Me gusta el deporte. Eso es algo
más que evidente si cualquiera echa un vistazo a este espacio de divulgación.
Pero me gusta infinitamente más practicarlo que consumirlo como espectador. De
hecho, veo poco deporte en la televisión, muy poco en presencia directa y
prácticamente nada por Internet. Insisto, lo que me gusta es practicarlo. Pese
a ello, aquel sábado, me di un atracón de deporte por televisión. No estaba
programado, vivía yo muy tranquilo un fin de semana de mucha lectura, algunas
relaciones sociales y hasta un poco de obligación jardinera. Pero aquella
mañana, bastante pronto, mi hijo, que es atleta, me informó de que alguien
había conseguido bajar de las dos horas en un maratón. ¡En ese momento se
desencadenó todo!.
Aquel sábado fue cosa de dos
hombres. Uno alto y otro bajo. Uno blanco y otro negro. Uno europeo y otro
africano, ambos con facilidades para cruzar fronteras y encontrar residencia y
bienvenida en cualquier país occidental. Otro palpable atributo que ambos
tienen en común es su extrema delgadez. Ambos están flacos, muy flacos, aunque
no creo que pasen hambre. Y ambos fueron protagonistas aquel mismo día, por
lograr, cada uno la suya, sendas hazañas en el panorama deportivo global
actual.
Maratón, la barrera de las 2h.
La ciudad elegida para el
singular evento fue Viena. Una capital de evidente importancia en la historia
mundial, europea y occidental, cuna y escenario de varias revoluciones
científicas, artísticas y del pensamiento, muy especialmente a lo largo de los
dos últimos siglos anteriores. Ya en otoño Viena se mostraba fresca de
temperatura, ideal para abordar un esfuerzo de resistencia de larga duración.
Para hacerlo se diseñó un recorrido por el Prater y sus inmediaciones, un
circuito mayormente paralelo al Danubio. La ciudad, más bien su ciudadanía, se
mostró bastante volcada con el acto, asumiendo un nítido presentimiento de que una
inusual hazaña deportiva estaba a punto de consumarse.
Todo el asunto estuvo planteado
con un montaje espectacular, con gran despliegue tecnológico e imagen elocuente
y explícita de estrategia de equipo. Un planteamiento casi más antropológico
que tradicionalmente deportivo. No se trataba de un asunto, reto o problema
particular o individual. No era él, éramos todos. La humanidad al completo,
aliada y hermanada contra la física. Contra las leyes del espacio (42 km) y el
tiempo (2 horas). La cobertura tecnológica integraba sistemas de control
temporal permanente, una cohorte de modernas bicicletas con pantallas
desmesuradas alojadas en sus manillares, manejadas por hombres (de negro) con
aspecto híbrido de científicos de nueva generación practicantes de deporte. Y
había más, un conjunto de haces de láser marcando el cambio, indicando
permanentemente el ritmo al que debían correr los atletas, moviéndose a la
velocidad calculada. El trazado estaba perfectamente diseñado, dibujado con
suaves curvas y balizado con sendas líneas de color vistoso, por entre las
cuales debían transitar, en todo momento, los corredores. Y es que nuestro
atleta no lo hizo solo. Para que la tarea llegara a buen término hacía falta
compañía, eso que en atletismo denominan liebres. Y como el ritmo necesario era
imposible (casi para cualquier ser humano a excepción del elegido para
intentarlo) se programaron relevos delicadamente estudiados, y se seleccionó a un
cuerpo de élite de relevistas. Unas tropas especiales. Uniformadas, y corriendo
en formación para arropar al líder, al guerrero, al representante de los seres
humanos.
El grupo de "liebres" rodeando a Kipchoge corre al ritmo marcado por la referencia láser. (Imagen: AP para lanacion.com).
El grupo humano de corredores al completo. (Imagen: EFE para eldiariovasco).
Aquello estuvo muy por encima de
las homologaciones federativas, qué vulgaridad, aquello era un serio intento
por poner el pie en una nueva era. Y se consiguió, entre todos, los científicos
del deporte, las “liebres”, los espectadores presenciales, los que lo seguimos
a través de las pantallas desde lejos. Ya han surgido voces críticas con la
hazaña. Personas y entidades que lanzan diversos tipos de críticas. Unos hablan
de zapatillas especiales… después de décadas de permanente evolución
tecnológica en el calzado deportivo, que sí “air”, que si geles, sistemas
anti-torsión, diferentes grados de rigidez o elasticidad de las suelas, ahora
resulta que hay que ponerse digno ante estas. Otros se ponen puristas, que si
no es una prueba oficial con el reglamento de la federación internacional de
atletismo, una federación que hizo suyo el mitológico e indeterminado pie de
Heracles, así como una distancia maratoniana de origen más que incierto, y que
desde su incorporación a los Juegos Olímpicos modernos, cambió varias veces de
longitud y quedó finalmente prefijada por mera casualidad.
“En estos primeros Juegos Olímpicos (1896), el gran héroe fue el
ganador de la prueba de maratón, un vendedor de agua griego llamado Spiridon
Louis, que fue seleccionado casi por obligación por un oficial del ejército
griego. Antes de la salida permaneció dos días en oración y ayuno. Al final de
la carrera entró en solitario por la meta para delirio de sus compatriotas,
salvando así el honor helénico, dado que fue el único triunfo griego en una
prueba de atletismo en estos juegos.
La longitud moderna de 42.195 metros data de los Juegos Olímpicos de
Londres de 1908 y la reina estableció, sin quererlo, esta distancia como la
distancia oficial de la carrera de resistencia por antonomasia. Esta distancia
es la que separa la ciudad inglesa de Windsor del estadio White City, en
Londres. Los dos mil ciento noventa y cinco metros fueron añadidos al inicio,
para que la salida fuese frente al balcón real del Palacio de Windsor. La
distancia quedó establecida definitivamente como única oficial en el congreso
de la IAAF celebrado en Ginebra en 1921, antes de los Juegos Olímpicos de París
de 1924”. (Wikipedia).
Seguramente sean varias
cuestiones las que provocan algunos escozores, pero eso es por sacar las cosas
de contexto. Nadie ha dicho que todo esto fuera “atletismo normativo”, tampoco
el origen del atletismo actual, el que caracterizó a la cultura de la Grecia
clásica lo era a los ojos de las normativas actuales. Esto es otra cosa, un
reto humano en formato atlético. Y es que el atletismo en general no es
propiedad de ninguna entidad, como tampoco lo es el fútbol ni ninguna otra
expresión deportiva humana. Todas ellas son patrimonio de los seres humanos y
cada cual, cuando quiera, puede practicarlas como desee. Lo demás, las
clasificaciones, los títulos, los palmareses, etc. Son otra cosa: burocracia,
poder, normativa, intereses, propagandas patrias, etc. Muchas cosas, pero, de
todas formas, algo parcial, una mera parte del atletismo global o absoluto.
Dejando a un lado el
encorsetamiento de la oficialidad, lo bonito fue ver a aquel hombre correr. Ligero
y veloz. Infatigable, rítmico como un reloj de cuarzo, y acompañado, en una
escenificación que convirtió aquello en un logro de todos. ¡Mis felicitaciones
al director de escena!. Efecto emocional conseguido. Lo bello fue observar a
sus compañeros eventuales de carrera: su empeño, su concentración, su
solidaridad… la sincera felicidad que se desprendía de todos ellos al final,
los abrazos, la camaradería, la ausencia total de competitividad mutua.
Impresionante, difícil de ver en estos tiempos. No olvidemos que muchos de
ellos son sus mayores rivales en las pistas y los campeonatos.
Montajes publicitarios aparte,
fue un acto deportivo muy especial, difícil de ver y de catalogar. Un singular
ejemplo de cómo se pueden concebir otras formas de expresión del rendimiento
deportivo, saliéndose de los márgenes de las grandes autoridades mundiales en
la materia (COI, Federaciones Internacionales, etc.). Muchos pensadores
consideran la época actual como un posible momento de cambio de era en la
humanidad, conducido, fundamentalmente, por la tecnología digital, aunque
complementado con algunos otros cambios radicales en el pensamiento y en la
forma de vivir y relacionarse. En los formatos y la naturaleza del deporte
también se vienen produciendo constantes cambios, pero, en el fondo, son
menores. Aparentemente llamativos o vistosos, pero modestos en esencia. Pero
esto no, esto fue diferente, alguien se lo sacó de la chistera y consiguió
poner a todo el mundo en pie y dando palmas. Logró audiencia real, y más aún:
emociones nuevas. Dejó mucho que analizar y reflexionar al respecto.
Algo parecido a lo que ocurrió en
1984 cuando Francesco Moser, rompió la mítica barrera de los 50 kilómetros del
récord de la hora en ciclismo. También entonces mucha tecnología, mediática
puesta en escena y altas dosis de controversia.
Francesco Moser batiendo el récord de la hora con sus famosas ruedas lenticulares. (Imagen: de freemaniaco.blogspot).
Ya está hecho, y ahora qué…
volver, por el momento, a los formatos habituales de competición, y esperar a
que el logro acabe llegando y hasta normalizándose. Y creo que no tardará en
producirse. El “elegido”, el “designado” para representarnos a todos en este
reto, Eliud Kipchoge, parece capacitado para ello. Ya estuvo cerca cuando consiguió
el actual récord del mundo oficial de la especialidad. Lo hizo en el Maratón de
Berlín de 2018, dejándolo en 2h 01’ 39”, muy cerquita. Algunos le llaman el
filósofo, por su forma de hablar y las reflexiones que deja. Nacido en Kapsisiywa,
distrito de Nandi, bastante cerca de Eldoret, pertenece a ese flujo,
aparentemente inagotable, de corredores keniatas que desde hace tiempo dominan
la escena del fondo mundial. No lejos de allí se ubica Iten, otro foco de
generación de fondistas sobre el que escribió Adharanand Finn en su libro
“Correr con los keniatas”. Lo que Finn cuenta en su texto, captado a través de
su experiencia personal allí y de su olfato reportero, es congruente con lo que
se desprende de las declaraciones públicas de Kipchoge. El corredor cree en la
carrera como medio de búsqueda de la paz y el entendimiento. Como vía de
comunicación y, en el caso de muchos compatriotas suyos, como modo de buscarse
una vida mejor, cuando uno no tiene nada más que su cuerpo para hacerlo. Hay
queda eso… saludos amigos occidentales.
