A poco
que nos pongamos a rascar en la historia de la tecnología digital, esa que
ahora inunda casi completamente nuestra vida y que entre otras muchas cosas ha
disparado exponencialmente el efecto de la globalización, casi la mitad de las
pistas nos llevan a California, y más concretamente al área de la Bahía de San
Francisco. Sin desmerecer lo que de forma casi simultánea ocurría en el entorno
de la costa este (incluyendo las aportaciones que provenían de Seattle u otros
lugares), Palo Alto, Silicon Valley, el condado de Marin y un creciente espacio
no del todo definible ubicado alrededor de la mencionada bahía californiana se
fue erigiendo en escenario de una compleja sucesión de circunstancias
causa-efecto que acabaron generando parte de la tecnología vigente y expandida
de los ordenadores, Internet, los móviles, etc. Según parece, el profesor
Frederick Terman (Universidad de Stanford) tuvo la brillante idea de buscar una
zona residencial asequible en la que la institución pudiera ofrecer
oportunidades de vivienda y un estimulante entorno de trabajo de innovación
para jóvenes investigadores y emprendedores que, apoyados con capital riesgo,
fueran tejiendo una verdadera red de conocimiento, creatividad y desarrollo
tecnológico. Esto, que ahora mismo suena a rabiosa actualidad, sucedía a
finales de los años 40 y principios de los 50. Los nombres de Hewlett y de Packard, fueron de los primeros
en vincularse con el fenómeno, al igual que muchas personas saltando entre Bell,
Intel y otras diversas iniciativas que a partir de aquel efecto catalizador
empezaron a surgir. Tal entorno fue en el que más tarde surgiría el nacimiento
y desarrollo de Apple, cuya sede original, de hecho, está localizada en
Cupertino. Apple tuvo su primer éxito, gracias a su ordenador personal Apple II,
en la década de los años 70, algo que quizás no hubiera sido posible sin tanta
actividad previa. La fertilidad del asunto parece obvia si tanteamos la fecha y
ubicación de la fundación de Google o Facebook (por poner dos ejemplos muy
mediáticos): ambas en Menlo Park (Palo Alto) en los años 1998 y 2005
respectivamente. No es todo este asunto un tema que me apasione y del que tenga
más conocimientos que un ciudadano cualquiera que haya visto un par de
películas o haya leído algunas noticias o artículos sueltos sobre ello, lo que
sí parece sucedernos a todos al pensar en aquello es que lo asociamos con
ambientes universitarios, culturas de emprendimiento virgen, creatividad
aplicada a las pasiones del conocimiento personal, garajes particulares y
cierto carácter “underground” e independiente, probablemente heredado de los
efectos de la generación “beat” y aquella “contra-cultura” musical, literaria y
hasta, en cierto modo, deportiva.
No muy
lejos de allí, siguiendo la costa hacia el sur, también en la década de los 70,
podríamos hacernos llegar hasta Venice (Santa Mónica). Un lugar en el que la
burbuja inmobiliaria del sueño californiano dejó una especie de esperpento
urbanístico que, pretendiendo reproducir una especie de Venecia en formato de
Sueño Americano, plantó una buena cantidad de residencias con piscinas en forma
de alubias, muchas de las cuales nunca fueron utilizadas o incluso
tempranamente abandonadas. El lugar acabó convertido en una zona deprimida en
la que parte de la sub-cultura surfista más salvaje y radical encontró su
ecosistema de desarrollo. Y a su sombra, sobreviviendo con cautela y con los
ojos muy abiertos, varios niños y adolescentes empezaron a emular a sus vecinos
más mayores, cabalgando sobre sus “skateboards” (monopatines) en un estilo
similar al que observaban hacer sobre las olas. Varios miembros del grupo de
chavales que se reunían en “Dogtown” (como ellos llamaban a su entorno urbano),
si bien eran realmente surfistas, empleaban gran parte de su tiempo sobre
ruedas porque las peligrosas y difíciles condiciones de las olas en la zona
ofrecían pocos momentos para la práctica del surf. Su punto principal de
reunión era “The Cove” en el “Pacific Ocean Park” y la tienda “Zephyr
Surfboard”, bajo el auspicio de la cual fundaron en 1974 un equipo de surf de
niños denominado “Z-boys”. Sin embargo, un año después, ante la posibilidad de
crecer en número de miembros con algunos otros chavales completamente dedicados
al “skateboarding”, decidieron centrarse en la modalidad asfáltica de la tabla.
Tony Alva, Stacy Peralta, Jay Adams, Adrian
Reif, Allen Sarlo, Bob
Biniak, Chris Cahill, Jim Muir, Nathan Pratt, Paul Constantineau, Peggy Oki,
Shogo Kubo y Wentzle Ruml IV; son los nombres de los primeros miembros de la
formación, a la que posteriormente se fueron uniendo otros. Su práctica era de
estilo callejero: derrapando, saltando, “carveando” superficies, descendiendo cuestas
y jugando con los peraltes como si surfeasen el pavimento, e incluso empleando
sus manos en contacto con el asfalto. También experimentaban introduciéndose en
las piscinas vacías de las urbanizaciones, buscando nuevas posibilidades y
verticalidad. En 1975, aprovechando la celebración del famoso campeonato “Del
Mar Nationals” en California, el equipo debutó ante el resto de competidores de
la vieja escuela que basaba sus demostraciones en ejercicios estilísticos
comedidos y artísticamente muy ortodoxos (“figuritas” sobre plano). Para los
jueces la irrupción de los “Z-boys” fue un shock total. Los “macarrillas” se
llevaron gran parte de los títulos en juego gracias a que, ante las dudas y
sorpresa del jurado, sus evoluciones encendieron completamente a un público
asistente que alucinó con aquella revolución. A partir de ese momento nació el
“skateboarding” moderno y se revolucionó la modalidad a todos los niveles:
técnicas, escenarios y estilos de desempeño, cifras de practicantes, presencia
en los medios, popularidad, evolución del material, expansión del territorio,
oportunidades de negocio y… ¡globalización!, a ritmo mucho más lento que el
actual, pero globalización en toda regla. Algunos de aquellos chavales se
convirtieron en estrellas a las que seguí la pista durante unos pocos años,
otros lograron hacer acertados negocios con su deporte y labrarse un buen
porvenir a su costa, y hubo quien… hasta pasó por la cárcel. Cosas de los
ambientes marginales.
Aunque los dos fenómenos
descritos acabaron generando impactos de dimensiones no comparables,
mantuvieron algunas claves muy parecidas: época, raíces culturales con algunos
puntos en común, filosofía innovadora, creativa y hasta rebelde, ambiente de
interacción cooperativa y un entorno geográfico bastante próximo. Todas ellas
variables que también se dieron en el fenómeno del que pretendo ocuparme ahora:
el nacimiento del Mountain Bike (MTB).
