No me harto de declararme
cicloturista. En el sentido literal del término: turista en bicicleta. ¿Qué
ejerzo muchos otros tipos de ciclismo? Sí, desde luego, muchísimos, pero el de
viajero es el que más me gusta de todos. Sin embargo, tiendo a no referirme al
cicloturismo “literal” con dicho término, porque aquí en España los
practicantes lo han desvirtuado por completo. En realidad lo han secuestrado
utilizándolo para referirse con él a otro tipo de práctica muy diferente y que
todos conocemos: la de un ciclismo bastante relacionado con el entrenamiento,
las bicicletas similares a las de competición, las “etapas” de un día y el
interés por el rendimiento propio (o ajeno), medido en términos cuantitativos
como kilometrajes, desniveles, velocidades medias, puestos e incluso potencia.
Este segundo tipo de ciclismo, mal llamado (insisto en ello) cicloturismo, se
manifiesta con una variedad de talantes muy amplia. Hay muchos practicantes que
simplemente salen a entrenar o a hacer deporte por su cuenta, dibujando sobre
el mapa y el territorio hermosas y trabajadas rutas en las que esforzarse en
solitario o con la compañía de sus amigos. Otros muchos (algunos miles)
compiten. Contra sí mismos, contra sus amigos o conocidos, o incluso contra todos.
Y para ello buscan un ámbito amigable, arropados por una gran organización en
formato de eventos que les garantizan un pelotón en el que integrarse, en
ocasiones clasificaciones, avituallamientos, y hasta cierta seguridad de que no
haya infiltrados ciclistas de competición “de verdad” que les puedan hacer
sombra en sus “carreras cicloturistas”. A mí ni me va ni me viene, una de las
mejores cosas que tiene esto de la actividad ciclista es que cada uno la
practica como quiere, y en eso me considero totalmente respetuoso con los
demás, al igual que el resto lo es conmigo. No seré yo (un “friki” que se hace
cientos de kilómetros en solitario y que se da palizas de puertos y más puertos
a lomos de “hierros” del año de la polka y con maillots de punto) quien se
ponga a criticar a los que practican manifestaciones deportivas que en nuestro
país alcanzan cifras astronómicas de adeptos. De hecho, yo mismo soy
cicloturista (del “falso”) en cierta medida, pues acudo a algunos eventos
cuando son retro, salgo a menudo a “entrenar”, y no únicamente a hacer turismo,
y utilizo muchas bicicletas de competición (antiguas, pero de carreras al fin y
al cabo). Lo que desde luego no practico es lo de competir contra nadie. No
tengo edad para ello, y mucho menos ganas. En realidad practico tanto el
ciclismo en solitario, que cuando lo hago con otros prefiero la compañía
amigable que el andar a la gresca aquí y allá.
Venga toda esta introducción para
aclarar un poco el asunto de hoy, el cual tratará sobre la historia del
cicloturismo en Francia, donde, aunque nuestro modo “nacional” de entenderlo
(el “competitivo”) también abunda y tiene éxito, no es al que se refieren con
dicho término. Esta historia (parcial, incompleta y personalmente caprichosa)
lo que va a intentar es acercarnos a los orígenes y tiempos pasados del
cicloturismo viajero en el país vecino. Y lo pretende hacer porque considero
que fue precisamente allí, uno de los dos grandes motores socio-geográficos del
ciclismo pionero, donde esta manera de entender el disfrute en bicicleta antes
cuajó y se desarrolló de modo más contundente. El otro foco de dinamismo del
asunto lo fue Gran Bretaña, pero el “modelo francés” creo que nos influyó mucho
más al resto de los europeos.
Cuando a lo largo del siglo XIX
la bicicleta irrumpe con fuerza entre la población europea, en cualquiera de
sus versiones: velocípedos, biciclos, bicicletas de seguridad, etc. Enseguida
parece intentar dar respuesta a varias necesidades o diferentes pulsiones de la
gente. Por un lado surge un uso curioso y sin aparente finalidad concreta. Es
el de aquellas personas que prueban la innovación por el mero hecho de serlo, y
experimentan con los nuevos artefactos a modo de juego y aprendizaje, bien para
estar en la onda, bien por espíritu tecnológico e innovador o por motivación
intrínseca hacia la actividad propuesta. De forma prácticamente inmediata, o
casi, una vez adquirido un mínimo de dominio o pericia sobre la máquina, y
reunida una cantidad suficiente de usuarios, como es lógico, surge la tentación
de las carreras, y con ellas el espectáculo, los deportistas y los espectadores
o aficionados. Al aumentar el número de vehículos (inicialmente muy escaso en
todos los puntos geográficos) su uso como medio de transporte o movilidad
también va ganando adeptos. Así pues, en relativamente poco tiempo, la
bicicleta se instaló entre los ciudadanos, y lo hizo creándose un hueco
importante dentro de los ámbitos del ocio y representación social, el deporte y
espectáculo, y la movilidad cotidiana de las personas. Todo ello con la
progresiva implantación en otros campos derivados como el mundo laboral
(repartidores, correos, ejército, etc.). Evidentemente, ante tal panorama, los
viajeros vocacionales, los aventureros o las personas amantes de la naturaleza,
no se mantuvieron nada de tiempo al margen, e inmediatamente pensaron que la
bicicleta ofrecía un excelente medio de transporte autónomo, perfectamente
compatible con sus aficiones e intereses, y que les proporcionaba además un
radio de acción por lo general multiplicado con respecto al senderismo y al
transporte animal. En definitiva, que sin entrar a discutir o tratar de fijar
de forma artificial, y seguramente equivocada, fechas concretas de ello, el
cicloturismo nació con la misma bicicleta y desde sus inicios constituyó parte
importante del hábito de práctica de los aficionados. Algo muy similar a lo que
ocurrió con el kayak y las canoas, embarcaciones que en Europa tuvieron un uso
de ocio y de viaje anterior al puramente competitivo (esto no sucedió, desde
luego, en aquellas civilizaciones en las que tales embarcaciones formaban parte
intrínseca de su modo de vida y recurso fundamental para su subsistencia).