Kipchoge cruzando la línea de llegada con el crónometro detrás, y su mujer corriendo para fundirse en un abrazo. (Imagen: AFP).
Al día siguiente, una mujer,
también keniata, batió el récord del mundo (esta vez de forma homologada) de
maratón femenino. Fue Brigid Kosgei y lo hizo en Chicago. Ponía fin a un récord
que tenía 16 años de antigüedad. Pero para entonces ya era domingo, y aquí me
estoy centrando en el sábado.
Ironman de Hawai 2019
Lo que hace cuatro décadas
comenzó como una apuesta entre amigos, ahora mismo es uno de los eventos
deportivos más prestigiosos del mundo. Un evento que se ha convertido en
destino de peregrinaje vital para miles de personas de distintas nacionalidades,
edades y poder adquisitivo. Un santo grial al que todos ellos sueñan con
llegar, pero para la mayoría de los cuales va a resultar imposible. Un Camino
de peregrinaje exigente a más no poder: en horas de entrenamiento, en gastos de
material de última generación (los adictos a este deporte no le hacen ascos a
los avances tecnológicos) y en sucesivos intentos de cualificación. Pero aún
así, el Camino tiene cada vez más adeptos, porque para todos ellos, alcancen el
destino final o no, el Camino, el proceso en sí mismo, ya les llena, ya les
vale, ya les mantiene vivos.
No exagero, para muchos
triatletas populares el Ironman se ha convertido en una especie de religión, de
Fe del siglo XXI, y para otros, una forma de vida. Incluso a sabiendas de que,
probablemente, jamás puedan participar en el de Kona (su Meca, su Plaza del
Obradoiro, su Jerusalén), lo viven con fervor desde sus “parroquias” más
cercanas o algunas “catedrales” asequibles.
Recuerdos legendarios del Ironman. Scott y Allen pugnando por la victoria en 1989. Al final Allen venció por escasos 58 segundos. (Imagen: triatlonweb.es).
El mismo día de la hazaña del
maratón se disputó el Ironman de Kona. Nunca lo había seguido por televisión,
pero, por pura casualidad, me topé con la posibilidad de hacerlo a 50m de casa.
Para mi amigo Dudu, desde que lo conozco, hace ya muchos años, el triatlón es
una constante esencial en su vida. El triatlón en general y este Ironman en
particular. Y por eso mismo, como cualquier creyente celebra fechas y fiestas
señaladas por su credo, Dudu rinde a culto a la prueba de Kona. Yendo allí en
las contadas ocasiones en que ha podido hacerlo, u organizando una fiesta en
casa para seguirlo en compañía. La cuestión es que me invitó a que me pasara
por su hogar aquella tarde o noche, avisándome de que se reuniría allí con
algunos amigos para ver la prueba. Habría comida y retransmisión completa en
directo. Aquello sería una especie de Ironman Party, y aunque en principio no
tenía planeado acudir, al atardecer, lo recordé, y acabé pasándome por allí.
Llamé al timbre y cuando Eduardo
me abrió la puerta vestido con una camiseta oficial de Ironman, enseguida me
percaté de que aquello iba en serio. En el salón había una pantalla enorme
mostrando la retransmisión oficial de la prueba en directo. Muy cerca, una gran
pancarta, traída expresamente desde Kona, pretendía reforzar el ambiente.
Algunos invitados manejaban sus tablets, navegando entre las páginas de
seguimiento en directo de tiempos y dorsales, y entre los mentideros más
populares de los “influencers” especializados en triatlón. Allí me encontré con
dos viejos conocidos, Fernando C (que fue muchos años miembros del equipo
nacional español) y Fernando R (triatleta practicante y entrenador).
Entretanto, algunas de sus parejas, por su cuenta… en la cocina, en pleno siglo
XXI. Pero ¡que no se equivoque nadie! No relegadas allí, sino más bien fugadas,
huidas por voluntad propia, tratando de escapar del integrismo deportivo (y en
este caso espectador) de sus compañeros. Y en parte las comprendo, recordemos
que por delante se presentaban más de ocho horas ininterrumpidas de
competición.
Fernando C en acción hace algunos años. (Imagen: saiz en shutterstock).
Muchos años antes, auténtico pionero del triatlón en España, Eduardo compitiendo sobre una Vitus. (Inágen: Bicisport, 1990).
Para mí aquello hubiera resultado
imposible, pero reconozco que la doble cobertura, la oficial y la permanente
consulta ejercida por aquellos amigos, quienes puntualmente nos daban cuenta de
noticias, detalles, datos y comentarios a los demás, aderezaba de tal modo la
reunión que logró entretenerme, interesarme y, sobre todo, divertirme. Primero,
cuando los deportistas en cabeza hacía poco que habían dado cuenta del segmento
de natación, porque sus quinielas personales se cumplían o se mantenían vivas.
Es más, aún estaban algo abiertas y, en algún que otro caso, un poco
cambiantes.Más tarde, cuando el desarrollo
del segmento ciclista ya parecía bastante claro y ya no tenía demasiado mérito
seguir haciendo quinielas, llegaron los cotilleos. Se conocían la vida y
milagros de todos los personajes en escena. Y me lo fueron contando a medida
que salían a la palestra. Bastante pronto la sospechosa retirada de Patrick
Lange, que algunos parecen relacionar con asuntos algo escabrosos. Después,
ante la evidente amenaza temporal de Alister Brownlee, a quien unánimemente
reconocían su irreprochable aptitud, surgía la duda de su potencial éxito o
fracaso. Resultado directamente dependiente de su carácter, que siempre apuesta
por el todo o nada, por el disputar “a fuego” y sin reservas, hasta que el
cuerpo aguante. Y aquel sábado no aguantó.
Más peculiar me resultó el caso
de Lionel Sanders. Mis compañeros de “grada” me lo pintaron como una especie de
exdrogadicto vehemente que, en determinado momento de su vida, decidió cambiar
el consumo de estupefacientes por la adherencia, y quién sabe si posterior
dependencia, al entrenamiento. Decían de él que era candidato firme al triunfo,
y que contaba con una fuerza de voluntad a prueba de bombas. En los últimos
tiempos se había hecho muy popular mostrando sus hábitos de entrenamiento
“indoor”, encerrado en una especie de zulo, entrenando horas y horas sobre una
cinta de correr y un rodillo ciclista. Como si se tratase de un monje asceta y
enclaustrado del siglo XXI. El carisma, ingrediente fundamental para que
cualquier tipo de religión cuaje, al parecer no le falta, ni el suyo propio ni
el que viene de serie con el triatlón en sí mismo. Así que, según parece, le
han salido muchos fieles imitadores. Sin embargo, ignoro si para bien o para
mal, aquel sábado mágico tampoco fue su día. El frikismo contagioso de Lionel
Sanders debió perder algunos correligionarios.
Como he señalado, mis amigos se
sabían todos los nombres de los principales protagonistas, sus historias, así
como todos los detalles que giran alrededor del evento, de ese y de muchas
otras competiciones que tiene por debajo en cuanto a nivel de reconocimiento
mediático. En aquella sala de estar fui testigo de cómo se reproducía un modelo
tertuliano comparable al del fútbol. Aquello me hizo ver lo lejos que estoy del
universo actual de los aficionados que siguen el deporte como espectadores.
También me hizo comprender cómo es posible que un afamado jugador de fútbol
esté intentando hacer de su vida cotidiana, incluyendo la de su familia, una
especie de serial televisivo, un reality-show propio, un “selfie vital
animado”.
Pese al entretenimiento allí
vivido (por lo deportivo, por lo relacional y por lo sociológico de la
experiencia), cuando llegó el momento de ver poner los platos sobre la mesa
para la cena, decidí despedirme. Pese a la insistente y sincera invitación,
preferí desconectar durante algún tiempo. Me fui a casa, saqué a los perros de
paseo y cené en familia. Daba la causalidad de que mi pariente y amigo
Bernardo, cenaba con nosotros, así que, ya de sobremesa nocturna, le propuse ir
a tomar algo a un lugar que le sorprendería. Únicamente tenía que fiarse de mí.
Como me conoce de sobra aceptó sin remilgos, y a los pocos minutos estábamos
ambos llamando al timbre de la “Ironman party” de nuevo. Él enseguida se
percató de qué iba el asunto. Los demás de inmediato le integraron en el
ambiente, le reconocieron como suyo, como “triatleta”, y consiguieron que
empezara a disfrutar de todo aquello desde el primer instante.
En el momento de la segunda
incursión en el “templo” local, los hombres de cabeza ya estaban disputando el
segmento de carrera a pie. Y a las primeras mujeres las vimos en plena
transición. Lucy Charles-Barclay dominaba la competición, tras haberse mostrado
superior durante todo el segmento ciclista. Por detrás, a bastante distancia,
la seguía la alemana Anne Haug.
El maratón lo vivimos mientras
dábamos cuenta de helados y postres variados. Jan Frodeno, un largo y delgado
alemán que ya había logrado vencer en un par de ocasiones anteriores en Kona
(2015 y 2016), dominaba con rotundidad el evento. Y se le veía lo
suficientemente suelto corriendo como para esperar de él una nueva victoria.
Quién fue campeón olímpico en Pekín en 2008 parecía claramente encaminado a
conseguir su triplete en Hawái. En cuanto a las chicas, personalmente me daba
la impresión que Charles-Barclay corría algo más trabada, quizás acusando un
portentoso rendimiento ciclista logrado (en parte, y siempre desde mi
particular punto de vista) a costa de cierto abuso de desarrollo, tal y como
parecía dejar ver su frecuencia de pedaleo. Su perseguidora Haug, sin embargo,
parecía francamente ágil y ligera.