Fairfax
es una localidad situada en el Condado de Marin, al norte de la Bahía de San
Francisco. Allí, en la década de los setenta, había un grupo de jóvenes muy
enganchado con la práctica del ciclismo. La crisis petrolífera de la década
había generado cierto boom del uso de la bicicleta en los EEUU, y California
parece ser que acabó siendo uno de los estados en los que más cuajó. Entre los
chavales de Fairfax había tanto aficionados a las carreras ciclistas, como
practicantes ociosos en calles y alrededores. Y algo fue cuajando
progresivamente entre ellos de forma que, en sus escarceos, reuniones
informales y citas, la querencia hacia el campo, las montañas y lo salvaje fue
destacándose cada vez más, así que poco a poco comenzaron a acondicionar sus
bicicletas para hacerlas lo más efectivas posible para condiciones de
“off-road”. Así pues en aquella zona se fue configurando una comunidad de
apasionados practicantes de un ciclismo alternativo que disfrutaba tanto del
mero hecho de montar en bici, jugando por recorridos cada vez más complicados,
como del cacharreo que la preparación de sus máquinas requería. Dicha comunidad
pronto recibiría el apodo de “Clunkers” y no pasaba de unos doscientos
implicados en sus orígenes. Su apariencia estaba muy alejada de lo que cualquier
otro ciclista de la época, en cualquier otra parte del mundo pudiera mostrar.
Los “Clunkers” montaban en pantalones tejanos, con calzado cómodo informal y
con camisetas, chupas vaqueras o las clásicas camisas de cuadros estilo
leñador, y evidentemente, sin casco. Eran “hijos” del movimiento Hippy.
Otoño, 1977 en Fairfax antes de
la salida de la primera carrera de Enduro promovida por Alan Bonds. De izquierda a dercha: Fred Wolf, Wende Cragg, Mark Lindlow, Robert Stewart,
Chris Lang, James Preston, Ian Stewart, Charlie Kelly, Gary Fisher, Joe Breeze,
Eric Fletcher, Craig Mitchell, John Drum, Roy Rivers, Alan Bonds. (Imagen: Jerry Riboli).
En las
diferentes narrativas que con posterioridad han ido apareciendo, tratando de
describir o ilustrar aquel fenómeno incipiente, son varios los nombres propios
que surgen de forma fija en todas ellas ocupando los principales papeles de
protagonismo. Parece ahora buen momento para recordar algunos de ellos:
Joe
Breeze figura como una de las referencias mencionadas por todos los implicados.
Entre sus méritos destacados, además de estar siempre allí, involucrado en la
vorágine del movimiento, aparecen referencias de haberse demostrado como uno de
los más rápidos en los diferentes descensos del Monte Tamalpais, así como el
hecho de ser considerado como el más capaz preparador y constructor artesanal
de las bicicletas más apropiadas. Da la casualidad que, además de todo eso, era
un gran aficionado al esquí alpino, detalle por el que siento especial
simpatía.
Joe
Breeze en pleno descenso sobre la primera bicicleta que se construyó
completamente ex-profeso. (Imagen de: Wende Cragg; Rolling Dinosaur Archive).
El
tándem Gary Fisher & Charlie Kelly es sin embargo el factor humano más
reconocido como germen de todo el movimiento. El primero de ellos (habiendo
sido anteriormente corredor de ciclo-cross) también ha conservado durante largo
tiempo una de las mejores marcas en aquel mencionado descenso. Fisher tuvo la
visión comercial suficiente como para sacar partido de lo que allí surgió, y de
ello derivó su posterior marca de bicicletas así como otras actividades
promocionales que le depararon mucha fama y prestigio. De todas maneras, los
inicios de su actividad emprendedora fueron en asociación con Kelly. Este
segundo parece que era un “espíritu libre” en varios sentidos: patinador y “skateboarder”
en su juventud, alternó el trabajo en su propio negocio especializado en la
mudanza de pianos, con su rol de jefe de ruta del grupo de rock “Sons of
Champlin” (a caballo entre los años 60s y 70s por la zona de San Francisco…
¡pónganse ustedes a imaginar!). De ahí que resulte fácil de comprender que su
papel en toda esta historia fue más de dinamizador participante, promotor
inicial de quedadas, narrador (o trovador) del fenómeno y relator a través de
algunos escritos para revistas. Y de hecho, acabó fundando un fanzine
específico del fenómeno, que en realidad podría ser considerado como la primera
revista especializada sobre bicicleta de montaña: el “Fat Tire Flyer”. Lo que
al principio fue una sociedad surgida de una amistad e interés común entre
ambos personajes, no tardó en disolverse, probablemente por una cada vez mayor
discrepancia de motivaciones, intereses y visiones.
Gary
Fisher en acción sobre una Schwinn modificada y en retrato de años más tarde.
(Imagen: “Mountain bike book” Ch. Kelly & Nick Crane).
Charles
Kelly durante la “Repack” de 1976. Aunque casi nadie utilizaba casco en los
inicios, Charly empleaba guantes de trabajo, rodilleras y coderas, fruto de su
cultura de origen del “skateboard”. (Imagen: Larry Cragg).
Wende
Cragg fue otro personaje muy destacable. Además de ser una de las escasísimas
mujeres que formaron parte de aquel movimiento, estuvo involucrada desde el
principio de todo y sin faltar a la cita durante años, a casi ninguno de los
“saraos” que se fueron sucediendo. Gracias a su costumbre de ir cargando a
todas partes con su cámara de fotos, fue la autora de casi todas las
instantáneas de la época y nos permite ahora disfrutar de un buen acopio de
documentación gráfica. Empezó con los pioneros (¡fue una pionera!) por pura
amistad. La primera vez que salió a dar una vuelta regresó poco convencida por
lo pesada que le resultaba la bicicleta, pero poco a poco se fue enganchando y acabó
tirándose dos años explorando la zona de las colinas de los alrededores de
Fairfax porque no tenía nada que hacer y además vivía al lado. El plan más
habitual era que utilizaban las bicis para buscar su espacio de libertad y
esparcimiento de juventud. Como para irse de “fiesta”. Se llevaban bocadillos, cerveza
e incluso al perro. Y trataban de disfrutar recorriendo la zona natural y
echando risas en cualquier paraje que les apeteciera. Pero todo aquello fue más
allá. Para ella (y para varios más) se convirtió en una forma de vida que aportaba
libertad y plenitud. Le cambió la vida. Anteriormente había patinado sobre
ruedas. Lo había hecho desde que se levantaba hasta que se acostaba. Por puro placer
y a tope. Con la bici le acabó pasando lo mismo, pero además en plena
naturaleza y con sensaciones nuevas y mucho más radio de acción.
Wende
Cragg con la primera “clunker” que le prepararon los amigos. (Imagen: Rolling
Dinosaur Archive).
