viernes, 26 de septiembre de 2014

36. BEARN CYCLO CLASSIQUE 2014

“Heroes” by David Bowie on Grooveshark


Bearne es un territorio con historia. Su origen se data, de modo poco preciso, en la Alta Edad media, en forma de vizcondado que, por azares de los acontecimientos, las beligerancias y los tratados, asumió sometimiento y dependencia de Francia, Navarra, Aragón y hasta Inglaterra, en diferentes momentos. Geográficamente se sitúa en las laderas y llanuras ubicadas al norte de un tramo de los Pirineos, formando parte del Departamento de los Pirineos Atlánticos, aunque al este de la región de Bayona y la zona vasco-francesa. Si lo buscamos en un mapa, la localización se corresponde con las ciudades de Pau, Orthez y Oloron, así como las áreas que las rodean. Desde un punto de vista más natural de la geografía, podemos mencionar algunos referentes conocidos como la garganta de Kakuetta, el Pic de Midi de Ossau o los puertos de Somport y el Portalet.
 
Estandarte del Bearn.
 
Se trata de una comarca con carácter. Quizá tanta personalidad (del territorio y de sus pobladores) provenga del agreste entorno natural que lo conforma y de la inquieta historia que le tocó en suerte vivir. Pero el caso es que tal talante se deja ver, sentir, respirar y hasta degustar. Con respecto a esto último, además de ser una zona bien reconocida por su Foie Gras y demás productos obtenidos del pato, resulta que se ha consolidado como una excelente denominación de origen de vinos blancos (Jurançon), que actualmente ofrece una interesante variedad de caldos que van desde sus tradicionales blancos dulces a otros más novedosos y secos. Pero si nos centramos en las peculiaridades deportivas de la región, una salta a la vista por encima de cualquier otra: ¡El rugby! (ese juego de villanos practicado por caballeros). Los campos y los pequeños estadios del juego se hacen presentes en cada localidad de una mínima entidad. Donde nosotros nos alojamos, al llegar el viernes, se veía mucha actividad de entrenamiento y cierta presencia en la grada. A lo largo del recorrido, en el jardín de una casa de campo particular, en lo alto de una sucesión de colinas, vi también una “portería” de rugby, “unos palos”, caseros. En la pizzería en la que cenamos, un cartel anunciaba el comienzo de temporada de la escuela de rugby de Gan. Y por si todas estas pistas fueran pocas, la portada del periódico local “Sud Oest”, en primera plana, lo vi al ir a desayunar, mostraba una amplia noticia de dicho deporte con alusiva foto a color. Pese a tan fuerte arraigo, el ciclismo no se queda corto y también es parte de su cultura y de su paisaje. No en vano, Pau sigue siendo a día de hoy y desde siempre una de las ciudades que más veces han sido punto de salida (en 48 ocasiones desde la postguerra mundial) o llegada de alguna etapa montañosa del Tour de Francia. Si bien el Tourmalet y otros colosos pertenecen a otra comarca cercana, en el Bearn disfrutan del Aubisque, Marie Blanque, Portalet, La Pierre Saint Martin y alguno más. Y casi-casi, aunque ya en el Pays Basque: Larrau, del que más tarde hablaremos. Por otro lado, la afición práctica local al ciclismo y la atracción que tan bella comarca ejerce sobre quienes disfrutamos con el pedaleo por profundos valles y elevadas montañas, quedan demostrados a las claras, al comprobar que sus carreteras se ven muy frecuentadas por gente pedaleando de forma deportiva o viajera.
 
