Repetir cualquier intento de patrón previo para intentar
contar o explicar lo que ha sido nuestra participación en el Finline resultaría
imposible, ya que no estamos ante un evento puntual, ni ante un viaje fugaz de
pocos días. Narrar toda la experiencia allí vivida implicaría tener que
escribir páginas y más páginas, y pese a ello, no ser capaz de conseguir
expresar la fuerza, la elocuencia y la intensidad que los días allí vividos
merecen. Así pues improvisaré, me saltaré datos y me dejaré llevar por un orden
más emocional que cronológico, y ya veremos finalmente lo que sale del teclado.
Para empezar conviene aclarar que no estamos ante una
carrera, concentración de patines o ruta estandarizada y masificada a la que
uno acude sin más requisito previo que el de apuntarse a ello. Cuando alguien
decide inscribirse en esta aventura, comienza a formar parte de un grupo que se
lanza a vivir una experiencia intensa, deportiva, social, afectiva y viajera.
Decir que Jesús y yo nos hemos ido a Finlandia a emprender un viaje patinando,
tampoco sería acertado. Más bien hemos estado viajando por una parte concreta
de Finlandia, sobre patines e integrados dentro de un grupo de miembros de un
club local. De hecho en el momento en que se es admitido como participante de
la actividad, se entra a formar parte formal (uno alcanza la categoría de
socio) del club Katukiitäjät, con sede en Helsinki, y como tal recibe, entre
otras cosas, una camiseta técnica de patinaje, con el color amarillo y los
anagramas oficiales del club, la cual se acabará convirtiendo en una prenda
cargada de valor sentimental y hacia la que, tras unos 400 km de patinaje y
seis días de relaciones personales intensas, se siente un apego muy especial,
un verdadero sentimiento de pertenencia y adhesión hacia “los colores del
club”. Por todo ello, por razones organizativas y logísticas, así como por el
espíritu y carácter que impregnan toda la actividad, cada Finline está abierto
a un número limitado de personas. En la última edición, la cifra se elevó
peligrosamente hasta los casi 40 patinadores, lo cual ha supuesto un hito en la
historia de la propuesta, y por lo tanto un verdadero reto para sus laboriosos
organizadores con Bosse a la cabeza. En cualquier caso, una vez finalizado el
proceso completo, habiendo participado del mismo y habiendo escuchado el
balance final de sus principales protagonistas, podemos asegurar que el reto de
haber abordado una edición con un mayor número de participantes, ha resultado
un éxito completo.
"Katukiitäját Bus"
Con Jesús, en Tampere, instantes antes de emprender la ruta sobre patines.
Jesús y yo viajamos allí mediante una ordenada, aunque
fatigante, sucesión de medios de transporte (coche, autobús, metro, aviones y
taxi compartido), que empezó un día a las 12 de la noche y acabó al día
siguiente a la 1,30 de la mañana. Algo similar para la vuelta, aunque en este
caso, el cansancio acumulado nos ayudó a dormir mucho más en los tramos largos,
terminando con una sensación de viaje mucho menos pesada. El grupo de
patinadores estaba compuesto por 39 a los que hay que añadir a nuestro “ángel
de la guarda” Ari, chófer del autobús, con aspecto de “ángel del infierno”,
adicto a los deportes del motor, las motocicletas “custom”, el karaoke y el
mantenerse al servicio de todos los patinadores de los sucesivos Finlines
anuales. Toda una personalidad, un hombre fantástico y divertido, que demostró
una gran empatía hacia todos, una perfecta capacidad de organización, gran
paciencia y un impecable manejo del inglés. Los patinadores propiamente dichos
éramos personas de mediana edad, o incluso tirando a avanzada (la mayoría en la
cuarentena y cincuentena). Con una representación de sexos bastante equilibrada
(45% de mujeres) y una relación de finlandeses / extranjeros de 19/20 (50%).
