jueves, 30 de junio de 2016

12. EN BUSCA DEL CICLISTA (retro) COMPLETO



En varios manuales técnicos de ciclismo de la década de los años setenta, se incluía una clasificación tipológica de los ciclistas de carretera. Eran tiempos en los que este deporte trataba de abrirse paso sumergiéndose tímidamente en los campos científicos que por entonces empezaban a verse vinculados con el rendimiento deportivo. El ciclismo seguía aferrado a sus leyendas y a su particular cultura propia, en la que abundaban las creencias atávicas y la superstición. En aquellos compendios se hacía referencia a los esprinters, los escaladores, los rodadores y, como oro en paño, a los ciclistas “completos”. En realidad puramente completos (que brillen al máximo en todos los formatos o especialidades) ha habido muy pocos. Probablemente únicamente uno: Eddy Merckx, que lo hizo de forma incontestable en todos los terrenos. Hinault siguió más que meritoriamente sus pasos, y por la historia del ciclismo han pasado buenos corredores que se han defendido bien en una amplia variedad de terrenos, consiguiendo compaginar el éxito en los puertos y etapas de montaña, las clasificaciones generales de las Grandes Vueltas, las Grandes Clásicas, etc. Algunos, pese a ganar varias Grandes Vueltas, apenas tienen triunfos de etapa en su haber, en parte por su mínima capacidad de esprintar. Otros, pese a ser muy polivalentes (como Alejandro Valverde), se han mostrado muy completos, atesoran un envidiable palmarés pero con escasos triunfos de clasificación general. No estamos aquí para criticar, sino todo lo contrario, para ensalzar a todos: especialistas, supervivientes, “outsiders” y completos.

Con los practicantes del ciclismo retro pasa algo parecido: hay auténticos fans de las bicicletas de los 80; gente que no es capaz de salirse de un esquema de material muy concreto marcado por Campagnolo y un puñado de fabricantes de cuadros; personas que tan sólo se acercan a este mundillo tomando parte en eventos apadrinados por una franquicia de organización ya globalizada que todos conocemos; aquellos que jamás prueban más allá del “circuito” nacional (que no existe como tal); o incluso quienes exclusivamente toman parte en “su” evento  (o el que organizan sus amigos), repitiendo año tras año una misma fórmula en la que se sienten a gusto. Nada que reprochar a nadie. Aquí de lo que se trata es de disfrutar y de pasarlo bien, y para eso la gente no sólo es libre, sino que además cada cual suele saber de sobra lo que le va bien y lo que le apetece. Y lo que a mí me gusta, me apetece y me hace disfrutar, es la variedad, los viajes y el enriquecerme de experiencias ciclistas variadas. Por eso he viajado por bastantes países estos últimos años, he tomado parte en alguna ocasión en prácticamente todos los eventos retro nacionales, he quedado para ascender puertos míticos con las bicicletas clásicas, organizo mis propias citas o me disfrazo de un “más antiguo todavía” para, a lomos de una “pionera”, vivir experiencias distintas. Nunca me he propuesto con ello convertirme en una especie de ciclista (retro) “completo”. Pero dicho calificativo me venía estupendamente para dotar de título a un texto que, en el fondo, lo que trata es de aglutinar en un mismo relato, tres actividades de ciclismo “vintage” muy diferentes entre sí. Y se ve que no soy, después de todo, tan “rara avis”, cuando al encadenarlas, lo he podido hacer con la compañía de mi amigo Carlos.

I. Retrobike Enkarterri

Las Encartaciones es una comarca deliciosa, cercana a Bilbao, pero totalmente desvinculada de cualquier connotación industrial en su paisaje. Es un territorio de configuración peculiar cuyos límites serpentean entre valles y colinas, dibujando una forma caprichosa o aparentemente poco lógica, que hasta encierra en su interior un cacho de territorio que administrativamente es parte de Cantabria. Cambalaches de la historia y de las relaciones humanas que se adaptan a los territorios como pueden. La zona la conozco desde bastante tiempo atrás. La he cruzado varias veces en moto o en bicicleta, porque siempre me resultó atractiva y amable. Y como queda relativamente cerca de casa, no dudé ni un momento acercarme de nuevo allí para participar en la Retrobike. Además, era una deuda pendiente que tenía. Con la prueba en sí, porque no pude asistir a ella el año anterior, y en especial con Tomás, uno de sus principales valedores, que es un veterano ciclista al que tengo un enorme cariño. Además, Tomás, al igual que yo mismo, es de los ciclistas retro que se afana en participar, al menos alguna vez, en las pruebas que organizan todos los demás. ¿Cómo entonces no íbamos a hacer un esfuerzo (que no lo era) por corresponderle?.

Y tras una semana de trabajo ajetreado, ante una tarde de viernes soleada y sugerente, decidí coger la moto y acercarme hasta la zona para disfrutar del ambiente previo que habían organizado y echar un vistazo a una feria ciclista anunciada. Las opciones de acceso son variadas, y para la ida me decanté por tomar la carretera de Ampuero, la cual, poco antes de Ramales, se desvía hacia el este y se convierte en un paseo de lo más entretenido, con un permanente serpenteo de curvas que circulan entre la vegetación verdosa, algunos taludes respingones y un río que de vez en cuando sale al encuentro. Es un itinerario que se adentra por el valle de Carranza y que me resulta familiar por haberlo recorrido en anteriores ocasiones. Aquí los cambios de valle suponen, prácticamente siempre, el obligado ascenso y descenso de algún puerto de baja cota, pero dotado de suficientes horquillas como para hacer que la conducción de la moto resulte divertida. Y así, a medida que la tarde iba avanzando, llegué hasta Zalla y aparqué justo a la entrada del Festbike allí instalado. Antes me vinieron a la memoria recuerdos de aquellas primeras ediciones del duatlón de Zalla, en especial de una en la que organicé la participación de varias pupilas que entonces se iniciaban bajo mi tutela. Precisamente una de ellas participó rodando sobre mi vieja Razesa, que por entonces tenía montado un acople de triatlón.

Nada más entrar en el recinto me topé con Iñaki, que ni corto ni perezoso me llevó del brazo al stand de las bicicletas eléctricas Bultaco, que comercializa un conocido suyo. Nos prestaron un par de ellas, me dieron las instrucciones, y allá que salimos los dos a jugar con esa especie de bicicletas de motocross de las que resulta difícil juzgar si son más moto que bici o viceversa. Lo que si son, sin ningún género de dudas, es divertidas, y eso que el entorno no daba de sí para muchos retos. Al final, me hice una foto y todo, para enviársela a mi amigo Jesús (también ciclista reto habitual) para que viera en que ha acabado convirtiéndose el futuro de su antigua Bultaco Sherpa.

 
Preparado para probar las nuevas Bultaco eléctricas.

Con Iñaki miré algunas bicicletas viejas en venta, pero pronto nos separaron sus compromisos, y aproveché para recoger el dorsal del día siguiente, saludar a Tomás y recorrer los diferentes puestos. Como la mayoría eran de bicicletas contemporáneas, las cuales, confieso que me aburren mucho, acabé pronto el recorrido y salí al encuentro de Carlos y algún que otro conocido. Justo a tiempo para ver el comienzo de una mesa redonda de corredores de ayer y hoy. De entre los presentes, a parte de mi amigo Iñaki Gastón y del profesional Iker Camaño, me interesaban especialmente los demás:

Toni Ferraz, quién fuera Campeón de España de ruta en los años 1956 y 1957, se mostró de lo más locuaz, especialmente contando anécdotas de sus largos desplazamientos en bicicleta, cuando tenía que viajar para asistir a carreras lejanas por toda España. Y sobre todo cuando hizo referencia al Mundial de 1956, en el que yendo muy bien situado, le querían hacer parar para esperar a Poblet. Ya entonces no le sentó nada bien, y aún le perdura el enfado, pues es consciente de que de haber gozado de cierta libertad su 22º puesto hubiera mejorado mucho. Resulta que Toni es de Güeñes, así pues vecino de Tomás.

