Hay competiciones deportivas que tienen nombre propio.
Wimbledon o Roland Garros en tenis, Tour de Francia, Milán-San Remo y tantas
otras en ciclismo… y así un largo etcétera de eventos deportivos que tras
muchos años de esfuerzos organizativos, tradición y gestas, se han ido ganando
un espacio reservado y respetado en el imaginario del público, de los propios
deportistas, de la prensa y hasta en ocasiones, de los artistas que narran las
hazañas ya sea por escrito o a través de imágenes. Pero con las citas afamadas
sucede como con el vino, que además del nombre propio, el cual puede aportarle
más o menos prestigio, en ocasiones se tiene en cuenta incluso “el apellido”,
la añada. Es cuando al referirnos a tal o cual prueba, por encima de cualquier
otra edición, destaca como especialmente legendaria la celebrada en un año
concreto en el que alguna circunstancia se dio, que la hizo especial, digna de
recordar destacando sobre las demás. Sospecho que esto mismo es lo que acaba de
suceder con la presente edición del GPCC. Que una cosa es o será el haber
participado y terminado un GPCC cualquiera y otra bien diferente haberlo hecho
en el GPCC del 14. Creo que tras la crónica que ahora comienzo, quedará
bastante claro el porqué de esta impresión, pues los caprichos climáticos de la
jornada quisieron que aquello se tiñera de épica ciclista al más puro estilo de
las clásicas del norte.
Nuestro fin de semana de ciclismo retro castellano resultó
de lo más completo y, sobre todo, especialmente social, ya que en apenas tres
días incompletos afianzamos un poco más nuestros lazos de amistad con varios de
los amigos con los que cada vez más, venimos coincidiendo aquí y allá, a raíz
de esta casi obsesiva dedicación al ocio ciclista en general y al clásico en
particular. Llegamos a Medina de Rioseco el viernes por la tarde, a tiempo para
confirmar nuestro registro, descargar las tres bicicletas, tomar posesión de la
habitación y encontrarnos con mi buen amigo Manu (La Biciteca). Tal y como
habíamos pactado anticipadamente nos fuimos a cenar con él y con un grupo de
amistades que acudía a la cita de forma algo progresiva, como consecuencia una
configuración de desplazamientos de tipo radial (Ciudad Real, Salamanca…).
Cenamos bastante bien en un mesón tradicional, cerquita de la calle Mayor de la
localidad, esa tan caracterizada por sus soportales, bares y agradable
atmósfera casi permanente. La cena dio mucho de sí. Charlar con Manu aporta
siempre interés, gracia y entretenimiento, pero es que en esta ocasión venía
muy bien acompañado por su amigo Hugo (ciclista fino y experto en literatura
portuguesa; prometo que no le incordié con comentarios sobre los “ensayos” de Saramago,
demanda de recomendaciones sobre Eça de Queiros, ni mención alguna de Pesoa) y
por la homenajeada ex-ciclista Dori Ruano. Poder compartir mesa con ella fue
una experiencia bonita, ya que en las fechas en las que ella estuvo disputando
carreras de forma activa, yo tuve la suerte de conocer a mucha gente
relacionada con el ciclismo de competición y el federativo, lo cual nos
permitió poder recordar a muchos conocidos comunes de entonces, a los que hace
décadas que yo no había vuelto a ver. El mundo, tal y como se suele comentar,
no es tan grande como a veces nos parece, y las relaciones mantienen ocultos
vínculos inesperados. La cena fue avanzando con algunas incorporaciones más,
que se fueron acomodando a la mesa a media cena e incluso a los postres.
Sinceramente, por la velada en sí, sin más, ya me había merecido la pena el
viaje.
