Ritten madrugó mucho aquella
mañana de domingo. Pero no le importó demasiado. Al fin y al cabo acababa de
librarse de la pesadilla, del espantoso frente bélico. Era 1919. Ni siquiera
tenía bicicleta propia para participar en aquella carrera, le habían prestado
una. La del cuñado de otro participante. Hasta su nombre era un poco prestado,
una deformación familiar de Henri. Pero pese a todo ello, estaba tan exultante
que cuando se encontraron colocados en la salida gritó: “¡os dejaré tirados a
todos!”. Aquello hizo que el gran
favorito Jules van Hevel, que recientemente había dado el salto al
profesionalismo, se le riera en la cara. Pero Ritten no se amilanó y le contestó
directamente: “no te rías, te sacaré de rueda justo en frente de tu casa”.
Aquella era una carrera dura pero relativamente local, casi todos se conocían y
sabían donde vivían unos y otros. Para Ritten era su tercera participación en
la prueba. Eso significaba que la había corrido siempre. Las dos primeras veces
lo hizo bien, quedando segundo en la primera ocasión, detrás de Marcel Buysse
en 1914, y no pudiendo ganarla por culpa de una avería en un pedal al año
siguiente. Pero desde entonces hasta ese día habían pasado muchas cosas, entre
ellas una guerra y una convalecencia por herida. Pero el caso es que aquello no
fue una fanfarronada, y si lo fue, al menos apechugó con ella, pues en un
momento dado Frits Wiersma, otro flamenco en liza, atacó cerca de casa de Van Hevel,
Ritten se pegó a su rueda y le gritó: “tira que te echo una mano”. Pero poco
después Ritten se vio solo en cabeza, a 120 kilómetros de meta, contra el
viento y sin pronóstico alguno de posibilidades de victoria por lo que, como
buen flamenco de la época, hizo lo que tenía que hacer… apretar los dientes y
darlo todo. Por detrás había tranquilidad, pues de todos era sabido que Ritten
era muy dado a aquellas locuras absurdas e ineficaces. Bien merecido tenía su
apodo de Jinete de la Muerte. Y el problema le llegó cuando empezó a sentirse
débil y hambriento, y sin nada que llevarse a la boca. Era tal su ansia y
necesidad de comida que en un momento dado paró al ver a un ayudante de Buysse
esperando con una bolsa con avituallamiento al borde de la carretera. Ritten le
convenció para que le diera la comida asegurándole que Buysse ya no la
recogería tras haber abandonado la carrera. No sabemos la cara que podría el
ayudante al ver aparecer a Buysse tiempo después reclamando su comida, pero
para ese momento Ritten ya había salido pitando bastante tiempo antes, y ya con
el estómago recargado. Cualquier carrera moderna estaría de sobra colmada con
lo aquí sucedido hasta ahora, como para ser noticia de prensa, televisión o
incluso distribución viral. Pero los de Ritten eran otros tiempos. Épocas en
las que en las carreras pasaban cosas, muchas cosas. Por ejemplo que te
pudieras encontrar un tren parado en mitad de la vía, cortando el paso a la
carretera por razones peregrinas. Unos dicen que nuestro amigo traspasó el
convoy arrastrándose con la bicicleta por debajo, otros que con ella al hombro
aprovechando el hueco y los soportes que suele haber entre los coches, aunque
los más entusiastas, los mejores narradores, aseguran que trepó hasta un vagón,
lo atravesó con la bicicleta ante la incrédula mirada de los pasajeros y abrió
la puertezuela del otro lado para bajarse y continuar, imagino que tras haber
dado los buenos días en un cortés pero mal pronunciado francés. ¿Es necesario
recordar que él era flamenco?. El caso es que superó el problemilla y siguió
dando pedales hacia su destino, hacia la meta en el velódromo de Gentbrugge (en
Gante). Lo que pasa es que al llegar allí, en vez de meterse en la pista para
dar la correspondiente vuelta de entrada a meta, se detuvo en un café para
tomarse una merecida cerveza. Y a poca experiencia que cualquiera de nosotros
tengamos en esto de darle a la caña fresca después de una cabalgada a pedales
de algunos cientos de kilómetros, sabemos que tras la primera viene la segunda,
y quién sabe cuántas hubieran caído sino no llega a aparecer por allí un
ayudante del director de carrera, para sacarlo del bar y acompañarlo
personalmente hasta la pista. Su llegada, la real, la formal, fue tan
multitudinaria que de hecho no fue rodando sino medio estrujado mientras
caminaba rodeado de gente. Aún así, incluso por encima del alboroto, se tiene
la certeza de que, fiel a ese estilo que, aún a pesar de la brevedad de esta
historia nue,stro amigo ha sugerido gastarse, exclamó: “¡Que todo el mundo se
vaya a casa y vuelva mañana! Les he metido medio día de ventaja a los demás”.
En realidad los siguientes llegaron catorce minutos después. A lo largo de los
años, la narración de la victoria de Ritten ha experimentado giros,
amplificaciones y enriquecimiento, a costa de las licencias que unos y otros se
han ido tomando. Esta misma, es una versión apoyada en otra que reconoce que la
mitad de lo que cuenta no es verificable ni demostrable, aunque desde hace
mucho tiempo forma parte del acervo cultural del Fandes ciclista. Ritten era
como llamaban todos a Henri van Lerberghe, uno de los primeros ejemplos
ciclistas de lo que posteriormente se supondría que era un “Flandrian”. Y
aquella carrera, la tercera edición de la Ronde Van Vlaanderen, el Tour de
Flandes. La primera celebrada después de la I Guerra Mundial.
Henri van
Lerberghe “Ritten”. (Imagen: Dion Bentley en Pinterest).
Las historias de ciclismo,
especialmente las pioneras, las que han servido de cimientos sobre los que
apoyar todo el levantamiento posterior de las grandes carreras y eventos
actuales o pasados, están llenas de leyendas. Cargadas de hechos inauditos,
llamativos y colosales, pero también enriquecidas con relatos ficticios o
deformados que,a modo de mitología educativa, han reforzado su poder dramático
y los han hecho llegar hasta nuestros días, principalmente de forma escrita[1]
(en papel de prensa) y tanto o más hablada, en un boca a boca socializador que,
generación a generación, ha cohesionado el gran edificio ciclista. Y el Tour de
Flandes es una viga maestra del bloque, robusta, vieja, pero resistente a la
carcoma del paso del tiempo y de la evolución del deporte. Pero ¿cómo empezó
todo?.
Pues con una visión. No demasiado
original, sino intentando fundar en casa lo que algunas personas admiraban de
un extranjero cercano. Ese “en casa” era el deprimido, pobretón y hasta
menospreciado sector flamenco de Bélgica. Y ese “cercano extranjero” era el
ambiente de carreras ciclistas inglesas y, sobre todo, francesas. Y aún podríamos
decir más, incluso el mucho más próspero (entonces) segmento valón de Bélgica.
