No es habitual, ni parece demasiado práctico, disfrutar de unas vacaciones a principios de noviembre. A mí me las impone la Consejería de Educación, quizás pensando en que escolares y docentes puedan disfrutar y costearse viajes a Canarias o, quién sabe, a alguna isla caribeña. No me sirven para esquiar en temporada baja (porque aún no ha empezado) y el tiempo suele desaconsejar ya involucrarse en rutas a pedales o con moto. El caso de mi hijo es diferente, tras un año de arduo trabajo en el que la campaña veraniega resulta incuestionablemente laboral para sus jefes, necesitaba descanso ya, y en noviembre se lo dieron. Así que finalmente nos encontramos los dos con unos días disponibles, barajando algunos planes que las previsiones meteorológicas se iban encargando de desbaratar.
Fue su madre, mi mujer, quien se empeñó en que nos fuéramos unos días juntos los dos solos. De modo totalmente improvisado y de última hora, decidí embarcarme con él en una breve, pero intensa, inmersión en el interior de las Castillas, la Vieja y la Nueva, las potenciadas con León y con La Mancha. Una inmersión en parte de sus paisajes, su gastronomía, algunas de sus ciudades, su pasado y, especialmente… algunos de sus oficios. Cogimos el coche y nos pusimos en marcha un día laborable, para los demás, después de comer. Se iniciaba así una historia de carretera. Padre e hijo juntos, cruzando la Meseta, en busca de experiencias. Nada nuevo en nuestra piel de Toro, tal y como nuestra literatura se ha encargado de demostrar a lo largo de varios siglos.
Salimos atravesando el otoño cántabro en pleno esplendor policromado. Los bosques estaban radiantes. Tan sugerente panorama no se vio alterado con el paso a las tierras palentinas, en las que todavía encontramos algunos montes y, enseguida, el dorado serpenteo de la hojarasca de los espigados árboles de la ribera del Pisuerga y del Canal de Castilla. Cruzando la Meseta de norte a sur, el viento azotaba con fuerza la carrocería. Apenas había tráfico, pero esa intensidad procedente del este vaticinaba oscuros presagios climáticos. Quizás la primera pista de lo que se nos venía encima, al menos en alguno de los asuntos que pronto experimentaríamos, fue la visión de una nave industrial a nuestra derecha, en algún punto entre Palencia y Valladolid. Era la de Pipas Facundo “famosas en todo el mundo”. Aquellas tan “españolas”, tan culturalmente arraigadas a nuestra infancia, juventud, fútbol, etc. Las mismas que durante décadas se anunciaban con un eslogan que, ahora mismo, a demasiada gente le perecería improcedente, censurable, ¡atacable!: “Y dijo el toro al morir, siento dejar este mundo sin probar pipas Facundo”.
Pasado Valladolid, también más allá de Tordesillas, las bodegas proliferaban a ambos costados de la autovía. El tiempo tornó infernal. Se aliaron noche, diluvio y denso tráfico de camiones para ofrecernos un panorama intimidatorio, especialmente acusado, vaya por Diós, a la altura de Medina y de Olmedo, nada menos, allí donde los aceros se cobraron algunas venganzas tiempo atrás: “de no che lo mataron al caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo”. Menos mal que al abandonar la autovía, tomando dirección a Ávila, lluvia y tráfico desaparecieron. La noche se quedó a solas, y nosotros con ella.
Ávila nos recibió con un magnífico panorama visual. Toda ella, muralla y edificios principales, iluminada con orgullo. De tal guisa, que su visita nocturna no desmerecía la diurna. Nuestro hotel fue todo un acierto. Un gran palacio situado frente a la catedral. Lo mejor del mismo, sin duda, el impresionante patio interior principal, que actualmente está cubierto por una moderna estructura acristalada que casa perfectamente con aquello que cubre. Allí cenamos, en el patio, bajo la combinación de vidrio y metal. Nuestro primer contacto gastronómico con ese extenso destino en el que ya estábamos, pues más que un destino, se iba a tratar de un territorio por el que andar enredando en plan nómada. El menú degustación incluyo alubias del Barco de Ávila, algún torrezno, pasta de patatas, morcilla y alguna delicia más, antes de presentarnos una chuleta de Ávila con sal de escamas. Todo ello regado con vino de Cebreros. Primer guiño a Adolfo Suárez.
Comedor principal en Ávila |
La sobremesa se merecía un buen paseo por la ciudad. Un largo callejeo intra y extramuros. A ratos lloviznaba un poco, pero íbamos bien pertrechados. Nada de paraguas, pero sí con ropa impermeable y gorras de lona engrasada, casi al estilo de la moda local de siempre. Disfrutamos de las murallas, de las plazas, de la catedral, de otros edificios singulares y, cómo no, de la singular oferta que algunos escaparates no ocultos nos presentaban. Vimos muchas estatuas, complemento urbano que, tengo que reconocerlo, si están bien ejecutadas y la persona homenajeada se lo tiene bien merecido, cada día me gustan más. Haber hubo más, pero quiero aquí acordarme de la de Santa Teresa, que despliega sus hábitos alrededor bajo la muralla; la de San Juan de la Cruz, en actitud mística (¿qué si no, en pleno Ávila?) y con ese enjuto aspecto al que enseguida nos fuimos acostumbrando durante nuestro viaje al pasado ibérico; otra de Adolfo Suárez, plantado en mitad de la calle, a la altura del ciudadano (segundo guiño); y, muy cerquita de él, un verraco de piedra, éste, por cierto, con claro aspecto de cerdo. Y es que nuestro viaje iba a discurrir, así mismo, por tierras ricas en verracos. Toros, cerdos, jabalíes; con trasfondo pastoril, esotérico o místico; ancestralmente tallados e incluso, en algunos casos ¡se me antoja! Casi-casi puestos ahí, en mitad del monte, por la propia naturaleza geológica.
