Quiero pensar que aquel jueves,
12 de junio de 1817, hacía un hermoso día en Karlsruhe. No es descabellado ni
caprichoso por mi parte, teniendo en cuenta que aquella localidad, situada al
suroeste de Alemania, viene mostrando datos meteorológicos suficientes como
para ser considerada como la que más (o una de las que más) horas de sol
disfruta al año, de entre todas las de aquel país. Y me gusta imaginar un día
brillante en aquel comienzo de verano porque, poniéndome en el papel del
protagonista principal de esta historia, su osadía, aquella mañana, tuvo que
resultarle aún más placentera y eufórica que si hubiera estado haciendo malo.
Para chubascos o tiempo desapacible ya habían sufrido más de la cuenta un
verano antes, en 1816. Aquel terrible año en el que de hecho,
climatológicamente hablando, no había habido verano, pues durante el periodo
estival, los cielos permanecieron completamente cubiertos, las temperaturas no
remontaron, y hasta las nevadas hicieron acto de presencia. Aunque todo esto
suene a cuento, con tintes de romanticismo centro-europeo, los datos son
reales, están referenciados. Todos ellos hasta ahora, excepto si aquel día
brillaba el sol o no. Pero cuando se cuenta una historia, y más si esta es de
sobra conocida, con la intención de entretener, y no con la pretensión de
ordenarla, registrarla o levantar acta oficial de los hechos acaecidos, uno
ejerce más de juglar o trovador que de documentalista, gracias a lo cual se
puede tomar ciertas licencias. Así que en lo que a mí respecta, aquel jueves en
Karlsruhe no sólo lucía el sol con brillantez, sino que además no soplaba el
viento y la temperatura resultaba de lo más agradable. Y la ocasión era tan
singular, que se hacía merecedora de acaparar todos los detalles adecuados para
hacer de la experiencia una completa manifestación de placer y felicidad. Así
pues, nuestro personaje (Karl Friedrich Christian Ludwig Freiherr Drais von
Sauerbronn; más popularmente conocido como Karl von Drais o bien Karl Drais, según
en qué momento de su vida) seguramente se vistió con algunas de sus mejores
galas de paseo (quizás no de fiesta de gala, pero sí de ese sofisticado estilo
que la aristocracia de la época lucía al pasearse por las calles, y que allí,
más que probablemente, pudiera hasta integrar detalles de corte ligeramente
bávaros o incluso tiroleses), y se encaminó hacia su reto, sacando de su taller
un artefacto, empujándolo mientras lo sujetaba de su manubrio direccional. En
aquel fundamental e irrepetible momento empezaba todo… el inventor iniciaba la
prueba definitiva de la primera bicicleta de la historia. Pero nos estamos
adelantando, pongamos pues un poco de orden. Un poco, tampoco mucho.
Retrato del
Barón Karl von Drais. (Imagen: De desconocido - original painting, Dominio
público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=763145)
Karl Drais fue un interesante
personaje maltratado por la historia por culpa de sus coetáneos y, más que
probablemente, por los intereses de determinadas personas. Por razones que
pronto se hará necesario exponer, su biografía pasó a la historia muy
tergiversada, y sazonada de un tono y contenido que buscaba fomentar una imagen
de ridiculez de su persona. Y así se mantuvo tal percepción, durante más de un
siglo, hasta que gracias al prestigioso biógrafo de ilustres técnicos e
inventores, Hans-Erhard Lessing, la biografía de nuestro estimado protagonista
fue remplazada por otra completamente renovada y basada en procedimientos
documentalistas rigurosos, así como en un acercamiento exento de insidia
parcial.
Nacido en Karlsruhe (Baden), en
1785, procedía de una familia noble aunque no rica. Su padre era un funcionario
y su madre aportaba un título nobiliario, por lo que, a pesar de no gozar de
una destacada posición económica, si que disfrutaban de buenas relaciones y
cierta capacidad de influencia entre los poderosos. Prueba de ello es que el
padrino de Karl era el mismísimo Duque de Baden. Tras un interesante y variado
periplo académico, Drais acabó cursando estudios universitarios
multidisciplinares en la Universidad de Heidelberg. Institución que por su
reconocido prestigio histórico bien merece un paréntesis en nuestro relato.
