viernes, 27 de septiembre de 2013

39. ANECDOTARIO II



“No quisiera en forma alguna que nadie adoptara mi modo de vivir, pues, más allá de que antes de que aquél lo haya aprendido bien yo puedo haber encontrado otro distinto, prefiero que en el mundo existan tantas personas diferentes como sea posible, y que cada uno se ocupe de encontrar y proseguir su propio camino y no el de su padre, su madre o su vecino”.

Henry David Thoreau (“Walden”).

El final de la Challenge, que en el fondo era, en su creación, el objetivo primordial de la misma: la participación en l’Eroica, se me está haciendo largo y cuesta arriba. Hasta aquí todo ha ido sobre ruedas. Estoy encantado con la experiencia a todos los niveles. Pero el curso académico ha empezado de nuevo, el trabajo se me acumula, el clima se vuelve más incierto, se agolpan los asuntos y temas familiares, laborales, burocráticos y demás. Todo ello me va robando tiempo para ser constante en el intento de mantener cierto estado de forma física y me crea dudas. Tampoco he podido planificar bien el viaje. El trabajo me obliga esta vez a que sea en plan relámpago y a que los horarios (especialmente el de regreso) se amontonen contra el final del evento, metiendo presión, generando estrés y creando incertidumbre. Por si fuera poco he dejado para última hora las reservas de alojamiento y eso me complicará la salida de la ruta de madrugada. Son muchas cosas que he preferido voluntariamente posponer e ignorar hasta última hora, para poder centrarme a tope (como suelo hacer siempre) en quehaceres de trabajo importantes y que no pueden demorarse. Cuestión de responsabilidad. Pero no son disculpas, a todo ello hay que añadir algo más, algo puramente ciclista y que tal y cómo ha surgido, hubiera aparecido igual aunque estuviera de vacaciones. Me refiero a que ya estoy satisfecho de bicicleta. He montado bastante a lo largo de todo el año, mucho más que de costumbre, y desde luego muchísimo más que en los años más recientes. He disfrutado enormemente con ella, tanto en los eventos de la Challenge, como en los entrenamientos o salidas con amigos. Sin embargo, desde hace unas pocas semanas, ya no me apetece tanto salir a rodar. Estoy encantado de coger la bici para algún plan que tenga significado para mí (luego comentaré algún ejemplo), pero eso de tener que salir a hacer kilómetros, por el simple hecho de que aún tengo que mantenerme rodando durante horas, eso ya me sobra. No había pasado durante el año, probablemente por el “hambre de ciclismo” que tenía, pero ya lo he saciado. No me apetece nada repetir tramos que normalmente me tienen enamorado, porque ya los he cubierto unas cuantas veces a lo largo de los pasados meses. Y sobre todo noto una clave inconfundible de mi carácter… que me apetecen muchas otras actividades deportivas, que este año he dejado muy en segundo plano. Aún así, como es de esperar, no sólo no voy a abandonar, sino que he empezado a concienciarme de lo que queda, he empezado a organizarme y desde hoy, ya estoy dirigiéndome mentalmente hacia ello.