El caldo de cultivo de la
creación de la Ronde Van Vlaanderen tiene bastante que ver con el afianzamiento
de un claro sentimiento nacionalista en la sociedad flamenca, que se sentía
maltratada por la valona, en aquella época más afortunada económicamente. La
situación fue provocando que el sentimiento de identidad propia germinara, y
que ciertas circunstancias relacionadas con los destinos y balances de bajas
bélicas en la I Guerra Mundial se sumasen a las presiones efectivas contra la
lengua propia, el menosprecio social, etc. y acabaran cristalizando en
reacciones concretas. Y una de ellas fue el afán en mantener y reforzar sus
propios periódicos, aquellos escritos en lengua flamenca.
Hago un inciso chocante. Y lo
ubico dentro de mi propio pensamiento. No me gustan los nacionalismos. No me
gustan nada. Es más, me preocupan y me dan miedo. La historia me ha mostrado
como, demasiadas veces, son un ecosistema social ideal en el que perversas ideas
políticas, acaban generando y buscando beneficio propio, odio, maldad, crimen,
violencia, discriminación, incomunicación, sentimientos de superioridad, etc.
Adoro las culturas propias, las que me son cercanas y las ajenas, las considero
tesoros a preservar e incluso a compartir o “regalar-ofrecer” a otros grupos
culturales. La diversidad es riqueza, pero su utilización como catalizador
violento para justificar determinados posicionamientos de poder, me parece
odioso. Es la conocida estrategia política del “feudalismo imperialista”, ese
voy a hacer mi “nación” lo suficientemente pequeña para hacerme “dueño” de
ella, y ya después me pondré a “hacerla crecer” conquistando territorio y
población próxima. Un mecanismo muy antiguo, que aún demasiada gente se cree.
Dicho esto, lo que anunciaba como chocante, es la habilidad histórica que ha
desplegado Bruselas para perpetuarse como capital de un país muy dividido en
dos, en el que todo es prácticamente valón o flamenco excepto su capital. Y más
aún, en un alarde de genialidad estratégica, además se ha erigido como capital
política, administrativa, gestora, etc. de la Unión Europea, todo un concepto
político opuesto a los nacionalismos. No se ustedes, yo “flipo” con los
peculiares modos en los que los seres humanos nos manifestamos y funcionamos. Pero
olviden todas estas reflexiones en voz alta, serán cosas mías, rarezas de un
ciudadano algo desengañado de según qué cosas. Volvamos al asunto. Íbamos por
los periódicos en flamenco.
Uno de aquellos periódicos fue el
Sportwereld, que apareció en 1912, fundado por un grupo de hombres
emprendedores entre los que se encontraba Karel van Wijnendaele. Aquel
personaje es fundamental para nuestra historia. Fue conocido como Carolus Ludovicius
Steyaert (que es como nació), y Carel fue un apodo anglicista de su nombre;
también como van Wijnendaele, que era el apellido que utilizaba para escribir
(a la postre el más conocido); o incluso Marc Bolle, pseudónimo utilizado como
ciclista y después agente de corredores. Esta persona mostró muchos
paralelismos con la figura de Henri Desgrange: ambos empleados en varios
trabajos, ciclistas, agentes de ciclistas, periodistas, fundadores de periódicos
y con caracteres, al parecer, muy similares en más de un aspecto de sus marcadas
personalidades. Y por último, ambos creadores de sendas carreras ciclistas
míticas y aún vivas: el Tour de Francia y el Tour de Flandes.
Nacido en el seno de una familia
de 15 hermanos cuya madre quedó tempranamente viuda, Wijnendaele tuvo una
infancia realmente severa. Se fue buscando la vida por el itinerario que
brevemente ya he comentado, y ya en el seno del periódico empezó a dirigirse
hacia su idea. Su inclusión como socio fundador obedeció más a su trayectoria
previa como reportero deportivo que a cuestiones de poderío económico. El
periódico fue creciendo en frecuencia semanal hasta convertirse en diario. En
1913 Wijnendaele llegó al cargo de editor. El ciclismo le apasionaba, pero
sentía que los flamencos tenían buenos corredores pero no una prueba propia a
su altura (mientas que los valones ya celebraban la Lieja-Bastogne-Lieja).
Al final del siglo XIX el
ciclismo belga era mísero, la gran actividad se desarrollaba en Francia y en
GB. Era la época en la que las grandes marcas de fabricantes empezaban a
profesionalizar a los mejores ciclistas amateur para que corrieran con sus
productos. Pero en Bélgica los pocos fabricantes eran demasiado pequeños para
ese juego. Un belga llamado Odile Defraye trabajaba como recadero de larga distancia
en bicicleta. Fichó por el equipo Alcyon (fábrica que pasó de producir 3000
bicis en 1902 a 40.000 en 1909) y con él ganó un año más tarde la Milán-San
Remo de 1913, pero su equipo no lo quería llevar al Tour de 1912 para contentar
a la afición gala. Fue el importador belga Bonte quién convenció al dueño de la
fábrica, Edmong Gentil, para que lo enrolase y así él pudiera vender más
bicicletas en Bélgica. La condición fue que acudiera como gregario de Gustave Garrigou
(en una época en que la colaboración entre co-equipieres estaba prohibida por
el reglamento de la carrera). HD era muy de volver loco a todo el mundo con los
constantes cambios del estricto reglamento. Hasta que él desapareció de la
organización de la carrera (por enfermedad), ésta no autorizó el empleo de
desviadores, aunque la edición de 1913 sí que permitió rueda libre. Defraye
cumplió su cometido hasta que Garrigou falló, y después acabó ganando la
carrera. Aquella victoria se cargó de simbolismo y supuso la primera victoria
de un “Flandrian” en cualquier ámbito (deportivo o no), una suerte de
levantamiento del deprimido norte contra el opresor sur (idiomas incluidos). El
efecto se notó enseguida: de 125 licencias de corredores y 6 pistas en Flandes
en 1907, se pasó a 4000 corredores y más de 40 pistas en 1912.
Así que Wijnendaele no se detuvo
hasta conseguir que el diario lanzase la carrera, con su nombre actual y la
ambición de recorrer todo Flandes en una larga prueba de una jornada. Algunas
frases que anunciaron su creación en el periódico fueron: “Sportwereld da a
Flandes su propia carrera. La Ronda: un producto de la gente flamenca y el
suelo flamenco. Hay otras carreras, pero solo hay una Ronde van Vlaanderen”.
Y estas fueron las palabras que su director dirigió a los participantes en la
salida de la primera edición: “Bien, sed
bravos, chicos belgas; sed bravos e irresistibles en la lucha contra los
campeones extranjeros. Defended nuestro honor y reputación y cuando regreséis
de las tierras del norte, os aclamaremos como os merecéis y oiréis miles de
pechos hincharse y gritar: ¡Hooray, el belga campeón!”.
Wijnendaele con dos colaboradores durante un tempranero Tour de Flandes.
(Imagen del diario Sportwereld del 12 de mayo de 1921. http://www.erfgoedbankleieschelde.be).
Retrato de
Wijnendaele, firmando como Marc Bollé en uno de sus libros.