Para
sus correrías campestres y montaraces los “Clunkers” fueron dando forma
peculiar a sus bicicletas buscando una mayor eficacia práctica de uso. La
mayoría partían de antiguas bicis americanas de rueda gorda, originarias de las
décadas de los años 30 a 50. Con casi absoluta presencia de Schwinn. Sobre esa
base se procedía con las modificaciones: instalación de desviadores para
obtener entre 5 y 10 marchas, bujes con frenos de tambor, manetas y manillar de
moto-cross, colocación de las palancas de los cambios en el manillar y llantas
de hierro de las Schwinn con las ruedas lo más rugosas posible. Todo ello
ensamblado de forma casera hasta conseguir una verdadera máquina “Clunker”,
también denominada en ocasiones “Bomber” o “Cruiser”.
Bicicleta
utilizada inicialmente por Joe Breeze. Una Schwinn de 1941. Llevaba un freno de
tambor delantero añadido y una barra extra de refuerzo que unía ambos cuernos
del manillar. (Imagen: FSO Museum).
Bicicleta
de Gary Fisher sobre base Schwinn de 1941. Incorporaba freno delantero de
tambor añadido, desviadores de cambio delantero y trasero, y cableado y manetas
de frenos de moto. (Imagen: FSO Museum).
Muchos
de los observadores externos de la época y de los años inmediatamente
posteriores al nacimiento del fenómeno del Mountain Bike nos hicimos una idea,
en cierto modo incompleta, de que aquella gente se dedicaba casi únicamente a
disfrutar de los descensos por pistas no asfaltadas. Esa no era la realidad. Su
diversión se repartía en todo tipo de trazados y recorridos ciclistas de
montaña. De hecho, lo consideraban como una modalidad propia, muy exigente a
causa de los ascensos, las dificultades del terreno, etc. descender era tan
sólo una parte de la diversión, y su visión del deporte al completo iba de la
mano de una concepción atlética de la vida. Lo que pasó es que su quedada más
famosa y organizada era un descenso que los reunía anualmente para disputarse,
en formato contrarreloj y con toma de tiempos incluida, la bajada al mencionado
Monte Tamalpais. Aquel descenso informal competitivo fue bautizado como la “Repack”.
La apelación de origen evoca altas dosis de romanticismo entre todos aquellos
aficionados que hayan estado algo atentos al nacimiento del fenómeno de la
bicicleta de montaña (BTT). La “Repack” era un descenso en el que los participantes
partían de uno en uno con una toma de tiempos que quedaba registrada a puño y
letra en un cuaderno. Las salidas eran distribuidas en supuesto orden inverso
al nivel de los implicados: novatos al principio, peores tiempos conocidos
después y los más rápidos hacia el final. El descenso llevaba casi cinco
minutos en el caso de los más rápidos. Se celebró por primera vez en 1976, y
por última en 1984. Año tras año fue teniendo mayor eco e incrementando la
participación y la expectación, hasta convertirse posteriormente en un evento
formal en toda regla, ya bastante alejado del espíritu naif pionero. El nombre
de “Repack”, hace referencia a la necesidad de sustituir y re-envasar el
lubricante de los bujes traseros con freno de tambor a contrapedal tras una
larga bajada de montaña, al quemarse el aceite por el sobrecalentamiento
producido por tanta sucesiva y sostenida fricción interior. Hay que recordar
que muchos de aquellos bujes originales procedían de la patente norteamericana
de New Coaster de 1898.
Charlie
Kelly era quién dirigía la organización de la “Repack” y quién custodiaba las
clasificaciones en su cuaderno. Esta es la primera página de la 5ª prueba
celebrada en el primer año (1976). Pues el éxito inicial les hizo celebrar
varias muy seguidas porque siempre había gente que se enteraba algo más tarde.
(Imagen: sonic.net/~ckelly/Seekay/repack_results.htm).
En el
año 1978 un tal Richard Nilsen escribió un peculiar artículo publicado en
“Co-Evolution Quarterly” en el que se refería (en realidad descubría para el
resto del país) a la existencia de esa especie de tribu de marginales
practicantes de un ciclismo campestre, y lo titulaba “Clunker Bikes”. Un punto
importante de aquello fue que, entre otras cosas, el reportaje sirviera a los
practicantes californianos para saber que no estaban solos, ya que resultaba
que en una olvidada población de las Rocosas en Colorado otra gente tenía unas
costumbres ciclistas hasta cierto punto parecidas. Así que unos pocos (muy
volcados) del condado de Marin (Kelly, Breeze, Fisher, Castelli y Wende Cragg)
decidieron desplazarse 1000 millas y plantarse allí para conocer el ambiente de
las Rocosas participando en la denominada “Crested Butte to Aspen Klunker Tour”
(El tour ciclista de Crested Butte hasta Aspen). Se trataba de una excursión
grupal de dos días, con acampada en un paraje a más de 3000 metros de altitud (Cumberland Basin), e incluyendo el Pearl Pass
(3871 m) durante el recorrido. Una distancia geográfica de 35 millas línea
recta (un rodeo de más de 100 por carretera) que se acometía utilizando pistas
forestales y diferentes combinaciones de trazados. La actividad reunía a toda
la población practicante de Crested Butte y a unos pocos vehículos de 4x4 que
ejercían de asistencia y de portadores del material de acampada. La primera
edición databa de dos años antes (1976) y surgió como respuesta colectiva
cuando los parroquianos del Grubstake Saloon se quedaron perplejos ante la
inesperada aparición de una excursión de moteros de campo procedente de Aspen.
Hay que decir que en aquella época Crested Butte venía a ser una especie de
población pobre y olvidada, con dedicación casi exclusiva a labores forestales
y de lucha contra incendios, mientras que Aspen representaba la crema y el
glamur asociados con la práctica y el turismo de los deportes de invierno. Así
pues, “su excursión” resultó de lo más icónica, con su indumentaria habitual de
pedaleo (ropa vieja, sucia y rota, nada específica) y sus bicicletas de tipo “chopper”
poco o nada adaptadas. Los de Colorado no habían evolucionado apenas en el
tratamiento de sus monturas porque la mayor parte de su entretenimiento
ciclista se desarrollaba hasta entonces en el caso urbano, con alardes, saltos
en rampas improvisadas, etc. Décadas después Crested Butte acabaría
convirtiéndose en una de las capitales mundiales del Mountain Bike.
Preparados
para la 2ª edición en Crested Butte, en 1978. (Imagen: Wende Cragg).
Foto
de grupo de 1978 en el Pearl Pass. (Imagen: Wende Cragg).
