No están ustedes ante un texto de
carácter religioso. Nada de eso. Tampoco ante una consideración del deporte
(practicado u observado) como de una religión. Ni una cosa ni otra. No es este
un espacio adecuado ni pertinente para hablar de religión. Ni a favor, ni en
contra, ni tampoco desde una óptica neutral y desapasionada. Y respecto a lo
segundo, eso de conceder al deporte un rango místico, milagroso, misterioso,
divino… y demás atributos espirituales y sagrados, nada más lejos de mi forma
de pensar. En cualquier caso, esto último, sí que es común hoy en día.
Demasiado común. Es más, creo que peligrosamente habitual. Especialmente entre
los periodistas, y entre gran parte de la población que antepone el deporte
(consumido y practicado) a cualquier otro asunto vital (salud, familia,
educación, ideología…) a la hora de emplear su dinero, tiempo, reflexión y
pensamiento, toma de decisión, relaciones personales, etc. Allá cada cual, no
es la primera vez que ocurre en la historia de la humanidad, ni creo que sea la
última. Y como decía desde la primera línea, voy a tratar de referirme al Zen,
algo que no tengo del todo muy claro qué es, desde una perspectiva más bien
emocional, sensitiva y espiritual, pero no religiosa. Por emocional me refiero
a estados, situaciones, acciones u otros agentes que provocan emociones, es
decir sentimientos, sensaciones, estados psicológicos o todo mezclado a la vez.
Dicho esto, parece redundante explicar con qué me refiero a sensitivo, pero aún
así caeré en el error añadiendo que con ello trato de evocar o advertir el
detalle de aquellas situaciones en las que a través de vivencias corporales y
mentales, despertamos o nos hacemos conscientes o hipersensibles a determinadas
sensaciones perceptivas que a menudo nos pasan desapercibidas, sumergidas en el
todo o en el seno de los comportamientos automáticos rutinarios (y en el caso
de lo aquí tratado: deportivos). Y finalmente, con lo de espiritual, trato de
referirme a aquello que nos hace pensar, o incluso dejarnos llevar mentalmente
hacia reflexiones o meros estados de ánimo o pensamiento que se alejan de lo
convencional, lo material, lo concreto y lo racional, dejándonos pasear
libremente por cuestiones desordenadas (o no), inmateriales, alejadas de los
quehaceres cotidianos y de lo objetivo, y cargadas de simbolismo y de una
visión cualitativa del mundo y de nosotros mismos. ¡Menudo jardín! Y si todo
esto, que parece sugerir que vamos camino de entrar en trance, no lo vamos a buscar
por vía religiosa (tradicional o de “New Age”), alguno pensará que lo
alcanzaremos por medios ilegales o poco saludables, a base del consumo de
estupefacientes o con sobrecarga de bebidas espirituosas. Que no, que no, que
tampoco van a ir por ahí los tiros.
