lunes, 27 de junio de 2022

QUEVEDO

“En estos dos últimos años he ido perdiendo vista muy rápidamente. Es sin duda una experiencia dolorosa, pero, en mi caso, es también curioso que ahora veo las cosas del mundo más bellas que en los tiempos en que mis ojos tenían toda su fuerza. Los más exquisitos conocedores de pintura tienen la costumbre de dar un par de pasos atrás para ver un cuadro, y entrecierran los ojos mientras lo están mirando a fin de ponerse en el lugar del pintor. Quizás, después de todo, sea esto lo que los años hacen con nosotros, o por nosotros: sin la menor iniciativa por nuestra parte, nos llevan un par de pasos hacia atrás en la vida y ajustan nuestros ojos a la misma visión de conjunto que había pensado el artista”. (Karen Blixen, “Daguerrotipos y otros ensayos”).

Mi vista empezó a fatigarse hace casi una década. Nada grave ni patológico, puro curso natural del envejecimiento: presbicia o vista cansada. Afortunadamente sigo de gozando de una magnífica visión general, únicamente limitada en las distancias más cercanas, ese rango de aproximado medio metro medido desde mis ojos. Por su culpa, desde que cumplí, más o menos, el medio siglo de edad, tengo que utilizar gafas para leer y acometer algunas otras tareas. Nos son graduadas, sino “de serie”. Habitualmente portátiles, diseñadas para poder llevarlas conmigo a todas partes. Además de tener distribuidas algunas por diferentes puntos estratégicos de la casa. Los lectores de más edad seguro que me comprenden. Dentro de las “portátiles”, en un par de ocasiones he utilizado modelos sin patillas, con montura más o menos elástica, de forma que su puente ejerce un poco de pinza sobre la nariz. No son cómodas, ni demasiado prácticas para leer porque se acaban cayendo, pero, a cambio, son especialmente “portables”. Son lo que coloquialmente se denominan unos quevedos.

Su nombre proviene de una de las características “fisonómicas” de uno de nuestros más famosos y afilados escritores del denominado Siglo de Oro, Francisco de Quevedo, que necesitaba usar gafas, y luce unas de este estilo en el retrato que de él hizo (al menos a él se le atribuye) Juan van der Hamen. Es un buen retrato al estilo de la época. Sobria indumentaria oscura que se funde con el fondo casi tenebroso. Ambos contrastan con un rostro iluminado y bien trabajado.

Retrato de Francisco de Quevedo. (Imagen: wikipedia: Colección Instituto Valencia de Don Juan).

Mi simpatía por Francisco de Quevedo se originó en el colegio, causada por varios de mis profesores de Lengua y Literatura que debían de ser devotos de su obra. Lo digo porque hablaban de él con una admiración centrada en su picardía, carácter contestatario, capacidad creativa y rebeldía. Atributos que, comúnmente, despiertan cierto interés en los estudiantes durante su infancia tardía o plena adolescencia. Aunque apenas me dieron nada suyo para leer, sí que repasaron su estilo ocasionalmente satírico, sus mordaces críticas y su cómico ingenio. Lo mismo que algunos cantautores (como Paco Ibáñez) que utilizaron versos suyos. La seriedad, el sentimentalismo y otros rasgos, que también se dan en su obra, mis profesores los solían explorar directamente en otros autores de su misma época. O al menos yo no conseguí asociarlos entonces con Quevedo. Y por si aquello fuera poco, para colmo, ya me dieron referencias de su fama de habilidoso espadachín. ¡Qué más se podía pedir! Lecturas de tebeos protagonizados por héroes con espadas aparte, las armas blancas de madera, fabricadas por nosotros mismos, fueron juguetes muy habituales durante mi infancia. Espadones medievales, floretes de mosquetero, dagas, etc. Todo ello mucho antes de que los Telediarios, las normativas educativas y las reglamentaciones CEE para los juguetes empezaran a poner coto a la creatividad lúdica de los menores.

Tengo que reconocer que, ya de adulto, la aparición de Quevedo como personaje literario en la serie de novelas “folletinescas” del Capitán Alatriste, de Arturo Pérez-Reverte, sirvió para refrescar o reforzar mi simpatía por el antiguo escritor. En ellas, su actividad esgrimista, gracias a la ficción, se ve expandida y recreada con dinamismo aventurero. Lo mismo que el frecuentar amistades, vino y mujeres (pese a la misoginia que se le reconoce en su vida real), así como el de pugnar mediante escritos o el criticar a la autoridad competente, tantas veces (como ahora) insolentemente incompetente. Pero lo que más: el batirse. Empuñar la ropera y batirse. No a base de mandobles brutales como los caballeros medievales, sino con la finura de los pases y contrapases de las armas ligeras, fintando, proponiendo envites y enlazando ligamentos en busca de la estocada.

Escena de ambiente del Capitán Alatriste en versión cómic. Quevedo en el centro de la misma. (Imagen: macvamp.blogspot).
 

Con el tiempo he ido descubriendo algunos detalles de mi vida que puedo relacionar (modestamente y sin pretensión alguna de aproximación) con Quevedo. La primera de ella es una casualidad toponímica en nuestros orígenes. Ambos procedemos de algún Santiurde cántabro, aunque no del mismo. Que yo sepa, si no se me escapa algún otro, en Cantabria hay dos Santiurdes. El mío es el de Reinosa, de donde era mi padre y donde conservamos una casa familiar. Dicen de la gente de nuestro pueblo que: “Santiurde, el que no la trama la urde”. El origen de Quevedo es pasiego, sus padres eran de Santiurde de Toranzo. Concretamente del barrio de Vejorís.

