domingo, 14 de noviembre de 2021

UN VIAJE EN VÍAS DE EXTINCIÓN

No es habitual, ni parece demasiado práctico, disfrutar de unas vacaciones a principios de noviembre. A mí me las impone la Consejería de Educación, quizás pensando en que escolares y docentes puedan disfrutar y costearse viajes a Canarias o, quién sabe, a alguna isla caribeña. No me sirven para esquiar en temporada baja (porque aún no ha empezado) y el tiempo suele desaconsejar ya involucrarse en rutas a pedales o con moto. El caso de mi hijo es diferente, tras un año de arduo trabajo en el que la campaña veraniega resulta incuestionablemente laboral para sus jefes, necesitaba descanso ya, y en noviembre se lo dieron. Así que finalmente nos encontramos los dos con unos días disponibles, barajando algunos planes que las previsiones meteorológicas se iban encargando de desbaratar.

Fue su madre, mi mujer, quien se empeñó en que nos fuéramos unos días juntos los dos solos. De modo totalmente improvisado y de última hora, decidí embarcarme con él en una breve, pero intensa, inmersión en el interior de las Castillas, la Vieja y la Nueva, las potenciadas con León y con La Mancha. Una inmersión en parte de sus paisajes, su gastronomía, algunas de sus ciudades, su pasado y, especialmente… algunos de sus oficios. Cogimos el coche y nos pusimos en marcha un día laborable, para los demás, después de comer. Se iniciaba así una historia de carretera. Padre e hijo juntos, cruzando la Meseta, en busca de experiencias. Nada nuevo en nuestra piel de Toro, tal y como nuestra literatura se ha encargado de demostrar a lo largo de varios siglos.

Salimos atravesando el otoño cántabro en pleno esplendor policromado. Los bosques estaban radiantes. Tan sugerente panorama no se vio alterado con el paso a las tierras palentinas, en las que todavía encontramos algunos montes y, enseguida, el dorado serpenteo de la hojarasca de los espigados árboles de la ribera del Pisuerga y del Canal de Castilla. Cruzando la Meseta de norte a sur, el viento azotaba con fuerza la carrocería. Apenas había tráfico, pero esa intensidad procedente del este vaticinaba oscuros presagios climáticos. Quizás la primera pista de lo que se nos venía encima, al menos en alguno de los asuntos que pronto experimentaríamos, fue la visión de una nave industrial a nuestra derecha, en algún punto entre Palencia y Valladolid. Era la de Pipas Facundo “famosas en todo el mundo”. Aquellas tan “españolas”, tan culturalmente arraigadas a nuestra infancia, juventud, fútbol, etc. Las mismas que durante décadas se anunciaban con un eslogan que, ahora mismo, a demasiada gente le perecería improcedente, censurable, ¡atacable!: “Y dijo el toro al morir, siento dejar este mundo sin probar pipas Facundo”.

Pasado Valladolid, también más allá de Tordesillas, las bodegas proliferaban a ambos costados de la autovía. El tiempo tornó infernal. Se aliaron noche, diluvio y denso tráfico de camiones para ofrecernos un panorama intimidatorio, especialmente acusado, vaya por Diós, a la altura de Medina y de Olmedo, nada menos, allí donde los aceros se cobraron algunas venganzas tiempo atrás: “de no che lo mataron al caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo”. Menos mal que al abandonar la autovía, tomando dirección a Ávila, lluvia y tráfico desaparecieron. La noche se quedó a solas, y nosotros con ella.

Ávila nos recibió con un magnífico panorama visual. Toda ella, muralla y edificios principales, iluminada con orgullo. De tal guisa, que su visita nocturna no desmerecía la diurna. Nuestro hotel fue todo un acierto. Un gran palacio situado frente a la catedral. Lo mejor del mismo, sin duda, el impresionante patio interior principal, que actualmente está cubierto por una moderna estructura acristalada que casa perfectamente con aquello que cubre. Allí cenamos, en el patio, bajo la combinación de vidrio y metal. Nuestro primer contacto gastronómico con ese extenso destino en el que ya estábamos, pues más que un destino, se iba a tratar de un territorio por el que andar enredando en plan nómada. El menú degustación incluyo alubias del Barco de Ávila, algún torrezno, pasta de patatas, morcilla y alguna delicia más, antes de presentarnos una chuleta de Ávila con sal de escamas. Todo ello regado con vino de Cebreros. Primer guiño a Adolfo Suárez.

Comedor principal en Ávila

 

La sobremesa se merecía un buen paseo por la ciudad. Un largo callejeo intra y extramuros. A ratos lloviznaba un poco, pero íbamos bien pertrechados. Nada de paraguas, pero sí con ropa impermeable y gorras de lona engrasada, casi al estilo de la moda local de siempre. Disfrutamos de las murallas, de las plazas, de la catedral, de otros edificios singulares y, cómo no, de la singular oferta que algunos escaparates no ocultos nos presentaban. Vimos muchas estatuas, complemento urbano que, tengo que reconocerlo, si están bien ejecutadas y la persona homenajeada se lo tiene bien merecido, cada día me gustan más. Haber hubo más, pero quiero aquí acordarme de la de Santa Teresa, que despliega sus hábitos alrededor bajo la muralla; la de San Juan de la Cruz, en actitud mística (¿qué si no, en pleno Ávila?) y con ese enjuto aspecto al que enseguida nos fuimos acostumbrando durante nuestro viaje al pasado ibérico; otra de Adolfo Suárez, plantado en mitad de la calle, a la altura del ciudadano (segundo guiño); y, muy cerquita de él, un verraco de piedra, éste, por cierto, con claro aspecto de cerdo. Y es que nuestro viaje iba a discurrir, así mismo, por tierras ricas en verracos. Toros, cerdos, jabalíes; con trasfondo pastoril, esotérico o místico; ancestralmente tallados e incluso, en algunos casos ¡se me antoja! Casi-casi puestos ahí, en mitad del monte, por la propia naturaleza geológica.

Las murallas por la noche

Estatua de Santa Teresa de Jesús

 

Del hotel de Ávila nos despedimos desayunando con ganas y deleite en otro elegante patio interior, también cubierto por una gran pérgola con aires casi modernistas. Fruta, salado y dulce. Sin reparos. La mañana era fría, pero soleada. La luz, una bien distinta, volvía a hacer lucir la piedra abulense. Callejeando hacia el coche, nos detuvimos para hacer un recado: comprar pimentón de la Vera, agridulce. Y ya, de paso, arramplé con un kilo de judiones del Barco. A ver qué soy capaz de hacer con ellos en mi olla ferroviaria.

El viaje matinal hacia Toledo resultó muy placentero y sugerente. Únicamente transcurrió por autovía durante los últimos treinta kilómetros, aproximadamente. Durante él mismo, escuchamos poesía mística de Santa Teresa de Jesús. Un cuidado trabajo en el que se alternan magníficos recitados, con las mismas piezas interpretadas en formato de música medieval. Su contenido requiere atención, porque gracias a ella, uno descubre la calidad métrica y creativa, el dominio del lenguaje y el misterio de un contenido que, de tomarse con doble sentido, no deja de sorprender. Con tal cadencia, fuimos ascendiendo y descendiendo la sierra, dibujando curvas y contemplando bloques y más bloques de granito romo salpicados por todas partes. Superamos el cordal a casi 1400 metros de altitud. La montaña y los bosques de encinas nos rodeaban en los primeros tramos.

Cruzamos el Barraco, cuyo escudo y una esquina de la calle principal, contienen un verraco. Serpenteamos con la carretera que lame las orillas del embalse del Burguillo, el cual me trajo unos recuerdos piragüistas de cuando los padres de mi hijo aun éramos novios. Estaba bastante bajo de nivel, pese a lo mucho que ha llovido desde entonces, varias décadas atrás. Y dejamos pasar varios desvíos sucesivos que invitaban a acercarse hasta Cebreros. Sí, tercer guiño, siendo aquel el pueblo de origen de Adolfo Suárez. En Cebreros estuve una vez a las tres de la mañana. Era el mes de abril, hacía un frío tremendo y yo vestía culote corto. Allí acabamos un buen puñado de participantes del Rally Kactus, tras habernos extraviado en las montañas, gracias a una incompetente organización. Aquello sí que nos dio para contar batallitas.

Los bosques pasaron a estar formados por hermosos pinos piñoneros (espero no estar equivocado en esto). Numerosos, bien formados, con gran porte y llamativo contraste de color con la luz matinal. Los abandonamos al llegar a las llanuras manchegas, un océano de planicie ligeramente ondulante en la que surgían olivares cada cierto tiempo. Nuestro siguiente destino estaba próximo.

Llegamos a Toledo a media mañana. Hacía frío y hacía calor. Todo dependía de si nos daba el solo o el viento. El GPS nos condujo por el Campus de la Antigua Fábrica de Armas hasta la puerta de la Bisagra, antes de hacernos ascender hasta el Alcázar, donde dejamos el coche en un parking. Salimos a pasear bajo el imponente edificio militar y nos asomamos a la hoz que el Tajo traza alrededor del peñasco sobre el que se asentó la ciudad. Paseamos hasta la catedral callejeando y fuimos directos a la iglesia de Santo Tomé, para que mi hijo admirase el Entierro del Conde Orgaz. No me considero admirador del Greco, a excepción de dos cuadros suyos que me apasionan. Uno es el caballero de la mano en el pecho, que me parece un magnífico retrato. El otro es el “entierro”, una enorme obra coral en la que el artista supo representar una fascinante transición entre el mundo terrenal y el sobrenatural, algo que la pintura muestra de forma muy explícita. No es cuestión de detenerse aquí en descripciones, pero la colección de retratos, facciones y miradas de los vivos que asisten al entierro no tiene desperdicio, por no hablar de la armadura del difunto o los ropajes de los santos descendidos del cielo en su busca.

Como visitar Toledo ha de ser, algo que es obligado subrayar, un baño en la historia de algunas de las civilizaciones que a lo largo del tiempo han poblado nuestro país, me empeñé en que entráramos en algunos templos construidos por diversas religiones. El segundo de ellos fue la sinagoga de Santa María la Blanca. Una preciosidad recogida, sencilla y limpia, con arquitectura y decoración musulmanas. Como era día de labor, y en fechas poco convencionales, disfrutamos de aquellas visitas (en realidad de la mayoría) sin apenas gente que nos molestara. Un lujo extraño en estos tiempos que corren, en los que todo el mundo va a todas partes, mientras el “gran sistema” fomenta que sea así, y lo estaciona, para que el manejo de las masas resulte más rentable y productivo. Fue bonito, por tanto, ejercer unos días de disidentes. Siguiendo los pasos de mi amigo Chus, quien asegura que “los sábados son peligrosísimos” porque puedes encontrarte hordas de gente en los lugares más insospechados.

Detalle interior de la sinagoga Santa María la Blanca

 

Regresamos del primer periplo recorriendo, entre otras, la calle del Toro, estrecho callejón ascendente en el que, es un suponer, algún astado escapado debió quedarse atorado, siglos atrás. También por un minúsculo enclave callejero, de pocos metros cuadrados, por el acabamos pasando muchas veces y en el que confluyen cinco calles. Más que una plaza, un nodo de conexiones vital para el casco antiguo de la ciudad.

Tras instalarnos en un hotel junto al Alcázar, nos fuimos a comer. Nos sentamos en una terraza con estufas. Una ración de queso manchego para empezar, él un estofado de venado y yo unas migas. Todo muy bueno, pero no era cuestión de atiborrarse tras el inusual desayuno. Un ponche toledano de postre para compartir. Café y a la plaza de Zocodover a comprar unos mazapanes para la familia.

Tras un descanso de sobremesa en la habitación, afrontamos uno de los planes estrella de nuestro viaje. Tiempo atrás, Toledo fue famosa en el mundo entero por calidad de sus “aceros”. Sus espadas. Y aunque ya no es lo mismo, ni tiene mucho que ver, para alguien como yo, que cursó toda su suficiencia investigadora en el Campus de la Real Fábrica de Armas y que practica algo de esgrima con, precisamente, su hijo, de ir a Toledo a hacer algo, qué pudiera ser más apropiado que intentar contactar con un espadero artesano. Y lo logramos, alguno queda por ahí. Nosotros dimos con el Maestro Antonio Arellano, y con él quedamos en su taller, que desde hace tiempo se encuentra en un polígono industrial a las afueras de la ciudad. Se trata de una nave de aspecto algo desastrada, pero atiborrada de cacharos, viejas máquinas, herramientas, material y pistas de artesanía metalúrgica por todas partes. El espadero resultó ser un hombre muy amable y cercano. Estaba en traje de faena, pantalones machacados y una sudadera de algodón con alguna referencia a su negocio. Antonio representa la cuarta generación de su familia dedicada a artesanía de la forja y el metal. Su hijo, que en ese momento se encontraba en Arabia Saudí, con un proyecto espadero de envergadura, es la quinta. Lo de las espadas no fue tradición familiar hasta que Antonio se inició en ello, aprovechando las enseñanzas de algunos de los últimos artesanos de la Fábrica de Armas. La cosa pinta bien porque su nieto (será la sexta generación) ya ha diseñado alguna espada y participa un poco de su elaboración.