Pero por delante aún quedaba mucho más. Tanto de ciclismo
(de ese que no se olvida), como de encuentros y buenos ratos con los amigos. El
sábado madrugué para desayunar y estar un poco antes de la salida del GPCC en
el agradable y singular entorno de la Dársena del Canal. Myriam dedicaría el
día a la visita de unas amistades en Palencia. Tras una semana de tórrido calor
por la Meseta y la mayor parte de la Península Ibérica, la mañana se mostraba
nublada y bastante fresca. Poco a poco nos íbamos juntando por allí los
participantes para recoger el pasaporte del Canal en el que había que sellar el
paso por dos controles. Ya el ambiente inicial mostraba a las claras que aquel
no era un evento retro ni por asomo. La abundancia del carbono, de los
equipamientos modernos, del material sofisticado y la pinta de la mayor parte
de los participantes, parecía anunciar que estábamos (quizá cometiendo un
profundo error) ante una cicloturista más (pocas palabras resultan tan
inadecuadas para el concepto que definen como esta). Pese a la insistencia de
los organizadores en que no se trataba de ninguna competición, había previstos
horarios de cierre de control que en mi modesta opinión pecaban de excesivamente
tempranos (lo cual ya fomenta una obsesión por la velocidad) y se propuso un
inicio neutralizado de 40 km de duración, en torno a los “35 km/h” (palabras
textuales). Ante ese panorama, tanto Javier (este compañero con el que tanto
estoy coincidiendo este año, pues se ha aferrado al mundo del ciclismo retro
con una pasión irrefrenable) como yo acabamos convencidos, antes de la salida,
de que aquel no era nuestro sitio, el uno con chichonera y el otro con
guardabarros, trasportín y ruedas de 32. Por allí había algunos otros
“eslabones perdidos” como nosotros, con sus clásicas (muy pocas), sus BTT, sus
bicis de cicloturismo antiguas (una Peugeot preciosa) y sus máquinas de ciclo-cross
(o “gravel” como a algunas las llaman ahora).
El caso es que apenas cinco minutos después del horario
previsto se dio salida al pelotón, que rodó muy compacto y de forma realmente
neutralizada durante unos pocos kilómetros, hasta un cruce de carreteras, a
partir del cual dos ciclistas locales tratarían de gestionar la media. No puedo
contar lo que sucedió por delante, ya que me acomodé atrás desde los inicios,
pero me lo puedo imaginar, sobre todo tras enterarme de que hay gente que no
selló el pasaporte en los controles para no perder tiempo, e incluso escuchar personalmente
durante la comida final que un par de ciclistas se habían metido en “la
escapada buena”. Definitivamente me da la risa toda la gente que compite contra
personas que no compiten contra ellos ni lo hacen en absoluto; que vaga por el
mundo ciclista buscando el tipo de eventos en el que es capaz de “hacer algo”,
porque es incapaz de conseguirlo en las verdaderas competiciones… para qué
seguir hablando de ello, si es un tema de sobra conocido. El caso es que para
“escapada buena” la nuestra, por detrás. Al principio seguimos durante unas
decenas de kilómetros al pelotón, pero resultaba incómodo, porque había que mantener
la posición, poco podías hablar con los amigos, menos aún hacer fotos y para
colmo funcionaba a base de acelerones y retenciones demasiado a menudo. Mala
cosa para poder disfrutar de un recorrido si tienes que ir pendiente de las
ruedas de los demás. Debimos hacer bastante rápido unos cuantos kilómetros
cuando nos descolgamos moderada y voluntariamente por detrás un grupo muy
saneado: alegre, hablador y entusiasta del paisaje, desde el que podíamos
observar con absoluta pereza ajena un tenso pelotón que rodaba algunos
centenares de metros por delante. Y así transcurrió la marcha hasta que sin
necesitarlo ni esperarlo, nos topamos con una parada de concentración que los
organizadores decidieron realizar aún antes del primer avituallamiento. Calculo
que sería sobre el kilómetro cuarenta y pico (hace años que no llevo ni cuentakilómetros,
ni GPS ni pulsómetro… tan sólo ganas de disfrutar de cada ocasión), y supongo
que a los estresados no les sentaría muy bien, pero a nosotros, a los que
decidimos parar cuando nos viene en gana o nos surge una “instantánea”
apetecible, tampoco nos aportó nada. Quizá fuera un guiño a esa siempre
tenebrosa sombra de dictadura normativa que planea desde la correspondiente
Jefatura de Tráfico, me da igual, fueron apenas unos minutos y los aprovechamos
para regar la cuneta y seguimos. Afortunadamente el reconstruido pelotón duró
poco más, se volvió a estirar y romper enseguida con lo que todos volvimos a
sentirnos cómodos con nuestro particular planteamiento, cada cual con el suyo.