Cuando éramos pequeños, no se fijar bien a qué edad, repasando apellidos familiares con mi madre, alguna vez nos aseguraba que había un Quevedo entre ellos. Era por parte de mi padre y no demasiado alejado en el orden. Nunca le dimos demasiada importancia ni veracidad hasta que, hace pocos años, me topé, sin buscarlo, con la prueba de ello y la localización temporal aproximada de su “pérdida”. Sabía que Santiurde de Reinosa era un pueblo plagado de Gutiérrez. Ahora, gracias al trabajo recopilatorio e investigador de Emilio Pérez Fernández (“Historia de las familias de la comarca de Cinco Villas”), sé que tal abundancia, en realidad, se corresponde al apellido Gutiérrez de Quevedo. Tal apellido era el más abundante de Santiurde de Reinosa, prueba de ello es que ya en el siglo XVII hay certeza de la celebración de un matrimonio en el que ambos cónyuges se apellidaban así. Por lo tanto, no nos debe de extrañar que el aludido trabajo retrospectivo nos ofrezca varios árboles genealógicos que parten de varones con el mencionado apellido. El que tiene que ver con mi familia se registra en 1768 y genera seis descendientes. El segundo de ellos se casa en 1798 y tiene siete hijos. También el segundo de esa nueva prole contrae matrimonio, en 1844, y tiene tres hijos. Ese momento es clave por dos motivos. Primero, porque aquel hombre, mi tatarabuelo Felipe Gutiérrez de Quevedo, se casó con María Gutiérrez de Quevedo, mi tatarabuela (procedente de otra rama). Lo que duplica mi ascendencia Gutiérrez de Quevedo. Y segundo, porque al saltar a la siguiente generación, por razones que desconozco, sus descendientes, cinco, perdieron la terminación de Quevedo de sus apellidos, quedándose en Gutiérrez Gutiérrez. Quizás fuera algo que tuviera que ver con aspectos normativos. Lo digo porque la desaparición del apellido compuesto se produce igualmente en fechas similares en los ocho árboles genealógicos mostrados en el libro consultado. En cuanto a mi antepasado Felipe, he sabido que era herrero y que supo prosperar porque fue aumentando su patrimonio con la compra de varias fincas. Uno de sus hijos fue el maestro del pueblo vecino, pero, lamentablemente, murió muy joven. El tercero de ellos era mi bisabuelo Juan, comerciante y padre de mi abuelo Toribio. Así pues, ¡soy un de Quevedo extraviado!

Árbol genealógico familiar al que me refiero. (Imagen: Emilio Pérez Fernández. "Historia de las familias de la comarca de Cinco Villas").
 

Otro asunto que me “aproxima” al ilustre escritor es que, recientemente, me he enterado de que sentía gran admiración por Michel de Montaigne. Por sus “Ensayos” y por su pensamiento filosófico. También yo, desde mi modesto entendimiento, admiro a Montaigne, ando hace tiempo sumergido en la lectura de su obra y hasta he viajado para visitar su torre y los que fueron sus viñedos. Quevedo lo menciona y aplaude, refiriéndose a él como Señor de la Montaña, en unas reflexiones filosóficas que escribió en defensa de los estoicos. Sí, escritos satíricos aparte, Quevedo también se mostró filósofo. Y político, grotesco, enamorado… y muchas facetas literarias más.

Todo este asunto de Quevedo ha recobrado actualidad en mi vida gracias a la irrupción de un proyecto educativo muy ambicioso del que me llegó información. Lo han denominado el Áureo Hontanar, que quiere significar algo así como una surgencia o fuente dorada, en alusión a una coincidencia histórico-geográfica. El hecho de que tres de los grandes escritores del Siglo de Oro español tengan parte de sus orígenes familiares en Cantabria: Lope de Vega, Calderón de la Barca y Francisco de Quevedo. Con tan curiosa coincidencia, el IES de Peñacastillo, que entre otros muchos estudios oferta ciclos de formación profesional de hostelería y turismo, se puso manos a la obra (creo que apoyando la idea de uno de sus alumnos) y empezó a trabajar en un proyecto de dinamización turística trienal que conllevase una acción multidisciplinar. Cada uno de los tres cursos académicos estaría centrado en uno de los tres literatos, y el inicio le ha tocado en suerte a Quevedo.

Cártel de la I edición del proyecto educativo El Áureo Hontanar. (Imagen: IES Peñacastillo).
 

Enterado del asunto vía correo electrónico institucional, me apunté con un amigo a una comida en la “escuela de hostelería” del citado centro. Precio simbólico y un “Menú literario” sugerente, tanto desde un punto de vista culinario como histórico. Aquí lo transcribo. Lástima que vuestras mercedes no puedan olerlo y degustarlo:

-          Entradas:

o   Desayuno al gusto de Lope de Vega. “El desayuno favorito de Félix Lope de Vega eran torreznos asados con vino blanco de Valdeiglesias. Hemos sustituido este último por vino de Rueda”. Presentado en tosta con crema inferior.

o   Ensalada Piramidal. “Érase un hombre a una nariz pegado… érase una pirámide de Egipto”. F. de Quevedo. Ensaladilla con langostino.