Prueba de todo ello es que por
todas partes aparecen referencias de viajeros que se aventuraban a emprender
largas singladuras de varios días a bordo de sus velocípedos de “gran rueda”
aún en el siglo XIX. Seguramente el ejemplo más llamativo o ambicioso, fuera la
vuelta al mundo realizada por Thomas Stevens entre el 22 de abril de 1884 y 17
de diciembre de 1886. Stevens fue un emigrante inglés residente en los EEUU.
Allí adquirió su velocípedo y se aficionó a su uso. Partió de San Francisco con
intención de viajar por el país y acabó cruzándolo de oeste a este. Tuvo que
caminar durante largos trechos, lo cual es fácil de imaginar, teniendo en
cuenta el estado de las comunicaciones en aquel momento de la historia en tan
inmenso y agreste país. A medida que avanzaba, su fama le empezaba a preceder y
acabó siendo recibido con grandes homenajes en Nueva York. Gracias a toda
aquella popularidad consiguió un contrato para relatar su viaje en una revista,
la cual además le pagó un pasaje hacia Inglaterra. Fue entonces cuando su
aventura cobró dimensión global y, alternando el pedaleo con varias largas
travesías náuticas, le devolvió, tiempo después, al punto de partida. Su viaje
espoleó el afán aventurero y viajero de largo recorrido en otras personas de
diferentes lugares. Algunos hombres y mujeres se pusieron en marcha con
similares intenciones, aunque la mayoría de los que tenemos noticia, lo
hicieron ya sobre bicicletas de diseño convencional (las de “seguridad”). En
pequeña escala comparada, pero sin falta de mérito y como buena muestra de la
intención deportivo-turístico-velocipédica, aquí en mi tierra, en Santander
concretamente, vivía un gran aficionado llamado Luís López-Dóriga (apodado
“Semi-racer”) que acostumbraba a practicar el ciclismo tanto de forma libre
como en carreras de pista. Se sabe que en el año 1889 completó, en dos etapas,
un recorrido entre Valladolid y Santander, parando a pasar la noche en Reinosa.
Poco o nada se conoce sobre sus intenciones, fueran estas turísticas o con el
objetivo de instaurar algún tipo de récord, ya que ambos tipos de motivación se
dieron en abundancia durante las eras pioneras del deporte del pedal.
Thomas Stevens con su velocípedo
(Imagen: Richard S. Costello).
El itinerario realizado por T. Stevens
en su vuelta al mundo en velocípedo (Imagen: Richard S. Costello).
“Algunas de las vistas más bonitas del océano que podría llegar usted a ver se encuentran a lo largo de las 17 millas de ruta en Pacific Grove, California, donde esta foto fue tomada el 12 de agosto de 1888, en el Resort del Hotel Del Monte Playa. Los hombres son miembros del Sacramento Bicycle Club” (Imagen: jimlangley.net).
Desde una perspectiva actual, no
parece que un velocípedo sea una máquina demasiado apropiada para acometer largos
viajes, pero entonces era lo que había disponible. En algunas imágenes que han
sobrevivido hasta nuestros días, se ven ciclistas pertrechados con el equipaje
básico, habitualmente sujeto a una especie de bolsa situada en el manillar,
justo encima de la gran rueda delantera.
Dibujo inspirado en Thomas Stevens
(Imagen: Jim Bikes Blog).
Ya alcanzada la era de la
bicicleta de seguridad, las referencias de grandes viajes proliferan. No vamos
a detenernos aquí a dar cuenta de ellos, aunque no está demás, simplemente
nombrar, a Frank Lenz (un norteamericano que inició una vuelta al mundo en
bicicleta en 1892, dedicándose a documentar su viaje fotográficamente, y que
desapareció misteriosamente en Turquía); y a la inmigrante letona Annie Cohen
(conocida como Annie Londonderry), residente norteamericana que logró la hazaña
de la circunvalación terráquea entre 1894 y 1895.
Última fotografía con vida de Frank
Lenz antes de su desaparición (Imagen: Mozaffar al-Din Shah; Seaver Centre for
Western History Research, Los Angeles County Museum of Natural History).
Pero si nos situamos en Francia, deberíamos
por ejemplo citar a Édouard de Perrodil, quien en compañía de su amigo Henri
Farman, completó con éxito un viaje entre París y Madrid en 1893. Aquello fue
una mezcla de viaje turístico y profesional, en el que Perrodil ejercía de
viajero y corresponsal; aunque también deportivo, no sólo porque el
desplazamiento transcurriera esforzándose sobre las bicicletas, sino porque
paralelamente había una clara y manifiesta intención de establecer un récord.
Aquel objetivo motivacional fue frecuente en los inicios, el de establecer
marcas de distancia sobre la bicicleta antes que nadie, para que después el
resto de aspirantes se pudieran limitar tan sólo a mejorar los tiempos.