Siendo pues este un espacio tan vinculado al ciclismo de ruta, tenía que llegar el momento de que apareciera alguna convocatoria formal de marcha ciclista retro. Y así ha sido este año con el nacimiento de la “Bearn Cyclo Classique”, un primer intento tímido y modesto (como lo suelen ser todos), pero lleno de acierto y buenas cualidades. Viendo la fecha, la no demasiado alejada localización (Gan) y la solera del entorno, no me pude resistir y allí que me fui, llevándome de paso a quién pudo y quiso apuntarse, que no fue otro que Roberto, que engarzaba una racha imparable. Del viaje no hay mucho que contar, porque lo hablamos casi todo durante el mismo. Al igual que me ha ocurrido cuando he viajado en coche con algún otro compañero de fatigas rodadas, la música ni la ponemos, pues no hay hueco de silencio que rellenar. Así que el relato propiamente dicho comienza el sábado por la mañana, con un desayuno y una dubitativa búsqueda inicial (en bicicleta) del punto de salida, que nos obligó a tener que regresar al hotel a preguntar. Hacía un día estupendo, aunque ya caluroso desde primera hora de la mañana, algo que más tarde se transformaría en una jornada de excesivo sofoco durante las horas centrales del día. En la casa comunal nos fuimos reuniendo las escasas decenas de participantes, locales en su mayoría, salvo alguna “rara avis” como un californiano, un par de ingleses y nosotros dos. Había caras conocidas como el “profesional del velocípedo” que suele acudir a casi todos los eventos franceses (aunque esta vez montaba una bicicleta “de seguridad” muy antigua) y su mujer; otro ciclista de la zona de Las Landas; y varias personas que para la ocasión ejercían de colaboradores en vez de rodadores y que recordábamos de Marmande (a donde debieron acudir para conocer una experiencia similar). Nada más llegar formalizamos la inscripción y recibimos una “musette” con el dorsal para la bici, el cartel, información, una cinta de manillar de regalo, el vale para la comida y hasta una gorra ciclista de la comarca.
 
El evento ofrecía dos opciones: una de 30 km y otra de 70 km. A esas horas allí estábamos los de la larga (unos treinta ciclistas). Y poquito antes de salir pareció con agilidad nuestro conocido Emile, sobre una flamante Battaglin roja como recién salida de fábrica. Además de saludarnos, me llevó a su coche para mostrarme un kit original de bolsa del corredor, gorra, “musette”, maillot y de todo, del Teka, lo había traído para enseñármelo expresamente. Menos mal que él se conocía el camino porque el pelotón partió sin nosotros y tuvimos que espabilarnos un poquito para reintegrarnos en él. La comitiva, siguiendo a un setentero Renault 15 y protegida en los cruces por un equipo de Vespas relucientes, primero dio una vuelta por el pueblo, con el alcalde al frente sobre su impoluta máquina moderna de carbono. Después empezamos a remontar algunas colinas y la ruta fue acercándose a su esencia: un variado “rompepiernas” lleno de ascensos cortos pero empinados, alternados con descensos y sin apenas tramos llanos. En la primera subida pedaleaba yo casi a solas, cuando Emile, adelantado y detenido al borde la carretera, me hizo una señal para que me detuviera. Estaba hablando con dos hombres “de paisano” que resultaron ser José María Pérez (Don Bidón) y el amigo que le acompañó a la pasada Monreal, que se habían acercado a conocer a Emile. Nos saludamos y pospusimos un encuentro para esa misma tarde en casa de nuestro conocido común galo. El paquete se reagrupó con una breve parada en una céntrica calle de un bonito pueblo y volvió a seguir reunido, para ir despachando nuevas ascensiones que, poco a poco, nos situaron en lo alto de una especie de sierra de colinas con hermosísimas vistas a ambos lados de su línea de cumbres. Aquel tramo fue de especial encanto, pues con la perspectiva que daba el pedalear por lo más elevado, los viñedos de Juraçon  quedaban expuestos a nuestra atención, para nuestro deleite contemplativo y para alimentar nuestras ganas de catar su producción. Los valles eran coquetos y estaban salpicados de granjas, colinas, árboles y viñedos alineados en laderas muy pendientes. Cada pequeña cota nos servía de reunión, mientras la ruta transcurría por una carretera bastante estrecha, sin pintura y sin tramo recto alguno. En determinado momento, siguiendo a una de las Vespas, disfrutamos de un tramo especialmente estimulante con un fuerte descenso por una pista asfaltada, hasta llegar junto a una mansión de elegancia clásica, en donde alguien se percató de que habíamos errado el camino. Hubo que “meterlo todo” y remontar algunos muros para encontrar un desvío de tierra y piedras empinado pero de apenas 50 metros, el cual nos dejó en una encantadora granja-bodega familiar, en la que fuimos agasajados con el primer avituallamiento y la primera cata de blancos (seco fresco y amoroso dulce). El recibimiento estaba ubicado en un gran almacén con funciones de portalón cubierto que nos daba sombra, con aperos de trabajo por ahí amontonados, un pajar sobre nuestras cabezas y las grandes cubas de acero inoxidable en un espacio anejo. Al otro lado del mismo había un precioso patio que daba acceso a la vivienda. Un lugar ideal para disfrutar de la parada, de la degustación y de la ambientación de la ruta. Allí charlamos con el organizador, así como con los pilotos de algunas Vespas, quienes tenían referencias de La Retrovisor, gracias a que los del club de scooters de Cantabria habían hecho similares funciones en mi tierra.