-          Primer plato:

o   Berenjenas rellenas de queso de Cantabria. “Sabañón garrafal, morado y frito”. Rellenas también de hebras de carne, etc.

-          Segundo Plato:

o   Duelos y quebrantos nadadores. “Unos huevos y torreznos / haz que para una viuda cuitada, / triste y mísera viuda, / huevos y torreznos bastan / que son duelos y quebrantos”. P. Calderón de la Barca. Salmón con salsa, hierbas, granadas y la piel gratinada crujiente (exquisito).

-          Postre:

o   Tejas quevedianas y letuario. “Es mi casa solariega / mucho más que las otras, /que por no tener tejas / le da el sol a todas horas”. F. de Quevedo. “Traen otro del gobierno / del mundo y sus monarquías, / mientras gobiernan mis días / mantequillas y pan tierno: / y las mañanas de invierno / naranjada y aguardiente / y ríase la gente”. L. de Góngora. Crema inglesa sobre natillas, hilos de naranja amarga caramelizada y frutos secos del bosque (mezcolanza inevitable y deliciosa).

-          Pan de centeno, tinto crianza rioja y café.

Al final de la comida, una pareja de alumnos (chica y chico), en representación de todos los implicados en el proyecto, nos dieron cumplida información de lo que se traían entre manos. Fundamentalmente, la celebración de un congreso sobre la figura de Quevedo, complementado por un generoso catálogo de actividades de ocio y cultura, enriqueciéndolo a lo largo de su celebración ¡Me inscribí! ¡cómo no!

El programa constaba de tres jornadas con varias conferencias cada día. El primer día me lo perdí por motivos laborales irrenunciables, pero asistí al resto de intervenciones. La sede, de por sí, ya merecía la pena. Estaba a la altura del homenajeado. El monasterio de Nuestra Señora del Soto, en Soto Iruz. Un complejo edificado en piedra, con claustro y todo, que incluye una iglesia de estilo gótico (menos frecuente en nuestra región) con una característica torre con forma de prisma octogonal rematada en plano horizontal. La iglesia es elegante por dentro y por fuera. Por el exterior la había visitado en anteriores ocasiones. Dentro, al menos una vez, en la celebración de unos esponsales, que no es lo mismo que una boda, cuestión que nos fue explicada en la misma ceremonia.

Monasterio de Nuestra Señora del Soto. Detalle de la torre desde el claustro.

El conjunto desde el exterior.

Átmosfera ideal para escuchar hablar sobre Quevedo.
 

El primer conferenciante se llamaba Alberto Montaner Frutos. Abordó un asunto singular: la relación de Quevedo, y su aproximadamente calculada fecha de nacimiento, con su carta astral, así como su posible actitud con respecto a la astrología. Según el experto, la astrología y la astronomía andaban integradas en aquella época. A cambio, dentro de lo puramente astrológico se podía distinguir entre la rama natural (más admitida y elucubradora del clima y del desarrollo natural de las personas, sus enfermedades, etc.) y la judiciaria (centrada en las cartas astrales y adivinatoria; que estaba prohibida por bula papal y considerada como herética). Sin entrar en detalles sobre la conferencia, que fue amena, pero trataba un tema por el que no tengo interés, sí diré que se nos aseguró que Quevedo era más bien escéptico con respecto a la astrología, “afiliándose” a la tendencia de rechazo epistemológico y moral que la consideraba como una ciencia fallida, una superstición, etc. Lo cual no significa que dejara de jugar con ella en alguno de sus textos.

Ignacio Arellano, hombre de cierta edad, delgado y muy activo de palabra, dio cuenta de la versión caricaturesca de Quevedo en relación con el poder. A mi parecer se mostró ambivalente en su posicionamiento: admirador y con simultáneo reproche respecto a sus excesos, maldad y falta de empatía, pero siempre, y esto supone un gran valor para su comunicación, explicándolo todo de modo contextualizado. Y es que parece que hay intérpretes de su obra que no aciertan a ajustar determinados factores de realidad histórica que resultan imprescindibles para comprenderla y valorarla adecuadamente. Según Arellano, en el Siglo de Oro, la gente acostumbraba a reírse de lo deforme, feo, fallido, etc. Era una actitud socialmente arraigada. La época mostraba un talante agresivo hacia los demás. El concepto de lo grotesco estaba afianzado y cultivado. Su origen lo podemos buscar en la pintura grotesca (fantástica y mezclando lo animal con lo vegetal y humano), generadora de disarmonía y deformidad. También abundaba la caricatura, y se trataba de propiciar una risa incómoda, violenta o satírica. Quevedo lo hacía, pero no era el único, aunque eso sí, cuando de ponía a ello… le sobraban ingenio y dotes, podía mostrarse hasta subversivo. El “Discurso de todos los diablos”, “Sueño del infierno”, “La hora de todos”, “Leyes bacanales de un convite” o “Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu” son obras en las que pueden encontrarse constantes ejemplos de lo allí explicado. Por cierto, parece que don Francisco tenía especial ojeriza al poderoso cardenal francés. Roperas o floretes aparte, nueva coincidencia, en este caso con los famosos protagonistas de ficción creados por Alejandro Dumas.