Las murallas por la noche |
Estatua de Santa Teresa de Jesús |
Del hotel de Ávila nos despedimos desayunando con ganas y deleite en otro elegante patio interior, también cubierto por una gran pérgola con aires casi modernistas. Fruta, salado y dulce. Sin reparos. La mañana era fría, pero soleada. La luz, una bien distinta, volvía a hacer lucir la piedra abulense. Callejeando hacia el coche, nos detuvimos para hacer un recado: comprar pimentón de la Vera, agridulce. Y ya, de paso, arramplé con un kilo de judiones del Barco. A ver qué soy capaz de hacer con ellos en mi olla ferroviaria.
El viaje matinal hacia Toledo resultó muy placentero y sugerente. Únicamente transcurrió por autovía durante los últimos treinta kilómetros, aproximadamente. Durante él mismo, escuchamos poesía mística de Santa Teresa de Jesús. Un cuidado trabajo en el que se alternan magníficos recitados, con las mismas piezas interpretadas en formato de música medieval. Su contenido requiere atención, porque gracias a ella, uno descubre la calidad métrica y creativa, el dominio del lenguaje y el misterio de un contenido que, de tomarse con doble sentido, no deja de sorprender. Con tal cadencia, fuimos ascendiendo y descendiendo la sierra, dibujando curvas y contemplando bloques y más bloques de granito romo salpicados por todas partes. Superamos el cordal a casi 1400 metros de altitud. La montaña y los bosques de encinas nos rodeaban en los primeros tramos.
Cruzamos el Barraco, cuyo escudo y una esquina de la calle principal, contienen un verraco. Serpenteamos con la carretera que lame las orillas del embalse del Burguillo, el cual me trajo unos recuerdos piragüistas de cuando los padres de mi hijo aun éramos novios. Estaba bastante bajo de nivel, pese a lo mucho que ha llovido desde entonces, varias décadas atrás. Y dejamos pasar varios desvíos sucesivos que invitaban a acercarse hasta Cebreros. Sí, tercer guiño, siendo aquel el pueblo de origen de Adolfo Suárez. En Cebreros estuve una vez a las tres de la mañana. Era el mes de abril, hacía un frío tremendo y yo vestía culote corto. Allí acabamos un buen puñado de participantes del Rally Kactus, tras habernos extraviado en las montañas, gracias a una incompetente organización. Aquello sí que nos dio para contar batallitas.
Los bosques pasaron a estar formados por hermosos pinos piñoneros (espero no estar equivocado en esto). Numerosos, bien formados, con gran porte y llamativo contraste de color con la luz matinal. Los abandonamos al llegar a las llanuras manchegas, un océano de planicie ligeramente ondulante en la que surgían olivares cada cierto tiempo. Nuestro siguiente destino estaba próximo.
Llegamos a Toledo a media mañana. Hacía frío y hacía calor. Todo dependía de si nos daba el solo o el viento. El GPS nos condujo por el Campus de la Antigua Fábrica de Armas hasta la puerta de la Bisagra, antes de hacernos ascender hasta el Alcázar, donde dejamos el coche en un parking. Salimos a pasear bajo el imponente edificio militar y nos asomamos a la hoz que el Tajo traza alrededor del peñasco sobre el que se asentó la ciudad. Paseamos hasta la catedral callejeando y fuimos directos a la iglesia de Santo Tomé, para que mi hijo admirase el Entierro del Conde Orgaz. No me considero admirador del Greco, a excepción de dos cuadros suyos que me apasionan. Uno es el caballero de la mano en el pecho, que me parece un magnífico retrato. El otro es el “entierro”, una enorme obra coral en la que el artista supo representar una fascinante transición entre el mundo terrenal y el sobrenatural, algo que la pintura muestra de forma muy explícita. No es cuestión de detenerse aquí en descripciones, pero la colección de retratos, facciones y miradas de los vivos que asisten al entierro no tiene desperdicio, por no hablar de la armadura del difunto o los ropajes de los santos descendidos del cielo en su busca.
Como visitar Toledo ha de ser, algo que es obligado subrayar, un baño en la historia de algunas de las civilizaciones que a lo largo del tiempo han poblado nuestro país, me empeñé en que entráramos en algunos templos construidos por diversas religiones. El segundo de ellos fue la sinagoga de Santa María la Blanca. Una preciosidad recogida, sencilla y limpia, con arquitectura y decoración musulmanas. Como era día de labor, y en fechas poco convencionales, disfrutamos de aquellas visitas (en realidad de la mayoría) sin apenas gente que nos molestara. Un lujo extraño en estos tiempos que corren, en los que todo el mundo va a todas partes, mientras el “gran sistema” fomenta que sea así, y lo estaciona, para que el manejo de las masas resulte más rentable y productivo. Fue bonito, por tanto, ejercer unos días de disidentes. Siguiendo los pasos de mi amigo Chus, quien asegura que “los sábados son peligrosísimos” porque puedes encontrarte hordas de gente en los lugares más insospechados.
