Hace tiempo dediqué una larga entrada del blog a los orígenes del Mountain Bike. Disfruté mucho haciéndolo, entre otras cosas, porque parte del contenido me era relativamente cercano por haber coincidido en el tiempo con mi propia vida y mi afición ciclista. En aquella ocasión desarrollé el asunto abordándolo en tres amplitudes de enfoque diferentes: una macro (americana), otra meso (nacional española) y otra micro (cántabra). En todas ellas me dejé, forzosamente, bastantes contenidos en el tintero, y este me parece un buen momento para atender como se merecen a algunos de ellos. En esta ocasión, todos extranjeros. Se trata de una serie de factores que, si bien fueron tan importantes o significativos para el desarrollo y evolución de la bicicleta de montaña como algunos de los narrados entonces, por diversas razones, quedaron algo apartados a la hora de serles concedido el protagonismo que merecían. Por eso los califico de “outsiders”, aunque como iremos viendo, la intervención de algunos de ellos en el proceso de germinación del BTT fue esencial.
John Finley Scott.
Voy a empezar hablando de John Finley Scott. Y para pasar el mal trago cuanto antes, diré que murió asesinado en circunstancias poco claras, al parecer, tras descubrir que un hombre al que contrataba para que le hiciera labores de poda y jardinería en su propiedad, falsificaba cheques suyos para robarle. Aquello fue una tragedia porque John era un hombre entrañable que había hecho mucho en favor del ciclismo no competitivo en su país, y había ayudado a salir adelante a algunos de los jóvenes que, con el paso del tiempo, acabaron convertidos en gurús de la BTT e incluso en empresarios del ramo. Scott era mayor que todos ellos, su afición al ciclismo venía de antes, y de lejos en el tiempo. Era lo que entendemos por un auténtico cicloturista viajero, de los que colocaban sus alforjas en una bicicleta de corredor y partían en busca de largas rutas supuestamente atractivas, ascendiendo pasos de montaña importantes y sin importarles demasiado aventurarse por pistas sin asfaltar. De su caso hay muchas pruebas, fotografías y artículos que nos demuestran que, además de entender el ciclismo como una experiencia viajera, hacía de él una práctica de ciclismo de montaña y del “gravel”, mucho antes de que ambas modalidades vieran la luz.
John Finley Scott. (Imagen: marin mmbhof.org).
Son muchos los cronistas que se empeñan en considerar al señor Scott (que nada tiene que ver con el famoso fabricante de bicicletas) como el verdadero y oculto inventor de la bicicleta de montaña. Para ello se apoyan en un hecho interesante: que en 1953 diseñó una bicicleta para él mismo que presentaba ya muchas de las especificaciones técnicas que, unos 25 años después, caracterizaron a las primeras BTT. A la bicicleta en cuestión la apodó como “Woodsie”, y su génesis tuvo que ver con el evidente afán e interés que Scott sentía por poder internarse en los bosques, las montañas y los terrenos no asfaltados en bicicleta, su gran pasión. Como algunos acertados analistas sugieren, todo aquello sitúa a Scott en un merecido “puesto” de relevancia en el asunto del nacimiento de la bicicleta de montaña. Pero no en un mérito exclusivo o preferente, pues tal honor individual no existe. Ni en su caso, ni en el de nadie. Puestos a buscar personajes que se empeñaron en construir, diseñar o probar bicicletas por terrenos abruptos y poco “civilizados”, podemos encontrar a unos cuantos, a lo largo de la historia de la bicicleta, y bastantes de ellos, entre los pioneros del ciclismo, tanto a finales del siglo XIX como a principios del XX.
Básicamente, “Woodsie” era una bicicleta con el tradicional cuadro en forma de diamante, lo más reforzado posible, con manillar plano y con ruedas de generoso balón para su época. Varias coronas detrás, un plato bastante pequeño delante, freno delantero de zapatas y, probablemente (no estoy seguro de esto) de tambor y contra-pedal detrás. Además, un sillín muy amortiguado.
Foto Woodsie. (Imagen: marin mmbhof.org).
Croquis
de la Woodsie. (Imagen: jeff barber).