El fundador buscaba
románticamente la irrupción del “Flandrien” como ciclista. No habiéndolo podido
ser él mismo, no olvidaba la sensación que sus pupilos desataron en las pistas
de los EEUU, cuando se los llevó por
allí de gira. Gente capaz no solo de digerir las demandas mentales y físicas
extremas de los eventos de seis días en constante competición, sino además venciéndolos
muy a menudo.
En la primera edición de la Ronde
salieron 37 ciclistas y llegaron a meta 6. Ganó Paul Deman tras 12h 03 minutos
de esfuerzo con una media de 26,9 km/h. Este corredor había sido el primer
“touriste-routier” en haber conseguido finalizar un Tour de Francia (1911) y
posteriormente ganaría la Burdeos-París (1914) y la París-Roubaix (1920).
Paul Deman. (Imagen:
montaje en Pez Cycling News).
La carrera fue creciendo en
atención poco a poco, y quedó suspendida durante unos años coincidentes con la
I Guerra Mundial. Nunca superó el número de cincuenta participantes antes de
1920. Y la cifra de 100 se sobrepasó por primera vez en 1931. Sin embargo, el
reconocimiento internacional llegó en 1922 gracias a la presencia de los dos
mejores hermanos Pélissier entre los 91 participantes que tomaron la salida. Ya
entonces ambos eran verdaderas figuras internacionales, por lo que
revalorizaron el evento, que por cierto no fueron capaces de ganar. A partir de
entonces la presencia de extranjeros se fue incrementado y al año siguiente
vendría la primera victoria foránea de la mano del suizo Heiri Suter.
Tras la muerte del último de los
otros socios fundadores del periódico (Leon van den Haute, en 1931),
Wijnendaele se convirtió en su único dueño. Pero demostró ser mejor patrón de
carrera que de diario, pues pronto el segundo fue vendido. En los años 30 los
corredores hacían del ciclismo su modo de vida y una vía de subsistencia
profesional, cobrando y acumulando cuánto más mejor en dinero o especie. Los
premios eran una posibilidad, pero las primas de salida en otras carreras
menores también. Esto afectaba bastante a las rocambolescas tomas de decisión
sobre en qué pruebas participar y en cuáles no.
En la edición de 1937 el evento
estuvo a punto de morir de éxito. Movía ya tal cantidad de público que se
formaban colapsos en las zonas más vistosas y repasadas por el itinerario, ya
que la gente diseñaba estrategias con las que poder ver varias veces el paso de
la carrera por diferentes puntos de acceso cercano. Aquello provocó auténticos
atascos de tráfico y peligrosas masificaciones de viandantes. El director
empezó a mover hilos buscando la ayuda oficial en forma de policía de tráfico,
etc.
Durante la II Guerra Mundial, la
prueba se celebró bajo la ocupación y el beneplácito alemanes. Esto facilitó
ayuda logística, pero sembró cierto malestar entre gran parte de la nación por
interpretar que hubo cierto “colaboracionismo”. No es algo que me interese
analizar aquí. Supongo que el asunto es lo suficiente complejo como para que
hasta los verdaderos historiadores discutan sobre ello en sus tesis e
investigaciones. Recuerdo haber leído que Hergé, el creador de Tintín, también
fue criticado por asuntos similares. Parte de la historia de Bélgica está
salpicada de dudas, rencores, acusaciones, verdades y mentiras que han podido
tener que ver con todo aquel asunto.
A caballo entre los años 30 y 40
hay dos corredores flamencos míticos de gran palmarés y cuyas carreras
estuvieron bastante ligadas al Tour de Flandes. Me refiero a Rik van Steenbergen
y a Briek Schotte. El primero de ellos debía de tener mucha clase y chispa,
pero algunos lo tachan de excesivamente pesetero. El segundo alcanzó fama de
duro y aguerrido, de sufridor y trabajador sin florituras, dándolo todo sin
esconderse. En su victoria de 1942 llevaba un 49x17, que él mismo reconocería
que una década después era ya un desarrollo de entrenamiento. Explicaba así el
ambiente de su vida de corredor: “La Ronda antes y después de la guerra, era
más atractiva y más espectacular que ahora. Las tácticas de equipo no existían
entonces. Era cada cual por sí solo. Todos corríamos por los premios, y por las
primas, que en aquellos tiempos eran la única fuente de ingresos del corredor.
En mi primera Ronda gané 2000 francos. Y como tercero final conseguí 1.500.
Como primero en la cumbre del Edelare, conseguí otros 500. Aquello era un buen
montón de dinero en 1940. La hora laboral podría rondar los 4 francos. Y había
muchos premios en juego. Recuerdo que un día mi madre me dijo donde lavaba mi
ropa, ‘¿Tengo que esperar pasarme toda la vida con mis manos metidas en esta
ciénaga?’, y yo dije, ‘Vamos, voy a conseguir una lavadora del Tour de
Flandes’. Y lo hice”. Schotte en realidad es considerado por muchos
aficionados de antaño, y por diversos autores especializados en el ciclismo
belga, como el último verdadero ejemplo de “Flandrian” (León de Flandes),
ciclista que representa los valores de un espíritu bravo, indómito, duro,
generoso en el esfuerzo, que nunca se esconde… poco dado a las tácticas o
estrategias ahorradoras o especulativas. Rik van Steenbergen no, su estilo era
diferente, pero su palmarés superior. Espectacular, aunque claramente centrado
en las carreras más importantes “de día” y en los velódromos. Veamos algunas
pinceladas: victorias en 2 Tour de Flandes, 2 París-Roubaix, 2 Flechas Valonas,
1 Milán-San Remo, numerosas etapas en las tres grandes vueltas y… ¡3 campeonatos
del mundo de ruta!. Esto último únicamente posible para ciclistas de una clase
muy especial: Merckx, Freire, Binda y él mismo. En la Ronde tuvo días buenos y
días en los que la mala fortuna o incluso los organizadores se pusieron algo en
su contra. Quizás acaso por faltar a la cita en alguna ocasión, buscando mayor
rentabilidad participativa en otra prueba coincidente. El caso es que fue un
gran animador del evento, que ganó por primera vez en el 44 y aún disputó
alcanzando el tercer puesto once años después.
Rik Van
Steenbergen con sus amistades tras una victoria en una carrera. (Imagen de una
colección particular publicada por Bonzo Junior en wielerarchiven.be).
Van
Steenbergen y Schotee Juntos al final de uno de sus duelos en Flandes (Imagen:
Arnold Seynnaeve).
Pero lo de Briek Schotte
(“IronBriek”, “el último auténtico Flandrian”), es otra cosa, otra comunión
especial con la afición local. De menor palmarés general (aunque dos veces
campeón del mundo), su trayectoria deportiva estará eternamente ligada a la
Ronde Van Vlandeeren, no solo por haberla ganado en dos ocasiones, sino por
haber acabado dos veces segundo, cuatro veces tercero… en definitiva, por haber
participado en ella en 20 ocasiones ininterrumpidamente, debiendo abandonar
únicamente en cuatro de ellas, empezando en 1940 con tan solo 20 años de edad
(el más joven de la historia) y acabando a sus 40 años (el mayor de todos).