Detalle interior de la sinagoga Santa María la Blanca |
Regresamos del primer periplo recorriendo, entre otras, la calle del Toro, estrecho callejón ascendente en el que, es un suponer, algún astado escapado debió quedarse atorado, siglos atrás. También por un minúsculo enclave callejero, de pocos metros cuadrados, por el acabamos pasando muchas veces y en el que confluyen cinco calles. Más que una plaza, un nodo de conexiones vital para el casco antiguo de la ciudad.
Tras instalarnos en un hotel junto al Alcázar, nos fuimos a comer. Nos sentamos en una terraza con estufas. Una ración de queso manchego para empezar, él un estofado de venado y yo unas migas. Todo muy bueno, pero no era cuestión de atiborrarse tras el inusual desayuno. Un ponche toledano de postre para compartir. Café y a la plaza de Zocodover a comprar unos mazapanes para la familia.
Tras un descanso de sobremesa en la habitación, afrontamos uno de los planes estrella de nuestro viaje. Tiempo atrás, Toledo fue famosa en el mundo entero por calidad de sus “aceros”. Sus espadas. Y aunque ya no es lo mismo, ni tiene mucho que ver, para alguien como yo, que cursó toda su suficiencia investigadora en el Campus de la Real Fábrica de Armas y que practica algo de esgrima con, precisamente, su hijo, de ir a Toledo a hacer algo, qué pudiera ser más apropiado que intentar contactar con un espadero artesano. Y lo logramos, alguno queda por ahí. Nosotros dimos con el Maestro Antonio Arellano, y con él quedamos en su taller, que desde hace tiempo se encuentra en un polígono industrial a las afueras de la ciudad. Se trata de una nave de aspecto algo desastrada, pero atiborrada de cacharos, viejas máquinas, herramientas, material y pistas de artesanía metalúrgica por todas partes. El espadero resultó ser un hombre muy amable y cercano. Estaba en traje de faena, pantalones machacados y una sudadera de algodón con alguna referencia a su negocio. Antonio representa la cuarta generación de su familia dedicada a artesanía de la forja y el metal. Su hijo, que en ese momento se encontraba en Arabia Saudí, con un proyecto espadero de envergadura, es la quinta. Lo de las espadas no fue tradición familiar hasta que Antonio se inició en ello, aprovechando las enseñanzas de algunos de los últimos artesanos de la Fábrica de Armas. La cosa pinta bien porque su nieto (será la sexta generación) ya ha diseñado alguna espada y participa un poco de su elaboración.
El taller familiar se dedicaba a la artesanía de filigrana. Mucho trabajo de lujo y detalle. Empezó enseñándonos máquinas que, de por sí, eran un museo en sí mismas. Todo ello en una atmósfera de labor, de realidad de trabajo, con el típico desorden “ordenado” que bien conoce quien se pasa allí la vida trajinando. Su viejo torno de siempre, un “potro” para dar forma a las cazoletas de las “roperas” a partir de planchas de hierro o de latón, etc. Hablamos bastante durante esa primera introducción, pero al rato acabamos en la fragua, un cobertizo anexo en la parte trasera de la nave. Nos enseñó la forja, su tiro y su funcionamiento, mientras varias hojas cogían temperatura al fuego. Controla la misma a ojo, por el color del fundido del metal. Nos ataviamos con mandiles, guantes y gafas protectoras, y nos pusimos manos a la obra siguiendo sus directrices. Él iba sacando barras ardientes del fuego y nosotros nos alternábamos a sacarles hoja y punta a base golpes de martillo contra un yunque. Difícil labor en la que el oído tiene mucha importancia, para guiar el acierto del golpeo bien propinado. Fue en esto Jacobo bastante más habilidoso y potente que yo.
Jacobo trabajando en el yunque bajo la supervisión del maestro. |
Nos mostró varias hojas en diferentes estados: con y sin temple. Su distinto comportamiento ante la flexión era evidente, así que pasamos a practicar el templado. Dos versiones: en agua y en aceite. Una parte vital del proceso que, si decides jugar durante la misma, puede resultar de lo más espectacular.
Abandonando la forja, regresamos a la nave para entrar en el taller de desbastado. Lo hace motorizado, con un par de vetustas máquinas. El proceso consiste en quitar impurezas y afinar las hojas a base de una larga sucesión de piedras de limar de diferentes capacidades de abrasión. Primero con piedras, después con cintas y, finalmente, con pulido blando, combinado con hasta tres pastas diferentes. Juegan con diferentes acabados: rústico, “espejo” y “plata”. Allí sí que me mostré yo algo más mañoso que Jacobo. Ya no había fuego entre manos, pero sí verdaderos chorros de chispas.
Otra fase del proceso. |
Otro taller nos sirvió para que nos explicara el asunto de los puños, las decoraciones, cazoletas, defensas, etc. Latón, hierro, madera, cuero, alambres decorativos, etc. Practicamos un poquito y aprendimos mucho. Entre otras cosas, a conocer su modo de confeccionar las espadas, sin apaños que ponen en riesgo su integridad, equilibrio, resistencia y duración.