Por otros documentos de correspondencia, sabemos que, en 1958, encargó un tándem al artesano británico Jack Taylor. Lo que entre ellos denominaban un Curved Tube Touring Tandem, esto es, un tándem con el tubo vertical del segundo pasajero curvado para acortar la distancia entre ejes (una tendencia que ha tenido muchos “novios” queriendo atribuirse la idea, y que fue muy habitual en las bicicletas de carretera en los ochenta). En los cruces de correspondencia se puede comprobar como Scott tenía muy claro lo que quería, y plasmaba con total detalle las especificaciones de todos los componentes. Por ejemplo, que deseaba doble sistema de frenos, tanto delante como atrás. Uno por frenos de zapatas y otro por frenos de tambor. Taylor le pudo ofrecer la solución parcial que entonces se estilaba: zapatas delante y combinado de zapatas y tambor atrás. En cuanto a los cambios, Scott pidió triple plato delante (ya había alguno) y cinco coronas (máximo en aquella época) detrás. Como anécdota, podemos señalar que fue a costa de aquel encargo, por lo que Scott acabó convertido en un “anti-Campagnolo” declarado. Y es que él había pedido cambio Campagnolo detrás, pero Taylor le explicó que para los tamaños de coronas que pretendía montar, el desviador italiano no iba a poder funcionar bien. Le aconsejó decantarse por un Simplex, a los que desde entonces Scott fue muy fiel. Todo este proceso de toma de decisión me resulta especialmente simpático porque a lo largo de las temporadas en las que estuve involucrado a fondo en la participación de eventos de ciclismo “retro”, fui testigo de la excesiva devoción que la mayoría de los aficionados a dicha especialidad manifiestan hacia el fabricante italiano, menospreciando muchas otras marcas y modelos que, en ocasiones, tienen mayor valor histórico, antigüedad e incluso, como en casos como este, eficacia. El caso de Simplex es paradigmático, seguramente porque se trató de un material que abundaba en España y resultaba mucho más económico. Sin embargo, la historia del ciclismo europeo de las grandes y más importantes carreras, y muy en especial en el caso francés, estuvo empapada, en algunos momentos importantes, del material fabricado por Simplex. En lo personal, tengo que decir que tengo bicicletas montadas con desviadores Campagnolo, Simplex y alguno más. Cada cual intentando estar en concordancia con el tipo y origen de la bicicleta en las que los he montado. Tras haberlas utilizado todas mucho, puestos a elegir, tengo una combinación favorita que no es otra que una Razesa de principios de los ochenta, cuyo desviador trasero Simplex lleva conmigo más de treinta y cinco años, sin darme un solo problema, habiendo viajado mucho, compitiendo, pedaleando muchos kilómetros de pistas sin asfaltar y, de unos años para acá, gestionando coronas de más de treinta dientes.
El año en que nací, John Finley Scott hacía tiempo que escribía artículos, algunos de ellos sobre el mundo de la bicicleta, y en concreto, en aquella fecha, publicó uno muy destacado titulado «“Rough Stuff” Ciclyng in the USA» (“Material rudo” ciclismo en los EEUU). En el explicaba su interés por adentrarse en territorios naturales deshabitados y cómo había llegado a la conclusión de que, para hacerlo, en su país, el mejor vehículo posible era una bicicleta. Describía la bici que utilizaba en aquella época. Una hecha a medida por un artesano inglés, con tubería Reynolds de acero y un tubo de pedalier algo elevado. Algunas especificaciones eran similares a las que ya había elegido anteriormente para su tándem. El texto finalizaba con la narración de una ruta en la que había puesto a prueba la bicicleta descrita.
Buscando información sobre el personaje, también he encontrado evidencias de un viaje cicloturista realizado por el centro de Europa en 1971. He visto una foto en la que aparece junto al poste de señalización del Furka Pass en los Alpes. Se trata de un puerto de paso mítico que además vincula mis aficiones ciclista y esquiadora. Y es que, nada menos que Sir Arthur Conan Doyle publicó, en una revista británica, los avatares de una excursión con esquís que llevó a cabo en invierno a través de ese mismo paso. Aquel fue uno de los primeros artículos de prensa publicados en Europa (noruegos aparte) dedicado específicamente al esquí alpino (entonces, realmente de travesía).
