viernes, 26 de abril de 2013

17. COLS DE LA FRANCE


Quizás hayáis visitado los Alpes o los Andes; tenéis desde hace unas semanas el Pirineo bajo vuestra mirada; sea lo que fuere lo que hayáis podido ver, lo que divisáis ahora no se parece a nada de lo que habéis encontrado en otra parte. Hasta aquí, habéis visto montañas; habéis contemplado excrecencias de todas las formas, de todas las alturas; habéis explorado cimas verdes, laderas de gneis, de mármol o de pizarra, precipicios, cimas redondeadas o serradas, glaciares, bosques de abetos mezclados con nubes, picachos de granito, picachos de hielo; pero, lo repito, en ningún lugar habéis visto lo que ahora veis en el horizonte”.

Víctor Hugo (“Los Pirineos”)

En Francia a los puertos de montaña los llaman “cols”. Me gusta el nombre, porque se distingue bien de los puertos marítimos y porque me recuerda al accidente geográfico de los collados, tan abundante en zonas de montaña, y sitio preciso por el que un cordal de cumbres suele ser superado. Y muy habitualmente la “cima” del “col” suele coincidir con un collado.
Como Francia está cerca he podido disfrutar de bastantes ascensiones a “cols” franceses. Y precisamente por ser aquel el país en el que se celebra el Tour, la leyenda, el renombre y la fama de muchos de sus puertos es conocida por todo el mundo. En mi personal parecer he de decir que no sin razón. Que de hecho, pese a que también en nuestro territorio disfrutemos de puertos espectaculares, colosales y hermosísimos en abundancia, el catálogo francés es magnífico y hace honor a su fama internacional.
Al margen del Macizo Central, y del Mont Ventoux y poco más, los míticos “cols” franceses de concentran en dos grandes zonas: Pirineos y Alpes. Vamos a ir comentando cada una de ellas por separado.
Los Pirineos sí que están cerca de mi residencia habitual. En pocas horas podemos desplazarnos hasta allí y compensa hacerlo si quieres disfrutar de unas jornadas de ciclismo épico. En una ocasión, aprovechando esta circunstancia, organicé una estancia de cuatro días con algunos pupilos del equipo de triatlón de la Universidad de Cantabria, exclusivamente dedicada a hacer ciclismo de carretera en puertos y disfrutar de la camaradería en unos apartamentos alquilados en Luz St. Sauveur. Aquella es una localidad agradable, con su pequeña iglesia templaria, su balneario, las montañas circundantes, el puente de Napoleón sobre el río, etc. Es un punto también ideal para ir en invierno a disfrutar del esquí pudiendo cambiar casi cada día de estación en la que practicarlo. Tuvimos buena suerte y disfrutamos de un tiempo excelente y soleado cada día. En cuatro jornadas dimos un buen repaso a la orografía, y más repaso aún a nuestros organismos, sin tocar los coches para nada hasta que acabó nuestra estancia. En una jornada ascendimos primero a Hautacam (1635 m) (Col de Tramassel). Es un puerto duro, constante, con pendiente fuerte y sostenida durante 15 km, con poco bosque y una parte superior muy pelada entre pastos de altura. Pasa por algunas agrupaciones de casas (aldeas pequeñas) y sube casi en forma diagonal por una amplísima ladera, aunque en la parte final aparecen tramos con muchas “paellas”. Personalmente no me parece espectacular en cuanto a belleza pero sí que supone un gran esfuerzo ciclista, al que conviene acudir en buen estado de forma. Allí cada uno marcó su ritmo para una subida de “grupo de solitarios”. Algo que recomiendo encarecidamente en “cols” de esta talla, en la que nuestro único objetivo es sobrevivir y ser capaz de completar la ascensión. Tras reagruparnos en la cumbre, un descenso juntos y enlaces rodando por el valle llano y amplio en dirección a Cauterets, para ascender al Pont D’Espagne (1495 m). Es una aproximación llana que poco a poco va “picando para arriba” sin que te vayas dando cuenta, de forma que es difícil definir a partir de dónde puede considerarse ascensión, pero son aproximadamente unos 20 kilómetros de subida. Los porcentajes parecen una prueba de esfuerzo de laboratorio porque se suceden kilómetros al 1, 2, 2,5, … 4,5 … 5,5 % … No es una progresión exacta pero se le parece. Así hasta llegar a la localidad de Cauterets. Sin problemas pero con desgaste “escondido”. Todo ha sido por un valle de aspecto común en aquel territorio. Cauterets es una pequeña ciudad con cierto sabor termal y pirenaico-francés (no sé si esto puede considerarse un calificativo comprensible, aunque a mi sí que me facilita la evocación de la imagen). Al salir empieza el espectáculo sublime de la naturaleza, de bosques de hoja perenne en fuertes laderas surcadas por constantes cascadas y saltos de agua naturales. Eso te anima para salvar con relativa facilidad los siguientes cuatro kilómetros, hasta que el entorno y la pendiente se hacen más destacados. El paisaje se convierte en una especie de parque natural a salvo de la civilización, un paraje digno de visitar con calzado de montaña y ganas de excursión (cosa que volví a hacer años después). La pendiente te ofrece cuatro kilómetros finales al 9, 11, 9 y 8,5 %; lo justo para destrozarte si llegas justo. Precisamente lo que me pasó a mí, que me generó una de las mayores pájaras que recuerdo, tras enlazar esta ascensión después de Hautacam sin parada alimenticia entre ambas. Llegar llegué, pero sufrí muchísimo pasando por aquellas horquillas frondosas y frescas, hasta alcanzar el final de la carretera. Sin duda una de las mayores pájaras que he sufrido. La mayor, luego la explicaré, sucedió en los Alpes. De todas formas, algo de descanso, agua, comida, descenso, compañía y un helado, me recuperaron lo suficiente como para volver a Luz a pedales.
La segunda jornada teníamos prevista una etapita clásica que ahora mismo, aquí, escribiendo en el portátil, prometo re-intentar. Se trata de un bucle que partiendo desde la localidad de Argeles Gazost, te permite ascender Spandelles (1378 m), Soulor (1474 m)  y otra elevación más, de 1156 m. Todo ello al ladito justo del Aubisque. Decididamente tengo que escaparme un par de días allí (liaré a mi amigo Jesús, que se estará enterando ahora mismo al leer esto). El caso es que nuestra etapa tenía además un par de enlaces llanos que alargaban esos 65 km hasta dejar el conjunto en casi 100. Hacía un día precioso y todo fue bien en el primer “col” (Spandelles por su vertiente este). 15 km de ascensión fuerte 8-7 %, con unos cuatro kilómetros en medio bastante suavizados y un final de nuevo apretado. Es un puerto muy boscoso, precioso, de carretera muy estrecha, con algo de “grijillo” pero con buen pavimento. El problema surgió arriba cuando al reagruparnos, uno de los triatletas se tropezó un poco y sin querer, piso la rueda delantera de otro, con la mala fortuna de cascarle varios radios. Conclusión: descenso de dos, recuperación de coche, recogida y búsqueda de taller de bicicletas en Lourdes. El resto del día perdido.
Afortunadamente teníamos todo solucionado para la tercera jornada. Sin duda una de las excursiones ciclista-paisajística más espectaculares que puedo recomendar. Ese día nos decidimos por dibujar una “y” griega con salida y final en Luz. Ello supuso ascender primero al Port de Gavarnie (2270 m), una larga ascensión de ¡32 km! con primero 20 kilómetros suaves por el lecho de un valle cerrado y sombrío, entre pueblos, tuberías, cascadas en “cola de caballo” y escarpadas vertientes, hasta Gavarnie. Desde allí (sin parada turística en esta ocasión, para visitar el famoso circo glaciar. He disfrutado de otras ocasiones para hacerlo), seguir ascendiendo en dirección a la estación de esquí. Casi 13 kilómetros más, y éstos serios: 7,5 a 9 % sin rebajarse de ahí hasta poco antes del final. El paisaje allí es abierto, con pradería y gran proliferación de “tresmiles” alrededor. Las marmotas corren y silban si vas en primavera. Pero no te adelantes demasiado si pretendes ascender hasta arriba, ya que la nieve tarda mucho en desaparecer. El Taillon, la Brecha de Rolando, estamos en el lado norte del Parque Nacional de Monte Perdido. Descenso inmediato hasta Gedre, desvío hacia la derecha y otros 16 km de ascensión. En este caso al menos conocido, pero para mí más recomendable, circo de Troumouse (2100 m). Ambos circos son parecidos, hermosísimos y espectaculares. Pero uno es tumultuoso y está rodeado por todo un complejo de mercadería, hostelería y afluencia turística, mientras que el segundo apenas tiene un refugio, por lo que resulta infinitamente más tranquilo y natural. El acceso dispone una carretera de aspecto alpino, rocoso y vertiginoso, con un tramo escavado entre las rocas. Es muy espectacular, de esos sitios en los que te sorprendes a ti mismo de encontrarte allí pedaleando sobre una bicicleta (me encantó). La pendiente es bastante uniforme y constante, dura pero llevadera, aunque con precauciones, ya que los dos últimos kilómetros son a una media del 9%. Pero merece la pena llegar allí.
En aquel viaje aún disfrutamos de una breve matinal antes de emprender el viaje de vuelta. El ascenso de Luz Ardiden (1720 m). Subir y bajar, sin más. De hecho el ascenso comienza justo en Luz y no se detiene hasta 15 km más arriba en la estación de esquí. Estamos ante un puerto que comienza con una exigencia intermedia durante los cuatro primeros kilómetros, en una sucesión de horquillas entre viarios pueblecitos. Pero tras ese “calentamiento”, la carretera muestra su verdadera naturaleza, se acaban las aldeas y el porcentaje se eleva en una sucesión de “ochos, nueves y hasta un 10 por ciento”. Todo ello colocado en una misma escarpada ladera en la que la ancha y generosa cinta de asfalto va dibujando lazadas y nudos para ir conquistando elevación sin largas rectas. Personalmente ese tipo de trazados me hacen más llevaderas las ascensiones. Tengo buen recuerdo de este puerto. Se me asemeja mucho al Alpe D’Huez: una sucesión de curvas en ascenso por una misma ladera. El pirenaico sin bosque, el alpino con muchos árboles hasta la mitad. Ambos son trabajosos, importantes, de los que marcan diferencias entre quienes se animan a subirlos, pero ambos asumibles, cuando tratas de conquistarlos sin más pretensiones. El problema aparece, en los dos, cuando su presencia corresponde al final de una etapa en la que haya habido una acumulación considerable de ascensiones previas, o cuando vienes de atravesar dos colosos de paso, como el Tourmalet o el Galibier respectivamente. Entonces, me puedo imaginar lo que debe suponer subir aquí.
Para despedirme de los Pirineos franceses he dejado al Tourmalet (2115 m). Versión oeste en mi caso. Se trata de un mito del ciclismo. Tal es así que casi suene más popular su nombre que cualquier otro puerto, incluidos los de los Alpes. Yo le tengo mucho cariño porque lo he esquiado en numerosas ocasiones por ambas vertientes, porque lo he recorrido viajando en moto y porque me encanta el bar-restaurante que se encuentra justo en el collado, con sus fotografías enormes y antiguas de las primeras ediciones en las que el Tour discurría por allí. Así pues, no dudé hace ya muchos años en celebrar allí la 2ª y fundamental edición de nuestras ascensiones anuales (“Peñas Arriba”. Para aquella ocasión elegimos la vertiente oeste, desde Luz St. Sauveur, una sucesión ininterrumpida de casi 19 km de pedaleo ascendente bastante constante con varios kilómetros al 9, 8 y 7%. Nos juntamos un grupo de más de 20 amigos. La verdad es que resultó una jornada de lo más divertida. El día era nublado, con llovizna inicial, niebla densa en algunos tramos y algo de “resol” en otros. Primero la carretera asciende por un lecho de valle estrecho y atraviesa algunas poblaciones sucesivas. Los kilómetros se van acumulando hasta llegar a Bareges, que se atraviesa con una recta del 9 %, que representa una de las típicas imágenes animadas del Tour. De esas tan coloridas, en las que el paso de los corredores por la calle comercial, te muestran con claridad la velocidad a la que ascienden (tan diferente de la tuya). El valle sigue, pero se va abriendo, hay arbolado tapizando algunas elevaciones y el río discurre a mano izquierda, con el agua corriendo en sentido opuesto a la marcha. Ya no hay construcciones, salvo la base de remontes de Super Bareges, donde ya el arbolado empieza a dejar cada vez más sitio a los pastos de montaña o a los restos de nieve. Una zona de curvas muy amplias te permite el único respiro (5 %). En un momento la carretera describe una especie de circunvalación o rodeo hacia la derecha, donde se entretiene con algunos kilómetros de revueltas, antes de regresar, más elevada, y acometer unas “zetas” amplias e impresionantes que se te plantan de frente. Puedes mirarlas o no a tu antojo, cada cual se defiende del esfuerzo con diferentes estrategias mentales, pero más te vale ascender todo el conjunto con un ritmo constante y apropiado, porque ir a trompicones en un ascenso de estas características es tomar demasiados riesgos. El final es duro, un kilómetro al 9 % y casi otro más que no tengo calibrado, pero que incluye una curva cerrada a izquierdas que de repente se pone como un muro. Da igual, a esas alturas, si has llegado hasta allí… ¡estás en el Tourmalet, tiras para arriba como sea! Allí lo celebramos, nos abrazamos, nos fotografiamos, etc. Era nuestra fiesta, nuestra primera e inocente incursión en el mundo de los grandes “Cols” franceses. En ese momento para mí, la sospecha de que repetiría ese tipo de esfuerzos, pasó a convertirse en una evidencia.

