Una de las razones que me han impulsado a embarcarme (al menos de forma escrita) en todo este asunto de las canoas, fue toparme con algunos libros de viajes. Los compré un poco por casualidad, pero el primero de ellos me enganchó enseguida y me ha parecido un relato de viaje muy diferente a todo lo que he leído hasta el momento y, pese a sus modestas pretensiones, realmente magnífico. En lo personal, lo he elevado a la categoría de “todo un clásico de la literatura de viajes”. Se trata de SEVAREID, Eric. “Canoeing with the Cree”. 2004 (1935). Borealis, Minneapolis.
La historia, que fue real, sin haber pretendido convertirse en una epopeya de la exploración o de la conquista de lo salvaje, resultó una auténtica “salvajada”. Un largo y meritorio viaje emprendido por dos chavales de Mineapolis en 1930: Walter C. Port, estudiante de 19 años, a punto de acceder a la universidad, y Arnold Eric Sevareid, de 17, que es, además, quién escribe el relato. Como si de una acampada de verano se tratara, los dos jóvenes deciden, en muy poco tiempo, escuchar la llamada de la aventura silvestre y planear un viaje en canoa. Y lo hacen con inocencia y sencillez. Adquieren una canoa canadiense de segunda mano (de madera y lona) de 18 pies (5,4 m) y reúnen un equipo básico de acampada de la época: tienda, mantas, ropa de campo (de verano), navajas multiusos, cámara de fotos, una caja de madera para la comida, un rifle de pequeño calibre y único disparo… y poco más. ¿Y qué hacen? ¡lo lógico! Lo “fácil”, echan el barco al agua desde su hogar y se dirigen al mar. ¿Al mar? Sí, al mar… a la Bahía de Hudson ¡a 2250 millas!. Dos detalles sorprenden bastante, antes de iniciarse el viaje. Uno, que el director de un periódico local se animara a financiarles la ruta a cambio de ir recibiendo partes del relato por carta, para poder irlas publicando por entregas. Gracias a tan romántico acuerdo, partieron con un presupuesto de 50 dólares para cubrir todos los gastos del viaje, y recibieron ¡menos mal! Un cheque de otros 50 cuando llegaron al destino, sin un centavo en sus bolsillos (gracias a ello pudieron regresar). El otro “detalle”, que sus padres accedieran a darles permiso. Quizás pensaron que, más tarde o más temprano, regresarían a casa cuando se cansaran de la experiencia o encontraran dificultades insalvables. Pero se equivocaron.
Los dos protagonistas, probablemente en el momento de la partida. (Imagen: paddlemaking.blogspot)
La ruta se inicia río Minnesota Alto. Este río es afluente del Mississippi, cuando el gran curso estadounidense apenas ha empezado a encaminarse hacia el sur desde su nacimiento. Los chavales reman pues, contra corriente, durante cientos de kilómetros, atravesando el estado de Minnesota, encontrando pocos (pero algunos) núcleos de población, mucho terreno natural y bastantes granjas. Alcanzan la frontera interestatal con Dakota del Sur y la siguen navegando los lagos Big Stone, Traverse y Mud. Ello les permite alcanzar Dakota del Norte y trasvasar la canoa al Bois del río Sioux, cabecera del curso del río Rojo (del Norte), que ya corre en dirección norte, hacia el mar. Entre otros lugares, pasan por Fargo y varias otras localizaciones hasta llegar a Emerson, nada más cruzar la frontera canadiense hacia el estado de Manitoba. Hasta allí el viaje es largo ¡muy largo! Muy exigente físicamente, pero aparentemente poco peligroso. Constituye, en cierto modo, la fase iniciática del viaje, durante la cual hay mucho aprendizaje, algunos errores sin grandes consecuencias, ensayos alimenticios y de relaciones sociales con las gentes que se encuentran por el camino, además de un evidente fortalecimiento de su amistad y de su empeño hacia el objetivo. Estamos hablando de varias semanas de paleo diario y pernocta nómada al aire libre. En Winnipeg disfrutan de una muy agradable parada de varios días acogidos por el club de canoa local. La gente está de veraneo y los dos chavales se dejan llevar un poco por el ambiente. Pero, de vuelta al viaje, continúan remando hasta conseguir desembocar al lago Winnipeg, donde el asunto se torna mucho más serio. Y es que, aunque lo llamemos lago, mide 416 km de largo (lo que tienen ellos que recorrer, aproximadamente) con una anchura máxima de 100 km. Quiero decir que, desde el punto de vista de una canoa, a efectos de vientos, oleaje y orientación de navegación costera… es como un mar. De hecho, su relato da cuenta de importantes dificultades de navegación allí. Tantas, que alcanzado Berens River, único punto civilizado, más o menos a mitad de la orilla este, viendo que el tiempo (el otoño del norte) se les iba echando encima, optaron por subir la canoa a un transbordador hasta el extremo norte del lago.
