viernes, 17 de julio de 2015

29. LE PETIT TOUR DES PYRENEES (I NOSTRI CARI AMICI)



"Vista panorámica de los Altos Pirineos desde el Pico de Priméné a 2803 m de altitud".
Franz Schrader (Centre Excursionista de Catalunya).

Cuando bauticé a la presente temporada con el apelativo de “nómada”, introducir una mayor experiencia viajera en la misma era más un deseo, una aspiración, que una certeza. Los proyectos de viajes son fáciles de dibujar en una primera idea, pero luego van apareciendo innumerables barreras de la vida cotidiana, e incontables ligaduras de la realidad moderna que nos van coartando los deseos y frustrando los sueños. No puedo quejarme, mi objetivo de viaje principal está en marcha para finales de agosto, y entre tanto, aparte de eventos y quedadas, pude asistir y completar la gran travesía de las Landas patinando, que aunque concentrada en un fin de semana, incorporaba todo el carácter de viaje nómada, en sustitución del de evento deportivo. Y ahora mismo, el sentido “nómada” del año se ha visto nuevamente fortalecido con una experiencia que me va a resultar muy difícil de narrar, por el gran impacto emocional que me ha causado. Han sido cuatro días (tres noches) de convivencia itinerante en bicicleta, con un gran camión por hogar, en los que la compañía se ha convertido el eje vertebrador de una experiencia riquísima en humanidad, amistad, camaradería y entrañables sentimientos.

El origen de todo esto tuvo que germinar en Roubaix (o en Flandes, porque a la postre fue la misma cosa). El destino quiso que allí conociéramos a Gaetano y varios de sus amigos de la Vacamora. Y nuestras respectivas personalidades y formas de ser pusieron el resto, lo suficiente como para que en pocas horas, y a través de un pedaleo legendario, brotara una repentina pero sincera amistad. Por alguna extraña razón Javier y yo caímos muy bien en aquel seno de ciclistas italianos. Por nuestra parte, no había lugar a dudas: nos parecieron un grupo encantador, formado por gente sana, amigable y con una filosofía de vida ¡y de ciclismo! Muy acorde con la nuestra. Una vez regresados del norte, a medida que fue pasando el tiempo, nos intercambiamos correos y algunas invitaciones. Nuestro intento de que algunos de ellos pudieran asistir al GPCC y ya de paso, disfrutar de nuestras tierras, amistades y hospitalidad, resultaron infructuosos porque su agenda ya estaba anticipadamente ocupada. Tenían previsto realizar una peregrinación ciclista que uniera dos puntos señalados de Fe católica como son Lourdes y Santiago de Compostela. La peregrinación, como todas lo son, reuniría diversos intereses personales entre los miembros de la misma (religiosos, filosóficos, culturales o de reto personal según los casos), pero de cualquier forma con dos denominadores comunes para todos ellos: la amistad y el deporte ciclista. La ventaja, la dificultad y el atractivo velocipédicos de empezar ese viaje en Lourdes era que, de paso, podían regalarse algunas de las ascensiones más míticas de los Pirineos, el origen (desde 1910) del concepto montañoso del ciclismo. Precisamente a través de aquellos correos con Gaetano, nos cursaron una invitación para participar en su viaje de forma completa o parcial. Les quedaban algunas plazas libres y seríamos bienvenidos. Ante la sugerente oportunidad, Javier y yo nos fuimos poniendo de acuerdo, cuadramos fechas y acabamos organizándonos para poder compartir con ellos el inicio del viaje, que además caía en fin de semana veraniego. Así pues nos reuniríamos con ellos en Lourdes para iniciar el viaje, completaríamos sus etapas pirenaicas (3) y los dejaríamos enfilados hacia la Meseta Castellana para que culminaran su objetivo por su cuenta.