Recapitulando
ligeramente el fenómeno, desde el punto de vista de la industria de la
bicicleta, y de la mano del legado descrito por Ch. Kelly, todo empieza en 1976
con la fabricación de una bicicleta específica por parte de Craig Mitchell por
encargo del propio Charles Kelly. Ambos eran amigos y en la bici en cuestión se
tuvieron en cuenta buenas ideas, pero el resultado no fue el esperado y
decidieron desmontarla. Al año siguiente (1977) fue Joe Breeze quién se fabricó
una que enseguida fue también encargada por Kelly y acabó teniendo que ser
replicada hasta en diez unidades. Montaba frenos tipo cantiléver, manillar
plano y manetas de moto. Lo peor era la escasez de disponibilidad de surtido de
llantas y neumáticos apropiados. Aquella es probable que pueda ser considerada
como la primera BTT específicamente diseñada desde cero. Posteriormente Breeze
desarrollaría su propia marca de bicicletas que aún existe hoy en día: Breezer.
Varias
“Clunkers” pioneras expuestas en el Marin Museum of Biking. (Mike T. – yelp.com)
Joe
Breeze posa con la primera de sus 10 unidades fabricadas artesanalmente.
(Imagen: Wende Cragg).
Al
principio siempre habían utilizado bicicletas antiguas modificadas a base de
incorporar (en algunos casos) un freno de tambor delantero, y un manillar y
maneta de moto. El añadido de desviadores de cambio se les había ocurrió en
1974, tras ver las bicicletas de ciclo-cross que Russ Mahon y otros corredores
de Cupertino llevaron a Mill Valley para el “Campeonato de ciclo-cross del
Oeste”, compitiendo bajo el apodo “Morrow Dirt Club”.
En 1979
fueron los hermanos Don y Erik Koski quienes pusieron en marcha su propio
intento. Con fallos de construcción el resultado no cuajó, aunque desde
entonces el segundo de ellos continuó preparando bicicletas, diseñando
horquillas irrompibles, importando material adaptable y vinculado al desarrollo
de la BTT. Entretanto, Breeze y Otis Guy se estaban preparando para una
tentativa del récord Coast to Coast en bicicleta. Pensaban acometerlo en tándem
y para ello encargaron uno al constructor artesanal de bicicletas Tom Ritchey,
residente a unas 50 millas de Marin. Hay que decir que para entonces, el propio
Ritchey, ajeno al fenómeno de los “Clunkers”, se había construido una bicicleta
de corredor basada en la tendencia de bastantes cicloturistas europeos que
apostaban por ruedas de 650. La idea de Tom era la de gozar de una bici con
prestaciones aceptables pero a la vez resistente y utilizable por caminos.
Cuando Breeze le enseñó la suya, el contacto vital quedó establecido. Ritchey
empezó con una tirada de tres bicicletas con ruedas de 26 pulgadas: una para
él, otra para Fisher y la tercera para un amigo de Gary. La vena promocional de
Fisher parecía despertarse y encargó otras dos bicicletas a Jeffrey Richman,
las cuales también consiguió vender enseguida. Fisher y Kelly se asociaron y
fundaron “Mountain Bikes”, aunque por algún error administrativo perdieron los
derechos sobre el nombre que perduraría como denominación genérica hasta
nuestros días. Encargaron cinco bicicletas más a Ritchey, que vendieron de
nuevo con facilidad. El proceso se organizó de manera que Ritchey fabricaba los
cuadros, mientras que Fisher y Kelly los montaban con piezas y los vendían.
Todo ello se llevaba a cabo en sus casas y con precios muy elevados. Enseguida
llegaría la utilización en un local y la dedicación formal plena.
Primera bicicleta de
montaña Ritchey (1979). (Imagen: SFO Museum).
Tom Ritchey en una de sus
primeras bicicletas de montaña. (Imagen: “Muntain bike
book” Ch. Kelly
& Nick Crane).
La
industria ciclista hacía caso omiso de todo este proceso pese a ser cada vez
más consciente de su existencia a causa de la prensa. Sin embargo no supieron
verlo claro o no les pareció que fuera a cobrar verdadera relevancia. El
primero en hacer un poco de caso fue precisamente Schwinn (cuyas bicicletas habían
sido base del asunto). Se percató de la creciente dimensión al comprobar el
crecimiento de la demanda de sus componentes y reaccionó lanzando un modelo “Cruiser”,
algo influenciado por las modificaciones habituales entre los “Clunkers”.
Entretanto, el fenómeno BMX tomaba fuerza y consistencia generalizada con
ampliación de mercado, tanto en medidas de rueda de 24 como en 26 pulgadas.
Gracias a ello los primeros constructores artesanos de bicicletas de montaña
pudieron ampliar sus recursos de componentes (ya hacia el año 1979) con mayor
variedad también en neumáticos y llantas.
Las primeras
bicicletas de montaña hacen su presentación pública industrial en 1980 en el “Long
Beach Bike Show”. Allí se presentan un par de modelos “off-road” de estilo BMX
y “Cruiser”, además de la bicicleta de montaña Ritchey y otra de los hermanos
Koski. A raíz de aquella presencia, Specialized compra cuatro unidades a Tom
Ritchey como punto de partida para estudiar la posible fabricación de futuros
modelos propios. Para 1981 la participación aumenta hasta quince modelos,
erigiéndose Ritchey en la tendencia a seguir, tanto en diseño como en selección
del equipamiento a montar en las bicicletas. Specialized debuta con su
Stumpjumper, convirtiéndose en la primera bicicleta de montaña fabricada en
serie.
Respecto
a la respuesta de los grandes fabricantes hay que destacar que mientras en
Europa se dormían en los laureles y mostraban una actitud indiferente o incluso
casi despectiva ante toda aquella efervescencia creativa, por más de uno
considerada ridícula, absurda o hasta irreverente, en Japón poco a poco la cuestión
fue inicialmente observada y en seguida atendida con mucho mayor interés. No
debería por tanto sorprendernos de que la tubería Tange, tan desconocida en la
fabricación de bicicletas de carretera europeas, fuera de lo más habitual entre
las marcas americanas de BTT. En cuanto a los grupos de componentes, tanto
Shimano como Suntour, debutaron en 1982 sacando al mercado los primeros grupos
específicos para BTT de la historia.
De Tom
Ritchey hay que decir que fue en sus bicicletas en las que se basó Specialized,
por lo que representa una pieza fundamental en todo este engranaje. La
casualidad quiso que varios de los principales “Clunkers” originales
contactaran con él. Su cercanía geográfica facilitó la interacción y su oficio
aportó mejor construcción artesana y numerosas invenciones. Supo integrarse
totalmente en el fenómeno y enseguida formar parte de él. Con el tiempo salió
bastante bien parado desde el punto de vista económico y profesional, y con
posterioridad ha continuado implicándose en aventuras ciclo-alternativas, tanto
de diseño de construcción, como de dinamización de proyectos. Por ejemplo fue
una pieza clave para el desarrollo del ciclismo competitivo en Ruanda, tal y
como se cuenta en “La tierra de las segundas oportunidades”, de Tim Lewis (Libros
de Ruta).
