"Petit-Breton", Lucien Jonas, 1905 (La Piscine, Roubaix)
Con muchas dosis de incertidumbre
y pocas muestras de razonamiento lógico, el pasado fin de semana me embarqué en
una aventura retro-ciclista absolutamente disparatada. Una exagerada
kilometrada (de ida y vuelta) en coche, hasta la frontera franco-belga, para
participar en un evento ciclista singular, jamás antes organizado y, por su
particular vocación, quizá irrepetible en el futuro. Las papeletas para que el
arrebato no saliera demasiado bien, eran bastantes: viaje larguísimo, bicicleta
en condiciones dudosas y escasa preparación (física, mental y organizativa) por
el colapso de trabajo que llevo arrastrando a lo largo de los últimos meses.
Sin embargo, todo resultó estupendo porque muchos factores se fueron poniendo
de nuestra parte, pero especialmente porque entre los “enseres” o los atributos
del viaje, llevaba lo más importante de todo, un amigo de “garantía a todo
riesgo”: sin franquicias, eficaz, empático, simpático, resolutivo, ameno,
solidario, generoso, interesante y un sinfín de calificativos más que no quiero
seguir añadiendo para no sonrojarlo cuando lea esto y porque además no resultan
necesarios. A Javier lo conocí hace apenas un año, y tras un buen número de
coincidencias viajeras, ciclistas, informales, familiares y demás, puedo
afirmar con contundencia que gracias a esto de la bicicleta retro, por
diferentes máquinas que haya ido pudiendo recolectar, maillots coleccionados o
kilómetros de experiencias pedaleados, nada resulta tan valioso como el
hallazgo de este magnífico amigo, al que un fin de semana cruzando Francia en
autopista y amortiguando las vibraciones propinadas por el pavés belga o
francés, han confirmado como una compañía excepcional. Desde aquí le doy las
gracias por todo y acto seguido paso a contarlo.
Con amigos así da gusto.
El desplazamiento me tenía algo
preocupado, pero la organización del mismo, la comodidad del coche, la ausencia
de retenciones y la incansable, amena y entretenida conversación, hicieron que,
sinceramente, atravesar Francia de punta a punta, se me hiciera no sólo corto,
sino hasta entretenido, convirtiéndose en una excelente oportunidad para
ponernos al día y enriquecernos mutuamente con la permanente tertulia. El
destino era Kortrijk una ciudad pequeña situada en la Bélgica flamenca. Una villa
poco llamativa, con algunos edificios singulares, fachadas tradicionales de
ladrillos rojos como los que pintaba Vermeer y surcada a mitad por un apacible
río. La ciudad tiene algunas calles peatonales y varias plazas que ocupaban
unas ferias. Nuestro viaje “low-cost”, con provisiones para la ida, la vuelta y
varios de los refrigerios “durante”, incluía pernoctas francamente económicas,
que en esta ocasión se materializaron en un B&B en forma de chalet de
cierto lujo, con unos desayunos muy generosos y variados, algo que resulta
clave para la rutina ciclista. Nada más llegar, nos pasamos por Oudenaarde
(punto neurálgico del Tour de Flandes) para realizar algunas “gestiones” en el
bar ciclista del museo del “monumento” clásico. A parte de dar cuenta de unas
buenas cervezas locales, recordamos las horas disfrutadas allí el año anterior
en compañía de nuestro amigo Martín (esta vez lamentablemente ausente). Pero
sobre todo nos dedicamos a promocionar al GPCC de nuestro amigo Víctor,
colocando algunos carteles en lugares estratégicos y dejando folletos en el museo
y en el bar. De paso, un febril y entusiasta Javier se dedicó a recabar algunas
“reliquias” en forma de banderitas y posters. Su labor de recolección, como
viene siendo habitual en él, no cesaría en todo el fin de semana, cosa que me hace
que me sonría al recordar, pero que agradezco enormemente porque al final
siempre acabo llevándome algo para casa y luego me sirve para evocar buenos
momentos y dar cierto toque de interés velocipédico a mi casa, mis estanterías
o lo que se tercie.