A su lado se sentaba el navarro Carlos Etxeberría, que se mostraba mucho más calmado, como con aire de no necesitar demostrar nada y mirando de lejos aquella treintena larga de victorias conseguidas en sus años de plena forma, gran parte de los cuales los vivió militando en el mítico equipo KAS. Un verdadero experto en participaciones en las Grandes Vueltas (en especial Tour y Vuelta).

 
Ferraz y Etxeberría en un extremo de la tertulia.

Otro KAS legendario que también nos deleitó con sus anécdotas y su punto de vista sobre las diferencias y similitudes de los ciclismos pasados y presente fue Gregorio San Miguel. Nacido en Balmaseda (otro encartado), comentaban que quizá siga siendo el único corredor vizcaíno en haber vestido (aunque solo fuera por un día) el maillot amarillo del Tour de Francia, aquel año (1968) en el que finalizó en un espectacular cuarto puerto, a 14 segundos del podio y a tres minutos y pico del vencedor, el holandés Jan Janssen.

 
Gregorio San Miguel enfundándose un maillot sobre los colores del KAS (Imagen: euskomedia)

 
Gregorio San Miguel contando alguna de sus anécdotas.


La mesa al completo: Ferraz, Etxeberría, Gastón, el moderador, San Miguel, Camaño y Gorospe.

Y representando aquella época dorada de los ochenta, la que habitualmente se establece como límite de las bicicletas que utilizamos formalmente en el ciclismo retro, estaba Julián Gorospe. A Gorospe lo recuerdo bien de su época del Reynolds, ofreciéndonos jornadas espectaculares, llenas de esperanza, para un público poco familiarizado con el triunfo ciclista, alternadas con otras en las que la frustración nos desesperaba un poco. Gorospe atesoraba sin duda gran calidad, lo malo es que “el pescado se vendía demasiado caro” en una época en la que, además del asalto hispano al poder de la carretera, surgían colombianos, irlandeses y hasta algún que otro norteamericano. Por no hablar de los habituales (italianos, belgas, holandeses, etc.) y del aún vigente poderío galo. Su vida profesional discurrió completamente en el seno del equipo Reynolds / Banesto. La competición le castigó duro en la Vuelta a España del 83, cuando Hinault tuvo un arrebato de los suyos, en aquella etapa de Serranillos, y dio un golpe de autoridad que le costó el maillot amarillo al vizcaíno. Pero en lo que a mí respecta, uno de sus principales méritos fue demostrarnos a todos, que también en nuestro país volvía a poder haber buenos contrarrelojistas. Y es que Gorospe andaba muy bien en esa disciplina, tanto en su versión tradicional, como en las cronoescaladas. Un 6º puesto en el Gran Premio de las Naciones no podía ser casualidad.

 
Bernard Hinault rompe la Vuelta a España de 1983 en la etapa de Serranillos. Julián Gorospe, aún propietario del maillot amarillo trata de defenderse. (Imagen: parlamentociclista).


Julián Gorospe en CRI (Imagen: Bicisport).

Lamentablemente no pude quedarme hasta el final de la mesa porque la tarde avanzaba y yo tenía que regresar a casa, así que me monté en la moto y regresé cambiando de itinerario, circulando esta vez por Avellaneda en dirección a Muskiz, con la luz del atardecer de frente una vez alcanzada la costa, aunque tamizada y hasta casi nublada completamente por unos amenazadores nubarrones que afortunadamente se mantuvieron inactivos.

Y al día siguiente, bien pronto, aparcaba en Balmaseda, preparado para participar en la Retrobike. Para mí Balmaseda, inevitablemente, representa el punto de partida del ferrocarril de la Robla. Y con ello, todo un cúmulo de ideas, recuerdos e imágenes, vinculadas a dicho trazado ferroviario y al itinerario cicloturista que yo siempre he asociado a él y que ya realicé hace tiempo. Llegando me encontré delante el coche de Javier, por lo que aparcamos casi juntos, cosa que también hizo Carlos Cobo. Aquella iba a ser una cita de muchos encuentros y saludos, algo bastante lógico teniendo en cuenta que se celebraba cerca de casa. Y todo ello empezó mientras preparábamos la bicicleta y mientras rodábamos hasta la plaza de Balmaseda, en la que ya me topé con numerosos conocidos de otras veces, con habituales de casi siempre y con todos los allegados a la organización de la ruta, a quienes de vista, de recuerdo o de saludo, conozco ya de otras ocasiones.

La Enkarterri tiene un recorrido que me gustó muchísimo. Además de bonito, y especialmente exuberante de vegetación en plena primavera, resulta entretenido por lo revirado de su trazado, por su constante cambio de pendiente y por la amplia diversidad de firmes por los que el mismo hace discurrir las ruedas de las bicicletas. Tras salir de Balmaseda, pronto presenta un serpenteo de ribera sobre una especie de “pavés” moderno, alternado con tramos de hierba natural, “civilizada” y contenida mediante un lecho de maya metálica (logrando un efecto práctico y precioso). El primer puerto no se hace esperar, y acaba con una dura rampa de acceso a una de las entradas de un castillo relativamente moderno, en el que se expone una colección de coches antiguos de gran fama y reconocimiento. Allí tuvimos nuestro avituallamiento, con vinos, productos tradicionales y hasta vermut. Antes y después de ese punto tuvimos varias auténticas emboscadas en forma de muros al más puro estilo belga. Había que estar muy atento porque aunque cortos, muchos eran de fortísimo porcentaje, y algunos incluso sin asfaltar. Nada que no se pudiera escalar danzando sobre la bicicleta, eso si antes habías andado a listo para ablandar a tope el desarrollo, antes de que una curva instantánea y angulosa te mostrara de inmediato la pared. La segunda mitad del recorrido ofreció un lecho de vía verde que permitía atravesar la espesura vegetal, algo muy de agradecer, porque aleja de los coches y vías de tránsito motorizado y porque te hacía sentir en plena naturaleza. También dimos cuenta de un par de puertos de baja montaña antes de encontrarnos con las viñas al sol y poder degustar un bien frío Txacolí que se dejaba querer mucho. En definitiva, un recorrido de lo más variado y que, aunque siendo más bien corto (73 km), podríamos calificarlo como “deportivo” (no por su carácter competitivo, que no lo tenía en absoluto, sino por su variedad de exigencia física o técnica). Mis felicitaciones.

 
Muro durante el recorrido (Imagen: Retrobike Enkarterri).

Desde el punto de vista humano y social el ambiente fue de lo más agradable. Siempre se me hace placentero encontrarme con todo el paisanaje retro-ciclista de la zona. Muchas personas a las que me resulta muy difícil poner nombre pero que recuerdo y reconozco a la vista de sus caras. Gente amable, cercana y que siempre tienen a mano un comentario agradable o un rato de conversación. Me refiero a Tomás, Álvaro, “Carleti” y una larga lista de hombres y mujeres con los que ya había coincidido alguna que otra vez aquí o allá. Si bien el año anterior un importante acontecimiento de patinaje (para el cual había conseguido una de sus preciadísimas plazas) me impidió tomar parte en la I edición, al grupo principal de organizadores y afines había tenido la suerte de conocerlos de antemano con una especie de “pre-Enkarterri” que acabó con comida-homenaje a Samuel Sánchez, y con otro paseo coincidente con una prueba de carretera de juveniles. Por eso no tenía yo la sensación de ser un novato, ni con parte del trazado, ni con la gente local.