Hace dos días he rodado tres horas. Hacía mucho calor, pues septiembre, como suele ser habitual por aquí, nos está regalando algunos días veraniegos deliciosos, y aún el agua del mar está muy agradable para el baño. Sin embargo algunos detalles inesperados me han sorprendido y han interrumpido mis cavilaciones de rodador solitario. Hoy me he encontrado con claridad con las primeras imágenes otoñales. Tengo que recordar que la temporada  la empecé en pleno invierno. Que en entradas pasadas del blog, di cuenta de alguna excursión de esquí de montaña, de una irrepetible ascensión al puerto de Alisas en una mañana soleada con medio puerto cubierto de una gruesa capa de nieve, e incluso de que a finales de marzo, inauguraba la Challenge Retro 2013 con la Pendle Witches en la que atravesé varias millas de paisaje completamente nevado. Después vino la primavera y con ella las imágenes y tramos de frondosidad verde y de vergeles surcados por carreteras sinuosas. Una primavera que me emocionó y empezó a llenar el calendario de eventos. Hasta ahora he pedaleado por el verano, su calor, sus puertos y sus montañas. Pero de repente ya está  aquí el otoño, y esta semana he transitado por algunas carreterillas estrechas y solitarias en las que mis finas ruedas se han encargado de ventilar y hacer volar por el aire los primeros montones y acumulaciones de hojas secas. No tengo preferencias por las estaciones del año. Todas me agradan, todas me aportan felicidad. Pero hay algo de especial que tiene el otoño que me encandila. Tiene mucho que ver con la transformación del colorido de las hojas de los árboles, cuando va mutando del verde hacia los ocres, marrones, amarillos, naranjas y hasta rojos en algunos casos excepcionales. Cuando pienso en otoño siempre evoco las dos actividades que más me impulsa esa estación a poner en marcha: caminar por el monte y sus bosques, sólo o acompañado, aunque eso sí, siempre con mi perro Macallan alrededor, husmeando todo y pendiente de mi paso; y circular por carreteras muy rústicas, estrechas y nada transitadas, levantando hojarasca al paso de las ruedas de mi bicicleta o incluso de la moto, mirando de reojo de vez en cuando, o por el retrovisor, cómo revolotea la nubecilla marrón que se desprende del asfalto. Para lo primero, el senderismo, me da igual el tiempo que haga, hasta me hace ilusión tenerme que cubrir con un cortavientos, un jersey de punto o una visera; para el disfrute de las carreteras, me decanto por los días soleados que de vez en cuando nos regala esta estación.

Si antes comentaba que cierto gusanillo de aprensiones previas a la cita más importante de la temporada, me estaba alterando un poco el ánimo, quizá se me entienda mejor al explicar una reciente anécdota. Durante el final del verano apenas he utilizado mi Razesa negra clásica que tras su restauración denomino “Randoneur I”. Tras la exigencia de algunos eventos y sus viajes, especialmente la exigente “In Velo Veritas” y “El Tour de Trois”, la bicicleta quedó muy tocada y debí aparcarla hasta tener tiempo para darla un buen repaso. Una pena porque es la bicicleta con la que más kilómetros he hecho este año, con bastante diferencia sobre todas las demás, y siempre (hasta Basilea) con un comportamiento impecable. El caso es que tuve que desmontar el buje delantero, limpiarlo entero, engrasarlo y me percaté de que las pistas de rodadura estaban algo dañadas, por lo que esa rueda ahora tan sólo tiene la función de adorno estético y salidas cortas no demasiado alejadas (2 a 3 horas). No hay problema, a la Toscana llevaré una rueda en correcto estado que no tiene mucha diferencia de aspecto. Aún así la bici quedó a la espera hasta que cierto día me puse manos a la obra. Desmonté gran parte de los componentes, cepillé o lije parcialmente el cuadro, lo pinté casi completamente de nuevo y le coloqué unas pegatinas Razesa que había encargado. Sustituí una roldana dentada del desviador trasero porque una de las originales había pedido tres dientes. Recoloqué las manetas de los frenos y los ajusté. Remplacé la cinta de manillar, muy sucia y dañada por una nueva de aspecto de cuero muy bonita, e incluso instalé una bomba clásica con soportes de metal y cuero, que “pega” perfectamente con el cuadro negro. La bicicleta quedó lista y preciosa para disfrutar de nuevo de mis salidas y de l’Eroica, así que me puse a rodar en ella de nuevo. Hace tres semanas salí por las inmediaciones, por un recorrido habitual que tengo, de unas dos horas en las que encuentras de todo: ascensos, descensos, muchas curvas, repechos cortos pero intensos, bastantes baches, etc. Hay que cambiar de marcha y frenar muy a menudo. Todo iba bien hasta que ya casi llegando a casa, en plena subida, de pié sobre los pedales ¡zas! Sin percatarme absolutamente de nada, me encontré desplomado contra el asfalto, como si un rayo me hubiera fulminado. Afortunadamente no me hice daño y heridas muy leves. Al levantarme enseguida constaté lo que había ocurrido, la cadena se había partido de improviso, seguramente cuando más fuerza hacía sobre el pedal izquierdo, quedándome en ese instante sin apoyo, yendo a parar al suelo sin remedio. Total, rasguños en la cinta de manillar nueva (es lo que más rabia me ha dado), desconfianza y comprar una cadena nueva por si acaso, que aún no he instalado en la bicicleta. Espero hacerlo este fin de semana, así como probar la bici de nuevo, de cara al viaje claro. Por un lado me dio por pensar que esto de las bicicletas antiguas podría suponer un riesgo extra por las averías, pero la verdad es que después de toda la caña que la he dado este año, considero que simplemente ha sido mala suerte. Peor fue lo de Luís León Sánchez justo en la primera pedalada de salida de la prueba de CRI en los Juegos Olímpicos de Londres, tras tantos años de esfuerzos y preparación. En este sentido precisamente las máquinas retro ciclistas, parecen desde luego mucho más agradecidas, fiables y sostenibles económicamente que los aviones, barcos, coches o motos antiguos.

