“Cuando en 1973 fui a Anduze para mi primer retiro
ciclo-literario estaba convencido de que mientras pedaleaba se me ocurrirían
ideas y reflexiones para las historias que pensaba escribir en el tiempo
restante. Nada de eso. En el tiempo restante escribía mi diario de ciclismo y
calculaba las estadísticas de mis distancias y mis tiempos, y mientras estaba
sobre la bicicleta no pensaba en nada.
Uno tiene poca conciencia encima de la bicicleta. Cuanto
mayor es el esfuerzo que hace, menos conciencia tiene. Cualquier pensamiento
incipiente se te antoja una verdad absoluta, cada suceso inesperado es algo que
siempre has sabido aunque lo hubieras olvidado temporalmente. La frase
machacona de alguna canción, una división que empiezas de cero una y otra vez,
la furia magnificada que sientes contra alguien bastan para llenar tus
pensamientos”.
Tim Krabbé (“El ciclista”)
Respecto a mí, pensar, creo que pienso mucho sobre la
bicicleta. Lo que pasa es que son tantos los entretenimientos que la ruta
ofrece que no necesito llenar la mente de ideas para luchar contra el
aburrimiento, el cual por ejemplo sí que me invade nadando largos y largos de
piscina siguiendo la línea del fondo. Lo que si me ocurre esta vez, es que la
intensidad del viaje a Austria ha sido tal, que no sé por dónde ni cómo empezar
a escribir, consciente de que mi relato no va a poder estar a la altura de una
experiencia tan plena.
En ocasiones, una huida de lo convencional, de lo típico, de
lo más famoso y tópico, resulta una estrategia muy eficaz para escapar del
flujo turístico estandarizado y sentirse uno mismo en ese mágico espacio social
que se encuentra ubicado entre los visitantes y los locales. Normalmente esto
sucede cuando viajas a algún sitio en el que ya has estado, evitando repetir
algunas de las “visitas obligadas”; cuando estás dispuesto a dejarte sorprender
por la vida cotidiana del lugar; y sobre todo, cuando tus motivos de viaje
están relacionados con actividades propias de los habitantes del lugar:
trabajo, familia, salud e incluso ocio. Así ha sido para mí en esta ocasión, y
el resultado ha merecido la pena.
Por la ciudad me desplacé en diversos medios de transporte.
Inicialmente caminando mucho, lo cual me sirvió de gran ayuda para dimensionarla,
instalar en mi “sistema operativo” las claves de orientación espacial y
descubrir algunos rincones y espacios inesperados: un establecimiento singular
aquí, una plaza de mercado interesante allí o un magnífico parque público en el
que la gente retozaba al sol sobre la hierba, leyendo junto a su bicicleta
entre los árboles. En éste último la piscina-guardería emitía un sano griterío
infantil y las recogidas y coquetas (múltiples) pistas de atletismo, esperaban
la llegada de sus usuarios. Caminar me hizo acercarme a algunos sitios que
quería visitar y me permitió además deambular sin rumbo fijo y poder toparme
con terrazas a mi gusto en las que sentarme a comer o a beber una cerveza. Pese
a ello, el calor fue tan intenso, que el haber continuado en exclusiva con ese
método de desplazamiento, hubiera acabado conmigo. Así pues, el tren o el
tranvía (según los casos y destinos), y por supuesto la bicicleta (tal como
hacía una gran cantidad de gente de toda edad, apariencia y condición), pronto
sustituyeron a las suelas de mis zapatos, con agradables resultados.
De lo primero que hice fue visitar la Escuela Española de
Equitación, la cual está situada en el centro más turístico de la ciudad. El
espectáculo es muy tradicional y vistoso, de hecho es una de las atracciones
turísticas más visitadas en Viena, lo cual sugiere que le resulta atractivo
incluso a la gente que no entiende, o no tiene una afición específica a los
caballos. Mereció la pena, el lugar es muy especial y el espectáculo
entretenido. Bajo mi personal juicio, no de experto pero si de practicante algo
experimentado, puedo decir que encontré algunos pequeños errores de ejecución,
algo que en cierta medida convirtió la “performance” en un acto más real y
menos circense que la imagen que este espectáculo suele sugerir en documentales
o anuncios. Total, que al poco de llegar ya “puse la primera de las dos
muescas” que me había propuesto en mi agenda complementaria. Ahora bien, una
vez fuera del espectacular e histórico picadero, me di de bruces con un centro
de Viena sobrecargado de hordas de turistas (muchos de ellos literalmente
etiquetados y numerados) que establecían flujos de circulación paseante
sorteando repartidores de entradas disfrazados de Mozart, coches de caballos,
camareros, etc. La atmósfera me resultó tan poco sugerente que decidí salir
cuanto antes del Stuben Ring que “define” el centro y regresar hacia mi
territorio habitual, al nordeste del Canal del Danubio.