Publicitando el GPCC en la Brasserie del Museo
del Tour de Flandes
del Tour de Flandes
La víspera de la primera de las
dos “citas” que componían nuestro “plan suicida del norte” nos acercamos a
comprobar el lugar de reunión. Lógicamente allí no había nada aún porque al
contrario que los eventos acostumbrados, en esta ocasión, nos habíamos inscrito
a una especie de viaje de culto que los responsables de la organización de la
Vacamora italiana habían preparado para sí mismos, con la generosa deferencia
de haberlo abierto al “resto del mundo”. En ese contexto, la experiencia
resultó de lo más familiar (que al final, para caracteres como el mío, suele
suponer lo mejor, ya que convives y acabas conociendo y tomando progresiva
confianza con todos los implicados). El número de participantes ciclistas rondó
los 22-30 a lo largo de todo el fin de semana y a ello hubo que añadir a colaboradores,
conductores de los coches de asistencia y poco más. Una verdadera “familia
ciclista”. Visto el lugar, y a punto de marcharnos de allí, un simpático
italiano, entrado en años, pero con muy buena planta, nos identificó por la
matrícula del coche, nos abordó y se nos presentó como Gaetano, el organizador
de todo el cotarro. Desde ese momento hasta la despedida final de la cena del
último día, su presencia resultó todo un surtido de detalles de cercanía,
camaradería, buen humor y auténtica humanidad mediterránea, con juramentos
incluidos, cuando estos hicieron falta para dar a la situación la banda sonora
apropiada (me refiero al hilarante desenlace del segundo día). Gaetano nos
llevó al bar que hacía las funciones de centro de operaciones, y allí nos
presentó a algunos de sus contactos locales, quienes nos invitaron a una
fantástica cerveza Kwaremont. Así conocimos a Jean-Pierre, que sería el guía –
ángel de la guarda – supervisor y no sé cuántas cosas más de nuestra estancia
allí y que es todo un personaje porque además de una larguísima trayectoria
organizando carreras y rutas de ciclismo en su país, dirigiendo equipos y
vinculado a este deporte de múltiples formas, es el alma mater de la
Peugeot-Classics Vandecasteele, un evento monográfico de la marca del león, que
ya va por su 6ª edición y reúne a unos 1500 participantes, usuarios de la firma,
en un fin de semana con dos jornadas de pedaleo. Un buen contacto para el
futuro y todo un ejemplo de esas personas que siempre han estado ahí,
discretamente, pero trabajando duro para mantener el ciclismo europeo vivo, y
al servicio de los demás.
Nuestra primera jornada era una
especie de “déjà vu” clásico, pues habían organizado un recorrido de 124 km por
Flandes. Y aunque el trazado era diferente al disfrutado el año anterior en la
Retro Ronde, el paisaje se nos hacía muy familiar con sus diferentes y variados
tipos de firmes, el ganado, los pastos verdes, el canal y una significativa
carga rompepiernas en la segunda mitad del recorrido, con el muro del Koppenberg
como atracción estelar. Un par de aficionados flamencos, de esos altos y con
planta de contrarrelojistas intratables en sus “carbonatadas”, se encargaron de
“estar en todas partes” para mantener al rebaño sin pérdidas pero sin que nos
sintiéramos controlados. El recorrido estaba además (aunque no nos hiciera
falta estar atentos a ello) perfectamente marcado en el suelo (trabajo de JP),
con un peculiar sistema de pintado que es uso común de allí y que me parece de
lo más práctico. Como el país no es muy grande, pero está lleno de cruces,
desvíos, tramos y múltiples posibilidades de combinación de trazados, en
algunos lugares hay muchas marcas de señalización, y para que ello no suponga
un problema de flechas, cada organizador, en cada recorrido, utiliza una clave
formada por color, letra y símbolo. Para nosotros era la P amarilla con un
punto indicando hacía dónde era el giro o desviación siguiente (culturilla
ciclista local).
A causa del origen de la
organización, nuestro pelotón estaba formado casi íntegramente por italianos.