 Emile en plena acción sobre su Battaglin
 
Uno de los vinos blancos catados (Foto: Roberto Follía).
 
Tras la parada se sucedieron nuevos descensos y ascensos, todos ellos sin abandonar el paisaje de granjas y pequeños viñedos. Se notaba que por el Pirineo el verano había deparado frecuentes tormentas ya que los prados estaban verdes, y no agostados como en nuestro hogar, tras un septiembre completamente veraniego y con temperaturas exageradas para el Cantábrico. Aunque este día no se quedaba corto y llegamos a pasar muchísimo calor, lo cual, unido a la exigencia constante del recorrido, poco a poco se nos fue acumulando en forma de fatiga. Algo más adelante sí que nos fueron llegando algunos tramos llanos de rivera, cerca del río al noroeste de Pau, antes de virar hacia el sur para acometer nuevos ascensos entre las bien recibidas sombras de colinas cubiertas por formidables ejemplares de árboles. Aunque no soy capaz de situarlos con exactitud, hubo un par de repuntes francamente bonitos. El primero, que pudiera ser en Aubertin, de unos 2 kilómetros de longitud y fuerte pendiente. En su final giraba repentinamente a mano izquierda para proponer unos suaves toboganes campestres, antes de descender entre curvas para cruzar un río pequeño y permitirnos acceder a un tramo campestre realmente idílico. El segundo, no mucho más tarde, quizá por Sant-Faust, con una breve pero empinada rampa a la sombra, que nos hizo pedalear levantándonos del sillín, aún a pesar de llevar unos desarrollos asequibles. Desde allí, ya poco faltaba para el segundo avituallamiento.
 
Gajes del oficio "retro", lo bueno es que la tracción "animal",
salvo en caso de pájara, nunca falla.
 
Y fue precisamente al alcanzarlo cuando una voz conocida me reclamó hacia un lado: “Monsieur, Monsieur”. ¡Era Javier! Ya me parecía a mí que con las ganas que ha cogido esto del ciclismo retro, la pandilla que se ha ido gestando y lo cerca que está el Bearn de San Sebastián, resultaba extraño que no se hubiera presentado a la salida. Lo que ocurrió es que se decidió en el último momento y sólo pudo llegar a la hora para la partida del recorrido corto. Da lo mismo, allí estaba, y así se uniría a nosotros para el resto del fin de semana. La parada sirvió para nuevas catas, para picotear algunas viandas y para beber mucha agua y zumo de naranja. Lo servían en el cobertizo de otra granja local. El pelotón crecía así de repente con la incorporación de otros 20 o 25 ciclistas. Y ya reunidos todos, pusimos rumbo al sureste, hacia Gan. Hubo un descenso corto pero delicado, y el resto casi todo llano hasta el final. Rodé sólo algunos kilómetros, otros cerca de algunos ciclistas veteranos, de una mujer del Bic que rendía bien y hasta  de un padre y un hijo pequeño enfundados ambos en sendos maillots de Brooklyn. Pero finalmente me aproximé a Gan junto a Emile, completando el recorrido casi como lo empecé. Pronto llegaron Javier y Roberto y aprovechamos para beber más líquidos, picar alguna otra cosa y catar nuevos blancos locales, mientras charlábamos con diversos participantes o echábamos un último vistazo a Vespas y bicicletas.
 
