La sucesión de eventos de junio, no voy a decir que esté
siendo estresante (esa no es la palabra adecuada), pero sí de una gran
intensidad. No acabas de regresar de un viaje para sumergirte en las
obligaciones de la vida corriente, cuando ya tienes que estar ajustando
preparativos para poner en marcha el siguiente. Uno se va acostumbrando y
adaptando a ese ritmo (a lo bueno siempre es más fácil la adaptación), pero lo
malo es que los estímulos y vivencias originados en cada evento, hacen alejarse
y rebajan las esencias de la presencia de los anteriores. Ignoro si algo como
esto les puede suceder a los corredores profesionales de gran calidad, cuando
van enlazando carreras y vueltas. Sobre todo a los de antes, aquellos que
corrían calendarios ambiciosos sin dedicarse en exclusiva a una única gran
vuelta. El caso es que a lo largo de este junio estoy viviendo esa sensación de
consecutivas inmersiones en citas de gran personalidad y carácter singular, las
cuales se van sucediendo país tras país, exigiéndome en cada momento toda mi
atención e interés.
Hoy toca hablar de la primera edición de l’Eroica Britannia,
un nuevo ejemplo de ese intento de expansión que la “franquicia l’Eroica”
parece estar desarrollando desde el año pasado, cuando propuso l’Eroica Japan.
Al evento asiático no puedo asistir por razones obvias: dinero y tiempo, aunque
si se presentase algún tipo de patrocinio, no lo dudaría y pondría de mi parte
todo lo posible. Ya hay rumores de una versión en España… me ha llegado un
chascarrillo al respecto pero no puedo revelar mis fuentes. Entretanto, lo que
sí puedo afirmar, rotundamente, es que la versión británica, en mi opinión, ha
superado claramente, en casi todo lo valorable por los usuarios, a su supuesta
hermana mayor toscana. Ha sido una maravilla.
Nuestro viaje empezó en coche a Bilbao para tomar un avión.
Fuimos con tiempo y sin facturar, pues en esta ocasión he probado a viajar sin
bicicleta propia. Todo resultó muy sencillo. Allí nos acabamos juntando con
Roberto Folia, quien no habiendo podido resistirse a la llamada, había diseñado
un rocambolesco plan de viaje para acudir a la cita. La combinación era
imposible, pero con Roberto ya se sabe… hasta lo inverosímil se hace realidad.
Mi mérito tan sólo fue localizarle un alojamiento económico de última hora y
aconsejarse que alquilara un coche. El suyo, todo lo demás, que fue mucho, pero
además, haberme hecho caso en apuntarse a uno de estos viajes ciclistas tan
fascinantes. Contárselo a la gente y tratarla de convencer para que lo prueben,
lo hago constantemente, pero son pocos los que me hacen verdadero caso o tienen
las agallas suficientes para “hacer un poder”. Ellos se lo pierden. Y si no,
que se lo pregunten a Roberto.
En Manchester cogimos el Clio de alquiler de nuestro amigo y
en él nos metimos a presión, las tres personas, los equipajes y la tremenda
maleta rígida en la que viajaba la Vitus de Roberto. Los primeros lances de la
conducción inversa de nuestro anfitrión automovilístico fueron excitantes,
caracterizados por limar las cunetas y tratar los bordillos de las aceras cual
pianos de circuito de fórmula 1. El GPS nos dirigió con acierto y la
luminosidad de una tarde completamente soleada nos facilitó salir al campo y
empezar a disfrutar de unas carreteras idílicas por medio del Parque Nacional
del Peak District. Estábamos allí, no nos lo creíamos, la previsión era de sol
para todo el fin de semana y el domingo seríamos nosotros quienes pedaleásemos
todo el largo día por tan hermosos parajes.
Nuestro “chófer” nos dejó en la rotonda central de Bakewell,
justo a la puerta de nuestro estiloso hotel clásico de entorno rural. Por allí
ya había buen ambiente y unos cuantos “Bianchis” montaban sus bicicletas, las
ajustaban o las probaban. Por las calles y carreteras se veían ciclistas
clásicos o cicloturistas “de verdad” disfrutando de lo que quedaba de tarde.