Cerrado el plan, el viernes correspondiente conduje hasta San Sebastián, desde donde Isabel (nunca dejaré de estarle agradecido) nos llevó hasta Lourdes en coche. Lo primero que encontramos allí fue nuestro “albergue sobre ruedas” y a los encargados de la intendencia. Girogio y Luigina cumplían con las funciones de conducción, organización hostelera, apoyo logístico escalonado, alimentación, recursos de higiene, compras, planificación de viaje, etc. Dos personas entrañables, permanentemente amables, acogedoras y que desprendían constantemente un aura de tranquilidad y eficacísimo antídoto anti-estrés ¡dos verdaderos encantos! Ambos aprovecharon para enseñarnos el que sería nuestro hogar (un gran camión convertido en albergue) y las normas o rutinas básicas de su uso. El vehículo era perfecto para ese tipo de situaciones y aventuras, con una caja frigorífica transformada en vivienda múltiple perfectamente acondicionada. Dentro, cada uno disfrutábamos de nuestra propia cama, con su estantería personal, mesita con enchufe y luz, y ventanita con opción de claraboya, mosquitera o persiana opaca. Además, disponíamos de un colgador con dos perchas por persona, nuestro propio armario con llave y una cesta para el calzado. El alojamiento incluía dos baños completos con ducha, lavabo y retrete. Había cocina interior, con nevera, etc. Aunque como hacía bueno, la misma se trasladaba al exterior, cerca de la gran mesa corrida y bajo los toldos que hacían las funciones de porche. Todo el diseño de tan singular vehículo hotelero había sido obra de Giorgio y en la actualidad se dedica a explotarlo como recurso turístico de libre configuración de itinerario.

 El camión de Giorgio, nuestro hogar por unos días.

Que el diseño estuviera tan bien pensado e incluyera una infinita lista de detalles acertados e integrados, no resulta sorprendente cuando uno va sabiendo más y más cosas sobre su propietario. A lo largo de estos días pudimos irlo conociendo mejor y supimos de sus tres grandes viajes en moto: Italia – Pekín – Italia (ida por la Ruta de la Seda y vuelta por Siberia y el norte); la vuelta (completa y literal) a Sudamérica; y otra vuelta (también literalmente completa a África); todo ello a lomos de una BMW K-75 que viaje tras viaje fue adaptando y mejorando para tales retos.

 Girogio al volante.

Una vez instalados caminamos hacia el santuario de Lourdes, atravesando el centro de la ciudad, para salir al encuentro de nuestros compañeros ciclistas. Los encontramos en la gruta del milagro, algunos de ellos observando con mirada turística y otros orando con fervor. Tras la respetuosa visita, llegaron los saludos del esperado encuentro. Muy cariñoso con Gaetano y más moderado con el resto de acompañantes, de los cuales ya conocíamos a alguno más, de la ocasión anterior. El grupo italiano estaba formado por: Gaetano, Gino, Giovani, Nicola, Bruno y Alvaro; gente como nosotros, de esa indeterminada edad que va desde los “cuarenta y bastantes” hasta los “sesenta y tantos” (buena edad para un ciclismo importante pero culto). La primera velada sirvió para ir entrando en materia, conocernos mejor, establecer las diferentes posibilidades de comunicación (francés, italiano, español e inglés, por orden de uso definitivo), cenar el primero de los numerosos excelentes platos de pasta de los que disfrutaríamos esos días y hasta dar cuenta visual de las distintas máquinas que el grupo utilizaría durante el viaje.