Además de fallecer, ya octogenario, un día en el que se celebraba la carrera.
No es de extrañar por lo tanto, que en 1950 fuera nombrado Caballero de la
Orden de Leopoldo II, honor que el creador de la Ronde, Karel van Wijnendaele,
aún tuvo que esperar dos años más.
Peter Cossins[2]
incluye en su libro una bonita aportación del periodista Albert Baker d’Isy
sobre Schotte. Resulta que fue a visitarlo para una entrevista y se encontró
con que el ciclista había salido a rodar con unos colegas de la vieja guardia. Primero
hacia la costa para entrenar contra el viento, regresando después a casa a
través del Kwaremont y el Kruisberg. Uno de los ciclistas que venían en el
grupo le explico: “No esperes ver esto
por mucho tiempo. Ya no hay más verdaderos ‘Flandriens’. Los jóvenes están
demasiado estropeados. Fans, dinero que ganan fácilmente en las carreras
‘kermesse’, el creciente número de carreras en Bélgica, la devaluación del
franco francés, la falta de restricciones en la vida como resultado del empleo,
todo ello ha contribuido. Ya no entrenan más. Compiten. Y si es demasiado duro,
abandonan”. La excepción de esa regla, según escribió el periodista era
Schotte “El último de los Flandriens”. Según Pierre Chany: “Él es un ciclista concienzudo, fiero en la batalla, a veces lento para
ponerse en marcha, pero terriblemente eficaz al final de las carreras. Puede
tratar con el calor y el mal tiempo, cogiendo ventaja de su vida ascética y su
compromiso con el entrenamiento. Finalmente, sabe cómo sufrir más que el resto.
Muy estirado sobre la bicicleta, su cara cincelada a ras del manillar, su gorra
azul calada hasta sus orejas, puede ser identificado desde lejos”.
Briek Schotte.
(Imagen: Picture
courtesy of the M. Decavel photo collection. Cycling Hall of Fame Photo
Collection).
Schotte Con
su mujer en el Cto. Mundo de 1940 (Imagen: archiefbank Vlaanderen).
En 33 ediciones de carrera, el
Tour de Flandes había demostrado ser territorio belga. Tan solo una vez se les
había escapado el triunfo con aquel suizo de 1923. Pero entonces llegó Fiorenzo
Magni y trastocó todo, y rompió 26 años de tradición ininterrumpida. Y lo hizo
con contundencia, sin fisuras, sin dejar lugar a dudas, porque quizás harto ya
de pelear a la sombra de los grandes astros italianos Coppi y Bartali, o quizás
buscando reconocimiento popular en una país lo suficientemente alejado de la
historia, los rumores y las sospechas políticas del suyo, el caso es que lo dio
todo y demostró dominar tan complicada, difícil y durísima carrera, metiendo en
cintura al ciclismo belga en general y al flamenco en particular. ¡Ganó tres
veces seguidas!. La primera al sprint. La segunda con dos minutos de ventaja. Y
la tercera por cinco y medio, tras rodar en solitario los 75 últimos kilómetros
del recorrido. Y Magni alcanzó su pedazo de gloria, su premio y el
reconocimiento masivo de aquella población de aficionados locales que consintió
en apodarlo “el León de Flandes”. “Nunca había estado en Bélgica. Pero había
oído y leído en los periódicos que las carreteras eran malas. Así que pensé que
sería una buena idea utilizar llantas de madera, que son menos rígidas que las
tradicionales. Fue duro encontrar aquellas llantas pero me enteré de que
Clément las producía. Entonces escogí un tipo especial de tubulares, más
grandes y pesados que los normales. Y puse un acolchado de foam alrededor del
manillar. Recuerdo un tiempo frío y terrible. ¡Estaba en mi elemento! Gracias a
la Madre Naturaleza, el frío, el viento, la lluvia o los días nevados eran
música para mis oídos. Lo mismo que con calor extremo”.
Magni
entrando vencedor en el Tour de Flandes de 1951. (Imagen: l’Équipe; en “The
Spring Classics”).
En el 51 la carrera dio otro paso
en pos de la modernidad organizativa. Permitió mayor ayuda externa desde los
coches, y accedió a autorizar y reconocer el trabajo de los equipos, algo que
durante las últimas ediciones ya ocurría, aunque de forma disimulada ante la
amenaza de la descalificación. En el 55 ya podían coger la bicicleta de un
compañero en caso de avería. Un año más tarde se dejaba que el coche te diera
una rueda inflada, y al final de la década las normas se adaptaron a las
vigentes en la mayor parte de las carreras internacionales.
Tras Magni, fueron Win van Est,
Louison Bobet y Jean Forestier los extranjeros que lograron la victoria en
aquella década, y entre los belgas hay que destacar a Rik van Looy, quien a
caballo entre los 50 y los 60, logró componer un palmarés “Monumental”, pues
entre sus 400 victorias, hay que señalar dos campeonatos del mundo y haber sido
el primer ciclista en la historia (y uno de los tres únicos) en haber vencido
en los cinco Monumentos. La Ronde la ganó en dos ocasiones, en una época en la
que los extranjeros lo intentaban con gran ahínco, como demostraron las
victorias de Simpson, Altig, de Roo y Zandegú en la década de los 60.
Precisamente en el 61, año de la victoria del británico, era la segunda vez de
la historia en la que la prueba finalizaba sin ningún belga entre los tres
primeros puestos, subiéndose al cajón. Eso es algo que únicamente ha ocurrido
cinco veces en toda la historia de la carrera: los años 1951, 1961, 1981, 1997
y 2001. ¿Cuándo les habrá dolido más a los locales? No lo sé, pero aquella del
81 debió de resultar un mal trago al ver que el podio se colmaba de holandeses
(los tres).
El creador de la carrera falleció
en el 61, y su recuerdo pervive, entre otras cosas, gracias a un monumento que
levantaron en su honor en lo alto del Kwaremont. Se erigió gracias a la
colaboración entre su hijo Willem y el
terrateniente Barón Behaeghel. El primero flamenco, y el segundo francés
emigrado a la Bélgica valona.
"Los dos hombres se encontraron en Casa Georgette, un bar en lo alto
del Oude Kwaremont. Allí bebieron una cerveza y acordaron que un monumento
podría ser erigido sobre la tierra, en el ascenso sur de la colina, que
casualmente marca la frontera entre el Flandes flamenco parlante y la franco
parlante Valonia. El acuerdo fue escrito sobre el reverso de un posavasos y
firmado”.[3]
A finales de los años 60 y
durante los 70 el ciclismo se convirtió en el reinado de Eddy Merckx. Lo ganaba
todo, tanto en grandes Vueltas, como en carreras de día, clásicas y
especialmente Monumentos. Sin embargo, casi podríamos decir que el Tour de
Flandes se le atragantó porque “solo” lo ganó en dos ocasiones de once
intentos. El Monumento que menos veces ha ganado (las mismas que el Giro de
Lombardía, pero habiendo participado menos veces en la clásica italiana). La
razón principal resulta de la integración de varios factores: la dificultad
intrínseca de la carrera, la abundante competencia especializada y, sobre todo,
el férreo, celoso, estrecho y exagerado marcaje al que siempre era sometido
allí por todo el resto del pelotón. Hay que entender que a lo largo de la
historia de esta carrera, en numerosas ocasiones, la abundancia de presencia
belga ha sido una contrapartida para ellos mismos, metidos en cruentas batallas
originadas por las rencillas y celos propios. El mismo Merckx no ha sido ajeno
a ellos, ni para sufrirlos, ni para provocarlos. De hecho, sus dos únicas
victorias se basaron en una superioridad brutal, únicamente propia de él. La
primera atacando sin parar hasta quedarse solo a 70 km del final y acabar
sacando cinco minutos y medio al siguiente (Gimondi). La otra, varios años
después, tirando a tope durante 100 km en los que llevó a rueda a un único
superviviente (Frans Verbeeck), metiendo también más de cinco minutos al resto.