Cuadro mural de Oppenheimer: La Filarmónica
El Belvedere Alto
Pero en esta ocasión Viena me deparaba otras sorpresas mucho
menos convencionales, pero no por ello menos atractivas. Huyendo del calor, y
aconsejado por alguno de mis compañeros de ruta ciclista (sobre los que luego
hablaré), una tarde me monté en la bicicleta con los aperos de “playa”, crucé
la mitad del Danubio y descendí a pedales a la estrecha y kilométrica isla
artificial que divide el río en dos a su paso por la ciudad y que responde a un
sistema civil de protección ante las crecidas del río. La cuestión es que todo
ese terreno nuevo, se mantiene sin edificar, completamente ajardinado y surcado
de viales no motorizados para disfrute de ciclistas, peatones, patinadores,
skateboarders, etc. A lo largo de kilómetros y kilómetros abundan las praderas
ociosas, zonas de picnic, playas, canchas deportivas al aire libre… lo cual
hace que en días de buen tiempo aquello se nutra de gente deseosa de hacer
deporte, mantenerse en forma, disfrutar del sol, del ocio o del baño. Y yo… uno
más, primero unas vueltitas en bici para hacerme una idea y tomar algunas
fotos, y después toalla, libro y una tarde alternando el descanso con unos chapuzones
en el Danubio. Una buena forma “local” de pasar una calurosa tarde de verano
vienés.
Bicicleta Mercier: "Mecadural Pélissier", 1950
Bicicleta René Herse: "Diagonal", 1969
Siento sobrecargaros con tanta cultura y deambular
turístico, así que paso ya directamente a narrar mi experiencia ciclista
clásica. La sugerencia de los correos de los organizadores era la de evitar
acercarnos a Wolkersdorf en coche, para lo cual me habían enviado enlaces con
horarios de tren. Pero estudiando un poco un mapa, me pareció interpretar que
el acceso en bicicleta sería sencillo, asequible y poco peligroso. Menudo
acierto, gracias a ello, sin saberlo, me regalé un paseo ciclista estupendo,
que primero a través de un carril bici paralelo a la carretera y después
gozando de la independencia y tranquilidad del “EuroVelo nº 9” (un recorrido
ciclista separado que forma parte de una amplísima red de carreteras ciclistas
centro-europeas), me llevó por campos y paisajes rurales agradables, hasta el
mismo pueblo en el que se celebraba el evento ciclista clásico.
Junto a un antiguo edificio público, en un parque con
estanque, estaba montado todo el tinglado. Un set de fotografía para los
retratos de antes y después de la prueba, la recepción de registro, bar al aire
libre, exposiciones de bicicletas clásicas, mercadillo, etc. Todo ello fácil y
bien organizado. Por allí pululábamos ya bastantes de los participantes que
habíamos decidido acudir de víspera. Me sentí bien atendido y en seguida pude
dejar mi mochila y bicicleta en el pabellón del colegio del pueblo que estaba
gratuitamente a nuestra disposición. [Aquí tengo que hacer un aparte
profesional: el pabellón era perfecto desde un punto de vista educativo. No
demasiado grande pero suficiente, con porterías escamoteables en las paredes,
con almacenes muy bien dotados, igualmente incrustados en una pared, accesibles
pero sin molestar y espalderas correderas como cierre. Toda una pared lateral del
pabellón completamente acristalada, numeroso aparataje moderno en las paredes y
colgado del techo, demostrando la clara influencia de la “gimnasia escolar
‘natural’ austríaca” que afortunadamente parece seguir aún vigente como
referencia parcial de importancia en Austria y otros países centroeuropeos, y
algunos detalles más que mostraban la idoneidad del equipamiento. Cierro
paréntesis].
Mi "vieja" y dura Razesa empieza la temporada Challenge.
El coche escoba.
Una Puch, desde mi mesa.
La mañana
siguiente amaneció nublada y con ligerísima llovizna aunque buena temperatura.
