El Puy de Dome
representa una ventana de tiempo en la historia del ciclismo deportivo. Su
presencia en el Tour de Francia duró 36 años. Su ascensión se programó por
primera vez en 1952, y por última en 1988. La montaña estuvo presente en la carrera
en trece ocasiones, todas ellas dentro de ese lapso temporal. Antes nada.
Después nada. Y parece que en ambos casos: pasado anterior y presente-futuro
posterior, la cosa no tiene arreglo posible. En el periodo anterior porque, que
sepamos, aun no podemos viajar en el tiempo para cambiar la historia, mientras
que en el futuro, lo que ocurre es que la montaña está declarada como sitio de
especial interés natural y, consecuentemente, protegido del paso de vehículos
motorizados, bicicletas y muchedumbres. Lo último que quieren ver las
autoridades competentes por allí es una orgía mediática de vehículos, gente
incontrolada y basura, acompañando a un pelotón de ciclistas.
El nombre de
la montaña tiene un poderoso efecto evocador en la mente de los aficionados al
ciclismo más maduros. Suena a encarnizadas batallas, a héroes del pedaleo, a
alardes enérgicos espectaculares. En ocasiones demostrativos del poder del
ciclista que acabaría ganando la ronda, pero otras veces como protesta
protagonizada por quien la pudo ganar pero no lo acabó logrando. Para los
aficionados de mi generación (nacidos en la década de los sesenta) y de las
anteriores, el Puy de Dome representa un mito. Un escenario que suena alejado y
misterioso, donde siempre sucedían grandes gestas durante la gran carrera
francesa, y que no resultaba tan fácil de ubicar geográficamente en el mapa
hexagonal. No exagero si considero que probablemente eran, esta montaña, junto
con el Tourmalet, los puertos ciclistas del Tour con más renombre durante el tiempo
en que el “Puy” existió como tal. Y es que dicho periodo coincide con una época
gloriosa y muy completa del ciclismo, la comprendida entre la última victoria
de Coppi en la carrera, y la de Pedro Delgado. Entre medias Bobet, Walkowiak,
Nencini, Anquetil, Gaul, Gimondi, Aimar, Pingeon, Jansen, Merckx, Thévenet, Van
Impe, Hinault, Zoetemelk, Hinault, Fignon, Lemond y Roche. Además de los
españoles Bahamontes y Ocaña. Todos ellos acompañados de sus enemigos más
encarnizados: Géminiani, Poulidor, Pérez Francés, Julio Jiménez, Fuente,
Agostinho, Fabio Parra y un largo rosario de excelentes corredores. Auténtica
historia del ciclismo que integra varias generaciones de corredores de
excepcional nombre e importancia. Lo que ocurre es que con el paso del tiempo,
con la progresiva vejez de los aficionados que siguieron y seguimos el ciclismo
durante aquellos años, todo ese “archivo” de memoria nostálgica va pasando de
moda y se va almacenando en contenedores más profundos. Los datos y los
recuerdos de las gestas deportivas van siendo desplazados de la “memoria RAM
colectiva” (la de uso inmediato y rápido) al “disco duro de la sociedad”, ese
lugar al que únicamente acuden los nostálgicos, o aquellos que lo necesitan
para buscar datos fiables cuando pretenden reconstruir parte de la historia.
Por eso es tan fácil ahora salir a pedalear enfundado en un maillot del Molteni
sin que la mayoría de los ciclistas que te encuentres por el camino sepan lo
que eso significa, o ni siquiera conozcan la figura de Eddy Merckx. Y al Puy de
Dome, que quieren que les diga, pues hace ya tiempo que le pasa lo mismo.
Repasando las
trece ocasiones en las que el Tour visitó este volcán encontramos personajes
muy importantes. Allí hubo una victoria suiza, una danesa, una belga y otra
francesa, dos holandesas e italianas, y… ¡cinco españolas! Así que sí,
efectivamente, tal y como afirma mi amigo Javier, podemos asegurar que el Puy
de Dome es, en el ámbito del Tour de Francia, la “montaña de los españoles”.