Scott posando en uno de sus viajes con alforjas. (Imagen: connorMA en timetoast)
Precisamente, en la década de los años setenta, Scott influyó poderosamente, a través de sus escritos, sus entrevistas y su alianza con algún influyente activista, para que el estado de California considerara a las bicicletas como vehículos, y no las restringiera a los espacios y velocidades de circulación de los peatones. Aquel fue, quizás, el hito más importante de sus aportaciones a la comunidad ciclista, ya que, en aquella época, se estaba barajando qué hacer y cómo regular la presencia de las bicicletas dentro del entramado circulatorio, y de haberse legislado en la dirección opuesta, la historia del ciclismo, al menos la del americano, habría sido muy diferente, no habiendo pasado, quién sabe, de un uso meramente infantil y lúdico. Un factor clave de aquello era la tendencia que en materia de normativa circulatoria caracterizaba a los EEUU: que el resto de los estados se fijaban en, y siguieron, la normativa de tráfico de California.
Hacia el final de la década, Scott se animó a invertir 10.000 dólares en el incipiente negocio puesto en marcha por Gary Fisher. Sin ese dinero la aventura no hubiera sido posible. Gracias a ello se pudieron encargar cuadros a Tom Ritchey e importar componentes de diversos lugares como Japón. El emprendimiento del MTB estaba comenzando.
Aparte de ello, personalmente, encargó una bicicleta a Tom Ritchey en 1977. Más de lo mismo (con las lógicas actualizaciones de material) sobre sus ideas previas.
Esta es la bicicleta que le ancargó a Ritchey. (Imagen: Graham John Wallace retrobike.co.uk).
Cuentan muchos de los implicados en el movimiento “Klunkerz” pionero de California que Scott tenía un autobús londinense de dos pisos (lo he visto al fondo de alguna fotografía pintado en verde), en el que llevaba a sus amigos ciclistas a muchas competiciones de ciclismo de carretera, randonnes, etc. Por todo esto, y por mucho más, en la edición en DVD del documental que Billy Savage dirigió en 2007 sobre los orígenes del MTB (“Klunkerz. A Film About Mountain Bikes”), además de la aparición de Scott en algunos momentos, el director le dedica un apartado complementario (un “bonus”) específicamente centrado en su figura.
El famoso autobus. (Imagen: marin mmbhof.org).
Desde el punto de vista profesional, John Finley Scott era Catedrático de Sociología del Transporte en la Universidad de California. Por lo visto, un docente bastante provocador. Escribió un libro de sociología bastante reconocido y estaba considerado como un auténtico amante de la naturaleza. De joven se había dedicado al montañismo, actividad que se vio obligado a abandonar tras sufrir un accidente. Pero pudo dar continuidad a su pasión aventurera y fotográfica gracias a la bicicleta. En lo que respecta a su beligerancia pro-ciclista, no era ningún radical. Es más, se mostraba muy crítico con aquellos “haters” antimotor, empeñados en luchar por una utopía desmotorizada, a todas luces inviable. Aseguraba que los ciclistas debían ser tratados como vehículos (equiparados a los conductores a motor) con similares derechos y deberes. Nada de plañideras a pedales ante los vehículos más grandes, y a la vez, abusones sobre ruedas ante los débiles peatones. Un concepto avanzado para su época que todavía, hoy en día, hay gente que no acaba de comprender o poner en práctica, y que acaba generando conflictos de convivencia en la movilidad
Una anécdota simpática y, probablemente, ilustrativa de su carácter, es que llegó a ofrecer un premio al primer clasificado de las Davis Double Century que no llevara componentes Campagnolo. Dicho certamen es una de las rutas de doscientas millas más populares de California. Se empezó a celebrar, de modo informal, en 1969, y poco después vio la fundación de un club nacido para poder dar cobertura oficial al evento.
El Morrow Dirt Club
El Morrow Dirt Club fue una especie de grano que le salió a la línea del tiempo oficial de la supuesta historia del Mountain Bike. Una espina con la que no contaba ninguno de los supuestos pioneros del condado de Marin, u otros agentes informales, más o menos integrados o absorbidos por aquel emocionante y alternativo proceso. Fundado en 1974, aquel “club” estuvo constituido por diez entusiastas de la bicicleta que quedaban todas las semanas para lanzarse ladera abajo por las pistas forestales de Cupertino (California), en el extremo opuesto (sur) de la bahía de San Francisco. Su nombre, Morrow, proviene del modelo de freno de tambor contra-pedal fabricado por Bendix y muy utilizado por los “Klunkerz” de la época. En realidad, aquella pandilla tuvo una vida muy efímera, ya que sus miembros fueron abandonando Cupertino por diversas causas personales. Y aunque la mayoría de ellos continuaron practicando su pasión sobre ruedas, lo tuvieron que hacer por separado ya que el club, como tal, apenas duró unos dos años. La brevedad de su existencia, su limitado número de componentes y su posterior dispersión, fueron factores que favorecieron que su existencia pasara desapercibida para los principales relatores del movimiento del MTB y acabara siendo ignorada durante, prácticamente, un par de décadas.
