“Por su extensión, el Tour está incorporado a la Francia
profunda: en él, cada francés revive sus casas y sus monumentos, su presente
provinciano y su pasado antiguo.
Dicen que el francés es poco aficionado a la geografía: su
geografía no es la de los libros, sino la del Tour; cada año, cuando llega el
Tour, conoce la longitud de sus costas y la altura de sus montañas. Cada año,
reunifica materialmente su país, hace inventario de sus fronteras y sus
productos”.
Roland Barthes (“Del deporte y los hombres”).
[Hoy mismo estoy viajando hacia Austria para tomar parte en
la In Velo Veritas. Entretanto, el blog no se detiene, y como cada viernes, se
nutre de una nueva entrada, en este caso dedicada a la proximidad del siguiente
evento en la lista].
Hablar de ciclismo es necesariamente hablar de Francia.
Hacerlo sobre el ciclismo histórico hace entonces imprescindible que la mayor
parte del discurso se centre en dicho país. Francia fue la cuna del ciclismo
deportivo europeo (y por lo tanto mundial). Ya hemos visto en alguna entrada
anterior del blog que el ciclismo deportivo experimentó diferentes
interpretaciones en función de determinados factores de influencia asociados a
distintos países. Francia es un caso muy especial, ya que aun habiendo seguido
fiel al espíritu inicial de las largas “randonés” y haber atendido con
insistencia a la modalidad de las grandes clásicas, su protagonismo histórico
destaca especialmente por haber inventado, desarrollado y mantenido en el
tiempo el concepto máximo de las grandes vueltas. El ciclismo de competición,
por encima de cualquier otra forma de expresión es el Tour de Francia. Por
mucho que se empeñen en otra cosa, el Giro de Italia y la Vuelta a España, pese
a ser dos carreras grandiosas, pese a tener una larga tradición cargada de
anécdotas, leyendas y espectáculo, siempre han estado (y probablemente estarán)
a la sombra del Tour.
En
Francia, el Tour, al igual que ocurriera con otras muchas carreras ciclistas,
nace y crece vinculado a la prensa. Los periódicos fueron quienes diseñaron y
financiaron las modalidades competitivas, quienes en su día seguían innovando
la gran carrera por etapas, como con la temprana y brutal incorporación de los
grandes puertos pirenaicos. Y los periodistas fueron los primeros seguidores
del evolucionar de los corredores por las rutas, quienes ensalzaron sus gestas y
presentaron su esfuerzo en formato de hazaña para el gran público. Por todo
ello, y por mucho más, no se podría entender una temporada de ciclismo retro,
clásico o vintage, sin acudir a alguna prueba francesa. Decirlo es fácil,
conseguirlo ya es otro cantar. La razón, más que la distancia, es el simple
hecho de que en nuestro vecino país no proliferan los eventos de este tipo. Así
como en Italia el fenómeno retro está arrasando y actualmente podemos encontrar
del orden de una veintena de celebraciones de esa clase, en Francia tan sólo he
encontrado tres. Por eso hay que aprovechar y asegurarse en acudir a la Anjou
Veló Vintage, que el 22 y 23 de junio celebrará su 3ª edición, en los bellos
parajes del Pays del Loira ¡nada más y nada menos!.
Este
evento se sitúa en las inmediaciones de Angers (concretamente en Anjou y en
Saumur). Ello tiene un significado histórico que si bien podría ser casual, no
deja de tener importancia para nosotros, viajeros del tiempo: precisamente en
Angers durante los últimos años del Siglo XIX y los primeros del XX, se
celebraban cada año las prestigiosas Jornadas de Angers, que incluían: la
Internacional (la 1ª en 1876), el Handicap… y la Angers-Tours-Angers (cinco
días después de la primera); de las que tanto hablaba Charles Terront en sus
memorias. Pruebas que vieron evolucionar la tecnología deportiva ciclista en su
transición desde los velocípedos hasta las “bicicletas de seguridad” (versiones
primigenias de lo que actualmente entendemos que es una bicicleta de corredor).
Casualmente, en uno de mis viajes dentro de la Challenge, concretamente en un
museo de Manchester, me topé con un ejemplar de las primeras “bicicletas de
seguridad”. Creo recordar que de 1903 aproximadamente (aunque no estoy muy
seguro del año exacto). Lo más sorprendente del caso es que se trataba de una
bicicleta de carreras francesa, construida… ¡a base de tubos de aluminio! (ya
en esa época) buscando la ligereza. Ni que decir tiene que dicho encuentro ha
tenido mucho que ver con que me decante por participar con mi Alan de tubos de
aluminio en los actuales eventos cercanos a Angers.