La primera jornada culminó con la conferencia de un entusiasta Carlos Mata Indurain centrada en “Las necedades y locuras de Orlando enamorado”. Por lo visto, una parodia de los grandes poemas caballerescos, tan cómica como de difícil lectura desde nuestra perspectiva actual. La trama se sitúa en la corte de Carlomagno, con rivalidades entre caballeros cristianos y musulmanes, y supuestos rasgos caballerescos y de amoríos sublimes en plano idealista, que Quevedo se encarga de degradar al máximo, empleando recursos como la animalización y transformando un convite en un banquete grotesco. Lo carnavalesco, una especie de poner el mundo del revés, y lo burlesco colonizan la obra. La ponencia también nos explicó que las guerras de ingenio eran comunes y propias de la época. Los autores se fajaban y entraban al trapo, tratando de alardear de su pericia verbal y su ingenio creativo, alimentando un casi permanente estado de rivalidad. Era algo común a todos ellos, una especie de batirse sin sangre y sin aceros. Quizás una suerte de esgrima dialéctica. Aunque la creencia popular siempre nos muestra a Góngora como diana principal del odio de Quevedo, los expertos allí reunidos nos dejaron claro que el principal rival de Quevedo fue Ruiz de Alarcón. Una enemistad, por cierto, compartida por Lope de Vega, el propio Góngora y algunos otros escritores a los que caía mal aquel moralista procedente del Virreinato de Nueva España.

El primer día de conferencias me supuso, en cierta medida, una especie de viaje al pasado docente. Aunque no totalmente, el estilo comunicativo de los ponentes fue muy clásico, casi en vías de extinción, al menos en los ámbitos académicos en los que llevo moviéndome las últimas décadas. Las conferencias fueron total o parcialmente leídas. Bien leídas, bien entonadas y transmitidas, pero, efectivamente, leídas (a excepción de la primera). No es una crítica, sino un mero detalle descriptivo.

Cada jornada, además de las conferencias, el proyecto, que era ambicioso, completo y multidisciplinar, proponía excursiones temáticas, ocio hostelero por los bares de Santiurde de Toranzo y otras localidades, y algunas actividades culturales más ligeras. Me lo perdí casi todo porque aquellas fueron unas fechas de hiperactividad comprometida para mi agenda. Además de un recital de poesía y un concierto de música de la época celebrada, hubo una propuesta a modo de guiño entre el pasado y el presente juvenil: una “pelea de gallos” de estilo rapero con temática “quevediana y gongoriana”. Aunque no puedo dar cuenta de ello, considero que la idea es más que acertada y sigue siempre siendo bueno que las letras sustituyan, en el batirse, a las estocadas y cortes metálicos reales.

Me quedan un par de conferencias que comentar. Ambas fueron al día siguiente. La primera de ellas tuvo poco que ver con Quevedo, aunque partió de un asunto relacionado con él. El empeño, por parte de instituciones, entidades o personas, por querer situar geográficamente y de modo concreto (las tendencias actuales lo denominan marcar la localización o ubicación) las casas familiares de personajes importantes o históricos, en este caso los tres escritores del Siglo de Oro con orígenes cántabros. Según Miguel Ángel Aramburu-Zabala, especialista en patrimonio histórico, las “localizaciones” actuales no se corresponden con las que debieron ser sus casas familiares reales. La de Lope de Vega pudiera estar relativamente cerca de donde la sitúan; la de Calderón no, pues sus orígenes se antojan más próximos a Reinosa; en cuanto a Quevedo, ya escribía él que de la casa no quedaba más que el solar (muy “soleado”). Que nadie espere que le mantenga debate alguno al respecto porque no domino esta materia en absoluto. En ese aspecto únicamente transmito.

Alejada completamente de la vida u obra de Quevedo, esta conferencia me gustó muchísimo, me interesó igualmente y además me enseñó otro tanto. Según el docto ponente, conceptos y denominaciones como la “Casona” en Cantabria, el “Caserío” vasco o el “Pazo” gallego, no tienen la antigüedad que les presuponemos, sino que fueron generados como estrategias de “relato” en épocas del romanticismo y su habitual derivación sociopolítica-cultural regionalista. En concreto, lo de la casona de por aquí fue responsabilidad de José Mª de Pereda. ¡Eran casas, no casonas! En algunos casos “casa fuerte”, “casa alta”, “casa torre”, “casa solar” u otras variantes. Más importancia ostentaba si era “casa de solar conocido”, y máxima distinción si llegaba a “casa de mayorazgo”. La casa familiar era importante como prueba de nobleza, ya que ser noble (y poderlo demostrar) implicaba algunos privilegios civiles y legales. Tal es así, que muchas casas de aspecto imponente se construyeron para eso, como emblemas o pruebas de origen, sin que algunas llegaran a ser habitadas jamás. Por otro lado, como prueba, hasta el solar servía si era conocido. También muchas eran copias reducidas de palacios de la corte. Todo este fenómeno fue muy común en el norte de la Península, incluido el norte castellano. La conferencia dio mucho más de sí. Tanto, que fue en la que más apuntes tomé. Pero no hay que preocuparse porque son de uso personal y no voy a castigar a nadie trasladándolos aquí.

