Bearne es un territorio con historia. Su origen se data, de
modo poco preciso, en la Alta Edad media, en forma de vizcondado que, por
azares de los acontecimientos, las beligerancias y los tratados, asumió
sometimiento y dependencia de Francia, Navarra, Aragón y hasta Inglaterra, en
diferentes momentos. Geográficamente se sitúa en las laderas y llanuras
ubicadas al norte de un tramo de los Pirineos, formando parte del Departamento
de los Pirineos Atlánticos, aunque al este de la región de Bayona y la zona
vasco-francesa. Si lo buscamos en un mapa, la localización se corresponde con las
ciudades de Pau, Orthez y Oloron, así como las áreas que las rodean. Desde un
punto de vista más natural de la geografía, podemos mencionar algunos
referentes conocidos como la garganta de Kakuetta, el Pic de Midi de Ossau o
los puertos de Somport y el Portalet.
Estandarte del Bearn.
Se trata de una comarca con carácter. Quizá tanta
personalidad (del territorio y de sus pobladores) provenga del agreste entorno
natural que lo conforma y de la inquieta historia que le tocó en suerte vivir.
Pero el caso es que tal talante se deja ver, sentir, respirar y hasta degustar.
Con respecto a esto último, además de ser una zona bien reconocida por su Foie
Gras y demás productos obtenidos del pato, resulta que se ha consolidado como
una excelente denominación de origen de vinos blancos (Jurançon), que
actualmente ofrece una interesante variedad de caldos que van desde sus
tradicionales blancos dulces a otros más novedosos y secos. Pero si nos
centramos en las peculiaridades deportivas de la región, una salta a la vista
por encima de cualquier otra: ¡El rugby! (ese juego de villanos practicado por
caballeros). Los campos y los pequeños estadios del juego se hacen presentes en
cada localidad de una mínima entidad. Donde nosotros nos alojamos, al llegar el
viernes, se veía mucha actividad de entrenamiento y cierta presencia en la
grada. A lo largo del recorrido, en el jardín de una casa de campo particular,
en lo alto de una sucesión de colinas, vi también una “portería” de rugby, “unos
palos”, caseros. En la pizzería en la que cenamos, un cartel anunciaba el
comienzo de temporada de la escuela de rugby de Gan. Y por si todas estas
pistas fueran pocas, la portada del periódico local “Sud Oest”, en primera
plana, lo vi al ir a desayunar, mostraba una amplia noticia de dicho deporte
con alusiva foto a color. Pese a tan fuerte arraigo, el ciclismo no se queda
corto y también es parte de su cultura y de su paisaje. No en vano, Pau sigue
siendo a día de hoy y desde siempre una de las ciudades que más veces han sido
punto de salida (en 48 ocasiones desde la postguerra mundial) o llegada de
alguna etapa montañosa del Tour de Francia. Si bien el Tourmalet y otros
colosos pertenecen a otra comarca cercana, en el Bearn disfrutan del Aubisque,
Marie Blanque, Portalet, La Pierre Saint Martin y alguno más. Y casi-casi,
aunque ya en el Pays Basque: Larrau, del que más tarde hablaremos. Por otro
lado, la afición práctica local al ciclismo y la atracción que tan bella
comarca ejerce sobre quienes disfrutamos con el pedaleo por profundos valles y
elevadas montañas, quedan demostrados a las claras, al comprobar que sus
carreteras se ven muy frecuentadas por gente pedaleando de forma deportiva o
viajera.
