En
varios manuales técnicos de ciclismo de la década de los años setenta, se
incluía una clasificación tipológica de los ciclistas de carretera. Eran tiempos
en los que este deporte trataba de abrirse paso sumergiéndose tímidamente en
los campos científicos que por entonces empezaban a verse vinculados con el
rendimiento deportivo. El ciclismo seguía aferrado a sus leyendas y a su
particular cultura propia, en la que abundaban las creencias atávicas y la superstición.
En aquellos compendios se hacía referencia a los esprinters, los escaladores,
los rodadores y, como oro en paño, a los ciclistas “completos”. En realidad
puramente completos (que brillen al máximo en todos los formatos o
especialidades) ha habido muy pocos. Probablemente únicamente uno: Eddy Merckx,
que lo hizo de forma incontestable en todos los terrenos. Hinault siguió más
que meritoriamente sus pasos, y por la historia del ciclismo han pasado buenos
corredores que se han defendido bien en una amplia variedad de terrenos,
consiguiendo compaginar el éxito en los puertos y etapas de montaña, las
clasificaciones generales de las Grandes Vueltas, las Grandes Clásicas, etc.
Algunos, pese a ganar varias Grandes Vueltas, apenas tienen triunfos de etapa
en su haber, en parte por su mínima capacidad de esprintar. Otros, pese a ser
muy polivalentes (como Alejandro Valverde), se han mostrado muy completos,
atesoran un envidiable palmarés pero con escasos triunfos de clasificación
general. No estamos aquí para criticar, sino todo lo contrario, para ensalzar a
todos: especialistas, supervivientes, “outsiders” y completos.
Con los
practicantes del ciclismo retro pasa algo parecido: hay auténticos fans de las
bicicletas de los 80; gente que no es capaz de salirse de un esquema de
material muy concreto marcado por Campagnolo y un puñado de fabricantes de
cuadros; personas que tan sólo se acercan a este mundillo tomando parte en
eventos apadrinados por una franquicia de organización ya globalizada que todos
conocemos; aquellos que jamás prueban más allá del “circuito” nacional (que no
existe como tal); o incluso quienes exclusivamente toman parte en “su”
evento (o el que organizan sus amigos),
repitiendo año tras año una misma fórmula en la que se sienten a gusto. Nada
que reprochar a nadie. Aquí de lo que se trata es de disfrutar y de pasarlo
bien, y para eso la gente no sólo es libre, sino que además cada cual suele
saber de sobra lo que le va bien y lo que le apetece. Y lo que a mí me gusta,
me apetece y me hace disfrutar, es la variedad, los viajes y el enriquecerme de
experiencias ciclistas variadas. Por eso he viajado por bastantes países estos
últimos años, he tomado parte en alguna ocasión en prácticamente todos los
eventos retro nacionales, he quedado para ascender puertos míticos con las
bicicletas clásicas, organizo mis propias citas o me disfrazo de un “más
antiguo todavía” para, a lomos de una “pionera”, vivir experiencias distintas. Nunca
me he propuesto con ello convertirme en una especie de ciclista (retro)
“completo”. Pero dicho calificativo me venía estupendamente para dotar de
título a un texto que, en el fondo, lo que trata es de aglutinar en un mismo
relato, tres actividades de ciclismo “vintage” muy diferentes entre sí. Y se ve
que no soy, después de todo, tan “rara avis”, cuando al encadenarlas, lo he
podido hacer con la compañía de mi amigo Carlos.
I. Retrobike Enkarterri
Las Encartaciones
es una comarca deliciosa, cercana a Bilbao, pero totalmente desvinculada de
cualquier connotación industrial en su paisaje. Es un territorio de
configuración peculiar cuyos límites serpentean entre valles y colinas,
dibujando una forma caprichosa o aparentemente poco lógica, que hasta encierra
en su interior un cacho de territorio que administrativamente es parte de
Cantabria. Cambalaches de la historia y de las relaciones humanas que se
adaptan a los territorios como pueden. La zona la conozco desde bastante tiempo
atrás. La he cruzado varias veces en moto o en bicicleta, porque siempre me
resultó atractiva y amable. Y como queda relativamente cerca de casa, no dudé
ni un momento acercarme de nuevo allí para participar en la Retrobike. Además,
era una deuda pendiente que tenía. Con la prueba en sí, porque no pude asistir
a ella el año anterior, y en especial con Tomás, uno de sus principales
valedores, que es un veterano ciclista al que tengo un enorme cariño. Además,
Tomás, al igual que yo mismo, es de los ciclistas retro que se afana en
participar, al menos alguna vez, en las pruebas que organizan todos los demás.
¿Cómo entonces no íbamos a hacer un esfuerzo (que no lo era) por
corresponderle?.
Y tras
una semana de trabajo ajetreado, ante una tarde de viernes soleada y sugerente,
decidí coger la moto y acercarme hasta la zona para disfrutar del ambiente
previo que habían organizado y echar un vistazo a una feria ciclista anunciada.
Las opciones de acceso son variadas, y para la ida me decanté por tomar la
carretera de Ampuero, la cual, poco antes de Ramales, se desvía hacia el este y
se convierte en un paseo de lo más entretenido, con un permanente serpenteo de
curvas que circulan entre la vegetación verdosa, algunos taludes respingones y
un río que de vez en cuando sale al encuentro. Es un itinerario que se adentra
por el valle de Carranza y que me resulta familiar por haberlo recorrido en
anteriores ocasiones. Aquí los cambios de valle suponen, prácticamente siempre,
el obligado ascenso y descenso de algún puerto de baja cota, pero dotado de
suficientes horquillas como para hacer que la conducción de la moto resulte
divertida. Y así, a medida que la tarde iba avanzando, llegué hasta Zalla y
aparqué justo a la entrada del Festbike allí instalado. Antes me vinieron a la
memoria recuerdos de aquellas primeras ediciones del duatlón de Zalla, en
especial de una en la que organicé la participación de varias pupilas que
entonces se iniciaban bajo mi tutela. Precisamente una de ellas participó
rodando sobre mi vieja Razesa, que por entonces tenía montado un acople de triatlón.
Nada
más entrar en el recinto me topé con Iñaki, que ni corto ni perezoso me llevó
del brazo al stand de las bicicletas eléctricas Bultaco, que comercializa un
conocido suyo. Nos prestaron un par de ellas, me dieron las instrucciones, y
allá que salimos los dos a jugar con esa especie de bicicletas de motocross de
las que resulta difícil juzgar si son más moto que bici o viceversa. Lo que si son,
sin ningún género de dudas, es divertidas, y eso que el entorno no daba de sí
para muchos retos. Al final, me hice una foto y todo, para enviársela a mi
amigo Jesús (también ciclista reto habitual) para que viera en que ha acabado
convirtiéndose el futuro de su antigua Bultaco Sherpa.
Preparado para probar las
nuevas Bultaco eléctricas.
Con
Iñaki miré algunas bicicletas viejas en venta, pero pronto nos separaron sus
compromisos, y aproveché para recoger el dorsal del día siguiente, saludar a
Tomás y recorrer los diferentes puestos. Como la mayoría eran de bicicletas
contemporáneas, las cuales, confieso que me aburren mucho, acabé pronto el
recorrido y salí al encuentro de Carlos y algún que otro conocido. Justo a
tiempo para ver el comienzo de una mesa redonda de corredores de ayer y hoy. De
entre los presentes, a parte de mi amigo Iñaki Gastón y del profesional Iker
Camaño, me interesaban especialmente los demás:
Toni
Ferraz, quién fuera Campeón de España de ruta en los años 1956 y 1957, se
mostró de lo más locuaz, especialmente contando anécdotas de sus largos
desplazamientos en bicicleta, cuando tenía que viajar para asistir a carreras
lejanas por toda España. Y sobre todo cuando hizo referencia al Mundial de
1956, en el que yendo muy bien situado, le querían hacer parar para esperar a
Poblet. Ya entonces no le sentó nada bien, y aún le perdura el enfado, pues es
consciente de que de haber gozado de cierta libertad su 22º puesto hubiera
mejorado mucho. Resulta que Toni es de Güeñes, así pues vecino de Tomás.