Además estábamos los dos únicos españoles, un canadiense afincado en Amsterdam
y algún que otro belga. Hizo un día soleado, tanto que algunos llegaron a
quemarse, sin embargo bastante frío, a causa de un persistente viento que nos
sopló preferentemente en contra al principio y bastante a favor al finalizar,
aunque todo ello cambiaba con frecuencia por la constante sucesión de giros
repentinos, cruces y esquinas, que tal y como ya aprendimos el año anterior,
caracterizan a los trazados clásicos belgas. Dispusimos de dos avituallamientos
y de algunas breves paradas de reagrupamiento y el ambiente general fue
apacible y de gran cercanía entre todos. El francés, inglés, italiano, español
y flamenco se cruzaban en las conversaciones en función de los emparejamientos
que la marcha y el azar disponían. Personalmente, optando por una bicicleta
sólida de acero y sin demasiado valor material o sentimental (a este paso
acabará teniendo mucho del segundo), había llevado mi Peugeot para el viaje. No
la había vuelto a usar desde la Montañesa del año anterior y al probarla aquella
semana había comprobado que el pedalier necesitaba un repasillo, pero me había
sido imposible hacerlo, así que fui un poco imprudente en lo que al material se
refiere. El homenaje era completo con mi gorra de la marca y un maillot de lana
azul, discreto, pero también con su león bordado, sin embargo apenas resultaría
visible porque en ningún momento me desprendí de mi cortavientos vintage de
Oudenaarde. Javier por su parte, rodaba sobre una Colnago (de pega) que siempre
le cumple en cualquier condición y homenajeaba a Bahamontes y a uno de sus
alter egos con una publicidad de Tricofilina Coppi en el maillot. Me sorprendí
a mi mismo respondiendo bastante bien a lo largo de todo el recorrido, pese a
no haber salido más de tres horas seguidas en toda la temporada. El único
desliz lo tuve precisamente en la parte más dura del Koppenberg (dicen que un
22%) cuando un pié se me escapó hacia atrás en el bote de un adoquín, por
haberme calzado ese día unas zapatillas sin calas (me pasó factura el preservar
mis únicas zapatillas clásicas). Así que hice como Eddy Merckx en el corto de
promoción del Tour de Flandes, empujé la bici unos metros hasta que la
pendiente y un transeúnte, generoso al empujar, se aliaron para permitirme
volver a subirme y acabar la cota. A lo largo de la segunda mitad del recorrido
tuvimos bastantes repechos fuertes y la verdad es que me sentí bastante cómodo
y con vigor en todos ellos, lo cual me hizo disfrutar cada vez más del
recorrido.
Javier coronando el Koppemberg.
Posando en un molino de Flandes (Foto: Javier).
El ambiente era estupendo, con la
gente con ganas de conocerse unos a otros y lanzando admiraciones ante cada
visión de detalles diferentes a los que acostumbran a contemplar en su país.
Entre el “parque móvil” italiano muchas bicicletas interesantes, entre las que
puedo recordar un buen puñado de Bianchis, una hermosa Legnano, Gios… y algún
ejemplar francamente veterano. De regreso al punto de partida y habiendo pasado
¿cómo no? Por Oudenaarde, bastantes nos recogimos para ducharnos y adecentarnos,
antes de reunirnos de nuevo para tomar unas cervezas y estar de cháchara hasta
la hora de la cena grupal. Allí entablamos conversación con un inglés
procedente de Dinamarca que se incorporaba para el segundo día, tal como
hicieron algunos otros italianos más. La cena consistió en una barbacoa indoor
al estilo belga, con cerveza y parrillas de mesa para grupos, con los que
compartir anécdotas, risas, y viandas. Cenamos la mar de bien y lo pasamos en
grande. La sensación de pertenecer más a un club concreto o a una cuadrilla de
amigos, que a una organización de evento se fue acentuando cada vez más y
llegamos a la conclusión de que habíamos dado a parar en una ocasión
probablemente irrepetible. Al final de la cena, nuestro maestro de ceremonias
Gaetano, inició un reparto de regalos de lo más generoso, personalmente tuve el
“honor” de ser ovacionado en primer lugar (y obsequiado con un buen lote de
presentes), por haber sido el primer inscrito de la cita ¡quién me lo iba a
decir a mí, que tan poca importancia doy a los plazos! La bolsa llevaba
embutidos, un botellón de champán, una gran cerveza Kwaremont que guardo para
alguna ocasión especial, un pañuelo con motivos ciclistas, bidones, etc. Un
verdadero regalo que no esperábamos. Javier también recibió el suyo y creo que
la mayor parte de los participantes, aunque el ajetreo y la conversación no me permitieron
estar atento a todo. Acabábamos de pasar el ecuador de la aventura y con lo
vivido hasta el momento, nuestro viaje había merecido la pena sobradamente.