Siendo pues este un espacio tan vinculado al ciclismo de
ruta, tenía que llegar el momento de que apareciera alguna convocatoria formal
de marcha ciclista retro. Y así ha sido este año con el nacimiento de la “Bearn
Cyclo Classique”, un primer intento tímido y modesto (como lo suelen ser
todos), pero lleno de acierto y buenas cualidades. Viendo la fecha, la no
demasiado alejada localización (Gan) y la solera del entorno, no me pude
resistir y allí que me fui, llevándome de paso a quién pudo y quiso apuntarse,
que no fue otro que Roberto, que engarzaba una racha imparable. Del viaje no
hay mucho que contar, porque lo hablamos casi todo durante el mismo. Al igual
que me ha ocurrido cuando he viajado en coche con algún otro compañero de
fatigas rodadas, la música ni la ponemos, pues no hay hueco de silencio que
rellenar. Así que el relato propiamente dicho comienza el sábado por la mañana,
con un desayuno y una dubitativa búsqueda inicial (en bicicleta) del punto de
salida, que nos obligó a tener que regresar al hotel a preguntar. Hacía un día
estupendo, aunque ya caluroso desde primera hora de la mañana, algo que más
tarde se transformaría en una jornada de excesivo sofoco durante las horas
centrales del día. En la casa comunal nos fuimos reuniendo las escasas decenas
de participantes, locales en su mayoría, salvo alguna “rara avis” como un
californiano, un par de ingleses y nosotros dos. Había caras conocidas como el
“profesional del velocípedo” que suele acudir a casi todos los eventos
franceses (aunque esta vez montaba una bicicleta “de seguridad” muy antigua) y
su mujer; otro ciclista de la zona de Las Landas; y varias personas que para la
ocasión ejercían de colaboradores en vez de rodadores y que recordábamos de
Marmande (a donde debieron acudir para conocer una experiencia similar). Nada
más llegar formalizamos la inscripción y recibimos una “musette” con el dorsal
para la bici, el cartel, información, una cinta de manillar de regalo, el vale
para la comida y hasta una gorra ciclista de la comarca.
El evento ofrecía dos opciones: una de 30 km y otra de 70
km. A esas horas allí estábamos los de la larga (unos treinta ciclistas). Y
poquito antes de salir pareció con agilidad nuestro conocido Emile, sobre una
flamante Battaglin roja como recién salida de fábrica. Además de saludarnos, me
llevó a su coche para mostrarme un kit original de bolsa del corredor, gorra, “musette”,
maillot y de todo, del Teka, lo había traído para enseñármelo expresamente.
Menos mal que él se conocía el camino porque el pelotón partió sin nosotros y
tuvimos que espabilarnos un poquito para reintegrarnos en él. La comitiva,
siguiendo a un setentero Renault 15 y protegida en los cruces por un equipo de
Vespas relucientes, primero dio una vuelta por el pueblo, con el alcalde al
frente sobre su impoluta máquina moderna de carbono. Después empezamos a
remontar algunas colinas y la ruta fue acercándose a su esencia: un variado
“rompepiernas” lleno de ascensos cortos pero empinados, alternados con
descensos y sin apenas tramos llanos. En la primera subida pedaleaba yo casi a
solas, cuando Emile, adelantado y detenido al borde la carretera, me hizo una señal
para que me detuviera. Estaba hablando con dos hombres “de paisano” que
resultaron ser José María Pérez (Don Bidón) y el amigo que le acompañó a la
pasada Monreal, que se habían acercado a conocer a Emile. Nos saludamos y
pospusimos un encuentro para esa misma tarde en casa de nuestro conocido común
galo. El paquete se reagrupó con una breve parada en una céntrica calle de un
bonito pueblo y volvió a seguir reunido, para ir despachando nuevas ascensiones
que, poco a poco, nos situaron en lo alto de una especie de sierra de colinas
con hermosísimas vistas a ambos lados de su línea de cumbres. Aquel tramo fue
de especial encanto, pues con la perspectiva que daba el pedalear por lo más elevado,
los viñedos de Juraçon quedaban
expuestos a nuestra atención, para nuestro deleite contemplativo y para
alimentar nuestras ganas de catar su producción. Los valles eran coquetos y
estaban salpicados de granjas, colinas, árboles y viñedos alineados en laderas
muy pendientes. Cada pequeña cota nos servía de reunión, mientras la ruta
transcurría por una carretera bastante estrecha, sin pintura y sin tramo recto
alguno. En determinado momento, siguiendo a una de las Vespas, disfrutamos de
un tramo especialmente estimulante con un fuerte descenso por una pista
asfaltada, hasta llegar junto a una mansión de elegancia clásica, en donde
alguien se percató de que habíamos errado el camino. Hubo que “meterlo todo” y
remontar algunos muros para encontrar un desvío de tierra y piedras empinado
pero de apenas 50 metros, el cual nos dejó en una encantadora granja-bodega
familiar, en la que fuimos agasajados con el primer avituallamiento y la
primera cata de blancos (seco fresco y amoroso dulce). El recibimiento estaba
ubicado en un gran almacén con funciones de portalón cubierto que nos daba
sombra, con aperos de trabajo por ahí amontonados, un pajar sobre nuestras
cabezas y las grandes cubas de acero inoxidable en un espacio anejo. Al otro
lado del mismo había un precioso patio que daba acceso a la vivienda. Un lugar
ideal para disfrutar de la parada, de la degustación y de la ambientación de la
ruta. Allí charlamos con el organizador, así como con los pilotos de algunas
Vespas, quienes tenían referencias de La Retrovisor, gracias a que los del club
de scooters de Cantabria habían hecho similares funciones en mi tierra.