Pero con eso no acaban las complicaciones, simplemente se aproximan. Para empezar, lograr navegar desde Warren Landing hasta la relativamente cercana Norway House, supone buscarse la vida por un auténtico laberinto de canales, ríos, lagunas y ramificaciones de agua entre bosques salvajes. Alternando paleo con porteos y vadeos. Es un lugar donde los cazadores de patos de la época acaban extraviados con frecuencia. A partir de allí, sus relaciones se van estableciendo con agentes de la Policía Montada, empleados de las compañías, “hombres de monte” e indios. Indios Cri (cree). El verdadero infierno, las mayores dificultades y penalidades del viaje, se acumulan en el largo tramo que va desde Norway House hasta Shamattawa. Allí el laberinto continúa, se pierden varias veces, se “salvan” gracias al encuentro con otros viajeros en canoas, acumulan multitud de complicados porteos, pasan hambre y mucho frío, soportan una constante temporada de lluvia, sortean más rápidos que en cualquier otra fase del viaje, etc. La situación alcanza el límite en varias ocasiones. Tras la sucesión de los lagos Little Playgreen, Hairy, Robinson, Asaopiswanan, Touchwood y Gods, finalmente, por el río Gods, alcanzan el asentamiento Cri de Shamattawa. Luego llega el descenso del río del mismo nombre, hasta su confluencia con el Hayes y la llegada a su destino: York Factory, en la orilla de la Bahía Hudson. ¡Impresionante!.
Lo que había empezado el 17 de junio, parecía finalizar sobre el 20 de septiembre. Y digo parecía porque, abandonando ya su canoa, aún debieron acometer el nada desdeñable recorrido de regreso que incluía una complicada navegación con indios, marítima y fluvial (río Nelson arriba), hasta llegar a un apeadero de ferrocarril desde el que poder viajar primero a Winnipeg, y más tarde a casa, donde llegaron el 11 de octubre.
El libro es sencillo. Pequeño, muy modesto en su edición y con algunas fotos de mala calidad. Sin embargo, un tesoro. Por lo que cuenta y por cómo lo hace. Sorprende la madurez narrativa del chaval, su capacidad para resumir un viaje tan largo en tan pocas páginas en las que habla de todo: paisaje, geografía, avatares de la convivencia, aspectos concretos de la acción, encuentros y hasta referencias históricas y literarias. Una verdadera joya que muestra, además, un genuino proceso de paso de la juventud a la adultez ¡en canoa!. Y es que aquellos dos amigos partieron siendo unos ilusionados jovencitos y regresaron como curtidos hombres del norte.
Walter y Arnold en plena acción. (Imagen del propio libro).