Manu (La Biciteca) con su flamante Amaro, a rueda de Javier.
La ruta transcurrió por carreteras castellanas en buen
estado, apenas transitadas, con muy pocos desniveles y paisajes muy acordes con
los que uno esperaba en Tierra de Campos. Pudimos disfrutar de todo ello así
como de la compañía de algunos ciclistas anónimos y del siempre agradable e
interesante grupo de “Biciosos” enfundados en sus flamantes maillots y culotes
corporativos, aunque alguno decidiera presumir de los colores de Eddy Merckx. También
tuve la ocasión de, por fin, compartir algunos kilómetros con Carles Soler
(alma mater de la Pedals de Clip), a quién siempre he tenido como ocupado
organizador, o con quien las circunstancias anteriores habían hecho que no nos
encontráramos en ruta, ya fuera en Soria un par de veces o incluso en la
Toscana. Hablar con él fue agradable, y en poco tiempo me sirvió para constatar
que tenemos planteamientos ciclistas bastante comunes. Espero pues que estos
ratos de pedaleo se repitan en el futuro. Con todos ellos intercambiamos
posiciones, subimos repechos breves, descendimos entre suaves curvas,
compartimos avituallamientos y atravesamos históricas poblaciones cuyos muros
han sido escenario de siglos y siglos de historia y andanzas. Precisamente en
alguno de esos lugares, el trazado caracoleaba caprichosamente, de forma que
nos permitía visitar sus entrañas sin tener que interrumpir la marcha, y de
paso, sazonaba un poco la ruta con tramos que se acercaban incluso al concepto
de “trialero”, algo que defiendo con entusiasmo para todo lo que aspire a
calificarse como de ciclismo “clásico”.
"Biciosos" y "retros" compartiendo ruta y avituallamiento (foto Manu).
Por una pista: Javier, yo y Carles (foto El Pedal de Frodo).
Superados los 80 km (aproximadamente) y en busca de los 100,
camino de Palencia, abordamos un largo y sostenido trayecto de pista de tierra
con gran cantidad de piedra suelta. Fueron unos 20 km muy agradables en los que
rodando “a plato”, mantuvimos una buena media, levantamos mucho polvo, fuimos
adelantando a algunos ciclistas, contemplamos algunos desafortunados pinchazos
en ambos bordes del trazado y mantuvimos el grupo de “biciosos y retros
alternativos” bastante unido. De allí viramos hacia el oeste y ascendimos un
repecho más largo que cualquier otro del recorrido, para repostar líquidos y
frutas en su punto más elevado. Allí mismo nos separamos, la “peña del bicio”
decidió prolongar su parada para reagruparse todos, mientras que Javier y yo
salimos con calma, para pelear contra un viento que se empeñaba en soplar en
nuestra contra sin descanso. He de decir que en la lucha contra Eolo, Javier se
mostró espontáneamente generoso durante gran parte de la marcha, desde aquí
agradezco su enérgico comportamiento, del que me vi gratamente favorecido a lo
largo de varios tramos. Poco a poco alcanzamos a una pareja en evidente buena
forma física que disfrutaba de su propia tertulia. Situación ideal a la que
acoplarnos por detrás. Tiempo después nos alcanzó un grupo un poco más numeroso
que de forma natural nos llevó con su estela hasta que un giro brusco hacia la
derecha nos volvía a sacar del asfalto. Para mí toda aquella sucesiva compañía
fue muy de agradecer, pues hizo mucho más llevadero y entretenido un largo
tramo que en parte por culpa del viento, y sobre todo por transcurrir por
carreteras más anchas, modernas y aburridas, me pareció el menos atractivo de
toda la ruta.