 En plena ascensión al Alpe d'Huez
 
 

Y ahora nos trasladamos a los Alpes. A una visita corta, muy parcial pero contundente. Unos pocos amigos del grupo “Peñas Arriba” (que tantas veces he mencionado en las entradas dedicadas a los puertos), nos embarcamos hace unos años en un viaje rápido de pocos días, con el fin de conocer y disfrutar de algunos grandes “cols” de los Alpes franceses. Para esta aventura nos decantamos por instalarnos en un hotelito en Bourg d’Oisans, al pié de Alpe d’Huez. El viaje mereció la pena, pues disfrutamos de tres jornadas de ciclismo de alta montaña inolvidables. El primer día salimos pedaleando del hotel y acometimos el ascenso de la vertiente oeste de la Croix de Fer (2068 m), unos 30 km que comienzan muy suavemente por el valle y el embalse inicial, con tramos llanos hasta que en el kilómetro ocho empieza todo: cinco kilómetros muy fuertes (7, 8, 8, 9 y 10 %), paisaje despejado en el corazón de los Alpes, con panorama interesante en todas las direcciones. Entonces viene un descanso, un respiro que en cierto modo te rompe algo el ritmo conseguido. Son casi cuatro kilómetros de llano y bajada para, de repente otra vez, comenzar la “segunda serie”. Cuatro kilómetros duros y otros tres más algo más suaves de aspecto bastante más alpino, y que nos dejan en un nuevo descenso (ruptura) de otros dos kilómetros. Finalmente, ya tocados, llegamos a la zona más aérea de la montaña con cuatro kilómetros y medio de subida de desnivel medio, pero con bastante esfuerzo acumulado. Coronar da una sensación plena de estar rodando por los techos de Europa y por los del Tour. Estás allí arriba, por donde tantas veces les has visto pasar a “ellos”. Y si hace bueno casi ni paras, te lanzas a tumba abierta a disfrutar de los balcones naturales que te ofrecen los cerca de 30 kilómetros de bajada.

