viernes, 24 de abril de 2015

17. ROUBAIX... A LA ITALIANA

"Petit-Breton", Lucien Jonas, 1905 (La Piscine, Roubaix)
Con muchas dosis de incertidumbre y pocas muestras de razonamiento lógico, el pasado fin de semana me embarqué en una aventura retro-ciclista absolutamente disparatada. Una exagerada kilometrada (de ida y vuelta) en coche, hasta la frontera franco-belga, para participar en un evento ciclista singular, jamás antes organizado y, por su particular vocación, quizá irrepetible en el futuro. Las papeletas para que el arrebato no saliera demasiado bien, eran bastantes: viaje larguísimo, bicicleta en condiciones dudosas y escasa preparación (física, mental y organizativa) por el colapso de trabajo que llevo arrastrando a lo largo de los últimos meses. Sin embargo, todo resultó estupendo porque muchos factores se fueron poniendo de nuestra parte, pero especialmente porque entre los “enseres” o los atributos del viaje, llevaba lo más importante de todo, un amigo de “garantía a todo riesgo”: sin franquicias, eficaz, empático, simpático, resolutivo, ameno, solidario, generoso, interesante y un sinfín de calificativos más que no quiero seguir añadiendo para no sonrojarlo cuando lea esto y porque además no resultan necesarios. A Javier lo conocí hace apenas un año, y tras un buen número de coincidencias viajeras, ciclistas, informales, familiares y demás, puedo afirmar con contundencia que gracias a esto de la bicicleta retro, por diferentes máquinas que haya ido pudiendo recolectar, maillots coleccionados o kilómetros de experiencias pedaleados, nada resulta tan valioso como el hallazgo de este magnífico amigo, al que un fin de semana cruzando Francia en autopista y amortiguando las vibraciones propinadas por el pavés belga o francés, han confirmado como una compañía excepcional. Desde aquí le doy las gracias por todo y acto seguido paso a contarlo.
Con amigos así da gusto.

El desplazamiento me tenía algo preocupado, pero la organización del mismo, la comodidad del coche, la ausencia de retenciones y la incansable, amena y entretenida conversación, hicieron que, sinceramente, atravesar Francia de punta a punta, se me hiciera no sólo corto, sino hasta entretenido, convirtiéndose en una excelente oportunidad para ponernos al día y enriquecernos mutuamente con la permanente tertulia. El destino era Kortrijk una ciudad pequeña situada en la Bélgica flamenca. Una villa poco llamativa, con algunos edificios singulares, fachadas tradicionales de ladrillos rojos como los que pintaba Vermeer y surcada a mitad por un apacible río. La ciudad tiene algunas calles peatonales y varias plazas que ocupaban unas ferias. Nuestro viaje “low-cost”, con provisiones para la ida, la vuelta y varios de los refrigerios “durante”, incluía pernoctas francamente económicas, que en esta ocasión se materializaron en un B&B en forma de chalet de cierto lujo, con unos desayunos muy generosos y variados, algo que resulta clave para la rutina ciclista. Nada más llegar, nos pasamos por Oudenaarde (punto neurálgico del Tour de Flandes) para realizar algunas “gestiones” en el bar ciclista del museo del “monumento” clásico. A parte de dar cuenta de unas buenas cervezas locales, recordamos las horas disfrutadas allí el año anterior en compañía de nuestro amigo Martín (esta vez lamentablemente ausente). Pero sobre todo nos dedicamos a promocionar al GPCC de nuestro amigo Víctor, colocando algunos carteles en lugares estratégicos y dejando folletos en el museo y en el bar. De paso, un febril y entusiasta Javier se dedicó a recabar algunas “reliquias” en forma de banderitas y posters. Su labor de recolección, como viene siendo habitual en él, no cesaría en todo el fin de semana, cosa que me hace que me sonría al recordar, pero que agradezco enormemente porque al final siempre acabo llevándome algo para casa y luego me sirve para evocar buenos momentos y dar cierto toque de interés velocipédico a mi casa, mis estanterías o lo que se tercie.