La visita terminó en un espacio más amplio en el que exponen algunas de sus obras. Una réplica de la mítica espada con la que se supone que Nerón decapitó a San Pablo, que parece que acabó en España, que se extravió durante la Guerra Civil y que, como antojo personal, tuvo algo desvelado a Franco. Otra de estilo medieval con, nada menos, que la batalla de San Quintín, grabada al ácido por ambas hojas. Espadas íberas, romanas, chinas, de fantasía, etc. Hasta una katana de Águila Roja. Una de las que llegaron a utilizarse en el rodaje, del cual Arellano, como de tantos otros, fue proveedor de armas blancas. Pero lo que es a mí, sin duda alguna, lo que más me atrajo fue el rincón dedicado a las tizonas roperas. Esas espadas ligeras como de mosquetero, típicas españolas, de noche toledana, de novela de capa y espada, y compañera inseparable de los tercios de Flandes. Sí la que, dicen, que con tanta facilidad y competencia desenvainaba Francisco de Quevedo. Las había muy decoradas, otras más sobrias y varias con lazos metálicos como protección de la mano, en lugar de la cazoleta. Atractivos ejemplares para ser admirados por quienes sentimos cierta afición por la esgrima.
Preguntado por el negocio, Antonio nos comentó que va bien, que visto a largo plazo es fluctuante y difícil de prever, pero que, gracias a los coleccionistas, decoraciones y, sobre todo, la actual fiebre productora de series para televisión e internet de pago, van acumulando bastantes encargos. Esperemos que así siga. Admiro los oficios, profesiones y negocios de larga duración. Esos que saben mantenerse en el tiempo porque ofrecen trabajo bien hecho y valor suficiente como para sobrevivir. Unas dos semanas antes de nuestra visita, fue noticia internacional el cierre definitivo de Alitalia, la compañía aérea italiana por excelencia, la “Iberia” transalpina. Aquella que patrocinó los poderosos equipos de rally de Fiat, Lancia y la Jolly Club. La que decoraba los 131 Abarth y el atractivo Lancia Stratos. Digan lo que digan los defensores a ultranza de lo público, o los de lo privado, en sus 74 años de historia, la compañía aérea pasó por ambos estados organizativos. Fue pública medio siglo aproximadamente, después vino la gestión privada para salvarla y sanearla, pero cada modelo gestor, aportando lo suyo, acabaron por hacerla inviable. La trayectoria parece larga, tres cuartos de siglo. Desde el nacimiento de la aviación comercial hasta el presente. Una caricatura temporal si lo comparamos con un oficio artesano que se mantiene vivo, con modestia, pero funcionando, desde hace unos cuantos siglos. Lo dicho, visitado el espadero, como dicen que diría Quevedo, “tan solo queda batirnos”.
El Lancia Stratos "Alitalia" con Sandro Munari, en acción. (Imagen eWRC.cz en ewrc-results.com) |
El resto del día, ya sin luz natural, discurrió de regreso a Toledo, a sus calles al encuentro casual con una estatua dedicada a Bahamontes, el Águila de Toledo, que está plantada, cómo no, en plena cuesta. Asimilamos el incomparable impacto de nuestra experiencia espadera con Arellano tomando una cerveza en la plaza de Zocodover. Habían sido unas horas de trabajo compartido con él, y de atención a su sabiduría artesanal e histórica. Visitar Toledo había encontrado verdadero sentido para nosotros, volveríamos a casa con renovadas ganas de volver a tirar con nuestros floretes.
Para cenar encontramos un pequeño bar muy tranquilo y escondido en el que nos trataron muy bien. Embutidos de caza, quesos manchegos y un segundo plato más potente. Vino de La Mancha y un magnífico repertorio de música country de fondo.
Otro generoso buffet para desayunar nos dio fuerzas para afrontar un nuevo día. Frío, más que los anteriores, pero soleado. La mañana la empleamos en hacer una ruta por Toledo, engarzando las visitas de todos aquellos monumentos a los que nos daba derecho una pulsera de descuento que habíamos adquirido para entrar a ver el cuadro del Greco. Comenzamos aproximándonos hasta la mezquita del Cristo de la Luz. Para ello volvimos a ver a Bahamones, entonces a la luz del día, y la hermosa Puerta del Sol. El exterior del templo está completamente construido en ladrillo. Tiene una apariencia muy decorativa, lo que, unido a su contenido tamaño, logra un resultado muy coqueto. Está ubicada en unos jardines de aire musulmán, que acaban abalconados hacia la llanura manchega y fusionados con la torre de la mencionada puerta del Sol. Por dentro presenta las correspondientes columnas coronadas por arcos de herradura. Excelente visita para que mi acompañante se fuera encontrando con la realidad material de periodos de historia hispana que, afortunadamente, ya conocía a costa de alguna que otra novela.
Detalle superior de la Puerta del Sol |
Arquitectura "de mezquita". |
Federico Martín Bahamontes "El Águila de Toledo" |
Adentrándonos de nuevo en el casco antiguo, alcanzamos la iglesia de los jesuitas, que tiene un tamaño digamos… hasta descomunal, para lo apretado que está el centro de la ciudad. La nave principal es enorme, muy alta y está encalada en blanco. Impresiona la cúpula que corona la cruceta. Lo retablos de capillas laterales nos llamaron bastante la atención por dos motivos. El primero es que, en dos de ellas, la Virgen aparecía con una estocada, de espada, en mitad del corazón. Aquello era Toledo, y parece que no hay que olvidarlo ni en los motivos religiosos. Las tallas de la Virgen, los toros y no digamos los rufianes de las calles… durante siglos, podían ser atravesados por el acero sin demasiadas contemplaciones. El otro motivo fue que, como parce congruente, otro retablo estaba dedicado a San Ignacio de Loyola, fundador de la orden que, nacida, en cierto modo, para luchar contra la Reforma Luterana, mediante la Contrarreforma, acabó desplegando una enorme influencia por todo el planeta, centrándose, sobre todo los últimos siglos, en quehaceres educativos y universitarios. La cuestión no desencajaba demasiado, teniendo en cuenta que la educación de mi hijo (y la de su hermana menor) ha sido mixta, como la existencia de Alitalia: la mayor parte en manos públicas, aunque con una breve etapa, cercana al final, gestionada por los jesuitas. Ellos no se sienten vinculados a la “Compañía”, y hacen bien, son personalidades independientes, multifacéticas y reflexivas. En cualquier caso, aquella visita nos regaló todo un detalle hacia el final: la ascensión hacia las dos torres de la iglesia, que ofrecen la mejor vista aérea de Toledo, en un panorama que prácticamente cubre los 360 grados. Entre otras cosas, uno descubre, aparte del caos urbanístico que se ha pateado previamente, que la mayor parte de los inmuebles tienen patio interior.
