“Quizás hayáis visitado los Alpes o los Andes; tenéis
desde hace unas semanas el Pirineo bajo vuestra mirada; sea lo que fuere lo que
hayáis podido ver, lo que divisáis ahora no se parece a nada de lo que habéis
encontrado en otra parte. Hasta aquí, habéis visto montañas; habéis contemplado
excrecencias de todas las formas, de todas las alturas; habéis explorado cimas
verdes, laderas de gneis, de mármol o de pizarra, precipicios, cimas
redondeadas o serradas, glaciares, bosques de abetos mezclados con nubes,
picachos de granito, picachos de hielo; pero, lo repito, en ningún lugar habéis
visto lo que ahora veis en el horizonte”.
Víctor Hugo (“Los
Pirineos”)
En Francia a los puertos de montaña los llaman “cols”. Me
gusta el nombre, porque se distingue bien de los puertos marítimos y porque me
recuerda al accidente geográfico de los collados, tan abundante en zonas de
montaña, y sitio preciso por el que un cordal de cumbres suele ser superado. Y
muy habitualmente la “cima” del “col” suele coincidir con un collado.
Como Francia está cerca he podido disfrutar de bastantes
ascensiones a “cols” franceses. Y precisamente por ser aquel el país en el que
se celebra el Tour, la leyenda, el renombre y la fama de muchos de sus puertos
es conocida por todo el mundo. En mi personal parecer he de decir que no sin
razón. Que de hecho, pese a que también en nuestro territorio disfrutemos de
puertos espectaculares, colosales y hermosísimos en abundancia, el catálogo
francés es magnífico y hace honor a su fama internacional.
Al margen del Macizo Central, y del Mont Ventoux y poco
más, los míticos “cols” franceses de concentran en dos grandes zonas: Pirineos
y Alpes. Vamos a ir comentando cada una de ellas por separado.
Los Pirineos sí que están cerca de mi residencia habitual.
En pocas horas podemos desplazarnos hasta allí y compensa hacerlo si quieres
disfrutar de unas jornadas de ciclismo épico. En una ocasión, aprovechando esta
circunstancia, organicé una estancia de cuatro días con algunos pupilos del
equipo de triatlón de la Universidad de Cantabria, exclusivamente dedicada a
hacer ciclismo de carretera en puertos y disfrutar de la camaradería en unos
apartamentos alquilados en Luz St. Sauveur. Aquella es una localidad agradable,
con su pequeña iglesia templaria, su balneario, las montañas circundantes, el
puente de Napoleón sobre el río, etc. Es un punto también ideal para ir en
invierno a disfrutar del esquí pudiendo cambiar casi cada día de estación en la
que practicarlo. Tuvimos buena suerte y disfrutamos de un tiempo excelente y
soleado cada día. En cuatro jornadas dimos un buen repaso a la orografía, y más
repaso aún a nuestros organismos, sin tocar los coches para nada hasta que
acabó nuestra estancia. En una jornada ascendimos primero a Hautacam (1635 m)
(Col de Tramassel). Es un puerto duro, constante, con pendiente fuerte y
sostenida durante 15 km, con poco bosque y una parte superior muy pelada entre
pastos de altura. Pasa por algunas agrupaciones de casas (aldeas pequeñas) y sube
casi en forma diagonal por una amplísima ladera, aunque en la parte final
aparecen tramos con muchas “paellas”. Personalmente no me parece espectacular
en cuanto a belleza pero sí que supone un gran esfuerzo ciclista, al que
conviene acudir en buen estado de forma. Allí cada uno marcó su ritmo para una
subida de “grupo de solitarios”. Algo que recomiendo encarecidamente en “cols”
de esta talla, en la que nuestro único objetivo es sobrevivir y ser capaz de
completar la ascensión. Tras reagruparnos en la cumbre, un descenso juntos y
enlaces rodando por el valle llano y amplio en dirección a Cauterets, para
ascender al Pont D’Espagne (1495 m). Es una aproximación llana que poco a poco
va “picando para arriba” sin que te vayas dando cuenta, de forma que es difícil
definir a partir de dónde puede considerarse ascensión, pero son
aproximadamente unos 20 kilómetros de subida. Los porcentajes parecen una
prueba de esfuerzo de laboratorio porque se suceden kilómetros al 1, 2, 2,5, …
4,5 … 5,5 % … No es una progresión exacta pero se le parece. Así hasta llegar a
la localidad de Cauterets. Sin problemas pero con desgaste “escondido”. Todo ha
sido por un valle de aspecto común en aquel territorio. Cauterets es una
pequeña ciudad con cierto sabor termal y pirenaico-francés (no sé si esto puede
considerarse un calificativo comprensible, aunque a mi sí que me facilita la
evocación de la imagen). Al salir empieza el espectáculo sublime de la
naturaleza, de bosques de hoja perenne en fuertes laderas surcadas por
constantes cascadas y saltos de agua naturales. Eso te anima para salvar con
relativa facilidad los siguientes cuatro kilómetros, hasta que el entorno y la
pendiente se hacen más destacados. El paisaje se convierte en una especie de
parque natural a salvo de la civilización, un paraje digno de visitar con
calzado de montaña y ganas de excursión (cosa que volví a hacer años después).