Pero no nos quedamos a verlo. Era
ya tarde y al día siguiente, Bernardo y yo, pretendíamos madrugar. En mi caso
para practicar algo de deporte yo mismo, cosa que finalmente no llegué a hacer
por mal tiempo. Nuestros amigos insistieron, pero nos despedimos agradecidos.
Bernardo me confesó que se lo había pasado en grande. Yo tengo que reconocerlo
igualmente: me lo pasé francamente bien. Sin embargo, el mérito de ello no lo
tuvieron quienes disputaban el Ironman al otro lado del plantea, sino aquellos
con los que compartí la velada.
A la mañana siguiente, dadas las
circunstancias, consulté el resultado final de la prueba en la Red. Anne Haug
acabó superando a Lucy Charles-Barclay, confirmando algo que en su día hasta
llegué a investigar científicamente: que el peso del parcial del segmento de la
carrera resulta definitivo para el resultado final de un triatlón de distancia
Ironman.
Anne Haug en acción sobre la bicicleta (Imagen: slowtwitch.com).
Y en lo que respecta a los
hombres, Frodeno confirmó lo esperado y venció con rotundidad. El poderío del
ganador no tuvo amenaza. Y aquel sábado de octubre sí, también él, batió el
récord de la prueba con un tiempo de 7 horas, 51 minutos y 13 segundos.
Excelente logro sin duda, aunque con guarismos incompatibles con la iconografía
de las barreras psico o sociológicas. Demasiadas cifras, casi aleatorias, como
para representar una barrera tan nítida y sugerente como las dos horas redondas
del maratón. Aquello ya había ocurrido el año anterior, cuando Patrick Lange
consiguió romper (holgadamente) el muro de las ocho horas.
Frodeno acomplado sobre su máquina. (Imagen: James Mitchell, en triating.com).
Esta entrada no va sobre
instalaciones deportivas. Poco tiene que ver con los pabellones polideportivos
que siembran el urbanismo occidental, y que tan anhelados fueron por la
población deportiva española hasta hace relativamente poco. Hasta que, en cuestión
de infraestructuras deportivas, categorías como las de los pabellones
polideportivos, los campos de fútbol de hierba artificial y las piscinas
cubiertas de 25 metros y seis calles, han acabado normalizando su presencia en
el mapa urbanístico de nuestro país. Con lo que tiene que ver es con una
actitud personal, la del “polideportista”, ese al que, en cuanto a la práctica
deportiva propia, le da un poco igual un roto que un descosido, se apunta a
casi todo, se defiende medianamente en ello, lo disfruta y ¡lo más importante!
Anda muy lejos de obsesionarse con una única especialidad. “Polideportistas”
hay bastantes, personalmente conozco a muchos. Sin embargo, con la prevención
debida a una falta de datos cuantitativos objetivos que me lo demuestren, me
inclino a pensar que, son minoría si los comparamos con aquellos que se centran
casi exclusivamente en un único deporte, ese que aman, atienden y, en
ocasiones, les esclaviza. No se trata de convencer a nadie para que cambie de
hábitos, actitudes o preferencias ¡menuda insensatez sería! Peor aún, nos
dejaría convertidos en una especie de predicadores laicos del deporte. Y a
estas alturas, predicadores laicos, ya empezamos a sufrirlos en casi todos los
ámbitos de la vida. Lo que me pasa es que mi actitud polideportiva (que siempre
lo fue: a lo largo de la niñez, la juventud, la edad adulta e incluso la
dedicación profesional como técnico) alcanza límites quizás algo radicales. Y
como muestra de ello, se me ha ocurrido componer un capítulo que incluya algunos
de los eventos “oficiales” en los que tomé parte durante el pasado mes de
septiembre. Cada lector juzgará si estoy en mi sano juicio. “A mí plin”, me lo
he pasado “bomba”.
Hockey Patines, Copa Ibérica de Veteranos.
El primer fin de semana del mes
arrastraba un compromiso adquirido en el mes de junio, así que, salvo fuerza
mayor, no se podía fallar. Eso de los compromisos deportivos con los demás
rebaja radicalmente su obligación moral cuando se refiere a una modalidad
individual. Es evidente, en tales casos la compañía no pasa de ser eso,
acompañamiento, pero no resulta imprescindible para que otros puedan participar
sin ti. Pero la cosa cambia si formas parte de un equipo que requiere un mínimo
de miembros, y para el cual, incluso, es conveniente que haya posibilidades de
recambio durante el evento. En casos como el que nos ocupa, el compromiso aún
es mayor, ya que son eventos diseñados para un número concreto de equipos, por
lo que, si algunos jugadores fallan, un equipo puede venirse abajo, y si eso
ocurre, se acaba haciendo un “siete” al torneo. Yo no fallé, pero mi equipo
estuvo a punto de hacerlo.
Nuestra temporada pasada acabó en
junio, y lo hizo con cierto absentismo progresivo en la comparecencia a los
entrenamientos. Durante el verano el equipo para, aunque ocasionalmente celebra
algún encuentro suelto. Yo soy de los que desconecto completamente y apenas
asistí a una pachanga informal de carácter tan social como deportivo. El caso
es que, por razones que no vienen al caso, durante el verano surgieron algunas
fricciones internas entre algunos miembros de la plantilla y eso nos dejó, de
cara a la Copa Ibérica, sin entrenar y sin gente suficiente para completar un
equipo mínimo. Finalmente, unos pocos días antes de acudir a la cita, tirando
de agenda, integramos a un par de jugadores sueltos de Salamanca (uno de ellos
portero), y pudimos completar un equipo de siete jugadores (que serían seis
para la segunda jornada).
La Copa Ibérica para veteranos
está organizada por el Club Patín Mieres, toda una referencia histórica del
hockey sobre patines asturiano (y nacional). Asturias fue un reducto regional
en el que este deporte arraigó gracias al desinteresado trabajo de algunos
pioneros, al afán educativo y promotor de varios colegios de titularidad
religiosa, y al impacto que el juego desplegado por muchos espabilados rapaces
causó sobre una afición entregada, deseosa de encontrar alguna vía de escape
emocional que les hiciera más llevadera cada semana de trabajo minero,
industrial o ganadero. Este torneo lleva el subtítulo de XIV Memorial Alfredo
Visiola. Este señor fue el fundador, en 1955, del equipo de hockey Fabrimieres,
que años más tarde (1967) se transformó en el Club Patín Mieres. Don Alfredo
fue un entusiasta dinamizador de la escena polideportiva en la localidad,
aunque a la postre, fuera en el hockey sobre patines en lo que mayores frutos
acabaría recogiendo. Hay otro detalle, además de esa afición polideportiva, que
me hace interesarme por su figura: también él fue profesor de Educación Física.
En los inicios del club, Visiola acudió a Torrelavega para formarse como
entrenador de la especialidad, detalle que forma parte de la historia nacional
de este deporte, pero que no tiene cabida aquí y ahora. El CP Mieres, bajo su
presidencia, llegó a jugar en División de Honor a mediados de los años setenta
(entonces con la denominación y patrocinio Kiber, para el primer equipo del
club).
Cartel del torneo.
El torneo consistía en una
liguilla de cuatro equipos en cada una de las dos categorías de veteranos planteadas:
+ 35 y + 50, esto es, para jugadores mayores de 35 años y de 50 años. Los
encuentros se sucedían alternando categorías, rellenando un cuadro horario que
ocupaba la tarde del viernes, mañana y tarde del sábado, y mañana del domingo,
aunque en nuestro caso los partidos los jugamos el sábado (mañana y tarde) y el
domingo. Además de desentrenados y mermados de efectivos, todo hay que decirlo,
ya que no es disculpa, sino un hecho, nuestro nivel anda muy lejos del de la
mayoría de los equipos a los que nos enfrentamos. Esto es algo que tenemos
asumido, por lo que no acudimos a este tipo de eventos en busca de quimeras
resultadistas, sino para disfrutar jugando, aprender un poco más y divertirnos.
Así pues, que nadie espere informe de resultados en esta “crónica”, fueron de
escándalo, al menos en dos de los tres encuentros disputados.
Lo del sábado por la mañana fue
un lujo al que mi equipo (RS de Tenis de la Magdalena) se está
malacostumbrando: jugar contra el CD Amigos del Cibeles. Se trata de la versión
contemporánea del CP Cibeles, el equipo de hockey patines asturiano más
laureado de todos los tiempos, militante habitual en la División de Honor durante
parte de la década de los años setenta e incluso ganador de una Copa del Rey,
la de 1980, contra el entonces omnipotente FC Barcelona. Pero lo mejor de todo
es que el equipo actual de veteranos sigue manteniendo, prácticamente, al mismo
grupo de jugadores que durante aquellos años protagonizaron la leyenda
deportiva. Más aún, de un tiempo a esta parte, el equipo sigue cosechando
triunfos deportivos, haciéndolo ahora en la categoría que les corresponde. Como
ejemplo más notorio, sus victorias en la EVRICUP (European Veteran Roller
Hockey Invitational Cup). Todo esto, y mucho más lo narra un estupendo
reportaje que emitió la televisión dentro de la serie de documentales
deportivos Informe Robinson, bajo el título “Espíritu Cibeles”.
Documental sobre el Cibeles de antes y de ahora. (Informe Robinson)
Como he dicho, jugar contra ellos
me parece un lujo por varios motivos. Pese a su evidente superioridad, dejan
jugar, no se ceban contra nosotros y se comportan como caballeros. Compartir
encuentro supone competir con jugadores que fueron héroes deportivos para
nosotros. Algunos de aquellos que veíamos en la televisión cuando éramos
chavales. Algo que pocas veces está al alcance de los aficionados practicantes.
Además de todo ello, enfrentarte a ellos permite aprender un poco más cada vez
y, sobre todo, darte cuenta de lo bien que lo hacen. Da gusto verlos. De aquel
primer partido nos llevamos para casa un buen puñado de goles en contra, un
buen rato de juego y esfuerzo, y yo, además, un viejo stick firmado por todos
los componentes del equipo. ¡Gracias mil!.