Con la tierra llegó la disolución del grupo y una cierta
alternancia de tramos con y sin asfaltar. La atmósfera era más rural que nunca,
se veían algunos animales, tractores, y modestas construcciones auxiliares de
labor. Los colores pardos, ocres y amarillentos contrastaban con un cielo
plomizo, gris y oscuro que de vez en cuando dejaba desprender alguna que otra
gota de agua pulverizada que refrescaba sin atemorizar. Javier y yo rodábamos
juntos a solas por allí, en ocasiones adelantábamos a alguien o éramos
superados, pero casi siempre sin gente alrededor, pese a que recuerdo una
pareja con la que nos estuvimos alternado posiciones varias veces en pocos
kilómetros. Lo más destacado fue encontrarnos de frente con un nutrido rebaño
de ovejas encabezadas por su pastor y puestas a raya por su fiel perro. Aunque
tuvimos que detenernos, pues invadían calzada, cunetas y vecindario, a mí me
hizo especial ilusión, ya que mi experiencia me dicta que si vas viajando a lo
“ancho” por Castilla, sea caminando, en bici, en moto o en coche, si no te
topas con una verdadera “masa crítica” de ovejas que se adueñe de la ruta en
algún momento, el itinerario no puede llegar a calificarse como auténtico o
completo. En aquel momento llovía algo más, lo justo como para no resultar
desagradable pero lo suficiente como para hacer que la sonrisa de Javier se
impusiera en su semblante y sus ojos empezaran a chispear de gozo. Tampoco nos
preocupó mucho pues alcanzamos Ampudia, y la belleza del lugar, así como su
variedad de edificios ejemplares es tal, que su contemplación te hace olvidarte
de todo lo demás y no paras de que querer registrar el conjunto y cada detalle
en tus sentidos, con la intención de disfrutarlo en el momento y llevártelo
para siempre en tus recuerdos, de forma que llegas a perder la noción de seguir
montando en bicicleta, labor de la que se encargan tus propias rutinas
corporales en plan de piloto automático. Allí disfrutamos del último
avituallamiento mixto (variado en líquidos y sólidos, dulces y salados, etc.).
Los vecinos hacían compañía y los niños disfrutaban del evento desde los
soportales, contemplando con tal ilusión e interés nuestras monturas y
vestimentas, que por un momento creí viajar en el tiempo a los primeros años 70
cuando una Vuelta a Cantabria engalanada con la participación de Luís Ocaña, se
dignó a pasar por el pueblo de mi padre en el que mi hermano Juan y yo
veraneábamos.
Javier, pié a tierra ante la aparición de otra "masa crítica".
