“La ejemplaridad es, por definición, una ‘virtus
generalis’ que abraza todas las facetas de la existencia de una persona –
profesional, social, familiar – así como todas las etapas de su ciclo vital. No
llamaremos ejemplar a alguien salvo si ha encontrado, en alguna proporción,
un estilo de vida – un ‘ethos’ – que en las diferentes partes de su biografía
haya triunfado, con mayor o menos intensidad, sobre la vulgaridad de origen.
Aquí no valen artificiosas parcelaciones”.
Javier Gomá (“Ejemplaridad
Pública”)
Vengo barruntando hace tiempo que el concepto original de
deporte (y sobre todo de deportista) que heredamos de la cultura anglosajona,
murió en nuestro país hace tiempo. Algo que personalmente lo considero como una
auténtica desgracia. Me refiero a que a lo largo de las últimas décadas del
pasado Siglo XX y las primeras del actual XXI, varias tendencias sociales en
relación con el deporte parecen haber cristalizado:
·
La desaparición del concepto de sportman.
·
La pérdida de valor y casi erradicación del fairplay.
·
La invasión del profesionalismo y desorientación
de lo amateur.
·
La aplastante victoria del consumo deportivo
(TV, grandes eventos, “objetología”, resultados y revistas o “youtubes”) sobre
la propia práctica.
·
Y la paulatina desaparición del espíritu
aventurero.
No sé si esta entrada va a resultar demasiado extensa,
trataré de ir al grano aún a riesgo de debilitar mis argumentos.
Un sportman, bajo la acepción conceptual británica,
heredada de Thomas Arnold, no se limitaba a referirse exclusivamente a alguien
que practicaba deporte. Suponía mucho más. Definía a alguien que practicaba
deporte y ¡por lo tanto! Era honrado, llevaba una vida sana, ejemplar, honesta
en la práctica deportiva y solía caracterizarse por mostrar una actitud dinámica,
activa, emprendedora y con iniciativa a la hora de conducir su vida. Un repaso
variado por las biografías de muchos de los deportistas de la época muestra
como era corriente encontrar que aquellos, sin necesidad de renunciar a cierta
especialización en alguna modalidad, solían practicar disciplinas muy diversas
y embarcarse en proyectos deportivos muy diferentes, buscando superar retos
personales o de equipo. Ser deportista era una concepción vital libremente
elegida, la cual daba pistas además, al resto de la sociedad, sobre el tipo de
persona con la que se estaba tratando. En la actualidad, nadie sostiene ese
tipo de creencia o percepción cultural. Ahora mismo, un deportista es alguien
que practica deporte, o alguien que compite en algún deporte, o incluso, para
muchos… alguien a quien mediáticamente se le puede reconocer suficiente éxito
de resultados deportivos como para adjudicarle el calificativo de deportista.
Vamos, que nos han ido usurpando un atributo sin preguntarnos. Aún recuerdo
algunas personas (muy pocas, y ya desaparecidas la mayoría) para las que el
hecho de considerarte como un deportista, suponía un adelanto confiado de un
buen juicio de valor hacia ti. Lo mejor de todo es que no era gratuito, ya que
si de verdad eras deportista (al estilo de antes), ya estabas “condenado” de
antemano, a no defraudarlos después.