El gran perdedor de la época fue Freddy Maertens, que disputó muchas veces la
carrera, casi siempre con opciones, en su hogar, pero nunca consiguió ganarla,
ya fuera por descalificación, guerras intestinas, etc. A su costa “encontraron
oro” Roger de Vlaemink y Eric Leman, entre otros. Lo de Leman es de nota, ya
que casi podríamos decir que la Ronde es “su” carrera, pues el resto de su
palmarés no resulta demasiado amplio ni tan brillante. Este flamenco enlazó
tres merecidas victorias casi seguidas, y el único hueco entre ellas fue un año
que tuvo que renunciar a participar ante la muerte de su mujer, en accidente de
coche, una semana antes de la prueba. Es otro de los reyes de la carrera con
sus tres primeros puestos. Además, su estilo de pedaleo, su escueta vestimenta
(sin guantes, sin fundas de zapatillas y sin doble maillot) y su manifiesta
dureza, hacían de él una nueva representación del romántico arquetipo de
ciclista flamenco.
Montaje con imágenes
de Eric Leman.
De Merckx puede decirse una cosa
más: era de y como Bruselas. Ni flamenco ni valón, ambas cosas a la vez. Por
ascendencia, idioma, apellido, nombre o diminutivo, etc. claramente
representaba el éxito del ciclismo belga, sin que ninguna de las dos
“nacionalidades” sintiera poder tener más derecho que la otra para apropiarse
de su figura o renunciar a ella. Hasta para estos pequeños detalles el destino
es, en ocasiones, caprichoso.
En las últimas épocas varios
belgas han pugnado por hacerse los reyes de la clásica. Dos han estado ahí y
han podido serlo pero la fortuna les ha dejado en aspirantes: Edwig van
Hooydonck la ha ganado dos veces y unas cuantas más ha estado cumpliendo con el
rol de tren “expreso”, rodando a fuego en el vano intento de anular alguna
cercana escapada. Peter van Petegem también la ha conquistado dos veces, un
número que parece quedarse corto ante su especialización en esta carrera que,
junto con una Paris-Roubaix, representa la joya de su palmarés. A cambio, otros
dos sí que se han posicionando en lo más alto del cuadro de honor de la misma,
con sus respectivas tres victorias. Johan Museeuw la ganó tres veces, y lo que
le separó de ser el hombre de la misma (una cuarta victoria) es difícil de
medir en unidades de longitud, porque ni la foto finish de su llegada junto a
Bugno en 1994, sirve de mucho para aclarar quién de los dos ganó. Oficialmente
el italiano, aunque el asunto sigue siendo aún discutido por los alrededores de
Oudenaarde. En cualquier caso, el ciclismo es así… en ocasiones incomprensible,
pues si esa llegada se volviera a repetir cien veces en las mismas condiciones,
el belga ganaría las cien. Pero el día que contaba fue aquel en el que el
italiano se la jugó y Museeuw no acertó a reaccionar a tiempo. Fue un error, y
él lo sabe. Por su parte, Tom (Tommeke para sus amigos) Boonen quizás pudo ser
el rey definitivo de la historia del Tour de Flandes. Pero la fuerza y la clase
no lo son todo. La cabeza, el estilo de vida y la entereza deportiva y vital
también cuentan. Entre sus dos primeras victorias consecutivas y la tercera,
hay un hueco de cinco años que el corredor llenó de escándalos, consumos poco
saludables y un evidente desvío comportamental que pagó caro. Una pena, de no
haber fallado en eso, nadie duda de que parecía el más serio candidato a
haberse destacado sobre todos los demás en cuanto a acumulación de victorias.
Eso sí, el hombretón nos ha regalado momentos espectaculares de poderío sobre los pedales, y una pugna
salvaje con “Espartacus” Cacellara, a la postre otro más que se añade a la
lista de tricampeones. Cancellara, pese a ser suizo, ha ofrecido unas victorias
tan espectaculares y con tales demostraciones de ”motor” en los duros repechos
finales, que ha acabado cautivando y haciéndose rendir al público local, que lo
adora. Y también él pudo acabar convertido definitivamente en el gran emperador
de Flandes (el rey León) si no llega a ser porque en su última tentativa, fue
el prodigioso y espectacular Sagan (reconozco que siento debilidad por este
corredor) quien se lo impidió.
El Tour de Flandes es famoso por
sus Bergs o Monts. Es decir, por las empinadas y cortas ascensiones a las
colinas. También es reconocido por sus carreteras de adoquines, las cuales en
realidad son pocas y ni mucho menos tan agresivas como las de las inmediaciones
de Roubaix. En realidad en la Ronde, lo que visualiza mentalmente el aficionado
cuando evoca la prueba, es la combinación de ambas cosas: los muros y los
adoquines. La mayor proliferación de muros se concentra en el arco sur de
Oudenaarde, donde mayor cantidad de público se concentra, tanto para poder ver
varias ascensiones, como porque muchas de ellas se repiten en carrera y porque
se sitúan cerca del desenlace final. En el origen apenas hubo muros, aparecieron
por primera vez en 1919 con el Tiegemberg y el Kwaremont, pero fueron las
únicas cotas hasta 1930 (aunque un año se sumó otra más). Fue a partir de 1947
cuando la prueba pasó de ser siempre cambiante a mantener un patrón de
itinerario más bien permanente o similar año tras año. Pero fue varias décadas
más tarde cuando los organizadores empezaron a tener que esforzarse en buscar
nuevos retos en forma de muros, a ser posible, cubiertos aún de adoquines. El
problema era el mismo que tuvieron en la Paris-Roubaix y que incluso también
apareció en las Strade Bianche toscanas: que la fiebre del asfaltado empezó a
amenazar a todo tramo de carretera europea por muy estrecha, práctica y
recóndita que fuera. En el caso de Flandes, tras errores, asfaltados,
rehabilitaciones correctas, etc. el problema se acabó solucionando considerando
a gran parte de ellos como patrimonio cultural de la nación. Gozando de un
equipo de trabajo que se encarga de preservarlos, instalarlos drenajes debajo,
etc. son conscientes de que sin muros no hay carrera, porque ésta perdería
completamente su esencia.