Fue una agradable noticia percatarnos de que el viaje ciclista sería preferentemente retro. Es algo que no resultaba obligado y que no habíamos puesto en común previamente, pero como una prueba más de la similitud de nuestras filosofías, allí estaban ellos, en su mayoría con bicicletas clásicas. Gino y Bruno habían optado por máquinas contemporáneas, buscando asegurar unas buenas prestaciones y fiabilidad, para un viaje que se les antojaba de dimensión importante, una Bataglin de carbono y una moderna Orbea respectivamente. Las del resto merecen una parrafada explicativa porque cualquier intento de reconocimiento (sin pistas locales) de las mismas, sería probablemente infructuoso para la mayoría de los aficionados europeos y, desde luego, españoles. Gaetano había elegido una bonita Zanin azul celeste equipada íntegramente con Campagnolo. Zanin fue el mecánico del mismísimo Eddy Merckx y empalmó aquella dedicación con un periodo de construcción y montaje de excelentes bicicletas de carreras. Nicola llevaba su decolorada, y difuminada en tricolor, Suzzi, con la que ya acudiera a Roubaix. Suzzi fue un auténtico artesano de la construcción de bicicletas en Italia, una especie de “Marotías-padre” en Italia (lo cual es mucho decir, especialmente en la país en el que mayor densidad de artesanos de prestigio puedan haberse encontrado a lo largo de toda la historia del ciclismo deportivo). La pasión y admiración de Nicola por el constructor es tal, que no ha parado hasta conseguir hacerse además otra bicicleta actual con tubería de acero y racores, de forma que también se trata de una Suzzi contemporánea. Alvaro se presentaba con una inmaculada bicicleta verde claro (casi un pistacho metalizado) con grupo Campagnolo y frenos Universal. Se trataba de una Melegnano, nombre que no responde a la mítica marca Legnano, sino al origen geográfico de la procedencia de su propietario. Y finalmente Giovani disponía de una bicicleta con la denominación “Diazza” o “Jiazza”. Se trataba de un cuadro de acero de gran calidad y personalísimas punteras, construido en una fábrica de cuadros que hasta hace unos cuarenta años producía muchos cuadros de todo tipo (carretera, BMX, etc.) para diversos fabricantes italianos y europeos. Su cuadro fue realizado cuando él dirigía la fábrica y él mismo tomo parte en el proceso de construcción de la que ahora mismo es su propia bicicleta clásica. Eso es apego emotivo y todo lo demás es cuento. Por nuestra parte, Javier apareció con su infatigable Royal-Condor una auténtica devoradora de cordilleras gracias a su triple plato. La bicicleta, ya de por sí antigua, cada vez presenta un aspecto más envejecido gracias a la incorporación de algunos elementos artesanales que su propietario le va añadiendo (porta-poncheras delantero, limpiador de cubiertas…) y cierta imprimación de aspecto aceitosa que le da a la bicicleta un aire, cuando menos algo “perroflaútico”. Por mi parte, me quedé voluntariamente a medias entre lo retro y la modernidad. Lo bueno de una cita no oficial es que no tienes obligación de atenerte a un reglamento específico y puedes tomarte ciertas libertades. Así que aproveché la ocasión para dar uso a la Colnago que resucité y rescaté de un destino destructor. Colnago Megamaster de aluminio, con pedales automáticos Look de temprana generación, frenos Weinmann y palancas de cambio en el extremo del manillar. La verdad es que la bicicleta va fenomenal y me hizo disfrutar muchísimo a lo largo de todo el itinerario.

 Nuestras bicicletas.

La rutina cotidiana durante estos tres días implicaba acostarse pronto (entre las nueve y las diez) y levantarse muy temprano (en torno a las 6,15 de la mañana). Nosotros, como a todo, nos aplicamos con gusto al ritmo de nuestros amigos transalpinos, pues ellos eran los protagonistas principales de su propio viaje, el cual además se prolongaría bastante más en el tiempo. El desayuno era la comida más informal y cada cual lo iba acometiendo a medida que estaba más o menos  preparado para la marcha. La primera jornada amaneció nublada y fresca pero sin lluvia, lo cual resultaba la situación ideal para dar cuenta de una jornada montañosa. Nuestros compañeros aparecieron todos ataviados con un precioso maillot tricolor, de punto, con la leyenda de su ruta hacia Santiago bordada en el pecho. Una muestra más de su eficacia colaborativa grupal. Por mi parte, les brindé mi particular homenaje con otro maillot de punto italiano y el distintivo de la Vacamora cosido delante. Esa mañana salimos de Lourdes, y tomamos dirección este hacia Bagneres-de-Bigorre. Desde allí continuamos hacia el sur y alcanzamos Campan, y pronto, las estribaciones del Tourmalet. El calentamiento matinal fue agradable, con ritmo cómodo para todos y tranquilidad en un ascenso moderado que nos encontramos a primera hora. Una vez metidos en faena en el puerto (lo ascendíamos por su vertiente este) cada cual se puso a lo suyo, a buscar o encontrar su propio ritmo, ya fuera autoimpuesto o dictado por la montaña. Excepto Javier, que anduvo revoloteando de aquí para allá, saltando de un grupo a otro, tratando de hacer compañía a todos. Está claro que le sobraban fuerzas para ello. Así pues, al poco de dejar la ferrería en la que Eugène Cristophe fue sancionado (y desposeído de un más que probable triunfo en el Tour de 1913) por culpa de, supuestamente, recibir una irrisoria ayuda mientras él mismo reparaba su bicicleta, me quedé completamente sólo y puse en marcha un ascenso dosificado de un puerto que siempre se hace duro porque objetivamente lo es. Cuando atravesaba los tramos de rectas y horquillas del bosque volvió a aparecer Javier y compartimos un rato juntos, hasta que de nuevo decidió bajar al encuentro de nuestros amigos. Yo seguí a lo mío, pausadamente, intentando no equivocarme y tener que pagarlo más tarde. Era una sensación algo rara, porque podía subir sin problemas pero me sentía incómodo de piernas y postura. Estaba claro que había llegado descansado pero con muy poca costumbre a causa de mi aventura patinadora en Le Mans y todas las ocupaciones pre-vacacionales posteriores. Pero dio igual, me recreaba en el paisaje conocido, en la situación fantástica en la que me encontraba y en brindar un modesto homenaje personal a Melchor, familiar con el que había subido anteriormente a este puerto por su otra vertiente y cuya anterior bicicleta estaba utilizando ahora una vez rescatada. Al llegar a La Mongie las nubes quedaban superadas, así como un último par de kilómetros especialmente duros. Desde allí aparecía el calor, pero también las vistas de las montañas y de esas pistas que tanto me han hecho disfrutar sobre los esquís. Primero unos largos con curvas suaves apenas intuidas y finalmente los últimos kilómetros con sus “zetas”, necesarias para superar con holgura los 2000 metros de altitud. Como siempre, una vez arriba, el efluvio emocional se desata y uno sonríe y se siente feliz. El panorama era espectacular, aparte del ambientazo de alegría que se vivía entre la gran cantidad de ciclistas que allí se daban cita tras haber ascendido por una u otra vertiente, el paisaje ofrecía unas cumbres nítidas e imponentes, bañadas a media falda por sendos blanquísimos mares de nubes a ambos lados del collado. Arriba hice varias fotos a mis compañeros y acabamos todos juntos tomando unas cervezas y comiendo un plato de pasta en la terraza del bar, un local que siempre he valorado como uno de los más bonitos e interesantes del mundo. Tanto por su ubicación, como por su servicio veraniego e invernal, su mitología y su apropiada decoración interior.