Una experiencia muy diferente es la que narra Matt Gaw en su libro “The Pull of the River” (Elliott & Thompson. London, 2018). En su caso, el periodista, aunque joven, es ya un hombre casado y con descendencia, y completamente inexperto con la canoa. En realidad, novatos son dos, él y su amigo James Treadaway. Ambos deciden embarcarse en lo que para ellos constituye toda una aventura: acometer una serie de excursiones de fin de semana en una canoa construida por el segundo de ellos. James la hizo de madera, la fue construyendo en casa, a la vista de sus vecinos, y la remató pintándola de un rojo muy clásico en el mundo de las canoas canadienses. Creo recordar que el barco alcanza los 18 pies y fue bautizado con el nombre de “Pipe” (Pipa). El plan de este dueto consistió en ir recorriendo varios itinerarios fluviales (y algún estuario), la mayoría de ellos relativamente cercanos a su lugar de residencia (en Suffolk). Eso convierte la “aventura” en una sucesión de salidas de dos días o poco más. Al principio cerca de casa, ampliando progresivamente el radio de acción hacia los alrededores comarcales, e incluso aventurándose, a medida que el relato avanza, hacia ríos algo más alejados, aunque siempre en Inglaterra (centro o sur). Los dos protagonistas son tan inexpertos que muchas de las anécdotas que viven como aventuras, resultarán familiares para cualquier practicante, pues quien haya probado a viajar en canoa, enseguida se habrá encontrado en situaciones similares. Hacia la parte final del libro las salidas van ganando ambición, adentrándose en algunos atractivos ríos de Gales. En un par de ocasiones, Matt (si James tuvo el mérito de construir la canoa, Matt tiene el de haberlo escrito) se atreve a hacerlo en solitario, con una canoa prestada algo más ligera (de 16 pies). El remate final es un viaje de varios días, en el que los dos amigos completan una travesía escocesa enlazando “lochs” y canales, que los lleva desde Fort William hasta Inverness (incluyendo la travesía del lago Ness). El plan completo, la sucesión de excursiones, les llevó un año, así que sus narraciones ocupan las cuatro estaciones. Se ve cierta evolución en el estilo o carácter de navegación, comenzando con una visión placentera, observadora, crítica y un poco naturalista, en la que comenten algunos errores de novatos, y hasta se dan algún susto. El invierno los va endureciendo, y hacia el final, sin llegar a convertirse en unos especialistas, acaban cogiéndole el punto al asunto y a desenvolverse cada vez mejor, buscando algo más de inmersión en una naturaleza menos civilizada, más silvestre.
James y Matt a bordo de la Pipe. (Imagen: Greg Brown en eadt.co.uk).
La idea me parece estupenda, algo que recomiendo imitar por cualquiera, pues se trata de una excelente manera de iniciarse en una actividad viajera y deportiva que aporta muchas emociones y sentimientos enriquecedores, pudiendo ser planteada de un modo dosificado y asequible. Basta una embarcación fiable, manejable y estable (normalmente de precios similares a una bicicleta), un coche para trasladarla y, si se quiere o necesita, la compañía de una buena amistad. De hecho, es algo que yo practico con mucha frecuencia, aunque aún no he llegado a planificarlo nunca de modo tan sistemático como ellos, es decir, ocupando un año entero (o una temporada). En cierta ocasión llegué a comenzar un proyecto similar, que algún día tendré que retomar de modo más firme, lo que pasa es que, últimamente, acabo enrolado en formatos de viaje más largos, en vez de ese reiterado picoteo de fin de semana. En cualquier caso, hay que reconocerlo, no son planes incompatibles.
Aunque la dimensión de la aventura no tiene punto de comparación con la de los dos chavales canadienses (ni en riesgo, ni en distancias, ni en entorno, ni en época; pues esta pareja británica lo fue haciendo hace apenas dos o tres años), el relato no está exento de interés. Para empezar, porque está escrito de forma amena, porque incluye algunos guiños y anclajes culturales o de reflexión de actualidad, y porque la experiencia resulta abordable para casi cualquier lector. Ya sea allí, en Gran Bretaña, o replicando algo similar allá donde viva, aunque sea aquí en España.