El Cibeles y nostros posando juntos. (Imagen: Luís Velasco).
En plena acción de juego ante Finito. (Imagen: Luís Velasco).
El palo firmado por los jugadores del Amigos del Cibeles.
Por la tarde salimos al campo
algo amodorrados a causa de una comida que nos acabó resultando algo pesada.
Dio igual, dos cosas nos espabilaron, la exigencia de atención y la velocidad
de este apasionante deporte, y el vernos relativamente cerca del rendimiento
del equipo al que nos enfrentábamos, el Centro Asturiano. También ellos nos
ganaron, pero de forma más ajustada, tanto en juego, como en resultado, de
hecho, el primer tiempo acabó muy igualado. Al final nos mató nuestra absoluta
falta de definición. Ante tales circunstancias, el partido nos resultó muy
entretenido, nos enganchó de verdad, y estuvo exento de cualquier polémica, fricción
o tensión extradeportiva. Un placer jugar contra ellos.
Otro lance de juego en el segundo partido. (Imagen: Luís Velasco).
Ambos equipos retratados. (Imagen: Luís Velasco).
Finalizado el encuentro, una vez
adecentados, pasamos algún tiempo viendo un par de partidos, uno de la
categoría +35 (otro ritmo…), y el apasionante encuentro que disputaron los dos
mejores equipos del torneo en la nuestra: Cibeles y CP Las Rozas. Los segundos
más dinámicos y “físicos”, los primeros más expertos. El desenlace cayó a favor
del lado asturiano.
El resto de la tarde la “gasté”
paseando por el casco antiguo de Oviedo, bajo su catedral, por sus calles
peatonales, charlando con mi compañero de equipo Miguel, y tomando un par de
vinos, algo más tarde, con nuestro entrenador Lolo. Ya con Alberto, Jesús (el
portero salmantino) y Nacho, nos acercamos a un restaurante en el que los
miembros de algunos equipos nos reunimos para cenar. Además de nosotros,
estuvieron el Alcalá y el Noia (incluyendo familiares) y algunos jugadores del
Mieres. La cena tuvo tres atributos principales: estimuló bastante las
relaciones entre los clubes y el flujo de información sobre el hockey patines
de veteranos; fue francamente divertida y nos hizo reír a carcajada en varias
ocasiones; y, por último, gastronómicamente fue brutal, una espicha infinita de
productos asturianos de toda índole, a cuál mejor. Inacabable, inasumible… una
tripada. Durante la cena me quedó bastante claro que el hockey sobre patines de
veteranos constituye toda una comunidad. La gente se conocía de otros eventos
nacionales e internacionales. Ante determinadas citas, algunos se enrolan en
equipos a quienes les falta gente, y cuando alguien, por motivos de trabajo o
de otra índole, cambia de domicilio, suele ser bien acogido en equipos de
provincias diferentes. En realidad, aunque teníamos algunos contactos, en nuestro
equipo, hasta hace poco, hemos vivido bastante al margen de todo eso, y quizás
haya llegado el momento de cambiar de actitud al respecto.
El domingo por la mañana
cerrábamos la agenda del torneo con nuestro encuentro contra las Rozas. Es un
equipo que conocíamos y con el que no habíamos quedado demasiado a gusto en una
experiencia anterior. Son gente muy competitiva, y creo que aquella vez, no
fueron suficientemente conscientes de la diferencia de nivel: de rendimiento y,
especialmente, de dominio y margen de seguridad sobre los patines. Esta vez fue
todo muy distinto, su agobiante presión, empeño y contacto físico había
desaparecido, jugaron bien y ganaron sobradamente, pero nos dejaron jugar,
disfrutar y movernos sin riesgo. De hecho, creo que a la postre, aquel fue el
partido que más disfrutamos del torneo. Así que también a ellos, desde aquí,
gracias.
El torneo supuso mi regreso al
hockey tras el paréntesis veraniego. De hecho, mi primer entrenamiento de la
nueva temporada lo realicé al miércoles siguiente. Lamentablemente comprobé que
las cosas se encontraban como las habíamos dejado al finalizar la anterior: con
escasa asistencia de los jugadores y muchas dudas sobre el compromiso de
participación de cara a la nueva temporada. Espero que el equipo no se vaya al
traste, sería una faena. Especialmente para algunos compañeros que hacen del
hockey su deporte prioritario. En mi caso… un mal menor, es una de las ventajas
de ser un “polideportista”.
Remo, Traversée de Paris Et des Hauts-de-seine.
El fin de semana siguiente cambié
de escenario, deporte y compañía. Me planté en París para tomar parte en una
regata de remo única. El plan fue cosa de Chepe y el proyecto Enrolados, que
decidieron persuadir a los organizadores de una regata no competitiva para que,
por una vez, y a modo de singular exhibición, dejaran inscribirse a su
trainera. La Traversée de París et Hauts-de-Seine, es una gran fiesta del remo.
La organización corre a cargo de la Liga de Remo de la Isla de Francia. El
espíritu del evento es el de una fiesta deportiva en la que más de mil remeros
se reúnen para practicar su deporte por un escenario único y exclusivo. Tan
especial resulta el recorrido, que la mayor parte de él únicamente permite el
paso de embarcaciones de remo durante la celebración de la prueba, que es
tempranera, tiene límite horario y se organiza una vez al año o cada dos.
Quizás por el carácter abierto,
integrador y masivo que tiene la iniciativa, o por alguna otra razón que
desconozco, el caso es que para esta manifestación deportiva los organizadores
se decantan por la elección de unas yolas de banco móvil, de cuatro remeros y
timonel, como modelo de barco admitido. Así que los alrededores de las
modernas, amplias y prácticas instalaciones del club náutico de Sevres, en la
orilla izquierda del Sena, se ven invadidos por cientos de este tipo de
embarcaciones. Las hay de última generación, de batalla, de escuela, de
alquiler, etc. Y por supuesto, como es de esperar, con muchos barcos de diversa
antigüedad, con sus cascos de maderas ligeras, pulidos barnices, y detalles de
antaño.
Interior de una d elas naves del club de remo.
Preciosa yola clásica.
Otros dos ejemplares de madera.
En realidad, mi afortunada
participación en esta regata llegó de rebote. Myriam es quién en está enrolada
de forma habitual en el grupo de remeros con los que Chepe navega
habitualmente. Mi caso es diferente, no formo parte del grupo (son demasiadas
aficiones deportivas ya), pero remo cuando surgen oportunidades en diversas
traineras de veteranos. Así remé en la Navigatio celebrada en verano en
Santander, o en otras ocasiones en las que los escasos barcos que se dedican a
este tipo de remo, medio deportivo medio cultural, me han necesitado para
completar sus bancadas. Lo que sí tenía claro desde que Myriam decidió
apuntarse, es que viajaría a París para verla remar. Con el paso del tiempo, el
entusiasmo colectivo inicial del grupo de remeros (el plural masculino es
cuantitativamente anecdótico, ya que, en tal grupo, por lo general, siempre
suele haber más mujeres que hombres) se fue topando con la cruda realidad de
las obligaciones personales de cada uno, así como con la vuelta a la rutina
post-veraniega, de modo que, a la postre, la trainera no se completaba y
contaron conmigo. Es más, conmigo y, cuando el último aviso de los
organizadores para formalizar el registro nominal de tripulaciones apuraba su
límite de plazo, con dos familiares nuestros residentes en París. Uno de ellos,
en realidad del Alto de Miranda santanderino (Bernardo) y el otro (su hijo
Xavier), asiduo visitante de Galizano, y consumado cocinero de Olla
Ferroviaria. En definitiva, que la trainera quedó “completada” en formato
simétrico (no llevamos proel), con las siguientes personas: patrón Chepe; 1ª
bancada (“marcas): Myriam y Patricia; 2ª Victoria y Bernardo; 3ª Xavier y José;
4ª Álvaro y Javier; 5ª Gabi y Belén; 6ª Pilar y Julio. Todos los
emparejamientos ordenados de estribor a babor.
Una vista de la trainera. (Imagen: Geneviéve Mercey).
Toda la tripulación a la vista. (Imagen: ¿?).
La mayor parte de la tripulación
tomó contacto con las aguas parisinas durante la mañana del sábado. No fue mi
caso, que, con Bernardo, me acerqué a saludar y conocer el “cuartel general”
del evento cuando el grupo ya terminaba aquel breve ensayo previo. El fin de
semana se presentó totalmente veraniego. Mucha luz, mucho calor y nada de
viento. Las explanadas de hierba o de tierra que rodean los hangares, edificios
y estructuras del club, empezaban a acumular botes, aunque todavía aquello
estaba lejos de presentar el aspecto que nos mostraría al día siguiente. Aún
así, ya se vivía buen ambiente, y había tripulaciones practicando, gente
montando sus barcos, etc. En un momento dado nos encontramos con unos veteranos
franceses que tienen proyectada una singladura que cruce el Atlántico a remo
partiendo desde Canarias y llegando hasta la Martinica. Su idea es hacerlo con
una tripulación de cuatro, remando por parejas, alternando el trabajo con el
descanso. Mientras dos reman, los otros descansan, duermen o reponen fuerzas.
Nos contaron esas, y algunas cosas más, mientras contemplábamos su peculiar y
tecnológico barco.
Bote que piensan emplear para cruzar el Atlántico remando.
Cambiando impresiones con dos d elos protagonistas.
Ya que estábamos allí, cuando
nuestro equipo regresaba del agua, ayudamos a desembarcar la trainera,
saludamos, nos informamos un poco para el día siguiente, recogimos a Myriam y
nos fuimos a disfrutar de París. No voy a entrar en detalles turísticos o
viajeros sobre el fin de semana, bastará comentar que lo pasamos bien, tanto el
sábado como el domingo, pero, lo que toca aquí es narrar la experiencia
deportiva.
