Siempre he sentido una atracción especial por los
territorios “extremos” del planeta. Quizá mis dos destinos soñados más
recurrentes sean tanto Alaska como Patagonia y Tierra de Fuego. Y jamás he
viajado a ninguno de ellos, aunque me encantaría. Prueba de ello es que me ha
gustado siempre leer libros, ver documentales o películas, estudiar mapas, etc.
Que tuvieran tales parajes como escenario. Pese a todo, no tengo planes ni
previsión de acercarme por allí por el momento. En mi caso los viajes suelen
tener mucho que ver con las oportunidades que se suceden a lo largo de la vida.
Cuando he utilizado el calificativo de “extremos” lo he
hecho sin intención de referirme a la máxima latitud posible (caso de los
Polos). No, no es tan radical lo que me atrae. Lo que mi mente evoca son
paraísos naturales, con paisajes sobrecogedores en los que fiordos, mar,
montañas, bosques, grandes espacios, frío, nieve y hielo en invierno, y lagos y
luz en verano, se combinan ofreciendo al visitante múltiples posibilidades de
recreo activo. Prueba de todo ello es el hecho de que de forma más modesta y
asequible, cuando pienso a escala europea, mis apetencias reflejas enseguida me
desplazan mentalmente a los países nórdicos. Luego las circunstancias (las
oportunidades) me han ido a trasladando a muchos otros lugares radicalmente
opuestos, en los que he podido disfrutar tanto o más, pero sin embargo, esa
querencia “nórdica” sigue instalada en mi naturaleza.
Cuando me refiero a los países nórdicos, no suelo acordarme
de las repúblicas bálticas. No sé si sería ortodoxo denominarlas como nórdicas,
aunque sospecho que no. Jamás he estado allí. De Estonia conocí a una profesora
durante un curso en Malta (extraña combinación ¿no es cierto?). Era una mujer
muy grande y animosa, pero no consiguió transmitirnos mucho conocimiento sobre
su país de origen. Lituania me evoca, de forma automática, ese permanente
yacimiento de jugadores de baloncesto de gran clase que procedían de sus clubes
y equipos y nutrían media selección nacional de la URSS (Marciulionis, Chomicius,
Sabonis, Kurtinaitis, Karnisovas, Yasikevicius… una larga letanía cuando los
teníamos jugando en contra). Y respecto a Letonia mi única vinculación
consistió a que hace algunos veranos, tuvimos en casa como “au-pair” a una
joven universitaria de esa nacionalidad. Sus problemas existenciales, su falta
de personalidad y un conflicto filio-maternal no resuelto, hicieron que su
estancia podamos calificarla de pobre, sin conflictos, pero poco o nada
enriquecedora y sin apenas referencias a su país ya que ella misma vivía como
estudiante en Inglaterra y mostraba poco apego a su lugar de origen.
Total que acertando con las denominaciones o no, el caso es
que hablando de países nórdicos, me veo recontando Dinamarca, Islandia, Suecia,
Noruega y Finlandia. Siguiendo este mismo orden, tengo que admitir que
Dinamarca no lo he pisado jamás. Estuve a punto de encaminar mis pasos hacia
allí hace ya muchos años. Me apetecía recorrerlo en bicicleta. Precisamente, su
capital Copenhague, es a día de hoy el mayor referente de movilidad urbana
ciclista de Europa (y quizá del mundo) superando a cualquier población holandesa. Por allí
anduvo Hans Christian Andersen, tal y como relataba aquella biografía infantil
interpretada por Danny Kaye, que tantas y tantas veces repusieron en la
televisión cuando éramos pequeños (“El fabuloso Andersen”). Dinamarca, pese a
estar localizada en el terreno “continental” europeo, es considerado como un
país nórdico. Quizás algunas de las razones sean su configuración geográfica
que la enfrenta, acerca y apunta hacia Escandinavia; su cultura, que incluye
las míticas sagas transmitidas durante siglos de historia; su espíritu
aventurero y explorador por mar; y sin duda alguna, su histórico afán
conquistador y de explotación de territorios hacia el norte. Tal fue el caso de
Islandia, esa gran isla volcánica que no consiguió independizarse y desligarse
del dominio danés, hasta bien avanzado el Siglo XX (1944). Islandia sí que lo
conozco. Era un destino que tuve mucho tiempo entre ceja y ceja, hasta que una
buena oportunidad de formación laboral me surgió allí y pude alcanzar cierto
equilibrio entre el ocio-explorador-activo y los deberes de aprendizaje y
participación proactiva en un curso para docentes. Es un país que francamente
merece la pena. Las cascadas, los glaciares, las ballenas, los volcanes y el
paisaje rural y deshabitado son parte de su esencia. Sin olvidar las constantes
posibilidades de baños termales que, construidos o naturales, puedes encontrar
por doquier. Un amigo viajó por allí en bicicleta de montaña hace años. Tras mi
visita no me parece la mejor opción. Los vientos y un clima en constante cambio
(varias veces al día), con abundantes chaparrones y grandes distancias sin
refugio posible, no parecen invitar demasiado al pedaleo. En caso de optar por
ello el consejo es claro: BTT o bicicleta específica de viaje con cubiertas de
ciclocross, pues la mayoría de las carreteras oficiales son de tipo “gravel”. En
contraposición a tal opción, sí que me permití un paseo a lomos de uno de sus
característicos “ponys”, acompañado por un granjero y dos de sus hijos, ninguno
de los cuales hablaba ni palabra de inglés.
