"Gustav Mahler dirigiendo la Filarmónica de Viena" Max Oppenheimer.
(Belvedere Alto, Viena)
La literatura deportiva no acaba
de ser considerada como un género dentro de la novela. Anda muy lejos de los
comúnmente admitidos por lectores, editores o críticos. La novela negra, la
histórica, erótica, costumbrista, romántica, la ciencia-ficción, etc. todas
ellas y algunas más, son temáticas y asuntos que ostentan el privilegio de ser reconocidos
por todos como géneros literarios. Pero por alguna extraña circunstancia
indescifrable, resulta que la novela o el relato escrito en general y el
deporte, no acaban de integrarse del todo. Esta situación me resulta
sorprendente, precisamente porque la literatura, a lo largo de toda la historia
de la humanidad, se ha nutrido de gestas, dramas, intrigas, hazañas y demás
logros o conductas comúnmente populares o de interés para la sociedad de cada
época. Pero aquí nos encontramos, con el deporte como una de las principales
formas de entretenimiento, discusión, polémica y épica sociales, pero con
escaso eco en el mundo literario. Tampoco es algo que me quite el sueño. Del
deporte me gusta, sobre todo, practicarlo. Mientras que de la literatura
disfruto como parte de mi ocio, y agradezco el poder variar de temática, estilo
y ubicación temporal o geográfica, muy a menudo. Así que no seré yo quien
proteste por el estado de las cosas ni enarbole una simbólica bandera de
activismo para cambiarlas. En literatura deportiva, tanto novela como ensayo,
hay algo, aunque proporcionalmente muy poco, comparado con otros asuntos o
temáticas humanas. Y dentro de ese poco lo hay excelente, bueno, normal o
francamente malo, todo ello discutible según los gustos y preferencias de cada
cual. No voy a entrar aquí en debates sobre el asunto, ni tampoco a elaborar un
inventario o listado de recomendaciones. Pero dentro de la literatura deportiva,
la verdad es que el ciclismo puede considerarse como una de las modalidades
más, y en ocasiones mejor, tratadas. Tampoco me lanzaré ahora a la labor de
promoción, para eso tenemos a varios profesionales dedicados en cuerpo y alma
al asunto, sobre algunos de los cuales ya he dado referencias en anteriores
ocasiones (sin ir más lejos tenéis a Manu, de La Biciteca[1],
quién está muy al día de todo lo que se publica al respecto). Hoy lo que quiero
presentar es un modesto repaso de unos pocos cuentos o historias parciales que,
teniendo a la bicicleta como importante elemento protagonista del relato,
pueden pasar desapercibidos o permanecer ocultos en el vasto mundo literario,
precisamente por encontrarse “camuflados” dentro de alguna obra más general.
Así pues ninguno de ellos proviene de las escasas recopilaciones que hay de
cuentos de ciclismo o bicicletas. No, con estos me he topado disfrutando de
lecturas aparentemente ajenas al mundo del pedal.
Y vamos a empezar por un autor
eminente, un escritor del pasado reciente del que numerosos autores
contemporáneos se confiesan devotos admiradores. Me refiero a Sir Arthur Conan
Doyle, a quién traigo hoy aquí a través de su archi-popular personaje Sherlock
Holmes.
“[…] Con expresión resignada y
cierta sonrisa de fastidio, Holmes rogó a la bella intrusa que tomara asiento y
nos informara de aquello que tanto la preocupaba.- Al menos sabemos que no se trata de salud – dijo, clavando en ella sus penetrantes ojos - . Una ciclista tan entusiasta debe estar rebosante de energía.
La joven, sorprendida, se miró los pies, y yo pude observar la ligera rozadura producida en un lado de la suela por la fricción con el borde del pedal.
