domingo, 31 de julio de 2016

14. DEPORTE ZEN



No están ustedes ante un texto de carácter religioso. Nada de eso. Tampoco ante una consideración del deporte (practicado u observado) como de una religión. Ni una cosa ni otra. No es este un espacio adecuado ni pertinente para hablar de religión. Ni a favor, ni en contra, ni tampoco desde una óptica neutral y desapasionada. Y respecto a lo segundo, eso de conceder al deporte un rango místico, milagroso, misterioso, divino… y demás atributos espirituales y sagrados, nada más lejos de mi forma de pensar. En cualquier caso, esto último, sí que es común hoy en día. Demasiado común. Es más, creo que peligrosamente habitual. Especialmente entre los periodistas, y entre gran parte de la población que antepone el deporte (consumido y practicado) a cualquier otro asunto vital (salud, familia, educación, ideología…) a la hora de emplear su dinero, tiempo, reflexión y pensamiento, toma de decisión, relaciones personales, etc. Allá cada cual, no es la primera vez que ocurre en la historia de la humanidad, ni creo que sea la última. Y como decía desde la primera línea, voy a tratar de referirme al Zen, algo que no tengo del todo muy claro qué es, desde una perspectiva más bien emocional, sensitiva y espiritual, pero no religiosa. Por emocional me refiero a estados, situaciones, acciones u otros agentes que provocan emociones, es decir sentimientos, sensaciones, estados psicológicos o todo mezclado a la vez. Dicho esto, parece redundante explicar con qué me refiero a sensitivo, pero aún así caeré en el error añadiendo que con ello trato de evocar o advertir el detalle de aquellas situaciones en las que a través de vivencias corporales y mentales, despertamos o nos hacemos conscientes o hipersensibles a determinadas sensaciones perceptivas que a menudo nos pasan desapercibidas, sumergidas en el todo o en el seno de los comportamientos automáticos rutinarios (y en el caso de lo aquí tratado: deportivos). Y finalmente, con lo de espiritual, trato de referirme a aquello que nos hace pensar, o incluso dejarnos llevar mentalmente hacia reflexiones o meros estados de ánimo o pensamiento que se alejan de lo convencional, lo material, lo concreto y lo racional, dejándonos pasear libremente por cuestiones desordenadas (o no), inmateriales, alejadas de los quehaceres cotidianos y de lo objetivo, y cargadas de simbolismo y de una visión cualitativa del mundo y de nosotros mismos. ¡Menudo jardín! Y si todo esto, que parece sugerir que vamos camino de entrar en trance, no lo vamos a buscar por vía religiosa (tradicional o de “New Age”), alguno pensará que lo alcanzaremos por medios ilegales o poco saludables, a base del consumo de estupefacientes o con sobrecarga de bebidas espirituosas. Que no, que no, que tampoco van a ir por ahí los tiros.

Empezaré quizá por lo más difícil, lamentar lo que considero una excesiva falta de espiritualidad en la mayor parte de la población actual. Seguro que no sabré explicarme pero tampoco me refiero a ello con religiosidad. Ni muchísimo menos. Precisamente son varios los excesos de religiosidad, o una radical y equivocada interpretación de muchas de ellas, las causas de muchos de los conflictos más graves que tenemos actualmente en el mundo. Lo mismo que esas habituales corrientes de anti-religiosidad (que en mi opinión parecen radicalismos laicos, que están sirviendo para que muchas personas, cuya ausencia de creencias religiosas les provoca un hueco espiritual que necesitan llenar, lo hagan a base de “cruzadas-laicas” crónicamente centradas en las religiones como objeto de lucha, y por lo tanto eje indirecto de sus vidas) son responsables de avivar la crispación en determinados ambientes sociales. Definitivamente no, cuando afirmo que echo de menos una mayor espiritualidad de la gente, me refiero a cierta alteración en su escala de valores. Una diferente ordenación de prioridades en la que lo emocional, lo psicológico, lo humano y muchas cosas más, se anteponga a lo material, lo económico, lo nítidamente factible. Pongamos algunos ejemplos: una berlina alemana de alta gama es un bien factible, un deseo material, mientras que una buena amistad es un valor inconcreto y una fuente de sentimientos y emociones difíciles de cuantificar. La cuenta corriente es algo fácilmente mesurable y para su crecimiento normalmente emprendemos acciones bastante evidentes y de transacción objetiva, mientras que el bien común de la sociedad es algo mucho más complejo, plagado de desacuerdos y diferentes puntos de vista, y para mejorarlo hay que encontrar soluciones complejas en las que las “transacciones” entran dentro del campo de la moral, la ética, los valores… y lo espiritual. La relación que cada cual tenemos con el mundo, con la vida, con la naturaleza, con los demás, tiene (o debería tener) mucha carga espiritual. Cuando no es así, damos con gente peligrosa e incluso que puede arrastrar algún problema psíquico o alguna sociopatía. Buscando ejemplos más cercanos a “lo nuestro”, son distintas las experiencias vitales que suponen el comprarse una bicicleta concreta, a un precio determinado y disfrutar de la potencialidad de placeres evocados que tal objeto promete (y que quizás no lleguen a producirse), uno de los efímeros efectos en los que se basa el consumismo; y circular en bicicleta por un paraje maravilloso, a solas o en compañía, entrenando o viajando, pero gozando del momento, de los sentidos y de las sensaciones, sin que tal o cual bicicleta tenga demasiado que ver en esa situación.  Como lo más seguro es que aún no haya conseguido hacerme entender, lo dejaré ya con una última sentencia: lamento enormemente la falta de espiritualidad actual en el seno de la humanidad, y como ejemplo de ello, lamento muy especialmente que a pesar del inusitado desarrollo que el deporte ha experimentado a lo largo de los últimos años en el ámbito de lo económico, practicante, técnico, tecnológico, mediático… esté perdiendo, a todas luces, una parte importante de lo que fue su esencia: ¡el espíritu deportivo!.

Y creo que el Zen es algo que tiene mucho que ver con ese concepto de espiritualidad que tan escurridizo de me está haciendo. Tengo que reconocer que el desencadenante de que hoy me haya puesto tan filosófico y metafísico fue la lectura de un libro de Juan Carlos Kreimer titulado “Bici Zen. Ciclismo urbano como meditación”[1]. Aunque mucho antes, la idea de relacionar el Zen (o alguna forma de meditación) con determinadas situaciones de la práctica deportiva, ya se me había pasado por la cabeza, la decisión de intentarlo surgió a raíz de esa lectura. Vaya por delante que mi juicio sobre el libro no es en realidad demasiado positivo. No es una lectura que recomiende. He encontrado en él algunos fallos concretos cuando explica cuestiones documentales de la bicicleta, algo que en realidad apenas hace. Por ejemplo algunas explicaciones relacionadas con cifras de cadencia de pedaleo, así como una equivocada afirmación sobre Leonardo da Vinci (un error demasiado extendido por cierto). Pero esos fallos son lo de menos, lo que no me ha satisfecho es el texto en sí, su ritmo, y sobre todo su contenido, el cual no me “ha llegado”. No se lo tomen ustedes (y menos aún el autor) como una crítica literaria. Únicamente es una opinión personal, modesta, unilateral y basada en mis propias sensaciones. Y sobre libros, como sobre casi todo, cada cual tenemos nuestros propios gustos y preferencias, y no espero ni pretendo que nadie se guíe por los míos. En cualquier caso, como hago casi siempre (más por una cuestión espiritual que de optimización mercantil), me compré el libro, y al mismo agradezco sobre todo dos cosas: haberme provocado este proceso reflexivo y, sobre todo, darme dos pistas bibliográficas sobre dos ejemplares que me interesan, uno de los cuales ya he conseguido y que espero poder leer dentro de un tiempo. Así pues, gracias autor, me siento suficientemente compensado.