Peculiar orador (algo actor en el fondo) fue el siguiente erudito en intervenir: Pablo Jauralde Pou. Entretenido al comunicar, profundamente conocedor de la materia, mesurado en el contenido y… bastante quisquilloso, nos habló sobre sus viajes de indagación siguiendo la pista del testamento de Quevedo. Casi un “thriller” detectivesco sin asesinatos. Confirmó el origen pasiego del autor, asegurando que entre sus papeles había una gran cantidad documentos relacionados con propiedades y lugares del valle de Toranzo, y que el propio Quevedo se consideraba a sí mismo como oriundo de esa tierra. Sin embargo, su señorío personal, algo que finalmente consiguió tras una intensa vida de tiras y aflojas cortesanos, fue el de Juan Abad, con su “torre” y todo, aunque muy modesto y, como él decía, entre Andalucía y La Mancha. Allí se fue a vivir sus anteúltimos días, ya que los últimos, tan mal se vio, que se trasladó con los frailes a Villanueva de los Infantes, para tener botica y médico cerca y para, de paso, poder charlar con los religiosos, muchas veces en griego o en latín. Del asunto del testamento se nos fue informando a ratos, a medida que la conferencia y su protagonista iban jugando con nuestro ánimo, atención e intereses. Al respecto de esto último, hubo tres tipos de bienes del legado sobre los que me hubiera gustado haber sabido más: una biblioteca anotada, el manuscrito “perdido” (pero existente y que según Jauralde no tardará en aparecer) sobre el Duque de Osuna y, sus armas de caza (que me quedé sin saber cuáles y cómo eran).

Con la motivación activada por todos estos asuntos, y en época infinitamente más receptiva para ello que la infancia o la juventud, me agencié un ejemplar de “El Buscón” y me he puesto a leerlo. Es corto, pero de obligada lectura pausada porque no hay renglón ni expresión que desperdiciar. Quevedo no reconocía su autoría, pero no hay dudas al respecto, como tampoco de que lo escribió bastante joven. No fue el único aprovechamiento posterior al congreso ya que, una tarde, a la salida de las conferencias, en una esquina de amplias losas de piedra por pavimento, entre las puertas de acceso al claustro y el arco de entrada de la iglesia, bajo la torre octogonal, asistimos a una entretenida representación de esgrima histórica teatralizada por dos especialistas bien engalanados, “arbitrados” por un fraile apaciguador poco convincente en el intento de refrenarlos, otro que apareció luego y una monja retranqueada que acabó poniendo a los tiradores en su sitio. El asunto que se dilucidaba en el duelo era la supuesta superioridad de un estilo de esgrima sobre otro. Por un lado, la “destreza verdadera”, propia de hidalgos y nobles, más académica y formal; por el otro la “vulgar”, más frecuente en escarceos callejeros. Uno de los duelistas portaba una ropera clásica de cazoleta. El otro una de lazo. Ambos, en algunos lances del encuentro, vizcaínas como armamento auxiliar. Cuando hace meses estuve en Toledo, participando, entre otras actividades, en un taller de fabricación artesanal de espadas, a punto estuve de encargar una espada ropera grabada con la leyenda Gutiérrez de Quevedo. No es que tenga intenciones de reivindicar legalmente la parte del apellido que se perdió, ni se me pasa por la cabeza emplear mi tiempo es esas cosas, pero, puestos a jugar, que para eso sería la ropera, pues jugar del todo.

En pleno lance.

Quizás al final tenga que hacerlo (encargarla con o sin leyenda) ya que, si algo práctico saqué de todo este asunto, fue el contacto con el grupo que se dedica a la esgrima histórica, el cual, para mi fortuna, practica relativamente cerca de mi casa. Tercio Norte tiene por nombre. Aparte de la vistosidad de su demostración, y de refrescarme mi afición a la esgrima (en esta ocasión desde una perspectiva más histórica que deportiva), el maestro de ceremonias del duelo nos dio algunas pistas interesantes. Una de ellas fue la referencia de Francisco Lonrenz de Rada y Arenaza (1660-1713), Marqués de las Torres de Rada. Su biografía sitúa su nacimiento en Laredo, aunque su título hace referencia a Rada, localidad de la Junta de Voto, en cualquier caso, bastante próxima a Laredo. Fue militar de carrera, forjada en la infantería de la Armada, y desempeñó cargos importantes en las Américas. Según se nos comentó, fue un espadachín de indiscutido reconocimiento, un tirador imbatido, autor de un prestigioso tratado denominado “Nobleza de la espada” (1705), un completo y ambicioso compendio sobre la destreza verdadera. Polemizó por escrito con Diego Rodríguez de Guzmán por el asunto de las destrezas, entrando también al trapo un tal Santos de la Paz.

Muestra de una página del tratado de Francisco Lorenz de Rada. (Imagen: iamafencer.tumblr).
 