Bakewell es una población típica de Derbyshire, con sus casas grises de piedra
y pizarra, estilosas y añejas. Tiene muy cuidados sus jardines y paseos junto
al río. La localidad estaba claramente preparada para el evento: decorada,
engalanada y con la totalidad de sus numerosos comercios mostrando diferentes
tipos de referencias o mercancía relacionada con el ciclismo clásico. De hecho,
en el hotel, eran ellos quienes se anticipaban preguntando por nuestras
necesidades específicas: horario especial de desayuno del domingo, guardabicis,
etc. Roberto se fue en la azarosa búsqueda de su albergue y quedamos con él
para cenar, al límite de la hora local, en un restaurante francés (los pubs ya
no admitían pedidos de comida).
Bakewell al anochecer (Foto Myriam)
Bakewell matinal (Foto Myriam)
El sábado nos lo tomamos con calma. Primero un suculento
desayuno “brittish” con morcilla local incluida. En la calle seguía haciendo
buenísimo, con sol desde las cinco de la mañana y bastante calor en las horas
centrales del día. Nos dirigimos a la enorme campa en la que estaba montada
toda la feria de l’Eroica, que habíamos explorado un poco la noche anterior. Un
gran montaje y despliegue, instalado con mucho orden y buen gusto, y sobre
hierba. El primer cometido era recoger mi bicicleta clásica de alquiler. Me
asignaron una Viscount, modesta marca de bicicletas británica, que produjo
ejemplares de carretera entre 1974 y 1982. Los platos eran de 52 y ¿42 o 44?
(creo que lo segundo por lo que noté en los ascensos más duros) y las coronas,
afortunadamente llegaban hasta un 24. La talla era clavada a la de mi Razesa
habitual, al igual que el aspecto de sus racores. Me fijé en que tenía
cubiertas nuevas (de 23) y pensé que bien hinchadas, siendo nuevas, aguantarían
la variedad de firmes prometida en la descripción previa del recorrido. Tenía
unos pedales muy clásicos, de esos en los que el extremo externo se te clava si
llevas calzado ancho. Nada que no compensara la suela de goma de mis ya
clásicas zapatillas Shimano de Btt, que calzo en ocasiones de riesgo especial
(tándem, previsión de potenciales caminatas, etc.). Los frenos eran unos
Sturmey Archer bastante antiguos, sin gomas de manetas y con unas incómodas
cabezas de tornillos alen en las mismas. La probé por los alrededores y tuve
que pedir que me bajaran y regularan el sillín y ajustasen el desviador delantero.
Me pareció una bici sin personalidad estética pero auténticamente retro en todo,
y aparentemente funcional y práctica. De ahí, a la carpa de registro, en la que
me entregaron una bolsa con varios regalos interesantes, el precioso carnet de
ruta, dorsales, etc. Ya podíamos regresar al hotel para guardar todo antes de
reunirnos con Roberto para disfrutar del despliegue ferial.
Vista parcial de la campa ferial.
El montaje además de grande era de lo más diverso. El
ambiente genial y multitudinario aunque gracias al espacio y a la generosa
disposición de todo, sin ninguna sensación de agobio ni masificación. Nos llamó
mucho la atención como la filosofía, cultura o estética británicas clásicas
quedaba patente a la hora de vestir y decorar muchos de los “stands”, los cuales
te hacían olvidar que estuvieras deambulando entre carpas, pues aparecías en
saloncitos, tiendas, talleres, peluquerías, etc. Los “obsesos” destacarían la
presencia de tales o cuales marcas de bicicletas, ropa o accesorios, así como
el deambular de cientos de bicis de segunda mano, a la venta a buenos precios
(todo se vendía allí). Sin embargo, para mí, que pese a mantener este blog de
ciclismo clásico, muestro un vivo interés por la movilidad ciclista
contemporánea y por la cultura vinculada a la bici, lo que más me llamó la
atención fue lo siguiente:
- Un puesto de bolsos, maletas y maletines de piel y diseño primoroso, especialmente adaptados para poderse colocar en un trasportín trasero cualquiera, sin que una vez separado de la bicicleta, se note o se vea el sistema de anclaje.