Las nacionalidades exteriores quedaban repartidas de la siguiente manera:
Francia 7, Rusia 4, Gran Bretaña 2, España 2, Alemania 1, India 1, Estonia 1,
Bélgica 1 y Singapur 1. Dos de las personas de fuera, en realidad viven
actualmente en Finlandia y bastantes participantes extranjeros acudían a la
cita por segunda o incluso tercera vez. Otra característica destacable del
grupo es que casi todos los miembros del mismo hablaban bastante inglés, a
excepción de muy pocas personas, las cuales pudieron apoyarse en compatriotas
para poder recibir y comprender los mensajes más importantes. Y ya que estamos
con las cuestiones del idioma, destacar que durante toda nuestra estancia en
aquel país, hemos podido comprobar como todo el mundo tiene un dominio más que
suficiente (incluso muy bueno) del inglés, lo cual facilita enormemente las
cosas a la hora de viajar por allí.
Ari, nuestro chófer, en su típico puesto de asistencia.
Nada más despertarnos de la breve primera noche, nos
encontramos a algunos participantes que se alojaban en el mismo albergue que
nosotros, y con ellos tomamos un tranvía para acercarnos al punto de cita junto
a la estatua de Paavo Nurmi (no lejos de la de Lasse Viren), junto al estadio
olímpico de la capital. El viaje empezaba sin demasiados prolegómenos;
información, se había enviado más que suficiente a través de la Red. Nuestro
autobús, ese espacio móvil que nos acompañaría durante toda la semana y con el
cual acabaríamos tan familiarizados, se llenó de equipajes y personas y partió
hacia el norte hasta llegar al centro de Tampere. A lo largo de esos más de 160
km de viaje y de una parada para comer algo, Jesús y yo tratábamos (con
dificultad) de ponernos en situación, intentando adivinar qué nos depararía el
destino, cuál sería el nivel físico y técnico de nuestros compañeros y si
podríamos salir airosos de la semana sobre ruedas. Como siempre, algunos
materiales específicos asustaban un poco, con sus ruedas de gran diámetro y los
botines perfilados, aunque experiencias previas ya nos habían enseñado que la
apariencia material no quiere decir mucho a la hora de rodar. El caso es que
aquella soleada mañana, premonitoria de lo que sería una semana completa de sol
y de calor, nos vimos en la calle de Tampere, con los patines puestos, vestidos
de amarillo y rodeados de un enjambre de patinadores de lo más diverso. La
primera jornada sirvió para muchas cosas, para avanzar por el país devorando
kilómetros, para irnos conociendo todos, para integrarnos en sendos grupos de
avance lento que nos permitieran adaptarnos al estilo de patinaje local sin
sobresaltos, para acostumbrarnos al modo de circular por los cascos urbanos,
por los anchos carriles bici y por las carreteras. ¿Carreteras? Sí, carreteras.
En este viaje la mayor parte del recorrido se realizaba por carreteras abiertas
al tráfico. En ocasiones estrechas comarcales muy poco transitadas, otras veces
calzadas más anchas y en algunos casos vías rápidas bastante frecuentadas por
coches y camiones circulando a gran velocidad. ¿Una locura? Eso nos pareció los
dos primeros días, pero a la vista del resultado, una vez adaptados al sistema
y tras la observación de la respetuosa y responsable forma de conducir de los
habitantes del país nórdico, podemos asegurar que acabamos viviendo aquello
como lo más normal del mundo. En cualquier caso el grupo también pone mucho de
su parte, ya que, salvo los metros iniciales en el centro de Tampere o los
kilómetros finales del viaje llegando a Turkku, en los que patinamos todos
juntos, nuestro sistema de circulación se basaba en una espaciada sucesión de unos
5 o 6 grupos formados por entre 5 y 8 componentes cada uno, los cuales rodaban
en fila india y de forma compacta liderados por algún responsable del “staff”
técnico del club.
Estatua del mítico atleta Paavo Nurmi en Helsinki.
Grupos rodando por la carretera.
Como comentaba, la primera etapa fue una buena toma de
contacto para casi todo. Nosotros seguíamos instrucciones y tratábamos de
observar el comportamiento de los demás, adaptándonos al grupo y al entorno.