Emile en plena acción sobre su Battaglin
Uno de los vinos blancos catados (Foto: Roberto Follía).
Tras la parada se sucedieron nuevos descensos y ascensos,
todos ellos sin abandonar el paisaje de granjas y pequeños viñedos. Se notaba
que por el Pirineo el verano había deparado frecuentes tormentas ya que los
prados estaban verdes, y no agostados como en nuestro hogar, tras un septiembre
completamente veraniego y con temperaturas exageradas para el Cantábrico.
Aunque este día no se quedaba corto y llegamos a pasar muchísimo calor, lo
cual, unido a la exigencia constante del recorrido, poco a poco se nos fue
acumulando en forma de fatiga. Algo más adelante sí que nos fueron llegando
algunos tramos llanos de rivera, cerca del río al noroeste de Pau, antes de
virar hacia el sur para acometer nuevos ascensos entre las bien recibidas
sombras de colinas cubiertas por formidables ejemplares de árboles. Aunque no
soy capaz de situarlos con exactitud, hubo un par de repuntes francamente
bonitos. El primero, que pudiera ser en Aubertin, de unos 2 kilómetros de
longitud y fuerte pendiente. En su final giraba repentinamente a mano izquierda
para proponer unos suaves toboganes campestres, antes de descender entre curvas
para cruzar un río pequeño y permitirnos acceder a un tramo campestre realmente
idílico. El segundo, no mucho más tarde, quizá por Sant-Faust, con una breve
pero empinada rampa a la sombra, que nos hizo pedalear levantándonos del
sillín, aún a pesar de llevar unos desarrollos asequibles. Desde allí, ya poco
faltaba para el segundo avituallamiento.
Gajes del oficio "retro", lo bueno es que la tracción "animal",
salvo en caso de pájara, nunca falla.
Y fue precisamente al alcanzarlo cuando una voz conocida me
reclamó hacia un lado: “Monsieur, Monsieur”. ¡Era Javier! Ya me parecía a mí
que con las ganas que ha cogido esto del ciclismo retro, la pandilla que se ha
ido gestando y lo cerca que está el Bearn de San Sebastián, resultaba extraño
que no se hubiera presentado a la salida. Lo que ocurrió es que se decidió en
el último momento y sólo pudo llegar a la hora para la partida del recorrido
corto. Da lo mismo, allí estaba, y así se uniría a nosotros para el resto del
fin de semana. La parada sirvió para nuevas catas, para picotear algunas viandas
y para beber mucha agua y zumo de naranja. Lo servían en el cobertizo de otra
granja local. El pelotón crecía así de repente con la incorporación de otros 20
o 25 ciclistas. Y ya reunidos todos, pusimos rumbo al sureste, hacia Gan. Hubo
un descenso corto pero delicado, y el resto casi todo llano hasta el final.