 
Tomás, gran parte del recorrido escoltado por uno o más “Flandrias”. (Imagen: Enkarterri).

Entre mis amistades habituales puedo enumerar a: Carlos A., Enrique y Raquel Aja (incluido Juan), Iñaki, Jaume, Roberto, Javier, Luís Alfonso... y un siempre bienvenido Carlos Cobo al que se le echa de menos cuando su ocupadísima agenda deportiva no le permite encontrar hueco para acudir a este tipo de citas. Pero es que cuando viene… ¡cómo se lo pasa!

 
Javier, Carlos y Luís Alfonso antes de la salida.

Como en esta ocasión parece que me ha dado por relatar la experiencia por apartados temáticos (recorrido, personas…), hago una breve mención a la “maquinaria”. Aquello, aunque presentado una variedad y riqueza interesante de marcas y modelos, podríamos calificarlo como de “territorio Zeus y Razesa”. Ambas marcas eran, sin duda, las más representadas. Como yo llevaba mi Alan, me fijé también en cierta presencia de las mismas (en varios casos por origen cántabro), pero en realidad muchas menos que las dos anteriores, las cuales tienen un gran arraigo y querencia dentro del País Vasco (en ambos casos totalmente justificado). Y por poner un ejemplo de bicicletas de esas que suelen pasar desapercibidas para la mayoría de los aficionados, pero que a mí personalmente me llaman la atención, hoy menciono una Batavus de “randonneur” de los años setenta que lucía acertada estética y muy buen estado. Batavus (desde 1904) es, probablemente, la mayor marca de bicicletas holandesa después de Gazelle. Patrocinó un equipo ciclista profesional femenino consiguiendo dos Tours de Francia, además de co-patrocinar algún equipo profesional masculino y el equipo nacional holandés en varios Juegos Olímpicos. Como curiosidad puedo añadir que el hijo del dueño de Batavus, en 1974, abandonó la trayectoria familiar para fundar su propia firma de bicicletas de competición de gran prestigio y calidad: Koga-Miyata, casi desconocidas por nuestro territorio, pero muy admiradas en Francia y Centro-Europa.

 
Bicicleta Batavus cicloturista.

Pero con respecto a las bicicletas, quiero hacer una mención especial a unas pocas que me llegaron al alma, ya fuera por su “clase”, por su componente emocional o por ambas cosas a la vez. La primera es una Razesa de gama media de 1983-84 que me encontré en muy buen estado y que es, ni más ni menos, que una gemela idéntica de lo que fue mi primera bicicleta de corredor, mi primera bicicleta retro, y aún actualmente, una de las bicicletas vintage que más utilizo. La mía ha sufrido enorme esfuerzo, incontables experiencias y muchas transformaciones, voluntarias o involuntarias, que su exprimida vida le han conferido. Ya no conserva el color original, aunque sigue siendo la misma digamos que entorno a un 60-70%. La que me encontré en Balmaseda era una clónica de lo que la mía fue de nueva, en idéntica talla y color. Me hizo verdadera ilusión.

 
“Mi” Razesa.

Otra bicicleta interesante es una Marotías restaurada que originalmente perteneció a Manu Santisteban, con la que corría de joven compartiendo carreteras con muchos ciclistas de la época y hasta con el mismo Enrique Aja. La bicicleta conserva incluso el sillín que Juan Manuel Santisteban, aquel excelente gregario del mítico KAS, le regaló al propio Manu hace muchos años. Lo bonito de la historia es que en esta ocasión, su hijo Urko se estrenaba en esto del ciclismo retro con la misma bicicleta que utilizara su padre varias décadas atrás.

 
Manu Santisteban con su Marotias.

Y precisamente era Raquel Aja, la hija de Enrique, quién disfrutaba de otra magnífica Marotías restaurada, que fue la bicicleta de toda la vida de su abuelo, un apasionado del cicloturismo de verdad (de viajar pedaleando para descubrir paisajes y gentes). Los Aja, en esto, han sabido entender el concepto emocional, el que va mucho más allá del “marquismo” (ya casi “plusmarquismo”). El propio Enrique re-estrenaba una preciosa bicicleta Coppi, que acababa de restaurar y que fue su última bicicleta personal como corredor aficionado. Estaba encantando con la situación. En lo que a mí respecta, cuando me encuentro con este tipo de casos, siempre pienso que no hay mejores manos en las que puedan estar todas estas bicicletas: cerca de sus dueños originales o de sus descendientes, siempre que ambos las valoren lo suficiente como para haber vuelto a echarlas a rodar. Me encanta descubrir ejemplares ligados a historias humanas, que se libran de la rapiña y del mercadeo, cada día más abundantes dentro de este mundillo.

 
Enrique Aja sobre su Coppi (Imagen: Retrobike Enkarterri).

La ruta acabó con ducha reparadora y una multitudinaria comida de hermandad. Desde allí me llevé a Roberto hasta Laredo y me trasladé después a Colindres donde impartía una charla sobre los inicios de la historia del ciclismo, su implantación en Cantabria y en el caso particular de aquella villa marinera. La charla fue bien, disfruté y además tuve un re-encuentro muy agradable con un conocido al que hacía años que no veía. Entre los asistentes hubo varias personas muy ligadas a la historia del ciclismo de la zona desde décadas atrás y que se mostraron muy interesadas y amigables. Tanto, que con algunos de ellos espero, en breve, poder bucear algo más en determinados aspectos del ciclismo pasado.

II. Le Petit Tour des Pyrenees (II) (entre amigos).

Como decía en la introducción de este capítulo, en la variedad está el gusto. Al menos mi gusto por el ciclismo en general y por el considerado retro en particular. Y ya el año pasado le cogimos precisamente gusto a montarnos por nuestra cuenta una reunión de amigos para ascender colosos pirenaicos con nuestros viejos cacharros. En realidad es la tercera temporada que acudimos allí. En el 2013 nos escapamos dos veces aprovechando sendas citas formales, las cuales completamos atacando algunos puertos famosos al día siguiente. El año pasado acudimos a acompañar a nuestros amigos italianos y hasta le dimos un nombre a la escapada. En esta ocasión me permito re-utilizar la misma denominación, para referirme a una especie de concentración de ciclismo de puertos que nos organizamos Javier, Carlos y yo. El viaje fue aprovechado y partía de un cronograma muy bien optimizado por parte de Javier. Uno de los objetivos era que Carlos disfrutara de un auténtico bautizo de puertos míticos del Pirineo francés. Precisamente este detalle sería el culpable de que la mayoría de los puertos seleccionados para ser ascendidos, ya los hubiera yo superado en ocasiones anteriores, pero, tratándose de ciclismo en Pirineos, no le hice ascos a repetir.

Así que en esta búsqueda del ciclismo retro “completo” nos estamos acostumbrando también a incluir eventos, citas o actividades propias y, desde luego, ascensos míticos con bicicletas clásicas.
La estancia constaría de cuatro jornadas, tres de ellas en el entorno de Lourdes, con dicha ciudad como campamento base, y la última en el pirineo franco-navarro, tras una estratégica pernocta en Jaca, aprovechando la generosidad hostelera de Javier. Fue una experiencia “do it yourself” en prácticamente todos los detalles: diseño, esfuerzo, transporte, alojamiento parcial, manutención, mantenimiento mecánico, etc. Así pues, salió francamente barato, y el clima, ¡una vez más!, se alió con nosotros de pleno. Para la aventura los tres nos decantamos por bicicletas robustas, pesadas y muy curtidas, pero fiables y amigables desde nuestro particular e individual punto de vista: Carlos con una Zeleris, Javier con su sempiterna Royal Condor y yo con mi fiel Razesa; los tres con triple plato de la época.

