"Vista panorámica de los Altos Pirineos desde el Pico de Priméné a 2803 m de altitud".
Franz Schrader (Centre Excursionista de Catalunya).
Cuando bauticé a la presente
temporada con el apelativo de “nómada”, introducir una mayor experiencia
viajera en la misma era más un deseo, una aspiración, que una certeza. Los
proyectos de viajes son fáciles de dibujar en una primera idea, pero luego van
apareciendo innumerables barreras de la vida cotidiana, e incontables ligaduras
de la realidad moderna que nos van coartando los deseos y frustrando los
sueños. No puedo quejarme, mi objetivo de viaje principal está en marcha para
finales de agosto, y entre tanto, aparte de eventos y quedadas, pude asistir y
completar la gran travesía de las Landas patinando, que aunque concentrada en
un fin de semana, incorporaba todo el carácter de viaje nómada, en sustitución
del de evento deportivo. Y ahora mismo, el sentido “nómada” del año se ha visto
nuevamente fortalecido con una experiencia que me va a resultar muy difícil de
narrar, por el gran impacto emocional que me ha causado. Han sido cuatro días
(tres noches) de convivencia itinerante en bicicleta, con un gran camión por
hogar, en los que la compañía se ha convertido el eje vertebrador de una
experiencia riquísima en humanidad, amistad, camaradería y entrañables
sentimientos.
El origen de todo esto tuvo que
germinar en Roubaix (o en Flandes, porque a la postre fue la misma cosa). El
destino quiso que allí conociéramos a Gaetano y varios de sus amigos de la
Vacamora. Y nuestras respectivas personalidades y formas de ser pusieron el
resto, lo suficiente como para que en pocas horas, y a través de un pedaleo
legendario, brotara una repentina pero sincera amistad. Por alguna extraña
razón Javier y yo caímos muy bien en aquel seno de ciclistas italianos. Por
nuestra parte, no había lugar a dudas: nos parecieron un grupo encantador,
formado por gente sana, amigable y con una filosofía de vida ¡y de ciclismo!
Muy acorde con la nuestra. Una vez regresados del norte, a medida que fue
pasando el tiempo, nos intercambiamos correos y algunas invitaciones. Nuestro
intento de que algunos de ellos pudieran asistir al GPCC y ya de paso,
disfrutar de nuestras tierras, amistades y hospitalidad, resultaron
infructuosos porque su agenda ya estaba anticipadamente ocupada. Tenían
previsto realizar una peregrinación ciclista que uniera dos puntos señalados de
Fe católica como son Lourdes y Santiago de Compostela. La peregrinación, como
todas lo son, reuniría diversos intereses personales entre los miembros de la
misma (religiosos, filosóficos, culturales o de reto personal según los casos),
pero de cualquier forma con dos denominadores comunes para todos ellos: la
amistad y el deporte ciclista. La ventaja, la dificultad y el atractivo
velocipédicos de empezar ese viaje en Lourdes era que, de paso, podían
regalarse algunas de las ascensiones más míticas de los Pirineos, el origen
(desde 1910) del concepto montañoso del ciclismo. Precisamente a través de
aquellos correos con Gaetano, nos cursaron una invitación para participar en su
viaje de forma completa o parcial. Les quedaban algunas plazas libres y
seríamos bienvenidos. Ante la sugerente oportunidad, Javier y yo nos fuimos
poniendo de acuerdo, cuadramos fechas y acabamos organizándonos para poder
compartir con ellos el inicio del viaje, que además caía en fin de semana
veraniego. Así pues nos reuniríamos con ellos en Lourdes para iniciar el viaje,
completaríamos sus etapas pirenaicas (3) y los dejaríamos enfilados hacia la
Meseta Castellana para que culminaran su objetivo por su cuenta.