Rodé sólo algunos kilómetros, otros cerca de algunos ciclistas veteranos, de una
mujer del Bic que rendía bien y hasta de
un padre y un hijo pequeño enfundados ambos en sendos maillots de Brooklyn.
Pero finalmente me aproximé a Gan junto a Emile, completando el recorrido casi
como lo empecé. Pronto llegaron Javier y Roberto y aprovechamos para beber más
líquidos, picar alguna otra cosa y catar nuevos blancos locales, mientras
charlábamos con diversos participantes o echábamos un último vistazo a Vespas y
bicicletas.
Parte d ela flota "Vespa" que nos cubrió durante el recorrido.
Y llegó el momento de la comida. Los organizadores habían
dispuesto tres larguísimas mesas dentro del espacio multiusos de la casa
comunal. En cuanto nos sentamos se nos unieron Emile, su amigo Jean Pierre
(profesor de español en la zona) y otras de sus amistades. Disfrutamos de un
exquisito foie gras, algunos platos y queso, además de un tinto ligero que
corrió por nuestra zona, encargado por JP y algún otro comensal (muchas gracias
de nuevo). La conversación fue muy animada y agradable, y el español y el francés
se cruzaron equilibradamente y con total interés por comunicarnos y mantener
vivos nuestros temas de tertulia. Así pues el tiempo se fue volando y avanzada
la tarde llegó un sorteo de regalos del que muchos salimos agraciados: gorras,
libros y demás. Para mí una botella de vino (portugués) y quedarme con las
ganas de haber recibido un sillín Brooks… ¡verde! A juego con mi Dawes, que fue
a parar a una dama ataviada al estilo pionero. Finalizado todo nos despedimos
con sincero agradecimiento de los organizadores y anfitriones, a quienes
expusimos nuestra positiva valoración, nuestro ánimo y nuestra promesa de
divulgar el evento entre conocidos amantes del ciclismo clásico en España. La
cita merece la pena, la región es encantadora, el ambiente tranquilo y mesurado,
y el recorrido exigente sin ser largo. Pero a juzgar por la expresión de las
caras y los comentarios de sus responsables, nadie puede asegurar que esto se
vuelva a repetir. Se mostraban cansados por el esfuerzo, y con evidentes dudas
de si se volverán a embarcar en su organización o no. El tiempo lo dirá,
nosotros así lo esperamos, por el bien del ciclismo retro, por el de muchos
aficionados que puedan acercarse allí en el futuro, y porque no se podría
entender que el Bearn no tenga su propia marcha vintage.
Lejos de acabar, la jornada aún nos deparaba una actividad “deportivo-cultural”
privilegiada. Después de ducharnos en el hotel, nos montamos los tres en el
coche de Javier y nos acercamos a una localidad próxima para hacer efectiva una
generosa invitación de Emile. Allí nos encontramos con los visitantes de Jaca
antes mencionados, y con Jean Pierre, que frecuenta la casa de Emile desde que
aquel empezara a correr en ciclismo asesorado por este. Se trata de una vivienda
unifamiliar convencional con su propio jardín. Lo que nadie puede llegar a
imaginarse es que dentro, entre un crecido garaje, unos altillos, el ático y
algunos rincones, Emile atesora una de las mejores colecciones de bicicletas de
competición de Europa. También hay fantásticos maillots, poncheras, carteles y
hasta mojones. Pero por encima de todo están las bicicletas ¿doscientas?
Imposible de calcular. La mayoría son “bicicletas Tour”, algunas utilizadas
realmente por ciclistas famosos (Ugrumov, Ocaña, Óscar Freire y un largo
rosario de ilustres nombres) y otras réplicas exactas de las utilizadas en
diferentes épocas por numerosos campeones (Mercks y muchos otros). Los ojos se
nos iban de un lado a otro, de un detalle al siguiente, y aún así éramos
conscientes de que resultaba imposible asimilar todo. Nos perdimos mucho más de
lo que captamos, y eso a pesar de que absorbimos mucho. La colección es
irrepetible y la afición y pasión que Emile desprende cuando la muestra, contagiosas.