De Ampudia salimos ascendiendo a su castillo, y algunos
kilómetros de asfalto nos acercaron hacia los últimos tramos de la ruta, que
serían todos de piedras, tierra y después… barro a raudales. La lluvia decidió
trabajar en serio y permanecer con constancia y dedicación en su función. Si
anteriormente tratábamos de eludir las piedras en los tramos no asfaltados,
para evitar pinchazos y traqueteos incómodos, ahora las buscábamos para
sobrevivir, para obtener tracción y evitar patinazos peligrosos. Los firmes,
con el agua, al igual que lo hacen las témperas o acuarelas, desenmascaraban
todas sus propiedades ocultas: unos aguantaban más, otros se disolvían formando
trampas de barro, otros generaban películas deslizantes imprevisibles y en
otras partes el barro creaba pegotes que a más de uno obligarón a detenerse
para desbloquear sus puentes de freno. Mi Dawes viajera se mantuvo firme ante
tanta adversidad. Los guardabarros me mantuvieron seco mucho más tiempo del
previsible, las ruedas de 32 no pincharon y el dibujo de sus cubiertas me ayudó
en numerosas ocasiones a salvar situaciones de equilibrio precario y a mantener
suficiente tracción en los repechos. Además, los frenos de cantiléver y el
generoso paso de rueda impidieron acumulaciones de barro en lugares
estratégicos de cara al avance. Definitivamente no es una opción para
contra-reloj y pesa bastante más que cualquier otra bicicleta de carretera en
los ascensos, pero por el contrario, allá donde te propongas ir, la bicicleta
se encarga de poner todo de su parte para que lo consigas.
Cuando pasamos de las pistas a la sirga del Canal de
Castilla, la lluvia hacía rato que ya podía venirse calificando como de
torrencial. La mayor parte del tiempo llovía mucho, y a ratos… mucho más. El
camino de sirga estaba impracticable, tanto, que algunos “cobardes de la ruta”
huyeron despavoridos por las carreteras cercanas, aunque la mayoría nos
mantuvimos fieles al recorrido. A medida que la chupa de agua nos iba
invadiendo, la postura sobre el manillar y los pedales se hacía más aferrada,
cualquier movimiento diferente podía abrirte un nuevo canal de “riego corporal”
e invadir desagradablemente alguna zona seca, si es que te quedaba algo.
Finalmente las zapatillas también se encharcaron, las gafas se convirtieron en
una pantalla traslúcida de la que fue necesario prescindir y los demás no
importaban, pasaban a ser obstáculos en movimiento a los que eludir en tu fino
trazado de inestable compostura. A Javier lo perdí cuando me detuve a comprobar
si un participante que se cayó por derrape a mi lado se había hecho algo serio
en el hombro. Apenas unos metros delante otro más se desparramó al borde justo
del canal sin causa aparente que hiciera deslizarse su rueda delantera.
Comprobadas las ausencias de daños, reanudé mi marcha sin paradas y con ímpetu
en busca de la llegada ¡y la ducha! Adelanté a personas que había visto muy
pujantes horas antes en el tempranero pelotón. En aquel momento de nada servían
las ruedas, los grupetos o las ayudas, se trataba de uno mismo, contra el agua,
el barro y el tortuoso trazado.
A pesar de lo que pueda parecer, aquellos momentos fueron
mágicos. Dotaron a la ruta de una épica aventurera, con visos de hazaña, de
esas que tanto nos gusta adjudicarle al ciclismo. Son situaciones sufridas en
las que parte de la capacidad de superación proviene de saber que se está
viviendo algo grande, algo que quedará siempre en el recuerdo y por lo cual
merece la pena seguir esforzándose o “sufriendo”. La sensación que desde mi
punto de vista podría resumir los últimos kilómetros del GPCC del 14 es la de
estar pedaleando en una especie de ciclo-cross, dispuesto después de más de 100
kilómetros de recorrido. El entorno ayudaba porque pedalear por los márgenes
del Canal, “protegido” por sus árboles y contemplando sus tranquilas aguas es
una experiencia agradable. Aunque en esta ocasión, el temporal, el riesgo y la
caladura reclamaban mucho más la atención. En cualquier caso, dado lo avanzado
de la ruta, uno ya tenía la seguridad de que iba a llegar a puerto (nunca mejor
dicho, pues la meta estaba en la dársena de Medina de Rioseco).
Disfrutando de la Dawes.