Muros hay muchos. Más o menos
difíciles, duros o complicados, pero algunos son más famosos que otros. El
Kwaremont lo es por méritos propios y por su larga trayectoria histórica. En
palabras del doble ganador Peter van Petegem: “Los nervios, codos y hombros
están a la orden del día para asegurar la mejor posición al frente. Realmente
necesitas ser un asqueroso bastardo y conservar tu posición, pero no tengo
problema con eso: ¡tengo agallas![…] Es muy importante estar en las dos
primeras filas para conseguir la posición correcta. Además, es importante
porque a partir de ese momento, las colinas aparecen de forma regular en la
carrera. Directamente después del Oude Kwaremont está el empinado Paterberg, un
aún más pendiente Koppenberg, el Steenbeekdries, el Taaienberg. No hay casi
tiempo para recuperar tu respiración. Si tienes que dar caza desde el pie del
Oude Kwaremont, ya estás perdido”.
Precisamente el Paterberg no
apareció hasta 1986. Ni en la carrera, ni en la orografía. De hecho, fue una
carretera laboriosamente trazada por un granjero en sus terrenos, con la
intención de que la Ronde pasara por su casa, como ya lo hacía por la de alguno
de sus vecinos. Tardó un año y medio en construirlo, pero una vez acabado
consiguió que la prueba lo utilizara y que el condado lo adoquinase.
Coronando el
Paterberg en mi primera visita a los muros de Flandes hace unos años.
De todos los muros, el más
polémico sin duda alguna ha sido el Koppenberg. Debutó en 1976, hasta que fue
evitado a partir de 1987 a raíz del mediático incidente sufrido por Skibby
cuando fue pasado por encima por el coche del comisario, y el público acabó
revelándose con notorios incidentes en la meta. Regresó reparado en el 2002 e fue
ignorado de nuevo en el 2007. Finalmente ha sido recuperado (parece que
definitivamente desde 2008). Entre los ciclistas más famosos, su principal detractor
fue Bernard Hinault, quien prometió no regresar jamás a la carrera. Por su lado
Roger de Vlaeminck o Walter Planckaert, lo consideran imprescindible, pieza
fundamental del Tour de Flandes.
Una de las
habituales montoneras del Koppenberg. (Imagen: Cor Vos en Pez Cycling).
Cancellara revalorizó el
Molemberg con su ataque brutal sobre Boonen en 2010. Y en el siglo XXI el
Kappel-Muur ha cobrado un especial protagonismo por su dureza, su panorámica
vista aérea y su proximidad a la línea de meta. Fue por ejemplo el escenario
del mano a mano, el duelo de titanes, entre los héroes locales Peter van
Petegen y Frank Vandenbroucke en el 2003.
Pero los muros, visto en
perspectiva temporal, han sido un asunto cambiante en la historia de la
carrera. La imagen subconsciente del aficionado va mutando despacito, tan
lentamente que en realidad el público no suele notar los cambios, pero el hecho
es que los principales atributos del recorrido, no siempre fueron los mismos.
En los primeros tiempos no había muros. El trazado era durísimo por el clima y
sobre todo porque toda la primera parte de la carrera discurría por la costa
del mar del norte, durante kilómetros y kilómetros de adoquines y con el
terrible viento. Frontal o lateral, pero siempre soplando con ímpetu y forzando
a componer abanicos. Años más tarde, la dureza quedaba representada por la
combinación de muros con su pavimento de adoquines. Pero con el tiempo el kilometraje
no asfaltado se ha ido reduciendo vertiginosamente, mientras que la dureza se
ha compensado sumando más y más “paredes” que remontar. En 1998, tan solo se
recorrieron 13,7 km de adoquinado. Pero lo dicho, con una buena combinación de
ingredientes, la esencia permanece y el mito viviente de la Ronde no solo sigue
latiendo, sino que últimamente parece estar creciendo de nuevo en popularidad
internacional.
Y precisamente por ello, son
muchos los practicantes del ciclismo deportivo los que desean vivir una
experiencia lo más parecida al Tour de Flandes, lo cual, como tantas otras
cosas hoy en día, implica una peregrinación hacia allí. Más bien un viaje. Uno
de esos tan en boga en la actualidad, y que combinan el turismo con el deporte
y con la presencia del fan en el lugar de los hechos. Para ello, ahora mismo
existen varias posibilidades en función del gusto de cada cual. Voy a explicar
tres de ellas, bastante diferentes entre sí, y que por ello, quizás, puedan
contentar a mucha gente, cada cual decantándose por la que más encaje en su
particular visión del ocio ciclista.
Una de ellas es viajar y conocer
aquel territorio, y el trazado por el que circula (con diferentes variantes) la
Ronde Van Vlaanderen. Esta opción permite pasar allí unos días y diseñar
diferentes bucles en cada jornada. Según el kilometraje seleccionado, el
visitante tendrá más o menos tiempo de tomar fotografías, visitar museos (por
ejemplo el Centrum Ronde Van Vlaanderem – CRVV en Oudenaarde, completamente
dedicado a la célebre carrera), puntos de interés o tomarse su tiempo para la
merecida visita de algunas localidades (Gante y Brujas desde luego). Puede
hacerse en plan “de corredor”, con ducha y pernocta siempre en el mismo lugar,
o incluso como viajero itinerante de alforjas, ya que la zona está plagada de vías
ciclables turísticas que, desde allí, conectan con muchos puntos de Europa. En
cualquiera de los casos, los organismos de la comarca ponen a disposición de
los visitantes itinerarios ya diseñados y marcados que discurren por los mismos
sitios que la prueba y permiten disfrutar, o sufrir, los bergs, monts o muurs.
Otra opción, la más mayoritaria
desde el punto de vista de concentración ciclista puntual (ignoro si contando
todos los cicloturistas que viajan expresamente a la comarca en el transcurso
de un año la cifra sería mayor), es inscribirse en la Ronde van Vlaanderen cicloturista
que, con una oferta de tres distancias de recorrido diferentes, se celebra
anualmente el sábado víspera de la carrera, es decir, el primer sábado de
abril. La carambola permite aprovechar el fin de semana para participar en la
marcha, vivir la juerga y el ambiente de la tarde-noche de víspera y alucinar
con el tumulto de la afición viendo la carrera profesional al día siguiente.
Ver, no sé si se podrá llegar a ver algo, pero el “efecto: yo estuve allí”, tan
sobrevalorado actualmente, te lo llevas contigo. Eso sí, quien se anime a este
plan debe prever lo que allí se encontrará: unos 16.000 participantes en la
marcha y… un aún mucho más elevado elevado número de público durante la
carrera.
Yo en realidad no he hecho
ninguna de las dos cosas. Bueno, en realidad la primera sí, pero en plan: pasaba
por allí con unos amigos italianos y, “calentando” para una París-Roubaix
turística de diseño propio, el día anterior nos hicimos una “tourné” por
algunos de los muros más famosos de la carrera.