A su
lado se sentaba el navarro Carlos Etxeberría, que se mostraba mucho más
calmado, como con aire de no necesitar demostrar nada y mirando de lejos
aquella treintena larga de victorias conseguidas en sus años de plena forma,
gran parte de los cuales los vivió militando en el mítico equipo KAS. Un
verdadero experto en participaciones en las Grandes Vueltas (en especial Tour y
Vuelta).
Ferraz y Etxeberría en un
extremo de la tertulia.
Otro
KAS legendario que también nos deleitó con sus anécdotas y su punto de vista
sobre las diferencias y similitudes de los ciclismos pasados y presente fue
Gregorio San Miguel. Nacido en Balmaseda (otro encartado), comentaban que quizá
siga siendo el único corredor vizcaíno en haber vestido (aunque solo fuera por
un día) el maillot amarillo del Tour de Francia, aquel año (1968) en el que
finalizó en un espectacular cuarto puerto, a 14 segundos del podio y a tres
minutos y pico del vencedor, el holandés Jan Janssen.
Gregorio San Miguel
enfundándose un maillot sobre los colores del KAS (Imagen: euskomedia)
Gregorio San Miguel
contando alguna de sus anécdotas.
La mesa al completo:
Ferraz, Etxeberría, Gastón, el moderador, San Miguel, Camaño y Gorospe.
Y
representando aquella época dorada de los ochenta, la que habitualmente se
establece como límite de las bicicletas que utilizamos formalmente en el
ciclismo retro, estaba Julián Gorospe. A Gorospe lo recuerdo bien de su época
del Reynolds, ofreciéndonos jornadas espectaculares, llenas de esperanza, para
un público poco familiarizado con el triunfo ciclista, alternadas con otras en
las que la frustración nos desesperaba un poco. Gorospe atesoraba sin duda gran
calidad, lo malo es que “el pescado se vendía demasiado caro” en una época en la
que, además del asalto hispano al poder de la carretera, surgían colombianos,
irlandeses y hasta algún que otro norteamericano. Por no hablar de los
habituales (italianos, belgas, holandeses, etc.) y del aún vigente poderío
galo. Su vida profesional discurrió completamente en el seno del equipo
Reynolds / Banesto. La competición le castigó duro en la Vuelta a España del
83, cuando Hinault tuvo un arrebato de los suyos, en aquella etapa de
Serranillos, y dio un golpe de autoridad que le costó el maillot amarillo al
vizcaíno. Pero en lo que a mí respecta, uno de sus principales méritos fue
demostrarnos a todos, que también en nuestro país volvía a poder haber buenos
contrarrelojistas. Y es que Gorospe andaba muy bien en esa disciplina, tanto en
su versión tradicional, como en las cronoescaladas. Un 6º puesto en el Gran
Premio de las Naciones no podía ser casualidad.
Bernard Hinault rompe la
Vuelta a España de 1983 en la etapa de Serranillos. Julián Gorospe, aún
propietario del maillot amarillo trata de defenderse. (Imagen:
parlamentociclista).
Julián Gorospe en CRI
(Imagen: Bicisport).
Lamentablemente
no pude quedarme hasta el final de la mesa porque la tarde avanzaba y yo tenía
que regresar a casa, así que me monté en la moto y regresé cambiando de
itinerario, circulando esta vez por Avellaneda en dirección a Muskiz, con la
luz del atardecer de frente una vez alcanzada la costa, aunque tamizada y hasta
casi nublada completamente por unos amenazadores nubarrones que afortunadamente
se mantuvieron inactivos.
Y al
día siguiente, bien pronto, aparcaba en Balmaseda, preparado para participar en
la Retrobike. Para mí Balmaseda, inevitablemente, representa el punto de
partida del ferrocarril de la Robla. Y con ello, todo un cúmulo de ideas,
recuerdos e imágenes, vinculadas a dicho trazado ferroviario y al itinerario
cicloturista que yo siempre he asociado a él y que ya realicé hace tiempo.
Llegando me encontré delante el coche de Javier, por lo que aparcamos casi
juntos, cosa que también hizo Carlos Cobo. Aquella iba a ser una cita de muchos
encuentros y saludos, algo bastante lógico teniendo en cuenta que se celebraba
cerca de casa. Y todo ello empezó mientras preparábamos la bicicleta y mientras
rodábamos hasta la plaza de Balmaseda, en la que ya me topé con numerosos
conocidos de otras veces, con habituales de casi siempre y con todos los
allegados a la organización de la ruta, a quienes de vista, de recuerdo o de
saludo, conozco ya de otras ocasiones.
La
Enkarterri tiene un recorrido que me gustó muchísimo. Además de bonito, y
especialmente exuberante de vegetación en plena primavera, resulta entretenido
por lo revirado de su trazado, por su constante cambio de pendiente y por la
amplia diversidad de firmes por los que el mismo hace discurrir las ruedas de
las bicicletas. Tras salir de Balmaseda, pronto presenta un serpenteo de ribera
sobre una especie de “pavés” moderno, alternado con tramos de hierba natural,
“civilizada” y contenida mediante un lecho de maya metálica (logrando un efecto
práctico y precioso). El primer puerto no se hace esperar, y acaba con una dura
rampa de acceso a una de las entradas de un castillo relativamente moderno, en
el que se expone una colección de coches antiguos de gran fama y
reconocimiento. Allí tuvimos nuestro avituallamiento, con vinos, productos
tradicionales y hasta vermut. Antes y después de ese punto tuvimos varias
auténticas emboscadas en forma de muros al más puro estilo belga. Había que
estar muy atento porque aunque cortos, muchos eran de fortísimo porcentaje, y
algunos incluso sin asfaltar. Nada que no se pudiera escalar danzando sobre la
bicicleta, eso si antes habías andado a listo para ablandar a tope el desarrollo,
antes de que una curva instantánea y angulosa te mostrara de inmediato la
pared. La segunda mitad del recorrido ofreció un lecho de vía verde que
permitía atravesar la espesura vegetal, algo muy de agradecer, porque aleja de
los coches y vías de tránsito motorizado y porque te hacía sentir en plena
naturaleza. También dimos cuenta de un par de puertos de baja montaña antes de
encontrarnos con las viñas al sol y poder degustar un bien frío Txacolí que se
dejaba querer mucho. En definitiva, un recorrido de lo más variado y que, aunque
siendo más bien corto (73 km), podríamos calificarlo como “deportivo” (no por
su carácter competitivo, que no lo tenía en absoluto, sino por su variedad de
exigencia física o técnica). Mis felicitaciones.
Muro durante el recorrido
(Imagen: Retrobike Enkarterri).
Desde
el punto de vista humano y social el ambiente fue de lo más agradable. Siempre se
me hace placentero encontrarme con todo el paisanaje retro-ciclista de la zona.
Muchas personas a las que me resulta muy difícil poner nombre pero que recuerdo
y reconozco a la vista de sus caras. Gente amable, cercana y que siempre tienen
a mano un comentario agradable o un rato de conversación. Me refiero a Tomás,
Álvaro, “Carleti” y una larga lista de hombres y mujeres con los que ya había
coincidido alguna que otra vez aquí o allá. Si bien el año anterior un
importante acontecimiento de patinaje (para el cual había conseguido una de sus
preciadísimas plazas) me impidió tomar parte en la I edición, al grupo
principal de organizadores y afines había tenido la suerte de conocerlos de
antemano con una especie de “pre-Enkarterri” que acabó con comida-homenaje a
Samuel Sánchez, y con otro paseo coincidente con una prueba de carretera de
juveniles. Por eso no tenía yo la sensación de ser un novato, ni con parte del
trazado, ni con la gente local.