Allí me reuní con Javier y nos emplazamos para la comida. Yo
me duché en el hotel, me cambié de ropa, me abrigué y comimos juntos en el
frontón. Durante la entrega de premios y regalos nos reunimos de nuevo con Manú
y sus amigos. Con ellos nos tomamos un posterior café y disfruté de la visita a
la espectacular e incomparable colección de bicicletas que Raphael Occhiuzzi
exponía en la fábrica de harinas. Maravillas del S. XIX y XX, transmisiones por
cardan, bicicletas pioneras de competición. Resulta dificilísimo intentar
detallarlo por escrito pues es algo digno de verse y que en mi opinión, bien
merece la publicación de un cuidado catálogo gráfico y documentado. Tras la
visita llegaron las despedidas “clásicas” que pronto darían paso a las
bienvenidas “retro”. Los “biciosos” retornarían a sus hogares y por la tarde
irían llegando los participantes de la marcha retro. Yo regresé al hotel a
descansar y a encontrarme de nuevo con Myriam. Aquella velada culminó en una
memorable cena en la que nos reunimos varios de los habituales: Roberto, Pedro,
Javier e Isabel, Martín, Myriam y yo. La cena estuvo muy animada, cargada de
recuerdos, anécdotas, avatares del día y las entrañables historias con las que
Pedro nos ilustró sobre algunos campeones de antaño con los que tuvo la suerte
de compartir pelotón allá por la década de los setenta. Creo que todos
estuvimos muy a gusto y pudimos participar y aportar nuestro granito de arena
para lograr que el momento mereciera verdaderamente la pena. Poco le faltó a
alguno para sacar la libreta y tomar apuntes.
El domingo fue una jornada peculiar que personalmente viví
con el corazón un poco dividido. Por un lado algunos de mis amigos tomaron
parte en la marcha retro. La marcha la hice en su anterior edición, y no la
eché de menos porque a la concentración de clásicas alternativa acudí con pleno
convencimiento y ganas. Sin embargo sí que me hubiera gustado haber podido
compartir más tiempo con mis amigos ciclistas. A cambio, no tuve que madrugar y
junto con Myriam, aderezados para la ocasión, nos sumergimos en toda una maraña
de simpáticos encuentros y reencuentros con gente de Velilla, Cantabria,
Palencia, etc. Por si fuera poco Fernando y Domi, quienes una vez inoculado el
virus del clasicismo ciclista siguen sin encontrar antídoto para su curación,
acudían también a la cita, en calidad de iniciados, lo cual quedaba claramente
patente al contemplar la esmerada evolución de sus atuendos. La pamela de Domi
muy bien, pero el apaño de recogido de su falda larga ¡sobresaliente!. La
concentración consistió en un agradable paseo por la dársena, el canal, las
puertas de la ciudad, calles y edificios emblemáticos y un frondoso parque en
el que disfrutamos de un fresco “Rueda” a la sombra. El día resultó mucho
mejor, sin lluvia y con una alternancia de nubes y claros, que estableció una
progresión desde el frescor matinal hasta el calor al inicio de la tarde.
Nuestros indómitos amigos Toni y Quintana se dedicaron a hacer de las suyas y
agasajaron a los presentes con vino de bota y quesadas. En esta ocasión venían
acompañados de sus familias. Raphael había cedido bastantes bicicletas que
nutrieron la concentración. También reconocí algunas que creo que procedían de
“Evaristo’s”. El plantel, tanto humano como mecánico, no sólo fue nutrido, sino
de gran calidad. Y no faltó la exhibición de afilado de hojas de hoces y
cuchillos con ese maravilloso artefacto que descubrimos por primera vez en
Velilla.
¡El afilador!
Domi y Fernando junto al Canal.
La Flor y Nata: Quintana, Raphael y Toni.
Myriam en un campo de girasoles.