 Publicitando el GPCC en la Brasserie del Museo
del Tour de Flandes

La víspera de la primera de las dos “citas” que componían nuestro “plan suicida del norte” nos acercamos a comprobar el lugar de reunión. Lógicamente allí no había nada aún porque al contrario que los eventos acostumbrados, en esta ocasión, nos habíamos inscrito a una especie de viaje de culto que los responsables de la organización de la Vacamora italiana habían preparado para sí mismos, con la generosa deferencia de haberlo abierto al “resto del mundo”. En ese contexto, la experiencia resultó de lo más familiar (que al final, para caracteres como el mío, suele suponer lo mejor, ya que convives y acabas conociendo y tomando progresiva confianza con todos los implicados). El número de participantes ciclistas rondó los 22-30 a lo largo de todo el fin de semana y a ello hubo que añadir a colaboradores, conductores de los coches de asistencia y poco más. Una verdadera “familia ciclista”. Visto el lugar, y a punto de marcharnos de allí, un simpático italiano, entrado en años, pero con muy buena planta, nos identificó por la matrícula del coche, nos abordó y se nos presentó como Gaetano, el organizador de todo el cotarro. Desde ese momento hasta la despedida final de la cena del último día, su presencia resultó todo un surtido de detalles de cercanía, camaradería, buen humor y auténtica humanidad mediterránea, con juramentos incluidos, cuando estos hicieron falta para dar a la situación la banda sonora apropiada (me refiero al hilarante desenlace del segundo día). Gaetano nos llevó al bar que hacía las funciones de centro de operaciones, y allí nos presentó a algunos de sus contactos locales, quienes nos invitaron a una fantástica cerveza Kwaremont. Así conocimos a Jean-Pierre, que sería el guía – ángel de la guarda – supervisor y no sé cuántas cosas más de nuestra estancia allí y que es todo un personaje porque además de una larguísima trayectoria organizando carreras y rutas de ciclismo en su país, dirigiendo equipos y vinculado a este deporte de múltiples formas, es el alma mater de la Peugeot-Classics Vandecasteele, un evento monográfico de la marca del león, que ya va por su 6ª edición y reúne a unos 1500 participantes, usuarios de la firma, en un fin de semana con dos jornadas de pedaleo. Un buen contacto para el futuro y todo un ejemplo de esas personas que siempre han estado ahí, discretamente, pero trabajando duro para mantener el ciclismo europeo vivo, y al servicio de los demás.

Nuestra primera jornada era una especie de “déjà vu” clásico, pues habían organizado un recorrido de 124 km por Flandes. Y aunque el trazado era diferente al disfrutado el año anterior en la Retro Ronde, el paisaje se nos hacía muy familiar con sus diferentes y variados tipos de firmes, el ganado, los pastos verdes, el canal y una significativa carga rompepiernas en la segunda mitad del recorrido, con el muro del Koppenberg como atracción estelar. Un par de aficionados flamencos, de esos altos y con planta de contrarrelojistas intratables en sus “carbonatadas”, se encargaron de “estar en todas partes” para mantener al rebaño sin pérdidas pero sin que nos sintiéramos controlados. El recorrido estaba además (aunque no nos hiciera falta estar atentos a ello) perfectamente marcado en el suelo (trabajo de JP), con un peculiar sistema de pintado que es uso común de allí y que me parece de lo más práctico. Como el país no es muy grande, pero está lleno de cruces, desvíos, tramos y múltiples posibilidades de combinación de trazados, en algunos lugares hay muchas marcas de señalización, y para que ello no suponga un problema de flechas, cada organizador, en cada recorrido, utiliza una clave formada por color, letra y símbolo. Para nosotros era la P amarilla con un punto indicando hacía dónde era el giro o desviación siguiente (culturilla ciclista local).
Aspecto de un poste de la luz en Flandes.

