Castilla es una de esas regiones (Castilla y León una de
esas comunidades autónomas), caracterizadas por la discreción presencial de su
amplio y rico territorio, así como por la naturalidad de trato de sus gentes,
igualmente discretas. Cualquier disculpa y ocasión me resulta propicia para
viajar allí y buscar unos días en los que disfrutar de su plenitud: de su
paisaje tan diferente a este en el que vivo de forma cotidiana, de sus
habitantes tan agradables y poco pretenciosos, de su patrimonio histórico y
cultural, de su gastronomía, de sus costumbres, etc. Lo más habitual para
nosotros, debido a la vecindad, es movernos con relativa frecuencia por Burgos
o por Palencia preferentemente. Algo habitual en bicicleta o moto, y no
demasiado raro a pié o sobre los esquís de montaña. Así pues cuando una escapada
un poco más alejada se pone a tiro, no suelo dudarlo y se me hace fácil “hacer
un poder”. Quizá sea nuestra ancestral vocación “foramontana”, puede que en
alguna futura oportunidad me dedique a explicar qué es eso (enlace).
En esta ocasión partiremos hacia Aranda de Duero. La razón
ha sido casual y no programada. Resulta que allí se celebrará el domingo una
prueba de resistencia sobre patines: las 3 Horas de Ribera en el circuito de
Kotarr. Se trata de un evento al que no tenía verdadero interés en asistir (mis
lectores más habituales ya saben que eso de emplear el tiempo y el esfuerzo
dando vueltas a un circuito corto no me va). Sin embargo, hace muy poco a mis
dos hijas las dio por salir a patinar cerca de casa, una tarde que hacía muy
bueno. No lo hacían desde hacía varios años, y vinieron tan contentas que las
comenté que existía esta carrera y que si hacían un equipo para relevos, las
llevaba. Dicho y hecho, el equipo se ha organizado, de paso participaré en
individual, Jesús también se anima y su hija y Myriam se vienen de
acompañantes. Total, que el viaje a las proximidades de Aranda está en marcha.
La localidad siempre fue y sigue siendo un punto importante
en la Meseta norte. Un centro de intersección de comunicaciones, históricas y
actuales. Se encuentra casi a medio camino entre Burgos y Madrid, y además, en
plena ribera del río Duero. Lo primero, en lo que a mí respecta tiene mucha
menor importancia, no pasa de recordarme cuánto falta para llegar a un sitio u
otro durante el viaje. Lo segundo, al contrario, me parece un privilegio, por
las connotaciones geográficas, agrícolas, históricas y enológicas que ello
implica.
Por supuesto que durante nuestro, en ocasiones comentado,
viaje en moto siguiendo el curso del río desde su nacimiento hasta su
desembocadura, pasamos por Aranda. Y pernoctamos en Peñafiel, bajo la alargada
silueta de las almenas de su castillo, que dibujan un “sky line” genuino,
diferente y difícil de igualar, por mucho que se empeñen en “colocarnos” tantos
otros urbanos y contemporáneos. De Peñafiel es el vino Protos, una delicia que
tuvo sus épocas de descubrimiento, apogeo y actual normalidad en cuestiones de
popularidad. En cualquier caso un fantástico tinto de Ribera, como muchos
tantos otros que hemos tenido la suerte de disfrutar en numerosas ocasiones,
allí o “exportados” a cualquier otra parte. Los tintos de Ribera suelen ser
caldos con cuerpo, casi siempre ricos y muy recomendables para regar comidas
sustanciosas. Durante muchos años han sido mis tintos preferidos, aunque con el
tiempo reconozco que he conocido otras opciones, tipos de uva, geografías y
esmeros productores, de manera que ya no me preocupo lo más mínimo de
establecer preferencias, clasificaciones, o rankings. Eso lo dejo para Parker,
sus seguidores y todos esos periodistas o críticos del vino, que con según qué
grado de sinceridad y mayor o menor pillaje (los productores sabrán a qué me
refiero), se dedican a ordenar a los vinos como a los deportistas que finalizan
cualquier competición de puntuación, listarlos por jerarquía o rendimiento. Algo
que me parece completamente absurdo, un comportamiento probablemente derivado
de la esquemática concepción comercial que está organizando y configurando
nuestro mundo desde un tiempo a esta parte. En la vida he tenido la suerte de
probar vinos extremadamente caros y altamente valorados, así como otros muchos
francamente económicos y desconocidos. Independientemente de ello he disfrutado
de muchos y me han disgustado algunos, y ni el precio, ni la supuesta categoría
otorgada por las guías, han acertado siempre en reflejar la impresión que me
han causado. No soy un enólogo, ni un experto. Tampoco una aficionado
especializado. Me gusta el vino, gran variedad de ellos: tintos, blancos y
espumosos. Pero considero que cómo, dónde, cuándo, con quién, etc. sean
bebidos, son factores y variables que influyen sobremanera a la hora de obtener
un mayor o menor gusto de los mismos. Prueba de que soy un mero consumidor, es
que del vino me gusta verlo y, sobre todo, beberlo. Lo de olisquearlo me da
bastante igual. El olfato no es de mis sentidos favoritos o mejor educados, y
eso de andar buscando (evocando) supuestos aromas que a algún gurú le ha
parecido encontrar y que en muchos casos se vinculan a sustancias que ni sé
cómo huelen por sí mismas, me trae al pairo, la verdad. También he comprobado
en varias ocasiones, que determinados vinos, objetivamente buenos y reconocidos,
mantienen un estilo que no es de mi preferencia, mientras que otros sí. Hay un
Rioja muy conocido que siempre me gusta, desde hace años, y otro tan conocido
como el anterior y de similar categoría que no acaba de convencerme. Lo sé
porque ambos los he probado incluso en catas ciegas, y el resultado siempre fue
igual. Digan lo que digan, esto del vino es realmente muy personal. Y dentro de
lo personal, insisto, en la Ribera del Duero, y en los alrededores de Aranda de
Duero, hay unos tintos fantásticos. Algunos
los he disfrutado frecuentemente en casa, gracias a compra directa a la bodega,
mediante un buen contacto familiar que tenemos allí (la última botella del
último lote “cayó” el pasado fin de semana). Otros, en los diversos banquetes a
los que he sido invitado, alguno de ellos, por cierto en una de esas renovadas
bodegas que han combinado con acierto una producción basada en técnicas y
saberes pretéritos, con control tecnológico innovador y una arquitectura de
última tendencia.