Siguiendo con nuestro itinerario por “etapas”, y ya que ha salido el tema de los estudios, alcanzamos el Real Colegio de Doncellas Nobles. Lo que vendría a ser una especie de colegio (o colegio mayor) para jóvenes de familias adineradas, pero cientos de años atrás. Lo mejor del asunto es que la visita es muy parcial, mostrando apenas unas pocas estancias ya que, la mayor parte del edificio sigue funcionando actualmente como residencia universitaria, en otras palabras: colegio mayor. Otro negocio con, ya, siglos de existencia, al menos en aquellas ciudades en las que las universidades fueron pioneras, y que parece que se mantiene vivito y coleando, pese a la constante amenaza de extinción asola muchas tradiciones longevas de nuestro país. La capilla de entrada es bastante espectacular por lo atiborrada que está de decoración, por los mármoles, el lujo y un llamativo coro. Plantado en sitio preferente hay un sepulcro tallado que sobrecoge por lo fino de su trabajo esculpido. Parece mentira el nivel de acabado logrado en el conjunto, algo que queda especialmente patente en detalles como las puntillas del ropaje del clérigo representado, o la deformación del almohadón sobre el que reposa su pétrea cabeza. Un claustro da paso a un llamativo salón que parece pensado para ceremoniosas recepciones. Es muy lujoso y está bastante enmoquetado y forrado con maderas nobles. Contiene un par de buenos tapices, pero, en mi opinión, destaca por el magnífico artesonado que cumple con las funciones de techo, que está perfectamente conservado y denota un trabajo magistral.
Popular pasadizo del "colegio mayor". |
De nuevo en la calle, seguimos callejeando hasta alcanzar el Monasterio de San Juan de los Reyes, gran edificio, con amplia plaza en uno de sus laterales, y asomado hacia un sector de la hoz que el Tajo dibuja alrededor de la ciudad. Su arquitectura interior me fascinó. Esto es fácil de entender si confieso mi querencia hacia el estilo gótico en sus versiones más ligeras y de influencia renacentista, de lo cual este monumento es un buen ejemplo. Su claustro es fino, delicado, perfeccionista, generosamente decorado, pero sin llegar a la obsesión barroca. El templo adyacente es espacioso y de techo elevado, y presenta algunas paredes con un trabajo de labrado de piedra de tremenda extensión y altísimo nivel de detalle. El claustro tiene un piso superior que supera al inferior en sensación de privilegio placentero al ser paseado. Es ancho, genera bellas perspectivas y posee, también él, un techo de artesonado de madera con geometrías de aire árabe, deliciosas. Al asomarse hacia el centro, uno puede disfrutar del cielo, de la visión del claustro al completo, de los detalles de las gárgolas, de lo que quiera. En dos arcadas interiores de esa planta, labrado en piedra, se puede leer el mítico lema “Tanto monta, monta tanto”.
Nuestra ruta de pulsera culminó con en la iglesia del Salvador, un modesto templo antiguo del que no esperábamos grandes sorpresas. Pero por algo estaba ahí, incluido en la propuesta. En cuestiones culturales, a menudo, la antigüedad es un grado, y claro, en el centro de Toledo, pues lo antiguo se convierte en antiguo de lo antiguo… La iglesia es muy pequeñita y fue un reciclaje cristiano sobre una mezquita, la cual, a su vez, aprovechó un templo visigodo de orígenes tardorromanos. Y de todo ese periplo histórico han quedado muestras evidentes por allí: arcos de herradura interiores y exteriores (en el patio trasero), restos de capiteles y pilares romanos en sus excavaciones, y una magnífica pilastra visigótica completamente tallada.
Cansados de las caminatas, la contemplación y el haber estado bastante tiempo de pie, nos sentamos a tomar una cerveza en una terraza, antes de ir a visitar un comercio que contiene un diminuto museo relativo al queso manchego. Consta de tres salitas temáticas dedicadas a más oficios en vías de extinción (alguno de ellos ya casi completamente extinguido, mientras que otros no creo que lleguen a desaparecer). Mediante cartelería, videos, disposición de objetos y recursos similares, aprendimos algo sobre el pastoreo de ovejas manchegas, su esquilado tradicional, la fabricación de los cencerros o el trabajo artesanal con el esparto. Una segunda sala estaba dedicada a la denominación de origen del queso manchego y a la raza de las ovejas manchegas. Las blancas y las negras. La tercera estancia, la más amplia, me trajo recuerdos de anécdotas familiares que no llegué a vivir. Cuando mis abuelos, madre y tíos hacían queso con los excedentes de leche de ordeño en el pueblo. Y es que en ella se explicaba todo el proceso de elaboración. De hecho, nada más entrar, te encontrabas con un brete. No “en un brete”, como decimos popularmente al referirnos a un problema, atolladero, etc. Sino en uno real en el que se acorralaban a las ovejas para ordeñarlas. El resto del local estaba dedicado a una apabullante muestra de productos alimenticios de alta calidad, procedentes de todo el país, aunque con evidente predominio manchego. La bodega quitaba el hipo en variedad, aunque nuestra compra se dirigió claramente hacia el queso manchego y el aceite. Da gusto cuando quien te vende conoce bien sus productos, es un experto, te los vende con intención didáctica añadida y, además, no puede disimular que es un enamorado entusiasta de su género.