 Javier coronando el Tourmalet

 Posando con mi Colnago resucitada ante el
bar del Tourmalet.

 Nuestros amigos en la cima: Alvaro, Bruno,
Gaetano, Giovani, Gino y Nicola.

El descenso, enseguida nos metió en la niebla. A mí me tocó refrenarme un poco ante una pequeña fila de coches y alternar algunos adelantamientos con una moto que se lo tomaba con calma. Pero lo pude disfrutar y sentirme libre al circular con cierta velocidad por una carretera que pese a ser conocida, presentaba un tramo completamente novedoso, pues recientes desbordamientos fluviales y aludes, hicieron necesaria una importante obra de reconstrucción de la antigua, la cual fue completamente variada de curso en el tramo central del ascenso. Una vez en Luz-St-Sauveur, reagrupamiento, visita al puente de Napoleón III y rodeo por el barrio de los balnearios, para continuar todos juntos hasta Argelès-Gazost. Allí nos esperaba nuestra segunda pernocta, el camión, fresca fruta troceada, la ducha reparadora y una tarde tranquila. Habíamos completado una centena de kilómetros y un coloso histórico.

Esa velada fue muy agradable durante la cena. La pasta cocinada con huevo estaba deliciosa, la sidra guipuzcoana del aperitivo triunfó, así como el tinto de Toro. A los detalles que Javier había generosamente aportado la víspera (un emblema bordado de la Cofradía Velocipédica) y unos preciosos dorsales personalizados para cada bicicleta, añadimos la entrega de un ejemplar impreso de cada uno de los libros de las temporadas de “Randoneur”. Esa tarde-noche hubo mucho tiempo para charlar, conocernos todos mejor y ahondar en nuestra recién nacida relación.

 Javier escanciando sidra.