El taller familiar se dedicaba a la artesanía de filigrana. Mucho trabajo de lujo y detalle. Empezó enseñándonos máquinas que, de por sí, eran un museo en sí mismas. Todo ello en una atmósfera de labor, de realidad de trabajo, con el típico desorden “ordenado” que bien conoce quien se pasa allí la vida trajinando. Su viejo torno de siempre, un “potro” para dar forma a las cazoletas de las “roperas” a partir de planchas de hierro o de latón, etc. Hablamos bastante durante esa primera introducción, pero al rato acabamos en la fragua, un cobertizo anexo en la parte trasera de la nave. Nos enseñó la forja, su tiro y su funcionamiento, mientras varias hojas cogían temperatura al fuego. Controla la misma a ojo, por el color del fundido del metal. Nos ataviamos con mandiles, guantes y gafas protectoras, y nos pusimos manos a la obra siguiendo sus directrices. Él iba sacando barras ardientes del fuego y nosotros nos alternábamos a sacarles hoja y punta a base golpes de martillo contra un yunque. Difícil labor en la que el oído tiene mucha importancia, para guiar el acierto del golpeo bien propinado. Fue en esto Jacobo bastante más habilidoso y potente que yo.

Jacobo trabajando en el yunque bajo la supervisión del maestro.

 

Nos mostró varias hojas en diferentes estados: con y sin temple. Su distinto comportamiento ante la flexión era evidente, así que pasamos a practicar el templado. Dos versiones: en agua y en aceite. Una parte vital del proceso que, si decides jugar durante la misma, puede resultar de lo más espectacular.


 

Abandonando la forja, regresamos a la nave para entrar en el taller de desbastado. Lo hace motorizado, con un par de vetustas máquinas. El proceso consiste en quitar impurezas y afinar las hojas a base de una larga sucesión de piedras de limar de diferentes capacidades de abrasión. Primero con piedras, después con cintas y, finalmente, con pulido blando, combinado con hasta tres pastas diferentes. Juegan con diferentes acabados: rústico, “espejo” y “plata”. Allí sí que me mostré yo algo más mañoso que Jacobo. Ya no había fuego entre manos, pero sí verdaderos chorros de chispas.

Otra fase del proceso.

 

Otro taller nos sirvió para que nos explicara el asunto de los puños, las decoraciones, cazoletas, defensas, etc. Latón, hierro, madera, cuero, alambres decorativos, etc. Practicamos un poquito y aprendimos mucho. Entre otras cosas, a conocer su modo de confeccionar las espadas, sin apaños que ponen en riesgo su integridad, equilibrio, resistencia y duración.

La visita terminó en un espacio más amplio en el que exponen algunas de sus obras. Una réplica de la mítica espada con la que se supone que Nerón decapitó a San Pablo, que parece que acabó en España, que se extravió durante la Guerra Civil y que, como antojo personal, tuvo algo desvelado a Franco. Otra de estilo medieval con, nada menos, que la batalla de San Quintín, grabada al ácido por ambas hojas. Espadas íberas, romanas, chinas, de fantasía, etc. Hasta una katana de Águila Roja. Una de las que llegaron a utilizarse en el rodaje, del cual Arellano, como de tantos otros, fue proveedor de armas blancas. Pero lo que es a mí, sin duda alguna, lo que más me atrajo fue el rincón dedicado a las tizonas roperas. Esas espadas ligeras como de mosquetero, típicas españolas, de noche toledana, de novela de capa y espada, y compañera inseparable de los tercios de Flandes. Sí la que, dicen, que con tanta facilidad y competencia desenvainaba Francisco de Quevedo. Las había muy decoradas, otras más sobrias y varias con lazos metálicos como protección de la mano, en lugar de la cazoleta. Atractivos ejemplares para ser admirados por quienes sentimos cierta afición por la esgrima.

Preguntado por el negocio, Antonio nos comentó que va bien, que visto a largo plazo es fluctuante y difícil de prever, pero que, gracias a los coleccionistas, decoraciones y, sobre todo, la actual fiebre productora de series para televisión e internet de pago, van acumulando bastantes encargos. Esperemos que así siga. Admiro los oficios, profesiones y negocios de larga duración. Esos que saben mantenerse en el tiempo porque ofrecen trabajo bien hecho y valor suficiente como para sobrevivir. Unas dos semanas antes de nuestra visita, fue noticia internacional el cierre definitivo de Alitalia, la compañía aérea italiana por excelencia, la “Iberia” transalpina. Aquella que patrocinó los poderosos equipos de rally de Fiat, Lancia y la Jolly Club. La que decoraba los 131 Abarth y el atractivo Lancia Stratos. Digan lo que digan los defensores a ultranza de lo público, o los de lo privado, en sus 74 años de historia, la compañía aérea pasó por ambos estados organizativos. Fue pública medio siglo aproximadamente, después vino la gestión privada para salvarla y sanearla, pero cada modelo gestor, aportando lo suyo, acabaron por hacerla inviable. La trayectoria parece larga, tres cuartos de siglo. Desde el nacimiento de la aviación comercial hasta el presente. Una caricatura temporal si lo comparamos con un oficio artesano que se mantiene vivo, con modestia, pero funcionando, desde hace unos cuantos siglos. Lo dicho, visitado el espadero, como dicen que diría Quevedo, “tan solo queda batirnos”.

El Lancia Stratos "Alitalia" con Sandro Munari, en acción. (Imagen eWRC.cz en ewrc-results.com)

El resto del día, ya sin luz natural, discurrió de regreso a Toledo, a sus calles al encuentro casual con una estatua dedicada a Bahamontes, el Águila de Toledo, que está plantada, cómo no, en plena cuesta. Asimilamos el incomparable impacto de nuestra experiencia espadera con Arellano tomando una cerveza en la plaza de Zocodover. Habían sido unas horas de trabajo compartido con él, y de atención a su sabiduría artesanal e histórica. Visitar Toledo había encontrado verdadero sentido para nosotros, volveríamos a casa con renovadas ganas de volver a tirar con nuestros floretes.

Para cenar encontramos un pequeño bar muy tranquilo y escondido en el que nos trataron muy bien. Embutidos de caza, quesos manchegos y un segundo plato más potente. Vino de La Mancha y un magnífico repertorio de música country de fondo.

Otro generoso buffet para desayunar nos dio fuerzas para afrontar un nuevo día. Frío, más que los anteriores, pero soleado. La mañana la empleamos en hacer una ruta por Toledo, engarzando las visitas de todos aquellos monumentos a los que nos daba derecho una pulsera de descuento que habíamos adquirido para entrar a ver el cuadro del Greco. Comenzamos aproximándonos hasta la mezquita del Cristo de la Luz. Para ello volvimos a ver a Bahamones, entonces a la luz del día, y la hermosa Puerta del Sol. El exterior del templo está completamente construido en ladrillo. Tiene una apariencia muy decorativa, lo que, unido a su contenido tamaño, logra un resultado muy coqueto. Está ubicada en unos jardines de aire musulmán, que acaban abalconados hacia la llanura manchega y fusionados con la torre de la mencionada puerta del Sol. Por dentro presenta las correspondientes columnas coronadas por arcos de herradura. Excelente visita para que mi acompañante se fuera encontrando con la realidad material de periodos de historia hispana que, afortunadamente, ya conocía a costa de alguna que otra novela.

Detalle superior de la Puerta del Sol

Arquitectura "de mezquita".

 

Federico Martín Bahamontes "El Águila de Toledo"

 

Adentrándonos de nuevo en el casco antiguo, alcanzamos la iglesia de los jesuitas, que tiene un tamaño digamos… hasta descomunal, para lo apretado que está el centro de la ciudad. La nave principal es enorme, muy alta y está encalada en blanco. Impresiona la cúpula que corona la cruceta. Lo retablos de capillas laterales nos llamaron bastante la atención por dos motivos. El primero es que, en dos de ellas, la Virgen aparecía con una estocada, de espada, en mitad del corazón. Aquello era Toledo, y parece que no hay que olvidarlo ni en los motivos religiosos. Las tallas de la Virgen, los toros y no digamos los rufianes de las calles… durante siglos, podían ser atravesados por el acero sin demasiadas contemplaciones. El otro motivo fue que, como parce congruente, otro retablo estaba dedicado a San Ignacio de Loyola, fundador de la orden que, nacida, en cierto modo, para luchar contra la Reforma Luterana, mediante la Contrarreforma, acabó desplegando una enorme influencia por todo el planeta, centrándose, sobre todo los últimos siglos, en quehaceres educativos y universitarios. La cuestión no desencajaba demasiado, teniendo en cuenta que la educación de mi hijo (y la de su hermana menor) ha sido mixta, como la existencia de Alitalia: la mayor parte en manos públicas, aunque con una breve etapa, cercana al final, gestionada por los jesuitas. Ellos no se sienten vinculados a la “Compañía”, y hacen bien, son personalidades independientes, multifacéticas y reflexivas. En cualquier caso, aquella visita nos regaló todo un detalle hacia el final: la ascensión hacia las dos torres de la iglesia, que ofrecen la mejor vista aérea de Toledo, en un panorama que prácticamente cubre los 360 grados. Entre otras cosas, uno descubre, aparte del caos urbanístico que se ha pateado previamente, que la mayor parte de los inmuebles tienen patio interior.

Siguiendo con nuestro itinerario por “etapas”, y ya que ha salido el tema de los estudios, alcanzamos el Real Colegio de Doncellas Nobles. Lo que vendría a ser una especie de colegio (o colegio mayor) para jóvenes de familias adineradas, pero cientos de años atrás. Lo mejor del asunto es que la visita es muy parcial, mostrando apenas unas pocas estancias ya que, la mayor parte del edificio sigue funcionando actualmente como residencia universitaria, en otras palabras: colegio mayor. Otro negocio con, ya, siglos de existencia, al menos en aquellas ciudades en las que las universidades fueron pioneras, y que parece que se mantiene vivito y coleando, pese a la constante amenaza de extinción asola muchas tradiciones longevas de nuestro país. La capilla de entrada es bastante espectacular por lo atiborrada que está de decoración, por los mármoles, el lujo y un llamativo coro. Plantado en sitio preferente hay un sepulcro tallado que sobrecoge por lo fino de su trabajo esculpido. Parece mentira el nivel de acabado logrado en el conjunto, algo que queda especialmente patente en detalles como las puntillas del ropaje del clérigo representado, o la deformación del almohadón sobre el que reposa su pétrea cabeza. Un claustro da paso a un llamativo salón que parece pensado para ceremoniosas recepciones. Es muy lujoso y está bastante enmoquetado y forrado con maderas nobles. Contiene un par de buenos tapices, pero, en mi opinión, destaca por el magnífico artesonado que cumple con las funciones de techo, que está perfectamente conservado y denota un trabajo magistral.

Popular pasadizo del "colegio mayor".

 

De nuevo en la calle, seguimos callejeando hasta alcanzar el Monasterio de San Juan de los Reyes, gran edificio, con amplia plaza en uno de sus laterales, y asomado hacia un sector de la hoz que el Tajo dibuja alrededor de la ciudad. Su arquitectura interior me fascinó. Esto es fácil de entender si confieso mi querencia hacia el estilo gótico en sus versiones más ligeras y de influencia renacentista, de lo cual este monumento es un buen ejemplo. Su claustro es fino, delicado, perfeccionista, generosamente decorado, pero sin llegar a la obsesión barroca. El templo adyacente es espacioso y de techo elevado, y presenta algunas paredes con un trabajo de labrado de piedra de tremenda extensión y altísimo nivel de detalle. El claustro tiene un piso superior que supera al inferior en sensación de privilegio placentero al ser paseado. Es ancho, genera bellas perspectivas y posee, también él, un techo de artesonado de madera con geometrías de aire árabe, deliciosas. Al asomarse hacia el centro, uno puede disfrutar del cielo, de la visión del claustro al completo, de los detalles de las gárgolas, de lo que quiera. En dos arcadas interiores de esa planta, labrado en piedra, se puede leer el mítico lema “Tanto monta, monta tanto”.

Nuestra ruta de pulsera culminó con en la iglesia del Salvador, un modesto templo antiguo del que no esperábamos grandes sorpresas. Pero por algo estaba ahí, incluido en la propuesta. En cuestiones culturales, a menudo, la antigüedad es un grado, y claro, en el centro de Toledo, pues lo antiguo se convierte en antiguo de lo antiguo… La iglesia es muy pequeñita y fue un reciclaje cristiano sobre una mezquita, la cual, a su vez, aprovechó un templo visigodo de orígenes tardorromanos. Y de todo ese periplo histórico han quedado muestras evidentes por allí: arcos de herradura interiores y exteriores (en el patio trasero), restos de capiteles y pilares romanos en sus excavaciones, y una magnífica pilastra visigótica completamente tallada.