El descenso desde luego fue un disfrute. Largo, lleno de curvas, recodos, paisajes abiertos, montañas, etc. De los cuatro que ascendimos, ya sólo tres decidimos lanzarnos al otro valle. El problema vino por mis acompañantes: mi hermano, triatleta especializado en distancias Ironman y otro joven amigo que se dedica a rodar muchos miles de kilómetros anuales en bicicleta. Traté de persuadirlos de la conveniencia (para mí necesidad) de parar a comer “en serio” en el valle, pero no quisieron. Tan sólo una paradita para agua y barritas antes de regresar casi de nuevo a la Croix de Fer ascendiendo por el norte el Col du Glandon (1924 m), de 22 auténticos kilómetros de subida. Tantos kilómetros y casi 1500 m de desnivel fue mucha tela, al menos para mí. El puerto puede “dividirse” en dos mitades. La primera se caracteriza por una carretera muy estrecha y casi sin tráfico, cubierta por un bosque muy frondoso y fresco (creo recordar que de árboles de hoja caduca) en la que abundan los kilómetros al 7 % aunque finaliza con uno al ocho y otro al nueve. Después viene una especie de intermedio con una sucesiva serie de pueblos a lo largo de tres kilómetros mucho más suaves. Hasta allí todo fue normal (bien). Pero la segunda parte empieza con un kilómetro al diez, seguido de otros ocho en los que lo más suave son dos al 7 %. Allí empezó mi calvario, la pájara más grande que recuerdo haber sufrido nunca en bicicleta. Creo recordar que paré dos veces, para comer lo poco que me quedara e igualmente apurar el contenido de la ponchera. Iba completamente clavado y así afronté las últimas rampas en forma de “zetas” en el final de aspecto alpino y aéreo que conecta con las inmediaciones de la Croix de Fer. En una de las “zetas” finales, a la sombra, me encontré mi propio coche… no, no eran alucinaciones, Alberto quién no osó lanzarse con nosotros tras la primera cumbre, se había acercado. Yo pensé que era mi salvación y le di las gracias, pero esos no eran sus planes. Me dejó sentarme en el coche a descansar y me pasó una botella de agua de litro y medio, pero me obligó a rematar la faena. Estaba tan cansado que ni tenía fuerzas para discutir, así que bebí, descansé, me lamenté un montón de tiempo, pero volví al sillín y subí al Glandon y su p… madre.

Una de las mejores cosas que tienen las grandes palizas ciclistas, es que luego te permites el lujo de comer cosas ricas y sabrosas en cantidades industriales, sin atender al efecto que tal ingesta pudiera tener sobre tu peso. Al menos si sigues el estilo y filosofía ciclista tradicional, retro, vintage o clásico. Los del carbono, chino, el tofu, la levadura de cerveza y demás modernidades puede que no, pero yo personalmente no me privo, y soy más clásico aún en lo relativo a la dieta y las ayudas ergogénicas que incluso con las bicicletas. Gracias precisamente a la cena en aquel restaurante italiano, fui capaz de recuperarme para los dos días que restaban. Para el segundo cogimos el coche y nos plantamos en St. Michel de Maurienne. Y sin pensárnoslo dos veces empezamos, directamente, a subir al Galibier (2646 m) a través del Col du Telegraphe (1570 m). 34 km de ida y otros tantos de vuelta (“p’arriba y p’abajo”). Al Telegraphe son 11,5 km de subida fuerte y sin descansos, con muchas curvas y en sobra gracias a los árboles. Es un ascenso intenso y bonito, sin paisajes, por el corazón del bosque alpino de ladera. Arriba foto y descenso de 4 km hasta Valloire (localidad típica de turismo de montaña; animada agradable y colorida), para acometer el largo esfuerzo que queda hasta subir “al cielo”, más arriba de los 2600 m. Los primeros nueve kilómetros de los aproximadamente diecisiete que restan son más suaves, de porcentajes medios, y ofrecen un paisaje abierto, en forma de valle muy elevado, surcado por una cuenca fluvial de alta montaña y tapizado en pasto corto y nutrido, típico de las vegas de esa clase. Resulta muy agradable circular sin prisa por allí, ya que además se observan panorámicas montañosas muy bonitas. Pero llega un momento en que hay que superar la cordillera (literalmente) y son necesarias las curvas cerradas y los tramos rectos y fuertes escavados en laderas pendientes. Hay ocho kilómetros que oscilan todos entre el 8 y el 10 % ¡y gran parte de ellos por encima de los 2000 m! donde el oxígeno empieza a no sobrar. Lo sabíamos, y por ello todos nos dosificamos mucho, cada uno a nuestro ritmo, rodando en solitario. Tras un primer tramo de “zetas” se accede a un “chalet” solitario, en una especie de circo glaciar, y por allí cerca la carretera llega a un antiguo túnel que servía de paso del puerto pero que ahora permanece cerrado. A estas alturas estamos en las nubes (escribo literalmente, tanto porque se está muy alto, como porque en un día espléndido de sol, está parte está cubierta por densas nubes de niebla) y tan sólo queda el último esfuerzo sostenido para coronar, explotar de alegría y orgullo y pedirle a los desconocidos de rigor (allí siempre hay gente que ha ido a buscar lo mismo que nosotros, en bici, coche, moto o autocarvana) que por favor te hagan una foto de recuerdo. Intentas estirar el momento porque es mágico, pero la verdad es que hace frío y debes regresar. Precaución en la niebla y al chalet, allí nos vamos reagrupando progresivamente y recuperando con un delicioso crepe calentito y un chocolate. Algo hablamos, desde luego, pero expresan más y mejor nuestras caras de satisfacción y de admiración al coloso. El resto es historia, descenso agrupado hacia el valle y hacia el sol. Para mí, lo más grande que he ascendido en bicicleta.

La despedida de aquel viaje, como en la de en Luz, fue una matinal de subir y bajar, en esta ocasión al “gemelo alpino” de Luz Ardiden: Alpe d’Huez (1780 m) ¡y las famosas 21 curvas numeradas!. Este puerto son 14 km con cierta variedad de porcentajes más duros que medios. Las curvas le dan mucha amenidad y la primera parte está protegida del sol por el arbolado. El kilómetro más duro (11,5 %) es el anteúltimo, pero cuando (como nosotros) sólo subes este puerto, si ya has llegado hasta allí, lo superas casi simplemente con la euforia de sentir que ya estás llegando a la cumbre. La segunda parte no tiene arbolado y hay vistas, aunque todo sigue transcurriendo por la misma ladera. La llegada se ubica en el corazón mismo de la urbanización de la estación de esquí. Recuerdos de una semana de vacaciones con descenso de la Serene (por entonces la pista más larga de Europa con 16 km de descenso, parte de ellos fuera de pista, y de la “negra” a la que se accede por el estrecho túnel del teleférico). Da alegría esta nueva “muesca” tratándose de otro puerto terminal, de final de etapa Tour quiero decir, como ocurre con Luz Ardiden. En ellos siempre hay desenlace, siempre se ve afectada la clasificación general. Gran parte de las causas del resultado final las provocan otros colosos de paso, pero la “foto” de la memoria y los titulares de la prensa (demasiadas veces simplista y esquemática, en la búsqueda de iconos superventas) siempre acaba encuadrada en este tipo de puertos-meta.
Podría buscar un colofón brillante y adornado a esta parrafada, pero no sé si sería capaz de ello, con todo lo que ya se ha podido escribir sobre estos puertos. Me limitaré a sentenciar que por muchas carreras que hayas corrido o ganado, por muchas cicloturistas (enmascaradamente competitivas o no) a las que hayas acudido, y por muchas cifras récord de participación que hayan tenido éstas, hasta que no te vayas alguna vez en tu vida a pedalear por una buena selección de colosos de los Alpes, no vas a entender del todo qué es esto del ciclismo. Palabra de “globero”, pero antiguo y entendido.
 
 
Un "crazy fixie" en el Galibier (subiendo ¡y bajando!)


viernes, 19 de abril de 2013

16. GREGARIO DE LUJO


Es un secreto entre el director del equipo y él mismo. Ya sabe cuándo debe romper la siesta del pelotón, cuándo debe frenar los excesos de los más decididos o inconscientes, acaso después de una escapada inicial; sabe cuándo debe aflojar la tensión de los músculos y dejarse cazar por el pelotón, eso sí, después de haber fatigado, en la caza, a los mejores. Y sabe, porque su intuición es grande y su director lo sabe, cómo producir en el adversario la sensación de cansancio y de desánimo. Es esta una sabiduría impagable en el ciclista. Por eso, entre otras cualidades, Antón Arteche resulta la pieza clave y maestra del director de equipo”.