A causa del origen de la organización, nuestro pelotón estaba formado casi íntegramente por italianos. Además estábamos los dos únicos españoles, un canadiense afincado en Amsterdam y algún que otro belga. Hizo un día soleado, tanto que algunos llegaron a quemarse, sin embargo bastante frío, a causa de un persistente viento que nos sopló preferentemente en contra al principio y bastante a favor al finalizar, aunque todo ello cambiaba con frecuencia por la constante sucesión de giros repentinos, cruces y esquinas, que tal y como ya aprendimos el año anterior, caracterizan a los trazados clásicos belgas. Dispusimos de dos avituallamientos y de algunas breves paradas de reagrupamiento y el ambiente general fue apacible y de gran cercanía entre todos. El francés, inglés, italiano, español y flamenco se cruzaban en las conversaciones en función de los emparejamientos que la marcha y el azar disponían. Personalmente, optando por una bicicleta sólida de acero y sin demasiado valor material o sentimental (a este paso acabará teniendo mucho del segundo), había llevado mi Peugeot para el viaje. No la había vuelto a usar desde la Montañesa del año anterior y al probarla aquella semana había comprobado que el pedalier necesitaba un repasillo, pero me había sido imposible hacerlo, así que fui un poco imprudente en lo que al material se refiere. El homenaje era completo con mi gorra de la marca y un maillot de lana azul, discreto, pero también con su león bordado, sin embargo apenas resultaría visible porque en ningún momento me desprendí de mi cortavientos vintage de Oudenaarde. Javier por su parte, rodaba sobre una Colnago (de pega) que siempre le cumple en cualquier condición y homenajeaba a Bahamontes y a uno de sus alter egos con una publicidad de Tricofilina Coppi en el maillot. Me sorprendí a mi mismo respondiendo bastante bien a lo largo de todo el recorrido, pese a no haber salido más de tres horas seguidas en toda la temporada. El único desliz lo tuve precisamente en la parte más dura del Koppenberg (dicen que un 22%) cuando un pié se me escapó hacia atrás en el bote de un adoquín, por haberme calzado ese día unas zapatillas sin calas (me pasó factura el preservar mis únicas zapatillas clásicas). Así que hice como Eddy Merckx en el corto de promoción del Tour de Flandes, empujé la bici unos metros hasta que la pendiente y un transeúnte, generoso al empujar, se aliaron para permitirme volver a subirme y acabar la cota. A lo largo de la segunda mitad del recorrido tuvimos bastantes repechos fuertes y la verdad es que me sentí bastante cómodo y con vigor en todos ellos, lo cual me hizo disfrutar cada vez más del recorrido.
 Javier coronando el Koppemberg.

Posando en un molino de Flandes (Foto: Javier).

El ambiente era estupendo, con la gente con ganas de conocerse unos a otros y lanzando admiraciones ante cada visión de detalles diferentes a los que acostumbran a contemplar en su país. Entre el “parque móvil” italiano muchas bicicletas interesantes, entre las que puedo recordar un buen puñado de Bianchis, una hermosa Legnano, Gios… y algún ejemplar francamente veterano. De regreso al punto de partida y habiendo pasado ¿cómo no? Por Oudenaarde, bastantes nos recogimos para ducharnos y adecentarnos, antes de reunirnos de nuevo para tomar unas cervezas y estar de cháchara hasta la hora de la cena grupal. Allí entablamos conversación con un inglés procedente de Dinamarca que se incorporaba para el segundo día, tal como hicieron algunos otros italianos más. La cena consistió en una barbacoa indoor al estilo belga, con cerveza y parrillas de mesa para grupos, con los que compartir anécdotas, risas, y viandas. Cenamos la mar de bien y lo pasamos en grande. La sensación de pertenecer más a un club concreto o a una cuadrilla de amigos, que a una organización de evento se fue acentuando cada vez más y llegamos a la conclusión de que habíamos dado a parar en una ocasión probablemente irrepetible. Al final de la cena, nuestro maestro de ceremonias Gaetano, inició un reparto de regalos de lo más generoso, personalmente tuve el “honor” de ser ovacionado en primer lugar (y obsequiado con un buen lote de presentes), por haber sido el primer inscrito de la cita ¡quién me lo iba a decir a mí, que tan poca importancia doy a los plazos! La bolsa llevaba embutidos, un botellón de champán, una gran cerveza Kwaremont que guardo para alguna ocasión especial, un pañuelo con motivos ciclistas, bidones, etc. Un verdadero regalo que no esperábamos. Javier también recibió el suyo y creo que la mayor parte de los participantes, aunque el ajetreo y la conversación no me permitieron estar atento a todo. Acabábamos de pasar el ecuador de la aventura y con lo vivido hasta el momento, nuestro viaje había merecido la pena sobradamente. Pero aún nos quedaba nuestro principal objetivo: nuestra particular “París – Roubaix Retro”.
 Avituallamiento belga (gofres y pavés, excelente combinación).