- Otro espacio dedicado íntegramente a cestas de picnic clásicas, de todos los tamaños, formas y variedad de equipamiento. Una auténtica gozada. Confieso que una buena jornada de pic-nic me parece una de las mejores actividades de carácter socio-activo-entretenido que se pueden realizar en bicicleta.
- Una propuesta de blusas femeninas reflectantes e impermeables ingeniosas y muy chic, así como un elegante traje de sastre (de falda) para mujer, con múltiples detalles de seguridad y protección para la lluvia.
- Además, un taller para que los niños pudieran fabricarse cuerdas gruesas al estilo tradicional; varios “negocios” desplegados desde camionetas Piaggio de tres ruedas, ideales para puestos ambulantes; un negocio de cartografía impresa sobre telas; un atractivo puesto de productos ciclistas Holdsworth (en el que Roberto dejó mucho tiempo y algo de dinero); etc.
La feria la recorrimos los tres, alternando ratos juntos con
momentos separados, ya que cada cual tenía algunos intereses o gustos
compartidos, pero muchos otros bien diferentes. El ambiente era festivo y muy
agradable. Hicimos una parada de descanso para tomarnos unas frescas pintas de
cerveza y comernos unas pizzas, sentados sobre unas de las muchas pacas de paja
que la organización había dispuesto por el recinto ferial. Aprovechando una
siestecita de Myriam, Roberto y yo repasamos íntegro el mercadillo ciclista de
segunda mano. Había mucha cantidad y calidad en la oferta, aunque he de
confesar que tanto material acaba saturándome y aburriéndome, pues nunca compro
nada en previsión, sino cuando lo necesito y porque no me obsesiono en absoluto
con piezas concretas y menos aún con marcas o modelos determinados. Fetichista
lo justo. Eché de menos la presencia de más ejemplares Dawes y Raleigh ¿será
que sus satisfechos dueños no suelen desprenderse de ellas o que su clasicismo
y estética propios las hace mantenerse siempre “jóvenes”?. En cualquier caso
una gran presencia de Mercier, fabricante al que no había prestado mucha
atención anteriormente y que el propio Roberto se encargó de descubrirme.
A media tarde nos separamos de nuestro amigo y nos fuimos a
callejear por el pueblo. Paseamos junto al río, vimos tiendas y descansamos en
el hotel. Más tarde quedamos de nuevo para cenar en un típico pub de los
grandes. Una buena cena inglesa con cervezas lager generosas y larga sobremesa
sobre bicis, cuadros y otras mandangas que Myriam soportó con un estoicismo
meritorio. Desde aquí la pido mil perdones.
Llegó la hora de la verdad. Pese a pasar una noche muy mala,
con poco sueño, bastante calor y algunos nervios, me levanté a las 5,30 de la
mañana, bajé al patio de nuestro anexo, crucé el arco y la calle y desayuné en
el hotel para después recoger mi bicicleta. Lo mismo que otros pocos huéspedes
allí alojados. Ya en la plaza nos fueron indicando hasta llegar a una bonita
calle antigua llena de banderas decorativas y en la que nos íbamos agrupando
los madrugadores del recorrido de 100 millas (no vería a Roberto en bicicleta
porque su agenda sólo le permitía acometer el recorrido de 50). El ambiente era
bonito y excitante, y completamente luminoso y soleado pese a la hora. La
verdad es que alojarse “in situ” sale siempre más caro, y sobre todo exige
mucha antelación, pero para eventos en los que el éxito depende de una hora de
partida tan temprana, resulta casi imprescindible. Tras el sellado y un par de
oleadas previas (la salida la iban dando como en Italia, por grupos de gente
cada cinco minutos), debí salir sobre las seis y diez de la mañana. Con el
chubasquero puesto para evitar el frescor matinal. Todo empezaba con un
callejeo inicial breve por Bakewell, para pasar después a una carretera muy frondosa y algunos giros
indicados por voluntarios, que nos fueron llevando hasta acceder al Mosel
Trail. Se trata de una vía verde que utiliza un lecho de ferrocarril antiguo.