Aprendimos a obviar cualquier tipo de obstáculo al patinaje: gravilla
acumulada, grietas o firmes abrasivos repentinos, bordillos, baches, etc.
comprobamos kilómetro a kilómetro como con decisión, atención y el aviso
pertinente del grupo, todo resultaba superable. También nos percatamos de que
los conductores locales cedían el paso al ver a un grupo cruzar, girar o
maniobrar. Fuimos asimilando los tipos de avisos. Verbales o mímicos, en finés
o en inglés: “track behind, auto, leutat, reutat…” como quiera que se escriban…
Comprobamos nuestra eficacia frenando en algunas de las pendientes bajadas
existentes, mientras observamos, sin participar, la constitución de “trenes”
grupales para aprovechar la inercia en los descensos. De igual forma fuimos
asimilando los protocolos de las paradas: las breves para reponer agua y picar
plátanos o pepinillos; las de opción a baño en los lagos o refresco (o helado)
comprado; y la parada principal para comer (siempre temprano para nosotros)
esos suculentos “buffets” con café y bebida incluidos a 10 € (euro arriba, euro
abajo). En la primera jornada Jesús se agobió por tanta novedad y
“despreocupación” rodante, así como por la velocidad con la que su freno iba
desapareciendo. Afortunadamente la pachorra de carácter, atenciones y
vigilancia eficaz de su guía Ilpo le ayudaron a seguir adelante con decisión y
superar ese escollo, del que no volvería a acordarse el resto del viaje. Por mi
parte colaboré con mi grupo empujando a personas rezagadas en los ascensos,
mientras disfrutaba de paisajes y detalles del trayecto. La ciudad de Sastamala
nos dio la bienvenida con su lago y su campanario, y enseguida nos instalamos
en el hotel.
El club organizador demuestra mucho saber hacer. No
sorprende si tenemos en cuenta que esta era la vigesimocuarta edición del
evento. Para empezar nos habían dado unas pegatinas sobre las que escribir
nuestro nombre para pegarlo en el caso, de forma que desde el comienzo todos
fuéramos pudiendo ir aprendiéndonos de forma fácil y rápida el de los demás.
Otro segundo detalle organizativo importante (y muy acertado) es que cada noche
la organización tenía preparada una distribución de habitaciones diferente, de
forma que te iba tocando rotar con nuevos compañeros y nunca (salvo la noche de
despedida) con tus amistades de origen. La primera pernocta nos enseñó cómo
sería la dinámica de los pagos de alojamiento y manutención (excelentes precios
y buena calidad), así como el protocolo a seguir en la sauna cotidiana. Las
había mixtas o separadas por sexos, con fuente de energía moderna o de leña, y
algunas de ellas con posibilidad inmediata de baño en un lago o en el mar. Aprendimos
dónde y cuándo desnudarnos y
descalzarnos, dejar la toalla, etc. Así como a ser precavidos para,
llegado el momento, poder disfrutar de bebidas refrescantes. La sauna, relaja,
limpia el organismo de toxinas, ofrece una amplia variedad de sensaciones
corporales, supone una especie de “cámara de descompresión” de la trabajosa
jornada y, sobre todo, fomenta la tertulia grupal, ya sea esta colectiva o
separada por sexos.
Ilpo.
Tumbas bajo la iglesia de Sastamala.
El segundo día transcurrió con diversos ajustes y reajustes
de grupo. Me metí en el que lideraba Tapsa y fuimos ganando algo más de
velocidad. Fue una jornada en la que la dureza no estuvo marcada por la
duración (unos 68 km) o por los desniveles, sino porque durante mucho tiempo
sufrimos firmes tan abrasivos que producían constantes vibraciones que nos
machacaban los pies. Nos acostumbramos a rodar por una carretera de bastante
tráfico y velocidad. Siempre en el sentido contrario a los coches, cual
peatones. Tapsa es un buen ejemplo de eficacia y control de la seguridad de un
grupo, pues marca bien el ritmo, avisa con claridad (gestual y vocal) maniobras
y riesgos, gestiona muy bien el ritmo del grupo y controla perfectamente a éste
en relación con el tráfico, gracias a su constante atención frontal y posterior,
a través de su retrovisor de casco. Por su parte, Sirrka, una de las que
formaban parte del grupo, enseguida se mostró atenta, adelantándose a
interpretar las potenciales necesidades de los demás. Este día pasó factura a
los pies de algunos participantes y ya surgieron los primeros usos parciales
del autobús como “coche-escoba”. Todo un lujo a nuestra disposición.