Empezaré quizá por lo más difícil,
lamentar lo que considero una excesiva falta de espiritualidad en la mayor
parte de la población actual. Seguro que no sabré explicarme pero tampoco me
refiero a ello con religiosidad. Ni muchísimo menos. Precisamente son varios
los excesos de religiosidad, o una radical y equivocada interpretación de
muchas de ellas, las causas de muchos de los conflictos más graves que tenemos
actualmente en el mundo. Lo mismo que esas habituales corrientes de
anti-religiosidad (que en mi opinión parecen radicalismos laicos, que están
sirviendo para que muchas personas, cuya ausencia de creencias religiosas les
provoca un hueco espiritual que necesitan llenar, lo hagan a base de “cruzadas-laicas”
crónicamente centradas en las religiones como objeto de lucha, y por lo tanto
eje indirecto de sus vidas) son responsables de avivar la crispación en
determinados ambientes sociales. Definitivamente no, cuando afirmo que echo de
menos una mayor espiritualidad de la gente, me refiero a cierta alteración en
su escala de valores. Una diferente ordenación de prioridades en la que lo
emocional, lo psicológico, lo humano y muchas cosas más, se anteponga a lo
material, lo económico, lo nítidamente factible. Pongamos algunos ejemplos: una
berlina alemana de alta gama es un bien factible, un deseo material, mientras
que una buena amistad es un valor inconcreto y una fuente de sentimientos y
emociones difíciles de cuantificar. La cuenta corriente es algo fácilmente
mesurable y para su crecimiento normalmente emprendemos acciones bastante evidentes
y de transacción objetiva, mientras que el bien común de la sociedad es algo
mucho más complejo, plagado de desacuerdos y diferentes puntos de vista, y para
mejorarlo hay que encontrar soluciones complejas en las que las “transacciones”
entran dentro del campo de la moral, la ética, los valores… y lo espiritual. La
relación que cada cual tenemos con el mundo, con la vida, con la naturaleza,
con los demás, tiene (o debería tener) mucha carga espiritual. Cuando no es
así, damos con gente peligrosa e incluso que puede arrastrar algún problema
psíquico o alguna sociopatía. Buscando ejemplos más cercanos a “lo nuestro”,
son distintas las experiencias vitales que suponen el comprarse una bicicleta
concreta, a un precio determinado y disfrutar de la potencialidad de placeres
evocados que tal objeto promete (y que quizás no lleguen a producirse), uno de
los efímeros efectos en los que se basa el consumismo; y circular en bicicleta
por un paraje maravilloso, a solas o en compañía, entrenando o viajando, pero gozando
del momento, de los sentidos y de las sensaciones, sin que tal o cual bicicleta
tenga demasiado que ver en esa situación.
Como lo más seguro es que aún no haya conseguido hacerme entender, lo
dejaré ya con una última sentencia: lamento enormemente la falta de
espiritualidad actual en el seno de la humanidad, y como ejemplo de ello,
lamento muy especialmente que a pesar del inusitado desarrollo que el deporte ha
experimentado a lo largo de los últimos años en el ámbito de lo económico,
practicante, técnico, tecnológico, mediático… esté perdiendo, a todas luces,
una parte importante de lo que fue su esencia: ¡el espíritu deportivo!.
Y creo que el Zen es algo que
tiene mucho que ver con ese concepto de espiritualidad que tan escurridizo de
me está haciendo. Tengo que reconocer que el desencadenante de que hoy me haya
puesto tan filosófico y metafísico fue la lectura de un libro de Juan Carlos
Kreimer titulado “Bici Zen. Ciclismo urbano como meditación”[1].
Aunque mucho antes, la idea de relacionar el Zen (o alguna forma de meditación)
con determinadas situaciones de la práctica deportiva, ya se me había pasado
por la cabeza, la decisión de intentarlo surgió a raíz de esa lectura. Vaya por
delante que mi juicio sobre el libro no es en realidad demasiado positivo. No
es una lectura que recomiende. He encontrado en él algunos fallos concretos
cuando explica cuestiones documentales de la bicicleta, algo que en realidad
apenas hace. Por ejemplo algunas explicaciones relacionadas con cifras de
cadencia de pedaleo, así como una equivocada afirmación sobre Leonardo da Vinci
(un error demasiado extendido por cierto). Pero esos fallos son lo de menos, lo
que no me ha satisfecho es el texto en sí, su ritmo, y sobre todo su contenido,
el cual no me “ha llegado”. No se lo tomen ustedes (y menos aún el autor) como
una crítica literaria. Únicamente es una opinión personal, modesta, unilateral
y basada en mis propias sensaciones. Y sobre libros, como sobre casi todo, cada
cual tenemos nuestros propios gustos y preferencias, y no espero ni pretendo
que nadie se guíe por los míos. En cualquier caso, como hago casi siempre (más
por una cuestión espiritual que de optimización mercantil), me compré el libro,
y al mismo agradezco sobre todo dos cosas: haberme provocado este proceso reflexivo
y, sobre todo, darme dos pistas bibliográficas sobre dos ejemplares que me
interesan, uno de los cuales ya he conseguido y que espero poder leer dentro de
un tiempo. Así pues, gracias autor, me siento suficientemente compensado.