En realidad no soy quien para juzgar el contenido de ese ni de cualquier otro libro que hable sobre Zen, porque francamente no sé nada de Zen y además reconozco que es un asunto que nunca me atrajo ni interesó demasiado. Pese a ello, algunas veces me he encontrado con su filosofía o sus enfoques, de forma indirecta, a través de algunas lecturas destacadas a lo largo de mi vida. Lo curioso es que todas ellas provenían de la literatura norteamericana “alternativa” y no de la filosofía oriental. El primer ejemplo de ello fue un libro que, precisamente por eso de los peculiares gustos personales de cada cual, no me atrevo a recomendar a nadie, a pesar de que a mí me encantó. Se trata de un texto raro, muy raro. No sé si algo autobiográfico. Desde luego muy filosófico y con altas dosis de “road movie” en su estilo. Me refiero al “Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta”, de R. M. Pirsig[2]. El texto, escrito en los años setenta, fue rechazado por ¡121 editores! antes de ser publicado y que consiguiera ¡5 millones! de ejemplares vendidos. Una auténtica demostración de que los editores, en demasiadas ocasiones, ejercen un papel (confío en que involuntario) de nefasto filtro entre los autores y el público. Por otro lado, tal incongruencia, anima a cualquiera a seguir escribiendo, por poco éxito que tenga su labor (un poco de autocomplacencia no viene mal para dar aire a este solitario entretenimiento, je, je). De la mano de Pirsig disfruté de una dosis de ficción viajera motera, descripción geográfica norteamericana, relato de unos días de montañismo, disquisiciones filosóficas, reflexiones docentes y, desde luego, un enfoque diferente y creativo de plantear una novela.

Dentro del fenómeno literario independiente norteamericano, con décadas de adelanto, mayor fama e indiscutible impacto, encontramos a Jack Kerouac, quien es habitualmente considerado como uno de los “padres” culturales de la “generación beat”. Lo de Kerouac es una escritura desbocada, continua, directa e improvisada, que fluye sin interrupciones y se mantiene muy al margen de etiquetas o encorsetamientos académicos. A mí siempre me gustó. Lo curioso es que tan solo me he leído tres obras suyas, y las tres muy espaciadas en el tiempo, con bastantes años de diferencia. Y sin programarlo, accediendo a ellas por orden cronológico respecto a las fechas en que fueron escritas. Durante mi época de universitario me leí “En el Camino”[3] (mejor sería decir “En la carretera”), que desde luego es su libro más famoso. La percibí como una especie de apología juvenil de la libertad y el desenfreno, encuadrados ambos en un ritmo de vida dinámico y en constante movimiento (físico, geográfico, mental y relacional). Sin llegar a los excesos allí narrados, quien más y quien menos, bastantes jóvenes con interés lector, nos sentimos algo identificados con la propuesta de vida descrita por Kerouac, sus aventuras y sus andanzas. Aquella fue la primera fase de una especie de ciclo de vida que he mantenido con los libros de Kerouac. En ellos, el autor me ha mostrado al menos tres fases bien diferenciadas de la suya, mientras yo las iba conociendo en momentos muy diferentes de la mía. Como veremos enseguida, afortunadamente mantuvieron mucha distancia entre sí (especialmente al final). La segunda fase corresponde a la lectura de “Los vagabundos del Dharma”[4]. Aquí el escritor parece poner bastante empeño en encontrar cierto sentido a su existencia, en reflexionar sobre temas bastante espirituales y en bracear en las aguas de la filosofía. Para ello incluye varios pasajes en los que el protagonista, cual monje budista, se acerca a la naturaleza, se busca en ella o a través de ella y se distancia del mundo rodeándose de bosques y montañas. El libro también me encantó en su momento, una época de mucha más madurez, en la que por mi parte ya estaba completamente sumido en responsabilidades laborales, familiares, etc. Parte del libro describe un periodo en el que el protagonista ejerce como guardabosques. Según parece, todo ello se basa en las actividades de Snyder, un amigo de Kerouac, del que seguidamente hablaré. Y realmente no sé muy bien porqué, quizás en un arrebato nostálgico fugaz, surgido repentinamente rebuscando en mi librería habitual, el caso es que hace dos o tres años me topé casualmente con “Big Sur”[5], el tercer libro de Kerouac del que puedo hablar. A su modo, el texto también me gustó mucho y me lo devoré en poco tiempo. Mi impresión es la de haber dado de nuevo con un escritor bastante autobiográfico, pero en un estado vital lamentable y destrozado, quizá por una total falta de reciclaje personal en sus costumbres y estilo de vida. Con ella, en cierto modo se cierra ese círculo vital al que antes me refería, pues el estado de casi permanente borrachera, semi-inconsciencia, soledad y acercamiento a la locura que describe el protagonista, no anda muy alejado, en tiempo y formas, al momento de la muerte prematura del autor, a sus 47 años, a causa de una cirrosis agresiva. Fue pues en el segundo libro de los aquí descritos en el que me topé con el Zen, aunque a través de un autor muy cuestionado por parte de los eruditos en tan transcendental asunto.

Y curiosamente, hace relativamente poco (cuestión de meses), me encontré con un libro de G. Snyder (el amigo guardabosques de Kerouac) titulado “La práctica de lo salvaje”[6]. Los derroteros de la vida de este personaje han sido bien diferentes. Para empezar está vivo, el libro aludido lo escribió en 1990. Ha desempeñado numerosos oficios, primero algunos más manuales y viajeros (leñador, marinero, granjero, guarda forestal) y después otros más intelectuales (escritor – muy premiado - y profesor universitario). De su texto se desprende que es un pensador preocupado por tres temas interconectados entre sí: la naturaleza, la espiritualidad oriental (Zen) y la necesidad de una renovación de lo social.

“Durante uno de los largos retiros de meditación, llamados ‘sesshin’, el ‘Roshi’ nos dio una charla sobre esta frase: ‘El camino perfecto no tiene dificultades; ¡esfuerzate!’. Esta es la paradoja fundamental del camino. Se nos puede exigir no escatimar una gota de sudor en la intensidad del esfuerzo mientras nos recuerdan que no hay obstáculos en el camino y que incluso el propio esfuerzo nos puede llevar a extraviarnos. El esfuerzo por sí solo puede hacer que se acumule aprendizaje y energía, o se consigan logros formales. La disciplina puede alimentar el talento natural, pero por sí sola no llevará a nadie al territorio del ‘paseo libre y fácil’ (una frase de Zhuangzi). Hay que procurar no ser una víctima de la inclinación personal a la autodisciplina y el trabajo duro. Un talento menor puede conducirnos al éxito en nuestro oficio o en los negocios, pero quizá entonces nunca descubramos qué capacidades lúdicas nos habrían dado las mayores alegrías”. (G. Snyder).

Me abstengo de explicaciones, como punto de partida para un ejercicio de reflexión y quizá ¿quién sabe? estimulación de la meditación a partir de los devaneos mentales que este párrafo produzca, no está mal. Las connotaciones para la vida general son obvias, e incluso también para el esfuerzo deportivo o ciclista. La advertencia zen sobre el excesivo culto al sacrificio parece evidente, así como la importancia no siempre valorada de la felicidad encontrada a través de lo lúdico, algo a lo que vengo refiriéndome en mis textos desde hace años.

Y vuelvo ahora a Kreimer, y pese a no haber sido generoso con su texto en mis comentarios anteriores, lo compenso un poco insertando un par de citas, de entre varias que sí que me resultaron sugerentes. La primera tiene que ver con la labor mecánica, restauradora o reparadora del material deportivo (especialmente asumible en el caso de quienes adoramos las bicicletas). Se ubica en el texto tras haber comentado, su autor, la importancia de mantener limpias y ordenadas las herramientas de trabajo y el taller, independientemente del tiempo y esfuerzo que ello implique:

“Cualquiera que viera la escena desde fuera podría decir que exagerábamos la nota. Quienes estábamos ahí sabíamos, como lo saben todos los que han pasado un tiempo en alguna comunidad Zen, que ese cuidado de las herramientas, amoroso y casi humano, tiene el mismo valor que cualquiera de las otras prácticas espirituales que se realizan en ese centro. No hay un nosotros por un lado y las herramientas por otro. El ritual es para recordarnos que ambos somos instrumentos de una misma energía única, totalizadora.
A la tarde o al día siguiente, al volver a coger las herramientas, la sensación que provocaban en nuestras manos lo decía todo. Primero era el reencuentro con ellas, e inmediatamente, con la alineación interna que buscábamos en ese centro. Lo mismo les ocurría a quienes trabajaban en la cocina, en la huerta, en los telares, levantando paredes, hasta los que iban a la administración tenían un tiempo para abrir y para cerrar la tarea. Si algún novato como yo no lo comprendía en el momento, al día siguiente se le revelaba su sentido”. (Juan Carlos Kreimer)