Cansados de las caminatas, la contemplación y el haber estado bastante tiempo de pie, nos sentamos a tomar una cerveza en una terraza, antes de ir a visitar un comercio que contiene un diminuto museo relativo al queso manchego. Consta de tres salitas temáticas dedicadas a más oficios en vías de extinción (alguno de ellos ya casi completamente extinguido, mientras que otros no creo que lleguen a desaparecer). Mediante cartelería, videos, disposición de objetos y recursos similares, aprendimos algo sobre el pastoreo de ovejas manchegas, su esquilado tradicional, la fabricación de los cencerros o el trabajo artesanal con el esparto. Una segunda sala estaba dedicada a la denominación de origen del queso manchego y a la raza de las ovejas manchegas. Las blancas y las negras. La tercera estancia, la más amplia, me trajo recuerdos de anécdotas familiares que no llegué a vivir. Cuando mis abuelos, madre y tíos hacían queso con los excedentes de leche de ordeño en el pueblo. Y es que en ella se explicaba todo el proceso de elaboración. De hecho, nada más entrar, te encontrabas con un brete. No “en un brete”, como decimos popularmente al referirnos a un problema, atolladero, etc. Sino en uno real en el que se acorralaban a las ovejas para ordeñarlas. El resto del local estaba dedicado a una apabullante muestra de productos alimenticios de alta calidad, procedentes de todo el país, aunque con evidente predominio manchego. La bodega quitaba el hipo en variedad, aunque nuestra compra se dirigió claramente hacia el queso manchego y el aceite. Da gusto cuando quien te vende conoce bien sus productos, es un experto, te los vende con intención didáctica añadida y, además, no puede disimular que es un enamorado entusiasta de su género.

Comimos muy cerca. Regular. Salvo el vino manchego de la casa, nada reseñable. Nos quedaba una tarde-noche entera en Toledo, pero con pocas opciones culturales porque los horarios de invierno por allí parecen penalizar las horas sin luz, cerrando la mayoría de los sitios visitables muy pronto. Así pues, tras un descanso merecido, lo que hicimos fue circunvalar, casi completamente, la ciudad, siguiendo, aproximadamente, la orilla interior del Tajo. Bajamos hasta el puente de Alcántara, caminamos por la otra orilla hacia el puente más cercano, por el que volvimos a cruzar el río y, desde allí, fuimos improvisando un largo paseo, intentando mantenernos lo más cerca posible del curso de agua. Aquello supuso un arduo rompepiernas de ascensos y descensos que, eso sí, no dejaba de generar atractivas vistas de la ciudad, del río, del horizonte exterior. Y es que, con la luz del ocaso, ese tipo de panoramas siempre resultan mucho más bonitos, algo que bien saben los fotógrafos. Jacobo se manifestó enamorado de Toledo y, para colmo, bien avanzado el paseo, nos topamos con todo un hito en su afición canina: dos imponentes ejemplares de Mastín del Tíbet custodiaban un jardín. Quedó fascinado por la belleza de la pareja, y por la quimera que representaba el encuentro ya que, según me dijo, procedentes de China, su “extradición” tiene unos precios prohibitivos.

El Tajo abrazando Toledo.

 

Nuestra caminata alrededor de la ciudad finalizó casi a la altura de la puerta de la Bisagra, en el punto donde se toma la sucesión de escaleras mecánicas que ayudan a remontar la ascensión al centro. Un chocolate caliente ¡sentados! En la plaza de Zocodover, estaba más que merecido.

Acertamos con la cena. Un restaurante, claramente de moda entre el público local de la ciudad, nos dispuso una mesa en unos laberínticos espacios compuestos por múltiples arcadas de ladrillo. Un claro ejemplo de los cimientos y sótanos que deben sustentar todo lo que se ve por las calles de la ciudad. Mientras Jacobo daba cuenta de un codillo, yo me conformaba con una ensalada de perdiz escabechada y una deliciosa, fuerte y deconstruida tarta de limón. Esta vez cervezas, pero, eso sí, de producción propia artesanal del restaurante. Buen final gastronómico en Toledo.

Nuestra última jornada nos obligaba a madrugar y ayunar hasta comprobar que llegábamos a nuestro siguiente plan a la hora prevista. Salimos de Toledo al amanecer y la ruta consistió en una constante sucesión de autovías y autopistas. Como los autonautas Carol Dunlop y Julio Cortázar. Llanura manchega salpicada de algo de tejido industrial hasta la primera circunvalación urbana: Madrid. Túneles y nieblas hasta el segundo rodeo: Ávila. Sol esperanzador, campo y un desayuno de área de servicio hasta la siguiente evasiva viaria: Salamanca. Y desde allí hacia el oeste, como diría el Profesor Tornasol, “la oeste, siempre al oeste”. Dirección Portugal, que tanto nos atrae a padre e hijo, pero esta vez, sin llegar a alcanzarlo.

Y es que, a medio camino entre la frontera y la histórica ciudad universitaria, nos detuvimos para afrontar nuestra última visita: a una ganadería de toros de lidia. Llegamos un poco antes de la hora prevista, pero ya estaba allí un hombre con un par de monturas preparadas, mientras un bóxer y un labrador salían animosamente a saludarnos. Aquello era un rústico conjunto de edificios bajos en mitad del campo. Unos establos, una sólida casa principal, de apariencia antigua, construida en piedra, otra blanca bastante más pequeña, algunos corrales y hasta una ermita con pinta de llevar muchísimos años en pie. Todo ello dispuesto de forma acogedora, pero sin orden estricto, más bien con acomodo relajado y familiar. Con varios árboles adultos aportando sombra en diferentes zonas. Enseguida llegó Guillermo, alto, espigado, delgado… en forma, se notaba que su pasado como matador y su presente como polifacético aficionado a varios deportes le mantienen en buena forma. Apareció precedido de dos activos collie border, con lo que de inmediato nos sentimos familiarizarnos al recordarnos al nuestro, al cual ya empezábamos a echar de menos.

Estampa que nos encontramos nada más llegar a la finca.

 

Hechas las presentaciones nos asignaron las monturas. Perla, una española torda muy clara, para mí, y una más activa yegua lusitana para Jacobo. Guillermo ensilló, mientras tanto, un flamante centroeuropeo que ha acabado adaptando al trabajo de campo. Hacía más de dos años que no me subía a un caballo, e incluso décadas que no lo hacía en monta vaquera, así que al principio me agobié un poco al ver que la yegua no entendía bien alguna de mis ayudas. Fue en un picadero estrecho, con Guillermo dándome instrucciones a pie. Sin embargo, al cabo de pocos minutos todo funcionó, Jacobo calentó a la suya y nuestro anfitrión, tras dar un poco de cuerda al suyo, montó, y nos pusimos los tres en marcha, con los dos collie a nuestro alrededor.

Íbamos abrigados porque la mañana estaba fresca. Temperatura agradable con la ropa adecuada, y un día de campo radiante. La conversación fluyó de inmediato y cuajó porque pronto hubo constancia de que teníamos todos intereses muy próximos, buen talante conversador, nosotros ganas de empaparnos del manejo de aquellas tierras, y Guillermo entusiasmo por compartir su saber y conocimiento. Empezamos por recorrer parte de las tierras de labor, en las que alternan y rotan tres tipos de cultivos para alimentar ganado, con otra parte en barbecho. Y es que la localización de la finca es muy afortunada para su viabilidad en los tiempos actuales, ya que se encuentra en un espacio de transición entre el campo de labor y el monte charro con sus encinares. Gracias a ello, produce alimento para las reses y excedente para vender. Por allí practicamos algunos galopes para acostumbrarnos a nuestros animales. Perla demostró ser una yegua muy tranquila, fácil de manejar y nada reacia al galope al pedírselo. Ideal para mí.

Tiempo después, hablando de la escuela de toreo de Salamanca, de la diversificación de la explotación, de nuestra compartida afición al esquí y de muchas cosas más, pasamos por cercados dedicados a la cría de ganado manso para carne. Vacas de raza morucha que cruza con un semental charolés. Ascendíamos y descendíamos suaves ondulaciones del terreno y, con esa progresión, nos íbamos acercando al monte, la zona de las encinas. Nos enseñó un esbelto potro que promete mucho, una cerda ibérica que recientemente se había escapado y acabamos llegando a la que quizás fuera la zona más bonita de la finca: lecho irregular de hierba, ligeramente salpicado de roquedales y completado por muchas encinas separadas entre sí. Aquello está reservado para los toros de lidia, jóvenes ejemplares de encaste Domecq. El “intríngulis” que se genera al entrar a caballo a un enorme cercado en el que se pasean decenas de toros bravos, se pasa enseguida al ver que prefieren alejarse o mantenerse en la distancia que curioseando demasiado cerca. Aun así, se nos dijo, conviene no despistarse, ni sorprender a ninguno repentinamente a la vuelta de un recodo. Creo recordar que por allí eran todo añojos, erales y utreros. Estos últimos, ya con clara estampa belicosa, y evidente desarrollo muscular. Altivos, brillantes, bien criados. Los más jóvenes corrían en manada, se detenían, y con modos casi coreográficos, torcían el cuello hacia nosotros para mirarnos con curiosidad.

Aquel rato, porque no fue un momento, sino el mejor paseo ecuestre que recuerde haber dado en mi vida, fue prolongado, se desarrolló sin prisa, y tengo la impresión de que los tres jinetes nos sentimos en la gloria. Guillermo como orgulloso propietario y ganadero, sabedor de que estábamos valorando muy sinceramente su trabajo; Jacobo porque estaba en lo que, para él, sospecho, es el paraíso terrenal; y yo porque siempre he considerado que sería un sueño cabalgar entre toros de lidia.


 

Salimos de aquella zona y nos acercamos a ver unas yeguas espectaculares que Guillermo cría para doma clásica. Todo ese tema lo fueron desmenuzando ellos dos, con referencias a ejemplares y jinetes conocidos por ambos. Las yeguas eran preciosas. Las madres y sus productos. Por allí andaba también un caballo para picar, de origen leonés y, según su dueño, enrome corazón y valentía. También vimos a los cerdos, preciosos ejemplares ibéricos a un 75%. Y es que, siguiendo su preferencia y gusto, nuestro guía considera que esa combinación es la que mejor sabor aporta a todo el embutido que produce y comercializa.

Hablamos mucho de falso ecologismo, de animalismo desinformado, de desconocimiento del campo y la naturaleza, de plagas animales y humanas, furtivos animales y recolectores. De las modas de tendencia de opinión, que se apoyan en un relativismo enfermizo que actualmente parece contaminar tanto a la política como a los medios de comunicación. Del respeto que se brinda a los miles de hectáreas de plástico para huertas, toneladas de fitosanitarios y desmesurados trasvases de cuencas hacia regadíos privilegiados, mientras se acosa a la ganadería extensiva, etc. Eran temas que salían al cuento, al quedar relacionados con las muertes que toda finca sufre, cuando un toro ensarta a algún cerdo demasiado atrevido, una vaca no consigue sacar un ternero adelante, una cornada hiere de gravedad a un caballo porque alguno de los dos implicados se ha escapado, malos partos, etc. Y es que la muerte es consustancial a la vida, manifestándose, inevitablemente, donde la segunda florece.

Visitamos el cercado de los cuatreños sin entrar porque no hacía falta. Les teníamos allí al lado, vistosos y poderosos. Nos cuenta que se las traen entre ellos, especialmente hasta que, de algún modo, ellos mismos establecen sus peculiares jerarquías. Allí nos explicó lo complejo de la selección de cría, su preferencia para tentar vacas, etc. Fuimos regresando, atravesando el gran cercado de vacas de lidia, algunas de ellas con sus becerros, y un joven semental correteando, moviéndolas de un lado para otro, algo que nunca hacen ya cuando maduran un poco.

En un momento dado, entramos en una amplia pradera, ideal para un galope sostenido. Allá nos lanzamos los tres en paralelo, ellos, al ir un poco adelantados, levantaron una liebre a su paso. Al detenernos en el otro extremo, nos mostró una bonita charca que sirve de abrevadero para dos de las parcelas en las que dividen su territorio. Incluso allí crían peces en temporada. Al otro lado de tapia de piedras, se asomaron tres enormes bueyes de raza morucha, con amplia cornamenta y una capa grisácea clara. Francamente bonitos. Los utiliza para trabajar como cabestros cada vez que tienen que mover o ejercitar a los toros. Hace tiempo utilizaban vacas, pero al final, los toros acababan montando alguna, lo cual generaba un curioso problema: que los becerros no servían para lidia por insuficiente bravura, pero, por el contrario, no se podían enviar a un cebadero porque a algunos les daba por “arrancarse” (la sangre es la sangre, y con ella los genes…). Por causas similares, ha de evitar que los jabalíes “cojan” a las cerdas.

Regresamos satisfechos tras algunas horas de paseo a caballo. Satisfechos y entusiasmados. Habiendo conocido de cerca, y al detalle, un entorno natural que siempre hemos admirado, de la mano de un experto. Otro profesional que para algunos sectores de la opinión pública pudiera parecer también en vías de extinción. Sabemos que no es así, y confiamos en su supervivencia, en la de los oficios vinculados a ello, los paisajes, los ecosistemas, las razas animales, etc. Guillermo, lo mismo que el espadero Antonio Arellano, representa la cuarta generación de una familia dedicada al campo charro y a la cría del toro bravo. Tiene descendencia, hijas que, desde muy pequeñas, montan a caballo, adoran a sus perros y juegan con una cabra que no para quieta. Quién sabe a qué se dedicarán…

Nos despedimos de la finca y de nuestro anfitrión con un sincero apretón de manos y una promesa que tenemos que cumplir. Fuimos a comer a pocos kilómetros de allí en dirección a Portugal. A un mesón de pueblo en el que nos reservó mesa. Rico y barato. Alubias o embutido local, y dos tipos de carnes aliñadas a un ajillo preciso y delicioso. De vuelta a la autopista, me fueron llegando varias reflexiones en formato de flashes. Mi hijo, que convive permanentemente con su teléfono móvil, consumiendo y produciendo, entre otras cosas, “historias” de Instagram, no había sacado el teléfono durante toda la visita. Es un experto jinete (es su profesión) por lo que yo le había encomendado que hiciera algunas fotos. Sin embargo, se “metió” tanto en la experiencia, que él solito decidió no “contaminarla”. Cuando le pregunté en el coche al respecto, me soltó lo siguiente: “mira Papá, esto es como lo que decía tu padre en su última época de esquiador, cuando ya había móviles por doquier y vuestros amigos más jóvenes se paraban a posar: a qué hemos venido aquí, a esquiar o a hacer fotos”. Les doy toda la razón. A ambos.