La pendiente te ofrece cuatro kilómetros finales al 9, 11, 9 y 8,5 %; lo justo
para destrozarte si llegas justo. Precisamente lo que me pasó a mí, que me
generó una de las mayores pájaras que recuerdo, tras enlazar esta ascensión
después de Hautacam sin parada alimenticia entre ambas. Llegar llegué, pero
sufrí muchísimo pasando por aquellas horquillas frondosas y frescas, hasta
alcanzar el final de la carretera. Sin duda una de las mayores pájaras que he
sufrido. La mayor, luego la explicaré, sucedió en los Alpes. De todas formas,
algo de descanso, agua, comida, descenso, compañía y un helado, me recuperaron
lo suficiente como para volver a Luz a pedales.
La segunda jornada teníamos prevista una etapita clásica
que ahora mismo, aquí, escribiendo en el portátil, prometo re-intentar. Se
trata de un bucle que partiendo desde la localidad de Argeles Gazost, te
permite ascender Spandelles (1378 m), Soulor (1474 m) y otra elevación más, de 1156 m. Todo ello al
ladito justo del Aubisque. Decididamente tengo que escaparme un par de días
allí (liaré a mi amigo Jesús, que se estará enterando ahora mismo al leer esto).
El caso es que nuestra etapa tenía además un par de enlaces llanos que
alargaban esos 65 km hasta dejar el conjunto en casi 100. Hacía un día precioso
y todo fue bien en el primer “col” (Spandelles por su vertiente este). 15 km de
ascensión fuerte 8-7 %, con unos cuatro kilómetros en medio bastante suavizados
y un final de nuevo apretado. Es un puerto muy boscoso, precioso, de carretera
muy estrecha, con algo de “grijillo” pero con buen pavimento. El problema
surgió arriba cuando al reagruparnos, uno de los triatletas se tropezó un poco
y sin querer, piso la rueda delantera de otro, con la mala fortuna de cascarle
varios radios. Conclusión: descenso de dos, recuperación de coche, recogida y
búsqueda de taller de bicicletas en Lourdes. El resto del día perdido.