Como vemos pues, la pugna por sobreponer una destreza sobre otra no debió de ser asunto baladí. Se sostuvo cruzando aceros y esgrimiendo plumas para componer tratados. En el fondo, los tiradores que recrearon aquella escena para nosotros no estaban sino proponiendo una muestra seria de la discordia. Una riña que, caricaturizada o satirizada, ya nos propone Quevedo en “La Vida del Buscón”. Concretamente en el Capítulo 1 del Libro Segundo, cuando el protagonista Pablos, yendo de viaje, se topa con un hombre practicando, en medio del campo, una especie de danza o coreografía corporal sin música. Un conjunto de gesticulaciones que mi memoria cree recordar rígidos, algunos circulares, poco naturales y otros de ellos “circunflejos”. Se trataba de un “diestro verdadero” ejercitándose con movimientos plasmados en un libro titulado “Grandezas de la espada”. La escena era una parodia sobre un texto de idéntico nombre que Luis Pacheco de Narváez ya tenía publicado. Parece que el propio Quevedo, en la vida real, ya se había encontrado con el autor, consiguiendo desarmarlo y ridiculizarlo. En la novela, el “diestro verdadero” es devoto de una esgrima exageradamente teórica e incluso geométrica:

“Eso […] era que me ofreció una treta por el cuarto círculo con el compás mayor continuando la espada, para matar sin confesión al contrario, por que no diga quién lo hizo, y estaba poniéndolo en términos de matemática. […] Con esté compás alcanzo más y gano los grados del perfil; ahora me aprovecho del movimiento remiso, para matar al natural; esta debía de ser cuchillada y este tajo”.

La escena culmina con un conato de combate entre un “diestro” vulgar, armado con espada, y el teórico de los ángulos huyendo, mientras hace que se defiende con un cucharón y mucha palabrería.

Hace pocos años, no sé si como regalo de Reyes o por algún cumpleaños, recibí un cómic muy bien trabajado. Un volumen grande y grueso, de tapa dura con excelentes dibujos y rocambolesco guion. Me gustan los cómics (o la novela gráfica). Me encantaban de niño y seguí siendo un gran aficionado durante mi juventud. Hace mucho que bajé radicalmente el pistón, no por falta de afición e interés, sino de tiempo para estar al corriente. Pero claro, cuando alguno llega a mis manos, doy cuenta de él. El aquí referido se titula, nada y más y nada menos, que “El Buscón en las Indias” (Alain Ayroles y Juan Guarnido. Norma. Barcelona, 2019), y cuenta la supuesta historia del Buscón a partir de donde la deja Quevedo: embarcándose el protagonista hacia las Indias. Bien documentado, contextualizado y dibujado, se trata de una aventura trepidante, pícara y engañosa.

Portada de "El Buscón en las Indias". (Imagen: normaeditorial).

 

De jóven también hacía mis pinitos dibujando. Este iba a ser uno de los personajes de un cómic con mucha esgrima, inspirado en ciertos detalles de las letras de algunas canciones de Jethro Tull.

Todo este asunto de Quevedo me ha divertido y entretenido. Y me ha permitido volver a viajar. En esta ocasión más en el tiempo que en el espacio, pues casi todo estaba cerca. Un viaje temporal en el que, en cualquier caso, sigo reconociendo a mi país, su cultura, parte de su talante, males y bondades. Ahora, aprovechando la ocasión, tan solo me queda batirme, o al menos volverlo a hacer, aunque sea de forma civilizada y sin sangre, protegidos ambos contendientes y sin saber de antemano si me decantaré por una destreza vulgar o verdadera. Ye he empezado a hacerlo, en mi primera visita al Tercio Norte, donde me recibieron bien, pero no dejaron de asestarme cortes, estocadas y reveses. Es lo que tiene el batirse, que a uno lo ponen de inmediato en su sitio. Muy divertido y agotador, volveré.

domingo, 19 de junio de 2022

CUATRO CAMINOS (nuevo libro)

Bastante tiempo después de haberlo terminado, ve la luz un nuevo libro. Lo escribí recuperando vivencias de cuatro viajes temáticos en los que me embarqué en diferentes épocas de mi vida, pero que se desplegaban por un territorio parcialmente común. El proyecto de integrarlos en una misma obra hacía mucho que me rondaba por la cabeza. Antes incluso de empezar a escribir en este blog. Pero claro, entonces me faltaba por realizar alguno de los viajes, así que siempre posponía la idea. Además, tampoco tenía tan desarrollado mi hábito de escribir. Más tarde, con el paso de los años, encontré tiempo y ganas para hacerlo. Completé el viaje que faltaba e incluso repetí alguno de los otros, y un día, sin esperar más, me puse manos a la obra para escribir “Cuatro caminos”, el libro que presento aquí.

Se trata de un libro de viajes. Mi primer libro de viajes. Sobre tales temas he escrito bastantes entradas en este blog, pero nunca había decidido afrontar el reto de completar un verdadero libro al respecto. Un concepto más amplio y completo. En realidad, el hacerlo tiene cierta lógica, pues la literatura de viajes es un género que me apasiona desde hace muchísimo tiempo como lector. Leo bastantes libros sobre viajes. Tanto obras contemporáneas como relatos ya añejos y clásicos. Disfruto con ellos, me aportan ideas para viajes propios futuros y, a menudo, me acompañan como lectura contextualizada en mis propios viajes. Y ahora, una vez vivida la experiencia de escribir mi propio libro de viajes, puedo confesar que me he sentido cómodo al hacerlo, que he disfrutado mucho en el empeño y que he aprendido bastante. Y es que, por mi particular método de escritura (y sobre todo investigación), aprendo mucho mientras escribo, sobre todo al documentarme. Una actividad que cada día me aporta más placer. Pero aún le he encontrado una ventaja más al proceso. Hasta ahora siempre opinaba que disfrutaba cada viaje en tres fases o periodos diferentes: durante la ilusionada preparación del mismo, a lo largo del propio viaje y, finalmente, con el recuerdo y rememoración de las vivencias. Al escribir un libro de viajes se genera una cuarta fase que integra la recuperación y ordenación del material recopilado durante su realización, la indagación de fuentes relacionadas y la redacción de todo ello. El viaje queda como archivado, custodiado y completado en una especie de producto que puedes revisitar de vez en cuando. Inventariado.