A medida que devorábamos kilómetros de autovías de regreso a casa, otro flash me vino a la mente, entre el escasísimo tráfico que nos encontramos en el mismo sentido de marcha en la provincia de Salamanca, antes o después de la silueta del Toro de Osborne (que también estuvo en vías de extinción y, afortunadamente, acabaron sobreviviendo en el paisaje español, tan plagado ahora de hélices descomunales) nos adelantó un coche con una pegatina de toro de lidia detrás, así como una furgoneta con una leyenda que rezaba algo así como “… veterinario y fisioterapeuta equino”. Aficiones y oficios de siempre, de antes, de ahora y de futuro.

Nuestro viaje finalizó volviendo a nuestra realidad. La segunda circunvalación de Salamanca supuso la cuarta del día. La de Valladolid la quinta y la de Palencia la sexta. ¡Seis “ruedos” seis!. Al paso por el puerto de Pozazal, atravesando la cordillera, una copiosa nevada azotaba nuestro tránsito. Volvíamos a casa, a lo nuestro, a las montañas y quién sabe si pronto a nuestra adorada nieve.

Pocos días después de nuestro regreso, en un noticiario de la televisión insertaron la información de que la compañía española PLD Space presentaba el primero de sus dos cohetes aeroespaciales. Ambos, cuando sean lanzados,situarán a nuestro país dentro del grupo de estados que hayan lanzado cohetes al espacio. Si lo previsto se cumple, seríamos el decimocuarto país en lograrlo. Es ese, el del transporte espacial de mercancías, personas o artefactos, un oficio de rabiosa actualidad. Podríamos calificarlo como de "en vías de expansión". Casi lo opuesto a algunos de los que nosotros hemos experimentado de primera mano. Sin embargo, en el evento de presentación de los cohetes hubo un detalle cultural que pudiéramos considerar halagüeño, un guiño al pasado y al presente: tan innovadora empresa no lo ha dudado a la hora de bautizar a sus dos tecnológicos retoños con los nombres de Miura 1 y Miura 5. Ahí queda eso.

Presentación del Miura 1 en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid (Imagen: diariodeavila)

Como este viaje, desde nuestra perspectiva cantábrica resultaba bastante sureño, hicimos una rápida selección de discos de música “española”. Aunque no toda, ni mucho menos, se correspondía con las provincias recorridas, sí que nos sirvió para ambientarnos y disfrutar de los paisajes y experiencias, mientras nos desplazábamos en coche por ellos y entre ellas. Aquí dejo una pequeña muestra.

 

viernes, 15 de octubre de 2021

CIEN MIL

Esta entrada ha sido trasladada al Blog: Viajar inclinando. Específico sobre motos.

ENLACE NUEVO

miércoles, 15 de septiembre de 2021

EL CAMINO DE SANTIAGO EN KAYAK

De un tiempo a esta parte, cuando recibo una llamada del Atlántico me cuesta mucho resistirme. Hago todo lo posible por acudir. Me da igual que sea desde Portugal que desde Galicia. Quizás es el propio océano, sus aguas, sus gentes o su magia lo que me atrae. Aunque probablemente sea la mezcla de todo ello y muchos otros ingredientes más.

Y es que lo que aquí voy a contar es una peregrinación empapada de magia al ritmo de las mareas. Otro Camino de Santiago (la “Traslatio Xacobea pola Ruta do mar de Arousa e Ulloa”) envuelto por la magia que casi siempre anda entretejiendo las vidas por aquellas tierras, constantemente dependiente y adaptado al ritmo intermareal (por lo tanto… a la luna).

En mitad del verano un amigo me dio una pista sobre una empresa que ofertaba el Camino de Santiago en kayak. Él lo acaba de hacer y había vuelto muy satisfecho. Eché un vistazo y nada más ver el croquis del itinerario me decidí a apuntarme. El chasco vino cuando me respondieron que tenían cubiertas todas las plazas del verano. Sin embargo, un sábado por la tarde, cuando estaba segando el jardín, recibí una llamada del organizador indicándome que había una baja de última hora. Me tomé un par de horas para hacer unas llamadas para poder organizarme y contesté que sí. El domingo preparé el equipaje y el lunes viajé hasta O Grove para llegar a tiempo a la recepción vespertina.

Esquema de la ruta. (Imagen: caminoenkayak.com)
 

Llegué con algo de margen de tiempo, así que me puse a caminar por los alrededores del punto de encuentro en San Vicente. Una aldea de la península de O Grove. Aquello es un evidente muestrario de Galicia: la costa traza una ribera tan compleja y caprichosa como un fractal; las piedras surgen por todas partes, civilizadas o en estado salvaje; y el primer lugar en el que me encontré fue un cementerio abarrotado que rodeaba a la iglesia local. Panteones, nichos tumbas, lápidas, losas, urnas… todo pugnando por defender su hueco. Todo amontonado, sin dejar, prácticamente, hueco donde pisar al tratar de rodear el templo. Tumbas nuevas, otras muy antiguas. Estilos medievales, kitsch, ostentosos, amenazantes, sencillos, rústicos… de todo. Y casi cada morada eterna claramente roturada con las palabras “Propiedad de …”. Y es que hay culturas en las que los muertos están mucho más presentes que en otras. Y la gallega es una de ellas. Los muertos y otros seres intengibles… y también ellos parecen defender su minifundio eternamente.

Lápida antigua al inicio del viaje.

 

También bajé hasta una playa y paseé por una tarima que bordeaba la costa hasta una antigua casa dedicada a la salazón. Esa técnica de conservar el pescado llegó a Galicia con los fenicios. Más tarde, como tantas cosas en todas partes, fue promocionada y desarrollada de la mano de los romanos, aquellos pioneros de la globalización que desmontaron casi cualquier intentona de justificación histórica independentista o de supuesta pureza racial. Hasta el siglo XVIII la salazón se mantuvo a un nivel artesanal o familiar, hasta que algunas iniciativas catalanas, que para estas cosas del emprendimiento siempre han sido muy de puertas para fuera, activaron la industrialización de los procesos. Una de las cosas que trajeron consigo los catalanes fue la jábega, un arte de pesca de origen árabe mucho más eficaz y productivo que el local (otros globalizadores, que también aportaron lo suyo a la interracialidad). En definitiva, aquella construcción tan atractiva y rústica era una antigua factoría de salazón, levantada directamente sobre la orilla, a la entrada de una playa y protegida por una ensenada. El asunto de la salazón perdió fuerza en la ría de Arousa a partir de finales del siglo XIX ante el crecimiento de la industria conservera enlatada. No es que yo sea una persona especialmente interesada en estos asuntos, lo que pasa es que, si uno viaja por aquella ría, ha de interesarse por ellos a menos que quiera recorrer aquel territorio aislándose de él. Por otro lado, por donde vivo, el asunto de las conservas es cosa seria, solo que allí fueron los sicilianos quienes lo introdujeron. Y es que por mucho que se empeñen, el mundo siempre ha andado moviéndose de aquí para allá. ¡Afortunadamente!

Casa que fue saladora, junto a la playa.

 

Aquel primer contacto en forma de paseo ya me dejó claro que, durante la singladura, las bateas iban a ser una constante. Parte importante del escenario, del paisaje. El minifundio del cultivo marítimo. Aquella tarde hacía mucho calor, quizás otro aviso. Nos habían citado para una reunión en un camping. En el encuentro no encontré a nadie que conociera. Nos dieron las explicaciones pertinentes y nos repartieron el material personal para la ruta. Los responsables mostraron un talante relajado y agradable, pero sin divagaciones, dejando claro lo importante. El grupo daba la impresión de ser muy variopinto, como así resultó. Otra lección de diversidad y de la riqueza que aporta la mezcolanza.

La logística personal del equipaje resultaba algo liosa inicialmente. Todo ello a causa del estrecho diámetro de la tapa de los tambuchos de los kayaks, por lo que, a la hora de introducir el material en el saco estanco, este ya debía de estar medio embutido en el compartimento del casco. Mi primer intento de prueba en la habitación del albergue tuvo dos resultados: uno, conseguí que me cupiera lo que quería llevar; y dos, me cogí una sudada tremenda al hacerlo. Así que, como quedaba tiempo para la cena, me fui a la playa a darme un baño. El agua estaba muy fría. No, no, mucho más. Afortunadamente, típico regalo atlántico o cantábrico, que en eso se comportan de modo similar, al caer la tarde la temperatura ambiente bajó mucho. Con ello aproveché para ducharme y sentarme a esperar tomándome mi primera Estrella Galicia del viaje.

Una vez reunidos todos los integrantes del grupo, 24 incluyendo a los guías, caminamos hasta un “Quinteiro”, una casa-museo etnográfico que busca conservar los enseres, construcción, conocimiento y costumbres locales, las cuales se centran algo en la mar y mucho en el trabajo del campo. Y es que en San Vicente fueron siempre más de tierra, mientras que sus vecinos de O Grove más de mar. “Quim” (o algo parecido) con su boina, su paciencia, su educado pero firme proceder, su conocimiento y su perfectamente vocalizado gallego, nos fue introduciendo en los entresijos costumbristas de sus antepasados. Varios fuimos los que encontramos múltiples familiaridades entre los aperos de labranza allí expuestos, el alambique y algunas de las rutinas explicadas, con muchas de las que igualmente se daban en nuestros lugares de origen. La verdad es que el sitio estaba conservado con mimo, y merecía la pena recorrerlo al detalle. Entre lo novedoso, al menos para mí, el firme cubierto de virutas de moluscos triturados. Agradable a la vista y la pisada, luminoso y muy práctico.

La segunda sorpresa de la noche fue cenar allí mismo, en una especie de portalón cubierto que hacía de esquinal al patio interior del edificio. Peculiar ribeiro casero artesanal, vertido en cuencos de barro. Como acostumbraban a servirlo en el centro gallego de mi ciudad cuando yo era adolescente. El menú fue una muestra del que se llevaban antiguamente cuando iban a trabajar al campo. Carnosos mejillones al vapor de primero, huevos con migas, sabrosas sardinas asadas condimentadas con rúcula y otras plantas, y pan dulce de postre.

La tercera sorpresa fue cuando nuestros anfitriones se arrancaron con dos gaitas y un tambor y nos animaron con muñeiras y otros aires, que enseguida me trasladaron a tantos “ambientes celtas” como conozco, cada cual con sus matices, pero todos vinculados por algunos lazos invisibles o intangibles. Y aunque no puedo asegurar que allí se produjera magia alguna, quizá ya nos rondaba por las paredes y tablones de los corrales o la chimenea de la cocina de fuego. Así que, después de unas últimas piezas bailadas en el sitio, muchas palmas de acompañamiento y algunos gritos catárticos, salimos a la calle para toparnos con una noche ventosa y una luna llena “de sangre”.

Etapa 1.

El arranque del primer día fue más bien lento. Tras el desayuno hubo que acometer un nuevo acopio de material (chaleco, pala, etc.) y dejar el equipaje que no íbamos a utilizar. Y claro, aquello llevó su tiempo. Luego fuimos caminando hasta la playa y ayudamos a ir acercando los kayaks hasta la orilla. En tales maniobras me encontré con una familia (padres e hijo) y al ver que eran impares, le pregunté al chaval que si quería compartir embarcación conmigo. Me respondió que sí. Entonces no fui consciente de que aquello, más que un auténtico golpe de suerte, fue el primer síntoma de que los hados (o quizás las meigas) se habían puesto de mi parte. Dánel y su familia venían de Cartagena. Practica allí surf-ski y rema con buena técnica, desde el minuto uno nos compenetramos a la perfección. Y creo que ambos disfrutamos mucho durante todas las etapas remando. Él era el miembro más joven del grupo. Por mi parte, estoy casi seguro de ser el mayor de todos. Pero ni en el kayak, ni durante el viaje, hubo choque generacional alguno, todo lo contrario, congeniamos muy bien.

Con mi compañero de travesía (Imagen: Inés).

 

El grupo completo era muy variopinto. Había más hombres que mujeres, una franja de edad muy amplia y unas dedicaciones profesionales bastante diversas: varios docentes, una médica, un ingeniero aeronáutico, biólogo, fisioterapeuta, diseñadora de joyas, empresarios informáticos… qué sé yo, hasta un “comprador de juguetes” de personalidad más que interesante. Cuando uno entabla relación con un grupo totalmente desconocido, inevitablemente, en lo primero que se fija es en la apariencia. La vida me ha ido enseñando que eso siempre es un error. A las apariencias tendemos a asignarles sesgos, los cuales generan prejuicios. Y estos últimos acaban produciendo bloqueos, rechazos, etc. No hay más que ver cómo funciona el mundo para darse cuenta de ello: razas, procedencias, idiomas, culturas, vestimentas, símbolos (más adelante hablaremos de los símbolos), colores, etc. Afortunadamente, son muchas las situaciones que compensan ese modo de pensar y hace saltar los prejuicios por los aires. Me refiero a situaciones intensas de supervivencia, drama social, alegría colectiva desbordante, etc. Y los viajes nómadas por el medio natural y en convivencia intensa son otra buena manera. Y eso fue lo que pasó durante nuestro Camino. En cinco días de viaje, el proceso se encargó de “lavarnos” nuestra mentalidad, aceptarnos mutuamente y acabar muy unidos. ¿Magia gallega? No, en este caso la eficacia del mencionado proceso.