Lo que no cabe ninguna duda es que desde hace semanas estoy “entrenando” (rodando) mucho menos que el resto del año. De hecho, demasiado poco en mi opinión. La pereza de pensar en itinerarios por los que salir desde casa está haciendo que cuando surge la ocasión coja desvíos diferentes que me llevan por tramos de enlace que desconozco de forma que me salen recorridos parcialmente improvisados. Eso está bien, pues gracias a estas libertades y anárquicas decisiones, estoy descubriendo algunos tramos muy interesantes, agradables y solitarios. Es un aliciente añadido que compensa el ánimo ya algo desgastado. Para seguir adaptado al asiento y al pedaleo y minimizar todo lo posible la reducción kilométrica, procuro hacer recados o desplazamientos cotidianos en bicicleta. Son pocos, pero algo es algo. Para ello utilizo cualquier bici, la que más apropiada me resulte en ese momento o para ese desplazamiento. Un baño en la playa, ir al cajero, a la tienda… lo que sea, mejor en bici que en coche o andando. Son pocos viajes y menos kilómetros, pero el caso es subir y bajar al sillín. O mejor dicho a los sillines que son varios diferentes. Esta semana he podido salir dos días a rodar (de los tres que esperaba poder conseguir), pero uno de ellos al menos ha supuesto algo de estímulo. Fueron tres horas, pero con recorrido muy variado, e incluyendo una ascensión corta (unos 5 km) pero que pasa de ser dura al inicio, a muy dura en su final. Mi hermano y yo lo llamamos el “Mortiroluco”. El tramo final es una pista asfaltada con oleadas de rampas de muy duro porcentaje en la que te retuerces mientras casi no avanzas. Sufrí. Demasiado además. Pero me lo tomé como una bendición para mantenerme aún un poco en forma. Eso sí, el tramo de pista tiene luego su recompensa con un cresteo algo aéreo, de esos en los que la pendiente de las alturas cae a tu vista… por ambos lados de la carretera. Me encanta esa sensación, es una perspectiva de desplazamiento poco frecuente, y quizá por ello tan atractiva. La disfruto mucho, tanto en bicicleta como caminando por las montañas o sobre todo esquiando. Insisto en que no es fácil de encontrar tramos así, pero los metros que duran… dan gustirrinín.
 