Lo que si he vivido, y se lo
recomiendo encarecidamente a todos aquellos lectores que me siguen por su
afición al ciclismo clásico o retro, es participar en la Retro Ronde, que
oficialmente es la marcha cicloturista retro del Tour de Flandes. Está bien organizada,
ofrece un trazado completamente coincidente con gran parte de la carrera
(incluyendo muchos de sus míticos muros), y tiene un buen número de
participantes, que no alcanza una cifra que pudiera llegar a molestar. El día
anterior ofrecen una ruta corta para conocer algunos muros famosos por los que
no se pasa el día de la prueba. Por la tarde hay entretenimiento en forma de
critériums retro en la plaza de Oudenaarde. Y en general se vive un ambiente
pleno de lo que es el monumento. Para mí, aquella participación fue de lo más
intenso. Disfruté muchísimo y empecé a entender, mucho mejor y de primera mano,
lo que en realidad es el Tour de Flandes. Una muesca que no debería faltar en
el cuadro de la bicicleta de cualquier verdadero aficionado al ciclismo de
siempre. El único problema es que después de diez ediciones consecutivas, por
razones que desconozco, en el 2017 no se va a celebrar. La organización la
mantiene anunciada para 2018, pero… ya veremos. Imagino que dependerá de la
evolución que experimenten las causas del descanso de este año.
Retrato de
los amigos que coincidimos en la Retro Ronde. Poso junto a Javier (en el centro,
un fijo en cualquier plan retro que surja) y Martín (a la derecha,
lamentablemente una ausencia habitual que echamos mucho de menos).
Por otro lado, sin pretender (ni
muchísimo menos) sustituir las experiencias descritas por algo local y alejado
geográficamente de Flandes, este año tomé la decisión de organizar una quedada
para “jugar al Tour de Flandes”. Pero no para hacerlo a las chapas, como cuando
éramos chavales, sino sobre nuestras bicicletas, diseñando un recorrido
circular (en bucles para ser más exactos) por un terreno que, en cierta medida,
se pareciera al de allí, e incluyera características ciclistas muy similares
(principalmente muros). Y así nació la idea de “La Monumental”, una cita
informal que pretende organizar, cerca de casa, un homenaje anual a cada uno de
los Monumentos del ciclismo. Dentro de cinco años sabremos si lo habremos
conseguido o no, y entonces ya veremos… si se continúa con ello, se zanja la
cuestión o evoluciona. Lo que si tenía claro cuando se me ocurrió la idea es
que el primer tributo se lo rendiríamos al Tour de Flandes. Varias razones lo
justificaban: es por la que más fascinación he sentido siempre, la que mejor
conozco, una de las dos con las que (por el momento) siento mayor vinculación
emocional, y la que más fácilmente puede “replicarse” pedaleando desde mi casa.
Por supuesto se trataba de una
cita abierta a la participación de amigos y simpatizantes, con el único
requisito de que se rodara sobre bicicletas retro y con ropa clásica (por tipo
de tejido o por equipo al que replica). La idea era organizar algo que fuera
más allá de una simple ruta entre amigos, y para ello se me ocurrió que la
ruta, aún siendo un paseo en camaradería, incluyera unas breves porciones
competitivas coincidentes con los “muros replicantes”. No tomaríamos tiempos,
pero si se asignarían puntos de cara a batirse el cobre por la honra deportiva,
y por un modesto y rústico trofeo que se llevaría el ganador final. Además,
después me encargaría de dar de comer a los participantes (siempre somos muy
pocos), y a los cafés, nos veríamos un breve documental casero sobre el
Monumento de verdad.
Total que el domingo dos de
abril, se celebraron dos “Rondes”, una en Flandes y otra en Galizano. Para la
nuestra esperábamos 9 ciclistas. Muy pocos para la vivencia que se adivinaba,
pero eso es algo que ya dejó de extrañarme hace tiempo. Si llega a ser una
actividad de pago, mucho más anodina y sin nada especialmente destacable, pero
publicitada de alguna otra manera, acudiría mucha más gente, pero ese “formato”
es algo que no me interesa en absoluto. Pero la cifra aún se vio mermada por el
clima y las cambiantes agendas de algunos aspirantes, con lo cual acabamos
tomando parte cinco aguerridos ciclistas retro en una mañana que se presentaba
como bastante infernal en cuestiones climáticas. Todas las monturas eran clásicas
y de producción nacional: BH, Orbea, Zeleris, Razesa y Saritu, algo que sugiere
que cuando se anticipa que las cosas van a ponerse feas, serias o rudas, o todo
a la vez, somos muchos los que acabamos recurriendo a las garantías de robustez
y funcionamiento a prueba de bombas, pese al hándicap del peso y la filigrana
del diseño. Tres disponíamos de triple plato, los otros dos… a puro huevo.
Entre las vestimentas hubo prendas de punto independientes y réplicas de La Vie
Claire, Brooklyn o el equipo nacional belga. Y se partió con el suelo empapado
pero sin llover: una ilusión, porque a lo largo de la mañana sólo estuvo sin
llover el tiempo inicial necesario para confiarnos, y algunos ratos más cada
cierto tiempo, aparentemente dispuestos para permitirnos secarnos lo justo
antes de descargarnos nuevas trombas que nos volvieran a empapar sobre un
estado de ilusión casi seca. Sin embargo tengo que declarar que aunque me
confieso un ciclista que huye de las jornadas lluviosas, y al que desagrada
practicar el ciclismo de carretera en condiciones de lluvia, aquella mañana
disfruté. Y lo hice sufriendo las inclemencias, primero del viento, después de
la lluvia y en algún momento del frio en
los pies. Pero es que al integrar todas aquellas sensaciones con el paisaje
norteño y rural, el mar bravío (que lo estaba verdaderamente), los muros
pindios, los asfaltos rugosos y maltratados y el ambiente de clásica de
primavera, el resultado me fue “prestando” tanto (como dicen mis vecinos
asturianos), que sentí en todo momento que volvía ser un niño grande, jugando
de verdad al Tour de Flandes.
El trazado estaba diseñado al
detalle. Carreteras muy secundarias, muy estrechas y de firme muy cambiante.
Tramos buenos, tramos llenos de boquetes, kilómetros rugosos, otros bacheados,
algunos con musgo, otros de hormigón y en general muy poco con arcén o líneas
laterales. Tal y como yo recuerdo las carreteras de más “chichi” en el trazado
belga. Y además, algunas rectas (pocas), muchas curvas de todo tipo y numerosos
giros en ángulo de 90º o incluso mucho más agudos (otra característica habitual
por aquellas lejanas tierras). Podríamos describir la ruta en tres sectores.
Tres “tercios” si nos apetece hacer juegos de palabras con la temática
histórica sobre Flandes. El primero era costero, cercano al mar, rodando por
llanuras de prados abiertos y a la vista del océano. En el únicamente se
colocaron tres muros. Uno cortito pero violento, otro más largo y de rodadores
y otro muy duro para cerrar la parte más marítima. La gente entró al trapo con
nobleza y varios de ellos se disputaron al sprint.
Tramo final
del primer “berg”. A un kilómetro de la salida y en la costa. Cortito pero violento,
con firme de hormigón. Verdadero calentamiento. La foto está tomada al día
siguiente, al atardecer de una jornada soleada.