Pero empecemos
el repaso por los extranjeros que triunfaron allí. Y hagámoslo por orden
cronológico. En su estreno, en 1952, venció Fausto Coppi. Lo hizo en duelo
personal contra Jan Nolten, dejando nada menos que a Bartali en tercera
posición. Coppi acabó ganando aquel Tour en el que Bernardo Ruiz finalizó
tercero. Pese a que Nolten no se consagró como ciclista famoso, aquel año debía
de andar algo fino pues había ganado ya una etapa algunos días antes. El
segundo triunfo italiano en el volcán llegó en 1967 de la mano de Felice
Gimondi. Para ello empleó más de siete horas de etapa y gano con solvencia,
metiendo 4’ 50” a Rabaute y 4’ 52” a un Julio Jiménez que, a su vez, hizo hueco
con respecto al resto de corredores. De hecho, fue él quien desató las
hostilidades, consciente de que aquel sería uno de sus últimos cartuchos para
intentar arrebatar el liderato de la prueba a Pingeon. Al empezar la etapa el
francés le aventajaba en dos minutos y tres segundos, y tras la etapa, la
diferencia se recortó hasta el minuto treinta y nueve. Jiménez acabó segundo la
ronda y alzándose con el gran premio de la montaña. Dos años más tarde (1969)
la victoria fue para el único francés en la historia en conseguirlo: Pierre
Matignon. El asunto tuvo guasa y pasó a la historia porque Matignon, cuando
logró la victoria de la etapa, era el farolillo rojo de la carrera (al final de
la misma acabó anteúltimo). Su victoria en el Puy de Dome se fraguó en una
escapada temprana, en la que acabó quedándose solo y sosteniendo un ritmo
suficiente como para que el Caníbal, que llegó segundo, habiendo dejado detrás
al resto, no fuera capaz de cazarlo. ¡Chapeau Pierre!.
En 1975 ganó
Van Impe, seguido de un Thévenet en estado de gracia que acabó ganando aquel
Tour. Merckx era el líder de la carrera y en aquella subida sufría para mantener
una distancia razonable con el francés. A pocos kilómetros de la cima, un
cretino que se había colocado al lado derecho de la carretera le clavó el puño
en el costado, impactando en su hígado. Merckx llegó arriba con 34 segundos de
retraso sobre Thévenet, agotado, cabreado y muy dolorido. Desde entonces, se
especula con la posibilidad de que aquel incidente fuera la causa de la derrota
de Merckx en lo que hubiera sido su sexta victoria en un Tour. La verdad es que
para aquellas fechas su domino ya no era el mismo. En cualquier caso, al día
siguiente sufrió una significativa pájara en Pra Loup. Allí perdió el liderato
y la carrera. Aunque acabó segundo en París, quizás el Puy de Dome pueda ser
considerado como el hito de su declive. Hasta cierto punto eso es algo que
tiene alguna “lógica supersticiosa”, si tenemos en cuenta que el Puy de Dome
podría considerarse como la montaña “maldita” del belga, uno de los pocos
escenarios en los que jamás venció, y en los que varios ciclistas lograron
“darle caña” de modo manifiesto.
He pedaleado a
rueda de Zoetemelk. De verdad, lo prometo. Lo hice en un recorrido de la Anjou
Vélo Vintage hace algunos años. Aunque siempre hay forofos que se empeñan en
calificarlo como “chupa ruedas”, cuanto más me informo sobre su palmarés, menos
dudas tengo sobre su calidad como corredor, y más en la época en la que le tocó
competir, plagada de estrellas incuestionables y de locos por los ataques en
las montañas. En sus ¡17 temporadas como profesional! le tocó combatir como mucha
gente. Gente de prestigio. Y aun así ganó un Tour, una Vuelta, un Mundial y
alcanzó ¡seis segundas posiciones en la Grand Boucle!. “Casi nada”. Aquel día
en Anjou vestía su maillot amarillo de ganador del Tour, lo mismo que Thévenet.
Ambos estaban siendo homenajeados por la organización, aunque con el segundo no
me topé “en carrera”. Pero con el holandés sí, coincidí con él en un grupo y
rodé tras él algunos kilómetros, por cierto, bastante rápido. La cuña viene a
cuento porque Joop Zoetemelk es uno de los dos únicos ciclistas de la historia
que se ha coronado vencedor, por dos veces, en la cumbre del Puy de Dome. Y en ninguna
de las dos ocasiones coincidiendo con su victoria final en la general de la
carrera. La primera vez, en 1976, lanzó un ataque a 250 metros de la cumbre
cuando rodaba en cabeza con Van Impe. A Galdós lo habían descolgado otros 250
metros antes, y a Poulidor otros 300 metros más abajo. Sobre la línea de meta,
Van Impe, ganador de aquel Tour, cedió doce segundos. Poulidor acabó tercero en
París, justo detrás de Zoetemelk. Dos años más tarde, el Puy de Dome regresaba
componiendo la parte final de una contrarreloj de 52,5 km. El holandés se
mostró intratable, adjudicándose la crono con 46 segundos de ventaja sobre
Pollentier, 55 sobre Bruyere y 1’ 40” sobre Hinault. Dos días más tarde se hizo
con el maillot amarillo en una etapa con final en Alpe d’Huez. Lamentablemente
para él, a tres días del final, Hinault se lo arrebató en una CRI de 72 km,
cuando únicamente quedaban dos etapas para dar fin a la carrera. Una vez más,
Zoetemelk se veía relegado al segundo cajón del podio, en aquella ocasión,
asistiendo al nacimiento de un nuevo “monstruo” del ciclismo.