Creo entender perfectamente estas palabras y admiro el poder de la recomendación, tanto como envidio la capacidad para asumirla. Sin embargo me confieso un caso perdido, porque mis tareas mecánicas nunca se cierran, siempre están abiertas, con una larga lista de espera de detalles y tareas por abordar, de forma que recojo poco y mal. En mi disculpa se acumulan varios argumentos: no tengo un espacio concreto para este tipo de trabajo, ni para el almacenamiento práctico y ordenado de herramientas y recambios; los periodos de tiempo que puedo dedicar a este tipo de entretenimientos nunca son programables y aparecen y desaparecen de forma improvisada en mi vida cotidiana; etc. Pero reconozco que son meras disculpas, pues el hecho es que mis mesas de trabajo de lo habitual (lo laboral) también aparentan un terrorífico y estremecedor caos para cualquier persona que a ellas pueda acercarse. Y también mi garaje, etc. Todo ello tiene mucho que ver con mi forma de pensar e interconectar asuntos e ideas… supongo que será fácilmente comprensible para mis lectores más habituales. El caso es que mi alejamiento de lo esperado para un mecánico ciclista al más puro estilo Zen es, muy a mi pesar, absoluto. Y creo que el actual estilo de vida global-occidental (tan “ocupado” y acelerado), del que en realidad procuro apartarme más que la mayoría, tiene bastante que ver con mis dificultades para acercarme al ideal propuesto aquí con respecto a las herramientas. Sin embargo, eso de que la mano y la herramienta se encuentran y se alinean, es algo en lo que de alguna forma creo. Entre otras cosas porque cada día encuentro más lecturas basadas en evidencias científicas que aseguran que la utilización del cuerpo en general y de la mano en particular es fundamental para el desarrollo neurológico, psíquico, intelectual y emocional de las personas. La neuro-ciencia está avanzando mucho en este sentido y aportando muchos descubrimientos de última hora. Que determinados deportes se vengan utilizando con gran éxito como recursos terapéuticos para mejorar el desarrollo neuronal y psicológico con personas que sufren diferentes tipos patologías, retrasos, déficits o singularidades, es algo que día a día va cobrando cada vez más fuerza. A este respecto resulta muy esclarecedora la lectura de un buen montón de páginas (el capítulo 5 al completo) que ya Richard Sennett dedicaba en su obra “El artesano”[7] al fundamental papel que la utilización de la mano tiene sobre el desarrollo intelectual. Y al hilo de todo esto, y de la filosofía o “espíritu” Zen, tengo que reconocer que en mi caso particular, cuando trabajo en reparaciones o restauraciones ciclistas, el proceso y los resultados se ven extraordinariamente afectados por mi estado de ánimo. Tal es así que he aprendido a dejarlo estar, a posponer una tarea, cuando mi actitud no es la apropiada, pues los desaguisados pueden acabar siendo peores que lo avanzado. Por el contrario, cuando la aproximación y el “talante actitudinal” son los adecuados, el trabajo fluye y todo va bien.

La otra cita me servirá para introducir el tema sobre el que en realidad pensaba que iba a escribir: la práctica Zen del deporte.

“En la tradición japonesa y china, los deportes y las artes marciales no tienen como objetivo principal competir y ganar, no ofrecernos la posibilidad de ser mejor que otros. Los bastones y espadas no se blanden para derrotar adversarios: se usa la certeza de derrotarlos, para no tener necesidad de competir con ellos. No se baila con el fin de ejecutar movimientos rítmicos o proporcionar goce estético a otros, las danzas son prácticas que solo buscan armonizar lo consciente con lo inconsciente, y los diferentes estados energéticos de que estamos hechos.
Allá lejos, en la cuna del Zen, las actividades físicas que los occidentales llamamos deportes son consideradas actos rituales. Las respetan – y honran – como artes. Las artes corporales no significan habilidad deportiva, dominio de lo físico, sino ofrecer el propio físico a ese acto. El sentido no se busca a través de destrezas, sino de ejercicios interiores, cuya finalidad es acceder a la transparencia, la alineación, la entrega a esa fuerza que se desprende del sí mismo, cuando este deja de lado su voluntad y se aúna con los movimientos.” (Juan Carlos Kreimer).

Fred Rohé, en “El Zen del correr”[8], trataba la utilización de una forma relajada y abierta de la práctica de la carrera a pié como medio para la meditación, el autoconocimiento, el enraizamiento con la tierra, etc. Huyendo de la búsqueda de resultados y estilos, del sometimiento mental y corporal a un sistema de autodisciplina, sus consejos abundan en la atención a las sensaciones y en una búsqueda involuntaria de la libertad y de la fluidez. La idea es fácil de reconocer porque aunque tales sensaciones no son frecuentes, quien más quien menos, en alguna ocasión, las hemos sentido practicando la carrera o cualquier otra modalidad deportiva. Al menos a mi así me sucede de vez en cuando, en la mayoría de las modalidades deportivas que practico, dentro de las categorizadas como cíclicas (correr, nadar, pedalear, remar…). Son esos momentos en los que la felicidad se te presenta de forma intensa, y tu estado de ánimo y tus sensaciones se funden en una especie de sentimiento integrado con el avance fácil o eficaz, sin crispaciones, sin rigidez, con facilidad en los movimientos, coordinación y… ¿deslizamiento?. En la bicicleta me pasa tanto de forma presente (instantánea; durante el pedaleo) como retrospectiva (con algo de concentración soy capaz de recrearlo mentalmente sentado cómodamente en mi casa). Normalmente lo asocio a un pedaleo agrupado sobre un firme fino y agradable, con temperatura ideal, sin ruidos o chasquidos en la bicicleta, sin dolor de piernas y con una perfecta combinación de cadencia de pedaleo y aplicación de fuerza. Son esos metros o kilómetros en los que te sientes volar. La velocidad me ayuda a provocar la sensación, por eso, en ocasiones, un ligero viento de cola puede provocarlo, pero también sucede sin su ayuda, o ascendiendo un puerto al ritmo adecuado o incluso superando una dura rampa que “te tensa”, danzando de pié sobre los pedales. Por muy mal que lo haya explicado, imagino que es algo que, en cierta medida, a todo el mundo le haya podido suceder alguna vez, y si el entorno acompaña y se funde también en el momento… la experiencia es total y engancha. Tanto, que una de las cosas que nos hace volver a salir en bicicleta, es experimentarla de nuevo. No sé si estos fenómenos de inspiración completa (cuerpo, mente, movimiento y entorno integrados) pueden ser considerados como “momentos Zen”, pero a mí me lo parecen.

Con el kayak también me sucede, aunque en este caso la versión retrospectiva me resulta mucho más difícil. Probablemente todo tenga que ver con el infinitamente menor volumen total de práctica de piragüismo que he acumulado a lo largo de vida, comparado con el de pedaleo. Pero en ocasiones los encuentro igualmente, y entonces, soy tan consciente de ello, que lo aprovecho y lo disfruto hasta que seguramente por cansancio o distracción, como vino se va. Suelo asociarlo a situaciones sin viento, con la superficie del agua como un espejo y la proa cortando la misma sin perturbaciones, mientras mi ritmo de palada tira a ser elevado, pero sin detenerse en hacer demasiada fuerza, sino más bien impulsando la embarcación sin pelear con el agua, simplemente apoyándose brevemente sobre ella y acertando con una dirección rectilínea del casco hacia adelante. Un auténtico placer, efímero, pero maravilloso. ¿Y cuándo desparece qué? Pues nada, al igual que en bicicleta, a trabajar deportivamente (entrenamiento) o a disfrutar de otros placeres como el paisaje o el manejo, mientras avanzamos con la familiaridad habitual, que también nos gusta. Pero al igual que en la bicicleta, también me ha ocurrido en situaciones objetivamente adversas. Por ejemplo remando con una ligera brisa en contra, que además rizaba moderadamente la superficie del agua, e incluso venía acompañada de una fina lluvia como de agua pulverizada. En ocasiones, ese plus de esfuerzo (o eficacia requeridos) me han hecho dar con un ritmo y un estado de concentración tales que han favorecido igualmente que, durante algún tiempo, todo mi ser acabase perfectamente fundido o integrado con la acción en el momento y el lugar.