Heidelberg es una hermosa ciudad
bañada por el río Neckar, que procedente, por ejemplo, de la cercana Tubinga
(además de otros lugares), cruza la ciudad universitaria antes de continuar
aguas abajo hasta desembocar en el curso del Rin. Yo la visité en el año 1991,
cuando recorría Europa sin prisa, con la autonomía que dan una moto de media
cilindrada y unas larguísimas vacaciones estivales. Aunque Heidelberg nos recibió
cubierta de nubes bajas, su centro histórico no nos defraudó. El río, los
puentes, la fachada de un barroco palacio hueco, las calles peatonales
amontonadas, las boscosas y pendientes laderas sobre las que se encaramaban
algunos edificios… todo ello resultaba encantador y apetecible. Hicimos noche
allí, cenamos a gustó y disfrutamos de alguna de sus veteranas cervecerías.
También nos servimos de su funicular para contrastar diferentes perspectivas de
la ciudad. Guardamos pues un lindo recuerdo de nuestro breve paso por allí. A
pesar de sus encantos estéticos urbanos, puede que el atributo por el que más
fama internacional haya tenido Heidelberg a lo largo de toda su historia haya
sido su universidad. La decana de tales instituciones en Alemania, fundada en
1386. Desde entonces, por sus aulas, ya sea en el rol de estudiantes,
profesores o visitantes, ha ido pasando un llamativo listado de personalidades.
Ilustres, diversas y hasta detestables, que de todo ha habido. De igual modo,
el prestigio de la institución ha experimentado sus más y sus menos, con épocas
brillantísimas y algún que otro bache en cuanto a reconocimiento científico
comparado. Y Karl Drais se ha convertido, por méritos más que sobrados, en uno
de esos alumnos que deben ser recordados con admiración.
De entre las numerosas figuras de
la ciencia y el pensamiento que de alguna manera han estado vinculados a la
historia de aquella universidad, me ha llamado poderosamente la atención
encontrarme con sendas referencias de dos eminencias que resultan
imprescindibles para explicar y comprender la evolución reciente del
pensamiento social y político de nuestro tiempo. Me refiero tanto a Hannah
Arendt, como a Jürgen Habermas. La primera (alumna en varias universidad, entre
las que la de Heidelberg ha de ser incluida) es probablemente la filósofa
política más estudiada, referenciada y “utilizada” de nuestra era; asociada a
conceptos como el pluralismo, la democracia directa y muchos otros. El segundo,
que ejerció temporalmente como profesor también allí, puede ser considerado
como el padre de numerosos filósofos brillantes de la actualidad, en especial
preocupados por asuntos como la acción comunicativa, la democracia deliberativa,
además de otras explicaciones e interpretaciones de la actualidad social y
política. Mi limitado conocimiento filosófico me impide adentrarme más en tales
asuntos, pero si mi inocente interpretación de algunas someras lecturas de
terceros no es errónea, sospecho que saltarían bastantes chispas si sentáramos
en una misma tertulia a ambas personalidades. De hacerlo, puestos a dar rienda
suelta a la imaginación, por mi parte también sentaría con ellos a Drais para
debatir. Ya que tal y como él mismo demostraría a lo largo de su vida,
anticipándose muchos años a los otros dos, fue un gran demócrata de pensamiento
y obra, algo en lo que también se adelantó bastante a los tiempos. La imaginada
tertulia se me antoja imposible como espectador, pues aunque la asincronía
entre los personajes requeriría de la utilización de una máquina del tiempo, a
mí aún me parecer fabular más el suponer que yo pudiera disfrutar de tal
encuentro en perfecto alemán.
Heidelberg pertenece al estado
federado de Baden-Wurtemberg, al igual que lo hace Tubinga (que otra vez se
empeña en aparecer aquí) y por supuesto su Karlsruhe (capital del antiguo
estado y ducado de Baden), escenario de gran parte de los acontecimientos que
nos interesan en esta historia que nos ocupa.