En realidad no soy quien para
juzgar el contenido de ese ni de cualquier otro libro que hable sobre Zen,
porque francamente no sé nada de Zen y además reconozco que es un asunto que
nunca me atrajo ni interesó demasiado. Pese a ello, algunas veces me he
encontrado con su filosofía o sus enfoques, de forma indirecta, a través de
algunas lecturas destacadas a lo largo de mi vida. Lo curioso es que todas
ellas provenían de la literatura norteamericana “alternativa” y no de la
filosofía oriental. El primer ejemplo de ello fue un libro que, precisamente
por eso de los peculiares gustos personales de cada cual, no me atrevo a
recomendar a nadie, a pesar de que a mí me encantó. Se trata de un texto raro,
muy raro. No sé si algo autobiográfico. Desde luego muy filosófico y con altas
dosis de “road movie” en su estilo. Me refiero al “Zen y el arte del
mantenimiento de la motocicleta”, de R. M. Pirsig[2].
El texto, escrito en los años setenta, fue rechazado por ¡121 editores! antes
de ser publicado y que consiguiera ¡5 millones! de ejemplares vendidos. Una
auténtica demostración de que los editores, en demasiadas ocasiones, ejercen un
papel (confío en que involuntario) de nefasto filtro entre los autores y el
público. Por otro lado, tal incongruencia, anima a cualquiera a seguir
escribiendo, por poco éxito que tenga su labor (un poco de autocomplacencia no
viene mal para dar aire a este solitario entretenimiento, je, je). De la mano
de Pirsig disfruté de una dosis de ficción viajera motera, descripción geográfica
norteamericana, relato de unos días de montañismo, disquisiciones filosóficas,
reflexiones docentes y, desde luego, un enfoque diferente y creativo de
plantear una novela.
Dentro del fenómeno literario
independiente norteamericano, con décadas de adelanto, mayor fama e
indiscutible impacto, encontramos a Jack Kerouac, quien es habitualmente
considerado como uno de los “padres” culturales de la “generación beat”. Lo de
Kerouac es una escritura desbocada, continua, directa e improvisada, que fluye sin
interrupciones y se mantiene muy al margen de etiquetas o encorsetamientos
académicos. A mí siempre me gustó. Lo curioso es que tan solo me he leído tres
obras suyas, y las tres muy espaciadas en el tiempo, con bastantes años de
diferencia. Y sin programarlo, accediendo a ellas por orden cronológico
respecto a las fechas en que fueron escritas. Durante mi época de universitario
me leí “En el Camino”[3]
(mejor sería decir “En la carretera”), que desde luego es su libro más famoso.
La percibí como una especie de apología juvenil de la libertad y el desenfreno,
encuadrados ambos en un ritmo de vida dinámico y en constante movimiento
(físico, geográfico, mental y relacional). Sin llegar a los excesos allí
narrados, quien más y quien menos, bastantes jóvenes con interés lector, nos
sentimos algo identificados con la propuesta de vida descrita por Kerouac, sus
aventuras y sus andanzas. Aquella fue la primera fase de una especie de ciclo
de vida que he mantenido con los libros de Kerouac. En ellos, el autor me ha
mostrado al menos tres fases bien diferenciadas de la suya, mientras yo las iba
conociendo en momentos muy diferentes de la mía. Como veremos enseguida,
afortunadamente mantuvieron mucha distancia entre sí (especialmente al final).
La segunda fase corresponde a la lectura de “Los vagabundos del Dharma”[4].