En cuanto a los patines (siempre en mi personalísimo caso) estos “momentos” también aparecen de vez en cuando. Resultan especialmente breves pero tremendamente corporales, sensitivos y rítmicos. Corporales porque sólo se dan cuando la coordinación de mis extremidades inferiores y la postura de mi tronco son buenas y acopladas entre sí. Sensitivos porque los percibo fundamentalmente a través de sensaciones kinestésicas y de los sentidos. Todo ello, cuando llega a mi consciencia, es porque ya ha incorporado e “informado” a todo mi “sistema perceptivo”. Y rítmicos porque el movimiento depende completamente de una pauta de acentos acorde con el deslizamiento de las ruedas sobre un pavimento sin irregularidades, a una velocidad agradable y deseable, en la que el viento o el exceso de rozamiento parecen haber desertado de poner pegas al avance. ¡Sí! me sucede menos veces, y depende aún más de las condiciones exteriores que en las otras disciplinas, por lo que no dudo que el nivel de dominio técnico personal tenga mucho que ver en esto de lograr mayor frecuencia y duración de “momentos Zen”. Pero eso sí, cuando aparece, uno se olvida de que se apoya sobre rodamientos y siente que se desliza sobre un maridaje perfecto entre la superficie y sus pies. Imagino que algo así deben experimentar los buenos patinadores sobre el hielo intachable de una verdadera pista de competición, calzados con unas flamantes cuchillas perfectamente afiladas.

Tales estados, me resultan tan gratificantes, que desde siempre creo haber meditado (o reflexionado) sobre ellos. Y aunque una de mis conclusiones es que puedo identificarlos mejor, e incluso quizás provocarlos más fácilmente, en las disciplinas deportivas cíclicas, eso no quiere decir que resulten incompatibles con otras modalidades deportivas más abiertas o complejas en cuanto al abanico motriz de posibilidades de acción. De hecho, me he propuesto indagar algo más al respecto, y para ello empezaré con la mencionada lectura sobre el Zen y el esquí alpino[9], y quizá siga con la mítica aplicación al tiro con arco tradicional japonés[10][11]. Siento verdadera curiosidad por sus enfoques, descripciones y sensaciones.

Para terminar voy a hacer alusión a un par de ideas que he encontrado repetidas en varias ocasiones a lo largo de mi raquítico acercamiento a la filosofía Zen. Una es la casi permanente alusión que se hace al concepto de camino. El peregrinaje, viaje o vagabundeo es una referencia constante en todos los textos que he leído relacionados con el Zen. Siempre afirmo que una de mis interpretaciones favoritas del deporte es aquella que toma la forma de viaje. El deporte como medio de transporte o traslado, como posibilidad de disfrute nómada. En ello encuentro otro nuevo punto en común entre los dos conceptos que titulan este capítulo. De todas formas me he topado con advertencias y sentencias atribuidas a diferentes maestros Zen, en las que se afirma que tal camino no debería ser rígido ni firme o claramente marcado, sino que fluye y varía a través de ocasionales exploraciones, improvisación, dejarse llevar y bifurcaciones. Para más aclaraciones diríjanse ustedes a un verdadero maestro Zen, para que les oriente, pues fiarse de mis reflexiones sobre el tema podría hacerles tomar una senda equivocada (valorado esto desde un verdadero punto de vista Zen).

La otra cuestión final tiene que ver con la concepción humana. El Zen, al igual que la filosofía existencialista, asume el alejarse de una concepción dual del ser humano. Los existencialistas (creo que) sugieren que nuestra relación con el mundo se da a través de la práctica (volvemos aquí a la mano, el cuerpo, la experiencia…). El Zen preconiza que el sujeto es mundo, no una parte de él, y por ello busca que huyamos de varios dualismos habituales en otras tendencias de pensamiento: nosotros – el mundo, mente – cuerpo y nosotros – los demás. Y el cómo puede afectar esto a nuestra práctica deportiva podría comprimirse de forma elocuente parasitando a mi antojo una frase recomendada por Craig Bourne[12] (“Pensamiento y motocicleta. Otra visión de la filosofía”) para los moteros:

“No pienses, conduce [pedalea, rema, patina, esquía…]. Inclínate con la moto, sé uno con la moto [bicicleta, kayak, patines, esquís…]”. (Los corchetes y el contenido que comprenden no son del autor).


[1] KREIMER, JC.: “Bici Zen. Ciclismo urbano como meditación”. Kairós. Barcelona, 2016.
[2] PIRSIG, RM: “El Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta”. Mondadori. Barcelona, 1999.
[3] KEROUAC, J.: “En el camino”. Bruguera, 2ª edición. Barcelona, 1983.
[4] KEROUAK, J.: “Los vagabundos del Dharma”. Losada, 3ª edición. Buenos Aires, 1978.
[5] KEROUAC, J.: “Big Sur”. Adriana Hidalgo, 4ª Edición. Buenos Aires, 2007.
[6] SNYDER, G.: “La práctica de lo salvaje”. Varasek. Madrid, 2016.
[7] SENNETT, R.: “El artesano”. Anagrama. Barcelona, 2009.
[8] ROHÉ, F.: “El Zen del correr”. Integral. Barcelona, 1988.
[9] McCLUGGAGE, D.: “El esquiador centrado. Hacia la conquista del Ch’i”. Cuatro Vientos. Santiago de Chile, 2009.
[10] BROWN, JE.: “El arte de tiro con arco” + COOMARASWAMY, A.: “El simbolismo del tiro con arco”. Olañeta. Mallorca, 2007.
[11] HERRIGEL, E.: “Zen en el arte del tiro con arco”. Traducción de Jorge Thomas.
[12] BOURNE, C.: “Pensamiento y motocicleta. Otra visión de la filosofía”. Alianza Editorial. Madrid, 2010.

viernes, 15 de julio de 2016

13. ENTRENADORES



La acepción de la palabra entrenador en el ciclismo hace tiempo que dejó de ser lo que fue. En realidad es una figura que, si la queremos relacionar con el habitual significado que el sustantivo tiene para la mayoría de las modalidades deportivas, en el ciclismo sobra, apenas se utiliza. Parece que está de más y nunca fue bien recibida. En el ciclismo de carretera no hay entrenadores. Prácticamente a nadie se le designa como tal. Y es raro poder escuchar a ningún corredor expresarse en términos del tipo de “mi entrenador me ha dicho…”. Quizás para algunos haga falta explicar esto un poco más. No se trata de nada importante sino exclusivamente de un desarrollo cultural de un lenguaje propio dentro de una “sub-cultura” deportiva concreta [cuando utilizo el término sub-cultura, no lo hago de forma peyorativa. Es una expresión habitual de la sociología, para referirse a grados de concreciones culturales con señas de identidad propias, que pertenecen a culturas reconocidas más amplias. Así pues hay varios deportes que tienen una sub-cultura propia, reconocible incluso desde fuera por quienes no la comparten. Por ejemplo el surf, el golf… dentro de las sociedades occidentales, o el mismísimo fútbol dentro del mundo globalizado].

Lo que ocurre es que el lenguaje, al final sí que resulta importante, y está tan enraizado en cada cultura (o sub-cultura más concreta), que la alimenta con su uso y refuerza los valores, normas, ideología y pensamiento específico de quienes lo utilizan habitualmente para expresarse con él. Quiero con esto decir que la jerga habitual del ciclismo hace que, además de describir diferentes conceptos y formas de entender ese deporte, quienes la utilizan (o utilizamos) acaben asumiendo gran parte del trasfondo ideológico que implica. Y el caso de la palabra entrenador es un buen ejemplo de ello: prácticamente está erradicada del vocabulario ciclista, porque tal figura, en realidad, parece que no existe ni se concibe en este deporte.