El madrugón del domingo fue
importante: a las 5,30 de la mañana salía en un primer viaje de furgoneta para
acceder al club náutico. Aproximadamente medio equipo aprovechamos aquellas
intempestivas horas para desayunar lo ofrecido por los organizadores, en un
gran hall del edificio multiusos de la instalación. El local estaba hasta la
bandera, cientos de personas en atuendo de remo, tomando café y croissants a la
espera del comienzo de todo. Entonces sí que había barcos amontonados por todos
los caminos, esquinas o huecos de los alrededores. Todavía era noche cerrada,
pero no había dificultad para prepararlo todo de cara a la navegación. Lo que
si se planteaba como un auténtico problema era echar nuestra trainera al agua.
Básicamente porque eran cientos de barcos los que pretendían hacer lo mismo. La
diferencia es que todos ellos podían permitirse escoger entre la única rampa
existente, o gran parte de la ribera acondicionada para embarcarse
lateralmente. Pero nosotros únicamente podíamos hacerlo en la rampa.
Afortunadamente, la víspera habíamos dejado un carrito junto a la trainera y
con ese apoyo, la ayuda de voluntarios y la colaboración de todos, conseguimos
echar a andar e irnos haciendo un hueco en el atasco. El barco imponía, además
de llamar la atención, así que los equipos que por allí andaban se hicieron
cargo de la situación y se apartaron lo suficiente como para que pudiéramos
acceder a la rampa. Allí, con prisas manifestadas por uno de los organizadores,
nos echamos al agua junto con los últimos barcos de la extensa flota.
El momento resultaba de lo más
emotivo, de noche, flotando en Sena, rodeados de botes de remo, esperando el
momento de empezar a bogar hacia el centro de París. Algo francamente difícil
de imaginar. Creo que todos éramos conscientes de estar viviendo un momento
único y seguramente irrepetible. Y así nos pilló una salida, algo tumultuosa y
en la que, de primeras, nos encontramos atrás de todo, a cola. Pero nosotros a
lo nuestro, remada tranquila y económica. De “supervivencia”, conscientes de
que el trayecto iba a ser muy largo. Con algunas órdenes (pocas) y muchos
comentarios didácticos y motivadores, Chepe se fue haciendo con el barco. En el
sentido de que la tripulación, que recordemos, trabajaba junta por primera vez,
tardó un rato, y unos pocos kilómetros, en encontrar un mínimo solvente de
coordinación y cohesión interna. Entretanto, había que ir sorteando
embarcaciones, algunas de las cuales mostraban comportamientos y trayectorias
algo erráticas. Algún bocinazo de soltó de borda a borda, y muchas chanzas en
lengua materna, confiados en que el resto de timoneles no entendieran
suficientemente bien el significado de improperios o comentarios alusivos desde
nuestras bancadas. Pero todo ello con buen “rollo”, picardía, gracia y guasa
castiza. Vamos, una auténtica raquerada, pero en el sentido original del
término, el de aquellos chiquillos de machina y norays, que se pasaban el día
buscándose la vida, la diversión y la madurez, sin el apoyo de la academia,
pero buceando doblemente: en las aguas de la bahía santanderina rescatando
monedas, y en las de la escuela de la vida, intentando salir adelante.
A medida que el trabajo en equipo
se fue haciendo más eficaz, empezamos a alcanzar y superar a algunos botes. Eso
significaba varias cosas, en especial, que progresivamente íbamos remando
mejor, pero, además, que el ritmo inicial aplicado por bastantes tripulaciones
estaba siendo excesivo para un recorrido de aquellas dimensiones. Por si tan
tranquilizadoras evidencias fueran poca cosa, la mañana iba ganando terreno y,
tras un agradable rato de navegación nocturna, el amanecer empezaba,
lentamente, a iluminar el río y sus alrededores, descubriéndonos París con
misterio y parsimonia. Inicialmente, en un tramo de aspecto residencial en una
orilla, y de edificios de negocios orgullosamente modernos en la otra. La
emoción se iba disparando, tanto, que los primeros kilómetros los recorrimos
casi sin darnos cuenta, de modo que una pátina de luz dorada mostraba un
espectáculo de película cuando alcanzamos la Torre Eiffel. ¡Estábamos allí! Era
verdad, tan cerca, tan bonito… ¡No! ¡más! Mucho más de lo que podíamos haber
anticipado en nuestra imaginación. Realmente más.
Remando en dirección a la Torre Eiffel.
A partir de allí, el sol fue
ganando terreno progresivamente y nos empezó a regalar una mañana perfecta. Y
también a partir de allí iniciamos el tramo más monumental, turístico y
admirado de la capital francesa. Ante nuestras bandas fueron desfilando todos
los iconos: Trocadero, Gran Palais, Campos Elíseos, Inválidos, la Asamblea
Nacional, la plaza de la Concordia, el Museo d’Orsay, el Louvre, etc. Hubo
despistes eventuales, algunas palas chocaron de vez en cuando, y no siempre el
trabajo colectivo fue del todo acompasado, pero la disculpa es evidente y
estaba sobradamente justificada: había que mirar mientras se remaba. Mirar,
admirar, emocionarse, ensimismarse y tratar de no perder detalle del entorno,
de registrar todo aquello en la memoria, aprovechando el privilegio de poder
percibirlo desde la perspectiva del casco de una embarcación modesta y a una
velocidad de avance a escala humana.
Una trainera remando en París.
Concentración en las bancadas.
Bogando bajo los puentes.
La regata.
Barcos y más barcos.
Acercándonos a Notre Dame.
Con Xavier durante la breve parada.
Otro detalle que ayudó a
revalorizar más, tan singular e inolvidable experiencia, fue que a lo largo de
todo aquel trayecto que atravesaba el París más monumental, nos vimos ya
acompañados por muchos otros botes. La mayoría de sus tripulantes nos saludaban
y animaban. La trainera llamaba la atención por su singularidad, y nuestra
sensación fue que resultó muy bien recibida. Las lanchas auxiliares y de apoyo
se nos acercaban constantemente, y nos cosieron a disparos fotográficos durante
la mayor parte del recorrido. Pero eso era lo de menos, mejor aún era sentirse
otro barco más, vivir el constituir parte de aquello, una enorme comunidad de
amantes del remo, reunidos en un escenario único.
Y así, cuando nos quisimos dar
cuenta, ya estábamos surcando las aguas que bordean las islas de la Cité. Notre
Dame nos recibió casi tan imponente como siempre, pese al tremendo desaguisado,
especialmente interior, que supuso su reciente incendio. Al superarla pudimos
contemplar un espectacular entramado de madera que está siendo levantado bajo
su estructura de piedra. Los trabajos parecen ir sin pausa, y mirando el templo
con un poco de perspectiva, el edificio y su proceso reparador quedan bien a la
vista. Muy poco después de superarla, nos aproximamos al lugar en el que se
ejecutaba el cambio de sentido, el extremo este de la isla de San Luís. Hay que
decir que para entonces nuestro barco había traspasado (por debajo) ¡25
puentes! Todo un surtido de estilos, épocas, funcionalidades y soluciones
técnicas. Desde los más anodinos, a los más románticos, estilosos o
emblemáticos de la capital gala. Y ahora tocaba volver a pasar por ellos en sentido
contrario, eso sí, con una casi imperceptible (pero útil) corriente a favor.
Pasar bajo los puentes podía aportar alguna o varias novedades con respecto a
la remada a cielo abierto: agradecida sombra temporal a esas horas, ya algo más
avanzadas, de la mañana; entretenimiento visual al poder ver tan de cerca sus
detalles; referencia de orientación, apoyada por la identificación de los
mismos por parte de Xavier o Bernardo; también algo de intríngulis de maniobra
cuando los pilares provocaban estrechamiento y había coincidencia con otros
botes; o, lo mejor de todo, que sobre ellos hubiera gente mirando y
manifestaran su apoyo con vítores de ánimo. En ese sentido, sospecho que lo
singular de nuestra embarcación, su tamaño y las banderas enarboladas a popa, tuvieron
un efecto multiplicador. Portábamos una bandera de España que pareció despertar
enormes simpatías entre el púbico y algunas tripulaciones. Más aún,
considerando que justo debajo de ella, habíamos colocado, como gesto de
cortesía, la bandera francesa.
Nuestra trainera luciendo bandera. (Imagen: Catherine Le Scao).
Finalizado el viraje, y tras un
trecho de eficaz boga de regreso, cuando el patrón consideró oportuno, que fue
cuando la densidad de barcos se redujo un poco, nos detuvimos para beber agua,
comer algo y hacer un cambio de distribución. Xavier y yo intercambiamos
nuestros puestos (de una banda a la otra en la misma bancada). Tras pocos
minutos de fotos y risas en la parada, volvimos al trabajo y fuimos remando en
busca del punto de llegada. Como la fatiga, casi más postural que física, se
iba acumulando, y el “descubrimiento fluvial” del itinerario ya no era tan
novedoso, el regreso se hizo más duro que la ida. Compartimos la vuelta con
algunos barcos con los que nos alternábamos posiciones. La impresión que me
llevo del perfil de participantes en el evento es la de (aunque haber había de
todo) gente de cierta edad, lo que la administración deportiva viene a
calificar habitualmente como veteranos o “máster”, con bastante equilibrio
numérico entre mujeres y hombres. Parce claro que el remo de banco móvil es un
deporte bastante arraigado en Europa desde hace muchos años, con practicantes
muy fieles a él a lo largo de la vida, muy recomendable para mantener un estilo
de vida saludable, y desde hace tiempo bien afianzado en ambos sexos.
En pleno esfuerzo. (Imagen: Christophe Charnay).
Finalizamos la regata muy
contentos y satisfechos de haberlo logrado con solvencia, sin problemas y
dentro del margen temporal programado por la organización. Tras una breve
champa final, de cara a la galería, saludamos al personal levantando nuestros
remos, antes de dirigirnos a la rampa que, en aquel momento, casi tenían ya
reservada para nosotros.
Remos alzados al final. (Imagen: Jean Marc Dutertre).