Aprendimos mucho de él y más nos hubiera gustado el haber podido disfrutar aún
más de sus enseñanzas, a pesar de que nos lo tomamos con calma y con tiempo.
Resumiendo drásticamente la visita voy a hacer mención de
cuatro bicicletas muy especiales. La auténtica “Paloma” con la que Federico
Martín Bahamontes corrió allá por 1962, 1963… ganando varias etapas del Tour,
dos podios en la general y hasta tres Premios de la Montaña. La bicicleta
estaba en un estado impoluto (como la mayoría de las que posee Emile) y hasta
nos la dejó sacar para fotografiarnos con ella.
Posando junto a la "Paloma" de F. M. Bahamontes: (Roberto
disparaba la foto. Arriba estoy yo, José Mª, su amigo de Jaca y
Jean Pierre. Abajo con un maillot auténtico y una réplica: Emile
y Javier.
Más tarde sacó (vete tú a saber de dónde) la Eddy Mercks con
la que Lance Armstrong ganó el Campeonato del Mundo de Oslo en 1993. No se
trata de una clásica, pero si de un icono del ciclismo que conserva aún, fijada
al cuadro, la plaqueta con el número del dorsal que portaba el corredor tejano.
Sin embargo, aún pudiendo disfrutar de esos y otros ejemplares “auténticos”,
realmente utilizados por los mitos en persona, y aún siendo Emile un verdadero
apasionado de este deporte, también nos presentó otra bicicleta, de la que
confesó sentirse especialmente prendado. Minutos antes Javier le había
preguntado por su favorita, y él no había sido capaz de responder, sin embargo,
al sacar esta a la luz, confesó que pensándolo bien, quizá fuera precisamente
ella la que pudiera, en caso de decisión extrema e inevitable, llevarse tal
honor. Se trataba de una réplica exacta (de la época) de la Bianchi con la que
Fausto Coppi compitió en las grandes carreras de Europa. La bicicleta era
hermosísima, tanto en su cuadro como en cada uno de sus cuidados componentes,
todos ellos “firmados” con la B de Bianchi. Y aún a pesar de estar hablando de
mitad del siglo XX, su frontal ya mostraba una dirección integrada.
Detalle del tubo de dirección de la Bianchi
réplica de la de Fausto Coppi.
Quiero terminar este fugaz repaso “objetológico” con una
muestra de la ignorancia “marquista” que tanto nos acompaña a los aficionados
compulsivos, en demasiadas ocasiones adocenados por los triviales y
superficiales comentarios y “run-run-es” de la masa de neófitos consumidores de
cualquier afición, que recién llegados a un asunto, nos centramos en un puñado
de “valores seguros” con los que sentirnos confiadamente “in”, sin preguntarnos
si hay más, hay diferente o nuestro nuevo foco de entretenimiento y juego
adulto, puede realmente ofrecer cosas distintas. Prácticamente cuando nos
íbamos, Emile nos enseñó una bicicleta gris, bastante discreta en apariencia y
con huellas de su historia y sus batallas. La bici en cuestión nos había pasado
completamente desapercibida, como casi con total seguridad hubiera ocurrido en
cualquier evento para la mayoría de nosotros, vosotros y ellos del mundo de
ciclismo retro. Al decirnos el nombre de la marca (que no se leía por parte
alguna), no me sonó para nada en su pronunciación francesa, pero poco a poco,
al observar sus singulares componentes, su característica potencia, los bujes,
etc. Todo ello se me pareció en demasía a los que actualmente propone Velo
Orange, y atando cabos, la palabra me hizo eco en la cabeza… ¡Herse! ¿Has dicho
Herse? ¿Te referías a René Herse? Efectivamente, por primera vez en mi vida, al
menos conscientemente, estaba estudiando y tocando una de las bicicletas
realizadas por uno de los más prestigiosos artesanos de nuestro vecino país, un
constructor alabado por los más expertos cicloturistas de cualquier continente.