Tomás, gran parte del
recorrido escoltado por uno o más “Flandrias”. (Imagen: Enkarterri).
Entre mis
amistades habituales puedo enumerar a: Carlos A., Enrique y Raquel Aja
(incluido Juan), Iñaki, Jaume, Roberto, Javier, Luís Alfonso... y un siempre
bienvenido Carlos Cobo al que se le echa de menos cuando su ocupadísima agenda
deportiva no le permite encontrar hueco para acudir a este tipo de citas. Pero
es que cuando viene… ¡cómo se lo pasa!
Javier, Carlos y Luís
Alfonso antes de la salida.
Como en
esta ocasión parece que me ha dado por relatar la experiencia por apartados temáticos
(recorrido, personas…), hago una breve mención a la “maquinaria”. Aquello,
aunque presentado una variedad y riqueza interesante de marcas y modelos,
podríamos calificarlo como de “territorio Zeus y Razesa”. Ambas marcas eran,
sin duda, las más representadas. Como yo llevaba mi Alan, me fijé también en
cierta presencia de las mismas (en varios casos por origen cántabro), pero en
realidad muchas menos que las dos anteriores, las cuales tienen un gran arraigo
y querencia dentro del País Vasco (en ambos casos totalmente justificado). Y
por poner un ejemplo de bicicletas de esas que suelen pasar desapercibidas para
la mayoría de los aficionados, pero que a mí personalmente me llaman la
atención, hoy menciono una Batavus de “randonneur” de los años setenta que
lucía acertada estética y muy buen estado. Batavus (desde 1904) es,
probablemente, la mayor marca de bicicletas holandesa después de Gazelle. Patrocinó
un equipo ciclista profesional femenino consiguiendo dos Tours de Francia,
además de co-patrocinar algún equipo profesional masculino y el equipo nacional
holandés en varios Juegos Olímpicos. Como curiosidad puedo añadir que el hijo
del dueño de Batavus, en 1974, abandonó la trayectoria familiar para fundar su
propia firma de bicicletas de competición de gran prestigio y calidad:
Koga-Miyata, casi desconocidas por nuestro territorio, pero muy admiradas en
Francia y Centro-Europa.
Bicicleta Batavus
cicloturista.
Pero
con respecto a las bicicletas, quiero hacer una mención especial a unas pocas
que me llegaron al alma, ya fuera por su “clase”, por su componente emocional o
por ambas cosas a la vez. La primera es una Razesa de gama media de 1983-84 que
me encontré en muy buen estado y que es, ni más ni menos, que una gemela
idéntica de lo que fue mi primera bicicleta de corredor, mi primera bicicleta
retro, y aún actualmente, una de las bicicletas vintage que más utilizo. La mía
ha sufrido enorme esfuerzo, incontables experiencias y muchas transformaciones,
voluntarias o involuntarias, que su exprimida vida le han conferido. Ya no
conserva el color original, aunque sigue siendo la misma digamos que entorno a
un 60-70%. La que me encontré en Balmaseda era una clónica de lo que la mía fue
de nueva, en idéntica talla y color. Me hizo verdadera ilusión.
“Mi” Razesa.
Otra
bicicleta interesante es una Marotías restaurada que originalmente perteneció a
Manu Santisteban, con la que corría de joven compartiendo carreteras con muchos
ciclistas de la época y hasta con el mismo Enrique Aja. La bicicleta conserva
incluso el sillín que Juan Manuel Santisteban, aquel excelente gregario del
mítico KAS, le regaló al propio Manu hace muchos años. Lo bonito de la historia
es que en esta ocasión, su hijo Urko se estrenaba en esto del ciclismo retro
con la misma bicicleta que utilizara su padre varias décadas atrás.
Manu Santisteban con su
Marotias.
Y
precisamente era Raquel Aja, la hija de Enrique, quién disfrutaba de otra
magnífica Marotías restaurada, que fue la bicicleta de toda la vida de su
abuelo, un apasionado del cicloturismo de verdad (de viajar pedaleando para
descubrir paisajes y gentes). Los Aja, en esto, han sabido entender el concepto
emocional, el que va mucho más allá del “marquismo” (ya casi “plusmarquismo”).
El propio Enrique re-estrenaba una preciosa bicicleta Coppi, que acababa de
restaurar y que fue su última bicicleta personal como corredor aficionado.
Estaba encantando con la situación. En lo que a mí respecta, cuando me
encuentro con este tipo de casos, siempre pienso que no hay mejores manos en las
que puedan estar todas estas bicicletas: cerca de sus dueños originales o de
sus descendientes, siempre que ambos las valoren lo suficiente como para haber
vuelto a echarlas a rodar. Me encanta descubrir ejemplares ligados a historias
humanas, que se libran de la rapiña y del mercadeo, cada día más abundantes
dentro de este mundillo.
Enrique Aja sobre su Coppi
(Imagen: Retrobike Enkarterri).
La ruta
acabó con ducha reparadora y una multitudinaria comida de hermandad. Desde allí
me llevé a Roberto hasta Laredo y me trasladé después a Colindres donde
impartía una charla sobre los inicios de la historia del ciclismo, su
implantación en Cantabria y en el caso particular de aquella villa marinera. La
charla fue bien, disfruté y además tuve un re-encuentro muy agradable con un
conocido al que hacía años que no veía. Entre los asistentes hubo varias
personas muy ligadas a la historia del ciclismo de la zona desde décadas atrás
y que se mostraron muy interesadas y amigables. Tanto, que con algunos de ellos
espero, en breve, poder bucear algo más en determinados aspectos del ciclismo
pasado.
II. Le Petit Tour des Pyrenees (II) (entre amigos).
Como
decía en la introducción de este capítulo, en la variedad está el gusto. Al
menos mi gusto por el ciclismo en general y por el considerado retro en
particular. Y ya el año pasado le cogimos precisamente gusto a montarnos por
nuestra cuenta una reunión de amigos para ascender colosos pirenaicos con
nuestros viejos cacharros. En realidad es la tercera temporada que acudimos allí.
En el 2013 nos escapamos dos veces aprovechando sendas citas formales, las
cuales completamos atacando algunos puertos famosos al día siguiente. El año
pasado acudimos a acompañar a nuestros amigos italianos y hasta le dimos un
nombre a la escapada. En esta ocasión me permito re-utilizar la misma
denominación, para referirme a una especie de concentración de ciclismo de
puertos que nos organizamos Javier, Carlos y yo. El viaje fue aprovechado y
partía de un cronograma muy bien optimizado por parte de Javier. Uno de los
objetivos era que Carlos disfrutara de un auténtico bautizo de puertos míticos
del Pirineo francés. Precisamente este detalle sería el culpable de que la
mayoría de los puertos seleccionados para ser ascendidos, ya los hubiera yo
superado en ocasiones anteriores, pero, tratándose de ciclismo en Pirineos, no
le hice ascos a repetir.
Así que
en esta búsqueda del ciclismo retro “completo” nos estamos acostumbrando
también a incluir eventos, citas o actividades propias y, desde luego, ascensos
míticos con bicicletas clásicas.
La
estancia constaría de cuatro jornadas, tres de ellas en el entorno de Lourdes,
con dicha ciudad como campamento base, y la última en el pirineo
franco-navarro, tras una estratégica pernocta en Jaca, aprovechando la generosidad
hostelera de Javier. Fue una experiencia “do it yourself” en prácticamente
todos los detalles: diseño, esfuerzo, transporte, alojamiento parcial,
manutención, mantenimiento mecánico, etc. Así pues, salió francamente barato, y
el clima, ¡una vez más!, se alió con nosotros de pleno. Para la aventura los
tres nos decantamos por bicicletas robustas, pesadas y muy curtidas, pero
fiables y amigables desde nuestro particular e individual punto de vista:
Carlos con una Zeleris, Javier con su sempiterna Royal Condor y yo con mi fiel
Razesa; los tres con triple plato de la época.