Preciosa bicicleta de época con desviador trasero por doble
juego de palancas.

Aquel día hubo que madrugar mucho, pero no nos importó, al igual que el día anterior desayunamos compartiendo mesa con un ilustre veterano italiano y su mujer. En el lugar de la cita nos esperaba un autobús con un remolque especial para bicicletas (con capacidad para 37 bicis). El autocar nos llevó a Francia, al sur de Roubaix, a 115 kilómetros de la meta original en el velódromo de la localidad. El día era espléndido, con menos viento y con mucha mejor temperatura, un regalo precioso para la segunda parte de un fin de semana de fortuna. Ya en los preparativos se notaba cierto nerviosísimo o más bien mucha excitación ante el mito, ante la oportunidad, para muchos única, de experimentar en el propio cuerpo, las imágenes históricas y actuales, tantas veces evocadas, de un drama ciclista único. Se veían algunos neumáticos de ciclo-cross y había quién acarreaba hasta con cuatro tubulares bajo el sillín, pero la verdad es que no nos sentimos nada aprensivos pese a llevar cubiertas normales de 23 y una única cámara de recambio. Javier “Eddy Merckx” Molteni y José “Bernard Thevenet” Peugeot, estábamos preparados para empezar. Nuestro recorrido incluiría 17 de los 30 tramos de pavés de la carrera original, con los tres considerados como de “5 estrellas” entre ellos. El primero (Wallers Haveluy - “Bernard Hinault” – 4 estrellas) creo que fue el que más se hizo notar, seguramente por la novedad, por la falta de descubrimiento de los trucos utilizables y por su longitud, pues al igual que algunos otros, superaba los 2 kilómetros de longitud. Fue allí, con el traqueteo, cuando perdí mi “borracca” (la ponchera), y no porque se saliera de su alojamiento, sino porque el portabidones se rompió por los soportes. Los amables pasajeros de uno de nuestros vehículos de asistencia tuvieron la gentileza de recogérmelo y ahora lo tengo en casa como prueba del “infierno del norte”. Ya en ese tramo aprendimos a aprovechar, cuando se podía, los estrechos y polvorientos surcos laterales de la calzada o el centro de la misma, en el que normalmente, el empedrado se siente menos brusco. Entre tramo y tramo pedaleábamos por un llano paisaje de campo con bonitas granjas antiguas con configuraciones de patio interior, fachadas de ladrillo rojo gastado y tejados afilados. Un paisaje diferente y atractivo que había que aprovechar para divisar cuando el pavés no estuviera presente. El segundo sector fue el pasaje del Bosque de Arenberg (5 estrellas). Se trata de un tramo espectacular por su belleza, una recta larga de pavés que surca un arbolado de ejemplares altos e importantes, ya vestidos de primavera. Este tramo tiene un par de “arcenes” de tierra que te permiten evadirte del tormento, algo común en el seno del pelotón profesional.
 Herida de guerra, el portabidón partido.




 Posando ante el mítico sector del Bosque de Aremberg.

Finalizando el Bosque de Aremberg )foto: Javier).