En cuanto a Suecia, mi experiencia allí fue fugaz aunque
francamente intensa. Un viaje de fin de semana con el objetivo de participar en
mi primer y único maratón de carrera a pié. Como lo que más me preocupaba
entonces del reto era ser capaz de aguantar el aburrimiento durante la larga
carrera (en mi caso francamente larga), así como la constancia en el necesario
entrenamiento previo, busqué un destino atractivo, que me permitiera ir
corriendo y conociendo una ciudad simultáneamente y obligarme a entrenar
habiendo reservado los billetes con bastante antelación. La estrategia funcionó
y acompañado por Myriam, allí me planté mediante un “low cost” con escala en
Frankfurt. Llegamos un viernes muy tarde y regresamos un domingo temprano.
Apenas disfrutamos un poco de una noche de fin de curso en la que los
adolescentes bebían descontroladamente vestidos de almirantes (coincidían dos
celebraciones locales) y, eso sí, de todo el sábado del maratón. Recuerdo que
hizo un día espléndido, de hecho demasiado caluroso para correr, pero algo muy
de agradecer para poder disfrutar del repaso visual de Estocolmo. La carrera
era por la tarde pronto. Nos acercamos a la salida caminando y en metro. Todo
estuvo muy bien organizado y participamos unas 22.000 personas. Cumplí mi
objetivo de completarla entera sin caminar, corriendo de menos a más y
disfrutando todo el tiempo. Vi gran parte de la ciudad, algunos parques, el
centro histórico y sus canales, aunque no la pude disfrutar tanto como Myriam
quien, acompañada por una sobrina que se encontraba residiendo allí
aprovechando el programa Erasmus, tuvo la tarde mucho más libre que yo para
desplazarse a su antojo y poder detenerse a más detalles. El recuerdo más
emotivo de todos fue finalizar mis 42 km entrando en la pista del antiguo
estadio olímpico de 1912, en el que había que completar una vuelta justo antes
de llegar a meta. La casualidad hizo que encontráramos unos pseudo-conocidos santanderinos
allí con quien acabamos celebrando el logro. ¿El resto? Un largo tramo de
autobús de ida y vuelta al aeropuerto por una aburrida carretera recta jalonada
por kilómetros y kilómetros de abetos.
Myriam, Stephanie, yo mismo y los conocidos que encontramos de Santander.
Mi llegada en el maratón.
No mucho más en Noruega. Un premio educativo me regaló la
asistencia a un congreso en Oslo en pleno invierno. La ciudad estaba
parcialmente nevada, y las aguas de su puerto a medio congelar. La capital me
agradó de día y de noche, pude pasearla bastante, bien abrigado y pertrechado.
Me acordé de Ibsen el dramaturgo al toparme con una estatua suya, y recordé ese
pionero parecer suyo tan escéptico con respecto a la materialización política
de la esencia democrática, que comparto en cierta medida con él. Visité alguna
librería y tomamos algunas cervezas nocturnas. El congreso se celebraba en un
centro escolar al que llegábamos cruzando por medio de un “ferry” cada mañana
para regresar al atardecer. Al hacerlo, la perspectiva de la ciudad desde el
agua nos permitía divisar algunos trampolines de salto de esquí integrados en
el casco urbano, por el que no era extraño toparse con gente vestida para hacer
esquí de fondo y con los esquís al hombro o en la mano mientras esperaban al
tranvía. La zona a la que íbamos estaba completamente cubierta de nieve, como
todos los alrededores de la ciudad. Era en un área de bosque costero muy
agradable. Una noche nos llevaron a cenar a un restaurante a las afueras,
elevado sobre el fiordo, con bonitas vistas nocturnas. Pero el mejor recuerdo
fue otra noche en la que nos desplazaron hacia el interior, a los bosques de
altos abetos, donde el espesor de la nieve ya era bastante más notable. Allí
nos subieron en trineos tirados por peludos caballos, con un montón de mantas
de pieles a nuestra disposición. En una parada del trayecto nos reunimos en
torno a una enorme fogata para beber un ponche caliente y pasar un buen rato de
chistes y canciones. Para terminar, tras otro tramo de bosque en el trineo,
cenamos a base de un menú típico local, dentro de un enorme “tipi” indio. Una
velada diferente y para recordar. De Noruega me traje varios sobres de salmón
ahumado.