Salvo un par de barcos individuales para guías, el resto de la flota eran kayaks de dos plazas casi idénticos. Barcos largos (5,5 m de eslora por 0,73 de manga), de fibra, con timón abatible y muy marineros. Eran abiertos y con un par de desagües en cada bañera, que estaban semicarenados en su salida al casco. Personalmente prefiero las piraguas cerradas, aunque agradecí que, tratándose de barcos de empresa, fueran de fibra. Además, el tiempo acompañó durante toda la travesía, así que no eché de menos una bañera cubierta. El modelo en cuestión es el Tango doble de Paddleyak, una empresa sudafricana.

El tipo de kayak utilizado.

 

Empezamos a navegar con viento en contra y algo de oleaje. El grupo, como ocurre siempre en este tipo de viajes, aparentaba diversos niveles de control y ritmo, pero ninguna tripulación mostraba síntomas preocupantes de ineficacia. Todos éramos capaces de dirigirnos hacia un objetivo, mantener el rumbo y hacerlo a un ritmo eficiente. Nos reagrupamos al socaire de la primera batea que encontramos, en la cual se nos explicaron detalles del cultivo de los mejillones y otros moluscos. Me sorprendió el sistema de lastrado por el que controlan la altura de la batea con respecto a la superficie del mar: o depósitos de agua o bloques de hormigón. Las bateas más caras son las más exteriores de la ría, donde, al parecer, la riqueza de sustrato para el desarrollo de los cultivos es mayor. En cuanto a las licencias, hay las que hay, no aumenta su número, únicamente se pueden adquirir por traspaso.

Desde allí remamos otro trecho hasta una playa frente al puerto de Meloxo. La marea estaba muy baja. Allí tomamos un tentempié y café de termo, y pudimos caminar hasta el museo (abierto a la intemperie) de la Salgadeira de Moreiras. Otra “saladería”, pero esta visible, con derroche de piedra trabajada en todos los compartimentos que componen las fases del antiguo proceso de salazón.

De nuevo a bordo, continuamos costeando el margen izquierdo de la ría (la península de O Grove) hasta alcanzar el pueblo y atracar en una orilla detrás de su espigón. Por allí se percibía mayor ambiente turístico, aunque nada exagerado. Paseamos por el casco urbano hasta la altura de la lonja, para sellar nuestros “pasaportes de peregrinos” en un punto de información turística. Mientras algunos disfrutaban del aperitivo, el viento cayó, el sol apretó y el calor se impuso.

Apenas un trecho de centenares de metros remando nos permitió alcanzar la isla de La Toja. Una playa solitaria y agradable con forma de medialuna. Su parte terrestre era un campo de golf. Un agradable panorama de césped cuidado y rasurado, con algunos árboles y horizonte de mar. Allí comimos. Original y deliciosa ensalada, tortilla y empandas con relleno local (de mar y de tierra). Me di el primer baño de la ruta. El agua estaba buena y calmada, ideal para nadar un poquito.

Isla de la Toja. (Imagen: ¿?).

 

El siguiente trecho de remanda fue algo más largo, en dirección norte y vigilando el tránsito de barcos de pesca. Nos permitió alcanzar la isla de Arousa y atracar en una cala en mitad del área de reserva natural. Entre el equipaje colectivo, nuestros guías portaban máscaras de snorkel y algunos trajes de neopreno. ¡Menos mal! Porque allí el agua sí que estaba fría. Mucho, lo garantizo. Me puse uno y estuve un buen rato buceando entre las rocas más cercanas. Pude ver algunos pececillos minúsculos de varios tipos, así como un modesto banco de jargos de buen tamaño. Sin embargo, el mejor recuerdo fue descubrir una concha de vieira en perfecto estado, de buen tamaño, vacía, pero con sus dos “tapas” aún articuladas. Me zambullí la cogí y formó parte de mi equipaje para el resto del peregrinaje.

La concha, que hoy en día es el icono global más reconocido del Camino de Santiago, se empezó a utilizar como símbolo de reconocimiento de los peregrinos que ya habían completado el peregrinaje, para que lo lucieran en su gorro o en su capa. Servía para distinguir a los que regresaban de los que iban. Pero claro, ahora la mayoría regresamos por otros medios. Por lo tanto, entonces, se les daba al llegar. Esta costumbre ya estaba descrita en el Códice Calixtino, la que podemos considerar como “primera guía institucional” del Camino. El origen de su utilización mantiene diferentes teorías que van desde la mera practicidad como herramienta portable, hasta que pudiera haber sido un pionero suvenir puesto de moda por los avispados mercaderes compostelanos ante la afluencia creciente de peregrinos hace siglos. También cierta anécdota relacionada con un jinete y una dama en una fiesta local de la que pudieron ser testigos Atanasio y Teodoro.

Al buceo siguió un breve paseo por los alrededores, pudiendo ver playas y mar por todas partes, porque la isla tiene una forma bastante irregular. La remada de la jornada finalizó costeando en dirección este, hasta alcanzar una playa con algo de gente, en la que desembarcamos con cuidado para instalarnos en un camping. Era pequeño y agradable. Fue la primera de nuestras tres pernoctas en tiendas de campaña. Allí empezó un protocolo al que enseguida me acostumbre: montar la tienda, hinchar el colchón, ducharme y apuntar las notas del día mientras me bebía una “estrella”. Luego tertulia de presencia creciente de miembros del grupo hasta la hora de cenar.

Caminamos hasta un extremo de la playa. Había allí una especie de marisma que hubiera resultado atractiva al atardecer, de no ser porque el turismo de masas (¡y mala educación!) había convertido el lugar en un “campo de minas biológicas”. Nos instalaron a cenar en un chiringuito rústico agradable, con techo de madera, pero sin paredes. Buey de mar, almejas, jamón asado, excelentes patatas y un blanco de las Rías Bajas para regarlo todo. La cena derivó en baile y juerga. Dos peregrinos se alternaron como DJs y dos parejas nos asombraron con su dominio del swing, el foxtrot o lo que se les pusiera por delante. En cuanto a las copas, siguiendo el consejo de alguna amistad gallega de hace años, me incliné por el licor-café, un clásico de las noches gallegas que nunca se sabe cuándo y cómo acaban.

Etapa 2

Valle-Inclán nació en Vilanova de Arousa. El prestigioso literato fue uno de los miembros más reconocidos y reconocibles de la denominada Generación del 98. Esos días andábamos nosotros peregrinando por su tierra, por su mar y por el juego de sus mareas. El dramaturgo, poeta, ensayista y autor de sus “esperpentos” literarios conoció bien a otro escritor coetáneo, de mínima fama, pero gran valía: Ciro Bayo. Tal es así que hay expertos que aseguran que lo retrató en uno de los personajes de “Luces de Bohemia”. En concreto en don Peregrino Gay, de quien decía que “ha escrito la crónica de su vida andariega en un rancio y animado castellano”. La casualidad quiso que, en el momento del viaje en kayak, anduviera yo leyendo un libro escrito por Ciro Bayo que, precisamente, se titula “El peregrino entretenido”. En él, el autor fabula a costa de un viaje real que hizo a caballo desde Madrid hacia Yuste. No se trataba de un peregrinaje religioso, pero sí de un deambular que el mismo explicaba…

“Soy un caballero andante de nuevo cuño, o si le parece a usted mejor, un pícaro; porque a esto viene a parar la antigua caballería traducida a la prosa de la vida corriente. Soy también letrado, que es lo mismo que decir hidalgo pobre dos veces, con la agravante de conllevar con buen ánimo y conformidad mi pobreza […] También me siento enemigo de la sociedad actual; yo, que odio la vida reglamentada y codificada, no soy ni idealista ni utopista, ni pensador ni energúmeno, ni apóstol ni sicario. […] Como pájaro emigrante, siento con el buen tiempo necesidad de volar; la nostalgia de la vida de campo, de vagabundear al sol y al aire libre. Unas veces a pie, otras en cabalgadura, salgo de la ciudad casi todos los años y hago una correría, más o menos lejana, para gozar de la buena vida bohemia. […] Al oscurecer, me alojo en mesones o me hospedan en hidalgas moradas. Como quiera que sea, antes de acostarme me quito el traje de viajero, sucio de polvo y de barro, y, como dice elegantemente Maquiavelo, me reviso con el pensamiento un traje de corte, con manto de armiño, para anotar las impresiones del día”. (Ciro Bayo).

Y así, grosso modo, 111 años después, peregrinábamos nosotros con un talante no demasiado alejado del de aquel singular personaje. Tras un desayuno que incluyó pan con aceite y tomate, nos asomamos a una mañana brumosa y apacible con el mar como un plato. Empezamos remando en fila india, jugando a dar puntadas imaginarias que cosían todas y cada una de las rocas de la línea de costa de la Isla de Arousa, rodeándola en el sentido de las agujas del reloj. Una primera parada nos dejó en una playa del Parque Natural, en un instante de pugna entre la niebla y el resol. Aquello era un paraíso para la observación del micromundo intermareal. Al estar en bajamar, todo andaba visible: conchas, rocas, pozas, algas, etc. Mucho que observar y en lo que fijarse, muestras vivas o solidificadas de vida existente en múltiples formas y plazos. La variedad de conchas es francamente amplia por allí, mucho más de que estoy acostumbrado a observar en el Cantábrico. Algunas rocas pequeñas, recientemente partidas, mostraban sus cristales de cuarzo limpio. Hicimos un entretenido itinerario de ida por un camino de arena que lindaba con el bosque, y regresamos por la orilla húmeda al borde del agua.

Parque natural Isla de Arousa.

 

De nuevo en los kayaks, continuamos caracoleando entre las rocas, esquivando las ocultas en el último instante y con la neblina haciéndose más densa por momentos, hasta que nuestro guía decidió que era el momento de abandonar la costa, la isla y las referencias visuales de tierra y poner rumbo (supuesto), hacia una isla que no podíamos ver: la de Areoso. Fue un tramo con gran presencia de algas de superficie, grandes, pesadas y correosas. Lo único visible eran unas pocas bateas que surgían con aires fantasmagóricos cuando ya estábamos cerca de ellas. Y así, de repente, al cabo de un rato remando, nos pareció vislumbrar, al frente, una especie de acantilados blanquecinos que, al acercarnos más, resultaron ser un talud de arena de tres o cuatro metros de altura que, por la bruma, había parecido que estaba mucho más alejado.

Estábamos en la isla y atracamos en la playa mientras los mariscadores andaban, a golpes de cadera, rastrillando el fondo con aparatosos aperos, a la caza de almejas u otros moluscos. No éramos los únicos piragüistas en tan paradisíaco escenario, había algún que otro grupillo por aquí o por allí. Durante el consiguiente paseo de circunvalación al islote, cada cual a lo suyo, el sol se impuso y eliminó cualquier rastro de neblina. Dicen, aseguran… y yo lo creo y lo confirmo, que, por allí, entre unas rocas, hay un dolmen que no se debe visitar. Resulta más fácil localizarlo que enterarse de que no se puede visitar. Mientras el visitante se lo piensa, la marea silenciosa sigue su curso y o sube o baja, como cualquier persona que te encuentres en unas escaleras. Y si no llevas bien la cuenta de las horas, en determinados momentos no sabrás si está bajando o subiendo. Y a la marea, como a determinadas personas que puedes encontrarte en mitad de tales escaleras, no puedes preguntarle si sube o baja, porque no te va a contestar, o lo hará con evasivas ¡esto es Galicia!. Así le estuvo ocurriendo a alguno de nosotros cuando interrogaba al mariscador más cercano, en plena faena, sobre diversas cuestiones de su arte… al final todo dependía… del tipo de almeja, de la época, etc.

Isla de Areoso

En plena faena... ¡depende!

Areoso

 

Tomamos un bocadillo y, entre eso y el calor, se apoderó de nosotros una evidente vagancia que únicamente pudimos sacudirnos con un baño. Un gélido baño en un agua tan transparente como fría. Aquello nos puso en acción y reemprendimos la remada rodeando la isla y marcando rumbo norte para recalar en otra playa más ocupada de bañistas, situada en el extremo norte de la isla de Arousa. Llegó el momento de un vermut y de la posterior comida en un chiringuito bajo una tejavana. Sabrosa comida ligera y café. El mediodía había sido muy caluroso, pero allí parecía refrescar, y la niebla parecía empezar a ganar la partida de nuevo. Remando hacia el oeste, nos agrupamos para cruzar el canal de navegación que separaba la isla de la ribera norte de la ría. Dánel y yo aprovechamos una oportunidad para jugar un poco cogiendo la ola de la estela de uno de los barcos que se nos cruzaron por el trayecto. Un poco más tarde, navegando en flotilla por la popa de un buque militar, recibimos el saludo sonoro de su capitán, al que respondimos con un sonoro vitoreo y, quién sabe si un poco de pitorreo. Nos mantuvimos disciplinadamente reunidos hasta alcanzar una playa en la orilla opuesta. Allí desembarcamos entre la gente y cierto juego de un oleaje orillero que revolcó algún kayak. Habíamos llegado a Pobra do Caramiñal

Por cuestiones de procedencia profesional, decidieron encomendarme la dirección de los estiramientos finales. Lo hice durante un rato y aproveché para plantear un ejercicio-reto que aparenta bastante complicación, el juego se repetiría un par de veces durante el resto del viaje. Aunque el camping resultaba menos acogedor que el anterior, la zona de acampada, separada de la vorágine de caravanas y bungalós, resultaba muy tranquila y, al estar muy elevada, nos ofrecía unas magníficas vistas de la ría, con sus bateas, en aquel sector, perfectamente alineadas en filas. Monté la tienda, me duché y me senté a escribir mis notas. La rutina diaria.