Pernoctamos en Säkylä, en una especie de camping de bosque a orillas de un
lago. Se nos asignaron unas preciosas cabañas nuevas y disfrutamos de un baño
muy agradable y de una fantástica sauna de leña. Como siempre, la cena
reparadora y contundente, con bebida “homemade” dulzona, conversaciones
diversas aquí y allá y unos compañeros poco a poco más familiares.
Adiós a mi grupo inicial.
Nuestras cabañas en Säkylä.
La
tercera etapa fue la más larga de todo el viaje, 75 km hasta Uusikaupunki y
llegada al borde del mar Báltico y el archipiélago. La mañana fue deliciosa,
con un patinaje alegre, con buen ritmo, mejor asfalto y ausencia de tráfico.
Mis tan temidos mosquitos, apenas hicieron acto de presencia alguna tarde
esporádica y así siguió el resto del viaje. Una suerte, pues es algo que allí va
en oleadas temporales difíciles de explicar y predecir. Para entonces mi grupo
se mantenía bastante estable con Sirrka y Bosse detrás (por utilizar bastones
de fondo), Vidhuran y yo (y en ocasiones Alexandra), y Tapsa guiando. Desde ese
día contaríamos también con la presencia de Harry, que tras sucesivos reajustes
había quedado libre de encargarse de grupo alguno. Así pues, con cuatro
oriundos de seis o siete miembros, llegó el momento de integrarme en los
“trenes” de descenso y sentir la velocidad y el dejarse llevar colectivo sin
remedio. La verdad es que al principio da bastante reparo, pero poco a poco uno
se va acostumbrando a ello y va ganando confianza. Aquel día hubo varias
ocasiones de práctica y alcanzamos velocidades punta de alrededor de los 45
km/h (nada que ver con los míticos registros que algunos históricos miembros
como Panu, lucían en sus camisetas: 73 o 75 km/h). Creo que precisamente es en
los trenes cuando se podrían echar de menos unas ruedas de diámetro de 100 o
110 mm, desde luego, en el resto de situaciones sigo feliz con mis 90. La
comida de ese día (como unas cuantas más) se hizo en un área de servicio de
carretera. Esto en principio podría parecer que rompía el encanto del entorno
natural finlandés en el que deambulábamos, por una constante sucesión de bosques,
casas de madera, lagos y prados plagados de fresas silvestres. Pero no era así,
por el contrario, nos permitió poder disfrutar de unas comidas excelentes, con
gran comodidad y precios muy bajos; poder elegir si quitarte los patines o no
para comer y comprar; y tener una agradable sensación de estar,
esporádicamente, disfrutando de una especie de “road movie” en patines, en las
que estos establecimientos, el autobús, asomarse un poco a la civilización
artificial y volver a reencontrarnos con la imagen “harley-davisoniana” de Ari,
formaban parte del decorado. Si a todo ello añadimos que circulábamos la mayor
parte del tiempo por carreteras abiertas al tráfico, sin propulsión a motor y
con el aspecto futurista dado por cascos, gafas y patines, casi casi podría
parecer que estábamos representando alguna añadida versión de “Mad Max”. Los
carriles bici son anchos y generosos y su asfalto resulta bastante mejor al no
haber sido castigado todo el invierno por las ruedas de clavos de los coches.
Pero su presencia se limita a los kilómetros previos y posteriores a los pasos
por poblaciones grandes o medianamente importantes. Cuando aparecían, los
tomábamos. La longitud de la ruta iba pasando factura: algunas caídas y
aparición de fatiga entre varios de los participantes, compensados gracias al
autobús o a cambios hacia grupos más lentos. La jornada finalizó en una especie
de apartotel, cenando al aire libre, riéndonos en la sobremesa y con un
posterior paseo en la búsqueda de un “geo-catch”, una cerveza en la veraniega
marina de la ciudad y un regreso entre edificios antiguos de madera y molinos
de viento de diversos tipos.
Parada matinal en la tercera etapa: Tapsa, Harry,
Nadia, Gael, Adam y ¿Valentin?