En la primera etapa, un maillot amarillo del Tour del 92, otro de un equipo flamenco amateur y otro conmemorativo de la reciente Pedals de Clip, salieron pedaleando desde cerca de Lourdes, valle arriba hacia Luz-St-Sauveur, para desde allí remontar el río Gavarnie hacia el sur y desviarse a la izquierda ascendiendo el largo y trabajoso ascenso hasta el espectacular circo de Troumouse. El puerto se nos hizo duro, tanto por su longitud, como por su pendiente y quizás incluso por su altitud. Personalmente era el primer puerto (más allá de 3ª categoría) que subía esta temporada y en ningún momento encontré el punto adecuado de ritmo, pero como fue el primero, la cosa no fue a mayores. Este es un año en el que lo que no llevo de entrenamiento lo suplo (hasta ahora) con llegar fresco y descansado a los esfuerzos. El paraje es precioso y a ello se añade el mantenerse prácticamente solitario y tranquilo, ya que el circo vecino de Gavarnie es el que se lleva la fama, y por ello el que hace de imán para los turistas. Arriba nos reunimos, nos hicimos algunas fotos e iniciamos el descenso hasta el desvío del valle, en donde giramos de nuevo hacia el sur, para volver a ascender unos pocos kilómetros hasta el pueblo de Gavarnie. A esa hora estaba prácticamente vacío, y sentados al sol nos comimos un bocadillo, nos rehidratamos bien y disfrutamos de una vista espectacular de gran parte del circo, sin necesidad de tener que darnos el paseo de rigor hasta él. Descansados, tomamos la decisión de aventurarnos a añadir otro puerto importante al día y descendimos hasta Luz para iniciar el ascenso a Luz Ardiden, escenario de míticas victorias de Cubino, Indurain, Perico y Laiseka.

El cielo se había cubierto completamente para esa hora y hasta se mostraba amenazante. En esta ocasión, tras el inesperado tute que me había dado en el puerto anterior, opté desde el principio por utilizar desarrollos muy suaves, permitiendo a mis piernas frecuencias bastante elevadas. Acerté, porque la subida me devolvió parte de mis sensaciones perdidas. La sucesión constante de horquillas me ayudó también psicológicamente (me gusta ese formato de trazado) y los kilómetros, con sus detallados porcentajes impresos en las señalizaciones de la carretera, fueron cayendo poco a poco, hasta que a cuatro o cinco kilómetros de coronar, nos vimos sumergidos en una densa, fría y húmeda niebla, que no dejaba ver nada de paisaje alrededor. La espera arriba se hizo larga, y pese a llevar bastante abrigo, tuve que emplearme en dar saltitos, trotes y ejercicios de brazos para no quedarme helado, mientras esperábamos al último compañero en coronar. Una vez reunidos los tres, descenso precavido por total falta de visibilidad y evidente humedad en el pavimento, hasta que nos volvimos a librar del manto nuboso. Desde Luz hasta Pierrefite, plato grande y caña con ganas de llegar. Cansados y satisfechos, el resto de la tarde-velada transcurrió con vida de apartamento y reposición de energía.
 
Javier a punto de coronar Troumouse.

 
En el Circo de Troumouse posando con mi bicicleta.

 
Panorámica del pueblo y Circo de Gavarnie

La segunda jornada resultó un auténtico mazazo. Nuestras expectativas iniciales (teóricas) planteaban un ascenso “oeste” al Tourmalet, seguido de su descenso “este” y una o dos subidas al Col de Aspin para regresar después por el norte. El día volvía a prometer buen tiempo y salimos pedaleando desde Lourdes, aprovechando la cómoda y agradable vía verde que discurre superando antiguas estaciones rurales de ferrocarril, hasta Argeles-Gazost. Repetimos el primer tramo del día anterior, ascendiendo por el desfiladero hasta Luz-St- Sauveur, y desde allí, repentinamente, comenzó la ascensión de 18 km hacia el Col del Tourmalet. Un Molteni, un Kas y un Café de Colombia que, por mucho maillot mítico que lleváramos, sufrimos como perros, quizá por no haber recuperado suficientemente del día anterior. No puedo hablar por los demás, pero en mi caso no encontré ni golpe de pedal, ni ritmo, ni “comodidad” ascendente en ningún momento de la subida. Pasé calor abajo, desazón psicológico a mitad de puerto y fatiga local en las piernas en la parte final. De todo, como puede verse. Yo lo achaco a la falta de entrenamiento, sumado a la fatiga del día anterior, causada a su vez por falta de entrenamiento en puertos. Paré tres veces: una a mitad para coger una lata de Cola en una máquina, otra poco después para comerme una barrita, y una casi al final para mear. Llegar llegué, pero sin disfrute y con la autoconfianza minada. Para colmo, el bar de la cumbre, que tanto me gusta visitar, estaba cerrado. Al menos hacía bueno, teníamos fantásticas vistas y nos topamos con numerosos moteros y ciclistas con los que conversar y cambiar impresiones.

 
José, Carlos y Javier en el Tourmalet.

 
Javier y Carlos circulando por la vía verde, al paso por una antigua estación.

De nuevo reunidos, descendimos hacia St. Marie de Campan, donde decidimos aplazar el Aspin hasta tiempos mejores, e iniciamos el regreso por el norte, llaneando y con algunos toboganes, hasta regresar a Lourdes. Esta era la tercera vez que ascendía al Tourmalet en bicicleta. Y aunque el año anterior lo hice en un evidente mejor estado de forma, por la vertiente este, comparando unas veces con otras, en mi opinión resulta más duro por el oeste, o así me lo ha parecido las dos veces que lo he ascendido por dicha orientación. Por cierto que, el trazado actual de ese lado ha cambiado definitivamente desde hace pocos años, pues tras unos terribles desbordamientos del río, lo re-canalizaron y cambiaron la carretera de lado en algunos kilómetros por la zona de Super-Bareges. Hace años recorrí el trazado antiguo, y en esta ocasión el nuevo.

Recogido el apartamento la mañana de la tercera jornada, Javier nos acercó en coche hasta Argelés-Gazost, y desde allí, Carlos y yo iniciamos el ascenso al Col de Soulor. Yo iba con preocupación asociada a falta de confianza, pero me dosifiqué, acerté enseguida con un adecuado golpe de pedal y me re-encontré a mí mismo con las sensaciones que tuve por allí el año anterior. Hacía calor, especialmente por el fondo del valle, por lo que lo más duro resultaron esos primeros kilómetros de ascenso antes de disfrutar de los falsos llanos que recorren varias aldeas, para después iniciar el puerto definitivamente. Lo bueno fue que en esta ocasión pude ver realmente el ascenso porque el día estaba despejado, justo lo contrario que un año antes. Una vez coronado, Javier me esperaba con sándwiches y una lata de cerveza fría y bajó en bici al encuentro de Carlos. Mientras esperaba, charlé con algunos ciclistas y vi pasar, sobre todo, a muchísimos moteros, que realmente eran los que más proliferaban esos días por todo el Pirineo. Reunidos Fagor, Renault y mi maillot de los Cols de la zona, recorrimos ese magnífico tramo que va desde el Soulor hasta el Aubisque, descendiendo inicialmente para después ascender, atravesando túneles y configurando un balcón aéreo imponente, en lo que para mí constituye uno de los tramos ciclistas más legendarios que hay, evocador de hazañas y dramas de campeones de antaño.

 
Carlos coronando el Soulor.