Tom
Ritchey posando en su taller casero en una foto reciente. (Imagen: flowmountainbike.com/post-all/n1no-huntforglory-chapter-5-in-search-of-the-beginning).
En
cuanto a Gary Fisher, por muchos conocido como el “padre del Mountain Bike”,
hay que reconocerle ese mérito porque estuvo “allí” y de forma muy activa desde
el principio. Pero tal honor debe compartirlo con otros “clunkers” originales,
en especial con Kelly, Breeze y alguno más. Probablemente fuera él quien
estuviese más dotado de un acertado instinto comercial y más efectiva visión
empresarial, lo que a la postre cristalizó en la creación de su propia firma de
bicicletas Gary Fisher, de gran prestigio en el mundo del BTT. Por otro lado,
durante años demostró ser un gran “biker” y a día de hoy su récord personal de
la Repack sigue siendo un tiempo extraordinario. En el año 1993, su empresa
atravesaba unos momentos francamente difíciles y fue adquirida por Trek para
conservarla como marca propia de prestigio y alta gama en BTT. Aquello salvó el
nombre y ha permitido a Fisher seguir dedicado profesionalmente al mundo de la MTB
como asesor técnico de los nuevos propietarios, diseñando mejoras en las
bicicletas, participando en eventos y poniendo en marcha proyectos de muy
diferente índole. Su ingenio técnico y visión comercial siguen en forma, como
demuestra el hecho de que haber sido quizás el principal precursor de la
implantación de las ruedas de 29 pulgadas en el actual escenario BTT.
Retomando
la historia industrial donde la dejamos hace un momento, se hace imprescindible
introducir en escena a Mike Sinyard. Él fue el fundador de Specialized y
continúa siendo su director ejecutivo en la actualidad. En lo que a nuestro
relato se refiere, Specialized entró en la trama con aquella compra de cuatro
unidades a Tom Ritchey. A partir de ahí, en el año 1980, saca una primera serie
de su mítica Stumpjumper y vende 450 bicicletas en un suspiro. El papel de Jim
Vers como responsable principal de fabricación y desarrollo fue fundamental en
aquellos primeros años. En lo que acto seguido fue convirtiéndose la marca es algo
bastante conocido, y representa uno de los mejores ejemplos de fabricante de
bicicletas de nueva generación con gran éxito. Su crecimiento a través de la
atención especializada y de calidad a mercados emergentes específicos como el
BTT, triatlón, etc. la fueron fortaleciendo como empresa y a partir de ahí pudo
dar el salto hacia la conquista de una cada vez mayor cuota del mercado general
de bicicletas de ocio, así como el de carretera y competición. Pero a mí
personalmente me interesan más algunos detalles de la biografía personal de
Sinyard que me han hecho descubrir lo cerca que me siento de él en varias
formas de entender el placer del ciclismo.
De
pequeño se inició en el disfrute del pedaleo libre y jugado con una bicicleta
de chica, con la cual pronto empezó a buscar, con sus amigos, territorios no
urbanizados en los que jugar a hacer cabriolas, superar obstáculos y practicar
una especie de “cross” no motorizado. Resulta que mi primera bicicleta fue un
regalo de los Reyes Magos cuando yo era aún un niño. Una GAC de aquellas
plegables de entonces. Llegó nuevecita, blanca, con aquel manillar en “uve”,
carterita de herramientas, bomba, luces, guardabarros, trasportín… de todo. Así
se mantuvo cierto tiempo mientras la utilizaba mucho por los alrededores de
casa y por el colegio. En ocasiones fantaseaba con que conducía una
Harley-Davidson Electra Glide de aquellas de policía completamente equipadas.
Pero pronto el territorio de exploración se fue ampliando con mis amigos y
empezamos a disfrutar de los polígonos de nueva construcción de la ciudad, del
barro, de las dunas de tierra, etc. La bicicleta acabó siendo aligerada al
máximo y convertida en una máquina minimalista de la que desapareció todo
excepto lo imprescindible: frenos y pedales. Ahora me doy cuenta de que la
convertí en una especie de “Clunker” en la versión poco evolucionada de los de
Colorado.
Cuenta
Sinyard que su padre, entre otras cosas, se dedicó mucho tiempo a recoger o
comprar lotes de bicicletas viejas y estropeadas para trabajar sobre ellas
recuperándolas y poniéndolas a punto para luego revenderlas. Él, que siempre
siguió las actividades de su padre muy de cerca, aprendió el oficio y lo
replicó de joven durante los años 1969 y 1970. Al poco tiempo viajó por Europa
buscándose la vida, trabajando como mecánico y conociendo parte de los
entresijos de la industria en Italia y en Holanda, para regresar convertido en
un modesto importador de material italiano. Más tarde amplió el negocio con el
desarrollo de neumáticos en acuerdo con fabricantes nipones, y finalmente, se
lanzó a por las bicicletas. En lo que a mí respecta, jamás he tenido vocación
ni ganas de introducirme en el mundo de los componentes ciclistas como negocio
propio. Sin embargo, sí que tengo una clara afición vocacional en eso de
recuperar bicicletas muertas o malheridas y rejuvenecerlas para la vida activa.
A ser posible con una funcionalidad y estética renovadas y acordes con lo que
cada bicicleta me transmite. Así empecé con mis restauraciones, y así acabé en
el mundo ciclista retro, y escribiendo esta especie de reportajes.
Para
profundizar aún más en esta sintonía que afirmo haber detectado entre la manera
de interpretar el ciclismo personal por parte de Sinyard y la mía, he de hablar
de algunas bicicletas Specialized (aparte de toda su histórica y actual gama de
BTTs) a las que él mismo, en algunas declaraciones o entrevistas, ha prestado
especial atención o ha otorgado más importancia. La primera de ellas es la Rock
Combo. Se trataba de una bicicleta de montaña con ligeras variaciones angulares
en el cuadro y un manillar de carretera con las manetas del cambio colocadas en
los extremos del manillar, al estilo de las de ciclo-cross. La bicicleta,
sacada al mercado en el año 1989, pudiera ser calificada como la primera “Gravel”
de vocación. Personalmente no recordaba la existencia de este modelo, aunque
siempre he compartido y asumido el actual concepto “Gravel” como parte de mi
esencia ciclista. Prueba de ello es que en mi viaje por Inglaterra y Gales,
hace ya más de 25 años, mi Razesa de carretera iba equipada con neumáticos de
ciclo-cross. También el hecho de que una de mis primeras restauraciones haya
sido la recuperación de una vieja Specialized Hardrock de 1990, transformándola
en una bicicleta de corredor “para todo” (viajes incluidos), a costa de
colocarla un manillar de corredor. Prometo que no me inspiré en nada más que en
lo que me pedían las ganas de disfrutar de aquella bicicleta. En la actualidad
la marca ofrece una continuidad del concepto a través de su exitosa Tri-Cross,
que “casualmente” poseen dos de mis amigos ciclistas.