Los kilómetros se iban sucediendo y los 17 pasajes iban cayendo uno a uno. Pronto experimenté que lo mejor era pasarlos a cierta velocidad, porque cuanto más despacio iba más acusado era el traqueteo. Eso es algo que resulta sencillo, siempre y cuando no tengas a alguien delante más lento que tú, en cuyo caso, por supuesto, tu predecesor ocupa la mejor línea de circulación, y una de dos, o le pasas rápido rodando por lo terrible, o te aguantas atrás a su ritmo y sin ver lo que te viene por delante. Recuerdo haber despachado algunos sectores por la hierba, otros por el centro, otros sin escapatoria posible, simplemente aguantando, etc. Pero mi sensación fue de aprendizaje o de adaptación, es decir, que cuantos más iba superando, mejor encaraba los siguientes y menos me afectaban. Me preocupaba más la bicicleta, el pedalier parecía sonar alguna vez, aunque nada grave y sin esa desagradable sensación de chirrido en los pies. Procuraba seleccionar acertadamente la corona antes de entrar porque manejar el cambio de palanca en el cuadro y sin sincro en mitad del tramo es algo poco recomendable. Afortunadamente los tramos de pavés eran prácticamente llanos, por lo que al final los tomé todos con el mismo desarrollo. El tramo de Mons-en-Pévèle (3km y 5 estrellas), tiene su intríngulis por culpa de un par de curvas en ángulo de 90 grados, que hacen que abandones tu querencia al menor traqueteo por la búsqueda de un firme en el que no vayas a derrapar, aún a riesgo de perder “confortabilidad” (palabra absolutamente fuera de lugar en cualquier crónica al respecto). Aunque no fue allí donde precisamente, en una curva en ángulo, me derrapó la rueda de delante y a punto estuve de irme al suelo. Nunca parábamos en medio de un tramo de pavés, a veces nos reagrupábamos al final o en puntos estratégicos concretos. Tuvimos dos avituallamientos y varias pausas por pérdidas de nuestros guías, que al parecer no debían conocerlo muy bien. El recorrido está marcado en el suelo, pero en ocasiones es muy fácil extraviarse, porque hay trayectos de enlace que resultan muy rocambolescos, confusos y llenos de cruces y desvíos entre los prados, pueblos, etc. Aquello no era de preocupar, nosotros íbamos a lo nuestro: pedalear, disfrutar del escenario y sobrevivir hasta el final. La nuestra no era una ruta de cronómetros o puestos, sino de experiencia terrenal y de homenaje a la leyenda, el objetivo era llegar al velódromo a pedales. Al inglés lo perdimos en un pueblo y lo repescaron en otro, con lo cual pudo reincorporarse al grupo sonriente. Gaetano largó algún escénico rapapolvos cuando algún que otro ciclista jugaba a estirar demasiado el grupo hasta romperlo. Pero la sensación general era de que lo estábamos pasando tan bien que ni nosotros mismos acabábamos de creérnoslo. Parecía inaudito estar allí mismo, donde apenas una semana antes había rodado el pelotón internacional batiéndose el cobre para inscribir un solo nombre en el palmarés de una carrera que hace leyenda desde 1896.

Cuando estábamos a 25 km del final la cosa se puso fea. El GPS del coche-guía se averió y estuvimos un buen rato parados sin saber a dónde ir, poco a poco, preguntando y probando fuimos dando con el camino, aunque las paradas y las dudas se sucedían. Aquello parecía una aventura más propia de perderte en el monte con tus amigos que de seguir una ruta civilizada. Nuestro particular aderezo épico, al estilo italiano, estaba servido: discusiones, diferentes preferencias, desacuerdos, gesticulaciones, etc. ¡Que sería una París- Roubaix Retro si la tecnología nos lo hubiera puesto fácil! Ya que íbamos con cuadros de hierro y materiales de antaño, aquello había que solucionarlo como antes: a golpe de improvisación, olfato y preguntando al paisanaje. Y así fue como nos extraviamos varias veces, y acabamos enfilando el tramo del Carrefour de l’Arbre  (5 estrellas) justo en el ángulo que tiene a mitad de camino, tras una dialéctica pelea barajando opciones, alguna contrariedad y un duro tramo de tierra bacheada y pedregosa que no nos correspondía. Precisamente en aquel sector me dio por rodar sin concesiones, en plan de despedida al estar ya cerca del final, y el bamboleo fue tal que al salir del segmento mi rueda trasera ya no dejó de sonar a tracas y fuegos artificiales hasta al final. Creo que los conos se aflojaron y algún rodamiento se desalojó, así que el resto de la ruta crucé los dedos metafóricamente (más fácil que “tocar madera” cuando vas en bici) para ver si la rueda me aguantaba hasta la llegada sin gripar y bloquearme el eje.