Encontramos en tales casos que lo deportivo y lo viajero se mezclan, formando
una amalgama de propósitos que hacen difícil decantarse por un único carácter
de definición o catalogación de aquellos tremendos viajes. La aventura del
viaje de Perrodil se encuentra descrita por su propia pluma en el libro “¡Bici!
¡Toro!” (Editado en castellano por Interfolio).
Portada del libro (original) de
Perrodil con diseño de Farman (Imagen: Amazon).
Ese indefinido espíritu emprendedor
que confunde la vocación de aquellos grandes esfuerzos y logros pioneros se
refleja muy bien con el propio diseño del nacimiento del Tour de Francia en
1903. Una carrera de dimensiones descomunales, dividida en pocas etapas y con
una mínima y enclenque cobertura de asistencia. Siempre me ha parecido que la
filosofía primigenia del Tour de Francia podría parecerse a la que se repitió
con la fundación del París-Dakar, aquellos primeros años en los que los grandes
medios aún no atendían la prueba y la participación era mayoritariamente
aficionada, sin la presencia de los equipos oficiales de las grandes marcas.
Ambas comenzaron como carreras en las que la aventura, la autonomía y la
supervivencia (humana y mecánica), estaban muy por encima de la velocidad y el
rendimiento “afinado al máximo”. El tiempo, el éxito y la evolución se
encargaron progresivamente, en ambos casos, de la transformación de aquellos
eventos en pruebas de máxima audiencia y organización.
Para intentar comprender un poco
mejor las dificultades conceptuales que surgían (y aún aparecen) cuando se
mezclan, ya sea en formatos organizados o en viajes expuestos a la opinión
pública, los objetivos viajeros con los deportivos, hay otro ejemplo
automovilístico que se me antoja muy apropiado. Se trata del Rally de
Montecarlo, nacido en 1911 con el nombre de Rally de Mónaco. Aquel evento
proponía una especie de competición-concentración de vehículos y deportistas
pioneros, en la que los participantes debían de completar diferentes itinerarios
de largo recorrido bajo las durísimas condiciones del crudo invierno y el mal
estado de las carreteras de la época. Se partía de diferentes puntos
geográficos localizados a distancias muy dispares. Tampoco la fecha de partida
era la misma para todos, y desde luego no se empezaron a tomar tiempos en
tramos comunes hasta muchos años después. ¿Qué se valoraba entonces? Llegar,
alcanzar el destino, en qué estado acababa el vehículo y cosas por el estilo
(como posteriormente, incluir pruebas de mecánica, habilidad, ascenso, etc.).
De todo ello puede deducirse que lo más importante no era el resultado sino el
proceso: el viaje, las peripecias, la capacidad de solventarlas, la
autosuficiencia en un territorio hostil o incapaz de ofrecer servicios
específicos de reparación, etc. Toda una filosofía turístico-deportiva que
encontramos en algunas propuestas ciclistas pioneras y que, como enseguida
veremos, más tarde se vieron, en cierto modo, replicadas a lo largo de la
historia del cicloturismo galo. Resulta fácil presuponer que los veredictos de
victoria fueron una constante polémica a lo largo de gran parte de la historia
del Rally monegasco. Cuando se intenta forzar una clasificación vinculada a
premios, cualquier reglamento que trate de integrar diversas variables de muy
diferente naturaleza, gran parte de ellas tan sólo mesurables a costa de
juicios subjetivos o relativos, el veredicto nunca será del gusto de todos.
Pese a ello, pese a las sucesivas polémicas generadas, año tras año, a causa
del resultado competitivo de la prueba automovilística, su fama seguía
creciendo, y con ella su popularidad, todo ello debido, seguramente, a lo
atractivo de su proceso y de su esencia, los cuales, años más tarde, se fueron
perdiendo cuando el espíritu estrictamente competitivo fue contaminando a la
mayor parte del desempeño deportivo (hasta el mismísimo montañismo se vio
afectado por esto).
Retomando el asunto del
cicloturismo, existió un personaje francés, a quienes todos los autores
versados en el tema atribuyen la “invención” o “creación” del concepto de
cicloturismo. Se trataba de Paul de Vivie, apodado “Velocio” en honor a su
pasión vital por la bicicleta (velo) y en cierta medida por la velocidad. Este
señor, nacido en 1853, fue un enamorado y convencido del “ciclismo para toda la
vida”. Se inició en el mundo laboral como aprendiz en un taller de seda, pero
pronto estableció su propio negocio en Saint-Étienne. A los 28 años se compró
su primera bicicleta: en realidad un velocípedo de gran rueda. Fue el
secretario fundador del histórico club de Les Cyclistes Stéphanois en 1881.
Aquella asociación debió ser más bien elitista, por estatutos y porque tenía
sentido casi exclusivamente para los propietarios de bicicletas u otras
máquinas similares propulsadas por vapor, electricidad o lo que fuera, además
de un carácter exclusivamente “amateur”. Su vida cambió verdaderamente a raíz
de su primera gran salida en bicicleta (100 km) y su estancia en un centro de
montaña en el que se enamoró de la vida activa al aire libre. Poco después,
gracias a frecuentes viajes que su empresa de la seda le obligaba a tener que hacer
a Inglaterra, conoció, en Coventry y de primera mano, todo el epicentro de los
avances tecnológicos y practicantes del ciclismo. Allí adquirió sus nuevas
bicicletas y se afilió al Cyclists Touring Club (en 1887). Finalmente acabaría
vendiendo su propio negocio para abrir otro de venta de bicicletas de
importación y para poner en marcha una revista ciclista, que con el tiempo
terminó convirtiéndose en la más longeva de la historia francesa.