Vegetación, túneles y viaductos por los que rodábamos en grupo, bien
organizados y por un firme de tierra clara compactada que no daba problema
alguno. Mi bicicleta daba el cante cuando metía el plato grande porque rozaba
el desviador. Lo demás: bien. Salimos del “trail” y nos detuvimos en un primer
avituallamiento al cabo de 10 millas. Era el desayuno, había opción británica o
continental, y como yo ya había desayunado y además el primero de las dos tenía
mucha cola, opté por el segundo, que despaché rápido y me volví a la carretera
con una densa galleta de algo picante para entretenerme mientras tanto.
L’Eroica Britannia, al igual que ocurre con algunos de los
eventos retro que he tenido la suerte de completar, entre otras cosas trata de
homenajear o reeditar unas carreras antiguas que se diputaron por el Peak
Distict a partir de 1942. Conviene recordar que durante gran parte del siglo XX
las carreras en línea en pelotón, por carreteras abiertas, estuvieron
prohibidas en Gran Bretaña. Y esto fue así hasta que un grupo revolucionario
(la Liga Británica de Ciclistas de Carreras (BLRC)) empezó a organizarlas,
precisamente por el Peak District y Derbyshire. Seguramente por ello, esta
comarca sería posteriormente paso, casi obligado, del “Tour of Britain” (más
tarde “Milk Race”). Por otro lado, el “Tour of the Peak”, fue la carrera más
famosa de todas las clásicas británicas de una jornada. Así pues, al igual que
pasara en Saumur el año anterior y en Oudenaarde el fin de semana pasado, en
esta ocasión me volvía a encontrar rememorando un evento de ciclismo clásico
relativamente concreto.
El recorrido matinal, a partir de entonces, discurría por
una campiña maravillosa. Pastos inmaculados, vallas de piedra perfectas, pocas
cabañas y paisajes abiertos y despejados formados por sucesivas lomas o colinas
verdes. Para entonces circulaba ya sin chubasquero, en manga corta, a ratos a
solas, en otros momentos coincidiendo con otros ciclistas de forma breve o esporádica, cada cual a
nuestro ritmo más adecuado y previsor, aunque con muchas ganas de rodar y
disfrutar de todo el recorrido sin perder detalle. Durante muchas de estas
millas me parecía estar en el paraíso ciclista, como siendo el personaje y
protagonista de un atractivo folleto de viajes ciclistas por entornos
paradisíacos, como si estuviera dentro del papel pero circulando, una gozada. Y
precisamente entonces acometimos el ascenso más significativo de toda la ruta,
el único que podríamos considerar como un puerto desde la perspectiva
“continental”. El Nam Nick.