Aunque Drais encontró un trabajo
para la administración, enseguida consiguió dejarlo (manteniendo su remuneración)
para dedicarse plenamente a la enseñanza y, sobre todo, a su gran pasión: la
invención tecnológica. Fruto de tal vocación fueron apareciendo, quedándonos
cortos en la enumeración: una máquina para grabar en papel notas musicales
procedentes de un teclado, una máquina de escribir de 16 caracteres, dos
vehículos de propulsión humana de cuatro ruedas, una picadora de carne similar
a la que aún se usa en algunos establecimientos, etc. Su “bicicleta” fue otro
de aquellos inventos, pero no adelantemos su descripción. También una especie
de ferrocarril accionado manualmente y que circulaba por raíles, razón por la
cual aún perdura la denominación germana de Draisina para referirse a ese tipo
de vehículos. La producción creativa de Karl Drais se mantuvo activa a lo largo
de toda su vida, la cual tuvo algunos otros paréntesis, como el periodo en el
que ejerció de topógrafo en Brasil. Y aunque varios de sus inventos gozaron de
cierto éxito y popularidad, no pudo desarrollar la forma de enriquecerse a su
costa por las dificultades que su condición de funcionario imponían a la hora
de compatibilizar la comercialización de sus ingenios, pese a que en ocasiones
fuera incluso reconocido oficialmente con las correspondientes patentes.
De hecho, Drais murió arruinado,
arrinconado y ridiculizado. Tras haber vivido en diferentes lugares como
Mannheim y Waldkatzenbach (además de los ya citados), nuestro barón finalizó su
vida en su Karlsruhe natal. Las razones del maltrato sufrido durante las
últimas épocas de su vida (lo cual incluye hasta haber sido víctima de un
frustrado intento de asesinato) responden, probablemente, a un compendio de
factores que debieron interactuar de forma combinada. Para empezar, como tantas
veces ocurre con las propuestas de innovación más radicales, la mayor parte de
la sociedad de entonces no debía de estar demasiado preparada como para ver con
buenos ojos sus proposiciones, por lo que la crítica popular, y más si ésta era
convenientemente manipulada, debió de mostrarse bastante reacia a dar crédito a
sus artilugios. No cabe duda de que tal reacción resultaba especialmente
conveniente para sus numeroso competidores, así como para diferentes personas,
de aquí y de allá (especialmente en otros países), que pudieran beneficiarse de
que el barón se topase con dificultades para popularizar sus productos. Y por
último, Karl Drais se posicionó políticamente de forma notoria, pues además de
declararse demócrata ferviente y convencido, apoyó la pronto fracasada
revolución de Baden y repudió y prescindió de su título aristocrático de “von”
en 1849. Tal decisión le costaría muy cara una vez sofocada la revolución, pues
aunque los vencedores le perdonaran la vida, su reputación fue maltratada, sus
bienes confiscados y hasta intentaron encerrarlo en un psiquiátrico, tratando
de considerarlo un demente. Un lamentable cúmulo de despropósitos conferidos
por una sociedad incapaz de comprender la visión adelantada de un hombre de
gran categoría intelectual.
Y ya que estamos con cuestiones
relativas a la locura, permítaseme referirme a un paisano contemporáneo de Karl
Drais. El poeta, filósofo, traductor y docente Friedrich Hölderling compartió 58
años de época con el inventor, aunque supongo que nunca llegaran a conocerse,
ni quizás interesarse lo más mínimo el uno por el otro. Hölderling era 15 años
mayor y su vida transcurrió por diferentes universidades, instituciones
académicas y hasta regiones de su común Alemania. Al menos así fue, en lo
geográfico, hasta que el poeta lírico de transición desde el clasicismo hacia el
romanticismo, se trastornó completamente (primero en una versión violentamente
explícita y posteriormente más calmada). Aquel estado de locura le llevó a
acabar viviendo en Tubinga (ahora encaja tanta persistencia) durante 36 años, tutelado
y cuidado por un ebanista y admirador de su obra. Forzar la nota del relato de
esta manera, obedece a un mero capricho personal que tiene que ver con una
lectura reciente. En su breve novela “Pastoral”, el maño Ángel Gracia, narra
una historia de búsqueda de antecedentes familiares mediante un viaje errático
en bicicleta. Y aunque seguramente Hölderling no utilizara jamás una Draisiana,
ni acaso llegara a verla, se ha convertido en un personaje relevante en la
mencionada novela. Su papel, similar al de Confucio, aporta un relato paralelo
y mucha reflexión vital. Si bien la novela escarba muy poquito en asuntos
puramente técnicos, sensitivos o incluso emocionales específicamente ciclistas,
a cambio, ubica toda la trama en un paisaje real que recientemente ha cobrado
cierta importancia dentro del mundillo del ciclismo retro nacional. El
recorrido del viaje novelado coincide, casi completamente, con el que cada año
propone la Marcha Cicloturista Retro Biciclásica Bianchi ¡Ahí queda eso!.