Aquí el escritor parece poner bastante empeño en encontrar cierto sentido a su
existencia, en reflexionar sobre temas bastante espirituales y en bracear en
las aguas de la filosofía. Para ello incluye varios pasajes en los que el
protagonista, cual monje budista, se acerca a la naturaleza, se busca en ella o
a través de ella y se distancia del mundo rodeándose de bosques y montañas. El
libro también me encantó en su momento, una época de mucha más madurez, en la que
por mi parte ya estaba completamente sumido en responsabilidades laborales,
familiares, etc. Parte del libro describe un periodo en el que el protagonista
ejerce como guardabosques. Según parece, todo ello se basa en las actividades
de Snyder, un amigo de Kerouac, del que seguidamente hablaré. Y realmente no sé
muy bien porqué, quizás en un arrebato nostálgico fugaz, surgido repentinamente
rebuscando en mi librería habitual, el caso es que hace dos o tres años me topé
casualmente con “Big Sur”[5],
el tercer libro de Kerouac del que puedo hablar. A su modo, el texto también me
gustó mucho y me lo devoré en poco tiempo. Mi impresión es la de haber dado de
nuevo con un escritor bastante autobiográfico, pero en un estado vital
lamentable y destrozado, quizá por una total falta de reciclaje personal en sus
costumbres y estilo de vida. Con ella, en cierto modo se cierra ese círculo
vital al que antes me refería, pues el estado de casi permanente borrachera,
semi-inconsciencia, soledad y acercamiento a la locura que describe el
protagonista, no anda muy alejado, en tiempo y formas, al momento de la muerte
prematura del autor, a sus 47 años, a causa de una cirrosis agresiva. Fue pues
en el segundo libro de los aquí descritos en el que me topé con el Zen, aunque
a través de un autor muy cuestionado por parte de los eruditos en tan
transcendental asunto.
Y curiosamente, hace
relativamente poco (cuestión de meses), me encontré con un libro de G. Snyder
(el amigo guardabosques de Kerouac) titulado “La práctica de lo salvaje”[6].
Los derroteros de la vida de este personaje han sido bien diferentes. Para
empezar está vivo, el libro aludido lo escribió en 1990. Ha desempeñado
numerosos oficios, primero algunos más manuales y viajeros (leñador, marinero,
granjero, guarda forestal) y después otros más intelectuales (escritor – muy
premiado - y profesor universitario). De su texto se desprende que es un
pensador preocupado por tres temas interconectados entre sí: la naturaleza, la
espiritualidad oriental (Zen) y la necesidad de una renovación de lo social.
“Durante uno de los largos retiros de meditación, llamados ‘sesshin’,
el ‘Roshi’ nos dio una charla sobre esta frase: ‘El camino perfecto no tiene
dificultades; ¡esfuerzate!’. Esta es la paradoja fundamental del camino. Se nos
puede exigir no escatimar una gota de sudor en la intensidad del esfuerzo
mientras nos recuerdan que no hay obstáculos en el camino y que incluso el
propio esfuerzo nos puede llevar a extraviarnos. El esfuerzo por sí solo puede
hacer que se acumule aprendizaje y energía, o se consigan logros formales. La
disciplina puede alimentar el talento natural, pero por sí sola no llevará a
nadie al territorio del ‘paseo libre y fácil’ (una frase de Zhuangzi). Hay que
procurar no ser una víctima de la inclinación personal a la autodisciplina y el
trabajo duro. Un talento menor puede conducirnos al éxito en nuestro oficio o
en los negocios, pero quizá entonces nunca descubramos qué capacidades lúdicas
nos habrían dado las mayores alegrías”. (G. Snyder).
Me abstengo de explicaciones,
como punto de partida para un ejercicio de reflexión y quizá ¿quién sabe?
estimulación de la meditación a partir de los devaneos mentales que este
párrafo produzca, no está mal. Las connotaciones para la vida general son
obvias, e incluso también para el esfuerzo deportivo o ciclista. La advertencia
zen sobre el excesivo culto al sacrificio parece evidente, así como la
importancia no siempre valorada de la felicidad encontrada a través de lo
lúdico, algo a lo que vengo refiriéndome en mis textos desde hace años.