Otro de
los motivos fundamentales por los que hay que acudir a Anjou este año, es
porque el programa ciclista es doble. Por un lado está la ruta propuesta para
el domingo, su habitual “La Rando”, con tres itinerarios alternativos a elegir
de 35, 46 y 87 kilómetros. Los tres con sus correspondientes avituallamientos y
pasos por bodegas. Pero es que además, en esta edición, con motivo del centenario
del Tour de Francia, el sábado se plantea rememorar parte de la etapa Nantes –
París, que pasó por allí durante el primer Tour. Para ello han preparado un
itinerario de otros 82 km, denominado “La Retro 1903”. El doblete se me antoja
fascinante. Y es una de las razones por las que en esta ocasión, pese a ir de
nuevo los dos (Myriam y yo), dejamos el tándem en casa para acudir cada uno con
una bicicleta. Por mi parte ya he explicado con cual. En su caso, una auténtica
“novedad” de los años 68-69: una Super Cil casi completamente original, que
“estrenará” allí, durante el recorrido más corto del domingo.
Quiero
aprovechar la ocasión para hablar un poco de Francia. No tengo inconveniente en
reconocer (aunque se me pueda tachar de afrancesado, injusticia ya sufrida por
Goya y algunos otros eruditos españoles), que es un país que me encanta y en el
que me siento siempre feliz. Lo conozco muy bien. Desde un punto de vista
geográfico casi tanto como a mi propio país. De hecho no puedo asegurar de cuál
de los dos he visitado más territorio. En Francia tengo algo de familia, y por
razones de muy diversa índole (familia, ocio, salud, compras, trabajo, etc.)
suelo viajar allí bastante a menudo. Lo chocante del caso es que mi segundo
idioma (aquel en el que me puedo defender con cierta solvencia oral o escrita)
no es el francés, sino el inglés (algo de lo que no me arrepiento, ni mucho
menos). El francés no lo estudié, entiendo algo si me hablan despacio y con
claridad, y un poco más leyendo, pero lo que se dice hablarlo o escribirlo…
“rian de rian”. Pero ello no es óbice para que deambule por sus calles,
ciudades, montañas, campos, ríos, canales, bodegas, etc. En su día hablaré de
París si acudo a La Patrimoine, y de Burdeos y los territorios de alrededor, si
finalmente la “Historique Marmande” se me pone a tiro. Pero por el momento haré
un breve balance de recuerdos de aquellas zonas del resto del país por las que
he estado.
Crucé
Francia en moto desde Hendaya hasta París y de allí a Estrasburgo. Entre otras
cosas eso me permitió conocer un poquito del Valle del Loira y maravillarme con
sus palacios de ribera y sus paisajes vinícolas, y entrarme ganas de mucho más,
sensación que espero poder mitigar un poco estos días. También pude disfrutar
de la gastronomía y la cerveza alsacianas cerca de la frontera con Alemania. Casi
un mes después la volví a cruzar entrando desde Suiza por Chamonix, para dormir
en un refugio en las faldas del Mont-Blanc y regresar a casa por el sur. En
otras ocasiones la moto me ha permitido también serpentear y recorrer el
fascinante, frondoso, anticuado y perfeccionista valle del Lot y parte del
Dordogne, en los que se suceden miles de curvas junto a los ríos y proliferan
los pueblos medievales como salidos de un cuento. Disfrutar de su gastronomía
de detalle, de su foie y de sus variados vinos tintos. Y repetir la experiencia
en Auch y las Bastidas de Gascuña, o a lo largo de los Pirineos, desde Euskadi
hasta Cataluña, “cosiendo” la cordillera a través de sus puertos en un
constante ir y venir de Francia a España y viceversa.
Recientemente,
por cuestiones hospitalarias nos hemos visto obligados a viajar a Montpellier
en numerosas ocasiones. Todas ellas en coche, y siempre (a la ida o a la
vuelta) incluyendo un itinerario turístico alternativo. Carcassonne, su ciudad
medieval y el país de los cátaros; el noroeste de Languedoc con sus colinas,
bosques, gargantas y campos. Pueblos o ciudades cargadas de historia y belleza:
Albi, Millau (y las gargantas del Tarn), Conques, Moisssac y la Abadía de St.
Pierre, Castres, etc. Sin olvidar Nimes, su patrimonio romano y su “coliseo”
reutilizado como plaza de toros durante la feria. Todo ello en verano o en esas
primaveras calurosas del sur. Deleitándonos con la cassoulet y otros manjares.