La invención de la Draisiana (la
“bicicleta” diseñada y construida por Karl Drais) debe situarse temporalmente
en medio de su dedicación creativa. Es más que probable que la motivación que
provocó su confección, fue la ambiciosa búsqueda de un medio de transporte
personal que pudiera sustituir la dependencia que en aquella época el hombre
tenía del caballo u otras monturas. Por un lado, concebir un escenario en el
que las personas pudieran desplazarse libremente mediante máquinas
autopropulsadas, a una velocidad igual o incluso superior a las alcanzadas
sobre las cabalgaduras, debía representar todo un reto, además de un sueño,
para alguien tan comprometido con cuestiones tecnológicas y sociales. Pero a
todo ello hubo que añadir un desastre natural sobrevenido, que afectó de forma
muy dura al continente europeo. En 1815, una erupción volcánica del monte
Tabora (en Indonesia) liberó tal cantidad de ceniza en la atmósfera que tanto
el clima como las cosechas se vieron completamente afectados. Aquella fue la
causa de aquel verano invernal antes mencionado, así como de una crisis
continental de comida que afectó tanto o más al ganado como a la ciudadanía,
reduciéndose drásticamente la población de cabezas disponibles para el
transporte, y provocando con ello una importante crisis internacional de
movilidad (y nosotros pensando que somos únicos y pioneros en problemáticas
globales).
Poniéndose manos a la obra, el barón
(que entonces aún lo era), trabajó en dos líneas de verdadera innovación: la
primera, la disposición de dos ruedas en línea. El complemento ideal que provocó que la Draisiana fuera otra cosa, y
por ello sea considerada como la primera bicicleta de la historia, fue que su
inventor la dotara de un mecanismo de dirección accionado mediante un manillar
al que asirse con ambas manos. El conjunto lo formaba pues: un bastidor de
madera con un asiento, dos ruedas de madera de ocho radios y un manubrio al que
aferrarse y con el que poder conducir. Incluso un rudimentario sistema de
frenado por fricción. La propulsión la proporcionaban las zancadas dadas por el
“jinete” contra el suelo, desde la ventajosa posición conferida por el asiento.
De lo que se trataba, básicamente, era de, por un lado aprovechar la inercia de
cada paso, y por el otro evitar desperdiciar energía en hacer ascender el
centro de gravedad del cuerpo. De ahí su nombre original: “Laufmaschine” (máquina de correr). Algún aficionado, como yo, podrá quizás haber accedido
a ciertas informaciones que circulan sobre la existencia previa de una máquina
similar, pero sin mecanismo de dirección, que dieron en denominar celerífero.
Quiero aprovechar este momento para avisar de que tal referencia (como algunas
otras surgidas a lo largo de la descripción histórica de la evolución de la
bicicleta) ha quedado oficialmente desmentida gracias al trabajo de la International Cycling History Conference.
Esquema técnico de la Draisiana de 1817. (Imagen: De Wilhelm
Siegrist (1797-1843?) - Drais' 3-page printed description of 1817 (in public
libraries), dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=727702)
Draisiana ¿original o réplica? pero tal cual era. (Imagen: “Danke Karl Drais”).