Afortunadamente teníamos todo solucionado para la tercera
jornada. Sin duda una de las excursiones ciclista-paisajística más
espectaculares que puedo recomendar. Ese día nos decidimos por dibujar una “y”
griega con salida y final en Luz. Ello supuso ascender primero al Port de
Gavarnie (2270 m), una larga ascensión de ¡32 km! con primero 20 kilómetros
suaves por el lecho de un valle cerrado y sombrío, entre pueblos, tuberías,
cascadas en “cola de caballo” y escarpadas vertientes, hasta Gavarnie. Desde
allí (sin parada turística en esta ocasión, para visitar el famoso circo
glaciar. He disfrutado de otras ocasiones para hacerlo), seguir ascendiendo en
dirección a la estación de esquí. Casi 13 kilómetros más, y éstos serios: 7,5 a
9 % sin rebajarse de ahí hasta poco antes del final. El paisaje allí es
abierto, con pradería y gran proliferación de “tresmiles” alrededor. Las
marmotas corren y silban si vas en primavera. Pero no te adelantes demasiado si
pretendes ascender hasta arriba, ya que la nieve tarda mucho en desaparecer. El
Taillon, la Brecha de Rolando, estamos en el lado norte del Parque Nacional de
Monte Perdido. Descenso inmediato hasta Gedre, desvío hacia la derecha y otros
16 km de ascensión. En este caso al menos conocido, pero para mí más
recomendable, circo de Troumouse (2100 m). Ambos circos son parecidos,
hermosísimos y espectaculares. Pero uno es tumultuoso y está rodeado por todo
un complejo de mercadería, hostelería y afluencia turística, mientras que el
segundo apenas tiene un refugio, por lo que resulta infinitamente más tranquilo
y natural. El acceso dispone una carretera de aspecto alpino, rocoso y
vertiginoso, con un tramo escavado entre las rocas. Es muy espectacular, de
esos sitios en los que te sorprendes a ti mismo de encontrarte allí pedaleando
sobre una bicicleta (me encantó). La pendiente es bastante uniforme y
constante, dura pero llevadera, aunque con precauciones, ya que los dos últimos
kilómetros son a una media del 9%. Pero merece la pena llegar allí.
En aquel viaje aún disfrutamos de una breve matinal antes
de emprender el viaje de vuelta. El ascenso de Luz Ardiden (1720 m). Subir y
bajar, sin más. De hecho el ascenso comienza justo en Luz y no se detiene hasta
15 km más arriba en la estación de esquí. Estamos ante un puerto que comienza
con una exigencia intermedia durante los cuatro primeros kilómetros, en una
sucesión de horquillas entre viarios pueblecitos. Pero tras ese
“calentamiento”, la carretera muestra su verdadera naturaleza, se acaban las
aldeas y el porcentaje se eleva en una sucesión de “ochos, nueves y hasta un 10
por ciento”. Todo ello colocado en una misma escarpada ladera en la que la
ancha y generosa cinta de asfalto va dibujando lazadas y nudos para ir
conquistando elevación sin largas rectas. Personalmente ese tipo de trazados me
hacen más llevaderas las ascensiones. Tengo buen recuerdo de este puerto. Se me
asemeja mucho al Alpe D’Huez: una sucesión de curvas en ascenso por una misma
ladera. El pirenaico sin bosque, el alpino con muchos árboles hasta la mitad.
Ambos son trabajosos, importantes, de los que marcan diferencias entre quienes
se animan a subirlos, pero ambos asumibles, cuando tratas de conquistarlos sin
más pretensiones. El problema aparece, en los dos, cuando su presencia
corresponde al final de una etapa en la que haya habido una acumulación
considerable de ascensiones previas, o cuando vienes de atravesar dos colosos
de paso, como el Tourmalet o el Galibier respectivamente. Entonces, me puedo
imaginar lo que debe suponer subir aquí.
Para despedirme de los Pirineos franceses he dejado al
Tourmalet (2115 m). Versión oeste en mi caso. Se trata de un mito del ciclismo.