Desde el principio, y subrayándolo a lo largo de todo el texto, el autor establece cierta conexión conceptual y emocional con una interesante sucesión de autores que, en algún momento de sus vidas, pusieron en marcha algún proyecto de viaje acuático y se dedicaron a escribir sobre él. Resulta curioso comprobar cómo, aunque parece lógico pensar que lo fácil hubiese sido lo contrario, la dimensión y carga aventurera objetiva de tales viajes fue perdiendo intensidad a medida que dichos autores se fueron acercando a los tiempos actuales, en los que, supuestamente, todo es más sencillo, asequible y civilizado. La verdad es que da mucho en qué pensar. El primero de ellos fue John McGregor con su piragua Rob Roy, con la que completó un gran viaje europeo, de unas mil millas, que narró en 1866, y sobre el que ya escribí en este blog en la entrada titulada “Rob Roy”. Aquella gran aventura, de lo más singular para una perspectiva europea, inspiró directamente a Robert Louis Stevenson, quien, acompañado de su amigo Walter Grindlay, recorrieron parte de Bélgica y Francia, en 1876, remando en sus piraguas Arethusa y Simpson, enlazando canales y ríos. También a ellos dediqué parte de la entrada titulada “Herederos de Rob Roy”. Mucho tiempo después, avanzado el siglo XX. Roger Deakin dedicó uno de sus programas de radio a relatar un modesto recorrido en canoa titulándolo “Cigarette on the Waveney”, convirtiéndose en, quizás, el primer detonante del proyecto posteriormente abrazado por Matt Gaw en su libro. Tal es así que Gaw confirma pretender, en cierto sentido, seguir los pasos de su admirado Roger Deakin, y por eso llamar a su canoa “pipa”, homenajeando el “cigarrillo” de Deakin. Con la figura, más bien con la principal obra escrita de Deakin, me topé hace poco. Y gracias a un libro suyo que, por cierto, tuvo mucho éxito en el Reino Unido, establecí una serie de conexiones muy interesantes y sugerentes. Salvo en el caso de su historia con la canoa “Cigarette”, en realidad, Deakin era un bañista vocacional. Quizás por eso, por salirse un poco del tema de la canoa, en vez tomarme la molestia de tratar de resumir aquí esas mencionadas conexiones, las dejo explicadas en un video que edité al respecto hace algunas semanas.
Nosotros aquí a lo nuestro, a las canoas, y ahora, dando otro salto transatlántico y continental, nos vamos al Yukón. Un joven londinense recorrió la totalidad del mítico río de alaskano y canadiense en canoa. Lo hizo en 2016 y, salvo unos pocos días de rafting los primeros kilómetros, el resto, a bordo de una canoa canadiense de 18 pies. El rafting patroneado por un experto, lo demás remando solo hasta la mitad del viaje, y acompañado por su novia sueca desde allí hasta el mar. Casi 2000 millas de un increíble viaje que le ocupó un largo verano (desde finales de mayo, hasta avanzado septiembre). Adam Weymouth lo cuenta todo en “Kings of the Yukon” (Penguin, 2019). Tampoco él inicia el viaje siendo experto en el manejo de una canoa. Elige ese medio de desplazamiento por considerarlo como el más adecuado y tradicional para experimentar lo que pretende: recorrer todo el Yukón. Pese a lo salvaje del entorno, el río no se caracteriza por presentar grandes dificultades de navegación. Ni grandes ni pequeñas. Salvo ese corto tramo inicial, no vuelve a presentar rápidos. Corrientes sí, y vientos. Y oleaje variable en sus ensanchamientos y en la desembocadura costera. Los riesgos tienen más que ver con sus riberas, con algún posible desencuentro desafortunado con un oso grizzly, o incluso, poniéndose en lo peor, con algún malentendido con alguien a quien le haya sentado mal la bebida.
A lo largo del viaje se suceden dilatados periodos de calor, semanas de lluvias, largos tramos de varios días por territorio completamente deshabitado, y paradas en la mayoría de los escasos núcleos de población. El relato nos acerca al progreso viajero en canoa, se emplea en ello lo suficiente, pero no es eso lo principal del contenido. En realidad, se trata de un viaje conceptual a partir de dos ejes principales paralelos: el Yukón como unidad fluvial geográfica, y el salmón Chinook (King) como especie protagonista mediante su ciclo de vida río abajo y río arriba. Adam emprende el viaje para estudiar la vida de ese salmón y visitar todos aquellos lugares de relevancia para entender cómo funciona su ciclo vital, cuál es su problemática y qué vinculaciones sostiene con los seres humanos. Las actuales (su gestión, su explotación, su cría “artificial”, etc.) y las tradicionales (su cultura, su pesca, su disfrute, su arraigo religioso, etc.). El río tiene mucho que ver con todo ello, y su flujo va variando mucho más allá del curso acuático. Primero, porque discurre por Canadá y por Alaska, que son dos territorios dependientes de ópticas políticas y gestoras suficientemente distintas. Y segundo porque, desde un punto de vista étnico, el Yukón pasa de ser territorio atabascano a inuit. Ambas Primeras Naciones, pero totalmente diferentes desde un punto de vista cultural.