“Cuatro Caminos” obtiene su título de cuatro rutas que en algún momento se cruzan entre sí en diferentes puntos. Son viajes cercanos a mi domicilio, pero no por ello faltos de interés. Ni pueden presumir de exotismo, ni de dificultades aventureras sofisticadas o de grandes logros. Sin embargo, algunos resultan algo originales, todos tienen un importante bagaje de contenido histórico o cultural y, de nuevo los cuatro, pueden ser considerados como temáticos o conceptuales, es decir, parten de un algo que los define o los justifica.

El texto sigue un esquema narrativo que se repite, más o menos, en cada uno de los viajes. Parte de una explicación preliminar sobre el concepto de ese viaje. Esto incluye su denominación, su sentido, sus características, etc. Luego se repasa un poco la historia del viaje, ruta, recorrido o, en un par de casos, infraestructura que lo configura. Solventado todo el asunto cultural o divulgador, llega la narración de mi propia experiencia viajera, en una especie de diario de viaje, recuperado siempre del original de cada realización. Es esa la parte más personal y vivencial. Todos finalizan con algunas lecturas recomendadas y brevemente comentadas, con la intención de que el lector pueda ampliar el "viaje" por su cuenta o, incluso, si se animara a replicarlo realmente, para que las pueda llevar como lecturas de compañía. Insisto en que esta especie de guion u ordenación estructural se repite cuatro veces. Una por cada viaje.

¿Y cuáles son los viajes? Paso ahora a enumerarlos. El primero se titula “El Hullero”. Se refiere al Ferrocarril de la Robla o Transcantábrico, como también se le denomina. Una línea férrea que va desde Balmaseda (Vizcaya) hasta La Robla (León), dando puntadas entre la Cordillera Cantábrica y La Meseta. El viaje lo acometí en bicicleta por carreteras secundarias, en solitario y con alforjas. De este a oeste en bicicleta, para regresar en el tren, objeto protagonista del viaje. Su construcción, la peculiar frontera natural que genera su recorrido, la olla ferroviaria y muchas cuestiones más son abordadas durante la narración.

Ribera sur del embalse del Ebro. Advertencia: el libro no incluye fotos.
 

La segunda singladura recorre el Canal de Castilla en piraguas. Lo hice en grupo muy reducido, tres personas en dos embarcaciones, navegando de norte a sur. La primera etapa por el Pisuerga, partiendo desde cerca de Mave. Una vez alcanzado Alar del Rey, recorrimos todo el Ramal del Norte completo hasta El Serrón, y continuamos por todo el Ramal de Campos hasta la dársena de Medina de Rioseco. Las esclusas y su “negociación” se convierten en una constante a lo largo del recorrido, pero el relato incluye mucho más.

"Negociando" una esclusa del Canal de Castilla (Imagen: Javier).
 

El tercer peregrinaje es a pie. Y, efectivamente, se trata de un peregrinaje, ya que busca alcanzar el monasterio de Santo Toribio de Liébana (cerca de Potes) con ocasión de año de jubileo. La propuesta se desarrolla completamente al margen de las ofertas institucionales, es más montaraz y persigue andanzas de algunos escritores de antaño. El camino parte de Galizano, en la costa de Cantabria, e incluye un par de “saltos” en transporte público. Uno en “lancha” y otro en “cercanías”. El resto, todo caminando por las montañas y sin casi pisar el asfalto. Aunque el viaje se acomete en solitario, se perciben reminiscencias de un par de ocasiones anteriores en las que se realizó con compañía.

Mirando hacia atrás, camino de Liébana.

La última parte está centrada en La Ruta de los Foramontanos. Un concepto histórico con el que nació la repoblación de la Península tras la invasión musulmana. Aquello supuso un éxodo de norte a sur y encaminado por múltiples rutas paralelas. El libro la acomete en sentido contrario, para que el final premie con un prolongado descenso hacia el mar. Y lo hace por el trazado más literario de todos. Recorre parte de la Meseta, atraviesa la Cordillera Cantábrica y se adentra valle abajo en Cantabria. El viaje se realiza en bicicletas de montaña, alternando algo de asfalto (lo menos posible) con pistas forestales o campestres no pavimentadas. Otra peculiaridad es que se trata de un viaje escolar. El viajero guía a un grupo de adolescentes al final de un curso en un instituto.

Pedaleo estudiantil por la Meseta

El libro incluye cuatro dibujos decorativos sencillos y cinco mapas. Todo ello realizado a mano alzada. Los mapas en formato de croquis. Uno trata de ofrecer una visión integral de los cuatro caminos, mientras que cada uno de los otros cuatro muestra el recorrido de cada viaje. Lo de los dibujos ha sido divertido. De niño, adolescente y joven, dibujaba mucho. Siempre en tinta china y a mano alzada. Esto ha servido, en cierto modo, como recuerdo de aquella época, y reconozco que, como dirían en Asturias, me ha prestado volver a hacerlo.