Parte d ela flota "Vespa" que nos cubrió durante el recorrido.
 
Y llegó el momento de la comida. Los organizadores habían dispuesto tres larguísimas mesas dentro del espacio multiusos de la casa comunal. En cuanto nos sentamos se nos unieron Emile, su amigo Jean Pierre (profesor de español en la zona) y otras de sus amistades. Disfrutamos de un exquisito foie gras, algunos platos y queso, además de un tinto ligero que corrió por nuestra zona, encargado por JP y algún otro comensal (muchas gracias de nuevo). La conversación fue muy animada y agradable, y el español y el francés se cruzaron equilibradamente y con total interés por comunicarnos y mantener vivos nuestros temas de tertulia. Así pues el tiempo se fue volando y avanzada la tarde llegó un sorteo de regalos del que muchos salimos agraciados: gorras, libros y demás. Para mí una botella de vino (portugués) y quedarme con las ganas de haber recibido un sillín Brooks… ¡verde! A juego con mi Dawes, que fue a parar a una dama ataviada al estilo pionero. Finalizado todo nos despedimos con sincero agradecimiento de los organizadores y anfitriones, a quienes expusimos nuestra positiva valoración, nuestro ánimo y nuestra promesa de divulgar el evento entre conocidos amantes del ciclismo clásico en España. La cita merece la pena, la región es encantadora, el ambiente tranquilo y mesurado, y el recorrido exigente sin ser largo. Pero a juzgar por la expresión de las caras y los comentarios de sus responsables, nadie puede asegurar que esto se vuelva a repetir. Se mostraban cansados por el esfuerzo, y con evidentes dudas de si se volverán a embarcar en su organización o no. El tiempo lo dirá, nosotros así lo esperamos, por el bien del ciclismo retro, por el de muchos aficionados que puedan acercarse allí en el futuro, y porque no se podría entender que el Bearn no tenga su propia marcha vintage.
 
Lejos de acabar, la jornada aún nos deparaba una actividad “deportivo-cultural” privilegiada. Después de ducharnos en el hotel, nos montamos los tres en el coche de Javier y nos acercamos a una localidad próxima para hacer efectiva una generosa invitación de Emile. Allí nos encontramos con los visitantes de Jaca antes mencionados, y con Jean Pierre, que frecuenta la casa de Emile desde que aquel empezara a correr en ciclismo asesorado por este. Se trata de una vivienda unifamiliar convencional con su propio jardín. Lo que nadie puede llegar a imaginarse es que dentro, entre un crecido garaje, unos altillos, el ático y algunos rincones, Emile atesora una de las mejores colecciones de bicicletas de competición de Europa. También hay fantásticos maillots, poncheras, carteles y hasta mojones. Pero por encima de todo están las bicicletas ¿doscientas? Imposible de calcular. La mayoría son “bicicletas Tour”, algunas utilizadas realmente por ciclistas famosos (Ugrumov, Ocaña, Óscar Freire y un largo rosario de ilustres nombres) y otras réplicas exactas de las utilizadas en diferentes épocas por numerosos campeones (Mercks y muchos otros). Los ojos se nos iban de un lado a otro, de un detalle al siguiente, y aún así éramos conscientes de que resultaba imposible asimilar todo. Nos perdimos mucho más de lo que captamos, y eso a pesar de que absorbimos mucho. La colección es irrepetible y la afición y pasión que Emile desprende cuando la muestra, contagiosas. Aprendimos mucho de él y más nos hubiera gustado el haber podido disfrutar aún más de sus enseñanzas, a pesar de que nos lo tomamos con calma y con tiempo.
 