- Sí, señor Holmes, monto mucho en bicicleta, y eso tiene algo que ver con esta visita que le hago”.[2]
Este extracto de una aventura
breve del famoso detective y su inseparable colaborador Watson, corresponde a
una investigación sobre un asunto ciclista y campestre. La joven que acude
solicitando ayuda, lo hace motivada por el temor que sufre cuando se siente
perseguida por un ciclista desconocido, al recorrer un tramo de carretera
solitaria que la lleva desde la mansión en la que trabaja hasta la estación de
ferrocarril del pueblo más cercano. La narración es ligera y agradable, y
representa una de esas ocasiones en las que el despierto investigador dedica
sus cualidades a esclarecer algún asunto más cotidiano, sin asesinatos de por
medio. Es más, me atrevo a señalar que demasiado cotidiano, e incluso lamentablemente
actual. Algunas mujeres de las que he conocido a lo largo de mi vida, en
especial jóvenes (alumnas precisamente), aunque no sólo ellas, limitan la
utilización placentera o cotidiana de la bicicleta a situaciones concretas en
las que puedan sentirse acompañadas, ya sea por parte de alguna otra persona
conocida en bici con ellas, o pedaleando solas por vías con suficiente
presencia peatonal. La razón no es otra que cierto temor a sentirse agredidas
física, verbal o presencialmente. Soy de esas personas a quienes la mayor parte
de las propuestas que, especialmente hace unos años, se intentaron imponer con
la intención de reformar nuestro lenguaje para hacerlo “no sexista” (además de
redundante, absurdo, torpe y deslavado de significado), les parecen absurdas.
Opino que como en tantos otros temas, ante el problema de la igualdad, nos
quedamos en esfuerzos decorativos de poco calado y así lavamos la conciencia,
limitándonos a provocar cambios (exclusivamente) en la frágil capa de lo
“políticamente correcto” (en un país en el que la política es de todo menos
correcta y adecuada). Que una mujer actualmente aún se tenga que plantear si se
atreve o no a salir sola para desplazarse en bicicleta (entrenar, viajar…) por
determinadas vías públicas es un clamoroso defecto social en materia de
igualdad. Que cualquier político (hombre, mujer, de izquierdas, de derechas o
ambidiestro) me sugiera que para solucionar ese tipo de problemas lo que tengo
que hacer es referirme a políticos y políticas, lectores y lectoras o ciclistas
y ciclistas, es un soberano rodeo demagógico.
Arthur Conan Doyle
Conviene recordar que nuestro
primer autor de hoy, vivió entre 1859 y 1930. Un momento histórico en el que la
bicicleta se convirtió en un utensilio cívico y social de primer orden, al que
desde muy temprano accedieron por igual hombres y mujeres, y que tal y como
señalaba Susan B. Anthony (feminista líder del movimiento estadunidense de los
derechos civiles; 1820-1906): “El uso de
la bicicleta ha hecho más por la emancipación de la mujer que cualquier otra
cosa en el mundo”. AC Doyle no se muestra, en este entretenido relato breve,
ajeno a las cuestiones cotidianas de su tiempo, ni a la preocupación por una
posible limitación no formal de la libertad de movimientos de las mujeres, ni a
la presencia de las bicicletas como un recurso de movilidad, disfrute personal
y promoción de la salud de las personas. No voy a destripar nada de la trama o
el desenlace del caso. Lo dicho podría casi considerarse como planteamiento
inicial.
Carlos Prieto con su "Piatti".
Nuestro segundo protagonista no
es una persona sino un objeto. Un violonchelo concretamente. Pero no es un
instrumento musical cualquiera, sino uno muy antiguo, fabricado nada más y nada
menos que por Stradivarius en 1720, a la edad de 76 años. Esta joya musical
perdura hasta nuestros días, y ha sobrevivido funcionando. Prestando
infatigable servicio a numerosos intérpretes ilustres y sobreviviendo además a muchas
aventuras que Carlos Prieto nos narra en un delicioso ensayo. El cual, en
algunos de sus pasajes, parece más una novela. El mencionado violonchelo tiene
nombre propio: “El Piatti”, pues fue el instrumento favorito del prodigioso
violonchelista durante muchos años de conciertos y hasta la muerte del músico
en 1901. Y precisamente es, en ese momento, cuando empieza nuestro “cuento
ciclista”, cuando el instrumento pasa a ser propiedad de la familia Mendelssohn
en Alemania. Y tras unas décadas de bienestar y placentero ejercicio musical,
integrado dentro de lo más selecto de la alta sociedad cultural alemana, tiene
que ser evacuado a escondidas, amenazado por el posterior régimen nazi. Finalmente
la novelesca huida se produce… y aquí está el quid de la cuestión: ¡en
bicicleta! No es un relato de intriga el que el autor nos narra en su libro[3],
da igual saber de antemano que el instrumento consuma su huida, merece la pena
leer sus avatares. Y quizá más de uno se motive y acabe rindiéndose a la
“biografía” completa del “Piatti”. La aventura a la que hago referencia aquí
comienza sobre el año 1900. Durante el primer año de redacción de este blog (o
el primer libro completo del mismo), como celebraba el cincuenta aniversario
del año 1963, también hice bastante referencia al año 1913. Aquella fue una
época de gran dinamismo artístico, de pensamiento e innovación en Europa, y la
bicicleta fue un ingrediente de primera fila en aquella sociedad “moderna y
modernista”. Este “cuento” se ubica entonces, así como en los terribles y
oscuros años que se fueron sucediendo con posterioridad.