El sacrificio de tanto entrenamiento ha venido provocado por muy diferentes causas. Además de las responsabilidades comentadas (laborales, familiares, etc.), recuerdo cuatro planes que frustraron igual número de salidas, pero de los que no me arrepiento en absoluto. El primero fue un delicioso paseo en kayak, por el tramo más costero del Río Miera, con mi octogenario padre, en una embarcación doble con un coeficiente de marea de más de 90, aprovechando la pleamar y disfrutando de un día soleado estupendo. Mereció la pena en todos los sentidos, dimos una remada sosegada, agradable y no demasiado larga. Ideal para disfrutar los dos y hacer algo diferente en nuestras vidas cotidianas. También en plan acuático, una tarde quedamos algunos pocos miembros de nuestro modesto y local club de aventura, orientación y aire libre, para bucear (sin bombonas). Es una actividad en la que me prodigo muy poco, aunque me gusta cuando las condiciones son buenas. Precisamente este verano aún no me había estrenado por aquí, así que no lo dudé. Bajamos a las pozas que hay bajo unos espectaculares acantilados costeros. El día era perfecto: cielo completamente despejado, calor y nada de viento; con la marea más bien baja y el mar muy tranquilo. Disfruté muchísimo porque la visibilidad era magnífica y la fauna y flora submarinas se mostraron muy generosas esa tarde. El paso rozando los “bosques” multicolores de vegetación sumergida me recordó precisamente paisajes otoñales de superficie ¿un anuncio? Quién sabe. Lo pasamos muy bien, y conseguí que este verano no se marchase sin ninguna inmersión.

 "Las Pozas" desde el acantilado.

Zona de inmersión.

Tercer plan: un festivo me fui con parte de la familia a la feria de ganado de Santiurde de Reinosa (“mi pueblo” familiar y el escenario de mis veraneos infantiles). El ambiente fue estupendo, la selección de vacuno local espectacular, con varios rebaños de tudancas (la raza más emblemática de Cantabria) hermosísimas y muy lucidas. Pudimos entablar conversación con dos productores de vino blanco de la región (asunto en el que Myriam y yo estamos muy interesados de unos años a esta parte) y conocimos al segundo productor de cerveza artesana de Cantabria (“La Cervezuca”). De paso, cargamos con algunas botellas de cada cosa. Pero además de todo eso, es toda una alegría que cuando deambulas entre los feriantes y ganaderos, algunos se te queden mirando y te identifiquen por el aire familiar, para acto seguido entablar una conversación aderezada con anécdotas, historias antiguas y la clara sensación de que tu regreso al pueblo genera cierta alegría e ilusión entre sus vecinos. Y eso es algo que te despierta el apego a tu tierra, a tus orígenes y al pueblo.

 Cabaña de tudancas de Tomás Cuevas (Santiurde de Reinosa)

Uno de los bueyes tudancos de "Carnicería Cuca" (Santiurde de Reinosa)


Finalmente, lo más reciente de todo ha debido ser nuestro viaje de un día a la localidad guipuzcoana de Oñate. Hace muchos años estuvimos allí de boda. Y además de pasárnoslo genial, tuvimos la suerte de poder disfrutar de una edición de concurso internacional de perros pastores ovejeros que allí se celebra anualmente. Aquello me dejó tan impresionado que durante años le he contado la experiencia a mucha gente y la raza Collie Border se ha convertido para mí en uno de los iconos de lo que es el perro ideal [me encanta ese perro, pero no he tenido nunca ninguno, básicamente porque hasta ahora he tenido tres perros y medio en mi vida (el medio fue una perra “ratonera” de esas que surgen por “generación espontánea” y constituía parte de la finca rural en la que estuvimos viviendo algunos años) y mantengo la teoría de que habiendo los problemas que hay con los abandonos, los criaderos clandestinos, etc. No estoy dispuesto a gastarme el dinero en perros. A todos los hemos querido mucho, creo que han sido o son animales muy sanos y felices, y nos sentimos muy orgullosos de su carácter y comportamiento. Así pues, los que van pasando a formar parte de nuestra vida familiar, son todos regalados o acogidos. Y en tales casos, no siempre existe la posibilidad de encontrar la raza que a uno en principio le haría más ilusión]. La cuestión es que 24 años después, ahora con mi hijo Jacobo nacido y bastante crecido, caracterizado por una auténtica pasión y facilidad para el trato con caballos y perros, nos volvimos a plantar en Oñate para asistir al 54 Nazioarteko Artzain Txaxurren Txapelketa. Como en la ocasión anterior, salió un día espléndido aunque demasiado caluroso. Disfrutamos de todo el concurso. La fase clasificatoria con 12 equipos formados por pastores de diferentes comarcas de pastoreo y sus respectivos animales, así como la fase final con los cuatro primeros clasificados. El concurso, desde que tengo perros, se me hace mucho más meritorio. Me parece increíble que los pastores consigan adiestrar de la manera en que lo hacen a sus perros, que parecen actuar con verdaderas dotes de inteligencia. Me sorprende la cantidad de lenguaje a la que los canes son capaces de atender, y todo ello en la distancia. Pero lo mejor de todo es que puedo percibir con claridad, las diferencias de nivel y competencia que demuestran los diferentes perros concursantes. De vez en cuando aparece alguno tan especial que realiza todos los ejercicios sin necesidad de mirar a su dueño y da muestras de incipientes capacidades de toma de decisión e interpretación propia del comportamiento de las ovejas, ya que se anticipa a algunas de las órdenes que recibe. Tal fue el caso esta vez de Xintxo, un magnífico ejemplar de collie border, entrenado por Jean Paul Irikin. Ambos ya hicieron una demostración impecable durante la fase clasificatoria que completaron en primera posición. Pero en la fase final, además de completar también el ejercicio, marcaron un tiempo espectacular de menos de tres minutos, cuando el periodo reglamentario, que sólo para unos pocos suele ser suficiente, alcanza los siete minutos. Sin duda no estamos ante una modalidad a la que me vaya a hacer asiduo espectador, tal y como lo demuestra el haber asistido a dos competiciones en 24 años. Sin embargo, es un espectáculo, como tantos otros de carácter singular, al que recomiendo asistir alguna vez en la vida, tanto si tienes perro como si no.