En la
primera etapa, un maillot amarillo del Tour del 92, otro de un equipo flamenco
amateur y otro conmemorativo de la reciente Pedals de Clip, salieron pedaleando
desde cerca de Lourdes, valle arriba hacia Luz-St-Sauveur, para desde allí
remontar el río Gavarnie hacia el sur y desviarse a la izquierda ascendiendo el
largo y trabajoso ascenso hasta el espectacular circo de Troumouse. El puerto
se nos hizo duro, tanto por su longitud, como por su pendiente y quizás incluso
por su altitud. Personalmente era el primer puerto (más allá de 3ª categoría)
que subía esta temporada y en ningún momento encontré el punto adecuado de
ritmo, pero como fue el primero, la cosa no fue a mayores. Este es un año en el
que lo que no llevo de entrenamiento lo suplo (hasta ahora) con llegar fresco y
descansado a los esfuerzos. El paraje es precioso y a ello se añade el
mantenerse prácticamente solitario y tranquilo, ya que el circo vecino de
Gavarnie es el que se lleva la fama, y por ello el que hace de imán para los
turistas. Arriba nos reunimos, nos hicimos algunas fotos e iniciamos el descenso
hasta el desvío del valle, en donde giramos de nuevo hacia el sur, para volver
a ascender unos pocos kilómetros hasta el pueblo de Gavarnie. A esa hora estaba
prácticamente vacío, y sentados al sol nos comimos un bocadillo, nos
rehidratamos bien y disfrutamos de una vista espectacular de gran parte del
circo, sin necesidad de tener que darnos el paseo de rigor hasta él.
Descansados, tomamos la decisión de aventurarnos a añadir otro puerto
importante al día y descendimos hasta Luz para iniciar el ascenso a Luz
Ardiden, escenario de míticas victorias de Cubino, Indurain, Perico y Laiseka.
El
cielo se había cubierto completamente para esa hora y hasta se mostraba
amenazante. En esta ocasión, tras el inesperado tute que me había dado en el
puerto anterior, opté desde el principio por utilizar desarrollos muy suaves,
permitiendo a mis piernas frecuencias bastante elevadas. Acerté, porque la
subida me devolvió parte de mis sensaciones perdidas. La sucesión constante de
horquillas me ayudó también psicológicamente (me gusta ese formato de trazado)
y los kilómetros, con sus detallados porcentajes impresos en las señalizaciones
de la carretera, fueron cayendo poco a poco, hasta que a cuatro o cinco
kilómetros de coronar, nos vimos sumergidos en una densa, fría y húmeda niebla,
que no dejaba ver nada de paisaje alrededor. La espera arriba se hizo larga, y
pese a llevar bastante abrigo, tuve que emplearme en dar saltitos, trotes y
ejercicios de brazos para no quedarme helado, mientras esperábamos al último
compañero en coronar. Una vez reunidos los tres, descenso precavido por total
falta de visibilidad y evidente humedad en el pavimento, hasta que nos volvimos
a librar del manto nuboso. Desde Luz hasta Pierrefite, plato grande y caña con
ganas de llegar. Cansados y satisfechos, el resto de la tarde-velada
transcurrió con vida de apartamento y reposición de energía.
Javier a punto de coronar
Troumouse.
En el Circo de Troumouse
posando con mi bicicleta.
Panorámica del pueblo y
Circo de Gavarnie
La
segunda jornada resultó un auténtico mazazo. Nuestras expectativas iniciales
(teóricas) planteaban un ascenso “oeste” al Tourmalet, seguido de su descenso “este”
y una o dos subidas al Col de Aspin para regresar después por el norte. El día
volvía a prometer buen tiempo y salimos pedaleando desde Lourdes, aprovechando
la cómoda y agradable vía verde que discurre superando antiguas estaciones
rurales de ferrocarril, hasta Argeles-Gazost. Repetimos el primer tramo del día
anterior, ascendiendo por el desfiladero hasta Luz-St- Sauveur, y desde allí,
repentinamente, comenzó la ascensión de 18 km hacia el Col del Tourmalet. Un Molteni,
un Kas y un Café de Colombia que, por mucho maillot mítico que lleváramos,
sufrimos como perros, quizá por no haber recuperado suficientemente del día
anterior. No puedo hablar por los demás, pero en mi caso no encontré ni golpe
de pedal, ni ritmo, ni “comodidad” ascendente en ningún momento de la subida.
Pasé calor abajo, desazón psicológico a mitad de puerto y fatiga local en las
piernas en la parte final. De todo, como puede verse. Yo lo achaco a la falta
de entrenamiento, sumado a la fatiga del día anterior, causada a su vez por
falta de entrenamiento en puertos. Paré tres veces: una a mitad para coger una
lata de Cola en una máquina, otra poco después para comerme una barrita, y una
casi al final para mear. Llegar llegué, pero sin disfrute y con la
autoconfianza minada. Para colmo, el bar de la cumbre, que tanto me gusta
visitar, estaba cerrado. Al menos hacía bueno, teníamos fantásticas vistas y
nos topamos con numerosos moteros y ciclistas con los que conversar y cambiar
impresiones.
José, Carlos y Javier en
el Tourmalet.
Javier y Carlos circulando
por la vía verde, al paso por una antigua estación.
De
nuevo reunidos, descendimos hacia St. Marie de Campan, donde decidimos aplazar
el Aspin hasta tiempos mejores, e iniciamos el regreso por el norte, llaneando
y con algunos toboganes, hasta regresar a Lourdes. Esta era la tercera vez que
ascendía al Tourmalet en bicicleta. Y aunque el año anterior lo hice en un
evidente mejor estado de forma, por la vertiente este, comparando unas veces
con otras, en mi opinión resulta más duro por el oeste, o así me lo ha parecido
las dos veces que lo he ascendido por dicha orientación. Por cierto que, el
trazado actual de ese lado ha cambiado definitivamente desde hace pocos años,
pues tras unos terribles desbordamientos del río, lo re-canalizaron y cambiaron
la carretera de lado en algunos kilómetros por la zona de Super-Bareges. Hace
años recorrí el trazado antiguo, y en esta ocasión el nuevo.
Recogido
el apartamento la mañana de la tercera jornada, Javier nos acercó en coche
hasta Argelés-Gazost, y desde allí, Carlos y yo iniciamos el ascenso al Col de
Soulor. Yo iba con preocupación asociada a falta de confianza, pero me
dosifiqué, acerté enseguida con un adecuado golpe de pedal y me re-encontré a
mí mismo con las sensaciones que tuve por allí el año anterior. Hacía calor,
especialmente por el fondo del valle, por lo que lo más duro resultaron esos
primeros kilómetros de ascenso antes de disfrutar de los falsos llanos que
recorren varias aldeas, para después iniciar el puerto definitivamente. Lo
bueno fue que en esta ocasión pude ver realmente el ascenso porque el día
estaba despejado, justo lo contrario que un año antes. Una vez coronado, Javier
me esperaba con sándwiches y una lata de cerveza fría y bajó en bici al
encuentro de Carlos. Mientras esperaba, charlé con algunos ciclistas y vi
pasar, sobre todo, a muchísimos moteros, que realmente eran los que más
proliferaban esos días por todo el Pirineo. Reunidos Fagor, Renault y mi
maillot de los Cols de la zona, recorrimos ese magnífico tramo que va desde el
Soulor hasta el Aubisque, descendiendo inicialmente para después ascender,
atravesando túneles y configurando un balcón aéreo imponente, en lo que para mí
constituye uno de los tramos ciclistas más legendarios que hay, evocador de
hazañas y dramas de campeones de antaño.
Carlos coronando el
Soulor.