Cerrado el plan, el viernes
correspondiente conduje hasta San Sebastián, desde donde Isabel (nunca dejaré
de estarle agradecido) nos llevó hasta Lourdes en coche. Lo primero que
encontramos allí fue nuestro “albergue sobre ruedas” y a los encargados de la
intendencia. Girogio y Luigina cumplían con las funciones de conducción,
organización hostelera, apoyo logístico escalonado, alimentación, recursos de
higiene, compras, planificación de viaje, etc. Dos personas entrañables,
permanentemente amables, acogedoras y que desprendían constantemente un aura de
tranquilidad y eficacísimo antídoto anti-estrés ¡dos verdaderos encantos! Ambos
aprovecharon para enseñarnos el que sería nuestro hogar (un gran camión
convertido en albergue) y las normas o rutinas básicas de su uso. El vehículo
era perfecto para ese tipo de situaciones y aventuras, con una caja frigorífica
transformada en vivienda múltiple perfectamente acondicionada. Dentro, cada uno
disfrutábamos de nuestra propia cama, con su estantería personal, mesita con
enchufe y luz, y ventanita con opción de claraboya, mosquitera o persiana
opaca. Además, disponíamos de un colgador con dos perchas por persona, nuestro
propio armario con llave y una cesta para el calzado. El alojamiento incluía
dos baños completos con ducha, lavabo y retrete. Había cocina interior, con
nevera, etc. Aunque como hacía bueno, la misma se trasladaba al exterior, cerca
de la gran mesa corrida y bajo los toldos que hacían las funciones de porche.
Todo el diseño de tan singular vehículo hotelero había sido obra de Giorgio y
en la actualidad se dedica a explotarlo como recurso turístico de libre
configuración de itinerario.
El camión de Giorgio, nuestro hogar por unos días.
Que el diseño estuviera tan bien
pensado e incluyera una infinita lista de detalles acertados e integrados, no
resulta sorprendente cuando uno va sabiendo más y más cosas sobre su
propietario. A lo largo de estos días pudimos irlo conociendo mejor y supimos
de sus tres grandes viajes en moto: Italia – Pekín – Italia (ida por la Ruta de
la Seda y vuelta por Siberia y el norte); la vuelta (completa y literal) a
Sudamérica; y otra vuelta (también literalmente completa a África); todo ello a
lomos de una BMW K-75 que viaje tras viaje fue adaptando y mejorando para tales
retos.
Girogio al volante.
Una vez instalados caminamos
hacia el santuario de Lourdes, atravesando el centro de la ciudad, para salir
al encuentro de nuestros compañeros ciclistas. Los encontramos en la gruta del
milagro, algunos de ellos observando con mirada turística y otros orando con
fervor. Tras la respetuosa visita, llegaron los saludos del esperado encuentro.
Muy cariñoso con Gaetano y más moderado con el resto de acompañantes, de los
cuales ya conocíamos a alguno más, de la ocasión anterior. El grupo italiano
estaba formado por: Gaetano, Gino, Giovani, Nicola, Bruno y Alvaro; gente como
nosotros, de esa indeterminada edad que va desde los “cuarenta y bastantes”
hasta los “sesenta y tantos” (buena edad para un ciclismo importante pero
culto). La primera velada sirvió para ir entrando en materia, conocernos mejor,
establecer las diferentes posibilidades de comunicación (francés, italiano,
español e inglés, por orden de uso definitivo), cenar el primero de los
numerosos excelentes platos de pasta de los que disfrutaríamos esos días y hasta
dar cuenta visual de las distintas máquinas que el grupo utilizaría durante el
viaje.
Fue una agradable noticia
percatarnos de que el viaje ciclista sería preferentemente retro. Es algo que
no resultaba obligado y que no habíamos puesto en común previamente, pero como
una prueba más de la similitud de nuestras filosofías, allí estaban ellos, en
su mayoría con bicicletas clásicas. Gino y Bruno habían optado por máquinas contemporáneas,
buscando asegurar unas buenas prestaciones y fiabilidad, para un viaje que se
les antojaba de dimensión importante, una Bataglin de carbono y una moderna
Orbea respectivamente. Las del resto merecen una parrafada explicativa porque
cualquier intento de reconocimiento (sin pistas locales) de las mismas, sería
probablemente infructuoso para la mayoría de los aficionados europeos y, desde
luego, españoles. Gaetano había elegido una bonita Zanin azul celeste equipada
íntegramente con Campagnolo. Zanin fue el mecánico del mismísimo Eddy Merckx y
empalmó aquella dedicación con un periodo de construcción y montaje de
excelentes bicicletas de carreras. Nicola llevaba su decolorada, y difuminada