Tal es así que casi suene más popular su nombre que cualquier otro puerto,
incluidos los de los Alpes. Yo le tengo mucho cariño porque lo he esquiado en
numerosas ocasiones por ambas vertientes, porque lo he recorrido viajando en
moto y porque me encanta el bar-restaurante que se encuentra justo en el
collado, con sus fotografías enormes y antiguas de las primeras ediciones en
las que el Tour discurría por allí. Así pues, no dudé hace ya muchos años en
celebrar allí la 2ª y fundamental edición de nuestras ascensiones anuales
(“Peñas Arriba”. Para aquella ocasión elegimos la vertiente oeste, desde Luz
St. Sauveur, una sucesión ininterrumpida de casi 19 km de pedaleo ascendente
bastante constante con varios kilómetros al 9, 8 y 7%. Nos juntamos un grupo de
más de 20 amigos. La verdad es que resultó una jornada de lo más divertida. El
día era nublado, con llovizna inicial, niebla densa en algunos tramos y algo de
“resol” en otros. Primero la carretera asciende por un lecho de valle estrecho
y atraviesa algunas poblaciones sucesivas. Los kilómetros se van acumulando
hasta llegar a Bareges, que se atraviesa con una recta del 9 %, que representa
una de las típicas imágenes animadas del Tour. De esas tan coloridas, en las
que el paso de los corredores por la calle comercial, te muestran con claridad
la velocidad a la que ascienden (tan diferente de la tuya). El valle sigue,
pero se va abriendo, hay arbolado tapizando algunas elevaciones y el río
discurre a mano izquierda, con el agua corriendo en sentido opuesto a la
marcha. Ya no hay construcciones, salvo la base de remontes de Super Bareges,
donde ya el arbolado empieza a dejar cada vez más sitio a los pastos de montaña
o a los restos de nieve. Una zona de curvas muy amplias te permite el único
respiro (5 %). En un momento la carretera describe una especie de
circunvalación o rodeo hacia la derecha, donde se entretiene con algunos
kilómetros de revueltas, antes de regresar, más elevada, y acometer unas
“zetas” amplias e impresionantes que se te plantan de frente. Puedes mirarlas o
no a tu antojo, cada cual se defiende del esfuerzo con diferentes estrategias
mentales, pero más te vale ascender todo el conjunto con un ritmo constante y
apropiado, porque ir a trompicones en un ascenso de estas características es
tomar demasiados riesgos. El final es duro, un kilómetro al 9 % y casi otro más
que no tengo calibrado, pero que incluye una curva cerrada a izquierdas que de
repente se pone como un muro. Da igual, a esas alturas, si has llegado hasta
allí… ¡estás en el Tourmalet, tiras para arriba como sea! Allí lo celebramos,
nos abrazamos, nos fotografiamos, etc. Era nuestra fiesta, nuestra primera e
inocente incursión en el mundo de los grandes “Cols” franceses. En ese momento
para mí, la sospecha de que repetiría ese tipo de esfuerzos, pasó a convertirse
en una evidencia.
En plena ascensión al Alpe d'Huez
Y ahora nos trasladamos a los Alpes. A una visita corta,
muy parcial pero contundente. Unos pocos amigos del grupo “Peñas Arriba” (que
tantas veces he mencionado en las entradas dedicadas a los puertos), nos
embarcamos hace unos años en un viaje rápido de pocos días, con el fin de
conocer y disfrutar de algunos grandes “cols” de los Alpes franceses. Para esta
aventura nos decantamos por instalarnos en un hotelito en Bourg d’Oisans, al
pié de Alpe d’Huez. El viaje mereció la pena, pues disfrutamos de tres jornadas
de ciclismo de alta montaña inolvidables. El primer día salimos pedaleando del
hotel y acometimos el ascenso de la vertiente oeste de la Croix de Fer (2068
m), unos 30 km que comienzan muy suavemente por el valle y el embalse inicial,
con tramos llanos hasta que en el kilómetro ocho empieza todo: cinco kilómetros
muy fuertes (7, 8, 8, 9 y 10 %), paisaje despejado en el corazón de los Alpes,
con panorama interesante en todas las direcciones. Entonces viene un descanso,
un respiro que en cierto modo te rompe algo el ritmo conseguido. Son casi
cuatro kilómetros de llano y bajada para, de repente otra vez, comenzar la
“segunda serie”. Cuatro kilómetros duros y otros tres más algo más suaves de
aspecto bastante más alpino, y que nos dejan en un nuevo descenso (ruptura) de
otros dos kilómetros. Finalmente, ya tocados, llegamos a la zona más aérea de
la montaña con cuatro kilómetros y medio de subida de desnivel medio, pero con
bastante esfuerzo acumulado. Coronar da una sensación plena de estar rodando
por los techos de Europa y por los del Tour. Estás allí arriba, por donde
tantas veces les has visto pasar a “ellos”. Y si hace bueno casi ni paras, te
lanzas a tumba abierta a disfrutar de los balcones naturales que te ofrecen los
cerca de 30 kilómetros de bajada.