Ya en
la cima del Aubisque, Carlos tomó dos decisiones claras: comprarse allí un
maillot como el mío (ya había logrado coronar tres de las cinco cumbres en él
dibujadas); y no volver a dar una pedalada más en todo el viaje. Ni siquiera
para descender el puerto. Así que tomó el puesto de conducción del coche, y
Javier pasó a ser mi nueva compañía sobre la bicicleta. El descenso del
Aubisque fue un verdadero disfrute, porque las condiciones eran favorables y porque
esa vertiente del coloso resulta siempre espectacular, ya sea subiendo o
bajando. Llegados a Laruns, el estado de ánimo era bueno, así que decidimos
continuar intentando superar el Portalet, un puerto con pocos tramos de fuerte
porcentaje, pero tremendamente largo (unos 28 km). Para mí fue una gratísima
sorpresa. Lo primero porque lo subí bien, con verdadera sensación de ir algo
justo únicamente al final. Lo segundo porque era el único puerto nuevo que
podría añadir a mi “palmarés” en este viaje. Y lo tercero porque es, y estaba,
precioso. No tenía yo ese concepto porque mi imagen del mismo estaba asociada a
anteriores pasos del mismo en coche o en moto, en invierno, de noche o con poca
visibilidad. Y claro, en avanzada primavera, con sol radiante y generoso
deshielo, el panorama era otro, digno de evocar o replicar cualquier paraíso
alpino del globo. Con cascadas, cumbres bastante nevadas aún, hierba brillante,
vegetación derrochadora y cursos de agua tremendamente activos; el ascenso fue
un auténtico placer para los sentidos. Lo subimos prácticamente juntos todo el
rato, hasta que hacia el final Javier se despegó hacia adelante. La parte
inferior es estrecha, encañonada, pero con vegetación encaramada por todas
partes. En medio hay paisaje cambiante, algunos lazos bien trazados y una presa
con su pantano. Y en la parte final el valle se suaviza y un lecho de verdor,
surcado por un precioso río, acompaña la mayor parte del tiempo. Y para colmo,
el viento nos sopló de cola.
Javier en los primeros
kilómetros del Portalet.
Aquí estoy con la
ascensión del Portalet bien avanzada (Foto: Javier).
Cruzados
puerto y frontera, descendimos con muchas rectas y pocas curvas hasta llegar
Biescas, donde Carlos nos esperaba con el coche. La vertiente española presentaba
bastante más calor ambiental que la francesa. Aquello era ya puro verano. Desde
allí carretera hasta Jaca, para disfrutar del apartamento de Javier, de una
nueva botella de vino y de una copiosa y merecida cena. Y ya antes de los
postres y del moscatel digestivo, decidimos dar por finalizado el componente
“deportivo” del viaje, suspender el plan de la cuarta jornada y sustituirlo por
otro completamente social que nos ocuparía el día siguiente.
Y así
fue como tras recoger todo, nos montamos en el coche y nos pusimos en marcha
hacia Cenicero, sede de la II Edición de l’Eroica Hispania, en la que no
habíamos tenido ninguna intención de participar este año. De nuevo se repetía
un día muy caluroso, tal como sucediera un año antes. Llegamos a media mañana y
aparcamos con suma facilidad, lo cual es bueno para la organización del evento,
aunque no sé si quizás un síntoma de escueta participación. El ambiente en el
pueblo era de domingo de vermut y paisanaje local, más que de evento ciclista,
imagino que porque la mayoría de los participantes (algunos abandonos ya se
veían por ahí) estarían participando en esos momentos. Nosotros nos encaminamos
hacia los puestos de venta que, un año más, me parecieron muy escasos para la
supuesta dimensión que se espera de una “franquicia” Eroica. Visitamos el de La
Biciteca, para reunirnos con nuestros amigos Manu y Nuria y pasamos un rato con
ellos, e incluso nos tomamos un café con él. Las ventas estaban siendo escasas
(casi raquíticas). Al parecer los ciclistas siguen sin leer o ejercitando poco
tal placer y costumbre de enriquecimiento personal; pero por otro lado, el
diagnóstico de nuestro amigo, era de que la cita no alcanzaba un nivel de
afluencia y movilización mínimo destacable. Pero el caso es que nosotros
aprovechamos la mañana para hacer algunas compras y recorrer la oferta
“mercantil”. Habría unos diez puestos (es una aproximación) algunos con
material ciclista: muy barato, a precio medio, y muy caro. Otros con
complementos, ropa o material nuevo de estética “vintage”, de gran prestigio,
pero precios muy elevados. Su mercancía probablemente lo valiera, pero creo que
en general supera el umbral de gasto que la mayoría de nosotros nos planteamos.
En materia de maillots de punto se ha evolucionado mucho y ahora mismo se ofertan
fantásticas réplicas de maillots legendarios, prácticamente idénticas a lo que
fueron los originales en los que se ha inspirado su confección actual. En
cuanto a las bicicletas, en eso cada día soy más consciente de que cada cual
tenemos nuestro criterio y preferencias. Vi piezas interesantes e incluso
alguna muy interesante, con precios francamente asequibles en algún caso.
Personalmente me llamaron especialmente la atención dos Gitane (un cuadro
perfilado y una completa con material de los setenta). Pero como no tengo sitio
para más bicicletas, me abstuve de comprar e incluso ni de pensar en hacerlo.
Además, ya tengo casi más de las que soy capaz de utilizar. Aunque si aproveché
para adquirir algunos recambios que me hacían falta (poca cosa). Algo parecido
a mí hizo Carlos, aunque no Javier, que vio como su vena adquisitiva se
desataba con virulencia y se pasó la mañana buscando, revolviendo entre el
metal, regateando, desplegando estrategias comerciales complementarias y
finalmente comprando mucho material a buen precio y una antigua bicicleta
Peugeot, que después tuvimos que colocar de forma improvisada en nuestro ya
lleno portabicicletas posterior. Lo que si me traje ¿cómo no?, aprovechando
nuestro paso por allí, fue una caja de “vermut” Tirolés, que me encanta y cuyas
existencias en casa ya estaban finiquitadas. Eso sí que me mereció la pena. Y
agotadas las posibilidades ofrecidas por aquello, nos retiramos a comer en un
mesón, nos despedimos de nuestros amigos e iniciamos nuestro regreso a los hogares.
III. Anjou Velo Vintage 2016 (6ª Edición)
Un fantástico y grandioso evento
sirve para cerrar este capítulo dedicado, de forma informal, a esa búsqueda o
alegato en favor de un hipotético “ciclista (retro) completo”. Y tal cometido
lo cumple con garantías la fiesta francesa, porque ofrece al participante
varios eventos en uno, en los que cada cual puede expresar y practicar algunas
de sus preferencias “vintage”, de un modo inigualable.
En esta ocasión, los dos
ciclistas protagonistas permanentes de esta crónica en tres actos (Carlos y
yo), viajamos acompañados de nuestras respectivas parejas (Luisa y Myriam),
convirtiendo el plan, no solo en un programa deportivo, sino también en un fin
de semana placentero, turístico y familiar. Pese a que Saumur, localidad que
ejerce de centro neurálgico de la AVV, está lejos de nuestros hogares (a unos
800 km aproximadamente) la experiencia finalmente siempre merece la pena. Y lo
hace porque tal y como está la actualidad del panorama del ciclismo retro en
Europa, ahora mismo, dos son los eventos que destacan ¡y por mucho! con
respecto a todos los demás: L’Eroica Brittania y la Anjou Velo Vintage (AVV).
Alguna otra vive bastante de rentas pasadas; y todo lo demás, puede ser
divertido, bonito, entrañable, adecuado, peculiar, singular, recomendable…
según los casos, pero nada comparable con el nivel de participación,
organización, programa, impacto estético, posibilidades de entretenimiento,
etc. de las dos pruebas señaladas.