Zoetemelk haciéndoselas pasar canutas a Van Impe en el Puy de Dome. (Imagen: Zoetemelk-Flickr / Scanseb)
En 1986 la
etapa del Puy de Dome la ganó el suizo Erich Maechler. ¿Quién? Un suizo sin
gran palmarés, salvo aquella otra victoria en la Milán-San Remo (un Monumento)
de 1987. Lo logró como fruto de los restos de una escapada grupal que había
nacido a muchos kilómetros de meta y que, a lo largo de la jornada, fue viendo
mermar el número de efectivos hasta dejarlo en seis, los cuales, durante el
ascenso, fueron perdiendo comba, uno a uno, hasta que el suizo se quedó solo,
sacando algo más de medio minuto al siguiente. El Tour lo ganó Lemond, seguido
de Hinault. ¡Saltaban chispas en el seno de la Vie Claire!. Por último, 1988
vio el triunfo del danés Johnny Weltz. También aquella victoria fue resultado
de una escapada iniciada lejos del final de la etapa. Fue cosa de dos hasta que,
a 78 km de meta, el danés se quedó en solitario, con suficientes fuerzas y
ventaja como para hacerse con el triunfo en la cumbre. Por detrás, entre los
hombres fuertes de la carrera, Perico Delgado demostró su superioridad,
acrecentando algo más su ventaja en la general sobre sus perseguidores. No sin
susto posterior, pues aquel mismo día saltó la noticia de que Perico había dado
positivo en el control antidopaje al que, siete días antes, había sido sometido
tras ganar una contrarreloj. Se trataba de una sustancia prohibida por el COI,
aunque no por la UCI. El asunto se mantuvo muy tenso durante largas horas, y
como siempre ocurre en casos así, no todo el mundo acabó satisfecho con su
resolución. Finalmente, Delgado logró su trono en París. “Periquismo” en estado
puro, como apuntaría Marcos Pereda.
Y ya que
estamos con españoles, toca el turno de repasar sus victorias en tan célebre
cumbre. En 1959 se estrenó Bahamontes, venciendo en una cronoescalada de 12,5
km. Aun así no se puso líder, aunque se colocó a cuatro segundos del maillot
amarillo. La preciada prenda se la adjudicó dos días después. En la crono
alcanzó una media de 20,689 km/h, sacando casi minuto y medio al segundo, nada
menos que Charly Gaul. El Águila de Toledo ganó aquel Tour, y su gran premio de
la montaña. En España se desató la locura. Y el enjuto y tostado héroe aún hoy
continúa presumiendo de aquello. Todo un carácter don Federico. Ángel Giner
narra de forma amena aquellas victorias, la de la etapa y la de la gran vuelta,
en “El Tour de Bahamontes”.
Bahamontes adelantando a Rivière en la cronoescalada (Imagen: Miroir des Sports).
El siguiente
rey de la cima de Auvernia fue otro español, el gran Julio Jiménez. Aunque
aquel no fue su mejor Tour en cuanto a resultado final, lo dio a conocer como
gran ciclista, pues debutaba en la carrera y logró dos triunfos de etapa, ambos
en territorio de montaña. En el Puy de Dome superó a toda un pléyade de
estrellas del pedal. Él y Bahamontes impusieron un ritmo de ascensión que
únicamente pudieron seguir los más fuertes de carrera. Realmente muy pocos, y entre
ellos Poulidor y Anquetil. Ambos poniendo en escena lo que acabó convertido en
un duelo que pasó a la historia del ciclismo, todo él retratado en múltiples
fotografías. Una batalla que eclipsó la victoria de Jiménez, quien, a cuatro
kilómetros de meta, lanzó un ataque definitivo al que únicamente pudo responder
Bahamontes, aunque no con la suficiente energía como para evitar que de Ávila
superase, en 11 segundos, al de Toledo. A Federico le quedó el consuelo de ser
tercero en parís y llevarse el GP de la montaña, además de dos etapas de puertos.