Si el año anterior pude admirar muy de cerca la obra de Alex Singer, esta tarde
me estaba topando con algo difícil de encontrar e igualmente improbable de
valorar, tan cegados como solemos estar por “cuatro” referencias populares que
nos dan una cómoda sensación de seguridad ante los demás.
Tras las amistosas despedidas salimos de allí los tres
(Javier, Roberto y yo), abrumados por la cantidad de material contemplado y
fatigados tras una jornada tan intensa, cargada de actividad y emociones. Así
que sin pensarlo mucho nos fuimos a cenar algo sabroso y económico y nos
retiramos a descansar, que buena falta nos hacía.
A la mañana siguiente Roberto y yo recogimos todo,
desayunamos, llamamos a Javier para quedar el Licq-Atherey, y cargamos todo en
el coche para acercarnos hasta allí. Roberto había pasado una mala noche a
causa de un virus que le venía castigando desde hacía más de una semana, y por
mi parte mi motivación para un serio y amenazador ascenso matinal era muy baja.
Ignoro la razón pero ese domingo era uno de esos días en los que uno se busca
para sí mismo cualquier impedimento para no subirse a la bicicleta, no me
apetecía nada. Las caras de sorpresa y gestos de chaladura que habían puesto
nuestros amigos franceses, cuando el día anterior les comentamos que
pretendíamos ascender Larrau por la vertiente francesa, sobre nuestras
clásicas, tampoco ayudaban nada, más bien tenían un rotundo efecto disuasorio.
Y como venía siendo habitual en nuestras escapadas pirenaicas de septiembre,
por la noche había llovido, y la mañana se presentaba incierta en cuanto al
clima. Aún así, haciendo de tripas corazón, circulamos hasta nuestro destino. A
medida que nos acercábamos el tiempo mejoraba claramente, el día se volvía
soleado y el paisaje se convertía en un atractivo paraíso de aldeas acomodadas con
discreción en el fondo de unos valles estrechos, húmedos y encajados entre las
moles de la cordillera. Remontando un río alcanzamos el lugar de la cita y
pudimos aparcar en batería, frente a un bar y comenzar con nuestro ritual de
preparativos para la ruta. Personalmente seguía sin ganas, Roberto resignado
(sin su triple plato y con su catarro) pero decidido y Javier inquieto, pues
conocía bien a qué nos enfrentábamos. Tomamos un café justo antes de salir y
nos pusimos en marcha por la estrecha y solitaria carretera.
Detalle de carretera (Foto: Roberto Follía)
Nada más empezar hacía bastante fresco, tanto que incluso
pasamos frío al ir de corto. El valle se remontaba sin apenas esfuerzo, pues la
carretera nos llevaba pegados al río montaraz, a la altura de su lecho y sin
superar desniveles. Poco a poco, esa marcha casi llana nos sirvió de
calentamiento. Aquella sería una etapa de “captura”, una excursión corta en
kilometraje (no tanto en tiempo), consistente en aproximarse a un puerto de
importante entidad (“Hors Categorie Tour”), intentar coronarlo y descender para
volvernos a casa sin demoras. Digo captura porque era uno de esos
planteamientos en los que el objetivo es conquistar otro hito geográfico que te
permita añadir una “muesca” más al cuadro (cualquiera de ellos) de tu
bicicleta. A los pocos kilómetros, tras haber superado algunos tramos de cuesta
moderados, la pendiente se puso seria y exigió meter todo el desarrollo
disponible (al menos para los que íbamos con dos únicos platos “clásicos”). En
ese preciso instante, a la cadena de Javier se le soltó un eslabón dejando
inutilizada su bicicleta para el pedaleo. La casualidad quiso que esa vez
ninguno de los tres dispusiéramos de tronchacadenas, ni allí mismo, ni en los
coches. Así que lamentándolo mucho nos tuvo que dejar e iniciar un regreso “a
vela” y a dedo. En ese momento nuestro amigo-enemigo (iba vestido del Molteni)
había desaparecido, quedábamos pues un par de Kas, sin demasiada confianza ni
ganas, pero que sin plantearse nada al respecto reinició su lento pedaleo hacia