El primer viaje documentado en aquel artefacto fue aquel al que me
refería al comienzo de este relato. En él, nuestro entusiasta barón salió de
Karlsruhe en dirección al suroeste, utilizando la mejor vía pública disponible
en aquel momento. Su paseo se prolongó durante unos 13 km entre la ida y la
vuelta, para lo cual empleó una hora, arrojando un resultado de transporte
individual de lo más prometedor. La acogida inmediata fue bastante buena, tanto
en Alemania como especialmente en Francia y posteriormente Gran Bretaña. El
aparato fue bautizado de muy diversas maneras: “Draisina” en Alemania, “velocípedo” (“pies rápidos”) o “Draisiana” en Francia y “hobby horse” o “dandy horse” en Inglaterra. Algo más de un mes después de su estreno, ya
en agosto, Drais anunció que acometería
un recorrido mucho más largo. Partió desde Karlsruhe hacia Kehl para recorrer
51 kilómetros en cuatro horas, hecho que quedó atestiguado por su salida al
medio día y la confirmación de su llegada a las cuatro de la tarde, respaldada
por un agente de la policía. Consultando retales bibliográficos, aparecen otros
itinerarios que no he acabado de certificar, pero que seguramente se
sucedieron. La cuestión es que el mecanismo tuvo su efecto, tanto negativo como
positivo. Prueba de lo segundo es que fuera rápidamente “importado” (como idea)
por otros países. En cuanto a lo primero, una progresiva consolidación de una
fuerte tendencia crítica.
El activista “draisiano” Martin Hange posa junto a su máquina. (Imagen:
Karl-drais.de).
Los principales argumentos esgrimidos por los detractores a la hora de desprestigiar
la invención tuvieron mucho que ver con algunas de las pegas a las que aún
continúan aferrándose bastantes de las personas que hoy en día muestran cierta
aversión (quizás atávica) hacia la proliferación de las bicicletas como
alternativa de transporte. Que si el aprendizaje (entonces) implicaba mucha
dificultad, que si eran muy peligrosas cuesta abajo (muchas de las réplicas o
versiones “piratas” no disponían de sistema de freno alguno), que si resultaban
amenazadoras e invasoras de cara a los peatones (una cuestión aún en caliente
debate en pleno S. XXI) y ¡cómo no! su exceso de velocidad. La verdad es que inicialmente
se dieron algunos accidentes, aunque más por culpa de la total inexperiencia de
algunos usuarios osados, que por el riesgo intrínseco del artefacto. De hecho,
entre sus más pujantes aficionados, abundaban los apuestos caballeros jóvenes,
siempre animados a sumarse a una nueva moda que transmitía prestigio, estar a
la última y representaba una especie de guiño a su competencia ecuestre, trasladada
ésta a un ámbito mecánico y urbano. De ahí lo de “hobby o dandy horse”. Algunos
norteamericanos no fueron ajenos a la movilización de ciertos sectores de la
opinión pública en contra del invento: el Baltimore Morning Chronicle lo veía
como la última prueba de excentricidad europea, afirmando que: “Toda clase
de tontería transatlántica, está visto, es capaz de excitar curiosidad,
independientemente de lo ridícula que pueda ser”. Del mismo desdeñoso modo,
el poeta romántico británico John Keats se refería a aquella primitiva
bicicleta como “la nada (no-cosa) del día”, en una carta dirigida,
en 1819, a su familia emigrada hacia América. En aquella misiva lo calificaba
de moda pasajera y pretenciosa, sin augurarla futuro y considerándola un burdo
sucedáneo de los caballos, a los que por cierto, no sé si tenía gran aprecio,
teniendo en cuenta que su padre, poseedor de una caballeriza, falleció a
consecuencia de una caída desde el lomo de uno de ellos, cuando el escritor
apenas tenía siete años.
Entretanto, para los usuarios
convencidos, hasta llegaron a aparecer complementos como el paraguas (o
sombrilla) y hasta una vela para ser utilizada en condiciones de viento
favorables. En cualquier caso, pronto, la moda por su utilización, como vino se
fue y acabó desapareciendo de las “carreteras” europeas. Conviene imaginar qué
tipo de vías eran aquellas, con qué firme y en qué estado estaban, y las
dificultades intrínsecas que cualquiera podría encontrar al tratar de rodar sobre
ellas con unas ruedas similares a las de un carro.