Paul de Vivie con una de sus
bicicletas La Gauloise (Imagen: lefthandedcyclist)
En 1889 fabricó su primera
bicicleta: La Gauloise. Una anécdota de pedaleo fue determinante para el futuro
de la tecnología ciclista, pues ascendiendo Velocio el Col de la République, se
vio adelantado por uno de los lectores de su revista, que además iba fumándose
una pipa. Nuestro protagonista empezó a cavilar lo que todos los ciclistas
conocemos: que si tuviera un desarrollo más suave subiría mejor y más rápido,
pero después sería un inconveniente en el llano. En Gran Bretaña aquello se
estaba ya intentando solucionar con los engranajes de buje, pero Paul de Vivie
lo resolvió de otro modo. El proceso no fue repentino, empezó por montar dos
platos en la bicicleta (uno a cada lado) con dos desarrollos diferentes y una
especie de pestillos para accionar uno u otro. Después hizo doble cada uno de
ellos (cuatro velocidades en total), para ello utilizaba unas cadenas
extensibles gracias a unos ganchos escamoteados en la propia cadena, que se
accionaban pedaleando un poco para atrás. Aún así, inicialmente se cambiaba de
plato a mano. Más adelante diseñaría un primer desviador de coronas traseras. Por
otro lado, nuestro hombre fue un verdadero aficionado de las largas distancias
(randonneur) y el creador del famoso esquema de las “diagonales de Francia”. Su
carácter innovador no sólo dirigía su vida ciclista, sino muchos otros aspectos
de la misma como la comida (declarado vegetariano y precursor de una dieta sana
y natural) o hasta el lenguaje. En este sentido fue un gran defensor y promotor
del Esperanto, lengua que por cierto era estudiada y practicada por los
viajeros ciclistas con la idea de ser utilizada en sus viajes por el
extranjero. Su influencia en materia de mecánica también se dejó sentir en su
personal preferencia por ruedas de un diámetro ligeramente menor, algo que
durante décadas marcaría fuertemente tendencia entre los más reputados
fabricantes franceses de bicicletas específicas de viaje, y que aún persiste en
los casos de Surly o las preferencias de algunos expertos del tema. De Vivie
especializó su negocio montando componentes de propia creación (sobre todo
frenos y sistemas de cambio) sobre cuadros importados.
Famoso esquema de las diagonales
cicloturistas de Francia (Imagen: «Carte diagos» par Psemdel — Travail
personnel. https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Carte_diagos.png#/media/File:Carte_diagos.png)
Velocio con una de sus bicicletas, en
este caso de ruedas de pequeño diámetro (Imagen: jimsbikeblog).
Tengo la impresión de que Paul de
Vivie debió de ser una persona auténticamente digna de conocer. Interesante,
ingeniosa, culta y con un concepto deportivo muy saludable. A él le debemos,
millones de personas, muchos comienzos y avances en multitud de aspectos
técnicos, organizativos y filosóficos del cicloturismo verdadero. Entre tanto,
su paisano Henri Desgrange, quién a la postre acabaría haciéndose mucho más
famoso, peleaba con ímpetu por su negocio periodístico y comercial, e iba
haciendo crecer a su criatura: el Tour de Francia, dirigiéndola hacia una
concepción cada vez más competitiva y mediática, hacia el espectáculo de masas.
Precisamente sería HD quién mayores críticas públicas haría con respecto a las
propuestas de mecanismos de cambio (“polivelocidades”) de Velocio, tachándolas
de facilidades para damas o vejestorios, y hasta prohibiendo su utilización en algunas
ediciones de su afamada carrera. Tan
distinta concepción del deporte ciclista parece sugerir que muchas de las
actuales diferencias que asumen bastantes usuarios y aficionados, a la hora de
vivir y practicar su ciclismo deportivo (más competitivo o más turístico y
lúdico) ya habían empezado a establecerse, y desde entonces, esos y otros
caminos irían marcando su propia evolución diferenciada. De todas formas, tales
orientaciones, ni mucho menos resultarían progresivamente más divergentes, sino
que, en muchos aspectos, volverían a rozarse, cruzarse o influenciarse
mutuamente.
Cicloturista de la época de Velocio
(1908). Parece que monta una Hirondelle equipada con alforjas (Imagen:
Universidad de Lyon).
Un ejemplo de ello ha sido, muy frecuentemente,
el avance tecnológico en los mecanismos de las bicicletas. Y aquí hay que
romper una lanza a favor de los pioneros del cicloturismo, pues en el ámbito
francés, se pobló de auténticos artesanos innovadores y de aficionados manitas
que empleaban su tiempo, ingenio y experiencia práctica, en el diseño, ensayo y
desarrollo de verdaderas anticipaciones técnicas sorprendentes. Muchas de
aquellas innovaciones tuvieron que ver con elementos facilitadores de los
largos viajes o recorridos ciclistas: trasportines, sistemas de alumbrado, etc.
pero los dos ejes principales de la búsqueda de mejoras, apuntaban hacia el
aumento de la seguridad y la eficacia de la marcha. En definitiva, con el
rendimiento ciclista de larga duración y ante recorridos muy exigentes. Y
aquello centró y estimuló el ingenio, sobre todo, en relación a los sistemas de
frenado y los automatismos para conseguir disponer de un cada vez más amplio, y
práctico de utilizar, abanico de multiplicaciones del desarrollo.