arriba. Desde allí cada cual empezó a ascender en solitario, conforme a los
ritmos individuales de ese día. Dosificándose mucho, sabiendo que sería
necesario, aunque ignorando si suficiente. Larrau es uno de los puertos más
temidos del Tour, su inclusión en la ruta se ha programado en contadas
ocasiones, una de ellas, fue precisamente en la que, en este puerto que tan
cerca tenía de casa, Indurain puso fin a su presencia en la carrera para
siempre. Tras unos pocos kilómetros de ascenso boscoso y sin tregua alcanzamos
la localidad de Larrau. A partir de allí se suceden unas pendientes exigentes y
despejadas, con vistas a un valle sobre el cual uno se va elevando más deprisa
de lo que preferiría estar notando en sus piernas. Hay curvas de una gran
diversidad de radios y diseños, y al cabo del rato vuelve el bosque para
refrescarte y advertirte de que tengas precaución en la bajada porque el
asfalto está regular y el pavimento mojado bajo las sombras. Tanto tiempo se
tira uno subiendo esta parte de ladera, que tiene que buscar recursos mentales
para seguir trabajando con paciencia. Nos pasaron cuadrillas de moteros, y
algún coche de turismo u otros de labor. Aquí se suceden varios largos y
sacrificados kilómetros que alternan lo duro, con lo demasiado duro,
exigiéndote esto último, ponerte a ratos de pie sobre los pedales y mantener un
cadencia de pedaleo de supervivencia porque el 42, por mucho 28 que lleves
detrás, no te deja liberarte ni lo más mínimo. En esa zona me reía de mí mismo
al darme cuenta de a qué tipo de tonterías llega a aferrarse uno cuando acomete
un esfuerzo tremendo y absurdo por mero impulso lúdico. Me dio por pensar que
ya que portaba un maillot del Kas, debería hacer honor al mismo y tratar de
aguantar hasta arriba. Poco después me topé con un tramo que se me hizo más
duro aún, no había descanso posible y mi velocidad era mínima. Pero precisamente
allí, me adelantó un reaparecido e inesperado Javier con su coche, que se
detuvo y corrió a mi lado varias decenas de metros, animándome como si de un
espectador de cuneta de la Grand Boucle se tratara. ¿Qué puedo decir? Que
aquello me animó mucho, me hizo compañía y me ayudó a pasar el peor trago de
toda la ascensión.
Javier constatando su mala suerte. La cadena rota y sin posibilidad
de reparación.
Aquí estoy sufirendo a mitad de puerto, en la zona en que más
duro se me hizo el ascenso (Foto F. Javier Ruiz)
Desde allí llegaban unas zetas y el trazado se despedía
definitivamente de toda vegetación arbórea, la altitud había superado de sobra
los mil metros. Las largas zetas se hicieron algo más llevaderas, en especial
la primera y más larga de ellas. Un collado con camiones y furgonetas detenidos
parecía anunciar el final, aunque para coronarlo se exigía un esfuerzo algo
violento a causa de un repunte importante del porcentaje. Pero de eso nada
“monada”, al otro lado aparecía un casi imperceptible descenso muy breve, un
falso llano y una nueva cumbre alejada a la que encaramarse. El falso llano, no
parecía ayudar nada, más bien destrozarme el ritmo (por llamarlo de alguna
manera), o el ralentí de pedaleo al que quizás ya me había acostumbrado. Hay
que reconocer que la panorámica en ese tramo era maravillosa, un regalo para la
vista. Javier volvió a aparecer porque alternaba su motivadora presencia entre
nosotros dos, repartiendo ánimos y apoyo moral con ecuanimidad. En esa segunda
visita yo ya tenía toda la confianza del mundo en que aquello estaba
conseguido, además de sentirme satisfecho y contento de estar allí, y de haberme decidido a intentarlo. Al final
me quedaban otras zetas que superar, la mayoría de ellas asumibles, aunque
precisamente la última engañosa. No sé qué pendiente tendría el último tramo
recto, pero parecía que aunque ya estaba allí, el final no acababa de llegar
nunca y las piernas se quejaban cada vez más, mientras la velocidad se
ralentizaba hasta extremos vergonzosos.