Specialized “Rock Combo”. (imagen: retrobike.co.uk).
Mi Specialized “Hard Rock” transformada.
La
filosofía personal de nuestro personaje ya se dejó ver en el primer modelo que
su marca sacó al mercado: la “Sequoia”. Se trataba de una bicicleta de
carretera de acero, con las roscas necesarias para poder ser equipada al gusto
para viajes, y con una combinación de desarrollos pensados para terribles
ascensos o simples subidas con carga. Aquello no dejaba de ser una “afiliación”
al concepto francés de bicicletas “randonneur” o al estilo británico de
cicloturismo, pero al fin y al cabo, al que yo llevo adhiriéndome desde hace
décadas con mis Dawes (la actual y el tándem) y las restauraciones de la
Peugeot PX 11 o mi Razesa de toda la vida (actualmente con triple plato). La “Sequoia”,
en versiones actualizadas de su concepto original, ha seguido reapareciendo en
los catálogos de Specialized desde su nacimiento hasta la nuestros días.
Specialized
“Sequoia” (primera versión, años 80). Imagen: junkyardbike.bikeforums.net)
Otra
versión de la “Sequoia” (1992). (Imagen: bikeindex.org).
El
tercer modelo sobre el que el alma mater de Specialized hace hincapié, cuando
se confiesa con respecto a su ciclismo preferido, es el “Expedition”. En
realidad es prácticamente el mismo concepto que el “Sequoia” pero algo más
viajero, en el sentido de presentarse aún más equipado y con frenos cantiléver
desde su versión original. Al igual que otros, ha ido siendo “recuperado” en el
catálogo a lo largo del tiempo, con las lógicas adaptaciones a las nuevas
tendencias, pero en el fondo representa la bicicleta de viaje que tan difícil
resultaba conseguir (y aún cuesta lo suyo, y se logran con bastantes
restricciones de variedad) en nuestro país. Aquí los fabricantes e importadores
se han empeñado en que no somos una sociedad deseosa de viajar en bicicleta y
casi han acabado haciendo que así sea (una versión ciclista de la teoría de la
“espiral de la mentira” de la opinión pública).
Specialized “Expedition”. (Imagen:
crankbased.blogspot.com)
Catálogo
de la “Expedition”. (Imagen: crankbased.blogspot.com).
Cómo no
podía ser de otro modo, siguiendo la trayectoria apuntada, una vez bien
asentado también en el mercado de la ruta pura y dura, Specialized se atrevió
con un concepto de bicicleta de carretera cómoda pero sin prescindir del máximo
nivel de calidad de construcción y componentes. Así nació su reciente concepto
Roubaix, que filosóficamente se podría resumir en: ¿por qué vamos a tener que
sufrir problemas de postura e incomodidad agresiva para hacer miles de
kilómetros a nuestro ritmo (sea este bajo, medio o alto)?. La solución vino de
la mano de la geometría, y la decisión redujo enormemente problemas de dolores
de diferentes zonas de la espalda, muñecas, cervicales, etc. ¡No todos somos
triatletas en activo o contrarrelojistas!. El concepto ahora se ha extendido a
muchos fabricantes, conscientes todos ellos de que el mercado va cumpliendo
años y de que la longevidad de los aficionados avanza a pasos agigantados. Así
pues, repasando la historia de la BTT, me encontré con una entrevista a Mike
Sinyard, y en un momento me percaté de cuánta filosofía y predilecciones
ciclistas comunes compartimos.
Para
hacer efecto zoom y centrar un poco la vista en España, he de introducir otra
pequeña cuña autobiográfica. En 1982 me fui a vivir a Madrid para estudiar en
su INEF. En aquel momento, mis principales preferencias deportivas eran,
aproximadamente por este orden de predilección, el esquí alpino, el baloncesto,
las palas, el “skateboarding”, el “slot” (“Scalextric”), la montaña… al igual
que ahora (y siempre) disfrutaba bajo un planteamiento claramente
multidisciplinar. Pese a que en aquella época la bicicleta no parecía tener
cabida, enseguida me re-encontré con ella. Resulta que durante el verano, eran
muchas las noches que saliendo por ahí de farra, acababa regresando a casa en
una bicicleta prestada de mi amigo Javi, que al día siguiente le devolvía en la
playa. Se trataba de una bici de chica, de aquellas de doble barra diagonal,
con doble plato y cinco coronas, y equipada como para cicloturismo. Por aquella
época había muchísimas así y era, prácticamente, lo más parecido que uno
pudiera pensar en utilizar si pretendía disfrutar de una máquina para viajes en
España (todavía no acabo de entender porque la industria del ramo sí lo “veía”
en versión femenina y no en masculina). De hecho, aquellos primeros años
universitarios los pasé pensando con decisión que en algún momento me tenía que
comprar una buena bicicleta de aquel tipo para utilizarla como transporte
personal y, de paso, como vehículo para futuros viajes con alforjas. Y entonces
vino José Luís Algarra al INEF y nos encandiló a todos con su discurso
ciclo-cultural y con su apasionante modo de concebir los viajes en bicicleta,
convenciéndonos además de que, sin duda alguna, puestos a adquirir una
bicicleta para casi todo (viajes incluidos), aquella debía ser un modelo de
carretera (“masculina”). Todo ello sucedía en los primeros años ochenta, y el
INEF era un escenario en el que las últimas tendencias deportivas formales y
alternativas se paseaban sin pudor y con soltura. Digo esto para explicar que
pese a ello, la Mountain Bike no estaba presente entre nosotros. Sí los
primeros manillares y acoples de triatlón (antes de que lo utilizara Greg
Lemond en el Tour), pero no la MTB. Por otro lado, cada verano, cuando
regresaba al norte de vacaciones y me topaba con el tal Javi, siempre andábamos
planeando un proyecto que finalmente nunca realizamos por falta de material
específico. Pretendíamos subir con dos BMX en el teleférico de Fuente Dé, para
realizar todo el descenso de la pista de Áliva hasta Espinama. Pero claro, no
teníamos dos chavalines a los que pedir las bicicletas y no era cosa de
comprarnos unas tan específicas a las que luego no volveríamos a sacar partido.
¡Y entonces fue cuando apareció en el mercado nacional la BH Running Bull!
Aquella especie de BMX para mayores me encandiló. A falta de haber visto jamás
aún una verdadera BTT ese modelo me pareció una opción casi perfecta. Al final
Algarra y su visión me sedujo más y afortunadamente (eso lo digo ahora), acabé
comprándome la Razesa de carretera que con sus roscas de horquillas me ha dado
muchísimo juego el resto de mi vida, y aún me lo sigue dando.
BH “Running Bull”. (Imagen: bicinova2.blogspot.com).