en tricolor, Suzzi, con la que ya acudiera a Roubaix. Suzzi fue un auténtico
artesano de la construcción de bicicletas en Italia, una especie de
“Marotías-padre” en Italia (lo cual es mucho decir, especialmente en la país en
el que mayor densidad de artesanos de prestigio puedan haberse encontrado a lo
largo de toda la historia del ciclismo deportivo). La pasión y admiración de
Nicola por el constructor es tal, que no ha parado hasta conseguir hacerse
además otra bicicleta actual con tubería de acero y racores, de forma que
también se trata de una Suzzi contemporánea. Alvaro se presentaba con una
inmaculada bicicleta verde claro (casi un pistacho metalizado) con grupo
Campagnolo y frenos Universal. Se trataba de una Melegnano, nombre que no
responde a la mítica marca Legnano, sino al origen geográfico de la procedencia
de su propietario. Y finalmente Giovani disponía de una bicicleta con la
denominación “Diazza” o “Jiazza”. Se trataba de un cuadro de acero de gran
calidad y personalísimas punteras, construido en una fábrica de cuadros que
hasta hace unos cuarenta años producía muchos cuadros de todo tipo (carretera,
BMX, etc.) para diversos fabricantes italianos y europeos. Su cuadro fue
realizado cuando él dirigía la fábrica y él mismo tomo parte en el proceso de
construcción de la que ahora mismo es su propia bicicleta clásica. Eso es apego
emotivo y todo lo demás es cuento. Por nuestra parte, Javier apareció con su
infatigable Royal-Condor una auténtica devoradora de cordilleras gracias a su
triple plato. La bicicleta, ya de por sí antigua, cada vez presenta un aspecto
más envejecido gracias a la incorporación de algunos elementos artesanales que
su propietario le va añadiendo (porta-poncheras delantero, limpiador de
cubiertas…) y cierta imprimación de aspecto aceitosa que le da a la bicicleta
un aire, cuando menos algo “perroflaútico”. Por mi parte, me quedé
voluntariamente a medias entre lo retro y la modernidad. Lo bueno de una cita
no oficial es que no tienes obligación de atenerte a un reglamento específico y
puedes tomarte ciertas libertades. Así que aproveché la ocasión para dar uso a
la Colnago que resucité y rescaté de un destino destructor. Colnago Megamaster
de aluminio, con pedales automáticos Look de temprana generación, frenos
Weinmann y palancas de cambio en el extremo del manillar. La verdad es que la bicicleta
va fenomenal y me hizo disfrutar muchísimo a lo largo de todo el itinerario.
Nuestras bicicletas.
La rutina cotidiana durante estos
tres días implicaba acostarse pronto (entre las nueve y las diez) y levantarse
muy temprano (en torno a las 6,15 de la mañana). Nosotros, como a todo, nos
aplicamos con gusto al ritmo de nuestros amigos transalpinos, pues ellos eran
los protagonistas principales de su propio viaje, el cual además se prolongaría
bastante más en el tiempo. El desayuno era la comida más informal y cada cual lo
iba acometiendo a medida que estaba más o menos
preparado para la marcha. La primera jornada amaneció nublada y fresca
pero sin lluvia, lo cual resultaba la situación ideal para dar cuenta de una
jornada montañosa. Nuestros compañeros aparecieron todos ataviados con un
precioso maillot tricolor, de punto, con la leyenda de su ruta hacia Santiago
bordada en el pecho. Una muestra más de su eficacia colaborativa grupal. Por mi
parte, les brindé mi particular homenaje con otro maillot de punto italiano y
el distintivo de la Vacamora cosido delante. Esa mañana salimos de Lourdes, y
tomamos dirección este hacia Bagneres-de-Bigorre. Desde allí continuamos hacia
el sur y alcanzamos Campan, y pronto, las estribaciones del Tourmalet. El
calentamiento matinal fue agradable, con ritmo cómodo para todos y tranquilidad
en un ascenso moderado que nos encontramos a primera hora. Una vez metidos en
faena en el puerto (lo ascendíamos por su vertiente este) cada cual se puso a
lo suyo, a buscar o encontrar su propio ritmo, ya fuera autoimpuesto o dictado
por la montaña. Excepto Javier, que anduvo revoloteando de aquí para allá,
saltando de un grupo a otro, tratando de hacer compañía a todos. Está claro que
le sobraban fuerzas para ello. Así pues, al poco de dejar la ferrería en la que
Eugène Cristophe fue sancionado (y desposeído de un más que probable triunfo en
el Tour de 1913) por culpa de, supuestamente, recibir una irrisoria ayuda
mientras él mismo reparaba su bicicleta, me quedé completamente sólo y puse en
marcha un ascenso dosificado de un puerto que siempre se hace duro porque