Pero aún nos quedaba nuestro principal objetivo: nuestra particular “París –
Roubaix Retro”.
Avituallamiento belga (gofres y pavés, excelente combinación).
Preciosa bicicleta de época con desviador trasero por doble
juego de palancas.
Aquel día hubo que madrugar
mucho, pero no nos importó, al igual que el día anterior desayunamos
compartiendo mesa con un ilustre veterano italiano y su mujer. En el lugar de
la cita nos esperaba un autobús con un remolque especial para bicicletas (con
capacidad para 37 bicis). El autocar nos llevó a Francia, al sur de Roubaix, a
115 kilómetros de la meta original en el velódromo de la localidad. El día era
espléndido, con menos viento y con mucha mejor temperatura, un regalo precioso
para la segunda parte de un fin de semana de fortuna. Ya en los preparativos se
notaba cierto nerviosísimo o más bien mucha excitación ante el mito, ante la
oportunidad, para muchos única, de experimentar en el propio cuerpo, las
imágenes históricas y actuales, tantas veces evocadas, de un drama ciclista
único. Se veían algunos neumáticos de ciclo-cross y había quién acarreaba hasta
con cuatro tubulares bajo el sillín, pero la verdad es que no nos sentimos nada
aprensivos pese a llevar cubiertas normales de 23 y una única cámara de
recambio. Javier “Eddy Merckx” Molteni y José “Bernard Thevenet” Peugeot,
estábamos preparados para empezar. Nuestro recorrido incluiría 17 de los 30
tramos de pavés de la carrera original, con los tres considerados como de “5
estrellas” entre ellos. El primero (Wallers Haveluy - “Bernard Hinault” – 4 estrellas)
creo que fue el que más se hizo notar, seguramente por la novedad, por la falta
de descubrimiento de los trucos utilizables y por su longitud, pues al igual
que algunos otros, superaba los 2 kilómetros de longitud. Fue allí, con el
traqueteo, cuando perdí mi “borracca” (la ponchera), y no porque se saliera de
su alojamiento, sino porque el portabidones se rompió por los soportes. Los
amables pasajeros de uno de nuestros vehículos de asistencia tuvieron la
gentileza de recogérmelo y ahora lo tengo en casa como prueba del “infierno del
norte”. Ya en ese tramo aprendimos a aprovechar, cuando se podía, los estrechos
y polvorientos surcos laterales de la calzada o el centro de la misma, en el
que normalmente, el empedrado se siente menos brusco. Entre tramo y tramo
pedaleábamos por un llano paisaje de campo con bonitas granjas antiguas con
configuraciones de patio interior, fachadas de ladrillo rojo gastado y tejados
afilados. Un paisaje diferente y atractivo que había que aprovechar para
divisar cuando el pavés no estuviera presente. El segundo sector fue el pasaje
del Bosque de Arenberg (5 estrellas). Se trata de un tramo espectacular por su
belleza, una recta larga de pavés que surca un arbolado de ejemplares altos e
importantes, ya vestidos de primavera. Este tramo tiene un par de “arcenes” de
tierra que te permiten evadirte del tormento, algo común en el seno del pelotón
profesional.
Herida de guerra, el portabidón partido.
Posando ante el mítico sector del Bosque de Aremberg.
Finalizando el Bosque de Aremberg )foto: Javier).