Los que me conocen bien, lamento repetirme tanto, me han
escuchado decir en muchas ocasiones (públicamente y dentro de ámbitos
formativos) que la sociedad occidental ha sucumbido tanto ante la importancia
del resultado deportivo competitivo, que muchas conductas que objetivamente son
trampas, la opinión pública generalizada las ha asumido casi como gestos
técnicos a reconocer y premiar. El ejemplo más flagrante y demostrativo puede
ser el hecho de simular un penalti en fútbol, y últimamente teatralizar incluso
que se ha sido víctima de una agresión extradeportiva inexistente. Luego nos
quejamos de la cantidad de denuncias falsas que en demasiadas ocasiones invaden
los juzgados civiles y penales con la única intención de obtener algún
beneficio o complicarle la vida a alguien por simple y puro odio. De lo que
trato de hablar es de que el concepto de fairplay (algo que va mucho más
allá del juego limpio, y que incluye una vez más tintes de elegancia social, de
ejemplaridad pública, de conciencia social, de empatía y de muchas cosas más)
parece en vías de extinción. Ejemplos de su ausencia en el deporte que
denominamos de élite, profesional o de alto nivel, los hay a montones, seguro que
todos recordáis sin esfuerzo alguna escena concreta. El problema es que el
efecto multiplicador de tales comportamientos y tendencias de proceder sobre el
resto de la sociedad, es tan fuerte y nos pilla con la guardia tan baja, que
los hace instalarse y extenderse por las canchas infantiles, los partidos de
pádel entre madres supuestamente correctísimas, los solares que albergan
carreras ilegales de coches tuneados y hasta los campos de golf más selectos…
una pena, una lamentable y ruin desgracia colectiva.
Los medios de comunicación de masas se han convertido
actualmente en dos grandes motores (poderes) de la humanidad, a saber, uno
económico y otro de influencia en la creación, y manipulación de la opinión
pública. Lo que podría llevar folios ¡libros enteros! Explicar, voy a resumirlo
brutalmente en pocas líneas. El deporte, por la “bajada de guardia” que supone
recibir noticias e información sobre él (al tratarse de algo inicialmente
lúdico), así como por el carácter épico y legendario de las historias que
genera, se ha convertido a lo largo de todo el siglo pasado, en un yacimiento
de riqueza inigualable para los medios de comunicación, los cuales, tal y como
ha ocurrido con el mundo editorial y sus best-sellers, han comprendido pronto
que establecer un star-system, aumenta enormemente los beneficios
atendiendo a cuántos menos y más famosos “héroes públicos” mejor. Tales héroes,
tras ser barnizados de propiedades abstractas y valores supuestos (lo nacional,
lo destacado, lo popular, lo mágico… lo que sea) sustituyen como abanderados de
la población a los ídolos de las leyendas de la antigüedad e incluso a los
referentes monárquicos, religiosos o políticos de otras épocas. Aún así, con
todo esto no me meto. Sinceramente me importa un pimiento. Para mí cada campeón
tiene en sí mismo, como persona, el valor que tiene, pero por eso mismo creo
que no me uno a las filas de todas las multitudes que adoran a jóvenes
musculosos y espectacularmente habilidosos y especializados en su deporte, y en
todo lo que aquellos hacen aunque sea ajeno al deporte. Por poner un ejemplo:
¿cómo ha de interpretarse el hecho de que un deportista de élite y de fama
mundial que se utiliza (con su acuerdo o sin él) como modelo a seguir por la
juventud y la infancia, incluya entre sus actividades lucrativas
extradeportivas protagonizar campañas publicitarias sobre el juego de azar (el
póker para ser más concretos)? No lo critico a él, critico el actual culto al
éxito, critico que por el hecho de triunfar a nivel de resultados, la opinión pública
dote al deporte profesional de atributos que no tienen nada que ver, de valores
que no tienen porqué darse realmente. Precisamente por ello, y por muchas otras
cosas más, cada día que pasa valoro mucho más el deporte amateur (el que
practicamos todos los que no somos profesionales de ello) que el profesional;
el verdaderamente aficionado (ocioso aunque pueda ser “cañero”) frente al que
se practica como medio de promoción personal; y en este último incluyo a la
indeseable y habitual costumbre de querer que los demás le paguen a uno (o le
costeen) su práctica competitiva personal (aunque sea bueno o regular). Si te
gusta tal deporte practícalo, si se te da bien mejor para ti ¡disfrútalo! pero
no pretendas que el resto de la comunidad te pague los gastos, al final, el que
se va de viaje, se luce, juega, compite y demás eres tú. Tal ha sido la afición
de los últimos y sucesivos gobiernos nacionales a la propaganda deportiva
institucional (desde antes del 88 hasta ahora), que la mayor parte de la
población actualmente interpreta que tiene derecho a practicar, no sólo sin
coste (lo cual es cierto para según qué modalidades) sino incluso
subvencionado, patrocinado o hasta asalariado. Pues me niego, creo que
deberíamos tener educación, sanidad y algún otro servicio o bien comunal
gratuitos, pero práctica de competición no, eso me resulta secundario.