Este paso apenas alcanza los 4 km de longitud, pero se hace
duro porque la pendiente es fuerte, llegando al 15% en varios tramos. Ha sido
escenario de victorias memorables dentro de los campeonatos británicos:
especialmente las de Tom Simpson y Barry Hoban. La carretera es buena y
serpentea por una ladera montañosa en pleno paisaje del Peak District. Como
viene siendo habitual, eran bastantes los que caminaban, incapaces de mover los
desarrollos, otros se afanaban, estilo molinillo, con sus bicicletas clásicas
trucadas (buena opción), y yo a mi ritmo iba pasando a algunos de ellos, aunque
sintiendo que llevaba un desarrollo especialmente duro y trabado. O la
pendiente es realmente dura allí, o aquel plato tenía bastantes dientes. Al
coronar pasamos del sol a una suave neblina que nos acompañaría durante algunas
millas valle abajo. Al principio apenas se descendía, más bien pedaleábamos por
cordales o a media altura. Más tarde sí, los frenos demostraron su suficiente
eficacia y un valle precioso nos acogió, entre campos, bosques y un paisaje sin
poblar. Por allí coincidí con un grupo de italianos que tomó mi rueda en las
últimas partes del descenso. Rodé a la suya algún rato, mientras circulamos por
una pista de tierra al borde de un embalse, para después remontar una durísima
rampa corta en la que te quedabas prácticamente clavado. Más tarde tomamos una
carretera muy estrecha y encantadora que nos introdujo en uno de los territorios
de aspecto menos civilizado y más natural de toda la ruta. Estamos completando
el tramo más largo entre descansos de toda la jornada, el cual acabó en una
parada sencilla en Derbyshire Bridge, en mitad del monte, en la que me tomé
unos “cakes” y pedí a un mecánico que me retocase el desviador y me evaluase la
cazoleta izquierda del eje de pedalier, ya que se movía de forma solidaria con
el eje. Lo primero se solucionó, lo segundo no era un problema real, sino que
la restauración mecánica estaba dispuesta así… 37 millas cumplidas y con más
dudas por delante con respecto a la bici que a mí mismo.
Seguí solo, circulé por páramos verdes y elevados sobre el
resto del horizonte, era una sucesión constante de toboganes de ascensos y
descensos suaves. La mañana era eterna, aún pronto, y muy bonita y agradable.
Las señalizaciones eran muy claras, aunque por aquí parecían escasear. De hecho
ya no existían, salvo en el caso de que tuvieras que abandonar el camino,
sendero o carretera que llevaras, lo cual me hizo plantearme alguna duda,
aunque enseguida me acostumbré. Uno acaba reconociendo el “acento”,
“pronunciación”, estilo del lenguaje de
señalización que utiliza cada responsable de marcar un recorrido, a medida que
va haciendo kilómetros en él. Te acabas adaptando al sello personal de cada
itinerario. La ruta entraba entonces en la “capital del Peak District” y se
sucedieron varias poblaciones de diferentes tamaños, algunas de ellas
especialmente encantadoras. Circulamos por los valles de Edale y Goyt, pero me resulta
imposible asignar mis recuerdos a cada uno de ellos, se me mezclan las visiones
con los nombres de los lugares reales. Para ello habría que haber ido pendiente
constantemente de un buen mapa, algo que no tiene sentido ni practicidad en
este tipo de etapas. En aquellos momentos ya alternábamos tramos de carreteras
aún sin tráfico con largas rectas de “trails” sin asfaltar, pero en muy buen
estado de rodadura, sobre antiguos lechos de ferrocarril.
Toda la jornada transcurría afectada por el madrugón. De tal
manera que cuando se cumplía un poco más del ecuador de la distancia, 51
millas, alcancé el punto de avituallamiento principal, el que se correspondía
con la hora de comer (y las ganas de comer), aunque apenas eran pasadas las
once de la mañana. Estaba en Hartington Village, un agradable pueblo con una
amplia plaza con estanque, en el que dispuestas señoras con cantarín acento
inglés de Derbyshire nos sirvieron un almuerzo a base da puddings, salchichas,
y elaborados dulces. Aquí ya servían también una especie de sidra tostada y el
ambiente era mucho mayor porque ya compartíamos ruta con el pelotón de las 50
millas, del cual no nos volveríamos a separar más que en un bucle concreto,
desde aquí hasta el final. Comí con un inglés amable llamado Mike, que vestía
un maillot de punto de hace 40 años, “su” maillot de cuando de joven formó
parte de un club ciclista. Quién guarda halla, estaba muy ilusionado con él. De
vuelta a la ruta tomamos un sendero muy estrecho pero ciclable, auténtico
“mountain bike” entre ortigas y espesa vegetación en el que me permití el lujo
de, incluso adelantar gente, cual si de un ciclo-cross se tratara (muy
divertido). El sendero, tras una bajada un poco trialera desembocaba en otro
rápido “trail”. También hubo tramos de carretera y calor, algo pesados por la
digestión, pero una estrategia de ritmo suave y desconexión mental me
solucionan ese conocido momento en 20 o 30 minutos. En Ilam alcancé una parada
de avituallamiento (en unas sellábamos, mientras que en otras no) preciosa. Era
una gran y cuidada finca noble que rodeaba un castillo elegante que en la
actualidad es sede de un Albergue Juvenil. Era el momento (que no la hora) de
un té. Parada técnica para ir al baño, para que me engrasaran un pedal que no
dejaba de silbar y para entablar conversación, entre repostería de tarde y
mientras se enfriaba el té, con un grupito de agradables ingleses que
“fliparon” con mi calendario y tomaron nota del blog.