Si nos preguntamos quién entrena a los ciclistas, las respuestas variarán según los casos entre: nadie porque el corredor se auto-entrena por sensaciones, consejos de allegados, etc.; un médico (en un claro ejemplo de intrusismo laboral, conducta habitual en algunas profesiones especialmente corporativistas para con lo suyo pero tremendamente invasivas para con las demás); o, en la mayoría de los casos, un “preparador”, sea este del perfil profesional que sea. Esto significa que sí que se admite, reconoce e incluso utiliza habitualmente, la figura de un experto en la preparación del corredor. Es decir, alguien que le planifica, ordena, prescribe, controla, supervisa, diseña… ¡el entrenamiento!. La cuestión clave es que se le reconoce como preparador porque prepara al deportista a través del entrenamiento, pero ni planifica la temporada de competiciones, ni toma parte alguna dentro del proceso de la competición, en la que cuanto más al margen se mantenga, casi que mejor para todos, no vayan a surgir conflictos relacionales entre las diferentes figuras implicadas.

La competición es “propiedad”, privilegio y reino del poderoso, del dueño, del jefe, del patrón… en definitiva, del director deportivo. El director deportivo es el que conduce el coche, el que grita (o no) para dar las instrucciones tácticas durante la carrera. Es quien alienta a los corredores y trata de garantizarles el servicio de asistencia durante la prueba. Pero antes de eso, es quién ha compuesto el equipo, quien convoca a los corredores seleccionados para cada carrera y quién trata (pues no siempre consigue) de establecer la estrategia del día y de apuntalar la jerarquía deportiva dentro del equipo. Tampoco esta figura es calificada como entrenador, porque hace todo lo indicado y mucho más, pero raro es que se meta en faena a la hora programar o prescribir el entrenamiento de los corredores. Vamos, que no hay una figura que integre unas y otras funciones, y de ahí la ausencia del término. Ahora, algunos equipos tienen gerente, propietario y puede que varios directores deportivos. Pero ello no eclipsa la figura del director deportivo más frecuente, el de siempre. Ese que en realidad llevaba las riendas de un equipo, muchas veces suyo. Una estructura de recursos humanos y económicos en la que ejercer de gestor de personal, comercial, director financiero, etc. El conjunto de piezas del equipo: materiales, deportistas, asistentes, etc. mutaba, bajo la dirección de esta figura, en función de los contratos conseguidos por ella con diferentes patrocinadores. Escarbando un poco en las realidades pasadas de muchas escuadras ciclistas, es fácil comprobar cómo, en una gran cantidad de casos, los directores deportivos eran, sobre todo, hombres de negocios. Más específicamente aún, hombres de su negocio, una especie de apoderados de equipo, en el que resultaba más importante firmar buenos contratos (a todos los niveles) que dirigir cada carrera. Precisamente, del juego de la contratación es de donde salen o no los márgenes, y de ellos el negocio. Este modelo continua vigente en muchos casos, y ya fuera en el pasado, o lo sea ahora, su identificación es tan sencilla como seguirle la pista a las estructuras de equipo que queramos estudiar, y comprobar que un mismo bloque continua dirigido por una misma persona, con una plantilla determinada de corredores, mientras lo que cambia es el patrocinador principal de la escuadra. Los apellidos los puede susurrar el lector, pues algunos de los nacionales llevan décadas dirigiendo “grupos deportivos” (raro es que aquí los llamemos “equipos”).

Otro asunto bien distinto es el de la evolución experimentada por los directores deportivos en cuanto a su presencia y papel desempeñado durante las carreras. Con la llegada y adopción generalizada de los dispositivos de comunicación entre los corredores y su director (pinganillos), los directores han adquirido mucho más control de la prueba en tiempo real. Sobre los efectos deportivos que esta situación ha acabado generando, hay opiniones para todos los gustos. Personalmente, como mero espectador, prefería un ciclismo sin pinganillos, carreras con protagonismo preferente de los corredores, en las que la intuición, lectura de carrera, y competencia en la toma de decisión, eran atributos fundamentales de los buenos ciclistas. El confuso equilibro mostrado por la balanza que se sostiene entre el desempeño individual y el de equipo, estaba entonces bastante menos condicionado hacia los intereses de equipo que ahora. El pinganillo parece reducir mucho las posibilidades de que sucedan algunos comportamientos deportivos “kamikazes”, inusitadamente osados, inesperados o excesivamente personalistas. Y si a ello sumamos cierto conservadurismo resultadista, más centrado en rapiñar clasificaciones de carácter secundario, que en pelear por la victoria, la gloria y el espectáculo… pues apaga y vámonos. No iba con segundas, pero afortunadamente ya hemos disfrutado de alguna gesta valiente protagonizada por algún corredor que ha decidido apagar el pinganillo e irse.

Pero mi intención aquí, aunque no lo parezca, no es escribir sobre los directores deportivos. Al contrario, es incidir sobre la prácticamente desaparecida figura de los entrenadores de antes, de los inicios y de aún bastante tiempo después. Cuando nos acercamos a muchos de los relatos de ciclistas y velocipedistas pioneros, nos encontramos con que constantemente se refieran a múltiples “entrenadores” que les sirvieron de ayuda durante tal o cual carrera, etapa o viaje. En tales casos, a lo que se están refiriendo es a otros ciclistas que pedaleaban parcialmente el recorrido, ofreciendo su rueda al ciclista, para así paliar el esfuerzo de este mientras aquel (o aquellos) eran los encargados de imprimir ritmo, luchando de cara al aire o al viento. Así pues, era común que ante una etapa de gran longitud, el ciclista pudiera disfrutar de los servicios de varios “entrenadores”. Se trataba entonces de una especie de función de gregarios, con la diferencia de que aquellos realizaban la labor durante algún tramo del trayecto y después se paraban o desparecían, mientras que los gregarios actuales, han de permanecer en carrera por ser parte de la misma.

Charles Terront, en el relato de su victoria en la primera París-Brest-París en 1891, no sólo describe la compañía y el trabajo realizado por “entrenadores” a su servicio, sino que incluso adjunta una colección de cartas redactadas por 16 de ellos. Por su parte, la narración escrita por Édouard de Perrodil, sobre su viaje ciclista París-Madrid, que completó acompañado por Henri Farman, está plagada de explicaciones sobre la presencia de numerosos ciclistas locales que fueron sucediéndose, y hasta dándose el relevo, a lo largo de la mayor parte de toda la ruta. En carreras como la Salamanca-Madrid de 1895, tan bien descrita recientemente por Alejandro Luis, se hace mención expresa, en el reglamento de la misma, de a qué distancia de la meta quedaba prohibida la participación de los “entrenadores”, seguramente para evitar que pudieran entorpecer una apretada disputa final. Y así, podríamos seguir páginas y más páginas, apilando referencias sobre tan arraigada costumbre que, con el tiempo, derivaría en el reparto de papeles en el seno de cada escuadra, una mejora de las técnicas de rodar a rueda, o una evolución de la jerga que generó expresiones como chupa-ruedas, hacer el afilador, etc. Pero todo esto último cuando los “entrenadores” quedaron excluidos de las carreras y el ciclismo tomó una forma más moderna.

Sin embargo, pese a que su presencia en la mayor parte de las carreras quedara definitivamente erradicada, la figura de los “entrenadores” experimentó una transformación que generó que fuera empleada para expresiones ciclistas muy singulares y bastante espectaculares. Todo ello ocurría cuando los “entrenadores” abandonaban el pedaleo, se bajaban de la bicicleta y, digamos que, arrancaban el motor de las motocicletas. Eso es algo que ocurrió con la singular disciplina del ciclismo tras-moto. Una modalidad del ciclismo de pista que tuvo su vigencia durante algunos años y en la que, casualmente, los españoles tuvimos un representante de excepción en la figura de Guillermo Timoner.

 
Dos pioneros: “motero” y ciclista. (Imagen: historicalcycleclub.com)

 
Modelo Anzani de 1914 específica para la práctica de ciclismo tras moto

 
Ciclista suizo Jeack, “entrenado” por André. (Imagen: blackcat200.com)

 
Tomy Hall, “entrenado” por Cissac. Récord de la hora con 87,393 km. (Imagen: delcampe.net).

El mallorquín fue una estrella singular que consiguió ser seis veces campeón del mundo de medio fondo tras-moto en pista entre los años 1955 y 1965. Hijo de campesinos mallorquines, sintió desde chaval una gran pasión por la bicicleta y ganó un pollo como premio de su primera carrera, disputada sin licencia. Para comprar su primera bicicleta su padre tuvo que vender una cerda y cuando ganó su primer Campeonato del Mundo, en Milán en 1955, tuvo que correr con todos sus gastos para poder participar. Pese a que se decantó por la pista por preferencia propia, algo corrió en carretera, y su calidad quedó demostrada en varias ocasiones. Prueba de ello fue el Critérium de los Ases de 1957, en Zaragoza, en el cual venció a Bahamontes, Suárez, San Emeterio, Charly Gaul y otros.