El coso taurino de Pñafiel. Una bella curiosidad.
En Aranda he asistido a varios banquetes. Espléndidas
comilonas castellanas con ocasión de bodas y bautizos. He tenido amistades de
allí y aún tengo algo de familia. Las celebraciones en aquella tierra tienen
siempre dos factores que no fallan: los templos o edificios que acogen la parte
religiosa, que siempre han sido dignos de visita, con disculpa de celebración o
sin ella, pues suelen ser obras arquitectónicas de empaque, gran belleza,
antigüedad y enorme valor. Las hay en abundancia, en el centro de la ciudad o
en los alrededores a pocos kilómetros de distancia. Insisto, arquitectura
medieval y bodegas, no escasean por allí. El otro elemento infalible es la
comida en sí, que siempre es rica, generosa y suculenta. Siendo por lo general
el lechazo, parte principal del repertorio, aunque ni mucho menos exclusiva.
Por la localidad no he parado mucho la verdad. Algún café o
algún vino, y cortos paseos desde donde hubiera aparcado hasta el lugar de la
consiguiente ceremonia. Pero sus calles más antiguas me han agradado,
tranquilas, añejas y castellanas (cálidas o frías según cuando las recorras). He
visto gente por las mismas, haciendo vida en común, encontrándose con ganas de
mantener sus lazos sociales, en cualquier caso, poco puedo comentar al
respecto. Algo bien distinto del anecdótico muestreo que la vida me ha
presentado en lo que respecta a personas oriundas de Aranda. No he conocido a
muchas, pero las que recuerdo, me dejaron huella. Desde un excelente profesor
de geología, compañero de docencia y aficiones deportivas el año de mi debut
como profesor; hasta una guapa e inteligente mujer que veraneaba en Santander y
que compartía con nuestra pandilla de amigos vacaciones estivales memorables,
repletas de andanzas, excursiones, comidas y actividades de lo más variadas y
entretenidas. Tanto ella, como sus hermanas y con posterioridad su familia,
fueron siempre gente de trato educado, agradable, enriquecedor y valioso. Mi
primo podría dar toda una disertación al respecto, se casó allí, con una
simpática moza local, de respetada familia y con quién ya ha generado
descendencia autóctona que seguirá engrosando a esa población tan apegada a su
territorio y costumbres admirables.
Precisamente gracias a ese matrimonio conocí Peñaranda de
Duero, preciosa y pequeña localidad cercana a Aranda. Allí celebraron su boda,
en una imponente iglesia, emplazada en un envidiable escenario medieval
compuesto por una especie de plaza algo irregular, completamente conformada por
edificios antiguos y de impecable apariencia. El pueblo está dominado por un
cerro sobre el que se asienta una muralla castellana, por donde puedes
entretenerte paseando y disfrutando de una panorámica más aérea de la población,
y de la amplia extensión de la Meseta. Cerca de
allí disfruté de otra ceremonia en el maravilloso entorno del Monasterio de la
Vid, de eso hace ya alguno años más, en cualquier caso en enclave aún se
mantiene en mi memoria por la belleza de su conjunto y su piedra construida.
Pero sin salir de la propia Aranda, podemos disfrutar de
alguna que otra joya, como es el caso de su elegante y valiosa iglesia gótica
de Santa María la Real, la cual forma parte de una plaza pequeña y coqueta en
la que da gusto tomarse en vino. A la iglesia se accede por una escalera de
piedra que creo recordar sirve de entrada por uno de sus flancos laterales. He
estado en ella en dos ocasiones, la primera de ellas con obras en el interior,
por lo cual su disposición, la recuerdo de forma algo confusa, por lo que
pudiera equivocarme en los detalles. Sin embargo sé que me impresionó
gratamente, tanto su interior como el mencionado exterior.