Velocio, como hombre emprendedor
y animoso a la hora de poner en marcha proyectos vitales, fue también uno de
los responsables en organizar eventos que sirvieran de reunión y esparcimiento
para todos aquellos aficionados, cómo él, al ciclismo de larga duración,
viajero y a las bicicletas innovadoras. El ejemplo más emblemático (y quizás
pionero) de la historia fue una concentración celebrada en Chanteloup en 1913,
en la que la actividad estrella fue una carrera de “Polymultipliée” (“Poli-multiplicación”)
pensada para experimentar y poner a prueba los nuevos inventos propuestos por
los diferentes ciclistas, artesanos o fabricantes especializados. Aquel evento
acabaría adoptando el popular nombre de la Poly de Chanteloup, cuya carrera
llegó a estar abierta a corredores profesionales y cicloturistas; aunque el
espíritu inicial consistiera en ser una competición de máquinas. Para ello se
realizaban 100 km en un circuito con muchos toboganes, que incluía una rampa de
hasta un 14%, y al que había que dar 10 vueltas. Quedaba terminantemente
prohibido poner pié a tierra o caminar llevando la bicicleta de la mano. Con el
tiempo, la cita se fue convirtiendo en algo cada vez más parecido a una carrera
convencional y acabó denominándose “Trophée des Grimpeurs”, alcanzando incluso
categoría UCI. Entre los escasos ganadores españoles de la misma encontramos a
Julio Jiménez y a Luis Ocaña. La vocación inicial fue la de crear una
demostración de la eficacia de los sistemas de cambio de marchas, así como la
estimulación creativa de los mismos.
Cartel anunciador de una edición de la
“Poly de Chanteloup” (1945). (Imagen: Rosale Louise; delcampe.net).
Chanteloup (campeonato de la “polymultipliée”) Canteloube, 1º con bicicleta Alléluia B. S. A. de tres velocidades. [photographie de presse] / [Agence Rol] (Imagen: gallica.bnf.fr).
Otro participante en la “Poly de
Chanteloup”. (Imagen: gallica.bnf.fr).
En una de las cotas ascendidas en la
“Poly de Chanteloup”. (Imagen: gallica.bnf.fr).
Maillot del equipo de bicicletas Alleluia, que obtuvo grandes éxitos en algunas primeras ediciones de la “Poly”. También fueron los colores de Atonin Magne (1927). (Imagen: histoiremaillotsfree.fr).
Bicicleta Alleluia Randounesse
restaurada. (Imagen: Ian; Forum Tonton Velo).
El equipo francés Wolber-Alleluia tuvo corredores españoles en varias ocasiones. Aquí, de izquierda a derecha: Enrique San Emeterio, Eugenio Madrazo y Serafín Pérez. (Imagen: Neila Majada; A.: “Vicente Trueba Pérez. La Pulga de Torrelavega”; retocada).
Foto de prensa del “Trophée des
Grimpeurs” de 1967, última ascensión del alto de Chanteloup en el que se escapó
Julio Jiménez. Primero descolgaron a Simpson, después, tras Jiménez, llegaron
Poulidor y Gutty prácticamente juntos. (Imagen: Raimond Wolhauser).
Con variaciones
sobre la misma idea de partida, surgieron nuevos formatos de “encuentros ciclistas”,
hasta que en 1934 nacen los llamados “Concours de Machines” o “Concours
Techniques”, una especie de competiciones técnicas en las que las puntuaciones eran
conseguidas en función de la ligereza de las máquinas o la inclusión de
componentes importantes como desviadores, guardabarros, luces, etc. Los
participantes de la primera edición cubrían un recorrido de 460 km de duras
carreteras de montaña, y todo aquello que se estropease, dañara o dejase de
funcionar correctamente tras el recorrido, restaría también puntuación. El
éxito del evento fue inmediato, y los artesanos implicados en la fabricación de
bicicletas de prestigio, así como algunos fabricantes, pronto entraron en el
juego, conscientes de la enorme repercusión en ventas y encargos que se
derivaba de los resultados del mismo. La cita inmediatamente se convirtió en
anual y obtuvo patrocinio por parte de la industria del aluminio, el cual se
empezó a utilizar de forma muy temprana entre aquellos especialistas pioneros.
Pese a que la II Guerra Mundial supuso un evidente frenazo para todo aquel
dinamismo, la bicicleta cobró valor para el desplazamiento cotidiano y de
supervivencia en tiempos de conflicto y postguerra, y finalizado el conflicto,
aquellos concursos regresaron apenas un año después. La elegancia fue
incorporada como escala de puntuación y poco a poco los fabricantes fueron
volviendo a la normalidad. Durante todas las décadas de su existencia (desde
los años 30) el cicloturismo francés vivió prácticamente hasta los 70, la época
dorada de los grandes creadores de bicicletas exclusivas. Jan Heine y
Jean-Pierre Pradères, en su libro: “The Golden Age of Handbuilt Bicycles”,
repasan, a través de maravillosos ejemplares, la evolución de tan
especializadas máquinas y la presencia de algunos “autores” imprescindibles
como René Herse, Reyhand, Alex Singer, Barra, Follis, Mercadier, Longoni, etc.
Las impresionantes propiedades que aquellos “artistas” de la construcción de
bicicletas fueron consiguiendo, iban, poco a poco, siendo incorporadas a las
bicicletas de carreras de los grandes campeones, y algo más tarde a las
unidades deportivas en serie.
Tándem y bicicletas de Alex Singer
participando en un “Concour”. Los recorridos planteados eran exigentes, tanto
en lo que se refería a desniveles, como en cuanto al firme, con muchos tramos
en mal estado y sin asfaltar. (Imagen: Alex-Singer-Cycles).