Pero el caso es que aquella panda tuvo su importancia, pues provocaron una evolución tecnológica nada desdeñable durante las fases iniciales del desarrollo del actual Mountain Bike.
“El 1 de diciembre de 1974, los pioneros del Mountain Bike Charles Kelly, Joe Breeze y Gary Fisher empaquetaron sus bicicletas de ciclo-cross y se dirigieron hacia el Campeonato de Ciclo-cross de la Costa Oeste, celebrado en Mill Valley, California. Contrariamente a lo que su elevado título sugería, aquel no era, para nada, un increíblemente importante evento para los anales del ciclismo. Aquel día participaron 26 corredores, y tras 20 vueltas, la carrera fue ganada por un, todo menos legendario, Lawrence Malone. Pero algo histórico ocurrió aquel día, y según el relato, sucedió antes de que Kelly, Breeze y Fisher hubieran abandonado la línea de salida. Los tres vislumbraron una manada de ciclistas con bicicletas de neumáticos gordos evolucionadas radicalmente, algo nunca visto antes. […] El Campeonato de Ciclo-cross de la Costa Oeste permitía a los corredores participar con cualquier bicicleta, lo cual fue la razón principal para que el Morrow Dirt Club apareciera allí. Russ Mahon, el líder del club (y la pista de toda esta historia), portaba una Ward’s Hawthorne de 26 pulgadas, equipada con desviadores que la proporcionaban 10 velocidades, un manillar de cuernos largos y frenos delantero y trasero de tambor. Como aquella prueba no era un descenso, Mahon sustituyó la típica horquilla springer (reforzada y basculante de la época) por una rígida”. (Joel Smith, Marin Museum of Bicycling; traducción propia).
Lo que actualmente parecería arcaico, entonces supuso toda una revolución y marcó la pauta seguida por los “pioneros” a la hora de seguir desarrollando la idea. Era la primera vez que se veían desviadores en bicicletas de rueda de gran balón. Y las palancas de cambio, manetas y manillares sugerían replicar las tendencias de las motos de cross o todo terreno. Algo que enseguida fue tendencia.
Russ Mahon fue uno de los fundadores de aquel escueto grupo, junto con los hermanos Tom y Carter Cox y algunos más. Vivieron ajenos a la efervescencia emprendedora inmediatamente posterior, y únicamente salieron a la luz cuando dos terceras personas (uno de ellos Tom Ritchey), conocidos respectivamente de Fisher y de Mahon, se encontraron e iniciaron una conversación casual sobre sus bicicletas. A partir de ahí, tiempo después, Mahon envió una carta a Ritchey con algunas fotografías de la época en la que el Morrow Dirt Club estuvo activo. En una de ellas se veía a Fisher, en aquel ahora mítico ciclo-cross, mirando la bicicleta de Mahon. A partir de aquello, la “reparación” de su “invisibilidad” se puso en marcha y los de Cupertino fueron inscritos en el Hall of Fame del MTB.
Ignoro si aquel descubrimiento sentó bien o mal a los pioneros “oficiales” del BTT, pero, pasado tanto tiempo, no era algo que fuera a cambiar el estado de las cosas, ni los itinerarios vitales o profesionales de nadie. En favor de Russ Mahon hay que decir que sus afirmaciones quitan importancia a todo aquello. Refiriéndose a la preparación especial de sus bicicletas comentó que “estaba tratando de salir allí y divertirme, y lo que estábamos haciendo parecía obvio”. Y “no creo fuera muy difícil encontrar a alguien que pusiera un desviador a una bicicleta de ruedas gordas antes que yo”. En realidad, razón no le falta, el mismo John Finley Scott ya se había adelantado en cierta medida. Y muchas décadas antes Velocio (Paul de Vivie), casi-casi un espíritu gemelo al sociólogo americano, había desarrollado ideas similares. Por no hablar por los primeros grandes viajeros de la bicicleta, las de gran rueda, los velocípedos e incluso la Draisiana. Pero eso sí, puestos a considerar el modelo americano primigenio de bicicleta de montaña, aquel sobre el que se insertaron ideas mecánicas procedentes de otras bicicletas, montándolas sobre los típicos cuadros “cruisser”, seguramente el más completo, avanzado y tempranero, fuera el propuesto por Russ Mahon y sus colegas del Morrow Dirt Club.