Mis
primeros contactos con Francia, por su puesto fueron motivados por mi afición a
la práctica del esquí: estaciones pirenaicas (La Mongie, Gourette, Luz Ardiden,
Cauterets, Gavarnie…) y alpinas (Los 3 Valles, Les Arcs, Tignes-Val d’isere,
Alpe d’Huez, Avoriaz, La Foux d’allos, Valmorel, etc.). Descubriendo sus
costumbres, sus montañas, glaciares y gastronomía de montaña (¡Ah, los
quesos!). Pero a partir de ahí, puedo presumir de haber navegado a vela en La
Rochelle, probando un First Class usado que un amigo adquiría con ocasión de la
Grand Pavois (ese macro salón náutico que se celebra en la que es una de las
capitales mundiales de la vela). También de haber recorrido canales bretones
viviendo en una “péniteche” con la familia (esas barcazas habitables),
maniobrando en sus esclusas y disfrutando de los encantos fluviales y de
interior. He recorrido algunos kilómetros patinando por la extensísima red de
carriles de Las Landas o dando vueltas al circuito de Le Mans en plena
competición de las 24 horas (de patines). Degustado los placeres de la cocina
de Niza. Descendido un cañón acuático en Córcega o buceado en sus transparente
aguas. Me han caído piedras y agua en las gargantas de Kakouetta o he galopado
montaña abajo con raquetas de nieve antes de ir a visitar el espectacular circo
de Gavarnie. En definitiva, si me pusiera a hablar de Francia sería un no parar
de hacerlo, y acabaría resultando un pesado si no lo he sido ya. Pido perdón
por si acaso, pero es que son muchos y buenos recuerdos, y es fácil dejarse
llevar por la nostalgia y la emoción. Vamos que disculpa ciclista aparte, me
apetece muchísimo acometer este largo viaje de coche hasta el Loira.
Que me
apasione tanto Francia, no quiere decir que admire especialmente a los
franceses. No me parecen mejores ni peores que el resto de occidentales que
conozco o he tratado. Como en todas partes, hay de todo, maravillosas personas
y tontainas integrales. Los tópicos y las generalizaciones no me gustan,
especialmente en lo referente a las personas. Pero en esta ocasión sí que me
atrevo a decir que en muchos aspectos sociales y culturales son muy diferentes
a nosotros. Lo cual no significa gran cosa, ya que a su vez, ellos y nosotros,
mostramos bastantes peculiaridades socio-culturales diferenciadas en función de
nuestra procedencia o residencia habitual, dentro de nuestros propios países.
Esta es una de las cosas interesantes del mundo y los seres humanos que lo
habitamos, que por un lado llevamos con nosotros grandes dosis de componentes
culturales de niveles “concéntricos” de detalle, y por el otro ofrecemos una
diversidad tan amplia que cualquier intento de generalización cabría
calificarlo de atentado contra la singularidad del ser humano. Y que me
encandile tanto Francia tampoco es incompatible por el sano enamoramiento que
siento por España, sus territorios, gentes, cultura, gastronomía… Ambas
geografías se diferencian, pero su tronco histórico tiene muchas cosas en
común. Ambos son dos países que merece la pena conocer sin prisa, a lo largo de
toda la vida, siempre que se tenga ocasión para hacerlo un poco más. La suerte
es que están aquí mismo, pegados a mí vida, y por ello continúo disfrutándolos
y viviéndolos con entusiasmo.
Desde un
punto de vista puramente ciclista, sobre el país galo hay poco que destacar, de
lo obvio que resulta todo ello. Ya me he referido a sus inicios y a sus logros
organizativos más importantes. Todo el mundo conoce a sus grandes campeones:
Louison Bobet, Jacques Anquetil, Bernard Hinault, Laurent Fignon, etc. que son
sólo la laureada cúspide de cientos o miles de excelentes ciclistas que aquel
país ha ido dando década tras década. Así que terminaré haciendo referencia a
mi experiencia anterior en bicicleta por terreno francés, la cual
sorprendentemente no ha sido demasiada, en comparación con el tiempo allí
pasado. Quien siga habitualmente este blog ya habrá podido leer acerca de mis
aventuras y desventuras cicloturistas en los puertos de montaña franceses. A
eso apenas puedo añadir dos experiencias más: un par de ocasiones pedaleando
por las inmensas llanuras boscosas de Las Landas, una en grupo y otra en
solitario; y un par de etapas por las tierras y viñas al norte de Montpellier,
en los alrededores del Pic Saint Loup, pedaleando bajo el sol, en solitario, con
un permanente aroma de pino, vides y flores en el aire. Disfrutando en ambos
casos de las sensaciones y reflexiones generadas por un rodar concentrado y
rítmico a lo largo de carreteras secundarias y cruces, en un país al que
respetas y admiras, entre tantas otras cosas, por su historia ciclista.
Practicar el ciclismo allí es, de alguna manera, hacerlo en una especie de
santuario, en el que resulta imposible abstraerse de todo el acervo deportivo-cultural
que arrastra el Tour de Francia y todo lo demás relativo al ciclismo francés.
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