El descenso desde luego fue un disfrute. Largo, lleno de
curvas, recodos, paisajes abiertos, montañas, etc. De los cuatro que
ascendimos, ya sólo tres decidimos lanzarnos al otro valle. El problema vino
por mis acompañantes: mi hermano, triatleta especializado en distancias Ironman
y otro joven amigo que se dedica a rodar muchos miles de kilómetros anuales en
bicicleta. Traté de persuadirlos de la conveniencia (para mí necesidad) de
parar a comer “en serio” en el valle, pero no quisieron. Tan sólo una paradita
para agua y barritas antes de regresar casi de nuevo a la Croix de Fer
ascendiendo por el norte el Col du Glandon (1924 m), de 22 auténticos
kilómetros de subida. Tantos kilómetros y casi 1500 m de desnivel fue mucha
tela, al menos para mí. El puerto puede “dividirse” en dos mitades. La primera
se caracteriza por una carretera muy estrecha y casi sin tráfico, cubierta por
un bosque muy frondoso y fresco (creo recordar que de árboles de hoja caduca)
en la que abundan los kilómetros al 7 % aunque finaliza con uno al ocho y otro
al nueve. Después viene una especie de intermedio con una sucesiva serie de pueblos
a lo largo de tres kilómetros mucho más suaves. Hasta allí todo fue normal
(bien). Pero la segunda parte empieza con un kilómetro al diez, seguido de
otros ocho en los que lo más suave son dos al 7 %. Allí empezó mi calvario, la
pájara más grande que recuerdo haber sufrido nunca en bicicleta. Creo recordar
que paré dos veces, para comer lo poco que me quedara e igualmente apurar el
contenido de la ponchera. Iba completamente clavado y así afronté las últimas
rampas en forma de “zetas” en el final de aspecto alpino y aéreo que conecta
con las inmediaciones de la Croix de Fer. En una de las “zetas” finales, a la
sombra, me encontré mi propio coche… no, no eran alucinaciones, Alberto quién
no osó lanzarse con nosotros tras la primera cumbre, se había acercado. Yo
pensé que era mi salvación y le di las gracias, pero esos no eran sus planes.
Me dejó sentarme en el coche a descansar y me pasó una botella de agua de litro
y medio, pero me obligó a rematar la faena. Estaba tan cansado que ni tenía
fuerzas para discutir, así que bebí, descansé, me lamenté un montón de tiempo,
pero volví al sillín y subí al Glandon y su p… madre.
Una de las mejores cosas que tienen las grandes palizas
ciclistas, es que luego te permites el lujo de comer cosas ricas y sabrosas en
cantidades industriales, sin atender al efecto que tal ingesta pudiera tener
sobre tu peso. Al menos si sigues el estilo y filosofía ciclista tradicional,
retro, vintage o clásico. Los del carbono, chino, el tofu, la levadura de
cerveza y demás modernidades puede que no, pero yo personalmente no me privo, y
soy más clásico aún en lo relativo a la dieta y las ayudas ergogénicas que
incluso con las bicicletas. Gracias precisamente a la cena en aquel restaurante
italiano, fui capaz de recuperarme para los dos días que restaban. Para el
segundo cogimos el coche y nos plantamos en St. Michel de Maurienne. Y sin
pensárnoslo dos veces empezamos, directamente, a subir al Galibier (2646 m) a
través del Col du Telegraphe (1570 m). 34 km de ida y otros tantos de vuelta (“p’arriba
y p’abajo”). Al Telegraphe son 11,5 km de subida fuerte y sin descansos, con
muchas curvas y en sobra gracias a los árboles. Es un ascenso intenso y bonito,
sin paisajes, por el corazón del bosque alpino de ladera. Arriba foto y
descenso de 4 km hasta Valloire (localidad típica de turismo de montaña;
animada agradable y colorida), para acometer el largo esfuerzo que queda hasta
subir “al cielo”, más arriba de los 2600 m. Los primeros nueve kilómetros de
los aproximadamente diecisiete que restan son más suaves, de porcentajes
medios, y ofrecen un paisaje abierto, en forma de valle muy elevado, surcado
por una cuenca fluvial de alta montaña y tapizado en pasto corto y nutrido,
típico de las vegas de esa clase. Resulta muy agradable circular sin prisa por
allí, ya que además se observan panorámicas montañosas muy bonitas. Pero llega
un momento en que hay que superar la cordillera (literalmente) y son necesarias
las curvas cerradas y los tramos rectos y fuertes escavados en laderas
pendientes. Hay ocho kilómetros que oscilan todos entre el 8 y el 10 % ¡y gran
parte de ellos por encima de los 2000 m! donde el oxígeno empieza a no sobrar.