Al día siguiente el calor nos volvió a respetar, pues el día amaneció completamente nublado y brumoso. Nos esperaba una etapa importante, un reto para todos nosotros porque, además del kilometraje (superar con holgura las 100 millas), para empezar, teníamos que ascender el Soulor e inmediatamente después rematar el Aubisque, todo ello de este a oeste. Tras el desayuno fuimos partiendo en dos grupos, Javier y yo con el primero de ellos. Tras unos brevísimos kilómetros de aproximación, la subida comenzaba de forma repentina e intensa durante muy pocos kilómetros, para después tontear son toboganes otro buen puñado de kilómetros, antes de acometer la ascensión definitiva. Ese primer tramo violento, ya sirvió para separarnos. Fiel a mis preferencias en lo que a ascensiones serias se refiere, me vi instalado en mi propio ritmo y lo asumí con bastante más comodidad y naturalidad que el día anterior, se ve que tras una jornada larga y trabajosa, mi organismo ya había “recordado” la costumbre del pedaleo. La niebla nos envolvía y nos empapaba el vello de la piel, sin llegar a calarnos pero proporcionándonos un aspecto canoso (más aún) o incluso como recién salidos de un refrigerador. Gracias a ello la temperatura era ideal para una escalada exigente. El Soulor es muy boscoso, tiene entretenidas horquillas y cruza varios pueblos de montaña. Finalmente, al alcanzar la cumbre me encontré con los dos bares cerrados, así que me abrigué a todo correr, parapetándome a sotavento de uno de ellos, agazapado para ir tomando algunas fotos. Sin pérdida de tiempo, cuando estuvimos todos reunidos, nos dirigimos hacia el Aubisque. El característico tramo de bajada, llano y ascensión, que en condiciones de tiempo despejado resulta muy espectacular y aéreo, nos ofrecía un panorama tirando a tenebroso a causa de la niebla, un buen momento para recordar accidentes míticos del Tour, con ilustres protagonistas y penosos resultados algunos de ellos. Pero comenzada la ascensión, en el momento en que esta se ponía ya seria, pasada alguna curva, la bruma se iba dispersando y daba paso en transición luminosa a un espléndido día de sol en la montaña. En pocos metros las cumbres rocosas o de pasto hacían acto de presencia y se mostraban perfectamente perfiladas, el sol nos recalentaba confortablemente, y al fondo de la carretera se apreciaba la cumbre del paso. Allí salieron fotografías más vistosas. Allí, la casualidad, o quizá nuestra ya más que seria dedicación a esto del ciclismo legendario, hizo que nos encontráramos con nuestro conocido Emile Arbes, quién contento de encontrarnos de nuevo, nos anunció que ¡por fin! Había conseguido instalar una parte importante (50 unidades) de su magnífica colección de bicicletas, a modo de museo permanente del centenario del Tour de Francia, en Bielle (habrá que visitarlo). Y allí también, en la cumbre, nos tomamos una merecida cerveza al sol, la mar de contentos y satisfechos.

 Gaetano y Nicola coronando el Soulor.

 Nicola, Gino, Alvaro y Gaetano, superan las nubes llegando
al Aubisque.

 Un año después, de nuevo en el Aubisque, esta vez con los
colores del 7-Eleven.