Gráfico descriptivo de una bicicleta
cicloturista de los años 30. Buscaban aunar las mejores propiedades de las de
competición con la funcionalidad y equipamiento imprescindible pero completo. (Imagen:
dejoulardi; Forum Tonton Velo).
Pesando un tándem Alex Singer como
parte del protocolo de la Poly de Chanteloup de 1950. (Imagen:
Alex-Singer-Cycles).
Tándem René Herse en plena acción. La
modalidad de tándem alcanzó mucha popularidad y protagonismo durante varias
décadas dentro del círculo del cicloturismo y de los “concursos técnicos”.
Prueba de ello es que han quedado muchos ejemplares en funcionamiento y
bastantes de los artesanos más afamados, trabajaron afanosamente en este tipo
de bicicletas. (Imagen: Jan Heine: Bicycle Quaterly).
La popularidad de las “Plymultiplée” y
los “Concours de machines”, alcanzó cotas insospechadas de sus inicios. Aunque
su transcendencia apenas encontrara eco aparente en nuestro país, estamos ante
uno de los procesos clave del ciclismo mundial y de la evolución técnica de las
máquinas. En la foto, público asistente (llegaban a miles), a Meulan en 1910
(Imagen: Universidad de Lyon).
"Después de la guerra, Alex comenzó a montar también su desviador por
paralelogramo, de funcionamiento excelente con dos ruedecillas Volo que
equipaban un lubricador. Alex Singer vendió dos desviadores Nivex a don Tullio
Campagnolo en el Salón du Cycle de Paris de 1948. Y a finales de 1949, Campagnolo
sacó su desviador Gran Sport por paralelogramo”.
Alex Singer Cycles.
Detalle de un desviador delantero Alex
Singer. Precioso diseño y evidente búsqueda de ligereza. (Imagen:
Alex-Singer-Cycles).
El “heredero” del taller y de la saga: Ernest Csuka, trabajando en una de sus últimas bicicletas. (Imagen: Alex-Singer-Cycles).
El mítico “Grand Prix Duralumin”
se celebró en Grenoble en 1935, Saint-Étienne (1936), Aixles-Bains (1937), Annecy
(1938), Colmar (Alsacia, 1939) y, después de la guerra, de nuevo en Grenoble
(1947) y en Colmar (1948). Como ejemplo podemos indicar que el “Grand Prix Duralumin” del 39, en la comarca de Les Vosges, constó de
4 etapas y 553 km, en los que cuatro tándems construidos por Alex Singer
coparon varios de los puestos de honor. En 1946, entre las variadas categorías
contempladas por la organización figuraban las denominadas: “Série”,
“Cyclo-camping” o “Prototypes”.
Ernest Csuka y Leone en Bruselas 1954,
a lomos de un tándem Alex Singer. (Imagen: Alex-Singer-Cycles).
Es precisamente
en aquellos “concursos de máquinas”, y en las propuestas de citas “randonneur”
de grandes distancias, donde el parecido con los inicios del comentado Rally de
Montecarlo se hace más manifiesto, y el alejamiento con el actual concepto de
la competición más evidente. En aquel ámbito cicloturista, sin menospreciar la
búsqueda de buenas velocidades medias y de cierto rendimiento humano, primaba
el culto a la máquina, el recorrido, la experiencia vital del viaje, la
acumulación de kilómetros, la autonomía y otros muchos valores que en las
carreras convencionales pueden no cobrar ninguna importancia. En muchas
actividades tipo “Rally” las herramientas se hacen imprescindibles, y la
mayoría de las veces también algunos bultos de equipaje. Las carreteras no se
cierran al tráfico sino que el ciclista convive con él. Cuando la incursión es
atrevida (territorios despoblados, agrestes o muy montañosos), por breve que
resulte (una única jornada o dos), un pequeño macuto, aunque sea de manillar, se
hace casi imprescindible. Y nadie que conciba su ciclismo bajo este marco
filosófico, se le ocurriría supeditar su formato de viaje o actividad a la
dependencia de un vehículo auxiliar. Es pues este otro aspecto en el que ambos
mundos se separan. Uno dependiente de asistencia exterior para todo aquello que
no quepa en el bolsillo trasero del maillot, y que vaya más allá de unas
barritas, el móvil y una bomba de inflado; mientras que el otro se siente
orgulloso de su absoluta autonomía, tanto para empalmar tres puertos seguidos
como para cruzar un continente o pedalear atravesando climas casi opuestos.
Cada modalidad tiene sus adeptos, aunque algunos nos apuntamos casi a cualquier
cosa si la bicicleta está de por medio.