Pero luego salí a pasear y me topé con la pareja más joven de “bailarines” a los que aquí, cariñosamente, llamaré M&M’s. No creo que les moleste, especialmente a él, que mostraba un humor fino y discreto, que repartía con ingenio y generosidad, pero al que había que estar muy atento para no perdérselo. Total, que los tres nos encaminamos por una pasarela de tarima que trazaba un serpenteante recorrido medio en bosque medio asomado a la ría. Se nos unió un animado joven que se nos había hecho popular anteriormente como DJ propio, y anduvimos disfrutando del paisaje y hasta encaramándonos a una peña que coronaba aquel entorno marítimo-terrestre. La sorpresa, el regalo, vino al regresar. Al bajar de la peña, pocos metros antes de una explanada abierta al mar, algo en el agua nos llamó la atención. Una familia de delfines de gran tamaño. Estábamos lejos, bastante elevados, pero pudimos seguirles el rumbo con la vista durante varios minutos, mientras salían, cada poco tiempo, a tomar aire. Parecía una familia. Una pareja con una cría. Eran francamente grandes, algo parecido a lo que por mi tierra denominamos calderones. El paseo finalizó en un chiringuito, completamente ajenos al estado de la marea, más centrados ya en nuestra conversación y unas cervezas.

Un tramo de nuestro paseo.

 

Peñas y bateas.

Aquella noche cenamos de barbacoa. Los campings de la zona suelen tener unos espacios con parrillas centralizadas, cercanas a fregaderos. Los organizadores del viaje se pusieron a trabajar a fondo y, con saber hacer y mucha paciencia, nos demostraron dominar con maestría los secretos de un elemento tan ancestral como es el fuego. ¿Secretos familiares, tradiciones medievales… quién sabe?. Allí no se preguntan esas cosas. Hubo de todo. Excelentes pimientos a la brasa, una pierna asada deliciosa y hasta algunas caballas que nuestro guía Miguel había ido pescando desde su kayak durante la ruta.

Me parece buen momento este para romper una lanza en favor del organizador y sus colaboradores. Su trabajo es enorme, eso es algo que queda de manifiesto a lo largo de todo el viaje. Pero es que además son unos profesionales de gran valía y amplia diversidad de competencias: de guía, de navegación, de seguridad, culinaria, animadora, musical, etc. Llevo toda mi vida involucrado en el mundo de los equipos deportivos y de la educación de grupos de diferentes edades, desde niños de Infantil hasta adultos, pasando por Primaria, adolescentes y universitarios. Cuando impartiendo formación a entrenadores o a futuros docentes explico cuestiones relacionadas con la gestión de grupos, tocamos asuntos como el liderazgo, la empatía, el talante, la comunicación, la disciplina, etc. Pocas veces he podido disfrutar de un ejemplo real tan apropiado como el que viví aquellos días. El talante de nuestro “líder” Carlos era alegre, de camaradería, relajado y bromista. Hasta ahí todo relativamente frecuente. Sin embargo, y aquí está la clave, simultáneamente, conseguía que los ajustes de tiempo-horario fueran perfectos (sin que ninguno sintiéramos rigidez durante el viaje), que calentásemos y estirásemos cada día, que todo el mundo navegase con el chaleco puesto siempre (algo difícil de conseguir), etc. Mis felicitaciones al equipo. Francamente competente.

Etapa 3.

Desayunamos en nuestra zona de acampada con “autoservicio” con recursos propios de la “expedición”. La mañana estaba muy calmada y con una niebla que, sin ser excesivamente densa, cubría el panorama y mantenía al sol ausente. Tal atmósfera, una vez en el agua, resultaba mágica, aportaba una sensación como de estar en algún sitio desconocido, como evadidos de los tiempos y lugares actuales. Tras embarcar, navegamos costeando la ribera norte de la extensa ría de Arousa. En un momento dado, paleando entre bateas, nos percatamos de la presencia de delfines. Fueron varios que surgieron en dos momentos diferenciados. La segunda vez, concretamente, Dánel y yo tuvimos la fortuna de verlos bastante cerca, porque pasaron por nuestra proa antes de irse alejando hacía unas bateas. Imagino que para los demás aquel encuentro resultara tan emocionante como para mí. A lo tonto (o no tanto) llevo más de treinta años paseando o viajando en kayak. Me consta que, por mis aguas habituales, en alguna ocasión poco frecuente, alguno de mis amigos ha tenido la fortuna de ver delfines evolucionando cerca de su kayak, pero a mí no me había pasado. Tuvo que ser en Galicia, en el Atlántico, y reconozco que me hizo muchísima ilusión.

Recuperados de la emoción y tras protegernos detrás de una batea, ante la amenaza de un patrón pesquero nada empático y excesivamente “testosterónico”, continuamos rumbo hasta recalar en las arenas pegadas a un espigón en el casco urbano de Pobra do Caramiñal. Caminamos hasta la oficina de turismo, donde sellamos nuestros pasaportes de peregrinos, recibimos algunas explicaciones, comimos churros y nos hicimos fotos.

El grupo posando en el cruceiro de Pobra do Caramiñal. (Imagen: ¿?).

 

Aquel es un punto importante del itinerario Xacobeo del Mar de Arousa y Ulla. De hecho, allí mismo, junto a la oficina de turismo, está plantado el cruceiro número 17 de los 18 que componen el que dicen que es único vía crucis fluvial del mundo. La idea es relativamente reciente, aunque el aspecto de los referentes (los cruceiros) es tradicional y antiguo. Todos ellos tratan de ser visibles desde la navegación. Están más espaciados en la ría, pero mucho más seguidos y alineados a medida que ésta se va transformando en el río Ulla. En el seno de nuestro grupo, a partir de entonces, cada vez que alguien divisaba uno, se sucedían algunos alaridos a modo de aviso, confirmación de existencia peregrina o simple invocación al más allá… ¡cruceiro!. Y es que nuestra ruta, nuestro peregrinaje, nuestro pasaporte peregrino… se correspondían con la antigua Ruta da Traslatio, ahora denominada Ruta Xacobea Mar de Arousa y Ulla. El asunto de la Traslatio tiene su fundamentación en el pasado: Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, tras la muerte de Cristo, habría iniciado su labor apostólica en el entorno de Jerusalén. Su vocación evangelizadora debió cuajar con fuerza pues lo habría hecho alcanzar, incluso, las entonces alejadas costas del sur de la península ibérica. Desde allí, seguiría su labor pastoral hacia el norte, alcanzando Iria Flavia (actual Padrón). Es precisamente allí donde el actual peregrinaje náutico se convierte en pedestre.

Sin embargo, de regreso a Tierra Santa, el santo fue apresado y decapitado por orden de Herodes Agripa I. Según parece, por incumplir cierta prohibición de predicar el cristianismo. Esas cosillas que siempre andan surgiendo entre poderosos y revolucionarios, mandamases y agitadores… algo de lo que no deberíamos sorprendernos hoy en día, aunque recientemente el envenenamiento se haya mostrado como un método mucho más limpio y libre de sospechas. Tras la ejecución, siempre desde el relato de la tradición, dos de sus discípulos, Atanasio y Teodoro, quienes “habrían llevado su cuerpo (conservado de alguna manera) por el mar Mediterráneo en una mítica embarcación de piedra y habrían costeado el Atlántico nuevamente hasta Galicia, donde lo habrían enterrado justamente en Iria Flavia, donde el obispo Teodomiro lo halló en el siglo IX”. (Wikipedia). Todo ello con el fin de cumplir cierta premonición atribuida a San Jerónimo, según la cual, una vez dispuesta a la partida de todos los apóstoles hacia distintos destinos, a sus fallecimientos, cada uno de ellos sería sepultado en la región más alejada de entre aquellas en las que hubiese predicado el Evangelio.

Todavía en el pueblo, unos pocos nos encontramos merodeando por la iglesia gótica, que acoge varias esculturas de piedra en los muros de sus fachadas exteriores, varias de ellas alusivas a Santiago o su historia (o tradición). Desde el templo, caminamos por una calle peatonal que actualmente tiene el estatus de ser reconocida como el antiguo Camino de Santiago de la localidad. Como por allí andaban algunos compañeros agrupados en diferentes bares, me senté con “mi familia de acogida” y nos tomamos una tortilla de patatas (excelente ¡qué patatas!...) y una ración de pulpo deliciosa.

Bien alimentado por mi "familia de acogida".

 

Al volver a las embarcaciones, algo de frío se había ido apoderando de nuestros cuerpos. Nos lo sacudimos remando hasta un islote que prácticamente dejaría de serlo con marea alta muy viva pero que, aquella mañana, se “creía” isla más grande, y exhibía un extensísimo catálogo de conchas y restos solidificados y mineralizados de diferentes seres vivos que el tiempo se había ido encargado de calcificar. Una especie de acumulación “coralina” de la vida de la ría. Tenga topónimo propio o no. Para nosotros (y para él) el islote se quedará registrado como la isla de Carlos.

En el islote de Carlos.

 

Apenas a un puñado de hectómetros se encontraba una playa desierta hacia la que remamos y en la que dejamos reposando los barcos. Nos esperaba una sabrosa paella cocinada por el equipo de apoyo, que, de vez en cuando, unos días sí y otros no (al ritmo de los pimientos de Padrón), aparecía para darnos cierta cobertura alimenticia. Comimos al aire libre dispersados por las mesas fijas de un bosquecillo. De sobremesa, en un chiringuito, algunos nos tomamos el peor café de todo el viaje. Auténtica aguachirri servido sin ganas y con mala cara. Una excepción.

Por la tarde acometimos una remada bastante más larga, interrumpida por una parada de mero descanso en una zona arenosa de ribera, plagada de pulgas de arena. Novedad para muchos, no para mí, aunque sí que me sorprendió la superpoblación de las mismas. Y es que, para todo, la vida en esta ría no deja de sorprender y desbordarse. Estar, también estaban allí una pareja de vecinos de edad avanzada. Parecían estar viendo pasar la vida, o moverse la marea (ellos seguro que son capaces de verlo), sentados al borde de una casita, en la orilla, rodeados de embarcaciones varadas, cabos rebozados de algas, cochambrosos contenedores reconvertidos en trasteros, etc. Apenas cruzamos unas palabras con ellos. Esto es algo que eché bastante de menos en este viaje, una mayor interacción natural y espontánea con gente local. Pero claro, entre las horas de kayak, las paradas en lugares desiertos (afortunadamente) y el hecho de ser un grupo bastante numeroso (y por lo tanto más bien imponente), las posibilidades se vieron minimizadas.

Remando en flotilla. (Imagen: ¿?).

(Imagen: Inés).

 

Desde allí cruzamos otro ancho entrante de agua hasta pasar cerca de Rianxo. Hacía tiempo, desde la isla de Carlos, que el sol había surgido de entre la bruma haciéndola desaparecer. Remamos con algo de brisa a favor. Tras doblar un modesto cabo, alcanzamos una paradisíaca playa en forma de medialuna, toda ella rodeada de vegetación. Tras dejar los kayaks bien ordenados, me pegué un baño nadando a placer en una superficie de agua completamente calmada. Luego tuvimos que cargar con nuestro equipaje, ascendiendo hasta otro camping que nos recibió con una buena campa en la que montar las tiendas con vistas a la ría y a poniente. El atardecer fue mágico, notas y cerveza a medida que el sol iba cayendo, y progresiva reunión colectiva informal que se hizo plenaria poco antes de la magnífica puesta de sol.

La cena fue entretenida, festiva y sabrosa. Langostinos, costillas a la brasa y postre, todo ello regado con vino blanco regional. Tras la misma, con toda la gente aun sentada, la oscuridad se hizo dueña del ambiente, y una especie de druida celta surgió, nadie supo de dónde, y con un viejo pergamino en la mano se acercó hasta un recipiente de barro en el que un hombre preparaba una queimada. La luz de la lumbre, de nuevo el fuego, aunque este más azulado, y dibujando figuras con la diestra mano del alquimista, se erigía en protagonista de la escena. De la garganta del druida, con grave vozarrón surgían sortilegios, encantos, brujas, trasgos y demás criaturas marginales. Y un reclamo reiterado y redundante parecía irse marcando a fuego (este figurado) en cada uno de nosotros: lume… lumbre, fuego… ¡lume! A modo de grito de guerra, ya no nos abandonaría en todo el viaje hasta nuestra llegada a la Plaza del Obradoiro.