Pese a que en su día (en plena época franquista) se convirtiera en una figura destacada y laureada de nuestro deporte, tal popularidad, y el reconocimiento mediático o institucional, no han sido capaces de sobrevivir. Personalmente no creo que la época y las circunstancias políticas de la misma hayan sido la causa de este olvido (pues tal efecto no se ha dado con el Real Madrid, Manolo Santana, Federico M. Bahamontes, Ocaña, Paquito Fdez. Ochoa o Ángel Nieto; por poner algunos ejemplos), sino más bien el hecho de haber triunfado en un deporte considerado menor, y que su propio tronco organizativo también se ha encargado de olvidar y hasta enterrar, tanto a nivel nacional como internacional. Todo esto lo comento porque si prueban ustedes a buscar información sobre cualquiera de los asuntos: Timoner, el ciclismo tras moto en España o el ciclismo tras moto internacional. Comprobaran que Internet nos aporta muy poco, escueto, vacío y raquítico en datos, referencias y páginas. No es que a mí me emocione la modalidad. Nada de eso, soy ciclista y motero, y disfruto de ambas cosas en modos absolutamente separados y alejados entre sí. Lo que me llama la atención es que una actividad que en su día fuera tan singular, y en cierto modo espectacular, haya borrado casi todas sus huellas, tras desparecer de los programas de competición. En realidad, hay una publicación con su biografía, escrita por dos hermanos vecinos y amigos del campeón. Creo que es rica en fotografías, aunque un ejemplar de precio elevado. No he tenido acceso a ella, pero me alegro de su existencia porque independientemente del grado de popularidad de la modalidad, me parece imprescindible que exista documentación al respecto[1].

En cualquier caso el palmarés de Timoner es impresionante, y su carrera extremadamente dilatada, superando los 30 años de actividad competitiva exitosa. Y sus seis maillots arco iris, son reales y avalados por la UCI. Por hacernos una idea de lo que podía significar rendir al más alto nivel en la disciplina tras moto de pista en las décadas de los 50 y 60, resulta elocuente citar apenas cuatro de las mejores marcas o récords logrados por Timoner. Por ejemplo, en 1960 obtuvo el promedio más alto de todas las pruebas de los mundiales al recorrer los 100 kilómetros en un tiempo de 1 hora 12 minutos y 59 segundos, lo cual supone una media de 82,6 km/h. Cinco años antes, en 1955: estableció el récord de 1 Kilómetro, en 38 segundos, a una media de 93,350 kilómetros hora, en el Velódromo Vigorelli de Milán. Para pruebas disputadas en un régimen aeróbico intensivo, el efecto tras moto, al igual que ocurre con la CRI, parece no sufrir muchas variaciones de resultado a pesar de que haya cierta diferencia de tiempo o distancia de competición, tal y como sugieren sus marcas de 1956 en el Parque de los Príncipes de París: ½ hora a una media de 84,7 km/h y 1 hora a una media de 83,8 km/h.

 
Timoner en acción tras una Derbi (Imagen: ciclismo.as.com).

 
Timoner con el maillot de Campeón del Mundo. (Imagen: Sociedad Cántabra de Escritores).

 
Guillermo Timoner (del Ignis) Campeón del Mundo en 1963. (Imagen: Legenden des Radsports).

 
Guillermo Timoner con los colores del Faema. (Imagen: delcampe.net).

Como soy una persona que disfruta del deporte en espacios abiertos, lo del velódromo no me llama. Y andar persiguiendo a una moto, dando vueltas y más vueltas a un anillo, me da la impresión de que me resultaría algo bastante tedioso, una vez superada la emoción pasajera de sentirse volar a pedales a una velocidad imposible en condiciones normales (cada cual la suya lógicamente). Pero el ciclismo también ha venido utilizando a los entrenadores motorizados en otro tipo de terrenos, como es el caso de las carreteras y algunas largas disputas competitivas. El ejemplo más emblemático y prestigioso era la clásica Burdeos-París, una singular carrera de resistencia de casi 600 km de distancia, que llegó a celebrarse en 86 ocasiones entre 1891 y 1988. Rivierre, Pelissier, Ferdi Kübler, Bobet, Simpson, Anquetil o Jansen fueron algunos de sus prestigiosos ganadores, lo cual nos puede dar una idea de la reputación del evento a lo largo de su dilatada historia.

Entre las diferentes singularidades que reunía esta carrera, además de su dilatadísimo recorrido, disputado en una única etapa, destacaba el detalle de que la primera parte del mismo se recorría en condiciones ciclistas habituales, mientras que la segunda parte se completaba a rodando a rueda de una motocicleta tipo Derny, pilotada por un “entrenador”. Cada corredor detrás de la suya. La Derny es una idea de máquina hibrida entre moto y bicicleta. Tiene un motor de 98 cm3 de dos tiempos, embrague integrado y únicamente dos marchas. El resultado es una máquina que funciona muy bien a bajas revoluciones y permite precisar con finura la velocidad deseada, sin cambios de marchas, acción de embrague, ni tirones o bajones repentinos de la inercia. Todo ello busca seguridad y una conducción lo más parecida posible a la que experimentamos sobre una bicicleta. Por eso también el avance se combina con la acción del pedaleo.

 
Un gráfico de uno de los primeros modelos Derny. (Imagen: bordeauxparis.com).

 
Derny expuesta en el museo de ciclismo de Santiago Revuelta en Cantabria.

 
Detalle de la Derny de S. Ravuelta.

La mítica carrera se disputó “a rueda” casi desde su origen. Hasta 1911 permitiendo ir a rueda todo el recorrido, pero a partir de entonces estableciendo dos segmentos ininterrumpidos sucesivos, sin y con ayuda. Inicialmente se empleaban “entrenadores” en bicicleta, tándem, coche, motos convencionales (a partir de 1931) y finalmente (desde 1938) las de modelo Derny, que son las motos ligeras que combinan el funcionamiento del motor con la obligada acción de los pedales de su piloto. La prueba nació con vocación de serlo por etapas, pero su primer ganador, el británico George Pilkington Mills, decidió pedalear sin descanso hasta París, ganó tras unas 26 horas de esfuerzo y dejó sentadas las bases para que desde aquel día el evento fuera considerado como una prueba de etapa única. El cambio de reglamento se aplicaba aproximadamente a mitad de recorrido, lo que solía organizarse en Poitiers o Chatellerault, dónde los corredores solían aprovechar para comer algo, cambiarse de ropa y estirar un poco; antes de que, según los expertos, comenzará la “verdadera” carrera, con las motos y hasta la aparición de algunos tramos de pavés.

 
En plena disputa en el tramo “motorizado”.

 
Escena llegando a París en los primeros años tras moto (Imagen: bordeauxparis.com)

 
Un “Peugeot”, con una bicicleta acortada para tratar de ir lo más cerca posible del “entrenador”. (Imagen: memoire-du-cyclisme.eu).

 
Otro momento “en color”. (Imagen: memoire-du-cyclisme.eu).

 
Los “entrenadores” esperando a que los ciclistas lleguen del primer tramo “no motorizado”. (Imagen: sudouest.fr).

 
Esta foto es de época anterior a la utilización de las Derny. (Imagen: sudouest.fr).

 
Escena entrando en meta en el velódromo del Parque de los príncipes en París, el 23 de mayo de 1952. (Imagen: Sudouest.fr).

 
Otra escena de la prueba. (Imagen: sudouest.fr).

 
“Entrenador” sobre moto convencional. (Imagen: sudouest.fr).

 
Atravesando las poblaciones con el público volcado. (Imagen: sudouest.fr).

 
Un ataque en plena carrera, en el segmento con Derny. (Imagen: sudouest.fr).