Don Julio, “el relojero de Ávila”, que también anda todavía por ahí, es de otro
talante. Lo pueden comprobar ustedes en una de las entregas televisivas de
“Conexión Vintage”. Yo lo conocí en la primera edición de la marcha cicloturista
retro Otero, y me pareció un hombre encantador. Al contrario de algunas
conflictivas estrellas del ciclismo, Jiménez iba haciendo amigos, los tenía por
todas partes. Poco tiempo antes del fallecimiento de Anquetil, estando éste ya
enfermo, lo paseó por Santander, con ocasión de la Vuelta a Cantabria. A ambos
les gustaba disfrutar de los placeres de la vida, así que no faltó el marisco,
el vino y, seguramente, las anchoas. Al nordeste de Italia, en un pequeño
taller de bicicletas ubicado allí donde la planicie transalpina limita con las
primeras y repentinas estribaciones de todo el macrosistema montañoso, hay
fotografías y recuerdos del “Relojero” adornando las paredes. Los descendientes
de Zanin, el anónimo mecánico del Molteni de Merckx y del Bianchi de Gimondi,
respetan los objetos que rememoran la amistad que ambos cosecharon. Gran Julio.
Grande en todo.
Julio
Jiménez, ya en solitario, muy cerca de la cumbre. (Imagen: en Pedro Delgado/origen ¿?)
Luís Ocaña
firmó doblete. En 1971 y 1973. El primer año bien pudo haber supuesto su
primera victoria en un Tour de Francia, de no haber sido por el terrible
accidente que sufrió en la etapa decimocuarta, cuando lideraba la carrera. Entonces
vestía el maillot amarillo con más de siete minutos de ventaja sobre Merckx. La
mala suerte se cebó en él, primero al sufrir una caída cuando descendía detrás
del belga, y después al ser embestido por Zoetemelk, que bajaba algo más atrás,
cuando Ocaña intentaba ponerse en marcha de nuevo. El resultado fue
concluyente: el maillot amarillo se vio obligado a abandonar la carrera allí
mismo. Antes de aquello, con el Caníbal liderando la prueba, el Molteni se
esforzó por contener la carrera durante la etapa que finalizaba en nuestro pico
protagonista. Lo logró con gran esfuerzo hasta que, en la ascensión definitiva,
se desataron las hostilidades por todas partes, con sucesivos ataques a los que
Merckx intentó responder personalmente, hasta que el de Ocaña resultó lo
suficientemente contundente como para facilitarle el premio de la etapa. Don
Luís vestía el maillot del Bic. Dos años más tarde, con el maillot amarillo,
volvía a triunfar en la cumbre sobre Clermont-Ferrand. Lo hacía en dura pugna
con Thévenet, Van Impe y Fuente, sacando un margen estrechísimo (4 segundos) al
belga, y no mucho más a los otros dos.
Aquel año Ocaña alcanzó su ansiado triunfo en París. Fue un excelente ciclista
de vida poco afortunada. Un polivalente que brillaba igualmente en las
contrarreloj, que acertó a poner en jaque a Merckx, y que junto con el Tarangu,
protagonizó momentos de leyenda durante sus años de esplendor. Leer a Carlos
Arribas me ha ayudado, de mayor, a componerme una imagen más realista y
completa de quien fuera, junto al Tarangu, uno de los ídolos de mi niñez.
Hay muchas fotos de Ocaña, aunque algunas suelen resultar difíciles de ubicar temporal y espacialmente. Sin estar seguro de ello, sospecho que esta fue tomada en el ascenso al Puy de Dome de 1971. (Imagen: en peloton / Horton Collection)
Una década más
tarde (1983) hubo doblete hispano en el Puy de Dome. Volvió a ser en formato de
cronoescalada, en aquel caso de 15,6 km. El resultado estuvo bastante apretado,
con los cuatro primeros clasificados en un margen de medio minuto. Ganó Ángel
Arroyo con un desarrollo de 41x22, seguido de Pedro Delgado a 13 segundos, y
algo más separado, el colombiano Patrocinio Jiménez, que superó a Van Impe por
un segundo. El belga acabó el Tour con el maillot de puntos rojos, mientras que
Arroyo finalizó segundo en la general por detrás de Fignon. Aquel fue el debut
de un equipo colombiano en la Grand Boucle, todo un hallazgo que marcaría el inicio de una época.