Pero finalmente alcancé la cima y me sentí eufórico por
haberlo logrado. Aproveché para disfrutar del paisaje en todas direcciones, en
ambas vertientes de tan admirable cordillera. Si alguien pretende preguntarme
por el tiempo (¡que vulgaridad!), le respondo que muy bueno: sol pero con
sombras de bosque y algunas nubes que hacían que no hiciera un calor excesivo.
Si me insisten en que se refieren al empleado para subir (¡que obsesión la de
algunos!), confieso que llegué fuera de control. ¿Con respecto a quién? A nadie,
pues nadie había por delante. Con respecto a mí mismo, porque subí como pude,
tan despacio, que el control del tiempo estaba fuera de lugar. Pero allí me
planté, con mi “hierro del 83”y sus platos llenos de caries y desgaste dental.
Precisamente la presencia de mi Razesa hizo que se me acercara un aficionado
francés, quien al entablar conversación aprovechó para felicitarme efusivamente
por ello mientras entusiasmado, le cantaba a su amigo los guarismos de mi
desarrollo. Llegado Javier al alto, ambos nos dispusimos para homenajear la aparición
de Roberto, cual si de uno de nuestros ídolos se tratara. El escándalo llamó la
atención de los visitantes, aquello parecía una horda de “tifosi”, en lugar de
un par de dementes seniles. Después llegaron las fotos, la reposición de
líquido y una despedida entrañable de Javier que volvería a su casa por
territorio español. Nosotros dos descendimos con cabeza pero sin pausa y al
hacerlo fuimos de nuevo conscientes de lo largo y empinado que resulta el
puerto, pues cambia constantemente de panorama y no parce tocar a su fin. En
esos momentos subían decenas de ciclistas lentamente, a lomos de sus máquinas
carbonatadas, pero sufriendo como todo bicho viviente. El tramo de aproximación
lo ventilamos muy rápido sin apenas quitar el plato grande, disfrutando del
“deber” cumplido y del “palmarés” personal logrado.
Roberto alcanzando la cumbre. El entusiasta aficionado que lo
arenga es Javier.
Los dos KAS (Roberto y yo), logran uno de los objetivos de su
"Escapada" al Bearn, el puerto de Larrau por la vertiente francesa.
Tras vestirnos y preparar todo para el viaje de regreso,
emprendimos el mismo, aunque pronto nos detuvimos en Tardets, una agradable y
encantadora villa, con una plaza de lo más coqueto y hotelitos añejos de
montaña que evocan épocas de turismo romántico. En una terraza de la plaza nos
regalamos un bocadillo de queso local, una cerveza y… ¡Ta-ta-chán! (sin ello el
viaje no hubiera resultado completo para Roberto), ¡una ración de
Gateau-Basque!
Plaza de Tardets (Foto: Roberto Follía).
Disfrutando de la improvisada comida (Foto: Roberto Follía).
El Bearn merece la pena. Como destino turístico desde luego,
ya me había dejado excelente sabor de boca en las ocasiones anteriores en las
que allí había acudido para esquiar o para disfrutar de la moto. Es
recomendable para cualquiera que desee conocer un espacio de montaña y
peculiaridades rurales, conservado, bonito y agradable. Pero para quienes
además tenemos inoculado el gusto por el ciclismo deportivo, la cosa es más
seria, la comarca se convierte en otro destino imprescindible (¡otro más!).
Crucemos los dedos para que la Bearn Cyclo Classique siga existiendo y se
convierta en una buena disculpa para futuras visitas. Mientras tanto, llega el
momento del reposo. Mi temporada “Rodador 2014” finalizaba ese mismo día.
Pronto será el momento del balance y de las reflexiones finales. Por el momento
aún disfruto de los recuerdos de este concentrado fin de semana.