La prueba solía salir sobre las 2 de la mañana, calculando unas 15 o 16 horas de competición, para llegar a París en un momento adecuado para captar público. Acostumbraba a reunir a un grupo de unos 12 a 15 corredores invitados. Las medidas de las bicicletas y de las motos eran comprobadas de manera muy estricta para igualar las condiciones entre los participantes. Cada corredor solía poder disponer de dos Dernys con sendos “entrenadores”, para que pudieran alternar repostaje sin interrumpir la marcha del competidor. El “entrenador” era alguien verdaderamente especializado en el pilotaje de la máquina, la dinámica de la prueba y el conocimiento de su corredor. Además, cuanto más grande fuera mejor, para provocar mayor escudo de protección frente al aire frontal. La primera parte se corría a un ritmo vivo pero no más rápido que lo que pudiera ser una marcha cicloturista ágil. Los corredores trataban de rodar seguros, entre muchas luces cruzadas y el caos de sombras provocado por las luces de los jueces, prensa, aficionados o localidades de paso. Era importante comer, beber y mantenerse caliente, y se acordaban paradas por consenso para ello, con el grupo sometido a una ley no escrita que prohibía atacar. La carrera realmente empezaba cuando se motorizaba. Inicialmente se formaban dos pelotones, uno compuesto por un conjunto de binomios “entrenador”-corredor por delante, y otro con las Dernys de reserva por detrás. Al sur de Versalles se sitúan unos tramos con varias subidas que, a esas alturas del esfuerzo, hacían verdadero daño en las piernas de los rodadores de larga distancia. Allí era donde muchas veces se rompía del todo la prueba.
La edición de 1930 debió de ser de las más emocionantes jamás disputadas, pues Francis Pelissier y Georges Ronsse llegaron a la entrada de la pista del Parque de los Príncipes a la vez. Ambos tenían un par de triunfos en sus respectivos palmareses y querían destacarse con el tercero. Pelissier gritó algo sobre el desarrollo de su bicicleta a medida que se acercaban a París. Aquello era una treta, para supuestamente confirmar ante Ronsse que, como se hacía entonces, se detendría para cambiar la bicicleta de ruta por una de pista con desarrollo más duro. Cuando Ronsse se detuvo ante sus dos ayudantes, Pelissier pretendió acelerar para marcharse solo y sin cambiar de bicicleta, pero un tercer ayudante, voluntarioso y espontáneo, pero ignorante de sus planes, le sostuvo la bicicleta para facilitarle el supuesto cambio y lo único que consiguió fue desbaratarle la estrategia y hacerle perder todas las oportunidades de sorpresa ante el veloz Ronsse (doble Campeón del Mundo en 1928 y 1929).

Hay quien comenta que a tan espectacular y exigente evento le faltó la participación de algunos grandes ciclistas de todos los tiempos, en especial Eddy Merckx, Fausto Coppi y Bernard Hinault. Sin embargo, la ausencia de ellos, y de bastantes más, tiene una explicación bastante lógica por la casi coincidencia de fechas con el Giro. En cualquier caso, el palmarés está bastante lleno de ciclistas del máximo prestigio, aunque de entre todos ellos, hay dos que destacan muy por encima de cualquiera de los demás. Ambos por méritos propios: uno en exhibición puntual y el otro por alarde sostenido en el tiempo.

El primero fue nada menos que Jacques Anquetil, que en 1965 protagonizó lo que ha sido calificado como una de las mayores hazañas de la historia del ciclismo. A finales de mayo Anquetil participó en la Dauphiné Libere, prueba que dominó y ganó, venciendo además en tres de sus ocho etapas. Tras finalizar la última de ellas, atender a la prensa y comparecer en la ceremonia de entrega de premios, tomó un vuelo partiendo de Niza a las 18,30 horas rumbo a Burdeos. Aquello fue el 29 de mayo, y aquella misma medianoche, tomaba la salida en la prueba que él mismo acabaría definiendo como “el día más largo de su vida”. Cuentan las crónicas que por si fuera poco, no paró de llover durante la noche, y el excepcional corredor sufrió además algunos problemas estomacales. Pese a ello, por el día, y con el apoyo de las motos, se formó un interesante trío en cabeza con tres competidores de lujo: Jean Stablinsky, Tom Simpson y el propio Anquetil, que embellecieron la carrera con varios ataques entre sí durante los kilómetros finales. Tras 15 horas de competición y unos 577 km, Anquetil entraba vencedor en la meta del Parque de los Príncipes, seguido ¡a 57 segundos!, por los otros dos contendientes, que disputaron un sprint. Recapitulando podemos indicar que Anquetil finalizó la Dauphiné a las 17 h, empezó a pedalear en Burdeos a la 1,30 de la mañana y dejó de hacerlo en París a las 17 h del día 30 de mayo. ¡Incalificable!. Graham Jones en “Cycling Revealed”[2] nos regala una excelente crónica de aquel doblete.

 
En plena disputa del segmento motorizado, Anquetil va marcando a Simpson. (Imagen: bordeauxparis.com).

 
Foto y narración de la impresionante exhibición de Anquetil por parte de Miroir du Cyclisme.

 
Jacques Anquetil, dando la vuelta de honor por el velódromo acompañado por Stablinski. (Imagen: susouest.fr).

Pero aunque pueda sorprender a más de uno, pese a aquella hazaña, es otro quién se ganó a pulso el apodo de “Monsieur Bordeaux-París”. Hablamos de Herman Van Springel, un ciclista belga que pese a haber destacado algo en el Tour, ganando cinco etapas y encaramándose hasta el segundo puesto de la general en la edición de 1968 (nada de ello casualidad como demuestra otro segundo general en el Giro (1971), tercero en la Vuelta (1970), plata en el Campeonato del Mundo de 1968, dos victorias en el GP de las Naciones y destacados puestos o victorias en numerosas clásicas), ha pasado a la historia por haber dominado más que nadie la Burdeos-París, con nada menos que 7 victorias (años 1970, 1974, 1975, 1977, 1978, 1980 y 1981). Un auténtico tragamillas de confirmada y re-confirmada evidencia, un corredor especialmente dotado para largas cabalgadas en solitario.

 
Van Springel en acción. (Imagen: bordeauxparis.com).

 
Van Springel en otra edición de la prueba. (Imagen: cyclingrevealed.com).

En cualquier caso, rodar tras moto está prohibido por el código de circulación. Y lo está porque es peligroso. Se rueda muy rápido, tanto, que cualquier falta de sincronización o cambio de velocidad algo brusco de la moto, puede convertir un “afilador” en una trampa mortal para cualquiera de los dos miembros de la simbiosis hombres-máquinas. Probablemente la especialidad de pista debía de ser más segura, pues los ciclistas apuraban su rueda delantera con un rodillo como tope, de forma que si lo tocaban, lo hacían rodar sin aparentes consecuencias. En cambio, en carretera, la aparatosa estructura portante de tal rodillo es eliminada y la rueda a lo que se acerca es a un guardabarros rígido que hay que evitar a toda costa rozar. En cuanto a caídas accidentadas hay dos bastante famosas. La primera protagonizada por Merckx, cuando participaba en un evento celebrado en Blois sobre un velódromo de cemento, en el que cada corredor seguía  a su propia Derny. Tras ganar el primer sprint intermedio de una carrera, Fernand Wambst (el “entrenador” del belga), decidió quedarse a cola del grupo, pero Merckx le dijo que prefería estar delante para evitar accidentes. Wambst comenzó la remontada en plan exhibición de cara al público y fueron pasando a las diferentes parejas hasta que la primera moto perdió el control y chocó contra la pared. Por detrás Wambst eligió superarla por debajo para evitarla, pero la Derny accidentada rebotó y colisionó contra la suya y un pedal de Merckx golpeó en una de las motos, lanzando a los dos corredores implicados contra el suelo. Wambst falleció durante su traslado al hospital tras una fractura de cráneo. Merckx permaneció inconsciente durante 45 minutos, despertando en el hospital. Sufrió una conmoción cerebral, esguince cervical, contracturas en la espalda, desplazamiento de la pelvis y varias contusiones y abrasiones, que le mantuvieron hospitalizado una semana antes de poder regresar a Bélgica, para permanecer seis semanas recuperándose y sin poder empezar de nuevo a correr. Además comentó que ya no volvió a ser el mismo, tuvo que reajustar la altura de su sillín a menudo, huyendo de los dolores, y finalmente dejar de correr de nuevo para recuperarse.