Luís Blanco Vila (“Doméstico de lujo”, 525 pesetas)

Simplificando el asunto, la verdad es que solo hay dos opciones de desempeñar la profesión de ciclista profesional: ser el que gana, el que tiene opciones dentro de un equipo, el líder… o ser un gregario más, un trabajador para el equipo. Y si no sabes bien cuál es tu sitio duras poco en ese mundo tan especializado y duro. Pero esto no es algo que piense o diga yo, son palabras de un ciclista que me parece uno de los ejemplos más claros que conozco de lo que ha sido un gregario profesional ejemplar: Enrique Aja.
A Enrique lo conozco hace muchos años, unos 25 aproximadamente. Cuando él era profesional en activo, yo recién titulado y coincidimos los dos como alumnos en un curso para directores deportivos de ciclismo de categoría nacional que se celebró en el Palacio de la Magdalena de Santander, por todo lo alto y dirigido por José Luís Algarra, nada menos. Entonces hicimos muy buenas migas, y aunque a lo largo de los años no nos hemos vito demasiado, cada vez que lo hacemos me vuelve a demostrar que es un magnífico conversador, un contador de historias que hace que el tiempo pase sin darte cuenta cuando estás charlando con él. Y eso mismo me volvió a pasar el otro día cuando quedamos en su casa para hablar sobre su vida ciclista, preparando esta entrada del blog.
El sabía perfectamente cuál era su sitio: trabajador para quien hiciera falta. Si en algún momento las circunstancias lo ponen a uno en disposición de ganar, la obligación es intentarlo (incluso lograrlo), pero el resto del tiempo, la profesión es trabajar. Por eso asume con honor y dignidad el término de gregario, que en el argot no tiene otra traducción que trabajador (“funcionario”) del ciclismo. Aseguraban entonces que el trabajo, la profesionalidad, el oficio, la polivalencia y ¡sobre todo! ser un bajador endiabladamente rápido (especialmente cuando llovía) eran sus mejores cualidades. Y debía ser cierto ya que ejerció la profesión ininterrumpidamente durante 9 temporadas y media, en equipos tan importantes como el Reynolds o el Teka.
Victoria en Alto Campoo
(Vuelta a España 1987)

 
 
Nos diga Enrique lo que nos diga, en referencia al ciclismo profesional, hay que hacerle caso. Primero porque es una persona intuitiva, reflexiva e inteligente, pero es que además las cifras objetivas avalan su experiencia:
  • 2 años como amateur y otros 3 como profesional en el Reynolds. Conviene recordar que aquel equipo fue el principal protagonista del “Renacimiento” del ciclismo español a principios de los 80. Arroyo, Perico, Laguía, Carlos Hernández, Julián Gorospe, el propio Enrique, algunos otros, e incluso un tal Miguel Indurain que se incorporaba un poquito más tarde que los anteriores.
  • 5 años en el grupo deportivo Teka, en los que después de haber trabajado para Arroyo, Delgado o Gorospe, tocaba el turno de hacerlo por Raimund Dietzen, Blanco Villar, o en la preparación de esprines o anulación de escapadas para que Alfonso Gutiérrez pudiera disputar la llegada masiva a meta.
  • Una año más en el Paternina, y media temporada final en otro equipo que finalmente sucumbió como proyecto deportivo-económico.
  • Por resumir, durante todo ese desempeño le dio tiempo a competir en 2 Campeonatos del Mundo amateur y otros 2 Profesionales; 6 Tours de Francia; 8 Vueltas a España; 2 Milán-San Remo; y numerosas competiciones de prestigio como la Clásica de San Sebastián, Tour de Lombardía, Dauphine Liberé, etc.
  • Estamos ante un ciclista que como profesional recorrió ¡256.777 kms! Compitió 970 días con sólo 29 abandonos. Se dice pronto, pero la dimensión de pedaleo que estos datos implican, merece una lenta reflexión por parte del lector.

Todo ello empezó en el taller para bicicletas que su padre regentaba en Villaverde de Pontones. Allí mamó el ciclismo. Su padre era lo que Enrique define como un verdadero cicloturista, alguien enamorado de la bici por el mero hecho de pedalear en ella recorriendo carreteras. No le gustaba la competición, pero gastaba más en plátanos en sus idas y vueltas a Irún, que lo que le hubiera supuesto hacerlo en gasolina. Por aquel taller pasaban la mayor parte de los ciclistas de la época, y con ese ambiente, no fue extraño que Enrique empezara a competir a los 11 años en aquellas carreras de Laredo, Puente Viesgo, Treto y Los Corrales.
El ciclismo ha marcado toda su vida, si no hubiera sido ciclista ésta hubiera sido completamente diferente. Le ha permitido hacer realidad su sueño infantil: correr el Tour y ser ciclista profesional. Le ha dado la oportunidad de conocer a mucha gente y, asegura, poder viajar por muchos países. Algo (el viajar) que junto con la competición, echa mucho de menos desde que dejó la profesión. Colgar la bicicleta parece resultar un momento muy duro, especialmente porque de repente se cierra de un portazo tu estilo de vida y tu rutina.
Siempre ha mantenido el contacto con los ciclistas. Según me cuenta, los ciclistas profesionales de Cantabria siempre se han relacionado muy bien entre ellos. Tenían organizados unos equipos de fútbol y quedaban para jugar todas las semanas, lo cual ha generado cierta vida social, cenas, etc. que a día de hoy se siguen manteniendo con alguna periodicidad. Desde luego antiguamente el pelotón mantenía un alto nivel de cohesión social. Los ratos libres, muertos, de espera eran momentos de relaciones. Recuerda precisamente que el rato del café entre la firma del control y la salida, era un momento crucial de buen humor y camaradería que personalmente le encantaba. Según le comentan esto es algo que se está perdiendo un poco en estos días, quizá, entre otras cosas, porque los ciclistas están mucho más “protegidos” por sus estructuras de equipo y porque la proliferación de dispositivos móviles les permiten aislarse sin sentirse solos.
Pero ese no es el único cambio que detecta entre “su” ciclismo y el actual. Y sabe de lo que habla porque ha ejercido como director deportivo durante varias temporadas de uno de los equipos más potentes de la categoría amateur. Dice que ahora cada corredor compite anualmente en la mitad de carreras que entonces, por lo que ahora los ciclistas duran más. Por poner un ejemplo la tendinitis parece un mal casi erradicado del pelotón, mientras que en su época era una dolencia endémica sufrida en silencio por la mayoría. A ello ha ayudado la profesionalización del entorno con la llegada masiva de dietistas, fisioterapeutas, biomecánicos, preparadores físicos, fisiólogos, etc. Hay cantidad de técnicos de diferentes especialidades trabajando por el rendimiento del equipo. ¡Lo que él hubiera dado por un biomecánico! (suspira).
¿Y ahora, monta en bici? Se ríe. Me asegura que cuando competía en bicicleta y cuando lo dejó, prometió no volver a sufrir nunca jamás sobre la máquina. Ello significa que sale a montar de vez en cuando, pero disfrutando del paisaje y de encontrarse con gente con la que poder charlar. Antes no podía recrearse en un panorama espectacular o pegar la hebra con una señoruca del campo. Ahora sí, ahora puede, lo hace y le llena de satisfacción (un gran conversador ¿recuerdan?). Y claro, eso, “en verano y cuando hace bueno… je, je, je”. Si que va a alguna marcha cicloturista y dice que no se lo ha pasado mejor en su vida. Tiene anécdotas para no parar de contar y de hacerte reír. Me asegura que los momentos más divertidos de su experiencia ciclista los está teniendo en las cicloturistas: antes, durante y después de los recorridos. Entre el “rey del bacalao”, “el torero” y algún antiguo “forzado de la ruta”, no os podéis ni imaginar lo cómico de las situaciones.
Cómo es lógico también hablamos de bicicletas. Me enseñó una Marotias muy vieja de su padre y me explicó cómo reconocer tales cuadros artesanos tan cotizados hoy en día. Rememorando las usadas en competición me habló de una pequeña que le montaron para empezar, pasando más tarde a una Macario que usara hasta llegar a amateur en el Reynolds, donde montaban bicicletas con grupos Gali. En profesionales la mítica Pinarello roja que ahora replica el fabricante, sólo que con Campagnolo (con diferencia la mejor bicicleta que ha tenido en los descensos). En Teka pasó por las Alan de aluminio al principio y pronto las de carbono, siempre con grupos Mavic. Inigualables en ligereza por aquel entonces. Precisamente este ejercicio de memoria coloca mi Alan en una escala temporal anterior, ya que el Teka si combinaba Alan con Campagnolo, pero justo hasta que llegó él, por lo que mi bicicleta debe de ser anterior al 83. Cuando aún corría allí Gonzalo Aja. Incluso conserva una Carrera con Shimano de un acero tan fino, que si aprietas fuerte con un dedo, puedes llegar a deformarlo, algo sólo posible de llevarse a cabo gracias a un diseño de tubería elíptica cruzada (al parecer se las hicieron así a dos corredores, el otro la rompió en seguida, él aún la utiliza para pasear).