Lo que hasta hace muy poquito desconocía es que Aranda
puede presumir de su “Plano de Aranda”, al parecer el mapa urbano más antiguo
de nuestro país (de 1503), y que sirvió de patrón y modelo para la fundación
urbanística de la colonización en latinoamérica (el ser humano y su afán
globalizador). El plano en cuestión se custodia en el Archivo General de
Simancas, del cual es su documento cartográfico más antiguo. Se trata de una
representación plana del conjunto urbano, aunque con los edificios dibujados en
perspectiva. Algo típico en determinadas expresiones cartográficas infantiles o
habitual en los planos turísticos de conjuntos monumentales actuales. Para mí,
que me confieso un apasionado de las producciones cartográficas (mapas, planos
y tecnología asociada), la pieza tiene un gran valor e interés, ya que aúna mi
afición por las “cartas” y por lo retro (en esta ocasión muy, muy retro).
De nuestro destino también es reseñable que es paso
confirmado de la Cañada Real Segoviana, vía pecuaria que partiendo de la sierra
de Neila (territorio de La Histórica), alcanza, tras 500 km de recorrido, la
provincia de Badajoz. Se trata de una de tantas rutas que cruzaban parte de
nuestra geografía con vocación de movilidad itinerante, en aquel caso para el
traslado masivo de ganado de forma estacional. Rutas nómadas como ella ha
habido muchas en España, en Europa y en el mundo, ya sea por motivos
económicos, de descubrimiento, peregrinaciones, etc. El ejemplo de mayor
repercusión mundial en nuestro caso es el del Camino de Santiago, convertido a
día de hoy en un referente internacional de impresionante afluencia. Sin
pretender llegar a tales cifras (¡no por favor!), sí que considero que se
debería de hacer un esfuerzo serio por recuperar, de forma modesta y
sostenible, pero eficaz, práctica y atractiva, tantas vías de larga distancia
como sea posible, haciéndolas reproducibles para las personas de forma física,
real y presencial, paso a paso, pedalada a pedalada, palada a palada… según los
casos. Con unas buenas botas, una bicicleta, a caballo, cada itinerario se
prestaría a un tipo de recorrido u otro, probablemente ajustado por su propio
paisaje y su origen o sentido histórico. La cuestión es que estas vías de
comunicación tuvieron un papel importante en la consolidación de nuestro
presente, a menudo ajenas a fronteras y caprichos administrativos, abriendo
mundo y cultura. Por ello forman parte de nuestro patrimonio común y
representan una excelente excusa para cuidar un poco más del paisaje y
revalorizar la cultura y algunas modalidades de viaje diferentes, activas y
enriquecedoras.
Antes me refería a que Aranda se ubica en una especie de
punto de confluencia entre caminos de interés. Si tomamos su localización como
centro, podríamos dibujar una cruz en la que la mencionada localidad de
Peñafiel supondría su punta occidental, mientras que San Esteban de Gormaz, a
similar distancia se convertiría en la oriental. Se trata de otro pueblo
castellano de gran belleza e interés histórico, acomodado bajo un cerro de
aspecto árido y las ruinas de un castillo, y que el Duero refresca con su paso.
Merece la pena una visita, un paseo por sus estrechas calles y un vistazo a sus
cuevas o bodegas escavadas en las rocas y arenas del farallón. La hipotética
cruz tendría su aspa norte en Lerma, ese conjunto vistoso cuya panorámica
externa, con aires de elegancia y larga historia, nos ofrece la autovía
Madrid-Burgos; mientras que al sur nos haría temblar el pulso por no disponer
de una localidad tan finamente alineada y tener, quizá, que decantarnos entre
Sepúlveda o Riaza. Ambas localidades son merecedoras de visita turística, ambas
son francamente singulares y atractivas, y ambas, completamente diferentes
entre sí. Resulta curioso comprobar cómo, mediante un ejercicio mental o
geográfico tan sencillo como este de trazar una cruz, Aranda de Duero parece
situarse a tiro de piedra (es un decir) de un importante conjunto de lugares de
interés, de importancia pasada, de bagaje cultural y de identidad propia. Más
curioso aún es comprobar como, pese a su relativa cercanía, de todas las
poblaciones escogidas por ese azar geométrico provocado por la imaginada cruz,
tan sólo Lerma se encuentra en la provincia de Burgos. Peñafiel está ya en
Valladolid, San Esteban de Gormaz en Soria, mientras que Sepúlveda y Riaza en
Segovia. ¡Ancha es Castilla!
San Esteban de Gormaz
Sepúlveda.
Con Cristina en Riaza.
Ahora
sólo queda ponerse en marcha, disfrutar de paisajes, sorpresas e indagaciones,
majares y compañía. Y cruzar los dedos para que no llueva, para que podamos
disfrutar de la prueba y del circuito con nuestros patines. Aranda no sé
siquiera si lo llegaremos a pisar, pero de sus alrededores y cercanías, seguro
que podremos disfrutar, encontrado novedades que hagan nuestra vida un poco más
plena y emocionante.