La mágica escena, la noche y quién sabe si las ocultas fuerzas desencadenadas por los encantos y la transformación de las sustancias allí trajinadas provocaron un progresivo proceso de liberación y desenfreno que se fue manifestando en griterío y bailoteo. La intensidad fue en aumento, liderada por Miguel con su guitarra, acompañado por un virtuoso de la percusión manual. Juntos y solos, terrenales ellos, se aliaron con lo que por allí fuera que rondaba, y espoleado todo con el licor-café y otros brebajes, acabaron convirtiendo aquello en una especie de aquelarre festivo. Nada que pueda extrañar en las costas atlánticas de este lado del charco. Hay gente que dice que vio luces azuladas parpadeantes que surgieron de la nada a modo de nave espacial de la que, insisto, comentan, descendieron dos presencias con aspecto alienígena. Otros, los más atrevidos, penetraron en la espesura vegetal, en busca de, quién sabe si los secretos de las mareas, que localizaron en unas “rocas”. Hay rumores de que la tierra, celosa y fangosa en aquella frontera indefinida entre el reino sólido y el líquido, intentó tragarse a más de uno. Pero no puedo garantizar nada porque no fui testigo de ello, son cuchicheos que la resaca de una larga noche de verano trajo a la luz del día siguiente.

  

 Enlace al disco de Miguel, para escuchar parte de la "banda sonora" del Camino en Kayak.

Etapa 4.

La niebla se hizo especialmente presente la mañana siguiente. Tras el desayuno y el traslado de equipaje, ya en la playa, la superficie del agua se fundía en un gris claro con la pantalla de horizonte sin referencias. Embarcados todos, fuimos siguiendo a nuestro guía, que optó por costear la margen derecha de la ría (este modo de aplicar referencias en cursos fluviales siempre se tiene en cuenta en el sentido del descenso, aunque nosotros fuéramos remontando). La idea era mantener constante contacto visual con una orilla. Lo que ocurrió es que aquella mañana, conjuros nocturnos aparte, meigas o espíritus, fue la marea, su fuerza viva, la que se hizo con el poder y lo mantuvo durante todo el día. Literalmente, estuvimos a su merced. Así que, en algunos meandros, quienes no se separaban un poco más de la orilla, acabaron embarrancando en el lecho arenoso, teniendo que bajarse para arrastrar la embarcación, porque por la mañana la marea estaba baja, además de seguir descendiendo. En tales condiciones, tras haber remado un buen rato, y algo alejados de la ribera para no volver a encallar, organizamos una especie de balsa agrupando todos los kayaks, para tomar un tentempié. Cuando fuimos a retomar la marcha, el conjunto había perdido toda referencia visual y, además, a causa de la corriente, había derivado mucho. Los GPS o su interpretación no acababan de acertar. Las decisiones iniciales resultaron demasiado tímidas. Inés puso un eficaz apoyo con el de su móvil, y al final acabamos vislumbrando unas borrosas copas de eucaliptos entre el fondo blanquecino. ¡Habíamos cambiado de margen sin darnos cuenta!.

Ya situados, iniciamos el remonte del final de la ría en dirección al río Ulla. La ría se iba estrechando progresivamente y el sol, finalmente, acabó disipando la niebla. A la vista de las dos orillas con nitidez, navegábamos con viento a favor y corriente en contra. Nuestro kayak decidió comprobar qué resultaba mejor, marcando su rumbo por en medio del curso. Con los demás como referencia, comprobamos que la marea imponía su poder por lo que era mejor opción remar cerca de la orilla, donde algo de contracorriente aliviaba la fuerza de la marea, aunque se perdiera apoyo de viento. En el momento de máxima bajamar nos detuvimos en un parque para comer. Comer y sestear, porque había que hacer tiempo, forzosamente, para esperar a que retornase suficiente cantidad de agua como para hacer el río navegable aumentando su calado en las zonas más delicadas. A partir del cambio de la marea, volvimos a remar, ahora con corriente y viento a favor. Nada mejor que aliarse con los elementos. Buen momento para remar por el centro del curso de agua y de paso, surfear algunas olillas, pequeñas pero continuas, que se generaban. Fue un momento muy divertido.

Hubo otra parada en una especie de bar con aspecto de pazo por su construcción en piedra y su escalera ajardinada desde la orilla. No acabo de recordar con exactitud si fue antes o después de aquella última parada intermedia el momento en que “formalmente” pasamos de la ría al río. Desde un punto de vista objetivo, tal punto no existe en una ría de estas características (en casi ninguna) ya que es algo que depende, cada día, del coeficiente existente y del volumen de agua que traiga el río en función de las lluvias, deshielos, etc. Pero allí, en la de Arousa lo localizan con precisión por motivos históricos. En un punto concreto, a ambos lados del curso fluvial se erigen los restos de una fortaleza y una pareja de torres (sobre todo la de la orilla izquierda).

Restos de una de las torres de defensa del río Ulla.

 

Aquello son los restos de unas defensas erigidas por la población local tras haber sufrido el acoso de algunas incursiones vikingas. No me extrañaría nada que Olav (sobre quien espero escribir algo en la próxima entrada) hubiera capitaneado alguna de aquellas escaramuzas. La solución vino con las torres y con la instalación de una cadena, sumergida de orilla a orilla, apoyada sobre el lecho del río y que se tensaba, elevándose, para cerrar el paso de barcos río arriba. Este recurso, lejos de ser disparatado, ya fue utilizado (creo recordar) en alguna batalla de las Guerras Médicas, y (eso sí que recuerdo bien el haberlo leído) como protección naval en Constantinopla algunos siglos después. Como recuerdo de aquellos tiempos, detrás de la torre que sigue medianamente en pie, había dos réplicas de drakares vikingos que se utilizan como reclamo turístico y como parte del atrezo en una romería vikinga anual que se celebra en la comarca.

Los vikingos me han hecho recordar un asunto que tiene mucho que ver son la simbología. El Camino de Santiago, cualquiera de ellos, está empapado de iconografía simbólica. Los cruceiros, las conchas, los pasaportes, las señales… en pleno siglo XXI, pulseras y banderas representan ideales muy personales o afinidades políticas masivas. Nacen más y más banderas para una tan ansiada y sobrevalorada “visibilidad”. Los “iconos-emocionales” inundan nuestros mensajes, etc. Hay una manifestación física de la simbología que ha estado muy presente en el ser humano a lo largo de gran parte de la historia de la humanidad. Una costumbre muy personal y bastante afirmativa ya que, una vez decidida, al menos hasta ahora, ha tenido difícil vuelta atrás. Me refiero a los tatuajes. Vikingos (no estoy seguro), pero sí maoríes, algunos africanos, tribus musulmanas, intuís y una amplia cantidad de etnias por todo lo largo y ancho del planeta han tenido costumbre de tatuarse. Durante los últimos siglos, poca gente en “occidente” se tatuaba, algunos navegantes, presidiarios, grupos algo marginales, etc. Sin embargo, en las últimas décadas el comportamiento social occidental con respecto a los tatuajes ha dado un giro tan espectacular que, hoy en día, se ha convertido en tendencia masiva. Personalmente no tengo tatuaje alguno, sin embargo, es este un tema que me fascina como fenómeno sociológico. No tanto por la carga de mera moda que parte de él pueda tener, sino en cuanto al interés o poder simbólico que para muchas otras personas representa el hecho de tatuarse. Entre nuestro grupo, sin buscarlo en absoluto, detecté algunas personas con tatuajes. No adquirí la confianza suficiente como para preguntarles por su origen, motivación personal, etc. Pues supongo que fueran asuntos, precisamente, bastante personales. Pero me llamó la atención encontrar, en cuatro ejemplos que ahora recuerdo, cuatro “estilos” muy diferenciados, al menos desde mi ignorante punto de vista. Un chico joven llevaba bastantes dibujos no coloreados, de precisa factura, calidad de dibujo y una situación topográfica muy estudiada, con cierta asimetría corporal, en hombro y pierna. Un estilo que veo con frecuencia en deportistas que conozco. Entre aquellos dibujos, uno, algo discreto, me llamó la atención, hacía referencia a una temática muy actual y tecnológica, que encajaba totalmente con su vocación profesional. Otro compañero de viaje exhibía mucha mayor superficie corporal decorada. Sus representaciones gráficas eran francamente trabajadas, recuerdo un amplio paisaje muy bien dibujado. Un auténtico lienzo artístico. No me fijé al detalle en las posibles alusiones que pudieran desplegar los dibujos de su piel, pero recuerdo haber mantenido con él una conversación sobre música en la que nos habló de un guitarrista de rock y de un tema titulado “La leyenda del hada y el mago”. Ya el enunciado muestra connotaciones directas hacia la simbología, las tradiciones, el valor de lo intangible, etc. Atributos que están muy presentes en el Camino. Otro joven, al estar en bañador, lucía un discreto tatuaje simple y discreto. Tenía un aspecto antiguo, con un trazado y una coloración que me recordaba a aquellos que aparecían en el antebrazo algunos pescadores o marineros de los que veía en el barrio pesquero o en las villas marineras cuando yo era pequeño. Muy alejado de la finura y precisión de los “trabajos” actuales. Su simbología parecía casi rúnica, seguramente no tuviera nada que ver con los alfabetos vikingos, pero sí que rememoraba una simbología básica o ancestral. Ignoro su origen, me quedé con las ganas. Por último, había una chica que portaba, por aquí y por allá, en diferentes recovecos de su cuerpo visible, pequeños símbolos sencillos. No tan rústicos como el anterior, algo más elaborados y artísticos, pero nada ostentosos, como queriendo representar mucho (simbólicamente hablando) con poco.

Lo que más me atrae del comportamiento humano con respecto a los tatuajes es que da un paso más (un paso decidido y definitivo) hacia el apego por uno o varios símbolos, más o menos explícitos. Casi todos, actualmente, consciente o inconscientemente, nos aferramos a determinada simbología. La mayoría a través de los iconos de determinadas marcas (de motos, coches, ropa, etc.), siglas, escudos de equipos, banderas ideológicas, etc. A menudo, una amplia mayoría vamos más allá y nos vestimos con prendas que muestran un mensaje claro, que puede ser reivindicativo o pretender, de algún modo, caracterizarnos ante los demás. Pero quienes se tatúan incorporan la simbología a su cuerpo, a su ser y estar en el mundo. Deduzco que tienen que estar más convencidos y supongo (puede que me equivoque) que lo que incorporan tenga un valor especial para ellos. Conozco muy de cerca dos ejemplos que no me sirven para satisfacer completamente mi curiosidad sobre este tema. El de aquellos que tras participar en unos Juegos Olímpicos o completar un Ironman, se tatúan los aros olímpicos o el deseado logotipo de la franquicia como muestra de su logro. Estoy seguro de que entre el resto de la gente hay motivaciones simbólicas mucho más “interiores”, poderosas e interesantes.

A lo largo de la primera parte del río Ulla, mi compañero y yo nos dedicamos a remar dos largos tramos con cierta intensidad. De frecuencia y de impulso. Nos apetecía porque el viento a favor invitaba a tratar de sacarle al kayak una buena velocidad. Además, pensé que no le vendría mal a él incluir un par de series en su último día de remada, teniendo en cuenta que a la semana siguiente iba a tener una prueba de surf-ski para la que no estaba pudiendo entrenar de modo óptimo. Al acabarlas, nos parábamos a esperar al grupo. Después, el río empezaba a trazar sinuosos meandros entre juncos y vegetación de marisma. Algunos de ellos, dejándonos llevar por el viento o siguiendo al guía en fila, los “atajábamos” a través de estrechos canales naturales. En el tramo final, poco antes de llegar a destino, el cauce del río estaba canalizado con piedra. A babor el panorama no resultaba bonito porque lo ocupaba una fábrica de papel o de explotación de eucaliptos. Tras una curva de amplio radio, el puente que une Pontevedra con Coruña apareció ante nosotros y remamos hasta enhebrar alguno de sus múltiples ojos dando por finalizada la travesía de cuatro días.

Últimos metros en kayak, Pontecesures. (Imagen: Inés).

 

Tras dar media vuelta para alcanzar un pantalán, desembarcamos, subimos las piraguas a la calle y esperamos nuestro equipaje completo y al reparto de habitaciones. Una vez aseado y organizado para afrontar la transformación de piragüista a caminante, me di una vuelta por la localidad. Pidiendo perdón a su vecindario, tengo que decir que no me pareció atractiva y que su organización urbanística me resultó algo caótica, como asediada o cosida por las carreteras exteriores, algunos pasos elevados y la vía del tren. El puente sí que es bonito, y el río, desde el puente hacia su origen parece ser más frondoso, más apetecible. A las afueras descubrí un barrio, o quizás un pueblo adherido, con una iglesia interesante, rodeada de un camposanto repleto que la abrazaba de tal manera que el templo parecía como una tumba más que hubiera acabado creciendo de entre las demás, hasta acabar convertida en iglesia. La navegación finalizaba como empezó, de cementerio en cementerio, con un poderoso culto a la muerte, o a otro tipo de vidas y con derroche de simbolismo por todas partes. Una vez más en esta tierra que tanto se aferra a lo inmaterial.

¿Una iglesia que emerge de entre las tumbas?

 
Símbolos que surgen por las esquinas.

Aquella velada resultó menos lucida que las anteriores. Y no por culpa de nefasto vino con el que invité a mis compañeros de mesa (francamente malo). La lasaña estaba muy buena, pero no estábamos todos (otros habían sido hospedados en otro hotel) y, además, en la atmósfera parecía respirarse cierto aire de finalización. La navegación era ya historia y por delante teníamos una larga caminata, pero Santiago estaba ahí, a la vuelta de la esquina.