Preparado para salir desayuné en una carpa y aproveché para observar máquinas y
“corredores”, incluidos algunos exhibicionistas en velocípedos. El ambiente era
totalmente vintage, con muchas Puch, bastantes italianas, etc. la mayoría en
buen estado de conservación, pero con claras muestras de uso, no había casi
bicicletas con aspecto de acabar de salir de la cadena de montaje. Muchos
maillots de punto y casi ningún casco. El pelotón de las 100 millas (en
realidad un poco más, 173 km) salíamos a las nueve y lo hicimos de forma
neutralizada tanto al alejarnos del pueblo como durante unos 5 primeros km bajo
un poquito de lluvia y con el suelo mojado. Pero pronto el grupo fue liberado,
se estiró y acabó rompiéndose en un rosario de unidades o grupitos muy
pequeños. A medida que avanzaba la mañana las nubes se fueron despejando, el
firme secando y el sol calentando. Disfrutaba de tramos en solitario y de
alguna rueda eventualmente. De liebres (me refiero a la fauna) que cruzaban la
carretera, de tramos de carriles independientes para bicicletas, carreteras
secundarias, pistas de grava en buen estado. Y en seguida en un constante subir
y bajar, sin llanos. Con arbolado, con campos, con viñedos, con canales… un
recorrido permanentemente variado y entretenido, y con la mente parcialmente
ocupada en pensar en no acelerarme porque la jornada se me presentaba muy
larga. Todo ello se ofrecía en lo que yo llamo modalidad “rally” (un
“pasaporte” con cuatro puntos intermedios en los que sellar, además de la
salida y llegada; un mapa extremadamente detallado de 1:25.000 por si te
perdías; todo el recorrido eficaz y discretamente señalizado con espray; y
libertado total de ritmos y agrupamientos), que me encanta, especialmente para
recorridos largos, y que me hacen sentirme como un corredor de otras épocas en
las que cada cual se marcaba su propio ritmo para completar jornadas largas,
duras y por parajes desconocidos, rurales y sorprendentes.
Interior de mi "Pasaporte de ruta" con todos los sellos.
Cada 31-39 km había
un punto de sellado que coincidía con una zona de avituallamiento. Eso era la
maravilla, pues ya llegabas con suficientes ganas de descansar, de comer y de
beber. Los lugares habían sido muy bien escogidos: una granja, un restaurante
de campo, una bodega, los jardines de un palacio… siempre al aire libre, con
carpas, mesas y sillas habilitadas para nosotros y servicio de camareros con
variedad de comidas calientes o frías y bebidas no alcohólicas muy variadas.
Cada parada ofrecía un menú diferente, pero siempre tradicional y apetecible:
sopas, guisos, aperitivos, sándwiches, zumos, mostos, agua, fruta, dulces,
tartas, café… pero nada de barritas o bebidas tecnológicas ¡cómo tiene que ser!
Así que daba gusto llegar y sentarte a comer, descansar y charlar con quienes
ibas coincidiendo. Al rato, cuando cada cual consideraba oportuno, reanudaba la
marcha y se iba en busca del siguiente control de paso.
Mis amigos de ruta en el avituallamiento de la Rep. Checa.
El tercer tramo resultó muy duro. Varios kilómetros de pista
algo deteriorada, dos pinchazos de uno de mis compañeros, el único puerto de la
jornada (breve “tachuela” pero de gran porcentaje), mucho calor, un constante
subir y bajar, cada vez más tramos no asfaltados (aunque todos muy “ciclables”)
y hasta un tremendo descenso en un “pavés” grueso que debía de ser
verdaderamente antiguo. Todo ello me dejó bastante roto y fatigado a los 106 km
de recorrido. Feliz del trayecto, de la variedad, del día, de la experiencia,
de la diversidad de tramos, de los paisajes, de la compañía, pero terriblemente
cansado. Tanto, que les dije a mis ya compañeros de etapa que se olvidasen de
mí porque les iba a ralentizar demasiado. A regañadientes me hicieron caso y
afronté el cuarto sector en solitario, con calma y tratando de dosificar. De
nuevo subir y bajar constante, mucho calor y mucha variedad de firmes. Agotando
casi la ponchera, lo cual no es habitual en mí, pese a la gran cantidad de
líquido que estaba consumiendo en cada parada. En cierta localidad una reunión
de bandas musicales austriacas, con su vestimenta típica, cortaba el paso y el
desvío me desorientó, afortunadamente me alcanzó por detrás un grupito de
jóvenes belgas y salí tras ellos del atolladero. Una vez sintiéndome seguro de
nuevo en las señalizaciones, dejé que se fueran. En ese momento ya sólo pensaba
en alcanzar el último control y retirarme dignamente con unos 140 duros km
cubiertos. Y allí llegué con tesón por una senda ribereña de tierra compactada,
a una especie de corralada maravillosa para sentarme a comer una lasaña,
beberme unas limonadas y reírme de mi mismo de puro cansancio, mientras mis
amigos me miraban como dudando de mi estado mental transitorio. Mi cabeza me
pedía un café desde hacía varios kilómetros. Estaba cubriendo sobradamente mis
necesidades de comida, de bebida e incluso
de paradas, pero me había dolido la cabeza bastante y desde hacía rato soñaba
con un café. Y por suerte allí lo había, así que lo pedí bien cargado, me lo
tomé y decidí arrancar de nuevo para enfrentarme al último tramo sin esperar
mucho más.