Total, que un viernes nos pusimos
de viaje y nos dimos una buena paliza de coche para llegar a Saumur, con el
tiempo justo de dejar las bicicletas en el alojamiento medieval escogido y
ponernos a cenar en un típico restaurante de pequeñas dimensiones, de una de
coqueta placita de aquella ciudad pequeña y elegante, cuyo castillo se encarama
sobre una colina que domina el paso del famoso río Loira. Buena cena, buen vino
y palaciegos aposentos…
Detalle del nombre del río a su paso
por el puente más céntrico de Saumur.
El Loira desde Saumur, la noche de
nuestra llegada.
El sábado había plan paralelo.
Mientras Myriam se dedicaría a disfrutar de un ritmo vacacional y a pasear y
entretenerse con todas las atracciones, servicios y propuestas del recinto
festivo que constituye este macro-evento retro, yo tomaría parte en una marcha
larga y deportiva: la “Authentic 1868 – La Route des gravels“, que tomaba la
salida puntualmente a las ocho de la mañana. Y allí estaba yo, con un maillot
de aire muy hispano, con mi bicicleta Vipch preparada, esperando la aparición
de Carlos, que estrenaba una bicicleta corporativa del propio evento. La ruta
planteaba 130 km completamente llanos, a excepción de varios repechos muy
cortos, aunque alguno llegó a alcanzar un 15% de pendiente. Desde el principio
se rodó bastante rápido, y tal y como ocurre siempre en Europa, el pelotón dejó
de serlo a los pocos kilómetros, estableciéndose numerosos pequeños grupos.
Debimos de salir entre 100 y 150 participantes, de forma que la desintegración
del paquete inicial dejó el asunto en el típico fluir despejado de unidades
sueltas o de agrupamientos cómodos y pequeños. Y en uno de ellos, o saltando de
unos a otros, según el devenir del terreno o del recorrido, íbamos pedaleando
Carlos y yo. Pero el ritmo era tan vivo que incluso nosotros nos veíamos
eventualmente separados en algunas ocasiones, al cabo de las cuales volvíamos a
reunirnos para poder intercambiar pareceres sobre la experiencia inicial. Y así
fuimos atravesando varios pueblos pequeños y diferentes tierras de campo.
También completamos juntos algunos de los primeros tramos no asfaltados de los
18 sectores (26 km en total) que incluía el trazado. Sin embargo, cooperando
para dar un relevo, tras algún tramo de esos y un par de ángulos sin
visibilidad de horizonte, al cabo del rato me vi sin Carlos por los alrededores
y pedaleando a buen ritmo con un pequeño grupito de ciclistas. Por el momento
lo dejé estar, pero al final aquel momento sería definitivo para que a la
postre, Carlos y yo completáramos el recorrido por separado. Cada uno a nuestro
ritmo (o el de otros ciclistas de nuestros respectivos alrededores), pero ambos
disfrutando de una etapa preciosa, larga y finalmente exigente por la
acumulación de esos tramos de tierra, grava, barro o arena, que poco a poco
iban acumulando fatiga en las piernas.
Recuerdo rodar por excelentes
carreteras estrechas y sin tráfico. Por un constante fluir de paisaje rural
variado y permanentemente cambiante, a costa de incluir pueblos, campos,
bosquecillos, viñedos, sembrados, etc. En un momento dado alcancé a un grupo de
pioneros que replicaban sendas escuadras Alcyon y Thomann-Dunlop (1926) de las
primeras ediciones del Tour. Máquinas e indumentarias perfectamente
caracterizadas. Un tramo de bosque nos sorprendió a todos con un lecho de
arenal que nos dificultaba la tracción e hizo cimbrear las bicicletas. Se
sucedieron algunos pinchazos y diversos cambios de compañía hasta que
alcanzamos el primer punto de avituallamiento, en el que una “panadería
portátil”, artesanal y de leña, nos ofreció unas estupendas obleas rellenas de
miel o queso fresco.
Corrillo de pioneros en plena tertulia
mecánica.
Una Alcyon restaurada.
Tras haber repuesto fuerzas y
admirado bicicletas durante un buen rato, me puse en marcha en solitario, pero
pronto me vi acompañado por otro ciclista a lo largo de varios kilómetros.
Después otro más, y finalmente otros dos o tres, de forma que todo el segundo
sector lo compartí en formato de quinteto o sexteto, en el que dos
participantes más poderosos que el resto, nos llevaron a buen ritmo, devorando
kilómetros rurales, los ya mencionados casi exclusivos repechos, numerosos
tramos de “off road” (por aquí algunos más agresivos de firme, e incluyendo grandes
charcos de barro) y preciosos tramos que servían para hacerse una buena ideal
del paisaje de la comarca. De hecho, aquella parte se me hizo muy corta y la
llegada del segundo punto de refrigerio me sorprendió por inesperada. Aquello
era una bodega de vinos espumosos en la que pudimos degustar alguno y reponer
algo de energía con frutos pasos y “gominolas” energéticas. De todas formas la
parada fue mucho más breve, y “nuestro” grupo, en un silencioso acuerdo tácito,
nos pusimos en marcha juntos de nuevo. De hecho, kilómetros antes me habían
esperado claramente, aminorando su marcha colectiva para esperarme tras algún
tramo en el que yo me había quedado retrasado. Parece que los miembros de tan
azaroso grupeto nos sentíamos cómodos unos con otros, porque sin necesidad de
explicaciones, habíamos acabado considerándonos a nosotros mismos, como una
unidad.
Sin embargo, tras unos cuantos
kilómetros más en compañía, el azar quiso que tuviera que quedarme a solas,
superados ya los 100 km de recorrido. Completando un rudo tramo de tierra con
piedras, mi neumático delantero perdió repentinamente toda su presión de
inflado, así que sin decir nada, me detuve y me puse a cambiar la cámara. El
arreglo fue inicialmente rápido y fácil, sin embargo, alcanzada la presión deseada
y cuando ya me disponía a colocar la rueda en la horquilla, la nueva cámara se
mostró defectuosa y se vació también por completo. Por suerte llevaba más, así
que nueva sustitución, nuevo inflado, y en marcha otra vez. Enseguida adelanté
a algunos corredores que habían pasado recientemente por donde yo estaba
reparando la rueda, y uno de ellos, que debía de ir algo aburrido con otro,
decidió sumarse a mi ritmo, y pronto, incluso marcarme otro ligeramente
superior, que aproveché para seguir a rueda. Y así los dos, fuimos dando cuenta
del final, de más paisaje y de más tramos de “gravel”, hasta que vimos un
cartel anunciando 10km para el final. Al poco rato, en un tramo especialmente
delicado, perdí de vista a mi acompañante que se fue por delante a mayor ritmo.
Aquello no era problema alguno porque el trazado estaba perfectamente balizado
a lo largo de todo el recorrido, por lo que rodar sólo, no solo no constituía
inconveniente alguno sino que me recordaba cabalgadas anteriores en solitario
por alguna otra gran prueba europea, en ese tipo de cicloturismo internacional
que tanto les cuesta entender a los participantes y organizadores españoles.
Precisamente estos últimos mantienen una tormentosa relación con las
autoridades de tráfico, porque unos u otros se empeñan en que todos los
ciclistas vayamos juntos y agrupados, formando esos incómodos y peligrosos
pelotones que nos someten a la dictadura de algún ritmo que no se ajusta a los
intereses de casi nadie. Unos quieren ir mucho más rápido y los tienen que
frenar por delante, mientras que otros lo pasan mal por detrás para poder
seguir el ritmo. Yo siempre he defendido la autonomía del participante, su
libertad de ritmo, su responsabilidad de respeto a las normas de circulación, y
un mínimo de exigencia y atención para seguir por sí mismo el balizaje de la
ruta. Sé que en España, “tráfico” y los organizadores se culpan de forma
recíproca, pero en mi opinión el error está en el planteamiento del evento, y
en eso, me temo que el empeño más cerril corresponde a los organizadores,
algunos de los cuales (me consta) no me escuchan cuando trato de explicarles el
formato europeo. El caso es que aquí, como en casi todos los demás eventos
internacionales retro, no hubo agentes de tráfico, ni falta que hicieron.