Etapa 5.

Tengo un libro en casa, que es una edición limitada, publicada con primor, con muchos dibujos a plumilla y un aspecto como pasado de moda, que trata con profundidad el componente artístico e histórico del Camino de Santiago portugués. Lo firman el Padre Fidel Fita y Don Aureliano Fernández-Guerra. En él se explayan bastante en Pontecesures, por cuyo puente salimos caminando aquella mañana, y en Iría-Flavia, origen histórico de Padrón. Aquella mañana madrugamos más que de costumbre porque había que recorrer 28 kilómetros y llevarían su tiempo. El día se mantuvo nublado, lo cual resultó genial para el cometido. Nos organizamos en un libre discurrir, con unas pocas paradas de reagrupamiento indicadas de antemano. Así que durante la jornada ibas caminando a solas o conversando con unas u otras personas según cada momento o situación. Nada más reunirnos me di cuenta de que, sin premeditación, formaba parte de los tres únicos “disidentes” del grupo: todo el mundo llevaba puesta la camiseta “corporativa”. Quizá por mi condición de cántabro, o de santanderino, o, simplemente por mi forma de ser, soy muy poco dado al asociacionismo y menos aún al corporativismo, incluyendo en ello mi ocio. No es que me sienta especial, es más sencillo, es que me cuesta mucho apegarme a corrientes colectivas que no conozco del todo, con las que llevo poco tiempo, que no necesito que existan como tales, etc. En cualquier caso, llegado el momento, a pocos kilómetros de Santiago, ante la “presión” de algunas de aquellas nuevas amistades, me enfundé la camiseta (más que usada) como uno más.

Pero antes de aquello me vi introducido de lleno en el fenómeno del peregrinaje a Santiago, y aunque no fue por la vía más institucionalizada (la del Camino Francés), al ser verano, en año jubilar, aquella portuguesa, en su tramo final, mostraba suficiente “vida”. Lo de institucional no es adjetivo caprichoso que yo me empeñe en asignar. Entre el siglo VIII y el IX, Santo Toribio de Liébana, entre algunas de sus acciones históricas (sobre todo tres) que determinaron que España y Europa sean lo que son ahora y no, quizás, algo bastante diferente, puso un enrome empeño en la instauración y difusión de la idea del peregrinaje de Santiago por el norte de la Península hacia Compostela. Es quizás a él a quién más debamos todos el origen de este fenómeno religioso y cultural. Pero aquel peregrinaje, originalmente, no tenía una ruta establecida, cada cual salía de su lugar de origen y buscaba el camino más corto y seguro. Tiempo después, en el siglo XI, cuando el fenómeno había cuajado entre la población del norte de la Península y de parte de Europa, varios monarcas procuraron sucesivos empujones institucionales mediante inversión en infraestructuras, que provocaron que el trazado Francés acabara convirtiéndose en la vía principal. Una especie de gran autopista hispana con diversos orígenes europeos. En el siglo XII el Códice Calixtino, al que ya me he referido anteriormente, editado en gran cantidad, se erigió como guía “oficial” del itinerario. El Camino (el fenómeno del peregrinaje como tal) decayó casi completamente durante los siglos anteriores al XX. En los años ochenta, tuve un primer contacto parcial con él, en bicicleta, gracias a un carismático docente. Entonces no lo hacían ni 2000 personas en año jubilar. Era una rareza, algo realmente “friki”. La fuerte campaña mediática Xacobeo 93 consiguió su logró disparando el fenómeno que, desde entonces, ha ido generando un efecto exponencial. Ahora son cientos de miles de peregrinos al año. Aquella fue otra “institucionalización”, pero ya contemporánea.

Todo esto, como casi todo lo que pasa de ser un fenómeno más o menos marginal, a otro de masas, ha provocado muchos cambios inevitables. Durante la última etapa de este viaje pude observar personalmente algunos de ellos, y son varios los que no me gustan. Por ejemplo, que actualmente se trata de que la gente simplemente siga una flecha amarilla que le evita tener que tomar decisiones, interpretar mapas o paisajes, pensar en lo que está haciendo, etc. El flujo humano, en lo que respecta a su deambular, muestra un comportamiento autómata. Por otro lado, los Caminos principales se han mercantilizado de un modo exacerbado. Aparecen supuestos “albergues” anunciados por todas partes. La mayoría son simples negocios de hostelería ajustados al formato de albergue. Su proliferación, como las de los menús del peregrino, rincón del…, solaz del…, etc. Son una consecuencia mercantil de la capitalización de un fenómeno de masas. Cuando se integran estos dos fenómenos: el de la marcha a piñón fijo siguiendo las flechas, y el de la “prostitución” comercial del peregrinaje, pasa lo que pasa. Nuestro guía nos comentó que anteriormente paraban en un chiringuito agradable que ahora ha desaparecido porque determinado municipio cambió ligeramente la ruta al paso por su territorio. Un hostelero aseguraba que con un simple cambio de acera del pasaje, su facturación se había visto reducida ¡a la mitad!. Este tipo de cosas me hace pensar en la escasa interacción que los peregrinos (en general) establecen con el mundo que atraviesan: sus gentes, cultura, etc. De hecho, entre los infinitos perfiles de tipologías de peregrinos que existen, abundan algunos que se afanan por correr mucho, alargar etapas y coleccionar itinerarios. No es algo que pretenda criticar, soy defensor de la libertad de las personas, pero es algo que no me va y de lo que, de hecho, paso. Por eso, desde mi primer contacto en 1984 hasta ahora mismo, a pesar de haber completado algunos tramos sueltos de Caminos, por meras coincidencias con otros planes, nunca había peregrinado hasta Santiago, consciente de lo que actualmente supone. Y el haberlo hecho ahora, ha tenido que ver con hacer un viaje apetecible en kayak por la ría de Arousa.

Por todo lo anterior, el trazado alterna tramos agradables, como los sombríos bosques con firme de tierra o piedras, con kilómetros de calles, desagradables nudos viales de extrarradio, etc. Y es que soy caminante de montañas más que de carreteras. Pasamos por Padrón y entramos a su mercado, donde algunos compañeros aprovecharon para comprar algunos de los pimientos que unos pican y otros no. Buena visita que sí que suponía una pequeña zambullida en la vida cotidiana local. El camino presentaba bastantes peregrinos, pero nada excesivo o que incomodara. Había “espacio lineal” para todos, aunque eso de la soledad, que a mi me gusta, de vez en cuando, para “encontrarme”, resultaba un poco quimérico por los frecuentes adelantos entre los caminantes. Peor lo tenían los ciclistas. Como lo soy con frecuencia, no me costó nada imaginarme en su lugar, y me dio la impresión de que cada muy poco tiempo tenían que frenar o aminorar su marcha para sortear andarines. Estoy seguro de que la mayoría de estos fenómenos se van viendo reducidos a medida que los tramos a considerar se van alejando de Santiago. Es lógico porque los tramos finales reciben a la práctica totalidad de los peregrinos que consiguen terminar, mientras que los comienzos de todos ellos se sitúan en puntos o distancias muy diversos.

 

Señora despachando pimientos en el mercado de Padrón.

Seguimos viendo cruceiros. Nos reagrupamos junto a uno viejo y muy hermoso. Entablamos algo de conversación con algún otro peregrino, ascendimos algunas cuestas y nos detuvimos a comer en la terraza de un restaurante donde nos dieron estupendamente de comer. Pulpo, bacalao, tartas, café y licor. Era a pocos kilómetros de Santiago. Reanudada la marcha, cuando estábamos a punto de entrar a la ciudad, nuestro apoyo motorizado reapareció y nos dio algunas palas de remar, con la intención de que al entrar en Compostela la gente se percatará de que habíamos peregrinado hasta allí en kayak.

Posando en un cruceiro del camino.

 

La entrada a Santiago no fue bonita, pasamos por unos barrios urbanizados nuevos, impersonales y prácticamente desiertos. Al llegar al caso antiguo, a sus puertas, nos detuvimos a tomar algo en una terraza, repartidos en varias mesas. Pienso que fue una estrategia (muy acertada) planteada por nuestro guía, buscando retrasar nuestra llegada a la Plaza del Obradoiro, para hacerlo a una hora algo avanzada (media tarde) en la que, seguramente, estuviera más despejada. Tras el receso, conformamos un grupo compacto, más corporativo que nunca, que destacaba por sus camisetas “fosforito” y las palas, además de que algunos iban emitiendo pitidos con el silbato de seguridad y todos coreábamos haciendo eco cada vez que alguno voceaba alguna de nuestras palabras mágicas (clave, que denominan los informáticos y publicadores científicos de ahora). De todas ellas, sin duda alguna, “lume” se llevó la palma. Aquel proceder grupal, en el que participé como uno más, me recordó viejos comportamientos colectivos que me tocó vivir siendo docente escolar, y es que los comportamientos colectivos desinhibidos por la alegría y el sentido de pertenencia al grupo no difieren mucho cuando los protagonizan adolescentes o adultos hechos y derechos. Pero no cabía duda de que el efecto dramático, la puesta en escena, funcionaba, porque ante cada ensanchamiento en forma de plaza o cruce de calles, la gente respondía con clamorosos aplausos de reconocimiento, seguramente al ver las palas.

La entrada a la plaza me entusiasmó, fundamentalmente porque la encontré asumible. Había gente, ambiente humano, pero nada de tumultos o concentración excesiva, había sitio de sobra para todos. Nuestro grupo se fundió en abrazos y felicitaciones. Uno por uno, todos nos reconocimos mérito y amistad, seguramente efímera, pero establecida por una convivencia intensa, diurna, nocturna, mojada, acarreada y colaborativa. De las que sí o sí, unen mucho y pronto. Llovieron las fotos, más personales o del grupo al completo. “Nuestras” o “robadas” por otros transeúntes algo sorprendidos. La catarsis efusiva dio paso a una fase más calmada en la que unos y otros nos sentamos o tumbamos en medio de la plaza, contemplando la majestuosa fachada de la catedral y, quizás la mayoría, parándonos a pensar en el proceso vivido los últimos días y el final alcanzado. Al cabo de un rato, dejando el centro libre, nos trasladamos a un ángulo de la plaza y nos sentamos en corro para proceder a una especie de ceremonia privada de despedida, entrega de credencial, etc. Poco tiempo después nos despedíamos de nuestro encantador guía principal y algunos nos embutíamos (literalmente) en una furgoneta taxi para ir a recoger nuestros coches a O Grove.

 

El grupo al completo satisfecho en la plaza del Obradoiro. (Imagen: ¿?).

Las palas "rinden pleitesía" a la fachada de la catedral. (Imagen: ¿?).

Muy bien rodeado por mi "familia de acogida".

Aunque no todos, sí la mayoría, al margen de la organización, celebramos una cena en un restaurante del casco antiguo de Santiago. Fue mi última despedida. Por cierto, cené de maravilla. Caldo gallego, codillo y tarta de Santiago, regados, esta vez sí, de nuevo, por un excelente Rías Baixas que me ayudó a olvidar el desvirtuado tinto de la noche anterior.

A lo largo de todo este relato, personal, sesgado y caprichoso, he querido introducir una pequeña cuña que no ha acabado de encontrar hueco, así que lo voy a hacer ahora. Ya he comentado que es muy probable que yo fuera la persona de mayor edad del grupo. Desde esta hipotética posición, quiero afirmar que la presencia juvenil del colectivo me resultó de lo más esperanzadora. Los dos menores allí presentes me llamaron poderosamente la atención por su comportamiento ejemplar a la hora de colaborar, comportarse, integrarse en el grupo. Hablando con ellos descubrí lo claro que tenían sus planes de futuro, su interés por diferentes ramas académicas, etc. No fueron quejicas, no dieron la nota. Pero, sobre todo, lo que más valoré… no demasiado frecuente actualmente, fueron sus modales (su “buena educación”). Mis felicitaciones a los dos chavales y, por supuesto, a sus padres. Un abrazo. Dos de estos últimos fueron, precisamente y junto al chaval correspondiente, lo que di en llamar “mi familia de acogida”. Al remar siempre con él, la relación con sus padres se vio intensificada de modo natural. Creo que nos caímos bien mutuamente y espero que la amistad perdure.

A las ocho menos cuarto de la mañana siguiente, ya estaba yo conduciendo, saliendo de Santiago. A mi izquierda se veía el “skyline” de la ciudad y el amanecer se imponía por la derecha. Pasados los semáforos, encendí el aparato de música del coche sin saber lo que iba a sonar. La probabilidad de que fuera alguna canción alusiva a Galicia era alta porque en los viajes suelo compilar bastante música relacionada con la zona por la que pretendo estar. A esas horas, y con unas cinco horas de conducción reflexiva en solitario por delante, el “Miña Terra Galega” de Siniestro Total no hubiera resultado lo más apropiado. Algunos lo llaman casualidad, pero en este caso, vivido lo vivido, bien pudiéramos tomarnos, por una vez, la libertad de achacarlo al apóstol, al influjo de las mareas, al apoyo simbólico de mis compañeros, las meigas o las fuerzas despertadas por aquel druida… el caso es que, sin aviso previo, de los altavoces del coche surgió la voz de Julio Iglesias entonando “Un canto a Galicia” ¡Hey! (en este caso un Hey diferente al de “… no vayas presumiendo por ahí”).

Mi pasaporte con sus sellos.