Ya en la cima del Aubisque, Carlos tomó dos decisiones claras: comprarse allí un maillot como el mío (ya había logrado coronar tres de las cinco cumbres en él dibujadas); y no volver a dar una pedalada más en todo el viaje. Ni siquiera para descender el puerto. Así que tomó el puesto de conducción del coche, y Javier pasó a ser mi nueva compañía sobre la bicicleta. El descenso del Aubisque fue un verdadero disfrute, porque las condiciones eran favorables y porque esa vertiente del coloso resulta siempre espectacular, ya sea subiendo o bajando. Llegados a Laruns, el estado de ánimo era bueno, así que decidimos continuar intentando superar el Portalet, un puerto con pocos tramos de fuerte porcentaje, pero tremendamente largo (unos 28 km). Para mí fue una gratísima sorpresa. Lo primero porque lo subí bien, con verdadera sensación de ir algo justo únicamente al final. Lo segundo porque era el único puerto nuevo que podría añadir a mi “palmarés” en este viaje. Y lo tercero porque es, y estaba, precioso. No tenía yo ese concepto porque mi imagen del mismo estaba asociada a anteriores pasos del mismo en coche o en moto, en invierno, de noche o con poca visibilidad. Y claro, en avanzada primavera, con sol radiante y generoso deshielo, el panorama era otro, digno de evocar o replicar cualquier paraíso alpino del globo. Con cascadas, cumbres bastante nevadas aún, hierba brillante, vegetación derrochadora y cursos de agua tremendamente activos; el ascenso fue un auténtico placer para los sentidos. Lo subimos prácticamente juntos todo el rato, hasta que hacia el final Javier se despegó hacia adelante. La parte inferior es estrecha, encañonada, pero con vegetación encaramada por todas partes. En medio hay paisaje cambiante, algunos lazos bien trazados y una presa con su pantano. Y en la parte final el valle se suaviza y un lecho de verdor, surcado por un precioso río, acompaña la mayor parte del tiempo. Y para colmo, el viento nos sopló de cola.

 
Javier en los primeros kilómetros del Portalet.

 
Aquí estoy con la ascensión del Portalet bien avanzada (Foto: Javier).

Cruzados puerto y frontera, descendimos con muchas rectas y pocas curvas hasta llegar Biescas, donde Carlos nos esperaba con el coche. La vertiente española presentaba bastante más calor ambiental que la francesa. Aquello era ya puro verano. Desde allí carretera hasta Jaca, para disfrutar del apartamento de Javier, de una nueva botella de vino y de una copiosa y merecida cena. Y ya antes de los postres y del moscatel digestivo, decidimos dar por finalizado el componente “deportivo” del viaje, suspender el plan de la cuarta jornada y sustituirlo por otro completamente social que nos ocuparía el día siguiente.

Y así fue como tras recoger todo, nos montamos en el coche y nos pusimos en marcha hacia Cenicero, sede de la II Edición de l’Eroica Hispania, en la que no habíamos tenido ninguna intención de participar este año. De nuevo se repetía un día muy caluroso, tal como sucediera un año antes. Llegamos a media mañana y aparcamos con suma facilidad, lo cual es bueno para la organización del evento, aunque no sé si quizás un síntoma de escueta participación. El ambiente en el pueblo era de domingo de vermut y paisanaje local, más que de evento ciclista, imagino que porque la mayoría de los participantes (algunos abandonos ya se veían por ahí) estarían participando en esos momentos. Nosotros nos encaminamos hacia los puestos de venta que, un año más, me parecieron muy escasos para la supuesta dimensión que se espera de una “franquicia” Eroica. Visitamos el de La Biciteca, para reunirnos con nuestros amigos Manu y Nuria y pasamos un rato con ellos, e incluso nos tomamos un café con él. Las ventas estaban siendo escasas (casi raquíticas). Al parecer los ciclistas siguen sin leer o ejercitando poco tal placer y costumbre de enriquecimiento personal; pero por otro lado, el diagnóstico de nuestro amigo, era de que la cita no alcanzaba un nivel de afluencia y movilización mínimo destacable. Pero el caso es que nosotros aprovechamos la mañana para hacer algunas compras y recorrer la oferta “mercantil”. Habría unos diez puestos (es una aproximación) algunos con material ciclista: muy barato, a precio medio, y muy caro. Otros con complementos, ropa o material nuevo de estética “vintage”, de gran prestigio, pero precios muy elevados. Su mercancía probablemente lo valiera, pero creo que en general supera el umbral de gasto que la mayoría de nosotros nos planteamos. En materia de maillots de punto se ha evolucionado mucho y ahora mismo se ofertan fantásticas réplicas de maillots legendarios, prácticamente idénticas a lo que fueron los originales en los que se ha inspirado su confección actual. En cuanto a las bicicletas, en eso cada día soy más consciente de que cada cual tenemos nuestro criterio y preferencias. Vi piezas interesantes e incluso alguna muy interesante, con precios francamente asequibles en algún caso. Personalmente me llamaron especialmente la atención dos Gitane (un cuadro perfilado y una completa con material de los setenta). Pero como no tengo sitio para más bicicletas, me abstuve de comprar e incluso ni de pensar en hacerlo. Además, ya tengo casi más de las que soy capaz de utilizar. Aunque si aproveché para adquirir algunos recambios que me hacían falta (poca cosa). Algo parecido a mí hizo Carlos, aunque no Javier, que vio como su vena adquisitiva se desataba con virulencia y se pasó la mañana buscando, revolviendo entre el metal, regateando, desplegando estrategias comerciales complementarias y finalmente comprando mucho material a buen precio y una antigua bicicleta Peugeot, que después tuvimos que colocar de forma improvisada en nuestro ya lleno portabicicletas posterior. Lo que si me traje ¿cómo no?, aprovechando nuestro paso por allí, fue una caja de “vermut” Tirolés, que me encanta y cuyas existencias en casa ya estaban finiquitadas. Eso sí que me mereció la pena. Y agotadas las posibilidades ofrecidas por aquello, nos retiramos a comer en un mesón, nos despedimos de nuestros amigos e iniciamos nuestro regreso a los hogares.

III. Anjou Velo Vintage 2016 (6ª Edición)

Un fantástico y grandioso evento sirve para cerrar este capítulo dedicado, de forma informal, a esa búsqueda o alegato en favor de un hipotético “ciclista (retro) completo”. Y tal cometido lo cumple con garantías la fiesta francesa, porque ofrece al participante varios eventos en uno, en los que cada cual puede expresar y practicar algunas de sus preferencias “vintage”, de un modo inigualable.

En esta ocasión, los dos ciclistas protagonistas permanentes de esta crónica en tres actos (Carlos y yo), viajamos acompañados de nuestras respectivas parejas (Luisa y Myriam), convirtiendo el plan, no solo en un programa deportivo, sino también en un fin de semana placentero, turístico y familiar. Pese a que Saumur, localidad que ejerce de centro neurálgico de la AVV, está lejos de nuestros hogares (a unos 800 km aproximadamente) la experiencia finalmente siempre merece la pena. Y lo hace porque tal y como está la actualidad del panorama del ciclismo retro en Europa, ahora mismo, dos son los eventos que destacan ¡y por mucho! con respecto a todos los demás: L’Eroica Brittania y la Anjou Velo Vintage (AVV). Alguna otra vive bastante de rentas pasadas; y todo lo demás, puede ser divertido, bonito, entrañable, adecuado, peculiar, singular, recomendable… según los casos, pero nada comparable con el nivel de participación, organización, programa, impacto estético, posibilidades de entretenimiento, etc. de las dos pruebas señaladas.