Me pasaría horas contando anécdotas y me hubiera pasado aún más horas conversando con él, pero llegó la hora de marcharme. Pasé allí con él mucho más tiempo del que tenía pensado, pero no me arrepiento en absoluto, siempre he disfrutado estando de tertulia con Enrique, por no hablar de todo lo que puedes llegar a aprender con él. Y yo soy de ese raro tipo de docentes a los que además de enseñar, les encanta aprender cosas. De todas formas ambos tenemos la intención de vernos algo más a menudo.
En estos días anda liado preparando la única marcha cicloturista en la que está involucrado como organizador: la marcha cicloturista La Peña Cabarga (con final en “la Peña”, por supuesto): www.lapeñacabarga.com . Esta edición incluye homenaje a Dietzen y han preparado unos maillots réplica del Teka (excelente idea). Podéis echar un vistazo en el enlace del evento, el recorrido es muy exigente pero no defraudará a nadie. No nos olvidemos de que tiene la mano de Enrique, un profesional del ciclismo, un gregario, alguien que lleva su vida trabajando y esforzándose por los demás ciclistas.
 

viernes, 12 de abril de 2013

15. ¡PUERTOS DE MONTAÑA! (ESPAÑA)


“Todos aspirábamos a ser escaladores y nuestro sueño inexpresado era coronar un día el Tourmalet en primer lugar. Recuerdo que en aquella época, adquirí entre mis amigos, cierta fama de escalador. Y ¿es que poseía yo, en realidad, algún don para escalar mejor que ellos? Yo siempre he pensado que subir cuestas en bicicleta es una de las mayores maldiciones que puede soportar un hombre, escalador o no. Pero ante el repecho de Boecillo, con su pronunciado recodo y su empinamiento súbito en el último tramo, yo no me amilanaba, dejaba pasar a mis amigos primero y, luego, les rebasaba como si nada, pedaleando a un ritmo loco, a toda velocidad. – Claro, es que a Delibes no le cuesta – comentaban ellos, compungidos.
Yo mantenía la superchería. Sonreía. Tácitamente les daba la razón, porque ésa era la carta que me convenía jugar. Simular que no me costaba”.

Miguel Delibes (“Mi vida al aire libre”)

Inauguro una nueva sección, serie o saga de entradas. La intención es triple: incrementar la variedad temática del blog, hacer acopio de material sobre el que escribir algunas semanas que quedarán en medio entre las crónicas previas o posteriores al cada evento, y dar rienda suelta a cierta vocación reportero-viajera con la que poder evocar algunas de las experiencias ciclistas más memorables que recuerdo haber vivido en primera persona, a través de sus escenarios. Y todo ello se hace posible, si nos ponemos a hablar (si me pongo a escribir) sobre puertos de montaña ascendidos (y descendidos ¡faltaría más!) en bicicleta. Si estáis esperando crónicas competitivas, siento chafaros la ilusión, de eso nada. Nada de famosos, de corredores míticos o de hazañas deportivas históricas. Para eso ya tenemos suficiente y mejor, en las hemerotecas y las editoriales especializadas. Aquí los protagonistas van a ser los puertos: sus trazados, sus perfiles, sus carreteras y… todo el bagaje de impacto objetivo y subjetivo que me procuraron cuando los ascendí. Ya tenemos pues el principal criterio de la selección de los puertos sobre los que versará esta entrada (y otras sucesivas que sobre la misma temática la puedan seguir): que yo mismo los haya recorrido pedaleando, en bicicleta de carretera.

En esta primera oportunidad voy a referirme a puertos españoles. Puertos de importancia o envergadura, exceptuando los del territorio de la Comunidad Autónoma de Cantabria (“¡La Montaña!”). Porqué separo los de mi región es sencillo de explicar. Los dedicaré un capítulo específico aparte, ya que al ser cercanos a mi residencia habitual, conozco todos o casi todos los que hay. Por si fuera poco, esta “tierruca” disfruta de muchas ascensiones con entidad más que sobrada como para ser descritas o incluidas en una buena selección. Pero además he de añadir que hoy mismo, día en que he empezado a escribir sobre este asunto, haciendo un recado en mi librería habitual, me ha dado tiempo para echar un vistazo rápido a un bonito libro (“libro-objeto” plagado de fotografías espectaculares, datos y gráficas) dedicado a puertos ciclistas míticos, y me he encontrado con que no sólo no aparecía ni uno sólo de Cantabria, sino que además parte de la selección realizada era caprichosa y de ningún modo acorde con lo que podría destacar una “subcultura” ciclista con criterio popular, estadístico, deportivo, histórico… La injusticia me ha picado (relativamente desde luego) y he decidido que en mis crónicas alternativas (“indy”), los puertos de “La Montaña” merecerían un apartado de “categoría especial”.
Vamos pues con el resto de España. Seguro que los lectores echarán de menos su favorito, el más odiado, el más cercano a su entorno, o cualquier otro destacado por la razón que sea, pero insisto en que no estamos ante un ranking o selección motivada o justificada, sino simplemente ante la consecuencia de mis escarceos ciclistas por aquí y por allá. Ya advierto que si bien voy a ordenar el listado por zonas de relativa cercanía, el salto de zona a zona será errático y caprichoso, por lo que aviso que será estéril cualquier intento de suponer coherencia en tal ordenación.
Por ejemplo en Pirineos, las circunstancias han hecho que haya ascendido más puertos franceses que españoles. De hecho españoles sólo recuerdo dos: Panticosa (1643 m) y el Portalet (1794 m). Ambos el mismo día. Aprovechando un viaje de montaña para profesores del instituto, un día me escapé en bicicleta y aparqué tanta jornada peripatética alpino-docente para no olvidar el pedaleo entre caminata y caminata. El Portalet no lo recuerdo ni demasiado duro, ni tampoco excepcional por atributos de belleza. Una carretera más bien ancha, motivada por ser el acceso a una estación de esquí bastante multitudinaria, y la proliferación de urbanizaciones residenciales para la práctica de los deportes de montaña en invierno y en verano, no ayudan demasiado a preservar el que circular por ella en bicicleta se convierta en una experiencia sublime de inmersión en un territorio agreste y “pseudo-virgen”. El paisaje, montañoso, encañonado inicialmente y más abierto después, es bonito, pero no alcanza el impacto que nos darán otros parajes. El puerto no me resultó demasiado exigente, puede dar sensación de pesado el hecho que tenga pocas curvas y poco cerradas, así como la comentada anchura de la carretera e incluso la exposición al viento en la parte superior. Pero se deja subir. Lo que si hace ilusión es coronar y pisar otro país en la cumbre. Si no dispones de la posibilidad muy habitualmente, resulta emotivo irte en bicicleta y atravesar la frontera aunque sea unos metros. Casi allí al lado, en una bifurcación hacia el este en la base del puerto, está el desvío al Balneario de Panticosa. Este puerto me gustó más. La carretera da la impresión de ser más “de montaña”, ya que además de ser estrecha, nos introduce en un paisaje más agreste y escarpado. Dispone varias horquillas de 180º, necesarias para remontar un paredón de roca y que nos darán acceso, al poco rato, a la cima del puerto, la cual por cierto no es una cima, sino la base y el centro de un circo glaciar muy hermoso, en la que reposa un conjunto de edificios de hostelería termal decadente, con un aspecto de elegancia romántica y añeja que me encanta. El puerto es suave inicialmente y se endurece durante 3 kilómetros en la segunda mitad, tampoco resulta muy largo. Pirenaico (no se puede menospreciar ninguno, no te vaya a pillar en un renuncio), pero de escala humana.
Desde allí me voy a Valencia, donde saliendo de Rocafort y en dirección norte pude ascender dos puertos montañeros, luminosos y relativamente costeros también. Pero para recordar sus nombres y datos debería ponerme en contacto con quién por allí me hizo de guía (uno de mis cuñados ciclistas que vivió allí algunos años) pero lamentablemente ahora no es el momento ni el lugar para hacerlo. En compensación para los valencianos diré que aquel territorio me sorprendió mucho y muy gratamente, y disfrute muchísimo de ese par de ascensiones muy variadas, tanto en trazado, como en paisaje. Además el calorcito, la luminosidad y ese olor a naranjas y otras “hierbas”, es algo que merece la pena sentir.
En otra ocasión me fui a pedalear con alforjas por los Ancares y subí dos o tres puertos. Las sensaciones en un viaje de ese tipo y con tanta carga, no son comparables, por lo que no me ocuparé mucho de ellos, aunque no quiero dejar de mencionar el principal, la subida al puerto de los Ancares desde Ponferrada (1670m) que me resultó un puerto muy exigente y en al que la altura y los girones de niebla, aún en pleno verano, le confirieron un aspecto fantasmagórico. Recuerdo muchos peñascos, algunas horquillas espaciando rectas con fuertes rampas y un descenso largo y entretenido que me acercaron a una aldea famosa por sus pallozas (creo que Balouta).
Sin pérdida de tiempo me voy al sur, a ese compendio montañoso que implica a la Sierra de Gredos y a la de Béjar. Esta localidad ha sido cuna de ciclistas legendarios, no en vano fue acudir allí unos días a pedalear, y hospedarnos en el hotel de Lale Cubino y encontrarnos a Roberto Heras entrenando por la zona. Empezando por Béjar hablaré de la Covatilla (1962 m). Se trata de un puerto descarnado y muy elevado. Casi sin arbolado, asciende a una estación de esquí “mesetaria”, tapizada por arbustos de montaña bastante policromados pero sin arbolado, y salpicada con bloques de piedras. El puerto no es muy largo (nosotros lo ascendimos desde el Hotel de Lale Cubino, con un calentamiento previo a la Hoya (1260 m), pero incluye rampas bastante duras y exigentes en determinadas fases del mismo. Tienes que pelear en él, o sufrir mucho si no vas con un mínimo estado de forma. Ya en las inmediaciones de Gredos me ha tocado esforzarme en Serranillos y alguno más (por cierto que pasando por la parte extremeña recuerdo pedalear con un fuerte y delicioso olor a olivas y aceite… debían de ser la fecha y los olivares, pero es algo imposible de experimentar por mí tierra), pero sin lugar a dudas, el más destacable de todos es Peña Negra (1909 m) por Piedrahita. Un puerto de ascensión constante y gran altura, aunque sin violentas rampas ni grandes cambios. Todo transcurre de forma continua en torno al 5-6 % de desnivel (pocas veces sale de ahí: tres rampas separadas y un par de kilómetros no consecutivos al 7 %). Eso sí, en la mayoría de los casos, bajo el sol y sin árbol alguno que te ofrezca sobra. También es esta una montaña muy roma y redondeada. Nada espectacular, de no ser los pilotos de parapente que se agrupan en su cima como si se tratara de aves de comportamiento grupal. Sin embargo tiene un interés paisajístico destacado, ya que al norte ofrece un panorama extensísimo de la Meseta Castellana y al sur unas buenas vistas de la sierra de Gredos y la cabecera del valle del Tormes. Toda esta zona de Gredos y alrededores la pedaleé con mi amigo Alfonso en una estancia de varios días en una caravana, durante la cual anduvimos alternando auténticas palizas de montañismo de a pié, con largas jornadas de ciclismo de carretera, e incluso un día de equitación. ¡Memorable! Aunque seguramente incompresible para los que suelen decantarse por la dedicación “deportiva” exclusiva a una única modalidad.
Lale Cubino (2º por la izquierda arriba)