La estatua de Ibsen en Oslo
Detalle del puerto
He dejado Finlandia para el final por dos razones. La
primera es que no puedo contar ninguna experiencia personal sobre ese país,
porque no lo he visitado jamás. La segunda es que se trata del verdadero objeto
de este texto, ya que es precisamente allí donde me encuentro ahora mismo, con
Jesús, participando en un viaje en patines, que un club local organiza y abre
al público general (con plazas muy limitadas). Sobre el viaje y la experiencia
escribiré próximamente. Por ahora no puedo hacer otra cosa que reconocer que
estoy emocionado con la propuesta y deseando disfrutarla. De Finlandia me han
dicho, dos conocidos moteros, que es tremendamente aburrida de cruzar de norte
a sur (o viceversa) conduciendo. Que son kilómetros y kilómetros de rectas
entre abetos durante los cuales no ves nada más y en las que corres el peligro
(real) de aburrirte y ensimismarte tanto que te puedes chocar con algún reno
despistado que se cruce en tu camino. Es el país de los bosques y los miles de
lagos. Un territorio plagado de mosquitos en algunas fechas veraniegas y con
una nación “Sami” (a quienes aquí vulgarmente llamamos lapones) nómada y
compartida en cierta medida con Noruega, Suecia y Rusia, que parece
(afortundamente) bastante aferrada a su estilo de vida original, y a la que
posiblemente pueda haber salvado el hecho de habitar en territorios de países
con fama de ser muy civilizados. Mi cuñado Quique y su mujer Lola vivieron en
Helsinki uno o dos años. Al parecer la gente viste de negro y apenas habla.
Espero que el panorama relacional no sea tan crudo como el que se planteaba en
aquella película independiente titulada “La chica de la fábrica de cerillas”,
porque entonces lo vamos a llevar claro. En un National Geographic encontré una
vez un reportaje sobre un “trekking” de largo recorrido que dibujaba un
interesante bucle muy al norte. Era una ruta difícil y muy aislada, sólo para
gente bastante aventurera y con experiencia al aire libre. Algo verdaderamente
atractivo. Tanto como debe de resultar el poder disfrutar de tanto espacio
natural desplazándose sobre unos esquís de fondo. De hecho para un esquiador
“de toda la vida” como yo, centrado durante muchos años en las disciplinas
alpinas, reconvertido parcialmente a la travesía durante las últimas décadas;
aun habiendo probado el fondo nórdico, no le acabo de encontrar sentido en
nuestras agrestes montañas. Mi escasa experiencia sobre los esquís ligeros y
estrechos fue grata, pero también un aviso de que su hábitat ha de ser las
extensas llanuras (acaso algunas lomas o colinas) y las opciones de grandes
horizontes por los que desplazarse. Eso sí que tendría sentido y me encantaría
poder disfrutarlo alguna vez. Pero más huyendo de pistas preparadas en las que
buscar el rendimiento, como en la mayoría de las expresiones deportivas de
competición. Sustituyéndolas por rutas o excursiones naturales en las que, con
un equipo que te lo permita (me consta que los hay), puedas trazarte tu mismo
tus propias huellas o seguir las de tus compañeros de viaje.