Total, que un viernes nos pusimos de viaje y nos dimos una buena paliza de coche para llegar a Saumur, con el tiempo justo de dejar las bicicletas en el alojamiento medieval escogido y ponernos a cenar en un típico restaurante de pequeñas dimensiones, de una de coqueta placita de aquella ciudad pequeña y elegante, cuyo castillo se encarama sobre una colina que domina el paso del famoso río Loira. Buena cena, buen vino y palaciegos aposentos…

 
Detalle del nombre del río a su paso por el puente más céntrico de Saumur.

 
El Loira desde Saumur, la noche de nuestra llegada.

El sábado había plan paralelo. Mientras Myriam se dedicaría a disfrutar de un ritmo vacacional y a pasear y entretenerse con todas las atracciones, servicios y propuestas del recinto festivo que constituye este macro-evento retro, yo tomaría parte en una marcha larga y deportiva: la “Authentic 1868 – La Route des gravels“, que tomaba la salida puntualmente a las ocho de la mañana. Y allí estaba yo, con un maillot de aire muy hispano, con mi bicicleta Vipch preparada, esperando la aparición de Carlos, que estrenaba una bicicleta corporativa del propio evento. La ruta planteaba 130 km completamente llanos, a excepción de varios repechos muy cortos, aunque alguno llegó a alcanzar un 15% de pendiente. Desde el principio se rodó bastante rápido, y tal y como ocurre siempre en Europa, el pelotón dejó de serlo a los pocos kilómetros, estableciéndose numerosos pequeños grupos. Debimos de salir entre 100 y 150 participantes, de forma que la desintegración del paquete inicial dejó el asunto en el típico fluir despejado de unidades sueltas o de agrupamientos cómodos y pequeños. Y en uno de ellos, o saltando de unos a otros, según el devenir del terreno o del recorrido, íbamos pedaleando Carlos y yo. Pero el ritmo era tan vivo que incluso nosotros nos veíamos eventualmente separados en algunas ocasiones, al cabo de las cuales volvíamos a reunirnos para poder intercambiar pareceres sobre la experiencia inicial. Y así fuimos atravesando varios pueblos pequeños y diferentes tierras de campo. También completamos juntos algunos de los primeros tramos no asfaltados de los 18 sectores (26 km en total) que incluía el trazado. Sin embargo, cooperando para dar un relevo, tras algún tramo de esos y un par de ángulos sin visibilidad de horizonte, al cabo del rato me vi sin Carlos por los alrededores y pedaleando a buen ritmo con un pequeño grupito de ciclistas. Por el momento lo dejé estar, pero al final aquel momento sería definitivo para que a la postre, Carlos y yo completáramos el recorrido por separado. Cada uno a nuestro ritmo (o el de otros ciclistas de nuestros respectivos alrededores), pero ambos disfrutando de una etapa preciosa, larga y finalmente exigente por la acumulación de esos tramos de tierra, grava, barro o arena, que poco a poco iban acumulando fatiga en las piernas.

Recuerdo rodar por excelentes carreteras estrechas y sin tráfico. Por un constante fluir de paisaje rural variado y permanentemente cambiante, a costa de incluir pueblos, campos, bosquecillos, viñedos, sembrados, etc. En un momento dado alcancé a un grupo de pioneros que replicaban sendas escuadras Alcyon y Thomann-Dunlop (1926) de las primeras ediciones del Tour. Máquinas e indumentarias perfectamente caracterizadas. Un tramo de bosque nos sorprendió a todos con un lecho de arenal que nos dificultaba la tracción e hizo cimbrear las bicicletas. Se sucedieron algunos pinchazos y diversos cambios de compañía hasta que alcanzamos el primer punto de avituallamiento, en el que una “panadería portátil”, artesanal y de leña, nos ofreció unas estupendas obleas rellenas de miel o queso fresco.

 
Corrillo de pioneros en plena tertulia mecánica.

 
Una Alcyon restaurada.

Tras haber repuesto fuerzas y admirado bicicletas durante un buen rato, me puse en marcha en solitario, pero pronto me vi acompañado por otro ciclista a lo largo de varios kilómetros. Después otro más, y finalmente otros dos o tres, de forma que todo el segundo sector lo compartí en formato de quinteto o sexteto, en el que dos participantes más poderosos que el resto, nos llevaron a buen ritmo, devorando kilómetros rurales, los ya mencionados casi exclusivos repechos, numerosos tramos de “off road” (por aquí algunos más agresivos de firme, e incluyendo grandes charcos de barro) y preciosos tramos que servían para hacerse una buena ideal del paisaje de la comarca. De hecho, aquella parte se me hizo muy corta y la llegada del segundo punto de refrigerio me sorprendió por inesperada. Aquello era una bodega de vinos espumosos en la que pudimos degustar alguno y reponer algo de energía con frutos pasos y “gominolas” energéticas. De todas formas la parada fue mucho más breve, y “nuestro” grupo, en un silencioso acuerdo tácito, nos pusimos en marcha juntos de nuevo. De hecho, kilómetros antes me habían esperado claramente, aminorando su marcha colectiva para esperarme tras algún tramo en el que yo me había quedado retrasado. Parece que los miembros de tan azaroso grupeto nos sentíamos cómodos unos con otros, porque sin necesidad de explicaciones, habíamos acabado considerándonos a nosotros mismos, como una unidad.

Sin embargo, tras unos cuantos kilómetros más en compañía, el azar quiso que tuviera que quedarme a solas, superados ya los 100 km de recorrido. Completando un rudo tramo de tierra con piedras, mi neumático delantero perdió repentinamente toda su presión de inflado, así que sin decir nada, me detuve y me puse a cambiar la cámara. El arreglo fue inicialmente rápido y fácil, sin embargo, alcanzada la presión deseada y cuando ya me disponía a colocar la rueda en la horquilla, la nueva cámara se mostró defectuosa y se vació también por completo. Por suerte llevaba más, así que nueva sustitución, nuevo inflado, y en marcha otra vez. Enseguida adelanté a algunos corredores que habían pasado recientemente por donde yo estaba reparando la rueda, y uno de ellos, que debía de ir algo aburrido con otro, decidió sumarse a mi ritmo, y pronto, incluso marcarme otro ligeramente superior, que aproveché para seguir a rueda. Y así los dos, fuimos dando cuenta del final, de más paisaje y de más tramos de “gravel”, hasta que vimos un cartel anunciando 10km para el final. Al poco rato, en un tramo especialmente delicado, perdí de vista a mi acompañante que se fue por delante a mayor ritmo. Aquello no era problema alguno porque el trazado estaba perfectamente balizado a lo largo de todo el recorrido, por lo que rodar sólo, no solo no constituía inconveniente alguno sino que me recordaba cabalgadas anteriores en solitario por alguna otra gran prueba europea, en ese tipo de cicloturismo internacional que tanto les cuesta entender a los participantes y organizadores españoles. Precisamente estos últimos mantienen una tormentosa relación con las autoridades de tráfico, porque unos u otros se empeñan en que todos los ciclistas vayamos juntos y agrupados, formando esos incómodos y peligrosos pelotones que nos someten a la dictadura de algún ritmo que no se ajusta a los intereses de casi nadie. Unos quieren ir mucho más rápido y los tienen que frenar por delante, mientras que otros lo pasan mal por detrás para poder seguir el ritmo. Yo siempre he defendido la autonomía del participante, su libertad de ritmo, su responsabilidad de respeto a las normas de circulación, y un mínimo de exigencia y atención para seguir por sí mismo el balizaje de la ruta. Sé que en España, “tráfico” y los organizadores se culpan de forma recíproca, pero en mi opinión el error está en el planteamiento del evento, y en eso, me temo que el empeño más cerril corresponde a los organizadores, algunos de los cuales (me consta) no me escuchan cuando trato de explicarles el formato europeo. El caso es que aquí, como en casi todos los demás eventos internacionales retro, no hubo agentes de tráfico, ni falta que hicieron.