A lo largo del final me fui
calentando yo sólo, el plato grande permaneció engranado y mis piernas se emplearon
a fondo y sin precauciones para llegar cuanto antes, y experimentando cierta
sensación de rendimiento, de querer ir rápido, de probar a ver lo que daba de
mí. Y creo que sí que rodé bastante rápido, incluyendo un largo tramo de ruta
verde ribereña por el Loira, cuyo firme era una especie de arenisca apelmazada
que no ponía pega alguna al circular de forma veloz. Por los kilómetros finales
fui superando a varios ciclistas, incluido el que se me había marchado poco
antes, pero me centré más en seguir las flechas indicadoras de los tramos cada
vez más urbanos y en disfrutar de la visión de numerosas y elegantes entradas a
bodegas. Cuando atravesé el centro histórico de Saumur,
pude comprobar que el ambiente de las calles iba en aumento gracias a la
animación de la megafonía y a la expectación e interés de los miles de
aficionados y curiosos que por allí andaban pasando el día. Unos giros cercanos
al castillo por calles estrechas encajonadas entre antiguos muros de piedra, un
túnel medieval y la rotonda final para embocar la pancarta de llegada ¡y el
“cajón”! en el que nos recibían con una cámara de fotos y dos azafatas “de
antaño”, para explicarnos dónde comer y apuntarnos el número de foto en el
precioso y completo pasaporte de ruta.
Surcando el animado tumulto, me
encaminé hacia un edificio señorial, en cuyo patio interior reposaban nuestras
bicicletas y teníamos habilitadas unas largas mesas con manteles de hule para
comer. La comida fue fantástica: variedad de ensaladillas de primero,
“cassoulet” con carne de segundo, variados y exquisitos quesos, postres y buen
vino local. Un reconfortante “homenaje” servido con vajilla y cubertería “de
verdad”, que entraba de maravilla y completaba una jornada ciclista redonda.
Foto oficial
de mi llegada (Imagen: Robert et Marcel)
Bicicleta Stella de “randonneur”.
Barro
acumulado sobre mi Vipch, tras los 26 km de tramos “gravel”.
Tras la comida me pasé a por el
anteúltimo estampado de sello en el pasaporte: en un stand de la gran feria nos
regalaban una botella de cava local, bautizado con el nombre de “Velodrome”.
Casi allí mismo me reuní con Myriam y Luisa, y tras intercambiar impresiones,
nosotros nos fuimos al hotel para guardar la bicicleta, quitarme de encima todo
el barro acumulado y vestirnos ambos de época para disfrutar de toda la tarde y
parte de la noche en aquel ambiente rico y festivo.
De regreso empezamos por un café
de furgoneta. Seguimos por un repaso largo de toda la oferta de stands. Un
“escaneado” eficiente y completo resultaba imposible, porque hubiera llevado un
día completo preguntando precios en los puestos de material ciclista usado,
pero sí que estuvimos un par de horas mirando, admirando, fotografiando,
curioseando e incluso comprando… un detalle aquí, unas piezas allá, unas
gorras, un maillot, un par de libros, etc. También pasé a sellar mi último
apartado del pasaporte, lo cual consistía en recoger una copia impresa de la
fotografía de la llegada (también regalo de la organización). El stand de los
fotógrafos tenía ambientazo y aprovechamos para hacernos un par de fotos
posando en pareja. Aquello resultó muy divertido. Daba gusto estar participando
de todo aquel mundo y de aquella atractiva y envolvente atmósfera del pasado.
Al final acabamos sentados en una terraza, en medio del barullo, refrescándonos
con una cerveza, hasta que Carlos y Luisa se unieron a nosotros para cenar allí
mismo.
Posando en el estudio fotográfico
(Imagen: Robert et Marcel).
Otra pose,
de cuerpo entero para poder lucir el atuendo (Imagen: Robert et Marcel).
Durante la cena Carlos me contó
su recorrido sin pinchazos ni averías. También que se le había hecho un poco
duro tanto tramo de “gravel”, pero que le había encantado el trazado, la
experiencia y aquellas empanadillas de queso o miel. Pasamos la velada
comiendo, atentos a la marea de gente disfrazada que pasaba cerca de nuestra
mesa, a algunas atracciones itinerantes y con la música de las actuaciones del
escenario central ambientando, pero sin coartar nuestra charla. Después pasamos
al concierto de un grupo de estilo Jazz pionero (años 20-50), movido, bastante
bocal y que conseguía movilizar a mucha gente alrededor. El cuerpo se nos espabilaba
con intención de bailar, pese a la falta de espacio y el cargar con las
compras. Cuando ellos se fueron, nosotros aún acabamos disfrutando del final de
la actuación, acodados en la barra de la carpa de una bodega de cava, con un
par de copas frías, y ante una noche de lo más agradable.
El domingo el plan fue
completamente diferente. No tuve que madrugar tanto, preparé las bicicletas de
paseo (tuve que cambiar una cámara a la mía), dejamos todo dispuesto para el
regreso en el coche, desayunamos, nos vestimos de época en una nueva versión,
más “sport” que la de la noche anterior, y fuimos hasta la zona de la feria
para reunirnos con nuestros amigos antes de la multitudinaria salida. Para ese
día, nuestra opción era clara: ruta corta llena de paradas y ambiente festivo y
populoso, en el que el esmero de caracterización de los participantes es lo
principal. Descartamos una nueva ruta de 60 km, e incluso la de 40, escogiendo
la de 30 (en realidad 35 km) para mayor disfrute de todos. Tanto ésta (la
“Jean-Guy Dondroit”) como la anterior (la “Anatole Languibole”), habían cerrado
anticipadamente su inscripción, tras habar alcanzado su límite de 1500
inscritos cada una de ellas. Estos recorridos cortos son los que mayor éxito
tienen allí, porque permiten a la gente sacar cualquier bicicleta (artilugios
peculiares incluidos), vestirse de cualquier modo e ir acompañados de gente o
familia de cualquier edad, condición física, etc. El resultado es magnífico:
una verdadera experiencia ciclo-lúdico-cultural. Nos dio tiempo de ver la
salida de la anterior antes de coger sitio en nuestra propia masa “lúdica”
junto al río. A lo largo de los primeros kilómetros el gran pelotón se fue
estirando, volviéndose cómodo y sugerente porque facilitaba mucho poder ver y
admirar a los demás participantes. Todo el trayecto iba pegado al río por lo
que resultaba completamente llano, además de muy agradable. El pasaporte nos
anticipaba las paradas y los cortos tramos a recorrer entre ellas. Pronto llegó
un refrigerio de mosto y bollo artesano, junto al río y frente a un Chateau.
Casi inmediatamente después, un vino en la campa de una especie de monasterio
ribereño, amenizado por un grupo musical tributo de los Beatles. Allí fue donde
nos percatamos del error de no haber traído con nosotros las copas de regalo
que nos habían dado con la “musette”. En realidad no importaba porque nos
servían en vasos de plástico, pero la brillante idea de la organización había
consistido en equipar a todos los participantes con una copa de vino de
plástico que casi parecía vidrio, de forma que la fueran usando durante todo el
recorrido para beber los 5 o 6 vinos o cavas que se ofrecían durante la
excursión. De esa forma resultaba más divertido y original, además, reducía
gastos de vasos desechables y evitaba crear más basura. Seguimos río abajo
hasta alcanzar el kilómetro 18 de la ruta. Allí cruzamos el Loira por un puente
de tirantes y pasamos a comer a una campa junto a una playa fluvial, donde nos
esperaban muchas mesas y un coordinado equipo de voluntarios que nos sirvieron
la completa comida sin esperas. También allí un grupo instrumental amenizaba el
almuerzo, y se estaba tan bien que resultó un momento ideal para seguir
admirando atavíos y otros detalles.