El segundo trago nos demoró en demasía. Eché de menos que la
concentración hubiera asumido, tal y como ocurriera dos años antes, el papel de
público de llegada para la marcha retro, de forma que todos hubiéramos podido
disfrutar un poco más del entrono de la dársena (ideal para fotos) y yo de la
llegada (y el atuendo y bicicletas) de los rodadores. Pero es que el tiempo
vuela cuando estás entretenido. La concentración se fue diluyendo por si misma
sin un liderazgo claro, yo me ausenté temporalmente para colocar nuestras tres
bicicletas en el coche y para despachar el hotel. Y de allí a comer con el
resto de “concentrados”. También aquí la organización estableció una separación entre
participantes, pues unos nos sentamos en un restaurante y los ruteros en el de
enfrente. A lo largo de dos años de participaciones en eventos de ciclismo
clásico o retro he vivido de todo, reconozco que cuando se celebran eventos
combinados la conciliación de la vida familiar o de las amistades, no siempre
resulta posible o fácil. En algunas ocasiones me he topado con soluciones
ideales, mientras que en otras he tenido que prescindir de algo. No siempre se
puede tener todo, afortunadamente en este caso, lo vivido, pese a lo
sacrificado, fue más que positivo.
El café nos permitió reconstruir nuestro grupo natural de
“concentrados” y “ruteros”, y mientras algunos jugaban a la peonza a nuestras
espaldas, pude comprobar con alegría como Domi y Fernando entablaban buena
relación con Isabel y Javier y otros de los ruteros habituales, a quienes
conocían por primera vez. Cierto compromiso en casa me tenía ya metida algo de
prisa en el cuerpo para aquellas horas, sin embargo, mereció la pena la demora,
ya que además de disfrutar del momento de animada conversación, a mí, que jamás
me toca nada de nada en sorteo alguno, me cayó el premio de una bicicleta
restaurada por Bicicletas Clásicas Leo. Se trata de una bicicleta de chica de
los años 70, de esos cuadros que tantas y tantas veces he comentado que
considero como uno de los mejores estándares de bicicletas jamás diseñados (por
su versatilidad, elegancia y ligereza). En este caso está pintada con mucho
acierto y calidad, se ha simplificado su cambio pasando de dos platos a uno y
se conserva su sencillo y precioso manillar. La bicicleta es muy bonita, tiene
opciones de mejora, pero por el momento se mantendrá así porque tengo una larga
lista de proyectos en espera y porque a mi hija Ana (muy particular para sus
gustos) le ha entrado por el ojo y ya la ha estrenado para ir a la playa.
El GPCC en su conjunto resultó una cita intensa y completa.
La clásica todo un episodio de esos que quedará enmarcado para siempre entre mis
recuerdos. Los ratos de relaciones humanas fueron variados, enriquecedores y
promotores de un dinamismo social siempre deseable, que gracias a estos
calendarios ciclistas que me “impongo”, están colmando mi vida con nuevas
amistades y relaciones. Las clásicas siguen vivas y van creciendo más y más. En
cada ocasión se ven nuevas caras y nuevas bicicletas. La cita debe permanecer
en el calendario como sea, tiene personalidad propia y atributos de
singularidad que la hacen irremplazable. Desde aquí quiero agradecer a sus
organizadores y colaboradores todo su esfuerzo y les animo a que sigan en ello
por el bien de todos nosotros, los aficionados a estos tipos de ciclismo.
Modestamente considero que habría que estudiar alguna fórmula de organización
en ruta que permita que no se tenga que limitar el número de participantes
retro. En el extranjero lo hacen evitando las marchas concentradas y
estableciendo salidas en oleadas, con recorridos sin cruces cerrados y todo
bien señalizado. Sin ir más lejos, en la marcha del sábado la señalización fue
impecable. Soy consciente que si se pidieran opiniones cada cual tendría la
suya, así que me abstengo de dar consejos en público, tan sólo felicitaciones y
muchos ánimos para seguir adelante.
Nota: me llevé un ejemplar de la primera edición de "Castilla en Canal" con la intención de que me lo dedicara su autor Raúl Guerra Garrido, pero no tuve la ocasión apropiada. Lo dicho, no se puede estar en todas partes a la vez.