La bajada la organizamos en convoy de seguridad y en tres tramos: Javier abriendo grupo y yo cerrándolo por si surgía cualquier imprevisto, con cautela y con reagrupamientos en la estación de esquí de Gourette y el pueblo de Eaux-Bones. Desde allí todo recto hasta Oloron. El resto de la jornada disfruté voluntariamente de cierto rol de gregario. Iba a retaguardia para esperar a quien se detuviera por cualquier causa y daba rueda para reagrupar en tales casos. Por alguna extraña razón me encontraba a gusto rodando y con fuerzas en las piernas para llanear a buen ritmo. Para esta segunda jornada los atuendos habían variado algo, aunque varios de los italianos seguían fieles a su maillot tricolor, otros habían cambiado (cuestión de lavado y secado claro). Javier se mantenía fiel a su “Ursus” pero Gaetano lucía una “malla” clásica Peugeot, en más que probable homenaje a su amigo Jean Pierre, que precisamente ese mismo día lideraba la organización del evento Peugeot Classics en Flandes, con 2000 participantes (nuestra enhorabuena al excelente anfitrión que tuvimos en Kortrijk esta primavera). Por mi parte, me encontraba “jugando a los ciclistas” con los colores del Seven-Eleven, estrenando dicha equipación por primera vez. Cuando llegamos a Oloron el tiempo ya había cambiado y el día se mostraba plenamente soleado y algo caluroso. El camión nos esperaba a las afueras y con él un exquisito plato de pasta al pesto, una delicia. Además, algo de vino blanco frío y un reconstituyente café, antes de celebrar el 55 cumpleaños de Alvaro, con una tarta con velas y un brindis con Champagne, e incorporarnos de nuevo a la ruta. A duras penas Nicola consiguió organizar unos relevos durante un buen rato, y aquello, y sin forzar, logró que despacháramos de forma bastante rápida unos cuarenta kilómetros de sobremesa. El resto, hasta St-Jean-Pied-de-Port fue ya otra cuestión, porque el cansancio hizo algo de mella. Hasta una parada de descanso, el terreno había sido bastante llano o favorable, pero para llegar al destino se alternaba con algunos repechos en recta que se iban acumulando. Yo me instalé el último para hacer compañía a Alvaro, que seguía la bondadosa rueda de Giovani, de forma que no se quedaran solos atrás y la verdad es que aquel se mostró muy agradecido. Javier también estuvo de aquí para allá, colaborando con los subgrupos o personas con los que fuera necesario hacerlo. Quedaba claro que si alguno de nuestros amigos habían llegado al viaje con diferentes niveles de confianza en sí mismos, estás tres etapas pirenaicas se iban a encargar de, tras un evidente esfuerzo por su parte, elevar notablemente su nivel de autoconcepto ciclista. En el destino, mítico punto de partida del Camino de Santiago, Javier, como especialista en el Camino (que lo es), ejerció de Cicerone y los llevó a la oficina de acreditación, además de mostrarles algunos puntos clave de la localidad. El camión quedó instalado en un área para caravanas, junto a una plaza de toros portátil. Tras el aseo todos, incluidos Luigina y Girogio, nos encaminamos al caso antiguo, dentro de la muralla, para cenar de restaurante y disfrutar de una mesa animada y ruidosa, en la que Javier, como presidente honorífico de la Cofradía Velocipédica (CV) estampaba en las credenciales italianas un segundo sello manual, que sumado al del paso del Tourmalet, rubricado la tarde anterior, completaba la aportación oficial de reconocimiento por parte de la CV cuyo sello oficial certifica en dichas cartillas. Ni la propia CV es conocedora, hasta el momento en que estas líneas se publiquen, de que ya tiene presidente. La que hasta ahora era una organización anárquica y desconfigurada, una gavilla de amigos, tal y como la definió Alejandro; de la noche a la mañana, en una maniobra foránea, orquestada por ilustres caballeros italianos, y desde el otro lado de los Pirineos, se hacía con un presidente, al que desde aquí deseo mayor fortuna en su mandato que al mismísimo José Bonaparte, cuyo gobierno surgió de similares circunstancias. En cualquier caso, con reconocimiento doméstico o sin él, su tarea futura no será nada fácil, dadas las peculiaridades indómitas e individualistas de los cofrades.

 El grupo al completo.

La tercera y última mañana de viaje volvió a amanecer fresca y protegida del sol. Una visita a la oficina del peregrino y a la iglesia de la ciudad, sirvió de preludio al pedaleo. Nuestros visitantes mostraban (ya lo habían hecho la víspera), una especial emoción y sentimiento de asunción del espíritu peregrino y de toda la atmósfera carismática o explícitamente visual que envuelve al Camino. Estaban encantados por ello y completamente “metidos” en su papel. El ambiente matinal se caracterizaba por ánimos de partida y buenos deseos entre los madrugadores peregrinos anónimos. Caminantes y ciclistas, ya fueran con máquinas de carretera o de montaña, se saludaban, animaban e incluso intercambiaban disparos fotográficos para que cada cual pudiera obtener su foto de grupo completo.

 Javier jugando en el pavés de St-Jean -Pied-
de-Port por la mañana.