Fue más o menos
en los años 70 cuando los grandes fabricantes se percataron de que el mercado
de las bicicletas más viajeras podía ser un buen negocio si se le era capaz de
atender a precios moderados. Pasadas las épocas de esfuerzo de reconstrucción
social, económica y general, las clases medias y bajas, poco a poco, empezaban
a tener cada vez más poder adquisitivo y a disfrutar de mayor cantidad de
tiempo libre para el ocio, gracias a sus conquistas sociales en materia de
incremento de vacaciones, elongación del fin de semana y reducción de la
jornada laboral. El deporte se iba consolidando como fenómeno de esparcimiento
social y la bicicleta se convertía en un excelente medio para cubrirlo. Los
modelos de cicloturismo ofrecían la ventaja de resultar muy polivalentes,
respondiendo con cierta eficacia a modestas demandas competitivas, de uso
diario, de excursiones con cierto carácter social, y desde luego para viajes y
vacaciones. Resulta sintomático que a partir de aquella década, la mayoría de
los fabricantes galos, con Peugeot, Motobecane, Gitane y Mercier a la cabeza,
empezaran a incluir en sus catálogos bastantes modelos claramente enfocados
hacia el verdadero cicloturismo. Modelos con guardabarros, roscas por
diferentes partes del cuadro y horquilla, grandes coronas o triple plato,
frenos de cantiléver o tiro central… y todo ello montado sobre cuadros ligeros,
parientes cercanos, en peso y geometría, a los de competición de carretera. Esa
tendencia ya venía existiendo en Gran Bretaña casi desde siempre, algo hasta
cierto punto lógico, teniendo en cuenta que el ciclismo competitivo de
carretera prácticamente no existía allí, por imperativo legal. La misma se
contagiaba también por el centro y norte de Europa, pero realmente cuajaba muy
poco en los países “ciclistas” más mediterráneos, como España e Italia, donde
el campismo y acercamiento deportivo no-competitivo a la naturaleza no parecía
tener tanta acogida. Los “latinos” demostraban ser unos incondicionales
entusiastas de las carreras más agonísticas, aunque ello requiriera quedarse en
el papel del espectador y, puestos a viajar y a recorrer mundo, soñaban con
hacerlo luciendo un coche de bellas líneas, aunque la gran mayoría de ellos aún
no pudieran permitírselo. En aquel contexto, Italia se especializaba en
impresionantes joyas de alta competición, mientras que en España la gente, que
venía de haber sudado toda la posguerra sobre las pesadas bicis “de labor”, se
decantaba por las nacionales “de carreras” y por el inicialmente tímido flujo
de importación (sobre todo francés o italiano y, a partir de los 80,
norteamericano y asiático). De todas formas, en lo que respecta al cicloturismo
original, la cosa no ha cambiado mucho en nuestro país, es un tipo de actividad
con infinitamente menos practicantes que el competitivo (o el de rendimiento
solitario en plan “corredor”), y por ello, con una oferta muy reducida de
máquinas específicas.
Un activo miembro
del interesante foro de debate “on-line” “Forum Tonton Vélo”, apodado “Dejoulardi”,
nos resume perfectamente parte de toda esta historia en el siguiente párrafo:
“Randonneuse ligera: El nombre de ‘Randonneuse ligera’ procede también
del mundo del cicloturismo. Hubo un tiempo en el que la federación de
cicloturismo organizaba pruebas cronometradas. La ascensión al Puy de Dôme, el
Día de Velocio con la subida del Col de la Republique, la ‘Polymultipliée’ de
Chanteloup eran las más habituales. Aquellas pruebas eran carreras reales, el
reglamento federativo imponía la utilización de guardabarros, luz y otros
accesorios obligados por el código de tráfico; por eso, algunos participantes
montaban bicicletas de randonneur más ligeras que las suyas habituales de
viaje. El esfuerzo era más próximo al de una carrera y más corto que el de una
‘randonne’ tradicional. Había nacido la ‘randonneuse ligera’, el cuadro era
similar al de una bicicleta de carreras y el material utilizado lo más ligero
posible. D. Rebour utilizó frecuentemente el nombre de ‘Duralumin’ para aquel
tipo de manifestaciones y concursos. Pero aquellas máquinas no estaban
exclusivamente reservadas a las pruebas, algunas eran equipadas con una pequeña
bolsa sobre la rueda delantera que no era obligatoria para participar en las
pruebas. El 7 de diciembre de 1977, se firmó un acuerdo entre la Federación
Francesa de Ciclismo (FFC) y la Federación Francesa de Cicloturismo (FFCT) por
el que la competición quedaba reservada para la FFC y las excursiones, marchas
o ‘randonnes’ para la FFCT.
Aún así, más allá de las pruebas cronometradas, el nombre de
‘Randonneuse ligera’ permaneció. El reglamento fue evolucionando y las
‘randonneuses ligeras’ se convirtieron en bicicletas para participar en
‘randonnes’ en las que la asistencia estaba permitida, como por ejemplo la
Paris-Brest-Paris, o para las ‘randonnes’ o Brevets de una jornada. Después,
al ir poco a poco siendo remplazadas por
las bicicletas de carreras en las grandes Brevets, los artesanos o las marcas
que las fabricaban fueron desapareciendo casi completamente. La denominación
también fue despareciendo progresivamente. Se trataba de bicicletas de gran
calidad. Aunque por corto espacio de tiempo, llegó a haber casi hasta 700
fabricantes. La mayor parte de ellos artesanos que las hacían a medida y por
encargo, algunos de ellos construyendo ejemplares muy bellos. Otras marcas y
grandes industrias utilizan el nombre sin escrúpulos para bicicletas de calidad
inferior, de ahí la confusión de algunos”.
Detalle de una preciosa clásica
cicloturista René Hersé. (Imagen: boulderbicycle).