En un momento dado, a muy pocos kilómetros del destino aparecimos como por arte de magia en una autovía. El grupo siguió para adelante, salvo algunos a los que aquello nos pareció excesivo. La reunión se hizo imposible, y ellos, teniendo que rectificar más adelante, llegaron a meta por su cuenta, mientras que nosotros lo hacíamos, sin los coches de apoyo, por la nuestra. Así que tal cual si fuéramos cinco escapados en una etapa caótica e imprevisible, hicimos un rápido pacto entre caballeros consistente en no separarnos hasta alcanzar nuestro sueño y rodamos de aquí para allá en busca de Roubaix. El plantel era como el de nuestros chistes: “iban una vez un español, un canadiense y tres italianos (un chaval joven, un barbudo equipadísimo y el propio Gaetano)…”. Aquello nos deparó un par de dudas, un tramo extra muy violento de pavés con curvas, un catálogo de juramentos al cielo de nuestro entrañable organizador y un subidón final de emoción y camaradería al rodar callejeando por Roubaix hasta entrar al amplio y viejo velódromo descubierto en el que ya se encontraban todos los demás.
Finalizando mi "París-Roubaix (retro)" en el velódromo
(foto: Javier).

La bicicleta llegó, la Peugeot se portó y hasta me permití el lujo de darme un par de vueltas por la pista antes de recogerla en el remolque. Allí estaban todos nuestros “auxiliares” disparando instantáneas aquí y allá, o filmando en video el evolucionar por la pista de unos “niños grandes” (de entre 28 y 78 años) que jugaban a ser Coppi, Bartali, Moser, Saronni e incluso Steve Bauer. Pero por encima de todo brillaba una figura especial, la de un pedaleo elegante y poderoso que más que rodar volaba, encaramado al borde más exterior de la pista, subido hasta el límite de los peraltes con naturalidad. ¿Era Eddy Merckx con su maillot de Molteni, demostrando su experiencia de tres veces ganador en esta clásica, y su dominio de la pista tras tantos años de victorias con el gran Sercu? ¡No! Era Javier luciendo esa experiencia adquirida en el velódromo de Anoeta durante su pasada hibernación. Así que la parejita nacional, con nuestros ligeros ascensos a los muros belgas, nuestros rápidos pasos por los tramos de pavés y su (de Javier en exclusiva) habilidad casi circense en el anillo de velocidad, dejó el pabellón bien alto en lo deportivo. De lo social no hace falta ni molestarse en mencionarlo, se da por hecho.

Javier en uno de sus pasos por contrameta en el velódromo
de Roubaix.