El segundo sector resultó el más
largo en kilometraje, aunque no presentaba gran dureza hasta su final. Incluía
seis cotas puntuables, más bien tirando a largas que a empinadas, aunque las
dos últimas sí que eran duras, especialmente la penúltima que tras una
ascensión exigente de casi dos kilómetros, remataba con un paredón terrible de
hormigón rayado. Precisamente allí se produjeron los primeros desmontes por
falta de desarrollo o de fuelle (según los casos). Precisamente hay que
resaltar que las rampas más empinadas tenían el agravante añadido de que a
causa del agua y de las peculiares características de las carreteras,
levantarse sobre los pedales resultaba muchas veces imposible porque las ruedas
traseras perdían completamente su capacidad de tracción. Aquello causó doble
perjuicio a los que solo disfrutaban de un par de platos en su movimiento
central.
Se rodaba despacio en los llanos
y con muchísima precaución en los descensos, que realmente se presentaban como
delicados y peligrosos. El barro, el verdín y los excrementos del ganado, no
alentaban a las prisas esa lluviosa mañana. Si a eso le sumamos la constante
sucesión de rampas violentas, lo de preguntar por las velocidades medias,
parece una grosería totalmente fuera de lugar. Además, nos detuvimos un rato
para mostrar a nuestros amigos las rústicas y bellas instalaciones de un museo
de la campana que regenta un amigo de varios de los que pedaleábamos aquella
mañana. No dimos con el campanero, pero si pudimos ver parte de aquello y abrir
boca para una futura visita. Así que entre unas cosas y otras, la ruta se nos
fue dilatando bastante en el tiempo.
Primeras
“caminatas” para algunos en el durísimo muro final del anteúltimo ascenso del
segundo sector.
Aquí
finalizaba el segundo sector. Pablo de la Vie Claire y Javier del Brooklyn.
Total que acometimos con el
tiempo ya bastante justo el último sector, aquel que tal y como ocurre con la
Ronde, acumula los muros más exigentes en una pequeña área geográfica, una
única “sierra” y muy cerquita de la localidad de meta. El sector se fue
cobrando algunas víctimas. Primero por fatiga general y dos muros más tarde por
quejas de una rodilla. Pero otros siguieron rindiendo cuentas ante la propuesta
e incluso generando espectáculo deportivo, porque en lo que respecta al duelo
agonístico, la jornada quedó en cosa de dos, un hermoso mano a mano entre
Javier y Jesús. El primero había cumulado muchos puntos en la primera mitad de
la prueba, basándose sobre todo en su chispa final de velocidad en casi
cualquier condición. Las horas de velódromo se dejaban entrever en sus
movimientos. El segundo nos demostró ser más bien un ciclista de largo
recorrido, sufrido sobre su duro desarrollo, luchando la carta de imponer un
ritmo duro a lo largo de cada repecho. Tuve la suerte de poder ver casi cada llegada,
y la verdad es que disfruté con el espectáculo, nada alejado de lo que había
previsto cuando diseñé ese formato. No me arrepiento de nada. Jesús tenía a
favor el conocimiento del terreno y la edad, por su lado Javier la ventaja del
triple plato y sus kilómetros de entrenamiento ciclista. Pero no es cosa de
buscar preferencias por uno u otro, sino de alabar su juego, su interés y su
sacrificio. Los muros finales, ya muy cerca del destino, fueron los que
mostraban un aspecto más cercano al de los originales belgas, emocionaba
ascenderlos y trabajarlos en aquellas condiciones, ese señalado día y con todo
el simbolismo añadido que nos habíamos montado. Aun así, finalmente despreciamos
dos por cuestiones de logística: teníamos a un voluntario esperándonos,
atendiendo una chimenea y se nos estaba haciendo demasiado tarde. En
definitiva, que aunque el kilometraje no
se vio demasiado reducido, lo formaron 13 muros en vez de los 15 programados.
Algo que quedó claro que no le importó a nadie.
Espectacular
y duro muro del último sector. Hay que imaginárselo bañado en agua.
Una vez de regreso, fuimos
rápidos en cuestiones de duchas, secados o cambios de ropa. Y nos instalamos en
un enorme salón casi medieval, dentro de una casona montañesa familiar, para
disfrutar de la comida ante una chimenea. El joven voluntario compartió la mesa
con nosotros, así como uno de los finalmente fallidos participantes, que se
acercó a la sobremesa. Comimos patatas al estilo de olla ferroviaria pero sin
tropiezos animales (concesión a otro compañero, ausente de última hora, de
costumbres vegetarianas). Y de postre un contundente arroz con leche (de la
buena, ordeñada de vacas locales) casi casi en homenaje a Vicente Blanco “El
Cojo”. Todo ello regado ¡cómo no! Con abundante cerveza belga tostada. Tras el
café se hizo entrega de un modesto y rústico trofeo a Javier como ganador
oficial del evento y proyectamos un breve documental sobre la historia del Tour
de Flandes. Tras ello, gracias a las conexiones contemporáneas de Carlos,
atendimos al desenlace final de la clásica real que estábamos homenajeando. Con
caída de Sagan en espectacular persecución y merecida victoria de un Philippe
Gilbert que llevaba escapado unos 50 km. ¡Un valón a añadir en el palmarés!.
El trofeo.
Carlos, Pablo, Jesús, Javier y un
servidor, jugamos por un día al Tour de Flandes. Y lo pasamos francamente bien.
Y nos mojamos y nos tuvimos que aplicar tanto en el perverso recorrido que
podremos contarlo por ahí en muchas futuras ocasiones. Esa jornada, a buen
seguro que formará ya parte de nuestra propia leyenda. Visto de modo
retrospectivo, en realidad, lo que hicimos fue desempeñar el papel de
auténticos “Flandrien”, solos en unas carreteras perdidas, agresivas y rudas,
con una lluvia incesante y una eterna sucesión de pendientes irracionales,
cabalgando sobre unas bicicletas de hierro y ataviados con unos colores pasados
de moda. Quiero despedirme dando fe de que el comportamiento de todos nosotros
estuvo a la altura de lo que se les suponía a aquellos corredores, el darlo
todo hasta agotarse, el superar las dificultades (de clima, de perfil, de
fatiga, de material…) y el ser generosos acudiendo a la cita y poniendo sobre
la bicicleta el carácter y las ganas que la ocasión requería. Toda una fortuna
el poder contar con compañeros de ruta hechos de esta pasta.
[1]PIERRE CALLEWAERT: “The Diabolical
Ronde”. En: VARIOS: “The Spring Classics. Cycling’s Greatest One-Day Races”.
Velo-Press. Boulder, 2010.
[2] PETER COSSINS: “The Monuments. The
grit and the glory of cycling’s greatest one-day races”. Bloomsbury. London,
2014.
[3] LES WOODLAND: “Tour of Flandes. The
rocky roads of the Ronde van Vlaanderen. TheinsideStory”. McGann.
CherokeeVillage, Arkansas, 2009. [Además de esta cita, gran parte de la
información recogida en este artículo está basada en este libro].