También fue el estreno del Reynolds en la gran carrera francesa, un verdadero
éxito e, igualmente, el comienzo de otra era del ciclismo internacional. Tanto
fue aquello, que, en lo que a España se refiere, podríamos marcar aquel Tour
como el momento histórico a partir del cual la TVE volvió a retransmitir la
carrera en directo. El “apagón” provenía desde 1975 y su fin se produjo a mitad
del Tour de 1983, ante la espectacular actuación que estaba llevando a cabo el
Reynolds, y el efecto que aquello estaba teniendo entre la hinchada española.
Ángel Arroyo en la crono. Gran victoria española en el Tour. (Imagen: en Pedro Delgado / origen ¿?)
Repasada la
historia ciclista de esta montaña, llega el momento de centrarnos un poco en
ella misma. Se trata de un cono cuya cúspide está algo truncada. Dicha
irregularidad en la coronación se corresponde con los restos de lo que hace
miles de años fue el cráter de un volcán. Porque sí, efectivamente, tal y como
ha he dejado caer algunas líneas antes, el Puy de Dome es un volcán, por mucho
que ya esté extinguido o apagado. De hecho, es la cumbre volcánica más elevada
de una larga hilera de cráteres (Chaine des Puys) que se alinean de norte a
sur, paralelos a la falla de Limaña. Todo el conjunto de los volcanes de
Auvernia está integrado dentro del denominado Macizo Central francés. Dicho
macizo es un conjunto de serranías (en realidad mucho más modestas de elevación
que los Alpes o los Pirineos) salpicadas entre mesetas. La cadena volcánica
presenta muchas cumbres de poca altura, caracterizadas por sus cimas en forma
de cráteres más o menos evidentes. Algunos son tan perfectos y geométricos que
parecen haber sido creados para poder ilustrar manuales de geología. El espacio
está considerado como un parque natural de nivel equivalente o similar a lo que
en España sería un Parque Nacional. En concreto, el Puy de Dome, que ejerce de
centro atractor principal e icono destacado del parque. Es uno de los Grands
Sites de Francia. Desde su cumbre (por llamarla de alguna manera, pues consiste
en una especie de meseta amplia) se tienen excelentes vistas de una parte
importante del corazón de Francia y de la cadena de volcanes. Lo recomendable
es darse una vuelta por todo el reborde de la montaña para llevarse una visión
panorámica de 360º. En tal caso, si atendemos a los paneles descriptivos que
por allí hay instalados, encontramos muchas referencias interesantes. Por
ejemplo, que en uno de los promontorios más altos de la cumbre estuvo
levantando un templo romano dedicado a Mercurio. De él quedan algunas piedras y
cimientos, sobre los que se está construyendo una recreación actual. Según
aseguran quienes han estudiado las ruinas, hubo una época en la que, en la base
del volcán, se instaló una población de cierto empaque, que incluía servicios
relacionados tanto con las visitas de la gente al templo, como con el constante
flujo de viajeros, pues aquello era un punto de paso de la vía de Agripa. Otro
aspecto histórico de interés tiene que ver con la memoria de la Guerra de las Galias.
Auvernia fue un territorio de mucha actividad durante la conquista romana. No
lejos de allí están situados algunos lugares clave relacionados con el legendario
Vercingétorix. Especialmente el que recuerda su victoria en Gergovia (aunque
finalmente fuera derrotado en Alesia). En resumen, que, si el visitante a los
Puys y a Auvernia es aficionado a la lectura de los comics de Astérix, al
contemplar todo aquello se va a encontrar como en casa (especialmente releyendo
el episodio número once: “El escudo arverno”). No exagero nada, nuestra visita
coincidió con el solsticio de verano, fecha de significativa importancia para
algunos amantes de los asuntos mágicos, “esotéricos”, etc. Quizás por ello,
cuando descendíamos el monte por un sendero boscoso, nos cruzamos con un
nutrido grupo de druidas. ¡En serio! Eran varios, hombres y mujeres, de
diferentes edades y ataviados con hábitos, túnicas o capas blancas, y portando
algunos elementos de aspecto medieval, además de, algunos, coronas de
entramados vegetales tocando sus cabezas. No, ninguno de ellos me pareció la
reencarnación de Panoramix. Por lo visto, los druidas, cómo fenómeno humano, como
colectivo, han conseguido pervivir hasta nuestra era, pero no parece haber
pruebas fehacientes de haber sido capaces de desarrollar poción mágica alguna
que les haya permitido vivir eternamente o viajar en el tiempo personalmente.