En tierra hubo abrazos y
felicitaciones, muchas caras sonrientes y alguna que otra visita de familiares
o amigos. Tras recoger el barco y el equipo, y dejarlos presentados sobre el remolque,
pudimos premiarnos con unas cervezas mientras hacíamos tiempo para que mermara
la cola que esperaba para comer. Y es que el evento también incluía una comida
masiva. Paella, vino y postre, disfrutados al aire libre en múltiples mesas
esparcidas por todo el recinto. Fue entonces cuando percibí a un patrón mucho
más satisfecho que en cualquier otro momento anterior. Sentado allí, reunido
con su tripulación, con los deberes hechos, los administrativos, los
logísticos, los del desmesurado traslado, los deportivos, etc. Allí estaba él,
con todos nosotros, disfrutando de la comida, de las evidentes caras de
felicidad de sus pupilos, sentados “a la mesa con” ¡mil remeros de toda Europa!
Toda una comunidad de personas en aquel momento reunidas por un sentimiento
común, la pasión por el remo. Por el remo deportivo y por el remo cultural, esa
otra vertiente que te mueve a tomar parte en un evento de estas
características, en el que el resultado pierde tanta importancia que, de hecho,
desparece. En el que la acción, el escenario, la comunidad y la belleza de
líneas de los botes, prevalecen sobre lo demás.
Más tarde llegaron las despedidas
de algunos. En realidad, al igual que las bienvenidas, ambos procesos duraron
varios días porque fueron escalonados, pues cada cual se organizó como
buenamente pudo. Los más sacrificados de todos, sin duda, fueron Gabriela,
Chepe y Julio, que se encargaron del transporte de la trainera tanto en la ida
como en la vuelta. Todo un alarde de paciencia, decisión y generosidad que personalmente
quiero agradecer mucho desde aquí.
Así viajó el barco.
El grupo, dentro y fuera del
barco, no se comporta como hipotéticamente se podría de esperar de una
tripulación de remeros. Es indisciplinado, dado al individualismo, poco
cohesionado, muy desorganizado y abanderado práctico del libre albedrío. Un
auténtico caos que lo mismo encuentra dificultades para levantar el barco de
una vez, que para conseguir sentarse unido para cenar. Sin embargo, funciona. Y
lo hace muy bien. El talante es excelente, lo mismo que la tolerancia mutua y,
desde luego, la buena educación. Todo el mundo parece tener claro que acude a
remar para divertirse, y ya tiene edad suficiente como para no querer ir por la
vida coleccionando nuevos problemas donde no debiera haberlos. Sentados en las
bancadas, el caos amaga constantemente en aflorar, pero no llega a cristalizar
del todo. Así que el barco avanza, quizás más despacio de lo que podría, pero
continúa, funciona y maniobra. Y no lo logra a costa de un estilo de mando
autoritario por parte del patrón. Al contrario, Chepe se muestra paciente, poco
exigente, más vacilón que severo, didáctico y, especialmente, atento a las
personas menos experimentadas. Su atención y dirección se hacen más presentes
en los momentos en los que la navegación puede resultar más complicada. Por el
contrario, cuando la tarea parece estar bien encarrilada, se ensimisma con los
detalles externos, disfruta de todo, entona canciones, se involucra en las
conversaciones y… en esto tenía razón Julio… el barco puede acabar acumulando
alguna milla más de la cuenta, aunque dejando tras de sí una estela de líneas
creativas… casi artísticas.
El grupo posando de regreso a tierra.
Me mereció la pena el evento,
creo que nunca lo olvidaré. Es una des esas experiencias deportivas que se le
quedan a uno grabadas. Lo tuvo todo, esfuerzo, entorno, gente, prestigio,
emociones… Pasar de la persecución fulgurante, visual y rodada, de una pelota
de hockey, a la pausada remada un amanecer, casi me supuso un viaje en el
tiempo, pero, tratándose de experiencias tan plenas, creo que el ser humano se
adapta a ellas de inmediato.
Liébana “activa”.
El tercer fin de semana de
septiembre estaba liberado de acontecimientos deportivos. Y lo estaba, entre
otras cosas, porque las fechas las tenía comprometidas con un importante asunto
de trabajo que me llevó a permanecer en Potes (capital lebaniega) y sus
alrededores, durante cuatro jornadas (fin de semana incluido). Las obligaciones
laborales tenían mucho que ver con el deporte, en concreto con varias
disciplinas catalogadas dentro del deporte aventura y de montaña. Sin embargo,
en principio, no me obligaban a practicarlo. Lo que pasa es que soy de los que
gustan de comprobar y supervisar las tareas encomendadas “de cerca”, así que al
final, la estancia resultó bastante activa y, al menos en tres de las cuatro
jornadas vividas allí, practiqué algo de deporte. Ni hockey sobre patines, ni
remo… senderismo de montaña y un poco de bicicleta de carretera. Por lo visto,
el mes seguía empeñado en hacerme diversificar el desempeño físico.
Liébana es un paraíso gastronómico,
etnográfico, climático, casi espiritual y, por encima de todo, geográfico. Si
no voy más por allí es porque me queda lo suficientemente lejos (en unidades de
tiempo que no de distancia) como para acudir allí para una única jornada. Ya de
ir, merece la pena pernoctar por la zona y aprovechar más días. Pero siempre me
pasa igual, en cuanto estoy allí, me digo que debería organizarme para volver
mucho más a menudo. En cualquier época del año, buscando las nieves de sus
montañas durante el invierno, o recorriendo todo su entorno durante el resto
del año, en cualquiera de las modalidades de desplazamiento deportivo que
aquellos parajes sugieren.
La labor del primer día de
estancia allí nos llevó a una de las típicas canales que ascienden desde el
lecho del desfiladero de la Hermida, hacia los “puertos” del Macizo Oriental de
los Picos de Europa. Dejamos el coche junto al templo mozárabe de Santa María
de Lebeña y caminamos hasta un lugar de encuentro, a partir del cual nos
aproximaron algo en un todo terreno. Desde determinado punto en el que la
canal, verdaderamente, empieza a adquirir tal morfología, iniciamos nuestra
marcha. Primero superando las duras rampas de una pista, pero enseguida tomando
un sendero pedregoso e irregular que zigzagueaba entre pedreras, pedregales,
peñas y parches herbosos. A ambos lados, dos imponentes aristas de roca caliza
iban canalizando el acceso a un estrecho collado que se iba intuyendo por
arriba. Por su parte, el terreno se iba empinando cada vez más, a la vez que
estrechando. Por detrás, o mejor dicho hacia abajo, Lebeña se iba viendo cada
vez más pequeña, y la carretera del desfiladero adquiría una perspectiva más y
más cenital. Tras un buen rato de ascensión, alcanzamos el collado del Agero y
desempeñamos nuestra tarea al otro lado, con la vista puesta en las brañas y
pastos de los puertos, y el paisaje de cumbres allí desplegado.
Iglesia mozárabe de Santa María de Lebeña.
Pueblo lebaniego desde la ascensión hacia el Agero.
La canal va tomando forma a mi espalda al ascender.
En pleno claro rocoso.
Hermosa vista del tramo final del desfiladero de la Hermida.
Más tarde tocó descender lo
subido, y atravesar un tramo de bosque de ladera, hasta alcanzar un claro
ocupado por un caos de enormes rocas y formaciones calizas. Un tipo de espacio
muy característico en los Picos. Aunque los asuntos de trabajo nos llevaron la
mayor parte del día, en el rato libre que me quedó por la tarde me acerqué en
el coche hasta Santo Toribio de Liébana, para intentar algo que nunca hasta
entonces había hecho: recorrer los senderos que permiten visitar todas las
ermitas que hay a su alrededor. Como siempre que he peregrinado hasta allí he
llegado con el tiempo ajustado, cansado o con compañía, tal llegada parece convertirse
en una especie de final logrado, y no surge la inquietud o la motivación
necesarias para las mencionadas visitas. Total, que aquella tarde, a solas, me
volví a calzar las botas y fui recorriendo, una a una, las ermitas que logré
encontrar. Primero la de Santa Catalina, estructuralmente restaurada, que es la
más grande de todas. Se accede por una pista agradable que discurre entre
bosque y prados. Ofrece buenas vistas y dispone de una torre de tres pisos que
las mejoran aún más. En dirección opuesta, la pista se va haciendo más montaraz
hasta convertirse en sendero. Se interna por un bosque muy frondoso y de gran
diversidad arbórea, y, a partir de determinado momento, incrementa el gradiente
de ascensión. Primero ofrece la visita a la minúscula ermita de la Cueva Santa.
Se encuentra agazapada en un rincón muy umbrío. Apenas constituye una pequeña puerta
de arco, seguida de un corto pasillo, todo ello construido en piedra. Sirvió de
escondite para la famosa reliquia del Lignum Crucis durante la ocupación
francesa. No sé si por culpa del poco interés derivado del agnosticismo
racional que caracterizaba a los galos en aquellos tiempos, su incompetencia o
falta de información al respecto, pero el caso es que la “santa cruz” se libró
del expolio. De no haber sido así, quién sabe si no hubiera acabado chamuscada,
recientemente, en alguna estancia de Notre Dame en París. Sendero arriba, a
pocos metros, quedan los restos de otra ermita diminuta: la de Santa María de
los Ángeles. Apenas medios muros y el suelo. De todas estas ermitas, las más
pequeñas fueron levantadas con la intención de servir de espacios de meditación
y retiro espiritual al servicio de los monjes del monasterio. Se sabe que hubo
más, aunque algunas resultan difíciles de localizar por culpa de su estado de
deterioro. Cuando alcancé la de Santa María, me encontré allí a un hombre de
mediana edad, vestido con ropa cómoda y ligera, sentado en postura relajada y
con la mirada perdida al frente. La impresión, desde luego, era como de
encontrarse en proceso de meditación, no necesariamente en trance, pero si en
cierto estado de experiencia personal reflexiva y quieta. Le di unas buenas
tardes a las que no contestó con su voz, aunque si me pareció percibir cierta
leve contestación facial. Lo dejé estar, repasé el lugar sin molestar, pero
justo antes de marcharme, no me resistí a preguntarle por si sabía dónde estaba
otra ermita que algunas fuentes sitúan cerca. Me contestó escuetamente, sin
malos modos, pero como habiendo preferido no hacerlo. Sabía de tal ermita, pero
nunca había encontrado rastro alguno de la misma. Me fui de allí temiendo haber
estropeado un propósito de silencio de larga duración. Me acordé de una escena
de la Vida de Brian y me entró una divertida risa interior.