El quinto tramo lo llevé mucho mejor. Los primeros
kilómetros de tierra junto al río me gustaron, así como las pistas entre lomas,
campos y viñedos. Luego enlacé varios kilómetros de carretera y pude comprobar
cómo a mis colegas les llevó bastante tiempo darme caza. De nuevo en solitario
pueblos y cruces amenizaron el ritmo, y ya cerca del destino vinieron unos
tramos muy bonitos y llevaderos de pistas forestales, hasta alcanzar un breve,
pero terrorífico descenso de “pavés” del duro, que más recordaba a una calzada
romana. Un callejón estrecho de adoquines y por fin la carretera de
aproximación al pueblo. Cómo dice mi amigo Marcos, tan aficionado a eventos de
larga duración, un buen organizador siempre tiene que diseñar un trazado en el
que los últimos kilómetros, después de una gran paliza, sean para disfrutar. Y
así fue, entre el “subidón” de saber que llegaba, la parcial recuperación, y el
propio recorrido final, alcancé el arco de llegada completamente feliz y
recibiendo con cariño las aplausos concedidos por los organizadores y aquellos
participantes que ya estaban allí.
El organizador (¡chapeau!). Foto: O.R.Wi.
La experiencia de la “In Velo Veritas” ha sido
indescriptible. Desde el punto de vista social y humano, tengo que afirmar que
si bien no he tenido queja de ninguno de los eventos anteriores, en los que
siempre he disfrutado mucho y he sido muy bien atendido, en esta ocasión, tanto
los organizadores como los participantes, han superado todo lo anterior
haciéndome que haya sido la ocasión en las que más integrado me he sentido.
Esto es algo digno de agradecimiento, especialmente tratándose de la que casi
con toda probabilidad sea la cita más alejada de mi hogar, en un país bien
diferente y con una lengua nativa desconocida para mí. Respecto a lo puramente
ciclista: ambiente, organización, servicios y ¡sobre todo recorrido!
espectaculares. Ignoro cómo será la Heroica, pero esta “marcha” ha sido
alucinante, magnífica e irreprochable. Por ello os la recomiendo
encarecidamente desde ahora. No lo dudéis, el viaje merece la pena y no os
arrepentiréis al vivir una experiencia ciclista retro auténtica, pura y muy
intensa. Por si acaso alguno se decidiera a participar en el futuro, me permito
unos breves consejos muy básicos (podrían ser más, pero no quiero extenderme):
- Ir bien entrenados.
- Cubiertas en perfecto estado, hinchadas con máxima presión y mejor si son de 25, 28 o incluso mayor anchura.
- Una buena bicicleta, entendiendo por ello, un cuadro de acero, bien resistente y sufridor.
- Y nada más: desmontables, cámara de repuesto y ponchera con agua. El resto lo pone la organización.
Recordad que se tratan de 173 km de auténtico
“rompe-piernas”. Sin puertos, pero en constante subir y bajar, en permanente
cambio de ritmo. Aunque no sabría calcular cuántos kilómetros no asfaltados
forman parte del trazado, quizá alcancen un tercio del recorrido, lo cual es
mucho. La mayoría de ellos de firme de buena calidad, muy compacto, liso y sin riesgo
(tierra, gravilla…); aunque también algunas zonas de rodadas irregulares,
pasillos de gran vegetación, arena, adoquines y dos cortos tramos de auténticos
cantos lisos de grandes dimensiones. Ciclismo original auténtico, puro y duro,
no apto para sibaritas, pero un paraíso para ciclistas que buscan la belleza
del entorno, los lugares mágicos, los paisajes cambiantes, los pueblos
tradicionales y los recodos sorprendentes.