Vistas hacia la cadena de volcanes, aquí se aprecian claramente varios cráteres.
Lo mismo en dirección opuesta. Las masas boscosas tapizan gran parte del territorio.
La comarca es
verde, muy verde. Lo es porque todo el terreno está primorosamente tapizado de
vegetación, ya sea en forma de pastos bien nutridos o, sobre todo, de frondosos
y extensos bosques de especies arbóreas variadas. Paisaje campestre que promete
ofrendas que luego es fácil encontrar en forma de sabrosos quesos, ricas
cervezas artesanas y muchos otros productos de la tierra.
A pesar de tan
bucólica localización, o quizás a causa de ello, el Puy de Dome se ha
convertido en un puerto casi inexpugnable desde el punto de vista ciclista. Y
no lo es por su dureza, que sin duda la tiene, sino por causas bien diferentes.
Al haberse convertido en un espacio singular reconocido, el pico tiene algunas
restricciones de acceso. Concretamente todas las relacionadas con la
utilización de la carretera que asciende a la cima. Está prohibido circular por
ella, tanto vehículos a motor, como bicicletas e incluso peatones. La carretera
está para dar servicio a los escasos vehículos oficiales que por allí tengan
que transitar y para atender a eventuales demandas de mantenimiento del tren de
cremallera cuyo trazado comparte. La visita al volcán está abierta a los
visitantes, pero su acceso únicamente está autorizado de dos maneras: caminando
por senderos balizados, o tomando el tren cremallera. Para la versión pedestre,
lo más habitual es tomar el “Chemin de les muletiers”, trazado que parte del
Col de Ceyssat y que, tras catorce virajes y unos 45 minutos de ascensión,
permite alcanzar la parte superior de la montaña. Otra opción, para quien
disfrute del senderismo y disponga de tiempo extra, es disfrutar de un
recorrido de varias jornadas, transitando por el GR 441 (112 km), que dibuja un
apetecible trazado a lo largo de toda la cadena de volcanes.
El otro medio
de acceso, el ferrocarril, resulta mucho más rápido y cómodo, aunque para mi
menos atractivo. La historia de este tren es aquí importante, ya que fue por él
por lo que existió una carretera. El primer ferrocarril entró en funcionamiento
en 1907, y estuvo muy activo hasta 1925, que fue cuando los primeros coches
empezaron a encaramarse en la cima. Al año siguiente, lo hacía el primer
autobús, y a partir de ahí… ya se sabe, más y más tráfico motorizado. Aquello
forzó a que se desmantelara la vía, y su lecho se transformara en la única
carretera de acceso que hay. Sin embargo, como medida de protección del paraje,
expuesto a cifras de visitantes cada vez mayores, se acabó optando por regresar
a la fórmula ferroviaria, aunque ahora propulsada por motorización eléctrica. Por
ello, desde 2010, se cerró el paso a los vehículos particulares y se puso en
marcha el tren actual. Toda esta historia mantiene cierto paralelismo con la evolución
histórica de la relación entre las bicicletas, el ferrocarril y los coches. El
historiador “industrial” Carlton Reid explica muy bien cómo la construcción de
carreteras y vehículos a motor, nació a partir de la evolución de la industria,
servicio e innovación del ciclismo utilitario. El tren se había adelantado como
medio de comunicación de masas, y la bicicleta recogió el testigo de los medios
particulares de movilidad por propulsión animal. El título de su trabajo no
ofrece lugar a dudas: “Las carreteras no fueron construidas para los coches.
Cómo los ciclistas fueron los primeros en promover buenas carreteras, y se
erigieron en los pioneros de la motorización”. Durante la mayor parte del siglo
XX el automóvil ejerció de amo y señor de las carreteras y ciudades, hasta que,
recientemente, su masiva presencia ha derivado en múltiples problemas de
sostenibilidad de diversa índole. Esto ha provocado que, cada vez en más
ciudades y espacios de especial interés medioambiental, el ferrocarril esté
recuperando protagonismo (metro, cercanías, trazados turísticos, alta
velocidad, etc.) y la bicicleta gane batallas de prioridad y accesibilidad en
los centros de muchas ciudades. En el Puy de Dome ha ocurrido lo mismo con el
ferrocarril y los automóviles: el tren fue el origen y ahora es el final,
mientras que en medio, el automóvil fue el rey. ¿Y qué ha pasado con la
bicicleta? Pues que en realidad nunca estuvo del todo presente, salvo con la
anecdótica visita del Tour durante aquella ventana temporal a la que antes hice
referencia. En el pasado poca gente estaba dispuesta y preparada para visitar
el volcán en bici, y en el presente está prohibido por motivos de seguridad.