Nada más abandonar la regia propiedad, llegaba una
dificultad por escalar, inesperada y traicionera, de no más de uno o dos
kilómetros pero fuertes porcentajes, en los que el refrigerio impedía disponer
de todo el flujo arterial en la musculatura de los cuádriceps. Sufrí pero lo
conseguí. Seguía vivo y superaba ya las 63 millas. Se fue presentando una larga
sucesión de pueblecitos primorosos en los que en cada esquina daba la impresión
de que fueras a toparte con Miss Marple. Las casas eran lo que por aquí
denominaban “alpine cottages”, lo que viene a ser casitas o cabañas de montaña.
Tras algunos descensos tomé el Tissington Trail, por el que pese a no estar
asfaltado, rodaba “casi a plato” (con la anteúltima corona y a buena
velocidad). En esos tramos el viento no existe porque lo anulan las trincheras
o la vegetación que escondían la vía. De forma que en poco tiempo y sin gran
esfuerzo se adelantaban bastantes kilómetros y pude alcanzar las 77 millas de
recorrido, llegando a High Peak Junction tras un trialero descenso por mitad de
un bosque sorteando viandantes, excursionistas, perros, jinetes, escalones de
drenaje y divirtiéndome de lo lindo haciendo de la Viscount una montura de
ciclo-cross una vez más. La parada era estupenda, daban helado, brownies y
otras dulzuras. Había buen ambiente y un río con patos en una antigua estación
de tren. Para salir de allí se cruzaba un puente y se reiniciaba el descenso
técnico por el bosque. En todo momento fui consciente (menos mal, será porque
mi bici corriente actual es británica) de que los mandos del freno están
cambiados; algo fundamental para tener en cuenta cuando juegas al límite del
derrape de la rueda trasera… para no irte de morros si la que pierde adherencia
por error es la delantera.
En ese momento llegó lo más pesado del recorrido. Sucesivos
tramos de carreteras, algunas de cierta anchura y otras estrechas y bonitas. El
problema radicaba en que ya presentaban bastante tráfico, porque era la mitad
de un domingo soleado previsto en Inglaterra, y allí no perdonan, todos salen
al campo ante la tregua de los chaparrones. Aún así, y pese a que ya éramos
numerosos ciclistas rodando de forma desordenada formando rosarios de unidades,
pares o tríos, los coches nos respetaban completamente. Pero no dejaba de
resultar incómodo, especialmente en los numerosos repechos. También aquí
tuvimos un rato del “High Peak Trail to Conford”, para relajarnos. Pero antes
de que el desánimo pudiera llegar, tras un cruce “protegido” (no todos, pero
muchos lo estaban), entramos repentinamente en unas posesiones campestres
impecablemente cuidadas, con un césped perfecto y unos árboles centenarios de
especies variadas, a través de una estrecha y suave carretera privada. Eran los
terrenos de Chatsworth House, propiedad del Duque de Devonshire, y nos daban
acceso directo al último avituallamiento, a los pies de la mansión palaciega
más valorada por la población inglesa. Allí nos agasajaron con champán rosado,
sándwiches de diferentes patés, hamacas al sol mirando al tranquilo río que
cruzaba la finca y un cóctel llamado “Pimm’s” (o algo parecido). La propiedad
es de ensueño, no en vano es escenario de la miniserie que en 1995 produjo la
BBC sobre la novela “Orgullo y prejuicio” de Jane Austen. En concreto, esto se
suponía que era Pemberley (la propiedad del Señor Darcy – Colin Firth); algo de