Y vuelvo ahora a Kreimer, y pese
a no haber sido generoso con su texto en mis comentarios anteriores, lo
compenso un poco insertando un par de citas, de entre varias que sí que me
resultaron sugerentes. La primera tiene que ver con la labor mecánica,
restauradora o reparadora del material deportivo (especialmente asumible en el
caso de quienes adoramos las bicicletas). Se ubica en el texto tras haber
comentado, su autor, la importancia de mantener limpias y ordenadas las
herramientas de trabajo y el taller, independientemente del tiempo y esfuerzo
que ello implique:
“Cualquiera que viera la escena desde fuera podría decir que
exagerábamos la nota. Quienes estábamos ahí sabíamos, como lo saben todos los
que han pasado un tiempo en alguna comunidad Zen, que ese cuidado de las
herramientas, amoroso y casi humano, tiene el mismo valor que cualquiera de las
otras prácticas espirituales que se realizan en ese centro. No hay un nosotros
por un lado y las herramientas por otro. El ritual es para recordarnos que
ambos somos instrumentos de una misma energía única, totalizadora.
A la tarde o al día siguiente, al volver a coger las herramientas, la
sensación que provocaban en nuestras manos lo decía todo. Primero era el
reencuentro con ellas, e inmediatamente, con la alineación interna que
buscábamos en ese centro. Lo mismo les ocurría a quienes trabajaban en la
cocina, en la huerta, en los telares, levantando paredes, hasta los que iban a
la administración tenían un tiempo para abrir y para cerrar la tarea. Si algún
novato como yo no lo comprendía en el momento, al día siguiente se le revelaba
su sentido”. (Juan Carlos Kreimer)
Creo entender perfectamente estas
palabras y admiro el poder de la recomendación, tanto como envidio la capacidad
para asumirla. Sin embargo me confieso un caso perdido, porque mis tareas
mecánicas nunca se cierran, siempre están abiertas, con una larga lista de
espera de detalles y tareas por abordar, de forma que recojo poco y mal. En mi
disculpa se acumulan varios argumentos: no tengo un espacio concreto para este
tipo de trabajo, ni para el almacenamiento práctico y ordenado de herramientas
y recambios; los periodos de tiempo que puedo dedicar a este tipo de entretenimientos
nunca son programables y aparecen y desaparecen de forma improvisada en mi vida
cotidiana; etc. Pero reconozco que son meras disculpas, pues el hecho es que
mis mesas de trabajo de lo habitual (lo laboral) también aparentan un
terrorífico y estremecedor caos para cualquier persona que a ellas pueda
acercarse. Y también mi garaje, etc. Todo ello tiene mucho que ver con mi forma
de pensar e interconectar asuntos e ideas… supongo que será fácilmente
comprensible para mis lectores más habituales. El caso es que mi alejamiento de
lo esperado para un mecánico ciclista al más puro estilo Zen es, muy a mi
pesar, absoluto. Y creo que el actual estilo de vida global-occidental (tan
“ocupado” y acelerado), del que en realidad procuro apartarme más que la
mayoría, tiene bastante que ver con mis dificultades para acercarme al ideal
propuesto aquí con respecto a las herramientas. Sin embargo, eso de que la mano
y la herramienta se encuentran y se alinean, es algo en lo que de alguna forma
creo. Entre otras cosas porque cada día encuentro más lecturas basadas en
evidencias científicas que aseguran que la utilización del cuerpo en general y
de la mano en particular es fundamental para el desarrollo neurológico,
psíquico, intelectual y emocional de las personas. La neuro-ciencia está
avanzando mucho en este sentido y aportando muchos descubrimientos de última
hora. Que determinados deportes se vengan utilizando con gran éxito como
recursos terapéuticos para mejorar el desarrollo neuronal y psicológico con
personas que sufren diferentes tipos patologías, retrasos, déficits o
singularidades, es algo que día a día va cobrando cada vez más fuerza. A este
respecto resulta muy esclarecedora la lectura de un buen montón de páginas (el
capítulo 5 al completo) que ya Richard Sennett dedicaba en su obra “El
artesano”[7]
al fundamental papel que la utilización de la mano tiene sobre el desarrollo
intelectual. Y al hilo de todo esto, y de la filosofía o “espíritu” Zen, tengo
que reconocer que en mi caso particular, cuando trabajo en reparaciones o
restauraciones ciclistas, el proceso y los resultados se ven
extraordinariamente afectados por mi estado de ánimo. Tal es así que he
aprendido a dejarlo estar, a posponer una tarea, cuando mi actitud no es la
apropiada, pues los desaguisados pueden acabar siendo peores que lo avanzado.