Sin embargo ¡existe una posibilidad! Una al año. Actualmente, el Comité
Régional Auvergne Rhóne-Alpes, el Département Puy-de-Dome y la Federación
Francesa de Cicloturismo, organizan una marcha ciclista que se inicia con el
ascenso al volcán, para después continuar con su descenso neutralizado y un
surtido posterior de bucles opcionales de diferente longitud por la comarca. El
evento requiere inscripción anticipada y está limitado a 300 participantes, la
mayoría de ellos ciclistas de edad avanzada, de aquellos que realmente saben lo
que representa esta ascensión para la historia del Tour de Francia.
El actual ferrocarril de cremallera. Aquí descendiendo.
Gracias al
soplo de mí amigo Javier, que siempre anda husmeando por todas partes en busca
de curiosidades ciclistas que llevar a la práctica, me enteré de la
posibilidad, y me apunté a la marcha. Así que acabé viajando hasta allí con un
doble objetivo: visitar la zona volcánica de la región de Auvernia, y ascender
el Puy de Dome con bicicleta e indumentaria retro. Del primer interés di cuenta
de víspera y en pareja. El segundó lo acometí con Javier a la mañana siguiente.
El Puy de Dome es un puerto ciclista francamente singular, diferente a todos
los demás. Las primeras estribaciones son anecdóticas, muy asequibles y
comparables a las de cualquier otro puerto. A medida que te vas acercando al
cono, lo vas viendo plantado ahí, delante de ti, con una forma volumétrica
sospechosamente fiel a la figura geométrica con la que se le compara. Todo es
normal hasta que llegas a la zona donde está localizada la estación de partida
del tren cremallera. Por allí surge una barrera (para nosotros levantada), y la
cinta de asfalto que va permanentemente pegada a la vía se empina de repente.
En mojón de tren lo anuncia claramente: los próximos cuatro kilómetros son al
12% de pendiente constante. Media también ¡claro!, pero lo inaudito es que
durante cuatro kilómetros no hay cambios de porcentaje, el recorrido ha sido
trazado con obsesión y rigor ingenieriles, pensando en la solvencia que pudiera
dar, a principios del siglo XX, un ferrocarril cremallera de vapor, con caldera
alimentada por el abundante carbón averno. Otra peculiaridad, no menos
sorprendente, es que el trayecto no tiente curvas… ¡ni rectas!, todo él es una
única curva permanente que se enrosca sobre sí misma, dibujando una espiral (a
vista de pájaro) que se va elevando a lo largo de la ladera circular del cono.
Todo ello virando, muy progresivamente, hacia la derecha. Así pues, en todo
momento el ciclista tiene a su derecha la vía del tren y a su izquierda una
permanente panorámica de más de 360 grados de amplitud (porque llega a
solaparse consigo misma). Durante gran parte del recorrido el arbolado tapa las
vistas pero, a partir de determinada altitud, el paisaje se convierte en un
premio para el esfuerzo de haber llegado hasta allí. La foresta se agradece por
dos motivos: uno, porque ofrece sombra en los días de mucho calor; y dos,
porque con lo despacio que el ciclista circula por los últimos metros de la
ascensión, le da tiempo de sobra para recrearse contemplando las vistas.
Únicamente al llegar a la “meseta” superior surge un rampa muy corta pero más
dura, que es la que separa las llegadas de la vía y la carretera. Allí es donde
la organización del evento sitúa la cumbre ciclista, aunque da libertad para
que quien así lo deseé (por ejemplo nosotros), siga pedaleando algunos
centenares de metros más, completando la espiral hasta la cúspide del antiguo
cráter, donde está situada una gran estación de telecomunicaciones, con un
“pirulí” visible desde muchos kilómetros a la redonda.
El cono se va imponiendo a medida que te acercas a él. Se puede apreciar parte de la carretera en espiral.
Autorretrato poco antes de acometer los cuatro kilómetros finales.