Los kilómetros se iban sucediendo
y los 17 pasajes iban cayendo uno a uno. Pronto experimenté que lo mejor era
pasarlos a cierta velocidad, porque cuanto más despacio iba más acusado era el
traqueteo. Eso es algo que resulta sencillo, siempre y cuando no tengas a
alguien delante más lento que tú, en cuyo caso, por supuesto, tu predecesor
ocupa la mejor línea de circulación, y una de dos, o le pasas rápido rodando
por lo terrible, o te aguantas atrás a su ritmo y sin ver lo que te viene por
delante. Recuerdo haber despachado algunos sectores por la hierba, otros por el
centro, otros sin escapatoria posible, simplemente aguantando, etc. Pero mi
sensación fue de aprendizaje o de adaptación, es decir, que cuantos más iba superando,
mejor encaraba los siguientes y menos me afectaban. Me preocupaba más la
bicicleta, el pedalier parecía sonar alguna vez, aunque nada grave y sin esa
desagradable sensación de chirrido en los pies. Procuraba seleccionar
acertadamente la corona antes de entrar porque manejar el cambio de palanca en
el cuadro y sin sincro en mitad del tramo es algo poco recomendable.
Afortunadamente los tramos de pavés eran prácticamente llanos, por lo que al
final los tomé todos con el mismo desarrollo. El tramo de Mons-en-Pévèle (3km y
5 estrellas), tiene su intríngulis por culpa de un par de curvas en ángulo de
90 grados, que hacen que abandones tu querencia al menor traqueteo por la
búsqueda de un firme en el que no vayas a derrapar, aún a riesgo de perder
“confortabilidad” (palabra absolutamente fuera de lugar en cualquier crónica al
respecto). Aunque no fue allí donde precisamente, en una curva en ángulo, me
derrapó la rueda de delante y a punto estuve de irme al suelo. Nunca parábamos
en medio de un tramo de pavés, a veces nos reagrupábamos al final o en puntos
estratégicos concretos. Tuvimos dos avituallamientos y varias pausas por
pérdidas de nuestros guías, que al parecer no debían conocerlo muy bien. El
recorrido está marcado en el suelo, pero en ocasiones es muy fácil extraviarse,
porque hay trayectos de enlace que resultan muy rocambolescos, confusos y
llenos de cruces y desvíos entre los prados, pueblos, etc. Aquello no era de
preocupar, nosotros íbamos a lo nuestro: pedalear, disfrutar del escenario y
sobrevivir hasta el final. La nuestra no era una ruta de cronómetros o puestos,
sino de experiencia terrenal y de homenaje a la leyenda, el objetivo era llegar
al velódromo a pedales. Al inglés lo perdimos en un pueblo y lo repescaron en
otro, con lo cual pudo reincorporarse al grupo sonriente. Gaetano largó algún escénico
rapapolvos cuando algún que otro ciclista jugaba a estirar demasiado el grupo
hasta romperlo. Pero la sensación general era de que lo estábamos pasando tan bien
que ni nosotros mismos acabábamos de creérnoslo. Parecía inaudito estar allí
mismo, donde apenas una semana antes había rodado el pelotón internacional
batiéndose el cobre para inscribir un solo nombre en el palmarés de una carrera
que hace leyenda desde 1896.
Cuando estábamos a 25 km del
final la cosa se puso fea. El GPS del coche-guía se averió y estuvimos un buen
rato parados sin saber a dónde ir, poco a poco, preguntando y probando fuimos
dando con el camino, aunque las paradas y las dudas se sucedían. Aquello
parecía una aventura más propia de perderte en el monte con tus amigos que de
seguir una ruta civilizada. Nuestro particular aderezo épico, al estilo
italiano, estaba servido: discusiones, diferentes preferencias, desacuerdos,
gesticulaciones, etc. ¡Que sería una París- Roubaix Retro si la tecnología nos
lo hubiera puesto fácil! Ya que íbamos con cuadros de hierro y materiales de
antaño, aquello había que solucionarlo como antes: a golpe de improvisación,
olfato y preguntando al paisanaje. Y así fue como nos extraviamos varias veces,
y acabamos enfilando el tramo del Carrefour de l’Arbre (5 estrellas) justo en el ángulo que tiene a
mitad de camino, tras una dialéctica pelea barajando opciones, alguna
contrariedad y un duro tramo de tierra bacheada y pedregosa que no nos
correspondía. Precisamente en aquel sector me dio por rodar sin concesiones, en
plan de despedida al estar ya cerca del final, y el bamboleo fue tal que al
salir del segmento mi rueda trasera ya no dejó de sonar a tracas y fuegos
artificiales hasta al final. Creo que los conos se aflojaron y algún rodamiento
se desalojó, así que el resto de la ruta crucé los dedos metafóricamente (más
fácil que “tocar madera” cuando vas en bici) para ver si la rueda me aguantaba
hasta la llegada sin gripar y bloquearme el eje.