Antes de regresar al monasterio tomé
el Camino de Santiago en busca de la ermita de San Pedro. No la encontré, pero
la caminata mereció la pena porque atravesaba un bosque de ladera de una
sorprendente variedad de especies arbóreas y arbustivas. Robles, castaños,
nogales, manzanos y abetos se mezclaban con desorden. Cuando anduve bastante
más de lo supuestamente esperado para dar con los restos del templo, me di la
vuelta. De regreso al monasterio, caminé pocos cientos de metros hasta la
ermita de San Miguel. Está arreglada, tiene más porte y ofrece unas excelentes
vistas de las montañas y de Potes. Lo malo es que se llega a ella por una
prolongación de la ancha carretera de acceso al monasterio. Eso hace que pierda
bastante encanto.
Ermita de Santa Catalina.
Regresando de buscar la de San Pedro, vista de la torre de la de Santa Catalina y Potes al fondo.
Al final, entre pitos y flautas,
aquel día acabé realizando mucho senderismo de montaña. Por eso mismo decidí
cenar pronto y tranquilo, pero, un inesperado encuentro casual a las puertas de
mi alojamiento acabó sumiéndome en una velada de cañas, y en una animada cena
compartida con dos guardias civiles del GREIM, un simpático personaje de
Campoo, un gallego practicante de triatlones y nados de larga distancia (además
de fascinado por cualquier tipo de ciclismo), unos de los mejores expertos
mundiales de la preparación de veleros de competición y un especialista del más
alto nivel en competiciones de navegación transoceánica y vueltas al mundo a
vela. Aquello fue divertido e interesante a partes iguales. Lejos de
convertirse en una contrariedad, el encuentro fue un auténtico golpe de suerte.
Al día siguiente nos instalamos
en el castañar de Pembes. Un lugar precioso que ya conocía de anteriores
ocasiones, en el que incluso llegué a participar en una carrera de orientación
algunos años atrás (otra prueba de mi enfermizo “polideporte”). Solventadas las
primeras tareas, inicié otro recorrido de senderismo que, aunque breve, resultó
muy hermoso y variado. Crucé el castañar en descenso por un camino que no
conocía. Caminé entre castaños, vegetación asilvestrada y algunos robles. Fui
completando un gran círculo siguiendo una vaguada que me dejó en unos prados.
Aquello llevaba las trazas claras de convertirse en otra canal dirigida hacia
el desfiladero de la Hermida, pero giré y empecé a ascender por algunos pastos,
hasta encaramarme en un pequeño collado bastante más elevado. Al superarlo,
encontré una pista que me permitió acceder hasta un espectacular mirador
natural calizo que ofrecía una vista muy aérea del desfiladero. Desde allí, tan
solo me quedó invertir el sentido de aquella última pista para regresar hasta
el punto de partida por la dirección opuesta, completando el círculo. La tarea
de la tarde nos exigió otra pequeña caminata de aproximación hasta unas paredes
calizas no muy alejadas. Un breve trayecto en coche, unas rampas empinadas de
hormigón, y un ascenso de ladera por un sendero roto que discurría entre
hierbas, tierra descarnada, rocas, pedreras y demás irregularidades. Trabajo de
campo.
Hermosos ejemplares amenizan la braña.
El paseo invita a descender hacia el desfiladero.
La tarde del tercer día cambié
las botas de montaña por la bicicleta de carretera. Aproveché aquel momento
para matar dos pájaros de un tiro: ascender la vertiente de un puerto que
siempre me había tocado recorrer en descenso, y probar la última bicicleta que
había montado hacía poco. El puerto era Piedrasluengas por su vertiente norte,
la más larga. No es duro de pendiente, pero son 30 kilómetros de ascensión, así
que no está nada mal. La bicicleta era una Vitus 797 sobre la que espero
escribir a no mucho tardar. Ya la había utilizado en recorridos muy cortos
alrededor de casa, pero había que probarla en la montaña. De hecho, aunque
funcionó bien, comprobé que requiere algún pequeño ajuste. La ascensión fue muy
tranquila, sin apenas tráfico y disfrutando de un trazado muy sinuoso, un
asfalto excelente y unas vistas magníficas. Más de entorno próximo que de
grandes horizontes. Un corzo me miró tranquilo, quieto y confiado en una curva
de umbría. Quizás extrañado al verme vestido con un maillot del Fagor. El día
estaba plomizo y ventoso. Pese a ello, al coronar el puerto, me acerqué hasta
el magnífico mirador panorámico que hay cerca de la carretera. Allí si que se
aprecian horizontes. Bajo la majestuosa (y por mi querida) Peña Labra, el
visitante puede contemplar una de las visiones panorámicas más clásicas de los
Picos de Europa. Quien por ese puerto pase, sea viajando por el medio de
transporte que sea, ha de parar, contemplar y extasiarse.
Autoretrato en la referencia del puerto.
El mirados de Piedrasluengas con la Vitus en primer plano.
El descenso lo gocé. Me enfundé
unos manguitos y empecé a trazar curvas y más curvas. Al cabo de varios
kilómetros me detuve para ponerme el cortavientos. Luego continué, compartiendo
trazadas con oleadas de motos clásicas. Al llegar a Ojedo, me detuve para
tomarme una cerveza, una ración de quesos lebaniegos y un café. Lo comí en la
terraza, para poder disfrutar del constante goteo de las motocicletas. Resulta
que Potes se convierte (especialmente en septiembre) en un destino de viaje
para los moteros de toda Europa. Franceses, irlandeses, holandeses… y, especialmente
para los británicos. Mi primer día de estancia conviví con varias decenas de
moteros “actuales”. Sin embargo, los dos días siguientes fueron relevados por
una concentración de moteros clásicos. Muchos más, y con máquinas preciosas.
Soy motero. Me gustan las motos, tengo dos y viajo bastante en una de ellas.
Por otro lado, aunque tengo muchos amigos seducidos por “lo último” en material
en diversas las aficiones que comparten conmigo, a mí me tira más lo retro, no
lo puedo evitar, me gusta disfrutar de lo actual (no necesariamente el “último
grito”), pero me apasiona lo retro, tanto en vehículos de diversa índole, como
en material deportivo. Es más, parte de la culpa de que empezara hace algunos
años a aficionarme al ciclismo retro, la tuvo el comenzar a restaurar y
coleccionar bicicletas clásicas como sucedáneo “asequible” del deseo no
satisfecho de poder disfrutar de coches o motos antiguas. Así que aquella
coincidencia con los moteros vintage me entretuvo mucho. Fue convivir con una
especie de museo rodante.
Mi trabajo requería permanecer en
Liébana una cuarta jornada. Pero esa no se vio ampliada por actividad física o
deportiva porque una vez finalizado el cometido tenía que regresar a casa. La
tarea incluyó recorridos en todo terreno, tres breves aproximaciones a
diferentes zonas de paredes verticales, mucha observación de escalada, y una
reunión final. Estoy acostumbrado a ello así que no me llamó la atención. Sin
embargo, aquel día tuvo sendos extremos temporales poco convencionales:
desayuné compartiendo mesa con un par de moteros ingleses muy veteranos. Uno de
ellos tatuado, ambos vestidos de cuero, y orgullosos propietarios de sendas
Vincent. Y, a cien kilómetros de allí, cené paella al aire libre, en el
descanso de un concierto muy animado en el que pudimos disfrutar de las
actuaciones de dos brillantes grupos musicales estadounidenses, uno de country
(“Pat Reedy & the Longtime Goners”, procedente de Nashville) y otro de rock
sureño (“Them Dirty Roses”, de Oklahoma). Insospechados amanecer y anochecer
para un día laborable. Tal y como cantaba Rubén Blades… “la vida te da
sorpresas, sorpresas te da la vida…”.
Multideporte, Cuadriatlón de Cazalegas.
Se suponía que el mes iba a
acabar sin compromiso deportivo para el último fin de semana. Aquellos días
estaban reservados, desde antes del verano, para un compromiso laboral
presencial ineludible. Sin embargo, aquella cita dependía de un número mínimo de
aspirantes para ser evaluados. Y finalmente no eran suficientes, por lo que se anuló
la convocatoria, y el fin de semana, unos pocos días antes, quedó liberado. Mi
reacción fue rápida e improvisada. Aquello se convertía en una excelente
oportunidad para un viaje rápido a Madrid, con dos objetivos preferentes: una
visita familiar e ir a ver una exposición de pintura que nos interesaba. Como
complemento, ya puestos, resulta que aquel domingo se iba a celebrar el I
Cuadriatlón de Cazalegas, así que, ni corto ni perezoso, me inscribí a última
hora, pensando en cerrar tan deportivamente variado mes, con un broche final. Y
en una especie de colmo de los colmos, con una modalidad multideportiva,
digamos, “amplia”.
La estancia en Madrid no nos
defraudó (viajé acompañado por Myriam). El viernes cenamos con una
interesantísima pareja. Él, gran viajero en bicicleta. Un recorrido completo
por el continente americano, y otro, de similares dimensiones geográficas, por
Europa y Asia, lo avalan como tal. Ella, una diseñadora-creadora de vestimentas
muy peculiares: su artístico trabajo va desde los trajes de novia de estilo
bohemio muy personalizado, hasta los atuendos de danza de bailarines y
compañías de vanguardia. La amistosa reunión no tuvo desperdicio, cuando uno se
junta con personas cuyas vidas transcurren por entornos muy diferentes al suyo,
si está dispuesto a escuchar, tiene mucho que aprender o con qué entretenerse.