Comimos muy cerca. Regular. Salvo el vino manchego de la casa, nada reseñable. Nos quedaba una tarde-noche entera en Toledo, pero con pocas opciones culturales porque los horarios de invierno por allí parecen penalizar las horas sin luz, cerrando la mayoría de los sitios visitables muy pronto. Así pues, tras un descanso merecido, lo que hicimos fue circunvalar, casi completamente, la ciudad, siguiendo, aproximadamente, la orilla interior del Tajo. Bajamos hasta el puente de Alcántara, caminamos por la otra orilla hacia el puente más cercano, por el que volvimos a cruzar el río y, desde allí, fuimos improvisando un largo paseo, intentando mantenernos lo más cerca posible del curso de agua. Aquello supuso un arduo rompepiernas de ascensos y descensos que, eso sí, no dejaba de generar atractivas vistas de la ciudad, del río, del horizonte exterior. Y es que, con la luz del ocaso, ese tipo de panoramas siempre resultan mucho más bonitos, algo que bien saben los fotógrafos. Jacobo se manifestó enamorado de Toledo y, para colmo, bien avanzado el paseo, nos topamos con todo un hito en su afición canina: dos imponentes ejemplares de Mastín del Tíbet custodiaban un jardín. Quedó fascinado por la belleza de la pareja, y por la quimera que representaba el encuentro ya que, según me dijo, procedentes de China, su “extradición” tiene unos precios prohibitivos.
El Tajo abrazando Toledo. |
Nuestra caminata alrededor de la ciudad finalizó casi a la altura de la puerta de la Bisagra, en el punto donde se toma la sucesión de escaleras mecánicas que ayudan a remontar la ascensión al centro. Un chocolate caliente ¡sentados! En la plaza de Zocodover, estaba más que merecido.
Acertamos con la cena. Un restaurante, claramente de moda entre el público local de la ciudad, nos dispuso una mesa en unos laberínticos espacios compuestos por múltiples arcadas de ladrillo. Un claro ejemplo de los cimientos y sótanos que deben sustentar todo lo que se ve por las calles de la ciudad. Mientras Jacobo daba cuenta de un codillo, yo me conformaba con una ensalada de perdiz escabechada y una deliciosa, fuerte y deconstruida tarta de limón. Esta vez cervezas, pero, eso sí, de producción propia artesanal del restaurante. Buen final gastronómico en Toledo.
Nuestra última jornada nos obligaba a madrugar y ayunar hasta comprobar que llegábamos a nuestro siguiente plan a la hora prevista. Salimos de Toledo al amanecer y la ruta consistió en una constante sucesión de autovías y autopistas. Como los autonautas Carol Dunlop y Julio Cortázar. Llanura manchega salpicada de algo de tejido industrial hasta la primera circunvalación urbana: Madrid. Túneles y nieblas hasta el segundo rodeo: Ávila. Sol esperanzador, campo y un desayuno de área de servicio hasta la siguiente evasiva viaria: Salamanca. Y desde allí hacia el oeste, como diría el Profesor Tornasol, “la oeste, siempre al oeste”. Dirección Portugal, que tanto nos atrae a padre e hijo, pero esta vez, sin llegar a alcanzarlo.
Y es que, a medio camino entre la frontera y la histórica ciudad universitaria, nos detuvimos para afrontar nuestra última visita: a una ganadería de toros de lidia. Llegamos un poco antes de la hora prevista, pero ya estaba allí un hombre con un par de monturas preparadas, mientras un bóxer y un labrador salían animosamente a saludarnos. Aquello era un rústico conjunto de edificios bajos en mitad del campo. Unos establos, una sólida casa principal, de apariencia antigua, construida en piedra, otra blanca bastante más pequeña, algunos corrales y hasta una ermita con pinta de llevar muchísimos años en pie. Todo ello dispuesto de forma acogedora, pero sin orden estricto, más bien con acomodo relajado y familiar. Con varios árboles adultos aportando sombra en diferentes zonas. Enseguida llegó Guillermo, alto, espigado, delgado… en forma, se notaba que su pasado como matador y su presente como polifacético aficionado a varios deportes le mantienen en buena forma. Apareció precedido de dos activos collie border, con lo que de inmediato nos sentimos familiarizarnos al recordarnos al nuestro, al cual ya empezábamos a echar de menos.
Estampa que nos encontramos nada más llegar a la finca. |
Hechas las presentaciones nos asignaron las monturas. Perla, una española torda muy clara, para mí, y una más activa yegua lusitana para Jacobo. Guillermo ensilló, mientras tanto, un flamante centroeuropeo que ha acabado adaptando al trabajo de campo. Hacía más de dos años que no me subía a un caballo, e incluso décadas que no lo hacía en monta vaquera, así que al principio me agobié un poco al ver que la yegua no entendía bien alguna de mis ayudas. Fue en un picadero estrecho, con Guillermo dándome instrucciones a pie. Sin embargo, al cabo de pocos minutos todo funcionó, Jacobo calentó a la suya y nuestro anfitrión, tras dar un poco de cuerda al suyo, montó, y nos pusimos los tres en marcha, con los dos collie a nuestro alrededor.