A lo largo del final me fui calentando yo sólo, el plato grande permaneció engranado y mis piernas se emplearon a fondo y sin precauciones para llegar cuanto antes, y experimentando cierta sensación de rendimiento, de querer ir rápido, de probar a ver lo que daba de mí. Y creo que sí que rodé bastante rápido, incluyendo un largo tramo de ruta verde ribereña por el Loira, cuyo firme era una especie de arenisca apelmazada que no ponía pega alguna al circular de forma veloz. Por los kilómetros finales fui superando a varios ciclistas, incluido el que se me había marchado poco antes, pero me centré más en seguir las flechas indicadoras de los tramos cada vez más urbanos y en disfrutar de la visión de numerosas y elegantes entradas a bodegas. Cuando atravesé el centro histórico de Saumur, pude comprobar que el ambiente de las calles iba en aumento gracias a la animación de la megafonía y a la expectación e interés de los miles de aficionados y curiosos que por allí andaban pasando el día. Unos giros cercanos al castillo por calles estrechas encajonadas entre antiguos muros de piedra, un túnel medieval y la rotonda final para embocar la pancarta de llegada ¡y el “cajón”! en el que nos recibían con una cámara de fotos y dos azafatas “de antaño”, para explicarnos dónde comer y apuntarnos el número de foto en el precioso y completo pasaporte de ruta.

Surcando el animado tumulto, me encaminé hacia un edificio señorial, en cuyo patio interior reposaban nuestras bicicletas y teníamos habilitadas unas largas mesas con manteles de hule para comer. La comida fue fantástica: variedad de ensaladillas de primero, “cassoulet” con carne de segundo, variados y exquisitos quesos, postres y buen vino local. Un reconfortante “homenaje” servido con vajilla y cubertería “de verdad”, que entraba de maravilla y completaba una jornada ciclista redonda.

 
Foto oficial de mi llegada (Imagen: Robert et Marcel)

 
Bicicleta Stella de “randonneur”.

 
Barro acumulado sobre mi Vipch, tras los 26 km de tramos “gravel”.

Tras la comida me pasé a por el anteúltimo estampado de sello en el pasaporte: en un stand de la gran feria nos regalaban una botella de cava local, bautizado con el nombre de “Velodrome”. Casi allí mismo me reuní con Myriam y Luisa, y tras intercambiar impresiones, nosotros nos fuimos al hotel para guardar la bicicleta, quitarme de encima todo el barro acumulado y vestirnos ambos de época para disfrutar de toda la tarde y parte de la noche en aquel ambiente rico y festivo.

De regreso empezamos por un café de furgoneta. Seguimos por un repaso largo de toda la oferta de stands. Un “escaneado” eficiente y completo resultaba imposible, porque hubiera llevado un día completo preguntando precios en los puestos de material ciclista usado, pero sí que estuvimos un par de horas mirando, admirando, fotografiando, curioseando e incluso comprando… un detalle aquí, unas piezas allá, unas gorras, un maillot, un par de libros, etc. También pasé a sellar mi último apartado del pasaporte, lo cual consistía en recoger una copia impresa de la fotografía de la llegada (también regalo de la organización). El stand de los fotógrafos tenía ambientazo y aprovechamos para hacernos un par de fotos posando en pareja. Aquello resultó muy divertido. Daba gusto estar participando de todo aquel mundo y de aquella atractiva y envolvente atmósfera del pasado. Al final acabamos sentados en una terraza, en medio del barullo, refrescándonos con una cerveza, hasta que Carlos y Luisa se unieron a nosotros para cenar allí mismo.

 
Posando en el estudio fotográfico (Imagen: Robert et Marcel).

 
Otra pose, de cuerpo entero para poder lucir el atuendo (Imagen: Robert et Marcel).

Durante la cena Carlos me contó su recorrido sin pinchazos ni averías. También que se le había hecho un poco duro tanto tramo de “gravel”, pero que le había encantado el trazado, la experiencia y aquellas empanadillas de queso o miel. Pasamos la velada comiendo, atentos a la marea de gente disfrazada que pasaba cerca de nuestra mesa, a algunas atracciones itinerantes y con la música de las actuaciones del escenario central ambientando, pero sin coartar nuestra charla. Después pasamos al concierto de un grupo de estilo Jazz pionero (años 20-50), movido, bastante bocal y que conseguía movilizar a mucha gente alrededor. El cuerpo se nos espabilaba con intención de bailar, pese a la falta de espacio y el cargar con las compras. Cuando ellos se fueron, nosotros aún acabamos disfrutando del final de la actuación, acodados en la barra de la carpa de una bodega de cava, con un par de copas frías, y ante una noche de lo más agradable.

El domingo el plan fue completamente diferente. No tuve que madrugar tanto, preparé las bicicletas de paseo (tuve que cambiar una cámara a la mía), dejamos todo dispuesto para el regreso en el coche, desayunamos, nos vestimos de época en una nueva versión, más “sport” que la de la noche anterior, y fuimos hasta la zona de la feria para reunirnos con nuestros amigos antes de la multitudinaria salida. Para ese día, nuestra opción era clara: ruta corta llena de paradas y ambiente festivo y populoso, en el que el esmero de caracterización de los participantes es lo principal. Descartamos una nueva ruta de 60 km, e incluso la de 40, escogiendo la de 30 (en realidad 35 km) para mayor disfrute de todos. Tanto ésta (la “Jean-Guy Dondroit”) como la anterior (la “Anatole Languibole”), habían cerrado anticipadamente su inscripción, tras habar alcanzado su límite de 1500 inscritos cada una de ellas. Estos recorridos cortos son los que mayor éxito tienen allí, porque permiten a la gente sacar cualquier bicicleta (artilugios peculiares incluidos), vestirse de cualquier modo e ir acompañados de gente o familia de cualquier edad, condición física, etc. El resultado es magnífico: una verdadera experiencia ciclo-lúdico-cultural. Nos dio tiempo de ver la salida de la anterior antes de coger sitio en nuestra propia masa “lúdica” junto al río. A lo largo de los primeros kilómetros el gran pelotón se fue estirando, volviéndose cómodo y sugerente porque facilitaba mucho poder ver y admirar a los demás participantes. Todo el trayecto iba pegado al río por lo que resultaba completamente llano, además de muy agradable. El pasaporte nos anticipaba las paradas y los cortos tramos a recorrer entre ellas. Pronto llegó un refrigerio de mosto y bollo artesano, junto al río y frente a un Chateau. Casi inmediatamente después, un vino en la campa de una especie de monasterio ribereño, amenizado por un grupo musical tributo de los Beatles. Allí fue donde nos percatamos del error de no haber traído con nosotros las copas de regalo que nos habían dado con la “musette”. En realidad no importaba porque nos servían en vasos de plástico, pero la brillante idea de la organización había consistido en equipar a todos los participantes con una copa de vino de plástico que casi parecía vidrio, de forma que la fueran usando durante todo el recorrido para beber los 5 o 6 vinos o cavas que se ofrecían durante la excursión. De esa forma resultaba más divertido y original, además, reducía gastos de vasos desechables y evitaba crear más basura. Seguimos río abajo hasta alcanzar el kilómetro 18 de la ruta. Allí cruzamos el Loira por un puente de tirantes y pasamos a comer a una campa junto a una playa fluvial, donde nos esperaban muchas mesas y un coordinado equipo de voluntarios que nos sirvieron la completa comida sin esperas. También allí un grupo instrumental amenizaba el almuerzo, y se estaba tan bien que resultó un momento ideal para seguir admirando atavíos y otros detalles.

 
La estética es clave en todos los aspectos y detalles.