A nosotros nos
hizo un día magnífico, soleado y brillante, pero nada caluroso ¡ideal!. Ambos
llevamos bicicletas retro “preventivas”. Pesadas, pero con triple plato y
coronas traseras bien grandes. Ascendimos a ritmo individual, algo separados y
con margen de esfuerzo y desarrollo como para disfrutar de la experiencia al
completo, del paisaje y de la interacción con la gente (controladores de a pié
y ciclistas a los que adelantamos o nos superaron). Como la salida es libre, en
un margen horario amplio (desde las 7,30 a las 9,30 de la mañana), no hay
aglomeraciones, y la mayor parte del tiempo puedes subir en solitario o
encontrándote con muy pocos ciclistas. Más tarde, arriba, llega la
confraternización, la charla, los saludos, etc. Allí hay un avituallamiento
cómodo, en una cabaña dispuesta para ello, con mesas y bancos dentro y fuera del
inmueble. Además, queda tiempo para tomar fotos y recorrer el paraje. De tal
forma que no nos resultó nada aburrido esperar hasta las 10,30 que es cuando
todo el pelotón desciende en una bajada tranquila, neutralizada por un vehículo
que abre camino.
En la cima (foto: Javier)
Javier contento por coronar.
Como he dicho,
el pelotón lo formaban, mayoritariamente, ciclistas de edad avanzada y con
demostrado conocimiento de la historia ciclista del Tour. Gente de diversa
procedencia internacional, aunque, lógicamente, de mayoría francesa. También
había gente más joven, así como un significativo grupo de personas con
bicicletas eléctricas. De forma totalmente involuntaria, Javier y yo nos vimos
un poco convertidos en foco de atención de muchos otros ciclistas. Nos
felicitaban por el ascenso al ver nuestras bicicletas y admiraban nuestros
atuendos, interesándose por nuestra procedencia y el significado histórico de
los mismos. Sin molestia alguna, porque no llegó a convertirse en un exceso
cargante, la verdad es que nos vimos posando para muchas cámaras de fotos. En ocasiones
nosotros dos, y otras veces flanqueando a algún ciclista, mujer u hombre, que
quería llevarse nuestro recuerdo en imagen personal. Fue un rato bonito y
divertido. Javier había acudido disfrazado de Bahamontes con una indumentaria como
la que el toledano llevaba cuando ganó allí. No con una réplica exacta de su
bicicleta, pero si con una reproducción bastante fiel de su vestimenta, dorsal
trasero incluido. Por mi parte opté por homenajear a Ocaña. Tampoco pretendí
hacerlo a través de la bicicleta utilizada (aunque sí que era retro), sino
mediante el maillot y la gorra. Para ello había dos opciones (a causa de sus
dos victorias allí), maillot amarillo o Bic. Dentro de lo que tenía disponible,
en sintético pudiera haberme decantado por cualquiera de las dos, pero, cuando
voy “retro” del todo, prefiero las prendas de punto, las cuales, me gusta
vincular a mis bicicletas clásicas. Así pues, me puse un maillot con los
colores del Bic (aunque con otro texto, mucho más personal, bordado) y la gorra
de aquel laureado equipo francés. Y de esa guisa, ambos nos divertimos mucho
con el juego. Mereció la pena.
Homenaje a Ocaña (foto: Javier)
Javier en la cima real.
Juntos en el "pirulí" del Puy de Dome.
Tras el
descenso nos despedimos y separamos. Javier se fue a completar un bucle y yo
regresé al hotel para ducharme y acometer, con tiempo, un viaje de regreso que
se planteaba francamente largo. El Puy de Dome entró, de esta forma, en mi
personal colección de puertos ascendidos. Más aún, formando parte del selecto
conjunto de ascensos más legendarios, más vinculados a la historia del ciclismo
internacional. Creo que todo este asunto me ha ayudado a asimilar con bastante
precisión la edad que tengo. Al explicar a mis conocidos la experiencia, he
comprobado el claro efecto que el hacerlo producía en su semblante: expresión
de extrañeza o desconocimiento en aquellos más jóvenes que yo (aunque apenas lo
fueran un poco), y de admiración y reconocimiento en los de mi edad o más
mayores. Se ve que soy una persona madura, que no anda demasiado lejos de
aproximarse a la vejez. Por otro lado, la buena noticia es que disfruté mucho
del ascenso y no me supuso un esfuerzo excesivo. Lo interpreto como síntoma de
salud y vitalidad para mi edad, y con ambas, no me importa ir cumpliendo años.
En cuanto al Puy de Dome, geológicamente le pueden quedar miles de años por
delante. Como ecosistema biológico quizás también, si los seres humanos somos
capaces de mantener, medianamente saneados, la comarca y el planeta. Ahora
bien, desde la perspectiva del ciclismo deportivo, o de la cultura ciclista,
tengo la impresión de que esta ascensión he empezado a convertirse en un fósil.