En cuanto a las personalidades finlandesas, quizás quienes
más nos suenen sean los pilotos de coches de carreras, Raikkonen en particular
por eso del poder mediático de la Fórmula 1 (aunque supe mucho antes de la
existencia de Keke Rosberg), pero especialmente los de rally. En mi juventud,
era un auténtico fan del mundo de los rallies, y conocía a todas las estrellas
finlandesas de la época: Mikkola, Markku Alen, Vatanen, Salonen, Makinen
(padre), el accidentado Toivonen (cuya muerte durante el Rally de Córcega fue
el hito que provocó definitivamente la erradicación de los míticos coches de
“grupo B”), Kankkunen... Con este último se me empezó a pasar la fiebre,
coincidiendo con el progresivo abandono de una de mis aficiones más afianzadas
hasta entonces: los rallies de “scalextric”. Ya que estamos con electricidad y
chispas, podemos señalar que para los que dedicamos al estudio de las ciencias
de la actividad física y el deporte, la época de éxitos de Nokia, no supuso
nada comparada lo que significó la irrupción de los pulsómetros de la mano de
Polar. Tales aparatos supusieron toda una revolución en el mundo del
entrenamiento y la preparación física, y nos permitieron, a los técnicos de
campo, poder hacer nuestros primeros pinitos en investigación y monitorización
del esfuerzo de nuestros pupilos y de nosotros mismos. No me he preocupado de
cotejar fechas, pero los pulsómetros Polar empiezan a comercializarse y
extenderse en su uso (especialmente entre ciclistas y atletas) aproximadamente
en la misma ápoca en la que surgen los pedales automáticos y cambios
sincronizados. Fueron un síntoma más de que el ciclismo pasaba de su época
clásica (tal y como la consideran hoy todos los organizadores de eventos
“Retro”) a la modernidad actual. Todo ello ocurre (en la calle) en la década de
los 80, precisamente cuando empiezan a aparecer los primeros patines de ruedas
en línea y rápidamente se normaliza su uso, arrinconando poco a poco a los de
ruedas anchas y disposición en dos ejes de un par de ruedas cada uno. Nadie
parece haberse dedicado a establecer una supuesta barrera entre un patinaje de
velocidad “clásico” y otro moderno. Pero de hacerlo, la coincidencia de fechas
resultaría muy parecida a la del ciclismo ¿coincidencias de la evolución
deportiva?.
Pero aquel país ha dado mucho más que pilotos de rally o
tecnología. De hecho, para cerrar esta entrada quiero hacer mención de un
compositor musical. Sibelius es un héroe cultural en Finlandia. Su obra “Finlandia”
es todo un símbolo nacional que se convirtió en el icono sonoro de la
resistencia a la dependencia de la Rusia zarista. Hasta el punto de que la
pieza estuvo prohibida durante los procesos independentistas. Tal es así que
cada vez que se incluía en la programación de algún concierto, se la cambiaba
de nombre para eludir la censura de la administración dominadora. Finlandia se
independiza finalmente en 1917, precisamente la exposición universal de París
de 1900, fue un momento en el que numerosos países europeos, a través de sus
agentes culturales y actividades de relaciones internacionales trataron de
ejercer cierta presión política sobre Rusia a favor de la independencia finesa
(la historia se repite y da muchas, muchas vueltas). Los finlandeses, a lo
largo de su historia han sabido de primera mano lo que es convivir con la
aterradora presencia de naciones poderosas deseosas de expansión y ansias de
sometimiento. La presencia rusa (zarista) parece haber sido un incómodo aliento
demasiado cercano a lo largo de gran parte de su historia. Años más tarde, en
plena Segunda Guerra Mundial, tras el ataque de la Unión Soviética (más
imperialista, aún si cabe que la Rusia anterior), Veikko Antero Koskenniemi iba
a escribir un poema para unir aún más al pueblo en la lucha por la libertad.
Dicho poema quedó entonces vinculado a la pieza de Sibelius, erigiéndose en el
himno “no oficial” de la nación finlandesa. Durante la Segunda Guerra mundial Finlandia
se encontró prácticamente sola. Tuvo que soportar tres guerras consecutivas.
Contra la Unión Soviética (1939 - 1940), en la llamada Guerra de Invierno.
Nuevamente contra los soviéticos en la llamada Guerra de Continuación (1941 -
1944), en la que Finlandia tuvo como aliado a la Alemania Nazi, al haber sido
abandonada por las potencias occidentales, lo cual acabó degenerando en un conflicto
que se materializó en la Guerra de Laponia (1944 - 1945), en la que Finlandia
expulsó definitivamente a los alemanes. Quizá por eso Finlandia ha intentado
siempre cuidar de sí misma. Mediante actitudes heroicas singulares cuando ha
sido necesario y construyendo capital social a largo plazo, con la desinteresada
colaboración de todos, como en el caso de su actual sistema educativo, que se
ha convertido en la envidia del resto del planeta.
No me quiero olvidar de un detalle que parece ser clave en
el funcionamiento social de los finlandeses. Me refiero a la sauna, un tópico
que cómo tantos otros tópicos internacionales, debe estar basado en costumbres
y cultura realmente arraigados en su vida cotidiana. No sólo sé muy poco de
saunas, sino que además no acostumbro a practicarlas. No me agrada demasiado
pasar calor y no es algo que haya tenido nunca demasiado a mano. Por lo que me
han contado, allí es algo más que habitual, casi imprescindible y extendido de
forma absoluta. Se trata de una práctica saludable con aportaciones sociales,
relacionales y de organización temporal de la vida cotidiana añadidas. Ignoro
si nos veremos inmersos en tal práctica durante el viaje, en caso afirmativo,
trataremos de adaptarnos a ello, aprender y disfrutarlo. Pero sobre todo,
estaremos atentos para tratar de evitar cualquier torpeza de protocolo, lo cual
seguro que no será fácil.
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