 
Luisa y Carlos preparados para la excursión ciclista (Imagen: Myriam).

 
Salida de la ruta previa a la nuestra (la de 40 km). (Imagen: Myriam).

 
Myriam pedaleando sobre el puente de mitad del recorrido.

 
Vista parcial de la comida del recorrido de 30 km.

 
Conjunto ciclista reposando mientras sus dueños reponen fuerzas.

El regreso se hacía por la otra vertiente del río, más frondosa y llena de casas señoriales y palacetes. De hecho, personalmente, me gustó incluso más. En un elegantísimo pueblecito degustamos fresas al cava, mientras observamos a varios participantes unirse a una coreografía grupal al son de canciones populares francesas interpretadas en directo. Después vino un tramo algo más largo de lo habitual para ese día, que finalizó con la visita de unas bodegas excavadas en la roca y decoradas de forma espectacular a lo largo de sus galerías interiores en semi-oscuridad. Aquellas y las siguientes galerías de roca de las bodegas ribereñas, las recorrimos pedaleando sobre nuestras bicicletas, de forma que todo resultaba ágil y entretenido. Allí en Ackerman me decanté por un cava rosado, mientras un dueto al acordeón interpretaba temas parisinos de barriada. Después vino Langlois-Chateau, donde probé un riquísimo “brut”. Y finalmente Bouvet Ladubay, para cerrar con otro cava riquísimo. Total, que acabamos entrando en Saumur algo “tocados”, además de entusiasmados, y nos hicimos un poco de lío con el itinerario de entrada (y no fuimos los únicos desde luego), aunque felizmente conseguimos enhebrar la pancarta de llegada, para ser recibidos por una ovación de cientos de personas que hacían pasillo humano una vez la atravesabas.

 
La Orbea “castiza” y mi atuendo “Sport” (Imagen: Myriam).

 
Luisa, experta en combinar la elegancia con una actitud dinámica (Imagen: Myriam).

 
No faltaron vehículos clásicos de acompañamiento.

 
Detalle de la cadena de una de las primeras bicicletas de seguridad. En concreto un modelo sobre el que he visto a Charles Terront representado en una pintura.

 
Túnel de salida del recorrido interior por las bodegas Ackerman.

Al final nos despedimos allí mismo ambas parejas. Felices y satisfechos y sin asegurar el vernos de nuevo esa noche porque aunque todos pernoctaríamos en Burdeos, no sabíamos a qué hora llegaríamos ni si podríamos quedar para cenar. Habíamos acabado casi a las cinco de la tarde. La recogida de todo fue ágil, y tras llenar el tanque de gasolina, nosotros dos nos pusimos en camino y llegamos bastante justitos para cenar en una ciudad con claro ambiente de “europeo futbolístico” en sus calles centrales: irlandeses, croatas y franceses especialmente. Burdeos es una ciudad que me encanta, y aún tuvimos un rato para pasear por sus elegantes calles céntricas a la mañana siguiente, antes de regresar. Aunque nada comparado con visitas anteriores con bicicleta o con moto.

 
Burdeos nocturno.

De mi tercera participación en la AVV, se me antoja necesario exponer algunas conclusiones. La primera es que no existe ningún evento ciclista retro actualmente (a excepción de la mencionada Eroica Brittania) que se acerque a su nivel en… ¡todo!. Me cuesta muchísimo explicar a amigos, conocidos, lectores, ciclistas retro asiduos o incluso organizadores nacionales, lo que supone la AVV y la abismal diferencia organizativa, de servicio, de dimensiones, de ambiente, de estética generalizada, etc. que esta cita ofrece, en comparación con la mayoría de eventos modestos o medianos. Percibo aún, con cierta sorna, como el efecto del “marketing eroico” sigue resultando efectivo a la hora de mantener la ceguera que la mayor parte del pelotón retro español parece sufrir. Su respuesta se me antoja más propia de consumidores persuadidos que de usuarios informados y con criterio independiente. Por ello trato de reflexionar un poco sobre tan absurdo fenómeno y me viene a la mente que, con la asistencia a los eventos, ocurre algo parecido a lo que pasa con la misma admiración por las bicicletas o componentes italianos o galos. En el ambiente retro español lo italiano está muy bien valorado (en ocasiones claramente sobrevalorado), mientras que lo francés resulta desconocido o está infravalorado. A los franceses esto les da absolutamente lo mismo. Tanto, que incluso creo que ni lo saben, pues ya sea por el tan cacareado “chauvinismo” o por la fuerza de su subcultura ciclista propia, el caso es que se bastan y se sobran para mantener viva y al máximo nivel su gran experiencia retro-ciclista a través de la AVV. En este sentido no puedo hacer otra cosa que insistir en mi consejo: probad y comprobad, tomaros la molestia y el tiempo de organizar un fin de semana completo en Anjou en futuras ediciones y os daréis cuenta de a qué me refiero, y  de porqué la gran “franquicia Eroica” me parece una burbuja mediática excesiva, y su versión española casi-casi un fiasco.

Quizás pueda tener algo de relación con ello, o quizá no, pero el caso es que, en términos generales, cuando uno participa en la AVV, nota una clarísima presencia de bicicletas y maillots de equipos galos. La gente rueda sobre máquinas de sus grandes marcas de siempre, así como sobre joyas procedentes de los numerosísimos pequeños artesanos que existieron por nuestro país vecino. Es evidente que funciona una especie de triple efecto de: orgullo patrio – practicidad de consumo – ausencia de complejo de inferioridad ante lo exterior. Cuando viajando desde el extranjero tomas parte en aquello, en seguida te das cuenta de que te has sumergido en la cultura del ciclismo francés, en todos los sentidos. En Italia, en realidad, pasa algo parecido, aunque al haber sido los primeros en proponer esto del ciclismo retro la diversidad aportada por los visitantes extranjeros suaviza el efecto. Donde claramente no pasa es aquí, pues salvo unos pocos fieles defensores de su producto interior (centrado en pocas marcas: Marotias o Zeus y poco más; y equipos: Kas y algunos otros), nos hemos convertido todos (me incluyo) en convencidos admiradores de lo exterior, dejando quizás un poco demasiado de lado lo cercano, puede que por cierto complejo de inferioridad. No quiero que se me interprete mal, comprendo ¡y ejerzo! la pasión diversificada en esto: atesoro bicicletas y maillots extranjeros porque son ciclismos que he admirado y me han hecho disfrutar mucho; pero mantengo una importante cuota de “material de proximidad” en forma de maillots de equipos nacionales o locales, y con bicicletas BH, Orbea, Cil, Razesa o Vipch; pero hay que reconocer que, en gran medida, tenemos tendencia a reverenciar en demasía aquello procedente de orígenes muy concretos, mientras menospreciamos un poco los cimientos de nuestra propia historia.

 
Estilo y clase a raudales en Anjou.

 
Una Follis randonneur, auténtico espíritu artesano francés.


Ingenio, compromiso y disfrute para todos (Imagen: Myriam).

Y con esto llegamos al final de este repertorio variado de experiencias ciclistas que he podido relatar con la peregrina disculpa de una supuesta búsqueda del “ciclista (retro) completo”. Un evento vizcaíno, una escapada de libre configuración para coleccionar ascensos míticos y la participación en un doble evento (deportivo y lúdico-social) que se confirma como una de las dos citas más importantes del calendario internacional. Aunque surge la tentación de darlo por cerrado aquí, vanagloriarse un poquito y dejar sentado que ya he encontrado un esquema de lo que supone ser un “ciclista (retro) completo”, prefiero reconocerme fracasado en la quimérica búsqueda, de forma que así pueda tener una buena disculpa para seguir indagando por ahí.