Íbamos abrigados porque la mañana estaba fresca. Temperatura agradable con la ropa adecuada, y un día de campo radiante. La conversación fluyó de inmediato y cuajó porque pronto hubo constancia de que teníamos todos intereses muy próximos, buen talante conversador, nosotros ganas de empaparnos del manejo de aquellas tierras, y Guillermo entusiasmo por compartir su saber y conocimiento. Empezamos por recorrer parte de las tierras de labor, en las que alternan y rotan tres tipos de cultivos para alimentar ganado, con otra parte en barbecho. Y es que la localización de la finca es muy afortunada para su viabilidad en los tiempos actuales, ya que se encuentra en un espacio de transición entre el campo de labor y el monte charro con sus encinares. Gracias a ello, produce alimento para las reses y excedente para vender. Por allí practicamos algunos galopes para acostumbrarnos a nuestros animales. Perla demostró ser una yegua muy tranquila, fácil de manejar y nada reacia al galope al pedírselo. Ideal para mí.
Tiempo después, hablando de la escuela de toreo de Salamanca, de la diversificación de la explotación, de nuestra compartida afición al esquí y de muchas cosas más, pasamos por cercados dedicados a la cría de ganado manso para carne. Vacas de raza morucha que cruza con un semental charolés. Ascendíamos y descendíamos suaves ondulaciones del terreno y, con esa progresión, nos íbamos acercando al monte, la zona de las encinas. Nos enseñó un esbelto potro que promete mucho, una cerda ibérica que recientemente se había escapado y acabamos llegando a la que quizás fuera la zona más bonita de la finca: lecho irregular de hierba, ligeramente salpicado de roquedales y completado por muchas encinas separadas entre sí. Aquello está reservado para los toros de lidia, jóvenes ejemplares de encaste Domecq. El “intríngulis” que se genera al entrar a caballo a un enorme cercado en el que se pasean decenas de toros bravos, se pasa enseguida al ver que prefieren alejarse o mantenerse en la distancia que curioseando demasiado cerca. Aun así, se nos dijo, conviene no despistarse, ni sorprender a ninguno repentinamente a la vuelta de un recodo. Creo recordar que por allí eran todo añojos, erales y utreros. Estos últimos, ya con clara estampa belicosa, y evidente desarrollo muscular. Altivos, brillantes, bien criados. Los más jóvenes corrían en manada, se detenían, y con modos casi coreográficos, torcían el cuello hacia nosotros para mirarnos con curiosidad.
Aquel rato, porque no fue un momento, sino el mejor paseo ecuestre que recuerde haber dado en mi vida, fue prolongado, se desarrolló sin prisa, y tengo la impresión de que los tres jinetes nos sentimos en la gloria. Guillermo como orgulloso propietario y ganadero, sabedor de que estábamos valorando muy sinceramente su trabajo; Jacobo porque estaba en lo que, para él, sospecho, es el paraíso terrenal; y yo porque siempre he considerado que sería un sueño cabalgar entre toros de lidia.
Salimos de aquella zona y nos acercamos a ver unas yeguas espectaculares que Guillermo cría para doma clásica. Todo ese tema lo fueron desmenuzando ellos dos, con referencias a ejemplares y jinetes conocidos por ambos. Las yeguas eran preciosas. Las madres y sus productos. Por allí andaba también un caballo para picar, de origen leonés y, según su dueño, enrome corazón y valentía. También vimos a los cerdos, preciosos ejemplares ibéricos a un 75%. Y es que, siguiendo su preferencia y gusto, nuestro guía considera que esa combinación es la que mejor sabor aporta a todo el embutido que produce y comercializa.
Hablamos mucho de falso ecologismo, de animalismo desinformado, de desconocimiento del campo y la naturaleza, de plagas animales y humanas, furtivos animales y recolectores. De las modas de tendencia de opinión, que se apoyan en un relativismo enfermizo que actualmente parece contaminar tanto a la política como a los medios de comunicación. Del respeto que se brinda a los miles de hectáreas de plástico para huertas, toneladas de fitosanitarios y desmesurados trasvases de cuencas hacia regadíos privilegiados, mientras se acosa a la ganadería extensiva, etc. Eran temas que salían al cuento, al quedar relacionados con las muertes que toda finca sufre, cuando un toro ensarta a algún cerdo demasiado atrevido, una vaca no consigue sacar un ternero adelante, una cornada hiere de gravedad a un caballo porque alguno de los dos implicados se ha escapado, malos partos, etc. Y es que la muerte es consustancial a la vida, manifestándose, inevitablemente, donde la segunda florece.
Visitamos el cercado de los cuatreños sin entrar porque no hacía falta. Les teníamos allí al lado, vistosos y poderosos. Nos cuenta que se las traen entre ellos, especialmente hasta que, de algún modo, ellos mismos establecen sus peculiares jerarquías. Allí nos explicó lo complejo de la selección de cría, su preferencia para tentar vacas, etc. Fuimos regresando, atravesando el gran cercado de vacas de lidia, algunas de ellas con sus becerros, y un joven semental correteando, moviéndolas de un lado para otro, algo que nunca hacen ya cuando maduran un poco.