Por el contrario, cuando la aproximación y el “talante actitudinal” son los adecuados,
el trabajo fluye y todo va bien.
La otra cita me servirá para
introducir el tema sobre el que en realidad pensaba que iba a escribir: la
práctica Zen del deporte.
“En la tradición japonesa y china, los deportes y las artes marciales
no tienen como objetivo principal competir y ganar, no ofrecernos la
posibilidad de ser mejor que otros. Los bastones y espadas no se blanden para
derrotar adversarios: se usa la certeza de derrotarlos, para no tener necesidad
de competir con ellos. No se baila con el fin de ejecutar movimientos rítmicos
o proporcionar goce estético a otros, las danzas son prácticas que solo buscan
armonizar lo consciente con lo inconsciente, y los diferentes estados
energéticos de que estamos hechos.
Allá lejos, en la cuna del Zen, las actividades físicas que los
occidentales llamamos deportes son consideradas actos rituales. Las respetan –
y honran – como artes. Las artes corporales no significan habilidad deportiva,
dominio de lo físico, sino ofrecer el propio físico a ese acto. El sentido no
se busca a través de destrezas, sino de ejercicios interiores, cuya finalidad
es acceder a la transparencia, la alineación, la entrega a esa fuerza que se
desprende del sí mismo, cuando este deja de lado su voluntad y se aúna con los
movimientos.” (Juan Carlos Kreimer).
Fred Rohé, en “El Zen del correr”[8],
trataba la utilización de una forma relajada y abierta de la práctica de la
carrera a pié como medio para la meditación, el autoconocimiento, el
enraizamiento con la tierra, etc. Huyendo de la búsqueda de resultados y
estilos, del sometimiento mental y corporal a un sistema de autodisciplina, sus
consejos abundan en la atención a las sensaciones y en una búsqueda
involuntaria de la libertad y de la fluidez. La idea es fácil de reconocer
porque aunque tales sensaciones no son frecuentes, quien más quien menos, en
alguna ocasión, las hemos sentido practicando la carrera o cualquier otra
modalidad deportiva. Al menos a mi así me sucede de vez en cuando, en la
mayoría de las modalidades deportivas que practico, dentro de las categorizadas
como cíclicas (correr, nadar, pedalear, remar…). Son esos momentos en los que
la felicidad se te presenta de forma intensa, y tu estado de ánimo y tus
sensaciones se funden en una especie de sentimiento integrado con el avance
fácil o eficaz, sin crispaciones, sin rigidez, con facilidad en los
movimientos, coordinación y… ¿deslizamiento?. En la bicicleta me pasa tanto de
forma presente (instantánea; durante el pedaleo) como retrospectiva (con algo
de concentración soy capaz de recrearlo mentalmente sentado cómodamente en mi
casa). Normalmente lo asocio a un pedaleo agrupado sobre un firme fino y
agradable, con temperatura ideal, sin ruidos o chasquidos en la bicicleta, sin
dolor de piernas y con una perfecta combinación de cadencia de pedaleo y
aplicación de fuerza. Son esos metros o kilómetros en los que te sientes volar.
La velocidad me ayuda a provocar la sensación, por eso, en ocasiones, un ligero
viento de cola puede provocarlo, pero también sucede sin su ayuda, o
ascendiendo un puerto al ritmo adecuado o incluso superando una dura rampa que
“te tensa”, danzando de pié sobre los pedales. Por muy mal que lo haya
explicado, imagino que es algo que, en cierta medida, a todo el mundo le haya
podido suceder alguna vez, y si el entorno acompaña y se funde también en el
momento… la experiencia es total y engancha. Tanto, que una de las cosas que
nos hace volver a salir en bicicleta, es experimentarla de nuevo. No sé si
estos fenómenos de inspiración completa (cuerpo, mente, movimiento y entorno
integrados) pueden ser considerados como “momentos Zen”, pero a mí me lo parecen.