Pedaleamos por un valle muy frondoso, con exuberante cobertura vegetal y un salpicado de pueblos y construcciones rurales aisladas con evidente aire aduanero. El grupo iba desperezándose y por ello se mantenía más bien roto o desordenado. Pasamos la frontera y al poco tiempo de estar en Navarra comenzamos el largo ascenso al puerto de Ibañeta. Esta subida alterna tramos duros con otros en los que el pedaleo se hace muy fácil y llevadero. Digamos que tiene un formato en escalones, con sucesiones de curvas muy bonitas en las zonas más pendientes. Yo lo ascendí mano a mano con Javier, manteniendo una agradable tertulia, como casi no habíamos tenido ocasión de hacer a lo largo de estos tres días. Al superar el puerto, decidimos descender un poquito hasta Roncesvalles para resguardarnos del frío en el reagrupamiento. Fue un acierto porque nada más penetrar en la vertiente sur el día se mostraba claro y soleado, una mañana preciosa. Un colacao y unos cafés con Luigina y Giorgio, que aparcaban un momento el camión, sellado de credenciales, reunión completa y de nuevo en marcha con la pendiente a favor y un día radiante en dirección a Pamplona. El trayecto comenzó desagrupado en diversas unidades. Así se subió Auritzberri. En su descenso me pegué a la rueda de Bruno, que aquella mañana parecía haberse levantado con eufóricas ganas de rodar deprisa. Juntos enlazamos hasta la base del puerto de Erro y allí cada cual a su paso hasta arriba. La carretera estaba fantástica y el tráfico extremadamente respetuoso, así que nuestros amigos se mostraban encantados con el recorrido. En la cima de Erro nos reagrupamos todos de nuevo antes de descender. Allí ya me instalé una vez más a cola, para cerrar el grupo con cautela, posición que mantuve hasta Pamplona, dando rueda al más rezagado durante algunos kilómetros de llanura.

Javier ascendiendo Ibañeta.

Pamplona recibió a nuestros amigos con toda la población vestida de blanco, arreglada, limpia y con las consabidas pañoletas y fajines rojos. Aún eran los Sanfermines, a dos jornadas de su final, pero con gran ambiente en las calles. Nos detuvimos en el vallado de tablones de entrada a toriles, entre “agentes” de reventa y paseantes. La curiosidad era mutua, pues nuestros compañeros de ruta estaban excitados por encontrarse en medio de una de las fiestas populares más conocidas del mundo, pero nosotros mismos nos habíamos convertido en centro de atención de las miradas de mozos y transeúntes, sorprendidos por nuestros atuendos y bicicletas. Buscando un lugar para comer juntos por última vez, cruzamos calles y plazas céntricas con mucha animación. Javier guiaba delante y la combinación de su arcaica bicicleta, con la chichonera y un inmaculado maillot del Fagor causó furor entre el público reinante. La estampa levantó pasiones y sentimientos de emoción, pasados pero cercanos.

Por las calles de Pamplona.

Comimos muy bien a las afueras, cerca de la Clínica. El almuerzo fue alegre, con chistes, bromas y anécdotas. Con gran felicidad y reconocimiento de mutuo afecto. Aunque sabía a despedida, no fue triste en absoluto, quizá porque todos teníamos el convencimiento de que esos planes, que ya se barruntan para el año próximo, nos parecen realistas y más que probables. Un breve pedaleo más hasta una gasolinera y allí llegó la despedida definitiva. Javier y yo sacamos nuestro equipaje del camión-hogar, y repartimos abrazos y buenos deseos para todos, antes de instalarnos en el coche que de nuevo (Dios mío que entrega), había acercado Isabel. Ellos debían continuar sin demora, el Camino apenas estaba recién iniciado y en una semana deberían llegar a Santiago.

La experiencia fue indescriptible. Con torpeza, una censurable simplificación y sin acercarme siguiera a la intensidad emocional que estos días supusieron para nosotros, en estas líneas he dejado una especie de burdo inventario de nuestra estancia compartida e itinerante con nuestros amigos italianos de la Vacamora. Es una suerte conocerlos y haber establecido una sana relación de ciclismo cooperativo y una rutina esporádica de encuentro que, estoy seguro de ello, ambas partes nos afanaremos por mantener, aunque sea muy de cuando en cuando. Tanta pasión, tanta camaradería y tan buen entendimiento no deberán perderse. En tres jornadas ciclistas, el intercambio cultural de nuestros ciclismos nacionales y el enriquecimiento mutuo en las vivencias, han supuesto mucho más que, en ocasiones, una larga y tediosa sucesión de semanas anodinas. Y aunque esto último es algo suelo conseguir evitar, lo otro, lo de vivir unos pocos días tan potentes emocionalmente, siempre acaba convirtiéndose en un tesoro de recuerdos para toda la vida: Pirineos, amigos italianos, mucho ciclismo y un camión.



1 comentario:

  1. Gran entrada y mejor experiencia. Envidia de la mala!!!!! Fdo: Manu

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