Muddy Fox
Algunos años después de los momentos en los que sucedieron las historias protagonizadas por nuestros anteriores personajes, las primeras BTT fueron apareciendo en Europa, algunas importadas de los EEUU, pero otras muchas fabricadas por empresas locales. Así ocurrió con fabricantes españoles, franceses, etc. Y uno de ellos, uno que cuajó muy pronto, y acertó a la hora de hacerse un hueco de cierto prestigio entre la incipiente comunidad de aficionados, fue Muddy Fox.
La compañía fue puesta en marcha, allá por 1982, cuando el director artístico Drew Lawson y un contable greco-chipriota llamado Ari Hadjipetrou, que se conocían por trabajar juntos en la empresa financiera S&G (Security & General Finance), regresaron a Londres.
Ayudaron financieramente a Manufrance (fabricante de armas, máquinas de coser y bicicletas) y se ofrecieron como distribuidores de sus productos para el Reino Unido, aunque enseguida se percataron de que lo que mejor funcionaba comercialmente eran las bicicletas. Aquella empresa francesa era una verdadera histórica del ciclismo. Manufacture Francaise d'Armes et Cycles de St.Etienne, entre otras marcas, fabricó las bicicletas Hirondelle (toda una referencia del cicloturismo galo pionero) manteniéndolas en producción entre 1899 y 1960. Total, que aquellos dos emprendedores, con aquel vínculo en marcha, abrieron una tienda en Cavendish Street y empezaron a vender bicicletas.
Un tal Steve, al parecer muy implicado en la empresa en años posteriores, ha comentado en algún foro que las primeras BTT fueron diseños propios fabricados en Francia. Pero el caso es que Manufrance acabó quebrando cuando el gobierno francés le retiró ciertas ayudas, y aquellos dos inversores buscaron un nuevo constructor, encontrándose con el fabricante japonés, especializado en llantas, Araya. Le compraron un lote de unidades entre las que había algunas BTT, y los dos negociantes, animados por Greg Oxenham (co-propietario de la tienda londinense de bicicletas Bike UK), decidieron dejar el resto de líneas de producto para centrarse en las BTT, donde vislumbraban un crecimiento importante, en cuyo mercado podrían situarse como pioneros. Así que hicieron más pedidos de BTTs a Araya y empezaron a comercializarlas como S&G Cycles (made by Araya), prometiéndoles que triunfarían en el Reino Unido. Pero Araya temía perder a Raleigh como cliente de sus llantas si el gigante británico interpretaba que empezaban a hacerle la competencia con bicicletas completas. Así pues, debían de crear una marca nueva y, a ser posible, con unas connotaciones mucho más “grunge”. Entre las denominaciones de modelos de Araya había muchos “suaves” del tipo “Funa Picnic”, pero encontraron el de “Muddy Fox” que les pareció perfecto. Las primeras unidades de 1984 tenían pegatinas con el logo S&G y fueron denominadas "S&G Cycles Muddy Fox". Los primeros modelos se comercializaron con códigos en lugar de nombres comerciales. Eso sí, la nueva denominación de marca se hizo coincidir con campañas de marketing mucho más estimulantes y atrevidas.
El símbolo de la huella de la pata fue incorporado muy pronto. Sin embargo, alguien se percató de que faltaba un dedo, por lo que cogieron un Bobtail, lo pasearon primero por un charco y, acto seguido, por un papel, y de dicha operación obtuvieron el logo definitivo.
Las referencias iniciales del mencionado Steve deben recibirse con reservas porque en las primeras épocas era un adolescente que empezó a trabajar para la empresa en el taller. Sin embargo, enseguida llegó a jefe de producto. Él fue uno de los responsables de la comercialización del modelo Courier que, a la postre, puso a Muddy Fox en el mapa global. Aquel modelo y otros coetáneos fueron fabricados en china, dando por finalizada la producción japonesa.