Campamento de los protagonostas en el Yukón. (Imagen: Ulli Mattsson en frostriver.com)
Lejos de convertirse en un tratado sobre el salmón, el relato se convierte en un viaje humano en el que su protagonista va dando cuenta de múltiples relaciones que va estableciendo a lo largo del río, deteniéndose, por periodos de varios días, en aquellos lugares en los que se topa con gente local (o profesionales) que tienen mucho que contrale o enseñarle. Y ello no solo aporta rica información sobre el río o el salmón, sino que se convierte en una especie de muestrario social de la realidad actual del río y de Alaska. Y esto último es algo que me ha resultado aleccionador en cierto sentido. Alaska es uno de mis sueños viajeros. Cada cual tiene sus quimeras y sus obsesiones geográficas. Y por la razón que sea a mí Alaska y la Patagonia siempre me han atraído especialmente. Hay gente con interés africano, oriental, piramidal, etc. En mi caso la naturaleza suele motivarme mucho, y no sabiendo por qué, esos extremos continentales siempre me han llamado la atención. Lo que ocurre con nuestros “destinos soñados” es que, desde casa, tendemos a ser ciegamente condescendientes con ellos. Les perdonamos muchos de sus defectos. Por eso, de algunos viajes regresamos convencidos de que, aunque lo hayamos pasado fenomenal, como en casa no se está en ninguna parte. Nunca he estado en Alaska, pero me consta que una de sus principales pegas son los mosquitos (para mi es importante porque es algo que llevo bastante mal). Sin embargo, la lectura del relato de Weymouth recalca otra problemática más grave, que en los documentales suele pasar desapercibida o directamente oculta: el deterioro sociocultural de gran parte de su población, con una importante porción de ella viviendo en unas condiciones bastante críticas (dentro de la sociedad “occidental”, lo cual genera cierto contraste especialmente cáustico) y con un explícito problema de alcoholismo que, por lo que describe el autor, se deja notar, claramente, a lo largo del río. Otro aspecto desmitificador de este libro es que, a pesar de que Weymouth recorre el río completo en canoa, él mismo nos reconoce que apenas se encuentra con ninguna otra canoa ¡en 2000 millas!. Es más, que a veces tiene la impresión de ser un “friki” folclórico, como si un guiri se pasease por Sevilla vestido de torero, o nos diera por recorrer Austin (Texas) montados a caballo. La gente hace tiempo que no utiliza canoas en el Yukón, se mueven en motoras. Lo mismo que las motos de nieve han ido sustituyendo a los trineos de perros. Quedan trineos y canoas, pero únicamente cuando tienen que ver con motivaciones culturales, tradicionales, nostálgicas, etc. O deportivas y turísticas. De hecho, hacia el final del libro, Weymouth regresa unos días al curso alto para despedirse de una gente, completar alguna visita más y aprovechar el tiempo que le quedaba. Y es entonces cuando, coincidiendo con el final de la temporada veraniega, ve muchas canoas en puntos concretos (compañías de turismo activo), en los techos de cientos de coches y caravanas, etc. Es el crudo contraste entre la realidad cotidiana de los “locales” y la nostalgia soñadora de quienes se acercan a los escenarios de “referencia cultural”. A mí por lo general me toca ser de los segundos, que es además lo que suelo buscar. A veces pienso que ello supone vivir en falsete, como fuera del tiempo, aferrándome a épocas pasadas que no van a volver. Sin embargo, un viaje como este de Adam Weymouth me da esperanzas y refuerza mi posición, porque demuestra que todavía es posible hacerlo así, tomar esa vía, e incluso darle sentido. A pesar de que sea una opción minoritaria, ¡casi mejor!.
Ulli Mattsson y Adam Weymouth con su canoa, probablemente ya cerca de la desembocadura del Yukón. (Imagen: Ulli Mattsson).