Sin embargo, podemos considerar
como un caso a aparte el del fabricante de carruajes británico Denis Johnson,
quien en Londres, en el año 1819, inició la producción de una Draisiana
mejorada. Johnson utilizó una horquilla de hierro delante y dos tirantes
igualmente metálicos en la rueda trasera, en sustitución de los rústicos dobles
triángulos de madera de la Draisiana original. La dirección también fue muy
mejorada, llegándose a parecer incluso a las actuales. Está claro que Johnson
también “vio” la proyección futura de la bicicleta. Prueba de ello es que
fabricó artesanalmente una serie de 400 “hobby horse”, diseñó una versión
específica para que las mujeres pudieran utilizarla con los largos e incómodos
faldones de los vestidos de moda victoriana, organizó las primeras
competiciones y hasta fundó una escuela de conducción en el Soho. Allí cobraba
una suma considerable por cada práctica que, con gusto, contrataba la clase
pudiente, ávida de novedades y distinción.
La versión
desarrollada por Denis Johnson. (Imagen: gallery.nen.gov.uk).
Sesión de
monta en la escuela de Denis Johnson en Londres. (Imagen: Westminster City
Council Archives).
Impresión
gráfica de la época: “A new Irish jaunting car” (Un nuevo coche de paseo
irlandés). (Imagen: janeaustensworld.wordpress.com).
De todos modos, el efecto provocado por el invento de Karl Drais se disipó de forma rápida, y con él, la realidad de la bicicleta como objeto de uso humano, ya fuera como opción deportiva, medio de transporte o incluso entretenimiento. De hecho, casi podría asegurarse que la bicicleta (en cualquier modalidad de concepción) desapareció de la faz de la tierra durante aproximadamente medio siglo. Aunque si nos fiamos de toda la información que circula por ahí en relación a la historia de la bicicleta, podríamos pensar que tal afirmación no es del todo cierta, ya que entre el abandono de las Draisianas y la aparición (e inmediata proliferación) de los velocípedos en la década de los años sesenta del S. XIX, en determinados momentos se han insertado referencias sobre ciertos tímidos conatos de tentativas de producción de variantes evolucionadas, las cuales daban a entender que hubo cierta metamorfosis desde la Draisiana hacia el velocípedo de los Michaux. De nuevo el trabajo de la International Cycling History Conference resulta imprescindible y ejerce de reparador de los hechos y demuestra que no hubo tales pasos intermedios. El caso la máquina del herrero escocés Kirkpatrick Macmillan ha quedado desmontado, y la especie de velocípedo creada por el alemán Philipp Moritz Fischer corresponde a una fecha posterior a la inicialmente atribuida[1]
Durante aquel largo periodo de
supuesta desaparición del ciclismo cotidiano activo, surge un hermoso caso que
aporta luz bien documentada y sirve de muestra de que la historia real no
siempre transcurre tal y como demasiadas veces es escrita y estudiada, y difícilmente
se ajusta con precisión a los gráficos, tablas y líneas de tiempo que pretenden
explicarla. Resulta que un médico francés que ejerció su profesión durante
varias décadas centrales del S. XIX, utilizaba con frecuencia una bicicleta de
tipo Draisiana para desplazarse en sus visitas. Se trataba del doctor Marchal
de Lorquin, localidad francesa situada a menos de 150 km al oeste de Karlsruhe.
En una carta firmada, publicada en “Le Vélocipède Illustré”, el 24 de abril de 1870,
el propio galeno da cuenta de su práctica:
“Al editor.
Estimado señor,
He estado utilizando un ‘velocípedo’ [referido
a una draisiana] para mi transporte desde
1854… mi bicicleta no tiene el grado de perfección que puede verse hoy en día
en el moderno equipamiento de este tipo. Mis pies, en lugar de reposar sobre
pedales fijados a la rueda delantera, simplemente descansan en el suelo y son
utilizados para proporcionar propulsión a la máquina. He viajado cuesta arriba
y hacia abajo en este fiel corcel durante al menos quince años, siguiendo sin
distinción carreteras, caminos e incluso senderos, todo ello logrando un
sustancial ahorro en tiempo y en caballos. A menudo he hecho entre doce y
dieciséis kilómetros a la hora; bajando colinas pendientes he ido incluso tan
rápido como un tren expreso. Mis piernas permanecían sobre un soporte doble
cuando era necesario, que además servía como freno. Aún actualmente, a pesar de
mis setenta y cinco años de edad, un viaje de veinte kilómetros no me da miedo
en absoluto y no tiene mayor efecto que un paseo de una hora y media. Cuando
empecé a montar en ‘velocípedo’, ello causó asombro entre la gente, pero no
llevó mucho tiempo obtener su aprobación. Muchas veces, los padres de un niño
ante una emergencia han venido a mí llorando: ‘Es urgente, doctor. Le rogamos
que tome su caballo de hierro. Llegará usted más rápido’. De esa forma llaman a
mi máquina. Debería añadir que no solamente he ahorrado en tiempo y dinero
utilizando este método, también su utilización ha sido siempre para mí una
distracción placentera, un ejercicio recreativo y algo que podría comparar con
patinar.