objetivamente lo es. Cuando atravesaba los tramos de rectas y horquillas del
bosque volvió a aparecer Javier y compartimos un rato juntos, hasta que de
nuevo decidió bajar al encuentro de nuestros amigos. Yo seguí a lo mío,
pausadamente, intentando no equivocarme y tener que pagarlo más tarde. Era una
sensación algo rara, porque podía subir sin problemas pero me sentía incómodo
de piernas y postura. Estaba claro que había llegado descansado pero con muy
poca costumbre a causa de mi aventura patinadora en Le Mans y todas las
ocupaciones pre-vacacionales posteriores. Pero dio igual, me recreaba en el
paisaje conocido, en la situación fantástica en la que me encontraba y en
brindar un modesto homenaje personal a Melchor, familiar con el que había
subido anteriormente a este puerto por su otra vertiente y cuya anterior
bicicleta estaba utilizando ahora una vez rescatada. Al llegar a La Mongie las
nubes quedaban superadas, así como un último par de kilómetros especialmente
duros. Desde allí aparecía el calor, pero también las vistas de las montañas y
de esas pistas que tanto me han hecho disfrutar sobre los esquís. Primero unos
largos con curvas suaves apenas intuidas y finalmente los últimos kilómetros
con sus “zetas”, necesarias para superar con holgura los 2000 metros de
altitud. Como siempre, una vez arriba, el efluvio emocional se desata y uno
sonríe y se siente feliz. El panorama era espectacular, aparte del ambientazo
de alegría que se vivía entre la gran cantidad de ciclistas que allí se daban
cita tras haber ascendido por una u otra vertiente, el paisaje ofrecía unas
cumbres nítidas e imponentes, bañadas a media falda por sendos blanquísimos
mares de nubes a ambos lados del collado. Arriba hice varias fotos a mis
compañeros y acabamos todos juntos tomando unas cervezas y comiendo un plato de
pasta en la terraza del bar, un local que siempre he valorado como uno de los
más bonitos e interesantes del mundo. Tanto por su ubicación, como por su
servicio veraniego e invernal, su mitología y su apropiada decoración interior.
Javier coronando el Tourmalet
Posando con mi Colnago resucitada ante el
bar del Tourmalet.
Nuestros amigos en la cima: Alvaro, Bruno,
Gaetano, Giovani, Gino y Nicola.
El descenso, enseguida nos metió
en la niebla. A mí me tocó refrenarme un poco ante una pequeña fila de coches y
alternar algunos adelantamientos con una moto que se lo tomaba con calma. Pero
lo pude disfrutar y sentirme libre al circular con cierta velocidad por una
carretera que pese a ser conocida, presentaba un tramo completamente novedoso,
pues recientes desbordamientos fluviales y aludes, hicieron necesaria una
importante obra de reconstrucción de la antigua, la cual fue completamente
variada de curso en el tramo central del ascenso. Una vez en Luz-St-Sauveur,
reagrupamiento, visita al puente de Napoleón III y rodeo por el barrio de los
balnearios, para continuar todos juntos hasta Argelès-Gazost. Allí nos esperaba
nuestra segunda pernocta, el camión, fresca fruta troceada, la ducha reparadora
y una tarde tranquila. Habíamos completado una centena de kilómetros y un
coloso histórico.
Esa velada fue muy agradable
durante la cena. La pasta cocinada con huevo estaba deliciosa, la sidra
guipuzcoana del aperitivo triunfó, así como el tinto de Toro. A los detalles
que Javier había generosamente aportado la víspera (un emblema bordado de la
Cofradía Velocipédica) y unos preciosos dorsales personalizados para cada
bicicleta, añadimos la entrega de un ejemplar impreso de cada uno de los libros
de las temporadas de “Randoneur”. Esa tarde-noche hubo mucho tiempo para
charlar, conocernos todos mejor y ahondar en nuestra recién nacida relación.
Javier escanciando sidra.
Al día siguiente el calor nos
volvió a respetar, pues el día amaneció completamente nublado y brumoso. Nos
esperaba una etapa importante, un reto para todos nosotros porque, además del
kilometraje (superar con holgura las 100 millas), para empezar, teníamos que
ascender el Soulor e inmediatamente después rematar el Aubisque, todo ello de
este a oeste. Tras el desayuno fuimos partiendo en dos grupos, Javier y yo con
el primero de ellos. Tras unos brevísimos kilómetros de aproximación, la subida
comenzaba de forma repentina e intensa durante muy pocos kilómetros, para
después tontear son toboganes otro buen puñado de kilómetros, antes de acometer
la ascensión definitiva. Ese primer tramo violento, ya sirvió para separarnos.