Varias décadas después, en 1972, Heinrich
Böll[4]
fue Premio Nobel de Literatura. Aún siendo alemán, escribió un entretenido
libro de anécdotas irlandesas, fruto de su experiencia personal durante un
viaje que realizó por la verde isla entre 1954 y 1957. Dentro del texto se
encuentra un capítulo que por su temática (la cerveza y la bicicleta) bien
podría haber tenido acomodo en uno de mis escritos más recientes.
“Cuando a Seamus (pronúnciese shemes) le apetece un trago, tiene que
plantearse si la sed llega en el momento adecuado: mientras haya forasteros en
el lugar (y no los hay en todos los lugares), puede dar hasta cierto punto
rienda suelta a su sed, ya que los forasteros pueden beber siempre que estén
sedientos, y entonces el nativo puede mezclarse tranquilamente con ellos en la
barra, tanto más cuanto que él mismo es un elemento folklórico que contribuye a
fomentar el turismo”.
Heinrich Böll
Así da comienzo un relato que
podrá hacer sonreír placenteramente a los lectores más discretos y llorar de
risa a aquellos más dados a “visualizar” las escenas que leen. Con una
narrativa sencilla e irónica, el autor nos describe una divertidísima y
rocambolesca situación en la que borrachines de la Irlanda rural, recurren a
sus bicicletas para solventar las dificultades de poder disfrutar de su vicio
preferido.
“[…] también él ha estado pensando y ha terminado por sacar la
bicicleta del cobertizo, la ha empujado cuesta arriba, ha maldecido, ha sudado,
y ahora se encuentra con Seamus: su diálogo es parco en palabras pero blasfemo;
tras ello, Seamus sale disparado cuesta abajo, rumbo a la taberna de Dermot, y
Dermot rumbo a la de Seamus, y ambos van a hacer algo que no tenían ninguna
intención de hacer: van a coger una buena borrachera, pues por un solo vaso de
cerveza o por un whiskey no vale la pena recorrer tanto camino”.
La presencia de las bicicletas en
este relato es menos anecdótica de lo que en principio pudiera parecer. En los
años cincuenta, en cualquier país europeo relativamente pobre (y en algunos más
desarrollados también), la bicicleta se erigía como un medio de transporte muy
habitual, y en muchos casos, junto con el mero caminar, en la única opción de
transporte privado accesible para la mayor parte de la población. En este caso,
aún a pesar de la brevedad de la historia y del tono humorístico de la misma, la
anécdota nos pone en bandeja dos claves muy interesantes, perfectamente
aplicables a la ciudadanía contemporánea: la utilidad de la bicicleta como
medio de movilidad independiente y económico; y los absurdos efectos en los que
puede desembocar la proliferación de tanta normativa caprichosa y arbitraria.
Precisamente en “El viaje a la
Alcarria”, de Camilo José Cela[5]
(creo que finalizada en 1948) una bicicleta aparece al servicio del joven
viajante Martín, al que la máquina permite ampliar el radio de acción de sus
conquistas: comerciales y amorosas. No aporto esta referencia como un cuento o
relato corto añadido más, porque no lo es. Tanto los encuentros del mencionado
viajante con el escritor, las referencias a sus trayectos a pedales y sus
amoríos, como una animada tertulia en la tienda de alquiler de bicicletas de
“Piñon Libre”, a costa de la Vuelta a España y la competencia de afamados
corredores del momento como Carretero y Delio, son estampas costumbristas que
se encuentran repartidas por la novela y no conforman un capítulo o relato
corto extraíble. Así que aunque no me he resistido a su mención y recomiendo su
lectura (mejor si se produce en los descansos de un deambular, caminando, por
aquellas tierras, y entre los refrigerios tradicionales que a uno le sean
necesarios), es momento de dar paso a nuestro último cuento.