Con el kayak también me sucede,
aunque en este caso la versión retrospectiva me resulta mucho más difícil.
Probablemente todo tenga que ver con el infinitamente menor volumen total de
práctica de piragüismo que he acumulado a lo largo de vida, comparado con el de
pedaleo. Pero en ocasiones los encuentro igualmente, y entonces, soy tan
consciente de ello, que lo aprovecho y lo disfruto hasta que seguramente por
cansancio o distracción, como vino se va. Suelo asociarlo a situaciones sin
viento, con la superficie del agua como un espejo y la proa cortando la misma
sin perturbaciones, mientras mi ritmo de palada tira a ser elevado, pero sin
detenerse en hacer demasiada fuerza, sino más bien impulsando la embarcación
sin pelear con el agua, simplemente apoyándose brevemente sobre ella y
acertando con una dirección rectilínea del casco hacia adelante. Un auténtico
placer, efímero, pero maravilloso. ¿Y cuándo desparece qué? Pues nada, al igual
que en bicicleta, a trabajar deportivamente (entrenamiento) o a disfrutar de
otros placeres como el paisaje o el manejo, mientras avanzamos con la
familiaridad habitual, que también nos gusta. Pero al igual que en la
bicicleta, también me ha ocurrido en situaciones objetivamente adversas. Por
ejemplo remando con una ligera brisa en contra, que además rizaba moderadamente
la superficie del agua, e incluso venía acompañada de una fina lluvia como de
agua pulverizada. En ocasiones, ese plus de esfuerzo (o eficacia requeridos) me
han hecho dar con un ritmo y un estado de concentración tales que han
favorecido igualmente que, durante algún tiempo, todo mi ser acabase
perfectamente fundido o integrado con la acción en el momento y el lugar.
En cuanto a los patines (siempre
en mi personalísimo caso) estos “momentos” también aparecen de vez en cuando.
Resultan especialmente breves pero tremendamente corporales, sensitivos y
rítmicos. Corporales porque sólo se dan cuando la coordinación de mis
extremidades inferiores y la postura de mi tronco son buenas y acopladas entre
sí. Sensitivos porque los percibo fundamentalmente a través de sensaciones
kinestésicas y de los sentidos. Todo ello, cuando llega a mi consciencia, es
porque ya ha incorporado e “informado” a todo mi “sistema perceptivo”. Y rítmicos
porque el movimiento depende completamente de una pauta de acentos acorde con
el deslizamiento de las ruedas sobre un pavimento sin irregularidades, a una
velocidad agradable y deseable, en la que el viento o el exceso de rozamiento
parecen haber desertado de poner pegas al avance. ¡Sí! me sucede menos veces, y
depende aún más de las condiciones exteriores que en las otras disciplinas, por
lo que no dudo que el nivel de dominio técnico personal tenga mucho que ver en
esto de lograr mayor frecuencia y duración de “momentos Zen”. Pero eso sí, cuando
aparece, uno se olvida de que se apoya sobre rodamientos y siente que se
desliza sobre un maridaje perfecto entre la superficie y sus pies. Imagino que
algo así deben experimentar los buenos patinadores sobre el hielo intachable de
una verdadera pista de competición, calzados con unas flamantes cuchillas
perfectamente afiladas.
Tales estados, me resultan tan
gratificantes, que desde siempre creo haber meditado (o reflexionado) sobre
ellos. Y aunque una de mis conclusiones es que puedo identificarlos mejor, e
incluso quizás provocarlos más fácilmente, en las disciplinas deportivas
cíclicas, eso no quiere decir que resulten incompatibles con otras modalidades
deportivas más abiertas o complejas en cuanto al abanico motriz de
posibilidades de acción. De hecho, me he propuesto indagar algo más al
respecto, y para ello empezaré con la mencionada lectura sobre el Zen y el
esquí alpino[9], y quizá
siga con la mítica aplicación al tiro con arco tradicional japonés[10][11].