 Roberto Heras (en el centro "rodeado")

Nos vamos ahora hacia el norte y pasaré en mi repaso por León. Pandetrave (1562 m) desde Portilla de la Reina y Panderrueda (1463 m) desde Posada de Valdeón, no son puertos ni duros, ni largos, pero te permiten pedalear por las estribaciones de los Picos de Europa y disfrutar de recorridos de bosque, brañas y altas cumbres, espectaculares. Recomiendo que nadie deje de hacer el descenso del último de estos en dirección al Cantábrico atravesando el desfiladero de los Beyos (me agradecerá el consejo para siempre). Lo que yo denomino la vuelta asfaltada a los Picos de Europa (que incluye San Glorio) lo hice en una de las rutas de nuestro antiguo grupo “Peñas Arriba” (como en el caso de la Covatilla y otros puertos de los que hablaré) y os aseguro que es una ruta que merece la pena completar (con un par de días basta). En plena cordillera Cantábrica, por las montañas de Luna y Babia, ya sea en Asturias o en León, encontramos un hermoso territorio en el que poder quitar la gana de subir y bajar carreteras de montaña con poco tráfico y excelente paisaje. De allí recuerdo Leitariegos (1525m), el Cerredo (1359 m) y Rañadoiro (1181 m), que sin ser colosales, pueden variar bastante dependiendo de la vertiente elegida y te pueden complicar la vida si te sorprenden en algún momento de flaqueza, como me ocurrió a mí en el segundo,  en una larga jornada de ciclismo solitario en la que enlacé los tres con inicio y final en Villablino. Todo fue bien hasta el último, que me hizo sufrir de lo lindo con la llegada de un “mazo” repentino. Rañadoiro bordea el famoso bosque de Muniellos y transcurre un buen rato por parte de él, es un puerto que asciende desde una de las profundas cuencas mineras asturianas. En aquella ocasión me encontraba en Villablino impartiendo docencia a guías de la Fundación Oso Pardo, y con alevosía me llevé la bicicleta para al menos, disfrutar de una escapada ambiciosa. Afortunadamente me recuperé bien, y el día que me marchaba pude ascender a Peña Ubiña con las botas de caminar antes del viaje de regreso a casa. Otra vez simultaneando actividades.
Y puestos ya en Asturias, mención especial requiere los Lagos de Enol o Covadonga (1135 m), que tanto protagonismo ha tenido a lo largo de la historia de la Vuelta a España. Es un puerto precioso que realmente empieza en serio en Covadonga. Desde allí los primeros kilómetros son de frondoso bosque y sucesivas horquillas. Conviene no confundirse porque quizá allí esté la clave de subirlo bien entero. Resulta que en los primeros kilómetros encontramos 3 y medio casi seguidos con un desnivel medio del 9-10 %. Tras ese esfuerzo nos vamos a topar con la Huesera, tramo del 13-15 % que se sostiene bastante tiempo y forma parte parcial de otro kilómetro posterior al 11,4 %. Todo ello entre un paisaje de rocas calizas salpicando los pastos y ya sin sombra protectora (la cual tampoco influye si el día es de los de niebla). Si superas eso, el puerto es tuyo, estás en pastos de alta montaña, las pendientes se suavizan y las curvas de amplio radio te hacen rodar entre lomas y hasta incluyen algunos breves descensos que van acercándote hasta los dos lagos. Merece la pena subir. Por el mito, por el esfuerzo y por el paraje, que es realmente bonito. Pero eso sí, conviene ir entrenado. Será una garantía y te permitirá disfrutar de todo mucho más.
 

Y para terminar este periplo nos vamos a tierras sorianas y burgalesas. Rodando con “Peñas Arriba” unos días por los pinares sorianos, intentamos ascender a la Laguna Negra (1715 m), pero bastante avanzada la subida, una fuerte tormenta con amenazador aparato eléctrico nos obligó a darnos la vuelta. Al día siguiente ascendimos Santa Inés (1753 m) por Vinuesa, sencillo y asequible, pero muy agradable al atravesar hermosos y cuidados bosques de abetos y orografía de montaña de aspecto bastante alpino; Las Viniegras (1583 m); y el Collado (1404 m) por Neila (poquita cosa desde el punto de vista de la dureza, aunque otro más que recomendable recorrido de tráfico muy tranquilo y fantástico de paisaje). Pero el objetivo “escalador” del viaje estaba claro, y lo habíamos dejado para el final: la ascensión a las Lagunas de Neila (1872 m) por Quintanar de la Sierra. No os voy a engañar, se trata de un puerto muy duro. No es largo, ni siquiera su primera mitad supone apenas esfuerzo, pero la segunda (a partir del desvío tras alcanzar el Collado), se convierte en lo que yo denomino una ascensión o un puerto violentos. Esos en los que la pendiente te obliga a hacer tanta fuerza, aunque vayas despacio, que el corazón se te dispara y se hace muy difícil o imposible ser conservador. Allí hay rampas de todos los pelajes posibles entre el 12 y el 17%, todas dentro de un estupendo bosque de coníferas y a través de una carretera de montaña rugosa y algo revuelta con diferentes tipos de curvas. Da lo mismo, tú a lo tuyo: retorcerte sobre la bicicleta y sufrir hasta que el bosque empieza a abrirse, disiparse y la carretera, tan sólo al final, a suavizarse. ¡Qué no te pille la encerrona, avisado estás!.