 
Eddy Merckx entrenando tras moto durante el invierno. (Imagen: forodeciclismo.mforos.com)

El propio Hinault sufrió también otra aparatosa caída tras moto durante la disputa del “Criterium de los ases de 1980”. Aquello fue al final de una temporada en la que firmó una memorable página de ciclismo en la Lieja-Bastogne-Lieja, bajo una tremenda tormenta de nieve, pero meses después tuvo que retirarse del Tour por sus problemas de rodilla.

 
Escena del accidente de Hinault en 1980. (Imagen: Aldo Tonnoir; en el Libro “El mundo fabuloso del ciclismo”, por A. Tonnoir y E. Merckx).

Precisamente, las prohibiciones de la práctica del ciclismo tras moto casi arruinan los planes de preparación del Grupo Deportivo ONCE una temporada en la que Manolo Sainz programó una concentración de entrenamiento en altitud en Colorado. Parte del programa pretendía incluir sesiones de alta intensidad tras moto, con vistas a preparar las CRI y CRE del Tour de Francia. Sin embargo, el celo controlador de las patrullas de la policía (ignoro si local o estatal), obligó a la escuadra a cambiar parte de su planificación.

De todas maneras las motos siempre han formado parte del paisaje ciclista de competición. Sirven de enlace en las grandes vueltas y acercan las cámaras de televisión a los momentos clave de las carreras. Apoyan a los ciclistas con avituallamientos, servicios mecánicos de urgencia y en ocasiones intentando limpiar la carretera de masificaciones humanas de aficionados.

 
Entre los años 1961 y 1973, organizando la Vuelta a España el diario El Correo, los enlaces iban equipados con Lambrettas. (Imagen: blogs.elcorreo.com – motobloj).

 
Moto al rescate en carretera compartida con tractores. (Imagen: flicr.com – wayne_f14 CYCLIST2)

Y un ejemplo de ello ha sido la permanente presencia de motocicletas de la marca alemana BMW, a lo largo de gran parte de la historia del Tour de Francia. Si bien actualmente la nutrida participación de motos dentro de la caravana está configurada por modelos de muy diversa procedencia de fabricación, y en los primeros años ignoro qué motos fueron las que dieron servicio, hay que reconocer que la militancia de las BMW en la ronda gala ha sido permanente y destacada durante décadas. Primero con tantas y tantas versiones de motor bicilíndrico “boxer” (R en nomenclatura del fabricante), el cual hace años ha regresado con éxito al presente, renovado y transformado gracias a los lógicos avances tecnológicos.

 
Bhamontes curstodiado por BMWs “R” en la cronoescalada del Puy de Dôme de 1959 (Imagen: forodeciclismo.mforos; “look1 – gragario”).

 
Ahora las “R” son testigos directos de la pugna Anquetil - Poulidor en 1964. (Imagen: yellowkorner)


1969, más BMWs “R” motor bóxer bicilíndrico, esta vez acompañando al gran Eddy Mercks (Imagen: motoplus.ca).

Y después con sus aparentemente inmortales K-75 (motor de tres cilindros en línea en disposición longitudinal), las cuales empezaron a hacer aparición mezcladas en el pelotón en los ochenta, y varias de ellas aún continúan prestando su servicio como si tal cosa.

 
Pese al paso de las décadas, son varias las BMW K-75 que siguen sirviendo fielmente a diferentes profesionales que participan activamente cubriendo las etapas del Tour de Francia. Esta imagen es de 2009, pero ayer mismo (Tour 2016) la he vuelto a ver en la TV. (Imagen: reportagemoto.fr).

En mi vertiente motera me considero “bemeuvista” y “vespista”. Las Vespas vendrán a colación dentro de un rato, mientras que a las BMW hago mención ahora mismo. He tenido dos. La primera fue precisamente una K-75 de tercera mano, que me dio un resultado fantástico durante bastantes años y con la que viajé mucho. A día de hoy, la veo circular haciendo feliz a su siguiente dueño. Cuando tuve oportunidad adquirí una R-1200-GS nueva. Es una versión contemporánea de las “boxer” de siempre. También la he utilizado mucho durante varios años, viajando bastante, y aún la disfruto con la esperanza de poder abordar con ella muchos kilómetros por delante.

 
Nuestra antigua K-75, preparada para seguir ruta en Alcañiz. Una máquina cumplidora que nos dio muchas satisfacciones.

 
Montado sobre la K-75 por la rivera del Dordogne. A la derecha Tonino y Guiomar sobre otra K-75 y aún otra más viajaba con nosotros.

 
Y aquí en otro viaje, visitando las bodegas López de Heredia en Haro.

Pero en lo que a mí respecta, el ciclismo tras moto no me interesa como práctica propia. No sólo porque me parece excesivamente arriesgada, sino porque además carece del sentido, el romanticismo y la filosofía conceptual con la que yo interpreto el disfrute de la bicicleta. Para eso prefiero montarme directamente en la moto y disfrutar de otro modo, buscando placeres diferentes. Para mí la bicicleta es una experiencia “sin motor”. Aún me atrevo a decir más: autónoma y ajena a todo tipo de depósitos o acumuladores de energía de los que de alguna manera puedas depender. Alguna vez me he sentido tentado de organizar o intentar una experiencia con “entrenador”, pero siempre imaginando algo completamente diferente a lo que he mostrado aquí hasta el momento. Si alguna vez cuento con “entrenador”, no será con uno sino con una (“entrenadora”). Y no buscaré su ayuda para quitarme el viento y obligarme a rodar más de prisa, perdiéndome el paisaje mientras arriesgo concentrado tras la rueda de su moto y soportando el ruido del motor. Preferiría que me acompañase a distancia, quedando aquí o allá, en la cima de un puerto, en un bello recodo, para un aperitivo, para comer, para un baño si hace bueno y para hacer balance, en compañía viajada por ambos de modos diferentes. Una moto ligera y lenta puede bastar para lograr todo eso. Una clásica cómoda, capaz de portar tranquilamente a una bella acompañante y un discreto equipaje para dos. Quizá tan peculiar manera de viajar pueda ser una bonita posibilidad para conciliar algunos momentos de vida familiar o de pareja.

 
Moteras equipadas pero no “sencillas”. (Imagen: detroithistorytours.com)

 
Bella y elegante señorita sobre clásica scooter. (Imagen: indulgy.com jocelyn).

 
Chica en moto por Washington en 1918. (Imagen: oldpicz.com).

 
Conducción “deportiva” y entusiasta de una Lambretta. (Imagen: vintag.es; Woman riding scooter photo by Jean-François Jonvelle 1984).

Y para tal planteamiento cuadra muy bien mi aludida vertiente “vespista”. Mi primera moto fue una Vespa. Una Primavera 75, trucada a 125 y con un mítico “kit” Polini que la hacía volar. Se la compré de tercera mano a un conocido que posteriormente se hizo famoso en las revistas del corazón gracias a un noviazgo con una asidua de tal género “periodístico”. Aquella Vespa fue mi medio de locomoción estudiantil y laboral en Madrid durante mi periodo universitario, y mi compañera de andanzas veraniegas en Santander. Tras pocos años de trabajo y sueldo estable, la vendí sustituyéndola por mi primera máquina de carretera. Aún así, siempre la eché de menos. Más que a aquella Vespa en concreto, a una Vespa como tal: su concepto, su estética, su sencillez y su disponibilidad sin complicaciones. Tal es así, que más de 25 años después, he acabado adquiriendo una (también de tercera mano). No es de un modelo que me guste demasiado (Cosa 125), pero integra atributos esenciales para mí: aspecto evidente de Vespa, cambio de marchas, y palanca de arranque para que no dependa de la batería. La moto tiene rayones y algún abollón, pero funciona perfectamente. Me sirve para hacer recados, moverme por el entrono rural y acercarme al embarcadero de las lanchas que cruzan a la ciudad. Y en cualquier caso, si alguna vez me decido a planificar alguna actividad ciclista con entrenadora, sobre ella circulará mi acompañante

Por "popa" la Vespa Cosa resulta suficientemente convencional.

 Aspecto general de nuestra Vespa. Algún día habrá que ponerse manos a la obra para adecentarla un poco, pero por el momento nos da un estupendo servicio.

Nuestra Vespa integrada en al entorno local.

[1] CALDENTEY, J; ADROVER, M.: “Timoner en persona. Una vida en pista”. Carena. Barcelona, 2014.