Rodando seguido por Sirrka y Harry.
"Mad Max n".
Biblioteca de Uusikaupunki
El paso
del ecuador de nuestro viaje supuso el abandono del “continente” y la irrupción
en el archipiélago. El primer día tomamos tres ferries (o en su caso
transbordadores). Jesús cada día asumía un papel más activo y colaborador en su
grupo. Había ido ganando confianza y dominio. Este “máster” de patinaje en
carretera, esta inmersión sobre ruedas iba dando sus frutos e Ilpo le iba
encomendando cada vez más labores dentro del paquete: encabezarlo, empujar
rezagados, etc. Dicho grupo estaba formando además por Alexey, Nina, Sui Chin y
ocasionalmente otros componentes que se adherían a él cuando les llegaban horas
bajas. Y por supuesto por Kaisa, quien con su vestido rojo permanecía siempre
atenta a cualquier avatar que pudiera sucederle a los demás, como si el resto
fueran sus retoños y tuviera que estar pendiente de ellos. La primera etapa de
archipiélago fue uno de los mejores días de patinaje de todo el viaje. Hubo que
madrugar muchísimo porque un ferry tenía un horario de paso bastante
comprometido. La jornada supuso una sucesión de tramos cortos entre pasos de
isla a isla. El asfalto era bueno, los trazados muy entretenidos y el paisaje
sugerente. Además, las carreteras estaban prácticamente desiertas y los pocos
coches que había se iban nada más llegar en el transbordador y nos dejaban con
todo el asfalto para nosotros. Eso nos permitía mayor libertad. Cada nueva isla
comenzaba con una repentina subida inicial y finalizaba con la consiguiente
bajada hacia el siguiente punto de embarque. Los últimos descensos eran libres
y personalmente los empleaba en “esquiarlos” a base de virajes tipo “vedel”
arrancando aquí y allá algún que otro pequeño derrape controlado. A estas
alturas de la temporada mis ruedas “nuevas” ya no lo eran tanto (ni mucho
menos), así que no me importaba su desgaste. Ese día comimos en una especie de
casa tradicional. Otro estupendo menú que incluía varios tipos de pescado
macerado y un salmón exquisito. Estuve un tramo en el grupo de Petri, con
Celine, Triin y otros patinadores y fuimos alternado estupendos baños (ya de
mar) cuando las oportunidades lo permitían. El último paso en ferry se convirtió
en una pequeño crucero panorámico de una hora, pues el barco atravesaba un
espectacular laberinto de islas e islotes. El mar estaba muy apacible y cada
emergencia de tierra se veía completamente tapizada de bosque. Disfruté de todo
ello desde uno de los puntos más elevados de la embarcación y no dejé de hacer
fotos y de disfrutar. La jornada finalizó atracando en Houtskär, en otro
camping con cabañas más antiguas pero casi más atractivas que las precedentes.
Compartí habitación, y gran parte de la velada, con Tapsa, hablando largo y
tendido. Además tuvimos una sobremesa de cena con una buena tertulia, un paseo
hasta una torre de observación en la que pudimos maravillarnos de una vista de
360º del archipiélago, todo él bañado por la luz dorada del atardecer, y una
puesta de sol mágica en la orilla, a unos breves pasos de la cabaña. Por si la
sensación de paraíso no hubiera sido más que suficiente, la sauna de aquella
tarde transcurrió en una cabaña es-profeso para ello, por supuesto de leña y
con constantes alternancias de chapuzones en el mar. Harry me puso los dientes
largos al contarme que hacía años hizo un viaje de varios días en kayak por
estas mismas islas. El lugar se presta a ello, allí no hay mareas, las aguas
son casi siempre muy tranquilas y la variedad de rutas y rincones es casi
infinita.
Kaisa picando fresas silvestres.
Esperando un transbordador.
El archipiélago.
Nuestra cabaña en Houtskär.
Puesta del sol al pié de la cabaña.