Tras la pista llegó el remate por sorpresa. Los más mitómanos (en especial Javier, el propio Gaetano y alguno más) habían estado suspirando todo el fin de semana por visitar los vestuarios, de estética y origen del periodo de “entreguerras”, en los que desde su construcción y hasta el día de hoy, los mejores ciclistas del mundo se han duchado al finalizar la carrera, como parte obligada del ritual de leyenda que en toda su esencia constituye la París–Roubaix. En realidad habíamos llevado los enseres para ducharnos en ellas, pero dado el monumental retraso, la visita había quedado cancelada. Pero los lazos de influencia ciclista de Gaetano son largos y serpenteantes, y a todo correr, allá que llegó un joven para abrírnoslas. Mientras yo las admiraba y recorría haciendo fotos, Javier no lo dudó, se desnudó y a ducharse. Aquello son dos amplios vestuarios con unos cubículos de cemento individuales que no tienen más que un banquito corrido fijo, un colgador y… ¡una placa con el nombre y el año de la victoria o victorias de cada uno de los corredores de la prueba! Una solitaria y básica “celda” de reflexión para cada gran campeón. Una especie de purgatorio de reposo, previo a la ducha, en el que cada ganador ha hecho un rápido balance de agradecimiento a sus dioses, por haber añadido una, aquí imprescindible, dosis de suerte a sus incontestables méritos ciclistas. Las duchas en sí son otro conjunto de huecos similares, de esa misma altura de burladero taurino, agrupados y con unas tuberías  conectadas por encima y unas cebolletas accionables por cadena. Contra todo pronóstico, incluso el agua sale caliente y reconforta. He de reconocer que mi ducha, la cual quedará en mi memoria (y espero que en la de mis nietos) para siempre, se la debo a la insistencia de Javier, que no estaba dispuesto a dejarme salir de allí sin tan litúrgico sacramento y que además me prestó su toalla. Otra muesca más en esa interminable lista de deudas intangibles que acumulo con él.

 
Los cubículos homenaje a H. Pelissier (1919 - 1921) y S. Kelly
(1984 - 1986) están juntos, al fondo las duchas.


El regreso en autobús resultó mucho más breve y además con efecto “nube” tras la acumulación de emociones pasadas. El día era aún perfecto y lo rematamos en la cervecería de un complejo de campos de deportes, disfrutando de unas Kwaremont  en compañía de algunos otros camaradas de ruta. Todo ello tras haber recogido el material y esperando que diera la hora de la cena. Aquella última celebración colectiva fue de exaltación de la amistad, de mucho parloteo satisfecho internacional y sucesivos aplausos. El aperitivo, el vino y el champán ayudaron a ello. Y después se sucedieron abrazos y despedidas afectuosos, y algunas que otras promesas de correos y visitas a pedales que tan sólo el tiempo dirá si se cumplen o no en el futuro. Nuestro viaje de regreso fue más cansino e incluyó una retención en Paris, pero no deslució en absoluto una experiencia irrepetible y que se nos va a quedar grabada en nuestra mente y en nuestro organismo para siempre. Estos días me quedo a veces como traspuesto, con la mirada fija en el horizonte y los ojos entreabiertos, y pienso en que he pasado de Flandes a Nord-Pas-de-Calais, en pocas horas; para cambiar las cervezas y los muros belgas por los brutales tramos de pavés, en los que los adoquines adquieren un tamaño y una irregularidad mucho más bastos. Y entonces pienso en las polvorientas strade biance toscanas, en los puertos pirenaicos y las curvas numeradas del Alpe d’Huez, y en Angers, y en La Covatilla, Los Lagos de Enol o la Laguna de Neila, y me doy cuenta de que poco a poco, año a tras año, pedalada tras pedalada, la bicicleta me ha acompañado y ha sido en gran parte la “culpable” de un fantástico balance de experiencias que porto conmigo dondequiera que me encuentre. Todo un patrimonio de vitalidad geográfica, épica y cultural del que no puedo ni quiero desprenderme y al que pretendo seguir enganchado mientras el cuerpo aguante. Y esto me hace pensar que no creo que regrese a Roubaix, y no porque no haya sido feliz allí, sino porque pese a décadas de afición participante, afortunadamente, aún me quedan muchos otros mitos ciclistas que recorrer.
Con nuestro nuevo amigo Gaetano.
 
Me despido con excelente documental de época de París-Roubaix de 1976 (Jesús, gracias por la referencia). Al verla me he dado cuenta de que con los de la Vacamora, estábamos interpretando a los principales equipos y corredores protagonistas.
 
 

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