencimiento de que si llego con salud suficiente,
este trayecto sea una de las primeras actividades que llenen mi bien merecida
jubilación (a la que aún le falta un rato largo…).
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