Continuamos
un día más con otra estupenda jornada de archipiélago: cuatro ferries y varias
islas. El destino era Nagu. Tanta alternancia hizo que la etapa fuera
especialmente llevadera. Además, la temperatura parecía haberse suavizado un
poco. De este día destaco la tercera isla, que con sus granjas y pequeños
agrupamientos de casas me resultó especialmente bonita y atractiva. La comida
fue en un restaurante de aspecto muy cuidado y elegante, con una buena variedad
de platos que degustar. En él había colgada una foto de ciclistas finlandeses pioneros,
posando en un campo de la isla. No estaba fechada pero por la vestimenta
deportiva y las bicicletas presentes debía de ser de los años 20, 30 o 40; no
tuve tiempo para preguntar, aunque sí para recorrer un mercadillo en el que un
artesano mostraba unos cestos de diseño moderno, pero elaborados con la misma
técnica que se hacían los “garrotes” en Santiurde de Reinosa. De eso estuve hablando
un buen rato con el amable artesano. Jesús y yo tan sólo nos veíamos a ratos,
pues además de dormir separados y patinar en grupos diferentes, procurábamos
sentarnos a la mesa en los huecos disponibles y con gente diferente cada vez.
Eso nos ayudó a integrarnos cada día más y a mostrarnos más accesibles a los
demás. Tan sólo en ocasiones y encuentros puntuales, intercambiábamos
impresiones y volvíamos a nuestro idioma. El alojamiento de Nagu era una casa
convertida en hotelito con encanto. Me tocó compartir habitación con Harry.
Disfrutamos de una sauna antiquísima, con aspecto de pajar medieval cuya visita
merecía la pena. Si bien los compartimentos estaban separados por género, la
tertulia entre calores y duchas se hizo conjunta en el jardín y de nuevo resultó
muy agradable y social. Un paseo por la marina me permitió disfrutar de la
vista de barcos y casas de veraneo elegantes y estilosas. Había un kayak
artesano de madera a la venta, era precioso, seguramente poco práctico, pero
una auténtica exquisitez. Según después me comentó Harry, un conocido suyo da
cursillos de construcción artesana allí, de los cuales sales con tu propio
kayak hecho por ti mismo. La cena fue de capricho, y finalizó con una deliciosa
tarta de frutas elaborada en el propio establecimiento. Cómo era víspera de
final de viaje, celebramos la consabida partida de Mölkky (por lo visto eso
hacen cada año en Finline), un juego tradicional que combina algunos aspectos
de los bolos con otros de la petanca. Jugamos todos formando equipos (yo iba
con Tapsa, Kati y Karine). Muchos de los finlandeses se lo tomaban realmente en
serio y la verdad es que la partida resultó muy interesante porque el juego
está bien pensado para que entretenga, dé oportunidades a todos e incluya
ciertos componentes tácticos. Como la primera partida resultó excepcionalmente
corta, se jugaron dos. Finalizadas ambas, la velada acabó con una reunión bebiendo
algo en una terraza de la marina, con muchas risas y conversación que se alargó
a causa del buen ambiente reinante.
Otro transbordador más (Panu en primer plano).
Patinando hacia el Ferry.
Granja típica.
"Garrotes" artesanos, me hacen recordar el pueblo de mi padre.
Partida de Molkky: Ulla lanza, el resto nos mantenemos espectantes.