“La Courier tomó su nombre simplemente de eso, de un mensajero. La tienda estaba justo debajo de las oficinas, y recuerdo muy claramente el día que llegó el primer prototipo de muestra y lo monté. Entonces Drew y Ari bajaron por las escaleras. Faltaban apenas dos semanas para el Salón de bicicletas de Wembley y empezaron a decir que la presentaríamos allí como modelo. Me empleé a fondo porque había sido mi diseño y mis especificaciones. Ari estuvo de acuerdo en presentarla en el Salón, pero necesitábamos un nombre. En ese momento entró un mensajero llamado Jim y así surgió el nombre del modelo. La expusimos en el Salón y tuvimos pedidos de unas 1000 unidades, pero con un periodo de espera de cuatro meses o más. Fue la primera bicicleta en que utilizamos un set de dirección autoblocante, tenía un muelle helicoidal incorporado”. Steve (traducción propia).
Durante dos años estuvieron muy bien posicionados en el mercado, pero al cabo de dicho periodo de tiempo Steve dejó la empresa, las ventas empezaron a decaer y el negocio fue vendido varias veces en poco tiempo. Steve montó una tienda de bicicletas en Peckham (Londres) y Ari (el fundador griego) se fue, primero a Ciclos Daewoo, y más tarde a otros asuntos. Tan fugaz historia fue muy representativa de los tiempos que corrían: una globalización ya bastante instaurada (aun a falta del fenómeno de Internet), en la que las nuevas tendencias deportivas colonizaban nuevos países con rapidez, los emprendedores estaban de moda y los negocios rápidos brotaban por todas partes. Lo mismo que la deslocalización de la producción hacia Asia, dejando en “occidente” los asuntos del diseño, la comercialización y el marketing. Lo que sucedía es que muchos de aquellos negocios resultaban frágiles a largo plazo, y en cuanto sus dueños o inversores anticipaban una posible recesión de beneficios, si eran despiertos, plegaban y vendían al mejor postor. Así pues, Muddy Fox tuvo su momento de gloria que, aunque fue fugaz, mostró presencia significativa en España.
Como su existencia fue breve, se centraron en el BTT, y el modelo empresarial se basaba más en una integración de oportunidades que en un desarrollo de sistemas de fabricación actualizados, gran inversión en la innovación y mucho trabajo de diseño técnico. Así que Muddy Fox sacó al mercado pocos modelos: Adventure, Explorer, Pathfinder, City o City Two y poco más. Algunos de ellos con referencias indicativas de S&G, SGH 18, etc. Más tarde el Rambler (casi idéntico al Pathfinder, pero con la horquilla en diferente curvatura) y el Monarch (bicicleta más cara, pintada en dorado, e incluso con una edición limitada en verde con las soldaduras pulidas). Finalmente sacaron la Courier Comp y algunas variaciones más. E incluso un par de prototipos que no llegaron a entrar en producción.
Uno de aquellos prototipos pudo haberse convertido en un hito de la revolución tecnológica de las bicicletas de montaña. Me refiero a la “Interactive”. Un modelo extremadamente avanzado para la época. Tanto, que de haberse fabricado y comercializado respetando su diseño inicial, aún lo sería, pues en vez de marcar el camino de los sistemas de suspensiones tradicionales, apostó por un sistema integral en el que el cuadro asumía el protagonismo de la absorción de las irregularidades del terreno. Algo parecido al sistema Telelever que BMW creó para sus motos. El problema es que aquello surgió como un proyecto diseñado por Dave Smart para Harris Performance Products, y acabó en un desacuerdo entre dicha empresa y Muddy Fox. Desacuerdo económico, y supongo que de inversión, derechos, etc. Al final, en Muddy Fox cambiaron los dos diseños previstos del sistema original, y lo que sacaron al mercado no funcionó nada bien porque, pese a su modernidad de aspecto, no respetaba los principios funcionales inicialmente planteados. Así que fracasó y desapareció casi de inmediato.