Fiel a mis preferencias en lo que a ascensiones serias se refiere, me vi
instalado en mi propio ritmo y lo asumí con bastante más comodidad y
naturalidad que el día anterior, se ve que tras una jornada larga y trabajosa,
mi organismo ya había “recordado” la costumbre del pedaleo. La niebla nos
envolvía y nos empapaba el vello de la piel, sin llegar a calarnos pero
proporcionándonos un aspecto canoso (más aún) o incluso como recién salidos de
un refrigerador. Gracias a ello la temperatura era ideal para una escalada
exigente. El Soulor es muy boscoso, tiene entretenidas horquillas y cruza
varios pueblos de montaña. Finalmente, al alcanzar la cumbre me encontré con
los dos bares cerrados, así que me abrigué a todo correr, parapetándome a
sotavento de uno de ellos, agazapado para ir tomando algunas fotos. Sin pérdida
de tiempo, cuando estuvimos todos reunidos, nos dirigimos hacia el Aubisque. El
característico tramo de bajada, llano y ascensión, que en condiciones de tiempo
despejado resulta muy espectacular y aéreo, nos ofrecía un panorama tirando a
tenebroso a causa de la niebla, un buen momento para recordar accidentes
míticos del Tour, con ilustres protagonistas y penosos resultados algunos de
ellos. Pero comenzada la ascensión, en el momento en que esta se ponía ya
seria, pasada alguna curva, la bruma se iba dispersando y daba paso en
transición luminosa a un espléndido día de sol en la montaña. En pocos metros
las cumbres rocosas o de pasto hacían acto de presencia y se mostraban
perfectamente perfiladas, el sol nos recalentaba confortablemente, y al fondo
de la carretera se apreciaba la cumbre del paso. Allí salieron fotografías más
vistosas. Allí, la casualidad, o quizá nuestra ya más que seria dedicación a
esto del ciclismo legendario, hizo que nos encontráramos con nuestro conocido
Emile Arbes, quién contento de encontrarnos de nuevo, nos anunció que ¡por fin!
Había conseguido instalar una parte importante (50 unidades) de su magnífica
colección de bicicletas, a modo de museo permanente del centenario del Tour de
Francia, en Bielle (habrá que visitarlo). Y allí también, en la cumbre, nos
tomamos una merecida cerveza al sol, la mar de contentos y satisfechos.
Gaetano y Nicola coronando el Soulor.
Nicola, Gino, Alvaro y Gaetano, superan las nubes llegando
al Aubisque.
Un año después, de nuevo en el Aubisque, esta vez con los
colores del 7-Eleven.
La bajada la organizamos en
convoy de seguridad y en tres tramos: Javier abriendo grupo y yo cerrándolo por
si surgía cualquier imprevisto, con cautela y con reagrupamientos en la
estación de esquí de Gourette y el pueblo de Eaux-Bones. Desde allí todo recto
hasta Oloron. El resto de la jornada disfruté voluntariamente de cierto rol de
gregario. Iba a retaguardia para esperar a quien se detuviera por cualquier
causa y daba rueda para reagrupar en tales casos. Por alguna extraña razón me
encontraba a gusto rodando y con fuerzas en las piernas para llanear a buen
ritmo. Para esta segunda jornada los atuendos habían variado algo, aunque
varios de los italianos seguían fieles a su maillot tricolor, otros habían
cambiado (cuestión de lavado y secado claro). Javier se mantenía fiel a su “Ursus”
pero Gaetano lucía una “malla” clásica Peugeot, en más que probable homenaje a su
amigo Jean Pierre, que precisamente ese mismo día lideraba la organización del
evento Peugeot Classics en Flandes, con 2000 participantes (nuestra enhorabuena
al excelente anfitrión que tuvimos en Kortrijk esta primavera). Por mi parte,
me encontraba “jugando a los ciclistas” con los colores del Seven-Eleven,
estrenando dicha equipación por primera vez. Cuando llegamos a Oloron el tiempo
ya había cambiado y el día se mostraba plenamente soleado y algo caluroso. El