Volviendo a
nuestros vecinos, el fenómeno allí parece que sobrevive (compartiendo espacio
con muchas otras formas de entender el ciclismo). Prueba de ello son la
variedad de eventos turísticos, “randonnées” y demás propuestas existentes. De
hecho, disfrutan hasta de una federación nacional específica de cicloturismo, y
ya a finales de los años 70, una editorial como Altigraph, publicaba los perfiles de los principales
puertos pirenaicos y alpinos, conscientes de la necesidad que de este tipo de
información tenía una enorme masa de aficionados al pedal. En la actualidad las
nuevas tecnologías nos facilitan enormemente la vida a los cicloturistas y
viajeros gracias a los artilugios que integran el dispositivo GPS (relojes,
teléfonos, etc.). Ahora podemos saber exactamente donde estamos, disponer de
mapas, de instrucciones de navegación y de las altimetrías que nos esperan,
gracias a la integración de toda esta información en el aparato. Muchos
ciclistas, por su juventud, podrán pensar que los perfiles de los puertos
estuvieron ahí, disponibles, desde siempre. ¡Ni mucho menos! Su edición y
publicación es relativamente reciente. En España fueron surgiendo
aproximadamente en los ochenta, en las revistas especializadas que ilustraban
un nuevo boom de la bicicleta. Iban apareciendo lentamente, pues pocos
especialistas eran los que los trabajaban. Cada aficionado atesoraba ejemplares
o libros de recopilación de altimetrías por si alguna vez las necesitaba. Y
para cualquier abordaje a los Pirineos o los Alpes, indudablemente Altigraph
era la referencia. Con la llegada de Internet, todo este tipo de información se
multiplicó exponencialmente, así como la facilidad de acceso a la misma. Buenas
noticias, sin duda, para una comunidad de cicloturismo viajero, que tal y como
en el texto de hoy debería haber quedado claro, siempre estuvo en la vanguardia
de los adelantos técnicos.
Pero el ciclista medio francés,
ese aficionado a disfrutar de la bicicleta de carretera como principal medio de
ocio en su vida, ese especialista no profesional que rinde todo lo que puede,
con el tiempo que su familia, edad y ocupaciones laborales le dejan, se parece
bastante al español. Una prueba palpable de ello es el fantástico libro que el
escritor Paul Fornel ha escrito sobre sus propias vivencias, sensaciones,
emociones y experiencias con la práctica del cicloturismo más bien “deportivo”.
En “Besoin de vélo”, el autor nos explica multitud de detalles nimios y cotidianos
que cualquiera de nosotros siente igual, o podría afirmar que asume o lleva a
cabo cuando se pone a practicar su actividad favorita. El cicloturismo de
Fournel tiene un poco de todo: largas salidas de una jornada con bicicleta y
vestimenta competitivas, pelotones y piques; o viajes solitarios de varias
etapas veraniegas, escapando de París para alcanzar el destino personal de
vacaciones. Leyendo a Fournel uno se da cuenta de que si bien hay ciclistas que
ponen en práctica el desempeño de su afición sometidos a un formato muy
estricto y concreto, y no son capaces de salirse de dicho “estándar”; muchos
otros optamos por disfrutar tanto de una dura salida agonística, como de una
marcha “cicloturista” convencional, un largo viaje de varios días, una excursión
con los amigos, una ruta sin asfalto o un paseo para ir a tomar el vermut… todo
ello en bicicleta.
Ilustración de uno de los hermosos
libros ciclistas de Paul Fournel. (Imagen: Jo Burt; Roleur).
Quiero
acabar con un asunto que marca con algo de nitidez esa difusa línea que separa
a los cicloturistas del tipo más deportivo, de los más viajeros. Es la ya
comentada dependencia de “asistencia”. Unos y otros no suelen necesitarla
cuando ruedan en una única jornada, pero la cobertura se hace casi
imprescindible para los primeros cuando el plan abarca varias jornadas.
Personalmente he acometido viajes en ambas modalidades. En el modelo digamos
“deportivo” los protagonistas llevan sus bicicletas de carretera sin carga y la
ropa que calculan imprescindible para la etapa (incorporando un chubasquero y
manguitos si la cosa tiene pinta de ponerse fea), pero la ropa “de vestir”, el
calzado, los enseres de aseo y todo aquello que sea requerido viaja en un
vehículo de apoyo, en el que, en los casos más “radicales”, incluso se deposita
la ropa deportiva sobrante en cada momento, los recambios, el avituallamiento,
etc. El vehículo de asistencia se convierte así, prácticamente, en una
imitación de coche de equipo. En algunas ocasiones he disfrutado de todas esas
ventajas, pero no por habérmelas procurado en la organización de la actividad,
sino porque alguien no entendiera que se pudiera prescindir de todo ello.
También he tomado parte en viajes de varios días en los que quien organizaba,
había dispuesto una completa cobertura motorizada. El caso más evidente fue
hace un año cuando viajando con el grupo italiano de la Vacamora, un camión
acondicionado nos hacía las veces de hotel. Aunque todo hay que decirlo, el camión
tan sólo podía estar accesible por la tarde-noche. No era como un coche que te
sigue a todas partes en todo momento. Pese a que aquella experiencia fue
sencillamente maravillosa, yo soy más del modelo “viajero” o autónomo. No me
gusta que haya “asistencia”, dispuesta en todo momento para los caprichos y
supuestas necesidades de cualquiera de los miembros de un grupo. Es un
sibaritismo ciclista que me resulta muy artificial y alejado del espíritu de un
ciclismo de conquista del espacio y del recorrido. De libertad e independencia.
De aventura y logro. Por eso no me importa cargar con algo de equipaje, lo
mínimo posible para cada situación, pero el suficiente como para poder resolver
por tu cuenta los avatares que pudieran ocurrir. Y sobre todo, aquel que te
permita poder organizarte itinerarios sin tener que convencer, engañar o pedir
un gran favor a alguien para que te haga un seguimiento motorizado, cuando tu
viajas en tu vehículo de supuesta propulsión humana.