lo que cualquier aficionado (lo confieso, lo soy) a las novelas de la
archiconocida escritora, o a las cuidadas adaptaciones que el cine británico
suele hacer sobre obras literarias (también lo soy), se hubiera percatado de
inmediato. Allí el ambiente era especialmente festivo, sabedores todos de que
apenas nos quedaban 5 únicas millas para finalizar ¡y encima era pronto! Así
que algunos se apalancaron sobre las hamacas y se dedicaron a repetir alguna
que otra copa. Yo brindé con el champán y después disfruté de un cóctel mientras
tomaba algunas fotos del emblemático escenario. Por los prados a ambos lados
del río los visitantes de domingo nos observaban mientras disfrutaban de sus
pic-nic y actividades de asueto.
Brindis con champán en Chatworths
Una pareja de jovencitas de Peugeot que tuvo gran éxito
Del contacto parcial con la aristocracia salíamos pedaleando
por una inmaculada pradera, para cruzar un bonito puente, atravesar un pueblo
con encanto y acabar circulando por una carretera con gravilla y bastante
tráfico dominical. Afortunadamente la abandonamos pronto para acometer la
última subida de la jornada, la cual exigía levantarse del sillín en algunos
tramos. Por ahí atrás hacia tiempo que empezaba a notarse un sordo “clonc” a
cada golpe de pedal cuando me levantaba. No parecía nada grave, pero se
percibía con cierta claridad. Superado el alto, un descenso sinuoso nos
llevaría de vuelta a Bakewell, lo hice detrás de una preciosa BSA
monocilíndrica que llevaba de paquete a uno de los fotógrafos, y que debía de
frenar bastante poco, porque nos estuvo retardando claramente, a los que allí
coincidimos, durante toda la bajada. Y sin casi tiempo de llanear, entramos en
la campa circulando por tres tramos rectos. Los dos últimos de hierba y llenos
de gente aplaudiéndote como si fueras un corredor importante y acabaras de
hacer algo grande. Puedo decir que terminé muy bien, muy entero y enormemente
satisfecho de todo lo vivido. En la llegada Myriam estaba allí, esperándome
sonriente. La organización pronosticaba unas 10 o 12 horas incluyendo las
paradas, eso nos había preocupado a algunos y probablemente nos había hecho ser
precavidos y espabilar, el caso es que al llegar eran las tres de la tarde con
lo cual mis previsiones se adelantaron muchísimo y al menos Myriam tuvo que
esperar mucho menos. Me hice con mi bien merecida cerveza y el bocadillo de
rigor y lo tomamos sobre la hierba dejando la bicicleta apoyada. Me topé con
Roberto cuando se iba (ya demasiado tarde) y nos dimos una despedida fugaz.
Cada vez había más gente y más alegría por doquier. Tras hacer tiempo fui a
devolver la bici y me dejé un viejo y gastado bidón en ella (nada de lo que
lamentarse). Paseamos un poco y me fui a duchar al hotel. Por la tarde caminamos
por el ambientado pueblo y nos tomamos una pinta en un pub, yo contaba lo
vivido, en forma de torrente desordenado de experiencias mezcladas, mientras
Myriam me relataba su visión desde la fiesta central. Decidimos cambiar de pub
para cenar y hacerlo al aire libre y con cierto retraso. Fue agradable y como
la noche era cálida y daba pena irse a dormir pronto, regresamos a la campa a
tomarnos un mojito y disfrutar del final de un concierto un poco country, a la
luz del atardecer y rodeados de una atmósfera nostálgica de despedida.