Lo sabíamos, y por ello todos nos dosificamos mucho, cada uno a nuestro ritmo,
rodando en solitario. Tras un primer tramo de “zetas” se accede a un “chalet”
solitario, en una especie de circo glaciar, y por allí cerca la carretera llega
a un antiguo túnel que servía de paso del puerto pero que ahora permanece
cerrado. A estas alturas estamos en las nubes (escribo literalmente, tanto
porque se está muy alto, como porque en un día espléndido de sol, está parte
está cubierta por densas nubes de niebla) y tan sólo queda el último esfuerzo
sostenido para coronar, explotar de alegría y orgullo y pedirle a los
desconocidos de rigor (allí siempre hay gente que ha ido a buscar lo mismo que
nosotros, en bici, coche, moto o autocarvana) que por favor te hagan una foto
de recuerdo. Intentas estirar el momento porque es mágico, pero la verdad es
que hace frío y debes regresar. Precaución en la niebla y al chalet, allí nos
vamos reagrupando progresivamente y recuperando con un delicioso crepe
calentito y un chocolate. Algo hablamos, desde luego, pero expresan más y mejor
nuestras caras de satisfacción y de admiración al coloso. El resto es historia,
descenso agrupado hacia el valle y hacia el sol. Para mí, lo más grande que he
ascendido en bicicleta.
La despedida de aquel viaje, como en la de en Luz, fue una
matinal de subir y bajar, en esta ocasión al “gemelo alpino” de Luz Ardiden:
Alpe d’Huez (1780 m) ¡y las famosas 21 curvas numeradas!. Este puerto son 14 km
con cierta variedad de porcentajes más duros que medios. Las curvas le dan
mucha amenidad y la primera parte está protegida del sol por el arbolado. El
kilómetro más duro (11,5 %) es el anteúltimo, pero cuando (como nosotros) sólo
subes este puerto, si ya has llegado hasta allí, lo superas casi simplemente
con la euforia de sentir que ya estás llegando a la cumbre. La segunda parte no
tiene arbolado y hay vistas, aunque todo sigue transcurriendo por la misma
ladera. La llegada se ubica en el corazón mismo de la urbanización de la
estación de esquí. Recuerdos de una semana de vacaciones con descenso de la
Serene (por entonces la pista más larga de Europa con 16 km de descenso, parte
de ellos fuera de pista, y de la “negra” a la que se accede por el estrecho
túnel del teleférico). Da alegría esta nueva “muesca” tratándose de otro puerto
terminal, de final de etapa Tour quiero decir, como ocurre con Luz Ardiden. En
ellos siempre hay desenlace, siempre se ve afectada la clasificación general.
Gran parte de las causas del resultado final las provocan otros colosos de
paso, pero la “foto” de la memoria y los titulares de la prensa (demasiadas
veces simplista y esquemática, en la búsqueda de iconos superventas) siempre
acaba encuadrada en este tipo de puertos-meta.
Podría buscar un colofón brillante y adornado a esta
parrafada, pero no sé si sería capaz de ello, con todo lo que ya se ha podido
escribir sobre estos puertos. Me limitaré a sentenciar que por muchas carreras
que hayas corrido o ganado, por muchas cicloturistas (enmascaradamente
competitivas o no) a las que hayas acudido, y por muchas cifras récord de
participación que hayan tenido éstas, hasta que no te vayas alguna vez en tu
vida a pedalear por una buena selección de colosos de los Alpes, no vas a
entender del todo qué es esto del ciclismo. Palabra de “globero”, pero antiguo
y entendido.
Un "crazy fixie" en el Galibier (subiendo ¡y bajando!)