Si algún lector comparte mi interés por Alaska debería de enfrascarse en la búsqueda de un magnífico libro que, aunque ya está descatalogado hace tiempo (como toda la obra de su autor), merece realmente la pena. Se trata de “Alaska” de James A. Michener y está en español. Es un buen “tocho” que emplea ese particular estilo narrativo al que se aferró Michener durante la mayor parte de su carrera como escritor: contar la historia de un territorio a través de una saga de aventuras de personajes de ficción, pero con una sólida base de fundamentación histórica, geográfica y cultural. He leído bastantes libros de este autor, y aun sigo adquiriendo y leyendo aquellos otros con los que me topo y me quedan por leer. Me encanta y, a pesar de que ya llevo unos cuantos, “Alaska” sigue siendo mi favorito.
En un estilo diferente, pero al que también soy muy aficionado (de hecho, es el que, dentro de mis limitaciones, practico) se mueve el español Javier Reverte. Él tiene varias obras “geográficas” en un formato que integra el ensayo con la literatura de viajes y el diario personal. Lo hace muy bien, con ameno equilibrio e insertando (y esto me gusta especialmente) dosis acertadas de investigación de “gabinete, despacho o biblioteca” para revalorizar el contenido de sus libros. Una práctica habitual en el mundo anglosajón, al estilo del superventas Bill Bryson. Pues bien, Reverte (¡Javier! No confundirse) también nos cuenta un viaje de varios días en canoa canadiense. Lo hace en “El río de la luz. Un viaje por Alaska y Canadá”. Aunque la amplitud de miras de su texto es mayor, una parte muy importante del mismo se centra en el Yukón, visitándolo con la motivación del viajero atrapado por las historias pasadas que de allí surgieron. Y pese a que Reverte utiliza varios medios de transporte diferentes, inserta ese mencionado descenso en canoas. Desde Whitehorse hasta Dawson City, 736 kilómetros. Lo realizó en el 2006 con cinco amigos, uno de ellos guía de descenso de ríos. Para ello utilizaron tres canoas canadienses estándar, de 4,6 metros de eslora (15 pies) y 95 cm de manga. Cómo todos los demás que hemos ido repasando anteriormente, también ellos fueron acampando y desarrollando plena vida al aire libre, en régimen de autosuficiencia.
Javier Reverte en el Yukón, en la proa de una canoa canadiense bien cargada. (Imagen: riosconvida.es).
Volviendo un instante a Adam Weymouth, en su libro menciona a Bill Mason como “el canadiense que hizo más que nadie por popularizar el canotaje moderno”, y le atribuye la regla de “no dar paladas en aguas que no puedas también beber”. Si se siente interés por la canoa canadiense y por vivir su utilización en un modo aventurero, viajero o deportivo-placentero, es obligado indagar un poquito sobre la figura de Bill Mason y, especialmente, sobre su legado cinematográfico. Este conservacionista fue un oriundo del estado de Manitoba. Nació en Winnipeg, y estudió y vivió en aquel estado canadiense. Región de los Grandes Lagos. Se licenció en artes y eso, unido a su pasión por la naturaleza, encarriló su carrera profesional hacia la creación de libros y documentales de corte naturalista, la mayoría de ellos centrados en un uso explorador ocioso de la canoa e incluso en el estudio y defensa del lobo, aunque también dirigió otros trabajos de temática cercana. Teniendo en cuenta que la mayoría de sus películas datan de las décadas de los años 60 y 70 del siglo XX, podemos declarar que nos encontramos ante una especie de Cousteau o Rodríguez de la Fuente local canadiense, bastante especializado en su zona de referencia y en el culto a la canoa. Pero, salvando esa diferencia, con una motivación y estilo similares, aunque el caso de Mason profundizando algo menos en lo biológico, y con toques más emocionales o existenciales. A continuación, un repaso a su trabajo fílmico sobre las canoas:
- “The Rise and Fall of the Great Lakes” (1968). Se trata de un corto didáctico sobre la evolución de los Grandes Lagos canadienses. Todo explicado con la canoa como pieza clave y un doble tono: ecologista y de humor básico.
- “Path of the Paddle: Doubles Basic” (1977). “Curso” básico (creo que más que de sobra…) sobre las técnicas de canoa canadiense. Amplísimo repertorio y algunos consejos sobre el barco clásico a elegir para dos.