La
primera MTB que pude llegar a ver fue alguna de las que Juanma Montero (alumno
de algunos cursos inferiores al mío en el INEF) utilizaba de vez en cuando y
provenían de Gran Bretaña. Aquel chaval era un auténtico espectáculo del “free-style”
con sus bicicletas pequeñas. Pero con las más grandes no se quedaba corto y
además demostraba las posibilidades del entorno natural (poquitos años después aparecería
rodando un episodio de “Al filo de lo imposible”, dedicado al BTT).
En lo
que mí respecta, fue acabar la carrera, en 1987, regresar a Santander, y
empezar a ver las primeras MTB en las revistas especializadas que por aquel
entonces empezaron a proliferar. No exagero nada. De hecho, la que más hincapié
puso en el fenómeno MTB fue “Bicisport” cuyo primer número data de abril de
1989 (aún lo conservo). No me atrevo a confirmar qué fabricante fue el primero
en comercializar una BTT nacional. BH afirma que ellos, algo que no le discuten
los “grandes”, pero Otero también “andaba por ahí”, y cuando hablé con el dueño
de la desaparecida Vipch, él me aseguró que ellos lo hicieron antes que ningún
otro. Me da lo mismo, no es algo que me importe.
Tras
estos datos, mi mirada se hace un poco más micro y se centra en lo que pasó en
Cantabria puesto que era donde volví a residir de forma permanente. Allí un día
me presentaron a un señor que sospecho que debió ser el primera persona de mi
región en poseer una BTT. De hecho tenía dos. Resulta que tras adquirir una
Otero, disfrutó tanto de sus primeras experiencias que acabó comprándose una
Peugeot de mayor calidad, dejando la primera como bici de pruebas para invitar
a posibles candidatos a descubrir la práctica del ciclismo de montaña. Y yo fui
una de sus primeras “víctimas”. Me llevó de excursión y me lo pasé tan bien que
inmediatamente decidí comprarme una ese verano, en cuanto regresara de un viaje
cicloturista por el Benelux, de un mes de duración. Era la primavera de 1989. A
todo esto yo iba manteniendo al corriente a mi hermano Guti de los pasos a dar
y del acierto tan evidente que era comprarse una BTT. Y le persuadí tanto, que
antes de irme de viaje apareció con una MBK gris y fucsia que me pareció
espectacular. Así que, incluso antes de partir, me fui a la tienda y adquirí
otra igualita, aún a sabiendas de que su estreno tendría que esperar a mi
regreso. Aquellas bicicletas eran aún de la hornada de las que llevaban las
palancas de cambio más simples, con recorrido de ida y vuelta, y ubicación por
encima de la barra del manillar. El freno trasero era de los denominados
U-brake, un concepto que en aquella época aún se estilaba bastante.
Probablemente
el primer usuario de una MTB en Cantabria, y la persona que me invitó a probar
una.
Lo de la
tienda en cuestión también es importante. Se llamaba Ciclolinea y fue puesta en
marcha por Javier Manrique. Pese a que él proviniera del ciclismo de
competición de carretera, desde un principio intuyó antes que nadie lo que la
BTT iba a suponer para la industria y el mercado de la bicicleta, y apostó por
ella sin remilgos. Al principio distribuyendo marcas como Specialized y MBK, e
inmediatamente organizando excursiones de uno o varios días, como si de un club
deportivo se tratase. Aquellas salidas se convirtieron en el foco dinamizador
del Mountain Bike en Cantabria y sirvieron para el desarrollo de la primera y
reducida comunidad de ciclistas de montaña, en la cual tanto mi hermano Guti
como yo nos integramos de inmediato. Como añadido, con aquellos amigos más
cercanos, también planeábamos nuestras propias rutas, destacando una de varios
días, que informalmente llamábamos la “clásica de septiembre”. Gracias a la BTT
y a los obsoletos mapas del ejército de escala 1:50.000 y los primeros del IGN
de 1:25.000, empezamos a re-descubrir nuestro territorio buscando camberas,
senderos y pistas que nos permitieran enlazar recorridos más o menos ciclables.
Recuerdo que una de las primeras excursiones en las que estrenamos nuestras
bicicletas Guti y yo, fue el descenso de la Calzada Montaña de Pesquera, una
delicada “trialera” que nos convenció de la robustez y eficacia de nuestras
bicicletas.
Javier
Manrique varis años antes, recibiendo el trofeo de Campeón de España Juvenil de
ciclismo de ruta (1975). (Imagen: “Cantabria Ciclista: 100 años de gloria”
Armando González Ruiz).
Javier
Manrique en Liébana (probablemente en 1989).
1989
casi estrenando mi MBK en la Calzada Romana de Pesquera.
Guti
en la primera “Clásica de septiembre”.
Tonino
en la 1ª “Clásica de septiembre”.
Volviendo
a poner la atención en Madrid, y rebobinando un poco en el tiempo, hay que
señalar la existencia de una organización que fue pionera en el desarrollo de
la práctica del MTB. Me refiero al Club K&K, fundado en 1973 y que, aunque
inicialmente centrado en actividades de motor en terreno natural, en el año
1980 organizó el segundo “trialsín” celebrado en España (y en el mundo). Esta
entidad cobra mucho interés para nuestra historia porque en 1984 sacó adelante
la primera edición del “Rally Kaktus”, una prueba de todo terreno de varios
días de duración para bicicletas. La carrera, a lo largo de sus primeras
ediciones, osciló entre tres y cinco jornadas y llegó a alcanzar los 560 km de
recorrido. Inicialmente se disputaba sobre bicicletas de BMX, en muchas
ocasiones preparadas (tal como hicieran antes aquellos “Clunkers”
californianos), hasta que en el año 1988 debutaron en ella las BTT. El mítico
evento continuó celebrándose ininterrumpidamente hasta 1993 y nosotros tomamos
parte en él en la caótica edición de 1990. Para ello compusimos un equipo de
pardillos en el que figurábamos Guti, Tonino, Fernando “el Lechuga” y yo mismo,
que nos retiramos en la segunda jornada, tras protagonizar una auténtica
aventura de la cual aún recordamos anécdotas surrealistas.
Una
BMX participante en el “Rally Kaktus”. Detalles interesantes son: focos, triple
plato, desviador de cambio trasero, dos portabidones… (“Clunker made in
Spain”).
Salida
del 2º sector del Rally Kaktus, Guti y yo en medio de este grupo.
Campamento
del Rally Kaktus por la mañana (en una plaza de toros).
Un año
antes (devolviendo la mirada de nuevo a Cantabria), se había celebrado en la
estación invernal de Alto Campoo una carrera en el formato convencional de BTT
en la que tomaron parte algunas figuras destacadas de la escena nacional, tanto
provenientes del ámbito “off-road” (por ejemplo Juanma Montero), como del
ciclismo tradicional (el corredor de ciclo-cross Sala). La atracción principal,
sin lugar a dudas, fue la presencia de Mike Kloser, campeón del mundo de la
especialidad poco tiempo antes.