Dr. Marchal, Lorquin (Meurthe)”.
En un estudio presentado por
Claude Reynaud, se profundiza un poquito en la interesante y peculiar vida de
aquel médico. A través de él se sabe que el médico poseía dos Draisianas muy
similares, y que una de ellas es con la que aparece fotografiado en una especie
de tarjeta de presentación que se ha convertido en un interesantísimo documento
histórico. Su existencia y su evidencia sugieren que no es descabellado pensar
que pudiera haber habido algunos pocos casos similares por diferentes puntos
del continente.
Tarjeta del doctor Marchal, con su retrato sobre una
de sus dos Draisianas. (Imagen: danke-karl-drais.de).
Desde mi personal punto de vista,
el legado del varón Karl Drais es mucho más importante de lo que ya de por sí
se reconoce en la actualidad. La mayor parte de la gente valora su máquina como
el momento de arranque de la industria ciclista, concediendo a la idea un gran
valor, pero enmarcándola casi exclusivamente en el ámbito del desarrollo
tecnológico o industrial. A mí me parece una interpretación reduccionista de la
historia, probablemente provocada por la identificación parcial del
protagonista como inventor, dejando de lado su personalidad completa, en la que
los principios sociales, políticos y con vocación de transformación de la
civilización, fueron más que manifiestos. La cuestión de fondo va mucho más
allá de haber diseñado un modelo primitivo de lo que tiempo después han sido
las bicicletas como objetos. De lo que se trataba, lo que buscó y lo que
encontró (y hubiera quedado demostrado a poco que se le hubiera hecho caso),
fue una nueva y significativa expansión de los límites de la autonomía personal
de movilidad, una vía de popularización, “democratización” y transformación del
transporte humano. En definitiva, una revolución (conceptual y que pudo haberse
implementado como práctica) de la forma de desplazarse y vivir de las personas,
que fuera menos dependiente de los medios animales de locomoción y, por
consiguiente, a medio plazo, del poder adquisitivo de los ciudadanos. Esa
debiera ser la lectura principal de todo aquello. Quizás precisamente por ello,
su relato fuera tan tempranamente adulterado y se haya mantenido emponzoñado
durante tanto tiempo. Puestos a volver a jugar con las dimensiones espaciales y
temporales, tal y como anteriormente hice para planear una ficticia tertulia
entre personajes que habitaron las estancias de la universidad de Heildelberg,
se me antojaría ahora reunir en una misma sala a varios pensadores actuales de
la bicicleta, para que intercambiaran ideas con Drais. No haría falta buscar
demasiado, ya se me han ocurrido cuatro, aunque habría muchos más candidatos
posibles. “La bicicleta eleva la
movilidad autónoma del hombre a un nuevo grado más allá del cual teóricamente
no hay mayor progreso posible; el automóvil, por el contrario, posibilitó que
las sociedades se involucrasen en un ritual de progresiva aceleración
paralizante”; es Ivan Illich quién
habla así, en “Energía y equidad. Los límites sociales de la velocidad”. Marc
Augé (“Elogio de la bicicleta”) podría ser otro de los interlocutores. “Ir en bicicleta entre todo esto – se
refiere al paisaje urbano - es como
navegar por las vías neuronales colectivas de una especie de enorme mente
global. Es realmente una excursión por el interior de la psique colectiva de un
grupo compacto de gente”; ahora es David Byrne quien reflexiona, en
“Diarios de bicicleta”. Y finalmente añadiría a Ben Irvine que en “Einstein y
el arte de montar en bicicleta. Buscando el equilibrio en el mundo moderno”,
teje un tapiz de ideas vitales con hilos de filosofía, zen, bicicleta y
detalles biográficos del genio. Ya sé que la escena es imposible, pero no por
ello he querido dejarla de lado, obras de teatro más atrevidas se han visto, y
estoy seguro que Karl Drais hubiera sido muy feliz con el encuentro.