- “Path of the Paddle: Doubles Whitewater” (1977). Continuación del anterior, en él se aprecia una evidente relajación didáctica o tutorial, a la vez que se incorpora una ligera trama o guion viajero. La excursión descrita, de varias jornadas, resulta francamente apetecible y, durante la misma, se nos dan lecciones de maniobras, lectura del río y recursos auxiliares como el porteo, vadeo o descenso de la canoa por medio de cabos. Me parece uno de sus trabajos más recomendables.
Path of the Paddle: Doubles Whitewater, Bill Mason, provided by the National Film Board of Canada
- “Path of the Paddle: Solo Basic” (1977). Mason regresa al formato “curso” y ofrece un magnífico recital de técnicas y maniobras individuales de lo más elegante y eficaz. Eso sí, una cosa es vérselo ejecutar a él, y otra bien distinta tratar de imitarlo. En cualquier caso, queda claro que una canoa tradicional bajo su gobierno se convierte en un poderoso recurso de viaje y aventura. Por otro lado, gracias a este trabajo, he podido poner en práctica, con éxito, paladas que antes conocía, pero no sabía ejecutar con mi kayak.
- “Path of the Paddle: Solo Whitewater” (1977). Es una evidente segunda parte del anterior, más en formato “curso” que como “aventura narrada”. Vuelve a tratar la lectura del río, las maniobras, las posibilidades de progresión y los riesgos. Aunque en este caso, todo ello, desde la perspectiva individual.
- “Song of the Paddle” (1978). Más larga que las precedentes, esta película es un canto en favor de la canoa como experiencia vital. La familia Mason al completo, matrimonio con sus dos hijos, realiza un viaje sobre un par de canoas siguiendo el curso de un río hasta desembocar en lago Superior (un auténtico mar de agua dulce), donde continúan disfrutando de unos días de vacaciones en plena naturaleza. A pesar del estilo “happy family” del guion, el documental discurre en un tono naturalista acorde al que se empezó a poner de moda en aquella época en cuanto a reportajes de naturaleza. Sencillez, huida del consumismo y grandes espacios.
- “Pukaskwa National Park” (1988). Este es un entrañable corto promocional sobre el Parque Nacional. Con bastante canotaje y acampada juvenil. Llama la atención la cercanía y naturalidad con la que la chavalería se maneja en un entorno natural agreste y aislado, sin que la actual dictadura normativa: preventiva, aséptica, excesivamente proteccionista y, muchas veces, irracional, aparezca poniendo cortapisas a su evidente felicidad.
- "Waterwalker" (1984). Sin duda su película más ambiciosa. Un largometraje de casi hora y media de duración. En este caso, las cuestiones técnicas quedan apartadas. Estamos ante un canto a la libertad individual en el espacio natural. Salvo unos minutos en los que un grupo de habilidosos palistas se dedican a jugar con las corrientes y rebufos de unos rápidos, en todo el resto de documental es el propio Mason la única figura humana que aparece. El guion narra un viaje que se inicia en el lago Superior, para después remontar un río, y más tarde trasladarse a otro por el que descender. El viaje no tiene fin, su término es más bien alegórico, porque el protagonista alcanza el invierno sobre su canoa. Hay aguas tranquilas, oleajes severos, rápidos bravos, grandes espacios y encantadores rincones. Todo ello en un régimen de acampada solitaria en el que Mason alterna la observación de la naturaleza, con la remada y la pintura paisajística. Sufre peripecias significativas de las que sale siempre airoso con tranquilidad casi zen. De hecho, la banda sonora del documento fílmico alterna alguna canción, algo de música instrumental sencilla, los sonidos ambientales y dos voces: la de Mason reflexionando en alto, y la de un supuesto indio despachando filosofía étnica. El conjunto resultante desprende belleza y un buen puñado de estupendas tomas de navegación. Hay que reconocer que representa todo un alarde de soledad y aislamiento voluntario que podrá asustar a muchos. En realidad, es la puesta en escena de un hábito que él mismo acostumbraba a poner en práctica a menudo: “perderse” durante largos periodos de tiempo por aquellos territorios. Me parece un trabajo recomendable aunque, únicamente, si se tiene tiempo, ganas y un evidente interés por el asunto de las canoas.
Todos estos documentales (y otros del autor) están accesibles de modo abierto y gratuito en la National Film Board of Canada (https://www.nfb.ca/directors/bill-mason/).