 

Un ejemplo: croquis del viaje por el Canal de Castilla
 

Para aquellas personas que se animen a su lectura, espero que esta les guste y entretenga. Los viajes aludidos merecen la pena. Viajar es un apasionante modo de disfrutar de la vida, no siempre más lejos es mejor. Las proximidades tienen mucho que ofrecer. Las nuestras y las demás. En el fondo, todo territorio es próximo a algún lugar.

Me permito un apunte “comercial” para aquellas personas interesadas en la compra de este u otros libros. Mis últimos tres libros (“Metiendo cantos”, “Homo Skater” y “Cuatro Caminos”) los he publicado con una empresa de “autoedición”. Lo pongo entre comillas porque no lo es exactamente. Hace años sí que publiqué algunos trabajos en otra editorial en la que el autor se hacía casi todo: incluida la maquetación, selección del tamaño, portadas, etc. Ahora es distinto, aporto el texto y ellos maquetan, diseñan el libro, sus tamaños, etc. Y, además, en cierto modo, distribuyen y comercializan la obra, algo a lo que (sinceramente) no le dedican mucho empeño, salvo el de algunas operaciones automáticas. El autor corre con todos los gastos. Teniendo en cuenta que estas publicaciones responden a un interés personal aficionado, no hago esfuerzo alguno por encontrar editorial como tal. Si alguna vez surge alguna, bienvenida sea, pero no me apetece nada tener que andar peleando, suplicando, insistiendo, etc. Por encontrarla. Con estos tres títulos he ido aprendido varias cosas. La primera, a hacer tiradas propias muy cortas, aunque el libro se pueda servir infinitamente a través de la “empresa editora”. La segunda, que el negocio de los libros tiene unos entresijos bastante peculiares, y que la mayoría de los lectores desconocemos. Lo pongo en cifras aproximadas por si le sirve a alguien a la hora de cambiar sus hábitos de compra de libros:

  • Si alguno de mis tres libros me lo compran a mí directamente (de ese limitado número de ejemplares que he encargado), me llevo el 100% del precio de venta (no olvidar que antes he costeado la tirada completa). Es lo más ventajoso como autor, si vendes la mayor parte de lo encargado, recuperas el dinero gastado. Esta es la mejor opción para compradores conocidos y cercanos. Trato directo, quizás conversación y, si se desea, dedicatoria.
  • Lo segundo más ventajoso como autor es que la gente lo adquiera en librerías físicas, aunque en mi caso la ventaja solo es aplicable a “Metiendo Cantos” (en ese caso encargué una tirada más amplia, reservando ejemplares en depósito editorial para que pudieran ser solicitados desde librerías). En los otros dos títulos no lo he hecho, así que, si alguien lo compra a través de una librería se lo imprimen a demanda y para el autor se convierte en venta del siguiente tipo. Sin embargo, por este medio (haya planeado reserva de libros impresos o no) la librería se beneficia de (aproximadamente) un tercio del precio de venta. Está es la segunda mejor opción porque contribuye a la sostenibilidad de las librerías, algo que considero fundamental.
  • Si la compra es a través de la comercializadora de la empresa editorial (en mi caso: https://libros.cc/Cuatro-caminos.htm), el porcentaje de ganancia del autor es muy bajo, creo recordar que no alcanza la décima parte del precio del libro (salvo en el caso de las versiones “electrónicas” en las que, pese a que el precio de venta es mucho menor, el porcentaje para el autor sube rotundamente). Esta sería entonces la tercera mejor opción. La preferible, junto con la anterior, para lectores desconocidos o físicamente alejados de mi lugar de residencia.
  • Y luego está la última opción, la que la mayoría de los consumidores utilizan, la compra a través de grandes plataformas comerciales generalistas o editoriales. Es la más cómoda para el comprador, pero la más sangrante para los editores y, sobre todo, los autores (aparte del daño competencial que causan a las librerías físicas). Por este medio, en mi caso, el beneficio por cada ejemplar vendido asciende a cifras de céntimos de euro. Para colmo, aunque se supone que el libro en España tiene precio único y fijo por ley, algunas de estas grandes empresas se lo saltan en unos céntimos a modo de reclamo para los compradores.

No explico todo esto para animar a la compra ni determinar por qué medio realizarla. Cada cual debería hacer lo que considere oportuno para su caso. Simplemente he querido poner un poco en situación algunas cuestiones muy básicas sobre el consumo librero. Siguiendo este esquema, yo, que soy un gran consumidor de libros, actúo de la siguiente forma (tampoco quiero influir sobre nadie en este asunto):

  • Si el libro es tan raro que es difícil que esté distribuido o comercializado, se lo compro al autor, microeditorial, entidad que lo publica, bar que lo muestra, etc.
  • La gran mayoría de libros (el 90%) los adquiero a través de mi librería de proximidad y confianza.
  • Si está descatalogado, me busco la vida en internet, huyendo de plataformas de segunda mano o generalistas, que suelen especular a lo bestia con ellos.
  • Únicamente en el caso de libros extranjeros, utilizo "la gran plataforma de compras".
  • No soy usuario de "ebooks". Lo probé y no me agrada.
Esto es todo, sea lo sea lo que tengáis entre las manos ¡buena lectura a todos!