Lo de incluir a Muddy Fox en este capítulo dedicado a algunos “outsiders” del BTT que me había dejado por el camino en ocasiones anteriores, tiene sentido por méritos propios de la marca. Ya he dicho que tuvo un periodo breve, pero muy significativo, y durante un momento clave del lanzamiento de este tipo de ciclismo en Europa. Además, en este caso hay un doble motivo: el tener la oportunidad de recuperar su modelo más emblemático y poderme dar un garbeo por el monte con él. La bicicleta en cuestión es de mi hermano Jorge, y ha estado abandonada en una casa durante más de dos décadas. Un día me pasé por allí, la cogí y me la llevé a casa pensando en ponerla al día, darme una vuelta, escribir sobre ella y devolvérsela.
En realidad, Jorge empezó a practicar ciclismo bastante más tarde que Guti y yo, que éramos los verdaderos aficionados de la casa. Luego, con el tiempo, nos ha ido dando mil vueltas en cuestión de rendimiento sobre los pedales, pero eso es otra cuestión. Él se compró esta bicicleta de segunda mano, porque nosotros le animamos, ya que llevábamos varios años disfrutando de excursiones por Cantabria. En aquella época había muchas menos pistas trazadas, no existía Google Earth, nadie tenía GPS (y aunque lo hubiera tenido no hubiera servido de mucho, porque entonces, todavía, el gobierno estadounidense tenía “capado” el sistema, restándole muchísima precisión) y únicamente tirábamos de los viejos mapas del ejército y de las referencias aportadas por las gentes de los pueblos. Así pues, investigábamos, improvisábamos, nos perdíamos y nos “enhuertábamos”. Eso sí, íbamos registrando cada nuevo recorrido para ir ampliando nuestra cartografía del territorio cántabro, entonces muy poco descubierto por la población deportista. No éramos muchos los practicantes del BTT en los inicios, y unos por otros acabábamos conociéndonos casi todos. Y así fue como dimos con Lanti (Mariano Lantada) y su Muddy Fox Courier.
Lanti participó en algunas excursiones con nosotros, y fue a él a quién mi hermano Jorge le compró la bicicleta. De todas formas, Lanti pedaleaba más con otros grupos. Por ejemplo con el de Gloria Macías, quien estuvo compitiendo a nivel nacional algunas temporadas. Ella y su pareja, Cano, además, publicaron alguna que otra guía de itinerarios de BTT por territorio cántabro. Lanti ha continuado practicando el ciclismo de montaña, como yo, de forma errática, a veces más y otras poco. Y como también hago yo, lo alterna con otras aficiones: la piragua… y, en su caso, el motociclismo de trail. Aun así, creo que incluso estuvo involucrado en un negocio relacionado con la BTT, localizado en la comarca del río Saja. No estoy del todo seguro, porque la verdad es que hace mucho que no me encuentro con él.
Por fin un día me acerqué a por la Muddy Fox. La encontré sucia, pegajosa y sin pedales. La cargué en al coche y me la llevé a casa. No sabía el tiempo que me llevaría adecentarla lo suficiente como para disfrutarla unos días, hacerle unas fotos para este artículo y devolvérsela a mi hermano en orden de marcha. Y la verdad es que fue muy poco, ya que la bicicleta estaba mejor de lo que parecía, y porque en aquella época, Muddy Fox, al igual que otros fabricantes serios, hacían las cosas bien: sólidas, eficaces y con intención de que durasen. La sometí a un repaso de limpieza completo. No exquisito, ni mucho menos, pero sí laborioso y suficiente. Con ello me percaté de un par de cosas. Primera, que debajo de la capa de roña acumulada se encontraba una bicicleta muy bonita y en bastante buen estado. Y segunda, que eran muy pocas las partes oxidadas: la cadena, alguna “capucha” de los cierres rápidos de las ruedas y el sillín, y algo, pero menos, las cazoletas o tuercas de la dirección y un trozo del desviador delantero. El resto se conservaba bastante bien. También me di cuenta de que la bicicleta montaba un “completo” de Shimano, combinando el irrepetible y eterno Deore XT (con palancas de cambio por encima del manillar) con componentes del LX. Todo gama media y alta de la época. Una llanta era original (Araya), mientras que la otra era una Mavic. Supongo que consecuencia de algún montaraz percance. La bicicleta conserva una pegatina del lugar donde, imagino, fue adquirida: la tienda de bicicletas que regentaba el exciclista Gonzalo Aja en Santander.