Alto
Campoo 1989, Juanma Montero defendiendo los colores de Otero.
Mike
Kloser en Alto Campoo 1989.
La comunidad
regional de “mountainbikers” se iba ampliando, y gracias a ello fuimos
incorporando más y más amistades, además de entablar nuevas relaciones
deportivas con gente que hasta ese momento desconocíamos y que, gracias a la
modalidad en auge, pasaron a engrosar nuestra plantilla de conocidos. Voy a
prescindir de dar nombres porque la lista sería demasiado amplia y aún así
correría el riesgo de dejar fuera de la misma, y sin querer, a gente que estimo.
Pero hay tres personas que si debo mencionar aunque sea fugazmente: Lanti
porque sin ser un amigo procedente de nuestros círculos habituales, se
convirtió en un activo enlace con muchos
otros practicantes. Con el tiempo hasta ha acabado montando una empresa de
servicios relacionados con la BTT. Gloria, porque desde el principio ha sido el
principal exponente del ciclismo de montaña femenino en Cantabria. Y Cano,
porque quizás fuera el primero que publicó una guía de rutas o excursiones por
la región.
Desde entonces,
del despertar de los años noventa hasta ahora (momento en el que la desmesura
participativa en los “10.000 del Soplao” se ha convertido en todo un fenómeno
sociológico), han pasado muchas cosas a todos los niveles: técnico, humano,
sub-cultural, deportivo, organizativo, etc. Pero eso ya desborda mis
intenciones narrativas y diluye enormemente mi interés, así que prescindo de
atenderlo.
En el movimiento de ciclismo “vintage”,
la bicicleta de montaña no está admitida. Ni en los eventos denominados
“retro”, que tienden a centrarse en bicicletas de tipo de carreras y emulan
pruebas deportivas, ni tampoco en los “de época” (como suelen denominarse los
“tweed rides” o las concentraciones de bicicletas clásicas). La cuestión no es
sólo que sus características no encajen con lo que decretan los reglamentos,
sino que expresamente se prohíbe la participación con bicicletas de montaña,
sean estas de la edad que sean. Se huye de su concepto y de su imagen. A mí no
me parece mal, aunque no entro en valorar en si es justo o no. Por edad,
prácticamente la totalidad de las bicicletas de montaña viejas que puedan haber
sobrevivido en España estarían fuera directamente, porque serán posteriores o
1987 (y desde luego 1984). Sin embargo, ya hemos visto que fabricadas en serie
las ha habido en los EEUU desde 1980, y prototipos de tirada muy limitada años
antes. Pero insisto, todo eso da igual, ya que se trata claramente de un veto
mucho más conceptual que cronológico y creo que puedo sugerir algunas posibles
explicaciones del porqué no es considerada como bicicleta retro:
- Para empezar, se diferencia claramente de otros tipos de bicicletas. Y esa imagen distintiva representa tiempos modernos y no asociada en absoluto con la épica competitiva de la carretera. Ni con los grandes campeones de antaño, ni con las carreras más populares o grandes vueltas, ni con los equipos, ni con nada de toda esa mitología deportiva que adorna el ciclismo retro deportivo.
- Por otro lado, el Mountain Bike llegó tarde a España. Desembarcó por aquí a finales de los 80, cuando varias novedades tecnológicas significativas (esas que claramente tratan de diferenciar en los reglamentos lo que es una bicicleta clásica de lo que no) ya se habían empezado a implantar incluso en las bicicletas de carretera. Y lo hizo con sus llamativos detalles fosforito y todo aquel “libertinaje” estético del que en parte nos avergonzamos un poco ahora. Cuestión de imagen.
- Además, en cierto modo, la bicicleta de montaña fue la desencadenante de gran parte de la evolución tecnológica moderna en la fabricación de bicicletas: los sistemas de cambio indexado (o sincronizado), la integración ergonómica de los mandos y palancas, una progresiva mirada hacia desarrollos mucho más suaves hasta acabar exportando primero el “micro-drive” y ahora el “compact” hacia la carretera, etc. Hasta cierto punto podría pues considerársela como “culpable” de un cambio tecnológico tan importante que se corresponde, casi fielmente, con el límite técnico entre lo clásico y lo moderno. Y eso no se “perdona” tan fácilmente.
- Y finalmente, y esto es una cuestión muy personal, por mi parte resultaría muy incómodo volver a las pistas, camberas y senderos “trialeros” con una bicicleta de montaña sin horquilla con suspensión. Es algo a lo que ya me he adaptado y de lo que no me apetece nada desprenderme cuando pedaleo por terreno natural. Lo mismo que tampoco querría volver a practicar largos y abruptos descensos con los frenos antiguos. Muchos podrán decir cosas parecidas con respecto a los adelantos de los que se prescinde en el ciclismo retro de carretera o urbano, pero a mí no me pasa, en esos territorios no echo tanto en falta los avances, me da casi igual.
De todas formas, tengo que
reconocer que yo tampoco quiero compartir mi práctica de ciclismo retro o
clásico con bicicletas de montaña. Es una mera cuestión de chirrido estético.
Es como jugar a piratas vestido de vaquero o a los romanos con soldados de
juguete de la II Guerra Mundial. La pregunta es ¿a qué jugamos hoy? Y la
respuesta llevaría implícita qué tipo de bicicleta y vestimenta utilizar. Sin
embargo, si lo rescatado fuera el concepto “Clunker” original, con las viejas
“cruiser” preparadas, vistiendo unos tejanos y la ropa callejera setentera,
creo que por méritos propios debería ser admitido sin reparos. Y sinceramente,
de disponer del material adecuado, a mí tampoco me importaría jugar. Ya me
estoy relamiendo al pensar en la banda sonora: Los Doors, Grateful Dead,
Jefferson Airplane, Crosby-Stills-Nash & Young, etc. Por el momento me
conformaré con intentar localizar el documental “Klunkerz: a film about
Mountain Bikes” (de Billy Savage). Son muchos los que lo comparan con “Dogtown
and Z Boys” (de Stacy Peralta), que describe francamente bien aquel fenómeno
del “skateboarding” al que me he referido al principio de este texto y que a
mí, probablemente por cuestiones personales, me encantó.
Y un
último detalle para terminar, aunque llamarlos “Clunkers” probablemente no
resulte del todo apropiado, me consta que rueda por ahí un informal grupo de
viejos camaradas (alguno de ellos tan barbudo como aquellos californianos de
los setenta), que de vez en cuando se reúnen con sus más antiguas Mountain
Bikes para dar una vuelta nostálgica, aderezada con mucha cerveza, risas y
tirando de recuerdos impagables. Un día voy a tener que desempolvar alguna BTT
de las primeras que pasaron por casa de mi madre, aunque sea para que aguante
un “rulo” corto, y juntarme a esa piña de amigotes para reverdecer aquellas
épocas.