En un momento dado, a muy pocos
kilómetros del destino aparecimos como por arte de magia en una autovía. El
grupo siguió para adelante, salvo algunos a los que aquello nos pareció
excesivo. La reunión se hizo imposible, y ellos, teniendo que rectificar más
adelante, llegaron a meta por su cuenta, mientras que nosotros lo hacíamos, sin
los coches de apoyo, por la nuestra. Así que tal cual si fuéramos cinco
escapados en una etapa caótica e imprevisible, hicimos un rápido pacto entre
caballeros consistente en no separarnos hasta alcanzar nuestro sueño y rodamos
de aquí para allá en busca de Roubaix. El plantel era como el de nuestros
chistes: “iban una vez un español, un canadiense y tres italianos (un chaval
joven, un barbudo equipadísimo y el propio Gaetano)…”. Aquello nos deparó un
par de dudas, un tramo extra muy violento de pavés con curvas, un catálogo de
juramentos al cielo de nuestro entrañable organizador y un subidón final de
emoción y camaradería al rodar callejeando por Roubaix hasta entrar al amplio y
viejo velódromo descubierto en el que ya se encontraban todos los demás.
Finalizando mi "París-Roubaix (retro)" en el velódromo
(foto: Javier).
La bicicleta llegó, la Peugeot se
portó y hasta me permití el lujo de darme un par de vueltas por la pista antes
de recogerla en el remolque. Allí estaban todos nuestros “auxiliares”
disparando instantáneas aquí y allá, o filmando en video el evolucionar por la
pista de unos “niños grandes” (de entre 28 y 78 años) que jugaban a ser Coppi,
Bartali, Moser, Saronni e incluso Steve Bauer. Pero por encima de todo brillaba
una figura especial, la de un pedaleo elegante y poderoso que más que rodar
volaba, encaramado al borde más exterior de la pista, subido hasta el límite de
los peraltes con naturalidad. ¿Era Eddy Merckx con su maillot de Molteni,
demostrando su experiencia de tres veces ganador en esta clásica, y su dominio
de la pista tras tantos años de victorias con el gran Sercu? ¡No! Era Javier
luciendo esa experiencia adquirida en el velódromo de Anoeta durante su pasada
hibernación. Así que la parejita nacional, con nuestros ligeros ascensos a los
muros belgas, nuestros rápidos pasos por los tramos de pavés y su (de Javier en
exclusiva) habilidad casi circense en el anillo de velocidad, dejó el pabellón
bien alto en lo deportivo. De lo social no hace falta ni molestarse en
mencionarlo, se da por hecho.
Javier en uno de sus pasos por contrameta en el velódromo
de Roubaix.