La afición al turismo motociclista me ha permitido conocer bastantes más puertos españoles: catalanes, castellanos, mediterráneos, aragoneses, andaluces, extremeños, madrileños… y hasta canarios. Tenemos fantásticos puertos por toda la geografía, pero uno tiene sus limitaciones temporales, familiares y ocupacionales y ni ha podido, ni podrá visitar todos ellos pedaleando. Ya avisé de ello. Aquí faltan muchos más de los que hay, pero el mayor perjudicado de no poder dar cuenta de ellos, que nadie lo dude, soy yo por habérmelos perdido hasta la fecha.
Informaciones técnicas y perfiles son fáciles de conseguir en diferentes sitios web como: www.altimetrias.net o http://es.wikiloc.com/wikiloc/home.do y por si alguien se anima ya a buscar montañas que ascender un cursillo rápido muy simpático y preciso en este video:
 
 
 

viernes, 5 de abril de 2013

14. "PENDLE WITCHES VINTAGE VELO"

"Que la sociedad correspondiente al Club Pickwick queda por consiguiente constituida desde ahora; y que los señores […], quedan nombrados miembros de la misma, y que serán requeridos para que, de vez en cuando, presenten informes directos de sus viajes e investigaciones, de sus observaciones sobre costumbres y caracteres, y de la totalidad de sus aventuras, juntamente con todas las narraciones y documentos a que puedan dar lugar la contemplación de los lugares o sus recuerdos, dirigiéndose al Club Pickwick, radicado en Londres.
 

Que esta Asociación admite cordialmente el principio de que cada miembro de la Sociedad Correspondiente sufrague sus propios gastos de viaje; y que no ve en absoluto ninguna objeción en cuanto a que los miembros de la mencionada Sociedad continúen sus investigaciones durante toda la extensión de tiempo que les parezca bien, bajo los mismos términos”.

Charles Dickens (“Los papeles póstumos del Club Pickwick”)



Tengo que reconocerlo: antes de embarcarme en el primer episodio de la Challenge Retro me daba mucha pereza y hasta aprensión este evento en el condado de Lancaster. Por varias razones: una por ir sólo y tener que pasar cuatro días allí a causa de las combinaciones de vuelo (low-cost); otra por viajar con la bicicleta a cuestas y tener que pasar varios filtros de logística hasta llegar al evento propiamente dicho; y una más ¡la principal! temerme un clima infernal durante el recorrido, con frío y agua. No en vano, Sean (el organizador) mandaba emails la última semana informándonos a los participantes del estado de las carreteras, que finalmente quedaron libres de nieve a cuatro días de la fecha.
Bueno, pues ahora que ya estoy de regreso he de decir que me ha merecido la pena, y aprovecho el blog esta semana para contar un poco mi experiencia. Aunque la prueba estuvo justo en medio de mis días allí, por agilizar dividiré la crónica en dos partes: relativa a la experiencia ciclista por un lado y al turismo en Manchester por el otro.
Para llegar al evento, el viaje podemos decir que fue singular. La bici empezó y acabó en una bolsa de viaje (blanda) para bicicletas. Primero en el coche hasta Bilbao (gracias Cristina por llevarme y traerme); después facturada en el avión y a mi lado en tren hasta el albergue juvenil de Manchester. Todo ello el primer día de viaje con los tramos intermedios al hombro. El segundo día de aproximación ya fue montado en la bicicleta y con una mochila sobre los hombros (¡y un candado! Para las visitas intermedias): 9,5 millas de pedaleo desde el centro de Manchester hasta una pequeña ciudad al norte (Bury), por extrarradio llevadero, con poco tráfico por ser sábado y una estrecha franja pintada para bicicletas la mayor parte del recorrido (en esta ocasión me ha costado mucho concentrarme en el sentido inverso de circulación en cruces y rotondas); allí, ¡auténtico tren de vapor (servicio regular)! Hasta Rawtenstall (una gozada, hasta con vagón de mercancías para la bici, cochecitos de niño, etc.), por supuesto todo el personal de estación, tren, etc. uniformado acorde con la edad de la locomotora; y desde dicha localidad, a pedalear de nuevo, unas 5 millas, más hasta mi alojamiento. Afortunadamente todo ello ocurría con sendos días luminosos y preciosos de luz, aunque bastante fríos.
 
 
 
El domingo, tras el desayuno inglés de rigor (fantástica costumbre para salir en bicicleta), a las 8 de la mañana, con sol y varios grados por debajo de 0º (el estanque del B&B tenía una capa de hielo permanente de unos 5 cm de grosor), pedalear de regreso 4 millas para llegar al Craven Heifer Pub (punto de salida y final de la ruta), donde se firmaba el registro de salida, nos concentrábamos los 220 participantes aproximadamente y nos servían café o té con leche y canela, mientras colocábamos el dorsal a la bicicleta. Allí yo era la “rara avis”, el único no residente en UK y que además había volado desde la “soleada España” a pedalear con frío por los cerros de Pendle… ¡se mostraban bastante sorprendidos y… muy maravillados ante la aparentemente frágil, ligera y estilizada bicicleta italiana (Alan)! (la cual por cierto se llevó muchos piropos expertos). Por allí abundaban las Raleigh y algunas marcas inglesas minoritarias menos conocidas para mí. La concentración es un poco especial. Admiten todo tipo de bicicletas, “vintage” y actuales. Lo que pasa es que las retro salen un cuarto de hora antes y el resto más tarde. Esto hace que casi siempre vayas rodeado por bicicletas antiguas y poco a poco, de vez en cuando te pasen algunos con modernidades. Pero por lo que yo vi en esta tercera edición se dieron dos circunstancias a favor de lo retro: primera, que cada año hay más gente que se agencia una antigua (con mayor o menor acierto), por lo cual la proporción aumenta; y segunda, que imagino que los “contemporáneos” que vienen aquí, lo hacen porque no son demasiado cañeros (a pesar de verse bastantes “pepinos”), o se lo toman con calma, pues la verdad es que no vi que pasaran tantos adelantándonos (creo que acabé entre el primer cuarto del grupo, parando a hacer fotos, avituallamiento, etc.). En resumen que si que era una actividad no competitiva, muy agradable y con bastante espíritu “vintage”.

 
La ruta resultó de 53 millas (85 km), y mucho más dura de lo previsto. Está claro que tengo que entrenar mucho más para todos aquellos eventos que superen los 100 km (especialmente l’Eroica, aunque para esa tengo hasta octubre; y la Veló Veritas que con 170 km y en junio, actualmente me preocupa mucho más). El recorrido era un constante “rompepiernas” con cinco o seis “puertos ingleses” (destacando el Nick of Pendle y el Waddington Fell). Ya expliqué anteriormente qué es eso de un “puerto inglés”: altos de entre 2 a 4 km de largo pero con rampas repentinas muy duras (desconozco los porcentajes, pero algún 18% puede que hubiera por ahí incrustado). Esto hacía que si bien pudieras pedalearlo todo, el hecho de llevar un 42x23 te obligaba a ir trancado algunos tramos y exigir, demasiado de vez en cuando, un esfuerzo puramente muscular algo excesivo. Eso finalmente hizo que las últimas 10 millas se me hicieran demasiado duras al encontrarme un permanente y fuerte viento frontal (además de gélido) del este.