Siento verdadera curiosidad por sus enfoques, descripciones y sensaciones.
Para terminar voy a hacer alusión
a un par de ideas que he encontrado repetidas en varias ocasiones a lo largo de
mi raquítico acercamiento a la filosofía Zen. Una es la casi permanente alusión
que se hace al concepto de camino. El peregrinaje, viaje o vagabundeo es una
referencia constante en todos los textos que he leído relacionados con el Zen.
Siempre afirmo que una de mis interpretaciones favoritas del deporte es aquella
que toma la forma de viaje. El deporte como medio de transporte o traslado,
como posibilidad de disfrute nómada. En ello encuentro otro nuevo punto en
común entre los dos conceptos que titulan este capítulo. De todas formas me he topado
con advertencias y sentencias atribuidas a diferentes maestros Zen, en las que
se afirma que tal camino no debería ser rígido ni firme o claramente marcado,
sino que fluye y varía a través de ocasionales exploraciones, improvisación,
dejarse llevar y bifurcaciones. Para más aclaraciones diríjanse ustedes a un
verdadero maestro Zen, para que les oriente, pues fiarse de mis reflexiones
sobre el tema podría hacerles tomar una senda equivocada (valorado esto desde
un verdadero punto de vista Zen).
La otra cuestión final tiene que
ver con la concepción humana. El Zen, al igual que la filosofía
existencialista, asume el alejarse de una concepción dual del ser humano. Los
existencialistas (creo que) sugieren que nuestra relación con el mundo se da a
través de la práctica (volvemos aquí a la mano, el cuerpo, la experiencia…). El
Zen preconiza que el sujeto es mundo, no una parte de él, y por ello busca que
huyamos de varios dualismos habituales en otras tendencias de pensamiento:
nosotros – el mundo, mente – cuerpo y nosotros – los demás. Y el cómo puede
afectar esto a nuestra práctica deportiva podría comprimirse de forma elocuente
parasitando a mi antojo una frase recomendada por Craig Bourne[12]
(“Pensamiento y motocicleta. Otra visión de la filosofía”) para los moteros:
“No pienses, conduce [pedalea, rema, patina, esquía…]. Inclínate con la moto, sé uno con la moto [bicicleta,
kayak, patines, esquís…]”. (Los
corchetes y el contenido que comprenden no son del autor).
[1] KREIMER,
JC.: “Bici Zen. Ciclismo urbano como meditación”. Kairós. Barcelona, 2016.
[2] PIRSIG,
RM: “El Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta”. Mondadori.
Barcelona, 1999.
[3] KEROUAC,
J.: “En el camino”. Bruguera, 2ª edición. Barcelona, 1983.
[4] KEROUAK,
J.: “Los vagabundos del Dharma”. Losada, 3ª edición. Buenos Aires, 1978.
[5] KEROUAC,
J.: “Big Sur”. Adriana Hidalgo, 4ª Edición. Buenos Aires, 2007.
[6] SNYDER,
G.: “La práctica de lo salvaje”. Varasek. Madrid, 2016.
[7] SENNETT,
R.: “El artesano”. Anagrama. Barcelona, 2009.
[8] ROHÉ,
F.: “El Zen del correr”. Integral. Barcelona, 1988.
[9]
McCLUGGAGE, D.: “El esquiador centrado. Hacia la conquista del Ch’i”. Cuatro
Vientos. Santiago de Chile, 2009.
[10] BROWN,
JE.: “El arte de tiro con arco” + COOMARASWAMY, A.: “El simbolismo del tiro con
arco”. Olañeta. Mallorca, 2007.
[11]
HERRIGEL, E.: “Zen en el arte del tiro con arco”. Traducción de Jorge Thomas.
[12] BOURNE,
C.: “Pensamiento y motocicleta. Otra visión de la filosofía”. Alianza
Editorial. Madrid, 2010.