Tras la pista llegó el remate por
sorpresa. Los más mitómanos (en especial Javier, el propio Gaetano y alguno más)
habían estado suspirando todo el fin de semana por visitar los vestuarios, de
estética y origen del periodo de “entreguerras”, en los que desde su
construcción y hasta el día de hoy, los mejores ciclistas del mundo se han
duchado al finalizar la carrera, como parte obligada del ritual de leyenda que
en toda su esencia constituye la París–Roubaix. En realidad habíamos llevado
los enseres para ducharnos en ellas, pero dado el monumental retraso, la visita
había quedado cancelada. Pero los lazos de influencia ciclista de Gaetano son
largos y serpenteantes, y a todo correr, allá que llegó un joven para
abrírnoslas. Mientras yo las admiraba y recorría haciendo fotos, Javier no lo
dudó, se desnudó y a ducharse. Aquello son dos amplios vestuarios con unos cubículos
de cemento individuales que no tienen más que un banquito corrido fijo, un
colgador y… ¡una placa con el nombre y el año de la victoria o victorias de
cada uno de los corredores de la prueba! Una solitaria y básica “celda” de reflexión
para cada gran campeón. Una especie de purgatorio de reposo, previo a la ducha,
en el que cada ganador ha hecho un rápido balance de agradecimiento a sus
dioses, por haber añadido una, aquí imprescindible, dosis de suerte a sus
incontestables méritos ciclistas. Las duchas en sí son otro conjunto de huecos
similares, de esa misma altura de burladero taurino, agrupados y con unas
tuberías conectadas por encima y unas
cebolletas accionables por cadena. Contra todo pronóstico, incluso el agua sale
caliente y reconforta. He de reconocer que mi ducha, la cual quedará en mi
memoria (y espero que en la de mis nietos) para siempre, se la debo a la
insistencia de Javier, que no estaba dispuesto a dejarme salir de allí sin tan
litúrgico sacramento y que además me prestó su toalla. Otra muesca más en esa
interminable lista de deudas intangibles que acumulo con él.
Los cubículos homenaje a H. Pelissier (1919 - 1921) y S. Kelly
(1984 - 1986) están juntos, al fondo las duchas.
El regreso en autobús resultó
mucho más breve y además con efecto “nube” tras la acumulación de emociones
pasadas. El día era aún perfecto y lo rematamos en la cervecería de un complejo
de campos de deportes, disfrutando de unas Kwaremont en compañía de algunos otros camaradas de
ruta. Todo ello tras haber recogido el material y esperando que diera la hora de
la cena. Aquella última celebración colectiva fue de exaltación de la amistad,
de mucho parloteo satisfecho internacional y sucesivos aplausos. El aperitivo,
el vino y el champán ayudaron a ello. Y después se sucedieron abrazos y
despedidas afectuosos, y algunas que otras promesas de correos y visitas a
pedales que tan sólo el tiempo dirá si se cumplen o no en el futuro. Nuestro
viaje de regreso fue más cansino e incluyó una retención en Paris, pero no
deslució en absoluto una experiencia irrepetible y que se nos va a quedar
grabada en nuestra mente y en nuestro organismo para siempre. Estos días me
quedo a veces como traspuesto, con la mirada fija en el horizonte y los ojos
entreabiertos, y pienso en que he pasado de Flandes a Nord-Pas-de-Calais, en
pocas horas; para cambiar las cervezas y los muros belgas por los brutales
tramos de pavés, en los que los adoquines adquieren un tamaño y una irregularidad
mucho más bastos. Y entonces pienso en las polvorientas strade biance toscanas,
en los puertos pirenaicos y las curvas numeradas del Alpe d’Huez, y en Angers,
y en La Covatilla, Los Lagos de Enol o la Laguna de Neila, y me doy cuenta de
que poco a poco, año a tras año, pedalada tras pedalada, la bicicleta me ha
acompañado y ha sido en gran parte la “culpable” de un fantástico balance de
experiencias que porto conmigo dondequiera que me encuentre. Todo un patrimonio
de vitalidad geográfica, épica y cultural del que no puedo ni quiero
desprenderme y al que pretendo seguir enganchado mientras el cuerpo aguante. Y
esto me hace pensar que no creo que regrese a Roubaix, y no porque no haya sido
feliz allí, sino porque pese a décadas de afición participante, afortunadamente,
aún me quedan muchos otros mitos ciclistas que recorrer.
Con nuestro nuevo amigo Gaetano.
Me despido con excelente documental de época de París-Roubaix de 1976 (Jesús, gracias por la referencia). Al verla me he dado cuenta de que con los de la Vacamora, estábamos interpretando a los principales equipos y corredores protagonistas.