 
 

El inicio de la ruta pasaba por varias localidades de carretera y no llamaba la atención, hasta que llegamos a la comarca de los montes Peninos donde se sucedieron dos de los ascensos más duros y la nieve abundaba por los romos cerros y las cunetas. Hasta allí rodábamos tranquilos en grupitos, charlando y admirando las monturas de los demás. Esa zona es bastante agreste por lo expuesta al aire y por lo desolado del paisaje, que se presta perfectamente a que en la comarca cuajen como lo hacen las leyendas relativas a las brujas. Con ello quiero decir que ofrece un atractivo invernal muy inglés. Tanto subir y bajar, hacen que el recorrido resulte muy entretenido y tras llegar al punto más al norte de la ruta, un descenso nos dejaba en el avituallamiento junto a un puente de piedra. Allí un corto charloteo, unos “puddings”, agua y de nuevo en ruta. Precisamente entre ese punto y un largo trayecto hacia el sur, me encontré pedaleando a solas mucho tiempo, momentos que aproveché para disfrutar del paisaje que casualmente resultó, en mi opinión, el más atractivo de la jornada. Se trataba de un valle más bien abierto, con muchas granjas, casas de piedra y aldeas sin síntomas de modernidad, así como algún que otro pub rural tentador. Además me cruzaba con bastantes cicloturistas solitarios o en pequeño grupo, la mayoría de los cuales rodaban con su bicicleta típica con guardabarros y la pertinente alforja con lo fundamental para un día de “trail”. Finalmente di alcance a un compañero que iba algo castigado y rodé con él hasta que alguien más se unió y me tomé la libertad de volver a mi ritmo por delante. Había algunos tramos de enlace y cruce de vías rápidas y de nuevo cerros que superar. El final, ya lo he comentado, duro por el viento constante y la acumulación de fatiga muscular en las piernas.
Pero cuando llegas al destino reconocido habiendo completado la ruta, te inunda esa satisfacción que todo lo cura. Allí nos esperaba la camaradería, el calor, una comida caliente a base de una especie de tartaleta salada rellena de algún tipo de crema y la consabida pinta de cerveza en el matiz de color y amargura que cada uno deseara. Una cuestión antes de que se me olvide: acerté con la ropa. Dos térmicas de esquiar por debajo del maillot de lana de manga corta y un cortavientos de “goretex” que me quitaba en las subidas más duras; guantes de bici de invierno, gorro de bici de invierno debajo del casco, unas mallas de correr debajo de un culote largo de lana; medias de deporte de caña alta, gafas y un “buff” para el cuello. Sudé algo en algunos tramos pero no me quedé frío nunca, pese a sentir esa sensación de que hacer… ¡hacía mucho frío! Lo único realmente molesto fue experimentar una sensación de esas de antaño, en los dedos de los pies, de cuando esquiábamos con las botas de hace cuarenta años y se nos congelaban, lo cual se mantuvo aproximadamente la primera hora y media de recorrido, para desaparecer por completo a partir de entonces. La verdad es que para mí el tiempo fue perfecto, con buena luz (me contaron que el año anterior tuvieron que llevar luces y no se veía nada en todo el recorrido) y el firme completamente seco, a pesar de alguna que otra visible placa de hielo y de que en la cumbre del Nick apareció ligera precipitación de agua-nieve.
 
 
Finalizada la ruta, el refrigerio y descanso inicial, aún a la espera de que llegara todo el mundo (este evento es modalidad “sin pelotón” en el que cada cual va a su ritmo, para o sigue cuando quiere, lo cual se ve facilitado por una eficacísima y a la par que discreta señalización a lo largo de todo el recorrido), me tuve que marchar. Así que me fui despidiendo de mis eventuales amigos del trayecto (me faltó hacerlo de Sean a quién un par de vicisitudes ajenas y una auto-declarada evidente falta de forma, traían con mucho retraso) y me monté de nuevo en la bicicleta para mi regreso combinado de bicicleta, tren de vapor y bicicleta, hasta Manchester.
 
 
Precisamente esta ciudad me ha sorprendido en muchos aspectos. Creo que nunca hubiera viajado expresamente a ella, sino hubiera sido por alguna causa especial como en esta ocasión. Sin embargo he de admitir que me ha gustado bastante. Su centro, la ciudad propiamente dicha, es bastante más pequeño de lo que pensaba, se puede recorrer caminando perfectamente, lo cual siempre es de agradecer cuando visitas una ciudad como turista (siempre y cuando vayas dotado de calzado de “goretex”, cortavientos, buena pana, guantes y gorra de invierno). La estética mantiene todos los vestigios de la arquitectura de la revolución industrial, con extensos edificios de ladrillo rojo. Más básicos los puramente industriales y más pretenciosos y decorados los de negocios. Sobre esa base, su urbanismo ha sabido insertar una nueva arquitectura bastada en el cristal, las aristas y las alturas aisladas, que le dan gran contraste de formas y luces. Si a todo ello le añadimos unas lazadas de vías de tren, trenzadas con otras de canales fluviales, pues el coctel resulta bastante singular… y desde mi particular punto de vista, atractivo.
 


 
Se circula bien en bicicleta, aunque hay que tener buena ropa, mucho vello, o ser extremadamente aguerrido para hacerlo en pleno invierno, pero los y las hay, os lo prometo. Aunque afortunadamente se pasea bien igualmente. A mí me dio tiempo para cumplir todos mis objetivos culturales previos:
 
- Visitar la biblioteca gótica de John Rylands, que es una verdadera maravilla interior para cualquier amante de los libros (podrían utilizarla como decorado para Harry Potter perfectamente).
 
- Recorrer el National Football Museum, por motivos docentes. Todo lo contrario, muy moderno, interactivo y cargado de imágenes, pensando más en los niños y jóvenes de ahora.
 
- Recrearme en la Gallery of Arts, que a mi juicio tiene una dimensión ideal, con contenido suficiente para disfrutar sin llegar a empacharte, y que sin grandes pretensiones de renombre, ofrece un variado repertorio de cuadros de pintores británicos de épocas pre y victoriana, con paisajes, escenas costumbristas idílicas y retratos deliciosos.
 
- Visitar al completo el MOSI (Museo de las Ciencias y la Industria), el cual por su gran extensión ofrece, en lo que a mí respecta, luces y sobras. La localización es perfecta: las dependencias e instalaciones de una de las antiguas y enormes estaciones mercantiles de ferrocarril. El contenido para gustos. Personalmente disfruté mucho de una nave enteramente dedicada a la historia del negocio de la industria textil, que debió suponer ser el principal motor económico de esta ciudad durante el periodo industrial del S XIX. También me agradó mucho un palacete de estructura metálica dedicada a la aeronáutica y un poco de automoción. Y sobre todo, una gran nave dedicada al “power”: las máquinas hidráulicas, eléctricas, de gas y… especialmente ¡de vapor! Vaya despliegue de artefactos en perfecto estado, originales en su mayoría y funcionando muchos de ellos. Para locomotoras, para talleres, para todo. Irremediablemente me acordé de mi padre y de cuánto le hubiera gustado una visita a este museo.

De los pubs ingleses dos breves anotaciones: en las localidades del norte me defraudaron porque no me dieron la posibilidad de cenar y andaban algo lúgubres de “parroquia”; en Manchester tan acogedores como de ellos se espera, con salones, butacones, envidiable decoración original por dentro y por fuera, alguna que otra chimenea, comida asequible y excelente surtido de pintas de cervezas al gusto del consumidor (yo habitualmente me decanto por “lager”, entre las cuales siempre hay varias opciones para elegir).
Voy a despedirme de esta crónica con un último apunte sobre cultura ciclista. Empiezo por destacar que la Alan se comportó fenomenal, aguantando el rocambolesco viaje de ida y de vuelta, y sin un solo fallo o percance durante la ruta. Por cierto que definitivamente su sillín de piel original y gastado, marca “Ideal”, resulta ideal. Sigo con una anécdota: en plena Deansgate Street, calle importante y principal de la ciudad, encontré una lujosa tienda específica de bicicletas Pinarello, y entre otras piezas atractivas, exquisitas o de última generación, tenían expuesta una Pinarello Veneto. Se trata de una réplica que la marca comercializa actualmente con desarrollos “compact”, que es idéntica al modelo con el que corrieron Indurain y muchos otros en épocas gloriosas: roja y cromada, con cableado exterior, manetas de cambio en el tubo, etc. Cuando los fabricantes empiezan a levantar las orejas es que no debemos ser tan pocos… Finalmente un apunte de localismo ciclista histórico: en la peculiar pequeña colección de bicicletas que hay en el MOSI destacan varias originales de Johny Berry (1908 – 1974). Este individuo fue corredor ciclista, pero antes, durante y después de ello, a lo largo de toda su vida, mecánico y constructor de bicicletas. Sus cuadros artesanos alcanzaron gran fama y su tienda-taller en Manchester fue un referente de prestigio para los amantes de la pista, la ruta o el turismo ciclista. Lamento la calidad de las fotos, pero he preferido incrustar unas originales en vez de otras extraídas de internet.
 

 
Y con este relato da comienzo definitivamente la Challenge Retro 2013. Tras meses de espera y excitación, el proyecto ha cobrado vida real sobre la carretera. La próxima cita en tierras del Penedés en mayo (La Pedals de Clip).