En un momento dado, entramos en una amplia pradera, ideal para un galope sostenido. Allá nos lanzamos los tres en paralelo, ellos, al ir un poco adelantados, levantaron una liebre a su paso. Al detenernos en el otro extremo, nos mostró una bonita charca que sirve de abrevadero para dos de las parcelas en las que dividen su territorio. Incluso allí crían peces en temporada. Al otro lado de tapia de piedras, se asomaron tres enormes bueyes de raza morucha, con amplia cornamenta y una capa grisácea clara. Francamente bonitos. Los utiliza para trabajar como cabestros cada vez que tienen que mover o ejercitar a los toros. Hace tiempo utilizaban vacas, pero al final, los toros acababan montando alguna, lo cual generaba un curioso problema: que los becerros no servían para lidia por insuficiente bravura, pero, por el contrario, no se podían enviar a un cebadero porque a algunos les daba por “arrancarse” (la sangre es la sangre, y con ella los genes…). Por causas similares, ha de evitar que los jabalíes “cojan” a las cerdas.
Regresamos satisfechos tras algunas horas de paseo a caballo. Satisfechos y entusiasmados. Habiendo conocido de cerca, y al detalle, un entorno natural que siempre hemos admirado, de la mano de un experto. Otro profesional que para algunos sectores de la opinión pública pudiera parecer también en vías de extinción. Sabemos que no es así, y confiamos en su supervivencia, en la de los oficios vinculados a ello, los paisajes, los ecosistemas, las razas animales, etc. Guillermo, lo mismo que el espadero Antonio Arellano, representa la cuarta generación de una familia dedicada al campo charro y a la cría del toro bravo. Tiene descendencia, hijas que, desde muy pequeñas, montan a caballo, adoran a sus perros y juegan con una cabra que no para quieta. Quién sabe a qué se dedicarán…
Nos despedimos de la finca y de nuestro anfitrión con un sincero apretón de manos y una promesa que tenemos que cumplir. Fuimos a comer a pocos kilómetros de allí en dirección a Portugal. A un mesón de pueblo en el que nos reservó mesa. Rico y barato. Alubias o embutido local, y dos tipos de carnes aliñadas a un ajillo preciso y delicioso. De vuelta a la autopista, me fueron llegando varias reflexiones en formato de flashes. Mi hijo, que convive permanentemente con su teléfono móvil, consumiendo y produciendo, entre otras cosas, “historias” de Instagram, no había sacado el teléfono durante toda la visita. Es un experto jinete (es su profesión) por lo que yo le había encomendado que hiciera algunas fotos. Sin embargo, se “metió” tanto en la experiencia, que él solito decidió no “contaminarla”. Cuando le pregunté en el coche al respecto, me soltó lo siguiente: “mira Papá, esto es como lo que decía tu padre en su última época de esquiador, cuando ya había móviles por doquier y vuestros amigos más jóvenes se paraban a posar: a qué hemos venido aquí, a esquiar o a hacer fotos”. Les doy toda la razón. A ambos.
A medida que devorábamos kilómetros de autovías de regreso a casa, otro flash me vino a la mente, entre el escasísimo tráfico que nos encontramos en el mismo sentido de marcha en la provincia de Salamanca, antes o después de la silueta del Toro de Osborne (que también estuvo en vías de extinción y, afortunadamente, acabaron sobreviviendo en el paisaje español, tan plagado ahora de hélices descomunales) nos adelantó un coche con una pegatina de toro de lidia detrás, así como una furgoneta con una leyenda que rezaba algo así como “… veterinario y fisioterapeuta equino”. Aficiones y oficios de siempre, de antes, de ahora y de futuro.
Nuestro viaje finalizó volviendo a nuestra realidad. La segunda circunvalación de Salamanca supuso la cuarta del día. La de Valladolid la quinta y la de Palencia la sexta. ¡Seis “ruedos” seis!. Al paso por el puerto de Pozazal, atravesando la cordillera, una copiosa nevada azotaba nuestro tránsito. Volvíamos a casa, a lo nuestro, a las montañas y quién sabe si pronto a nuestra adorada nieve.
Pocos días después de nuestro regreso, en un noticiario de la televisión insertaron la información de que la compañía española PLD Space presentaba el primero de sus dos cohetes aeroespaciales. Ambos, cuando sean lanzados,situarán a nuestro país dentro del grupo de estados que hayan lanzado cohetes al espacio. Si lo previsto se cumple, seríamos el decimocuarto país en lograrlo. Es ese, el del transporte espacial de mercancías, personas o artefactos, un oficio de rabiosa actualidad. Podríamos calificarlo como de "en vías de expansión". Casi lo opuesto a algunos de los que nosotros hemos experimentado de primera mano. Sin embargo, en el evento de presentación de los cohetes hubo un detalle cultural que pudiéramos considerar halagüeño, un guiño al pasado y al presente: tan innovadora empresa no lo ha dudado a la hora de bautizar a sus dos tecnológicos retoños con los nombres de Miura 1 y Miura 5. Ahí queda eso.
Presentación del Miura 1 en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid (Imagen: diariodeavila) |
Como este viaje, desde nuestra perspectiva cantábrica resultaba bastante sureño, hicimos una rápida selección de discos de música “española”. Aunque no toda, ni mucho menos, se correspondía con las provincias recorridas, sí que nos sirvió para ambientarnos y disfrutar de los paisajes y experiencias, mientras nos desplazábamos en coche por ellos y entre ellas. Aquí dejo una pequeña muestra.