En este caso, todo ello, aderezado por la degustación de buena cocina peruana…
¡Recuerdos y sorpresas culinarias!
La exposición visitada, no solo
no nos defraudó, sino que nos dejó extasiados. Estaba dedicada a Boldini y
algunos pintores españoles con los que tuvo relación. Por mera incultura, o por
el fenómeno que algunos ahora denominan “mainstream”, pero que parece haber
existido en muy diferentes épocas, el caso es que la obra de Boldini, así como
su persona, me habían pasado desapercibidos, ocultos tras las personalidades,
las obras y la fama de tantos y tantos pintores surgidos a caballo entre los
siglos XIX y XX. No es algo de lo que lamentarse, al contrario, ha sido un
descubrimiento tardío, pero, quizá por ello, muy emocionante. ¡Qué retratos!,
qué trazos. Y qué composiciones. Además, un total virtuosismo para tratar
¡mimar! casi por igual, el detalle más diminuto y la visión panorámica general
del lienzo. Únicamente por la exposición, había merecido el viaje a Madrid. Sin
embargo, disfrutamos de algo más. La visita a una familiar de más de noventa
años, cuya “cabeza” sigue en plenas facultades, y que ha sido una referencia en
cuestiones de innovación educativa en nuestro país. Con ella nos fuimos a comer.
Excelentes mollejas en un restaurante de prestigio añejo. De esos con buenos
productos, comida tradicional y un servicio eficaz, educado y con cierto toque
castizo que aún caracteriza a muchos establecimientos de la capital. Hubo
paseo, comida, sobremesa y tertulia de tarde en un jardín.
"El despacho", de Boldini (Imagen: de Wikipedia).
Uno de sus habituales retratos. (Imagen: de Italia Liberty).
Más tarde llegó la hora de salir
de Madrid, tomar rumbo al suroeste e internarse en las serranías toledanas que
se agazapan al sur de la Sierra de Gredos. Preciosos parajes que nos recibieron
con luminosa luz de tarde. Disfrutando de una conducción recóndita llegamos
hasta Sartajada. ¿Por qué allí? Pues porque todos los alrededores de Talavera
de la Reina parecían estar ocupados a causa de eventos multitudinarios, alguno
de ellos deportivo. La hipotética pega nos regaló una estancia idílica. Un
alojamiento bonito, cómodo y agradable, insertado de forma muy natural en mitad
de una dehesa bien cuidada y de relieve algo caprichoso. Todo ello con vistas a
la mencionada cordillera abulense. En definitiva: encantador atardecer,
plácidos momentos de jardín y salón, buena cena y sano descanso.
Y llegó el domingo. El I
Cuadriatlón de Cazalegas parece un heredero natural del que lo fue en Talavera
hace un par de años. Participé entonces en aquel, y por eso me da la impresión
de que este ha sido un traslado y una evolución del anterior. Parece que a esta
nueva localización ha llegado para quedarse, con vocación de crecer y perdurar,
gracias al apoyo de las instituciones locales. El formato, las distancias y la
organización mostraban las trazas ya vividas entonces. Buenas trazas. Su “alma
mater”, también el mismo, todo un cuadriatleta vocacional: Enrique Peces. Un
referente de alto rendimiento que compagina sin problemas la organización de la
prueba con la participación en ella. Ante la escasez de oferta de pruebas de
cuadriatlón en nuestro país, siempre es una buena noticia saber de la
existencia de alguna, más aún si, como está, está bien organizada y, sobre
todo, se presenta con indicios de continuidad futura.
En lo que a mí respecta,
acercarme hasta Cazalegas para tomar parte en el evento supuso un pequeño viaje
al pasado, ya que durante la segunda mitad de la década de los años ochenta del
siglo XX frecuenté mucho su embalse, para formarme como monitor de vela ligera
y de windsurf (más detalles polideportivos). En cuanto al presente, en lo
deportivo, me presenté allí cargado de detalles de irresponsabilidad
técnico-deportiva: sin entrenar y con material obsoleto o desconocido. Algo
que, para bien o para mal, actualmente se está convirtiendo en una constante
habitual en mi vida deportiva. La mañana se presentaba preciosa, luminosa, sin
viento y con calor, pero no excesivo. En los prolegómenos de la prueba eché en
falta a algunos paisanos que suponía que hubieran ido. A cambio, me encontré
con algunos amigos con los que pude charlar y cambiar impresiones. Todo ello
muy agradable.
Con Íñigo, compañero de club.
Con Cefe, semanas después de compartir viaje por el Duero en kayak.
El primer segmento de competición
fueron 750 metros de natación sobre un triángulo de aguas muy tranquilas. Playa
para salir y llegar, buena visibilidad de boyas, un número razonablemente
cómodo de participantes, y mi traje de neopreno básico de surf. Pese a ello, me
fue peor de lo esperado. Empecé nadando muy bien, probablemente más rápido de
lo debido, y por las razones que fueran, el caso es que a mitad de recorrido
tuve unas muy desagradables sensaciones de ahogo o angustia respiratoria. De
hecho, tuve que pararme a coger aire en varias ocasiones. Jamás me había
sucedido algo así. Lo achaco a no haber nadado (en plan de entrenar un poco) en
todo el verano. El caso es que al final del segmento perdí algo de tiempo,
aunque menos de lo que creía. Por otro lado, en la natación… siempre hay gente
por detrás.
Íñigo y Sergio saliendo juntos del agua (muy por delante de mí).
Las transiciones estaban muy bien
montadas, era muy cortas y cómodas. Para el segmento de ciclismo (20 km) había
llevado una bicicleta más bien retro, una Colnago de aluminio de principios de
los noventa, restaurada por mí. Con pedales automáticos, pero con cableado
exterior y cambios (“sincro”) en los extremos del manillar. Poco aerodinámica,
no demasiado ligera y alejada de los estándares actuales del multideporte. Me
lo planteé muy tranquilo, quedándome con la primera rueda que cogí. La de un
joven agradable y colaborador, con el que alterné posición frontal a lo largo
de las cuatro vueltas que teníamos que dar a un circuito de constante ida y
vuelta. En él había dos giros de 180º que ralentizaban bastante la media, y una
ascensión algo exigente hasta la plaza del pueblo, que hubo que acometer cuatro
veces. Tampoco había acudido con muchos kilómetros en mis piernas, pero
reconozco que podía haberme entregado mucho más en la tarea. Aunque para eso me
hubiera hecho falta alguna motivación extra. Algo que no sucedió, pues mi
intención era, sencillamente, el de finalizar la prueba y divertirme.
En fila india en el segmento ciclista.
Rodando al frente en algunos tramos.
Con la clásica Colnago finalizado el segmento ciclista.
De regreso a la zona de boxes,
afronté el segmento del piragüismo (4 km). Y como no podía ser de otra manera,
con lacras previamente asumidas. Llevaba una pala de mi club. No la que he
venido utilizando estos últimos años, porque a alguien se le ha debido romper
este verano (tampoco he pasado por allí en todo ese tiempo), sino otra, más
ligera, pero de diseño bastante diferente. A esa rareza de sensaciones, tuve
que añadir la de montarme en un kayak de alquiler que, aunque previamente había
puesto a mi medida, no llegué a probar previamente. Sé que debería haber
calentado un poco antes de la prueba con todo ese material, pero no me
apeteció. En cuanto a lo de alquilar el kayak, para mis pretensiones, se me
antoja un lujo, porque gracias a ello no tengo que viajar por media península
con en la baca del coche, ni preocuparme si pernocto en cualquier lugar. Al
final, esta “irresponsabilidad deportiva” apenas me penalizó. Lo hizo durante
la primera vuelta a un nuevo triángulo al que había que dar tres. En la segunda
ya fui remando con más naturalidad, y en la tercera incluso apretando a mi
ritmo competitivo normal.
Segunda transición, a punto de regresar al agua.
Iniciando la segunda vuelta.
En plena remada.
Y así me planté en el último
segmento. Me calcé las zapatillas y me puse a correr con ciertas reservas para
evitar, sobre todo, hacerme daño. La carrera también la había abandonado en
primavera, antes incluso que la natación. Así pues, lo que si había hecho,
había sido correr un poco (la distancia aproximada de la prueba) algunos días
antes, creo que unas cuatro veces, las suficientes como para evitarme agujetas
o contracturas por la novedad repentina. El caso es que allí me encontré
relativamente bien. Corrí cómodo y sin excesiva fatiga, y a un ritmo más que
aceptable, dadas las circunstancias. El recorrido era un circuito llano de
terreno natural al que había que dar cinco vueltas. Cumplí con la tarea y
llegué a meta, completando la última actividad deportiva de un mes de lo más
variado.
Durante la carrera a pié.
Ajustándome una goma de recuento de vueltas.
Meta final del cuadriatlón y de un septiembre polideportivo.
Para aquellos obcecados con el
rendimiento, el mes en sí tiene que parecerles un completo disparate. Los
resultados cuantitativos (marcas o puestos) están reñidos con la dispersión de
actividades, con el cambio frecuente de disciplinas y con la ausencia de una
preparación específicamente encaminada a cada reto. Pero es que todo eso no me
va, me parece cosa de “quemados”. Una especie de obsesiva lucha contra la edad,
contra el envejecimiento. Lo respeto, pero me abstengo. Prefiero jugar, siempre
lo digo. Tras la pelota, sobre unos patines (u otros), remando por un escenario
sublime, esforzándome sobre diferentes modos de desplazamiento, etc. Pero para
aquellos que disfruten criticando mi actitud polideportiva, aún les puedo
ofrecer más carnaza: todo este desparrame polideportivo, al menos en tres de
los cuatro fines de semana en los que lo llevé a cabo, incluyó una buena ración
de callos para comer o para cenar. Resulta que, en mi municipio, por tradición,
cada viernes del mes de septiembre, se acostumbra a tomar callos para cenar. Y
como me gustan, procuro ser fiel a esta inercia gastronómica e invito a gente a
comerlos en casa. Otro placer.