Homenajes más mundanos, centrados
casi exclusivamente en la cuestión material de aquella bicicleta parida en los
albores del siglo XIX, abundan, y están programados muchos otros. Exposiciones,
publicaciones, construcción de réplicas, marchas conmemorativas, etc. Quizás la
muestra más radical (rayando lo estrafalario) haya sido el largo viaje
completado por el austriaco Walter Werner, que a lomos de una réplica fiel de
la Draisiana original, se dispuso, en 2005, a recorrer todo el trayecto del
Danubio (más de 3000 km). Por otro lado, lo que con el tiempo se ha convertido
en un sordo pero evidente y multitudinario reconocimiento global a la idea
primigenia, ha sido la transformación experimentada en este siglo con respecto
a las bicicletas empleadas para que los niños más pequeños den sus primeros
pasos (esto último es literal) aprendiendo a montar en bicicleta. A poco que
cualquiera se haya informado, empieza a ser de dominio público que lo mejor
para tal proceso es que los menores empiecen pronto, y sin pedales. Esto tiene
todo tipo de ventajas: desaparecen los golpes propiciados por los pedales, se
simplifica la mecánica y su mantenimiento, los chiquillos se hacen autónomos
desde el primer momento, desarrollan su equilibrio mucho antes y además mucho
mejor (incluyendo inclinaciones, coqueteos con la fuerza centrífuga, etc.),
regulan su velocidad y se adaptan mejor a todos los terrenos y pendientes. Y
por si todo ello fuera poco, ven incrementado el desarrollo de su pericia y
competencia motriz en el manejo de vehículos de dos ruedas. El posterior paso
al pedaleo obtiene también sus réditos, ya que es mucho más rápido, surge de la
propia motivación de los pequeños (cuando ven cómo otros alcanzan mayor
velocidad en el llano y en las cuestas) y exime a los progenitores de tener que
deslomarse mientras se agachan para sujetar el sillín de aquel que optó (o le
endilgaron) el método tradicional de los ruedines.
Martin Hange
posa en una de sus múltiples comparecencias en actos conmemorativos. (Imagen: danke-karl-drais.de).
Proceso
artesanal de fabricación de una réplica de la primera Draisiana, realizada por Robert
Rigler (Austria) en 2016. (Imagen: danke-karl-drais.de).
De nuevo
Martin Hange, ahora posando junto a un niño con una de las muy diversas
versiones actuales de Draisianas infantiles, en el Eurobike 2016. (Imagen: danke-karl-drais.de).
En realidad parece que aquel
primer paseo dado por Karl Drais a comienzos de verano no fue completamente de
ida y vuelta. A su regreso, acabó desviándose hacia su casa. Ignoro si calzaba
unas lustrosas botas altas de montar o acaso unas más probables polainas, más
acordes con la benigna temperatura que nos hemos empeñado en imaginar. Seguro
que al alcanzar su hogar exhibía una complaciente sonrisa, muestra tanto de
satisfacción por el logro, como por el efecto de las sensaciones que la
experiencia le debió reportar. Probablemente apoyó su nueva máquina contra
alguna pared de su casa y se sentó a disfrutar del momento, refrescándose con
una cerveza artesana servida con generosidad sobre su jarra de tapa. Yo es lo
que hubiera hecho en su caso, y teniendo en cuenta sus antecedentes
universitarios, no me sorprendería que él hubiera optado por lo mismo. ¡Prosit
Karl, muchísimas gracias por todo!
Jarra de
cerveza procedente de Heildelberg, decorada con motivos ciclistas.
[1] HADLAND,
T; LESSING, H.E.: “Bicycle design: an illustrated history”. The MIT Press,
Cambridge, USA.