En el año 1900 Max Hirschberg
viajó en bicicleta desde Dawson hasta Nome (Alaska), durante los meses de marzo,
abril y gran parte de mayo, como consecuencia de la “estampida” que la fiebre
del oro del norte provocó en aquella población de aventureros. En aquel viaje
real, que el propio protagonista resumiría brevemente por escrito, para sus
descendientes, en los años 50, se basó James A. Michener para aderezar una de
las aventuras que ilustran su extensa novela “Alaska”. Me declaro un apasionado
de la obra escrita de Michener. La cual me atrevo a calificar como de
“Geografía e Historia novelada”. A través de muchos de sus libros el autor nos
hace viajar por parajes fascinantes, y convivir con las sucesivas generaciones
de pobladores que, a lo largo de la historia, han ido dando forma al estado
actual de las cosas, en el territorio explorado narrativamente por el escritor.
“La New Mail Special se desempeñó aún mejor de lo que sus constructores
de Boston habían predicho: al promediar el viaje, Matt aún no había tenido
problemas con las llantas, y aunque se congelaban por completo a temperaturas
inferiores a cuarenta grados bajo cero, en ese tempo sólo se le aflojó un radio”.[6]
En la aventura ciclista descrita
en la novela, Matt el protagonista, ahorra lo suficiente para adquirir la
bicicleta y viaja por el lecho helado del Yukón soportando temperaturas
extremas. El viajero real llegó a sufrir una peligrosísima caída al agua, y
ambos (el verdadero y el ficticio) padecieron repetidas cegueras de nieve,
provocadas por la ausencia o ineficacia de la protección ocular en aquella
época. Durante parte del viaje, Matt se ve obligado a desarmar su máquina, para
cargarla a su espalda y así poder superar una barrera de cumbres, antes de descender
al lecho helado de otro río que ya lo llevaría hasta Nome. Sin duda se trata de
un verdadero relato de aventura extrema, que por nuestra parte podemos
considerar como pionero en lo que se refiere al concepto de “viaje en
bicicleta”, dadas la época y latitud en los que la travesía tuvo lugar.
Si volvemos al comienzo de esta
entrada, al convencimiento de que el ciclismo o la bicicleta no pueden llegar a
ser considerados como un subgénero literario, tal afirmación no es algo que nos
tenga que preocupar o molestar a los amantes de las dos ruedas. La verdad es
que, desde que la bicicleta apareció, para quedarse cerca de las personas, éstas
acaban, en numerosas ocasiones, inspirándose en nuestra estimada máquina para
contar sus anécdotas, batallitas o las producciones de su imaginación. Y así,
con naturalidad, y sin forzados intentos para obtener presencia, por aquí y por
allá, van apareciendo bicicletas ligadas a momentos “estelares” de sus
usuarios, y no debería extrañarnos porque, quien más, quien menos, asiduos al
pedaleo o desertores del mismo, casi todos podríamos elegir alguna que otra
vivencia cómica, transcendental, urbana, sentimental… o de cualquier otra
índole, con la que poder componer un relato que mereciera la pena ser contado.
[1]
http://www.labiciteca.com
[2] A. C. Doyle:
“La aventura de la ciclista solitaria”. En: AC Doyle: “Todo Sherlock Holmes”.
5ª Edición. Cátedra. Madrid, 2007.
[3] C. Prieto:
“Las aventuras de un violonchelo. Historias y memorias”. 2ª Edición. Fondo de
Cultura Económica. México DF, 1998. El relato referido ocupa las páginas 89 a
94.
[4] H. Böll:
“Diario Irlandés”. Círculo de Lectores. Barcelona, 1998. Pág: 85 a 89.
[5] C.J. Cela:
“Viaje a la Alcarria”. Austral. 21ª edición. Madrid, 1990.
[6] J.A.
Michener: “Alaska”. Emece. Barcelona, 1994. Páginas: 568 a 571.