Satisfecho en la llegada (Foto Myriam)
Carnet de ruta completamente sellado (100 millas).
Al día siguiente todavía rondaba gente organizando su vuelta
a casa o aprovechando días de vacaciones. Nosotros desayunamos y preparamos las
maletas, que dejamos en el hotel mientras fuimos de compras a un par de tiendas
y al animado mercado de los lunes. Con la cerveza artesana grande que me habían
regalado, un queso local poco curado y dos empanadas rellenas, nos calzamos los
zapatos de montaña y tratamos de seguir las indicaciones de una ruta de
senderismo que monte a través debería llevarnos a Chatsworth en apenas 4 o 5
millas. Y así fue, pese a un titubeo inicial, en un par de horas caminamos un
poco por el Mosal Trail, atravesamos un campo de golf, ascendimos por un
empinado bosque, cruzamos largas praderas elevadas y llegamos a las fincas
altas de la propiedad. Todo ello siguiendo un agradable sendero con pasos de
vallas muy cuidados y con todo el aspecto de mantenerse igualito que cuando los
personajes imaginarios que la famosa escritora describió, los recorrieron en
sus relatos. La vista de Chatsworth House desde el alto es magnífica. Nos
acercamos hasta allí pero sin el tiempo necesario para su visita interior, por
lo que nos conformamos con nuestro pic-nic de fortuna bajo un enorme árbol y
regresamos en autobús.
La cultura británica del senderismo y del especio público se nota
en todos los detalles (Foto Myriam)
Paso por uno de las diferentes tipos de portillas.
Apasionada de las novelas de Jane Austen posa en un escenario
mítico durante la ruta de senderismo
En Bakewell hicimos tiempo de “wi-fi” en los salones del
hotel. El Rutland Arms Hotel data de 1804, parece ser que allí estuvo alojada
precisamente Jane Austen mientras escribía “Orgullo y prejuicio”; aunque Lord
Byron y el pintor romántico Turner también gozaron de sus servicios (ellos con total
certeza). La jornada se completó con un largo viaje en autobús hasta
Manchester, en el que pudimos contemplar el proceso de metamorfosis que va
desde el idílico Distrito de los Picos, hasta el centro de la ciudad, pasando
por poblaciones primero pequeñas, después más grandes y finalmente un horroroso
extrarradio con aspecto deprimido. Las fachadas grises de las montañas pasaron
de repente a convertirse en rojas a base de ladrillos. El día terminó
instalándonos al lado de la catedral, cenando tranquilamente y paseando por
Deansgate Street y los canales, mientras me venían los recuerdos del año
pasado.
Manchester sigue en pleno desarrollo, aunque las obras lo
deslucen bastante ahora mismo.
El viaje termina con más paseos matinales, una compra muy
acertada que Myriam espera estrenar en la Anjou Velo Vintage (y no se trata de
una bicicleta, así que manténganse atentas las lectoras…), y un azaroso,
pesado, incómodo y agotador viaje de vuelta que incluyó caminata, tren,
aeropuerto, retraso, avión y coche hasta casa. Lo peor sin duda, el retraso del
vuelo, la exasperante lentitud de los dos policías de la aduana española y la
paranoia de los responsables de los controles de seguridad del aeropuerto de
Manchester que impidieron que mi juego de llaves alen y un desmontable metálico
regresaran a casa, pese a pretender hacerlo de la misma forma que viajaron
hacia allí. Pero esos últimos avatares son flecos que sólo molestan en el
momento, se olvidan pronto y no pueden ensombrecer en lo más mínimo, la
fantástica experiencia que fue participar y vivir esta primera edición de
l’Eroica Britannia. Además, quién sabe lo que deparará el futuro, como ejemplo
el de un alemán con aspecto de jubilado al que vimos partir al día siguiente del
evento. En su coche, con su bicicleta y sin ninguna prisa… eso sí que es vida.
Así ya se puede hacer una buena temporada de ciclismo clásico