La última
etapa del viaje nos llevó a Turku. Un único transbordo, dentro de la denominada
ruta de los siete puentes. Como despedida pedí permiso para irme a un grupo más
rápido y Tapsa me sugirió el de Panu. Con su autorización previa me integré en
él. Se trataba del único conjunto formado exclusivamente por finlandeses, algo
que enseguida se hizo notar en las instrucciones y comentarios internos. Me lo
tomé como un auténtico privilegio, a saber: viajando por Finlandia, sobre
patines, formando parte de un grupo de finlandeses… no hace falta dar más
explicaciones, eso es todo menos “turismo enlatado”. Rodamos rápido y creo que
me acoplé al ritmo sin problemas. El recorrido inicialmente fue muy agradable y
entretenido, y me permitió disfrutar del nuevo paso, bastante más vivo. Después
del único transbordo vinieron unos preocupantes kilómetros de carretera con
mala visibilidad y exceso de tráfico, en la que constantemente había que ir
cambiando de mano, deteniéndose, etc. Hicimos varios trenes en descenso. A
destacar que en uno alcanzamos los 53,7 km/h (Panu lleva los datos muy
controlados), en otro me corrigieron la técnica de agarre y otro más lo perdí
por no enterarme a tiempo del aviso en finlandés. El grupo, como ya he
comentado, lo lideraba Panu y estaba compuesto por Ulla, Merja y una pareja más
(me acuerdo perfectamente de todos ellos, gente encantadora, pero sus nombres
me bailan en la memoria y no soy capaz de asignarlos correctamente). Ese día,
tras la comida, se nos unieron unos patinadores de Turku, amigos de Kati y de Sami,
los cuales nos harían de guía a la hora de entrar en Turku. Tras otro tramo en
nuestros grupos respectivos (Jesús también había dado ese día el salto a uno
más veloz). Nos concentramos todos juntos para formar un único pelotón que
llegaría al destino utilizando para ello la magnífica y extensa red de carriles
bici. Había atmósfera de deber cumplido, de final de algo importante y
aproveché el relajo general para jugar con los patines, para realizar virajes,
disfrutar de los giros, de los descensos y de formar parte de una masa crítica
sobre ruedas. La llegada a la ciudad fue fascinante, tras un giro complicado
con pavés cruzado en medio, aparecimos en la ribera del río que divide el
centro de Turku en dos. Había buen ambiente callejero y muchos barcos antiguos
atracados en ambas márgenes. Un mini transbordador para peatones y ciclistas
nos permitió el paso al otro lado y, con los patines, accedimos al lujoso hotel
que sería escenario de nuestra última noche de viaje oficial. Para tal ocasión
los organizadores habían previsto que compartiéramos habitación con nuestros
compañeros de origen (en una especie de progresivo regreso a la realidad) y que
celebrásemos una cena conjunta en un elegante salón privado. Pero antes de ello
nos trasladaron a la última sauna, en un campo de golf junto a un lago a las
afueras. Las dos tertulias de la misma se establecieron en sendos porches sobre
mesas de madera y hasta algunos jugamos un partido de volley-ball. La cena fue
alegre y festiva aunque con momentos emotivos y melancólicos ante la inminente
separación. De hecho, Claudia ya se había marchado anticipadamente el día
anterior. Hubo discursos, intervenciones de varios miembros en representación
del club y de las diferentes nacionalidades allí representadas, y entrega de
algunos presentes. La noche se cerró con diferentes entretenimientos nocturnos.
Turku presentaba mucha vida, algunos de sus barcos funcionaban como bares o
discotecas nocturnos.
Mi nuevo grupo.
Jesús finalizando el viaje.
Todos reunidos camino de Turku.
Vista de Turku.
El recorrido oficial había terminado, sin embargo, a la
mañana siguiente Kati y un patinador de su club, nos llevaron de visita guiada
en patines por la ciudad. Estábamos en la que fuera la capital histórica del
país y, a pesar que sufrió un histórico incendio que la calcinó casi
completamente, aún conserva algunos edificios antiguos y un importante
castillo, los cuales contrastan con la modernidad de otras construcciones, el
ambiente portuario y la atractiva vida urbana veraniega. Me gustó mucho Turku,
y se echó de menos una jornada libre allí, con tiempo para visitarla con calma
y sin patines. Más tarde el autobús nos devolvió a Helsinki. Fieles a su
espíritu detallista y considerado al máximo, hizo varias paradas: dejó a gente
en el aeropuerto, a otros por el camino, a muchos en el punto de partida y a nosotros
en el albergue. Así finalizaba todo, una experiencia indescriptible y que
sospecho llenará un hueco importante en mis memorias. Uno de esos apartados que
nunca se olvidan y quedan grabados en las “estanterías emocionales” más
especiales. Las despedidas no me gustan, quizá porque siempre tengo la
esperanza de volver a tener la ocasión de ver a la gente a la que tengo afecto.
Aún así, para nuestra sorpresa, a Jesús y a mí aún nos quedarían dos despedidas
más, privadas: una pequeña barbacoa de bosque y una salida nocturna al ambiente
de la capital.
Castillo de Turku.
Satisfechos y felices tras nuestro viaje.
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