Una vez limpia, decidí cambiarla en sillín porque venía con una especie de imitación de Rolls de remaches que estaba totalmente desguazado. Me acordé de que tenía por casa un Turbo 2 con detalles amarillos y se lo doné. También di con unos pedales Shimano de la época que, aunque con algo de óxido en sus flancos y mucha historia encima, le vendrían como anillo al dedo. Cepillé la cadena, la “petroleé” y la engrasé. Tras tan sencillo proceso, cambio y transmisión empezaron a funcionar perfectamente ¡Bendito Shimano de los ochenta!. La rueda trasera estaba pinchada, así que le cambié la cámara. Al hacerlo comprobé que la cubierta, que tenía el dibujo casi nuevo, mostraba los flancos destrozados y casi desintegrados, así que monté una que, recientemente, había descartado de mi BTT: dibujo ya justito, pero propiedades generales en buen estado. Tenía claro que, aunque le iba a regalar algunas piezas a la bicicleta, no pensaba gastar dinero en ella, salvo que fuera imprescindible. Hubo un detalle que si tuve que arreglar: la rueda trasera se quedaba frenada porque una de las zapatas no recuperaba tras accionar el freno. Así pues, muchos años después, pasé un buen rato “negociando” con un cantiléver. Lo desmonté, limpié, engrasé y, aun así, tuve que reglar los cables. La bicicleta quedó, de este modo, casi lista para viajar un poco al pasado. Únicamente quedaba sustituirle los puños del manillar pues uno de ellos estaba podrido, de manera que, cada vez que lo agarrabas, la mano se te quedaba manchada de una especie de pegajoso fluido negro procedente de material esponjoso en descomposición. Esos sí los tuve que comprar, en la tienda de BTT más cercana. Y me permití el lujo de cometer una mínima frivolidad: los escogí amarillos, para incrementar la presencia de ese color en múltiples pequeños detalles del conjunto.
Tan
solo quedaba salir a dar una vuelta con ella. Poner un poco de práctica del
Mountain Bike de la vieja escuela. Al menos de nuestra vieja escuela de aquí.
Un poco de postureo estético en la indumentaria y a enredar por ahí. ¡Qué
recuerdos! Dirección de reacción muy rápida. Y, pese a ser una talla
aparentemente pequeña para mí (obligándome a subir bastante el sillín), la
bicicleta me queda larga, colocándome en una posición bastante “aerodinámica”,
muy al estilo de lo que se llevaba entonces. Por supuesto, nada de
amortiguación y bastante menos eficacia de frenada. A cambio, una nítida
sensación de rigidez, de gran transmisión de la fuerza ejercida sobre los
pedales hacia la rueda. Quizás subjetivo, aunque sospecho que no, porque me llama
la atención. Para probarla bastante a fondo, escogí un circuito de unas dos
horas que se inicia y finaliza en casa: costa, montaña costera, pista,
senderos, carreteras rurales degradadas, etc. Muy variado, bastante exigente y
precioso. Con muchas subidas y bajadas, firmes de barro seco, tierra de eucaliptales,
tramos de grijo, zarzas y hasta algún corto banco de arena. La extrañeza
inicial de la bicicleta me duró poco más de un cuarto de hora, pronto me olvidé
de la posición, del diferente manejo del cambio, del tacto de los frenos y
hasta del hecho de llevar los pies sueltos. Una especie de vuelta a los
orígenes que, a pesar del evidente retraso tecnológico, me resultó tan
familiar, que creo que hizo despertar cierto automatismo de recuerdos corporales
gracias a los cuales me adapté a la montura y, lo que es más importante
¡disfruté enormemente del recorrido!. Fournel explicó muy claramente, hace años,
como notaba esa memoria corporal de su cuerpo con respecto al montar en
bicicleta. Para completar la faena me puse un viejo maillot Shimano de la época
de la bicicleta, un culote (bastante pasado) de la misma edad, estampado en efecto
“vaquero”, y hasta unas viejas zapatillas Shimano de BTT. Tentado estuve de
disfrazarme de Clunkerz, pero hacía demasiado calor y, además, esta otra pinta
ochentera resultaba más congruente. El resultado final: una divertida manera de
vivir de modo diferente, el que ha sido mi circuito más habitual de BTT durante
las “Fases 0 y 1”.