Para bien o para mal (cada uno que lo juzgue como quiera)
vivimos en la sociedad del consumo. El deporte no se ha podido librar de ello,
y tal y como ocurre con todos los ámbitos que se rigen por el consumo (por la
economía), acaba desnaturalizándose (perdiendo su esencia fundacional,
ideológica, humanística…) y transformándose en algo a veces esperpéntico o
completamente diferente a lo que era inicialmente. ¿Cómo se manifiesta la
lógica del consumo en el deporte de nuestros días? Me permito algunos detalles
característicos:
1.
Generando un amplio abanico de bienes (o
servicios) de consumo, que siendo necesarios o no, traten de hacerse deseados o
imprescindibles para cuanta más gente (consumidores) mejor. Más consumidores
supone mayor facturación (directa e indirecta). Ejemplos de esos bienes o
servicios que hoy proliferan en el deporte son: la TV (retransmisiones,
noticiarios, concursos, cotilleos, reportajes… deportivos), grandes eventos
(incremento exponencial de eventos, de aforos, de turismo deportivo a eventos,
de precios…), “objetología” (material deportivo cada vez más sofisticado,
obsolescente, vinculado a la moda, moda propiamente dicha…), resultados (me
refiero a la acusada tendencia actual por la que ya casi hemos pasado a
consumir directamente resultados deportivos: de fútbol, motos, fórmula 1,
Juegos Olímpicos, etc. En vez de atender y disfrutar de ver los eventos en sí
mismos un periodo de tiempo razonablemente amplio), y revistas o “youtubes”
(fuentes de información, imágenes y demás).
2.
De la existencia y crecimiento de todo lo
anterior, surge otra consecuencia completamente razonable desde el punto de
vista de la lógica del consumo, pero irracional para la óptica del deporte en
esencia: la aplastante victoria del consumo deportivo sobre la propia práctica,
o lo que es lo mismo: que cada vez se consuman más bienes o servicios de
consumo relacionados con el deporte, pero se reduzca la práctica real del
mismo. En este sentido me declaro muy practicante y relativamente poco
consumidor (un clásico… je, je, je… “todo encaja”).
Voy acabando (siento tanta extensión hoy). En algunos
aspectos se está perdiendo el espíritu aventurero del deporte original. Hace
muchos años debatiendo con familiares ya dije que en muchos casos estábamos
poniendo puertas al campo. Hablábamos sobre las estaciones de esquí y las
normativas de seguridad, las en ocasiones obsesivas regulaciones, etc. Me
decían que había que evitar riesgos, algo con lo que estoy completamente de
acuerdo. Sin embargo yo resaltaba que una cosa es prevenir y otra convertir un
paraje natural, agreste y extremo (la montaña en invierno a más de 2000m de
altura) en una atracción al estilo de un parque temático. Pretender eso es un
error que tarde o temprano la montaña se cobra (y con razón). Allí, por muy
bien organizado que esté todo, es necesario cierto grado de “seguridad activa”.
El tiempo me da la razón, hace unos pocos días un vendaval imprevisto y salvaje
surgió de repente en Panticosa imposibilitando a la gente el regresar a la
base. Afortunadamente no pasó nada porque pudieron refugiarlos a todos en los
inmuebles superiores, pero ¡faltaría más! Ya apareció por televisión una
esquiadora amenazando por pedir compensaciones (económicas supongo, como buena
consumidora) por las molestias… no sé si dirigidas a la estación, al viento, a
la previsión meteorológica o al maestro armero.
Total que ante la paulatina desaparición del concepto de sportmen,
fair-play, espíritu de aventura, areté griego, amateurismo y
demás principios o valores del deporte que fui asumiendo a lo largo de mi vida,
quizá sea del todo razonable que de vez en cuando me dé un respiro, coja aire y
me sumerja a bucear en la práctica deportiva clásica o retro.