 Algunos concursantes preparados para comenzar.

 Kim, excelente competidor, lástima de la mala fortuna.

 Los ganadores: Jean Paul Irikin y su fiel Xintxo.



Para cerrar voy a comentar uno de esos planes mixtos que integran vida social o familiar con pedaleo ciclista. La semana pasada organicé un pic-nic en bicicleta. Me hizo especial ilusión que aunque no pudieron acudir algunas personas cercanas, habituales a este tipo de citas, y varias de las cuales además, poseen alguna de mis restauraciones de “Delmer Bikes”, de las seis personas que participamos en la excursión, tres llevábamos “bicicletas Delmer”. El pic-nic consistía en un paseo moderado por carreteras secundarias o rurales. Gracias al tren de cercanías había la posibilidad de incorporarse en diferentes puntos del recorrido, tanto a la ida como a la vuelta. Eso sí, resultaba imprescindible llevar la comida y la bebida a lomos de las máquinas. Así nos fuimos reuniendo poco a poco, hasta alcanzar el bonito pueblo de Liérganes. Siempre a ritmo especialmente pausado, remontamos el Miera unos kilómetros hasta cruzarlo por un puente de cantos rodados y recorrer una pista asfaltada de ribera para llegar a un paraje en el que el río, entre grandes árboles, forma dos estupendas, amplias y profundas piscinas naturales. En ese atractivo, tranquilo y sugerente enclave nos instalamos. Unas cervezas frías de nevera portátil y… al menos dos de nosotros nos dimos un fugaz, osado y revigorizante baño. Tras eso, llega el ansiado almuerzo al más puro estilo “british”: blanco frío de la costa del Cantábrico, pudding de bonito, emparedados vegetales, embutidos de Zamora, quesos, tortilla de patatas, torta de Barros, tinto de Ribera de Duero, quesada pasiega… toda una sucesión de manjares de las que fuimos dando cuenta sin prisa y con deleite. Lo único que no llevamos fue café. Pero eso fue un acto premeditado, para forzar una estratégica parada en Liérganes a la vuelta, para disfrutarlo en una terraza del caso antiguo y hacer del regreso algo más progresivo. Para este tipo de planes no sólo no me da pereza sacar la bicicleta, sino que no paro de concebirlos. A esto es lo que llamo salidas ciclistas significativas. Que incluyen dentro del plan algo de valor añadido: una reunión singular, un puerto inédito, un viaje, etc.