camión nos esperaba a las afueras y con él un exquisito plato de pasta al
pesto, una delicia. Además, algo de vino blanco frío y un reconstituyente café,
antes de celebrar el 55 cumpleaños de Alvaro, con una tarta con velas y un
brindis con Champagne, e incorporarnos de nuevo a la ruta. A duras penas Nicola
consiguió organizar unos relevos durante un buen rato, y aquello, y sin forzar,
logró que despacháramos de forma bastante rápida unos cuarenta kilómetros de
sobremesa. El resto, hasta St-Jean-Pied-de-Port fue ya otra cuestión, porque el
cansancio hizo algo de mella. Hasta una parada de descanso, el terreno había
sido bastante llano o favorable, pero para llegar al destino se alternaba con
algunos repechos en recta que se iban acumulando. Yo me instalé el último para
hacer compañía a Alvaro, que seguía la bondadosa rueda de Giovani, de forma que
no se quedaran solos atrás y la verdad es que aquel se mostró muy agradecido. Javier
también estuvo de aquí para allá, colaborando con los subgrupos o personas con
los que fuera necesario hacerlo. Quedaba claro que si alguno de nuestros amigos
habían llegado al viaje con diferentes niveles de confianza en sí mismos, estás
tres etapas pirenaicas se iban a encargar de, tras un evidente esfuerzo por su
parte, elevar notablemente su nivel de autoconcepto ciclista. En el destino,
mítico punto de partida del Camino de Santiago, Javier, como especialista en el
Camino (que lo es), ejerció de Cicerone y los llevó a la oficina de
acreditación, además de mostrarles algunos puntos clave de la localidad. El
camión quedó instalado en un área para caravanas, junto a una plaza de toros
portátil. Tras el aseo todos, incluidos Luigina y Girogio, nos encaminamos al
caso antiguo, dentro de la muralla, para cenar de restaurante y disfrutar de
una mesa animada y ruidosa, en la que Javier, como presidente honorífico de la
Cofradía Velocipédica (CV) estampaba en las credenciales italianas un segundo
sello manual, que sumado al del paso del Tourmalet, rubricado la tarde
anterior, completaba la aportación oficial de reconocimiento por parte de la CV
cuyo sello oficial certifica en dichas cartillas. Ni la propia CV es conocedora,
hasta el momento en que estas líneas se publiquen, de que ya tiene presidente.
La que hasta ahora era una organización anárquica y desconfigurada, una gavilla
de amigos, tal y como la definió Alejandro; de la noche a la mañana, en una
maniobra foránea, orquestada por ilustres caballeros italianos, y desde el otro
lado de los Pirineos, se hacía con un presidente, al que desde aquí deseo mayor
fortuna en su mandato que al mismísimo José Bonaparte, cuyo gobierno surgió de
similares circunstancias. En cualquier caso, con reconocimiento doméstico o sin
él, su tarea futura no será nada fácil, dadas las peculiaridades indómitas e
individualistas de los cofrades.
El grupo al completo.
La tercera y última mañana de
viaje volvió a amanecer fresca y protegida del sol. Una visita a la oficina del
peregrino y a la iglesia de la ciudad, sirvió de preludio al pedaleo. Nuestros
visitantes mostraban (ya lo habían hecho la víspera), una especial emoción y
sentimiento de asunción del espíritu peregrino y de toda la atmósfera
carismática o explícitamente visual que envuelve al Camino. Estaban encantados
por ello y completamente “metidos” en su papel. El ambiente matinal se
caracterizaba por ánimos de partida y buenos deseos entre los madrugadores
peregrinos anónimos. Caminantes y ciclistas, ya fueran con máquinas de
carretera o de montaña, se saludaban, animaban e incluso intercambiaban
disparos fotográficos para que cada cual pudiera obtener su foto de grupo
completo.
Javier jugando en el pavés de St-Jean -Pied-
de-Port por la mañana.