La estética
es clave en todos los aspectos y detalles.
Luisa y
Carlos preparados para la excursión ciclista (Imagen: Myriam).
Salida de la
ruta previa a la nuestra (la de 40 km). (Imagen: Myriam).
Myriam
pedaleando sobre el puente de mitad del recorrido.
Vista
parcial de la comida del recorrido de 30 km.
Conjunto
ciclista reposando mientras sus dueños reponen fuerzas.
El regreso se hacía por la otra
vertiente del río, más frondosa y llena de casas señoriales y palacetes. De
hecho, personalmente, me gustó incluso más. En un elegantísimo pueblecito
degustamos fresas al cava, mientras observamos a varios participantes unirse a
una coreografía grupal al son de canciones populares francesas interpretadas en
directo. Después vino un tramo algo más largo de lo habitual para ese día, que
finalizó con la visita de unas bodegas excavadas en la roca y decoradas de
forma espectacular a lo largo de sus galerías interiores en semi-oscuridad.
Aquellas y las siguientes galerías de roca de las bodegas ribereñas, las
recorrimos pedaleando sobre nuestras bicicletas, de forma que todo resultaba
ágil y entretenido. Allí en Ackerman me decanté por un cava rosado, mientras un
dueto al acordeón interpretaba temas parisinos de barriada. Después vino
Langlois-Chateau, donde probé un riquísimo “brut”. Y finalmente Bouvet Ladubay,
para cerrar con otro cava riquísimo. Total, que acabamos entrando en Saumur
algo “tocados”, además de entusiasmados, y nos hicimos un poco de lío con el
itinerario de entrada (y no fuimos los únicos desde luego), aunque felizmente
conseguimos enhebrar la pancarta de llegada, para ser recibidos por una ovación
de cientos de personas que hacían pasillo humano una vez la atravesabas.
La Orbea “castiza”
y mi atuendo “Sport” (Imagen: Myriam).
Luisa, experta
en combinar la elegancia con una actitud dinámica (Imagen: Myriam).
No faltaron
vehículos clásicos de acompañamiento.
Detalle de
la cadena de una de las primeras bicicletas de seguridad. En concreto un modelo
sobre el que he visto a Charles Terront representado en una pintura.
Túnel de salida del recorrido interior
por las bodegas Ackerman.
Al final nos despedimos allí
mismo ambas parejas. Felices y satisfechos y sin asegurar el vernos de nuevo
esa noche porque aunque todos pernoctaríamos en Burdeos, no sabíamos a qué hora
llegaríamos ni si podríamos quedar para cenar. Habíamos acabado casi a las
cinco de la tarde. La recogida de todo fue ágil, y tras llenar el tanque de
gasolina, nosotros dos nos pusimos en camino y llegamos bastante justitos para
cenar en una ciudad con claro ambiente de “europeo futbolístico” en sus calles
centrales: irlandeses, croatas y franceses especialmente. Burdeos es una ciudad
que me encanta, y aún tuvimos un rato para pasear por sus elegantes calles
céntricas a la mañana siguiente, antes de regresar. Aunque nada comparado con
visitas anteriores con bicicleta o con moto.
Burdeos
nocturno.
De mi tercera participación en la
AVV, se me antoja necesario exponer algunas conclusiones. La primera es que no
existe ningún evento ciclista retro actualmente (a excepción de la mencionada
Eroica Brittania) que se acerque a su nivel en… ¡todo!. Me cuesta muchísimo
explicar a amigos, conocidos, lectores, ciclistas retro asiduos o incluso
organizadores nacionales, lo que supone la AVV y la abismal diferencia
organizativa, de servicio, de dimensiones, de ambiente, de estética
generalizada, etc. que esta cita ofrece, en comparación con la mayoría de
eventos modestos o medianos. Percibo aún, con cierta sorna, como el efecto del
“marketing eroico” sigue resultando efectivo a la hora de mantener la ceguera
que la mayor parte del pelotón retro español parece sufrir. Su respuesta se me
antoja más propia de consumidores persuadidos que de usuarios informados y con
criterio independiente. Por ello trato de reflexionar un poco sobre tan absurdo
fenómeno y me viene a la mente que, con la asistencia a los eventos, ocurre
algo parecido a lo que pasa con la misma admiración por las bicicletas o
componentes italianos o galos. En el ambiente retro español lo italiano está
muy bien valorado (en ocasiones claramente sobrevalorado), mientras que lo
francés resulta desconocido o está infravalorado. A los franceses esto les da
absolutamente lo mismo. Tanto, que incluso creo que ni lo saben, pues ya sea por
el tan cacareado “chauvinismo” o por la fuerza de su subcultura ciclista
propia, el caso es que se bastan y se sobran para mantener viva y al máximo
nivel su gran experiencia retro-ciclista a través de la AVV. En este sentido no
puedo hacer otra cosa que insistir en mi consejo: probad y comprobad, tomaros
la molestia y el tiempo de organizar un fin de semana completo en Anjou en
futuras ediciones y os daréis cuenta de a qué me refiero, y de porqué la gran “franquicia Eroica” me
parece una burbuja mediática excesiva, y su versión española casi-casi un
fiasco.
Quizás pueda tener algo de
relación con ello, o quizá no, pero el caso es que, en términos generales,
cuando uno participa en la AVV, nota una clarísima presencia de bicicletas y
maillots de equipos galos. La gente rueda sobre máquinas de sus grandes marcas
de siempre, así como sobre joyas procedentes de los numerosísimos pequeños
artesanos que existieron por nuestro país vecino. Es evidente que funciona una
especie de triple efecto de: orgullo patrio – practicidad de consumo – ausencia
de complejo de inferioridad ante lo exterior. Cuando viajando desde el
extranjero tomas parte en aquello, en seguida te das cuenta de que te has
sumergido en la cultura del ciclismo francés, en todos los sentidos. En Italia,
en realidad, pasa algo parecido, aunque al haber sido los primeros en proponer
esto del ciclismo retro la diversidad aportada por los visitantes extranjeros
suaviza el efecto. Donde claramente no pasa es aquí, pues salvo unos pocos
fieles defensores de su producto interior (centrado en pocas marcas: Marotias o
Zeus y poco más; y equipos: Kas y algunos otros), nos hemos convertido todos
(me incluyo) en convencidos admiradores de lo exterior, dejando quizás un poco
demasiado de lado lo cercano, puede que por cierto complejo de inferioridad. No
quiero que se me interprete mal, comprendo ¡y ejerzo! la pasión diversificada
en esto: atesoro bicicletas y maillots extranjeros porque son ciclismos que he
admirado y me han hecho disfrutar mucho; pero mantengo una importante cuota de
“material de proximidad” en forma de maillots de equipos nacionales o locales,
y con bicicletas BH, Orbea, Cil, Razesa o Vipch; pero hay que reconocer que, en
gran medida, tenemos tendencia a reverenciar en demasía aquello procedente de
orígenes muy concretos, mientras menospreciamos un poco los cimientos de
nuestra propia historia.
Estilo y
clase a raudales en Anjou.
Una Follis randonneur, auténtico
espíritu artesano francés.
Ingenio, compromiso y disfrute para
todos (Imagen: Myriam).
Y con esto llegamos al final de
este repertorio variado de experiencias ciclistas que he podido relatar con la
peregrina disculpa de una supuesta búsqueda del “ciclista (retro) completo”. Un
evento vizcaíno, una escapada de libre configuración para coleccionar ascensos
míticos y la participación en un doble evento (deportivo y lúdico-social) que
se confirma como una de las dos citas más importantes del calendario
internacional. Aunque surge la tentación de darlo por cerrado aquí,
vanagloriarse un poquito y dejar sentado que ya he encontrado un esquema de lo
que supone ser un “ciclista (retro) completo”, prefiero reconocerme fracasado
en la quimérica búsqueda, de forma que así pueda tener una buena disculpa para
seguir indagando por ahí.