Pedaleamos por un valle muy
frondoso, con exuberante cobertura vegetal y un salpicado de pueblos y
construcciones rurales aisladas con evidente aire aduanero. El grupo iba
desperezándose y por ello se mantenía más bien roto o desordenado. Pasamos la
frontera y al poco tiempo de estar en Navarra comenzamos el largo ascenso al
puerto de Ibañeta. Esta subida alterna tramos duros con otros en los que el
pedaleo se hace muy fácil y llevadero. Digamos que tiene un formato en
escalones, con sucesiones de curvas muy bonitas en las zonas más pendientes. Yo
lo ascendí mano a mano con Javier, manteniendo una agradable tertulia, como casi
no habíamos tenido ocasión de hacer a lo largo de estos tres días. Al superar
el puerto, decidimos descender un poquito hasta Roncesvalles para resguardarnos
del frío en el reagrupamiento. Fue un acierto porque nada más penetrar en la
vertiente sur el día se mostraba claro y soleado, una mañana preciosa. Un colacao
y unos cafés con Luigina y Giorgio, que aparcaban un momento el camión, sellado
de credenciales, reunión completa y de nuevo en marcha con la pendiente a favor
y un día radiante en dirección a Pamplona. El trayecto comenzó desagrupado en
diversas unidades. Así se subió Auritzberri. En su descenso me pegué a la rueda
de Bruno, que aquella mañana parecía haberse levantado con eufóricas ganas de
rodar deprisa. Juntos enlazamos hasta la base del puerto de Erro y allí cada
cual a su paso hasta arriba. La carretera estaba fantástica y el tráfico
extremadamente respetuoso, así que nuestros amigos se mostraban encantados con
el recorrido. En la cima de Erro nos reagrupamos todos de nuevo antes de
descender. Allí ya me instalé una vez más a cola, para cerrar el grupo con
cautela, posición que mantuve hasta Pamplona, dando rueda al más rezagado
durante algunos kilómetros de llanura.
Javier ascendiendo Ibañeta.
Pamplona recibió a nuestros
amigos con toda la población vestida de blanco, arreglada, limpia y con las
consabidas pañoletas y fajines rojos. Aún eran los Sanfermines, a dos jornadas
de su final, pero con gran ambiente en las calles. Nos detuvimos en el vallado
de tablones de entrada a toriles, entre “agentes” de reventa y paseantes. La
curiosidad era mutua, pues nuestros compañeros de ruta estaban excitados por
encontrarse en medio de una de las fiestas populares más conocidas del mundo,
pero nosotros mismos nos habíamos convertido en centro de atención de las
miradas de mozos y transeúntes, sorprendidos por nuestros atuendos y bicicletas.
Buscando un lugar para comer juntos por última vez, cruzamos calles y plazas
céntricas con mucha animación. Javier guiaba delante y la combinación de su
arcaica bicicleta, con la chichonera y un inmaculado maillot del Fagor causó
furor entre el público reinante. La estampa levantó pasiones y sentimientos de
emoción, pasados pero cercanos.
Por las calles de Pamplona.
Comimos muy bien a las afueras,
cerca de la Clínica. El almuerzo fue alegre, con chistes, bromas y anécdotas.
Con gran felicidad y reconocimiento de mutuo afecto. Aunque sabía a despedida,
no fue triste en absoluto, quizá porque todos teníamos el convencimiento de que
esos planes, que ya se barruntan para el año próximo, nos parecen realistas y
más que probables. Un breve pedaleo más hasta una gasolinera y allí llegó la
despedida definitiva. Javier y yo sacamos nuestro equipaje del camión-hogar, y
repartimos abrazos y buenos deseos para todos, antes de instalarnos en el coche
que de nuevo (Dios mío que entrega), había acercado Isabel. Ellos debían
continuar sin demora, el Camino apenas estaba recién iniciado y en una semana
deberían llegar a Santiago.
La experiencia fue
indescriptible. Con torpeza, una censurable simplificación y sin acercarme
siguiera a la intensidad emocional que estos días supusieron para nosotros, en
estas líneas he dejado una especie de burdo inventario de nuestra estancia
compartida e itinerante con nuestros amigos italianos de la Vacamora. Es una
suerte conocerlos y haber establecido una sana relación de ciclismo cooperativo
y una rutina esporádica de encuentro que, estoy seguro de ello, ambas partes
nos afanaremos por mantener, aunque sea muy de cuando en cuando. Tanta pasión,
tanta camaradería y tan buen entendimiento no deberán perderse. En tres
jornadas ciclistas, el intercambio cultural de nuestros ciclismos nacionales y
el enriquecimiento mutuo en las vivencias, han supuesto mucho más que, en
ocasiones, una larga y tediosa sucesión de semanas anodinas. Y aunque esto
último es algo suelo conseguir evitar, lo otro, lo de vivir unos pocos días tan
potentes emocionalmente, siempre acaba convirtiéndose en un tesoro de recuerdos
para toda la vida: Pirineos, amigos italianos, mucho ciclismo y un camión.
Gran entrada y mejor experiencia. Envidia de la mala!!!!! Fdo: Manu
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