Resumiendo drásticamente la visita voy a hacer mención de cuatro bicicletas muy especiales. La auténtica “Paloma” con la que Federico Martín Bahamontes corrió allá por 1962, 1963… ganando varias etapas del Tour, dos podios en la general y hasta tres Premios de la Montaña. La bicicleta estaba en un estado impoluto (como la mayoría de las que posee Emile) y hasta nos la dejó sacar para fotografiarnos con ella.
 
Posando junto a la "Paloma" de F. M. Bahamontes: (Roberto
disparaba la foto. Arriba estoy yo, José Mª, su amigo de Jaca y
Jean Pierre. Abajo con un maillot auténtico y una réplica: Emile
y Javier.
 
Más tarde sacó (vete tú a saber de dónde) la Eddy Mercks con la que Lance Armstrong ganó el Campeonato del Mundo de Oslo en 1993. No se trata de una clásica, pero si de un icono del ciclismo que conserva aún, fijada al cuadro, la plaqueta con el número del dorsal que portaba el corredor tejano. Sin embargo, aún pudiendo disfrutar de esos y otros ejemplares “auténticos”, realmente utilizados por los mitos en persona, y aún siendo Emile un verdadero apasionado de este deporte, también nos presentó otra bicicleta, de la que confesó sentirse especialmente prendado. Minutos antes Javier le había preguntado por su favorita, y él no había sido capaz de responder, sin embargo, al sacar esta a la luz, confesó que pensándolo bien, quizá fuera precisamente ella la que pudiera, en caso de decisión extrema e inevitable, llevarse tal honor. Se trataba de una réplica exacta (de la época) de la Bianchi con la que Fausto Coppi compitió en las grandes carreras de Europa. La bicicleta era hermosísima, tanto en su cuadro como en cada uno de sus cuidados componentes, todos ellos “firmados” con la B de Bianchi. Y aún a pesar de estar hablando de mitad del siglo XX, su frontal ya mostraba una dirección integrada.
 
Detalle del tubo de dirección de la Bianchi
réplica de la de Fausto Coppi.
 
Quiero terminar este fugaz repaso “objetológico” con una muestra de la ignorancia “marquista” que tanto nos acompaña a los aficionados compulsivos, en demasiadas ocasiones adocenados por los triviales y superficiales comentarios y “run-run-es” de la masa de neófitos consumidores de cualquier afición, que recién llegados a un asunto, nos centramos en un puñado de “valores seguros” con los que sentirnos confiadamente “in”, sin preguntarnos si hay más, hay diferente o nuestro nuevo foco de entretenimiento y juego adulto, puede realmente ofrecer cosas distintas. Prácticamente cuando nos íbamos, Emile nos enseñó una bicicleta gris, bastante discreta en apariencia y con huellas de su historia y sus batallas. La bici en cuestión nos había pasado completamente desapercibida, como casi con total seguridad hubiera ocurrido en cualquier evento para la mayoría de nosotros, vosotros y ellos del mundo de ciclismo retro. Al decirnos el nombre de la marca (que no se leía por parte alguna), no me sonó para nada en su pronunciación francesa, pero poco a poco, al observar sus singulares componentes, su característica potencia, los bujes, etc. Todo ello se me pareció en demasía a los que actualmente propone Velo Orange, y atando cabos, la palabra me hizo eco en la cabeza… ¡Herse! ¿Has dicho Herse? ¿Te referías a René Herse? Efectivamente, por primera vez en mi vida, al menos conscientemente, estaba estudiando y tocando una de las bicicletas realizadas por uno de los más prestigiosos artesanos de nuestro vecino país, un constructor alabado por los más expertos cicloturistas de cualquier continente. Si el año anterior pude admirar muy de cerca la obra de Alex Singer, esta tarde me estaba topando con algo difícil de encontrar e igualmente improbable de valorar, tan cegados como solemos estar por “cuatro” referencias populares que nos dan una cómoda sensación de seguridad ante los demás.
 
Tras las amistosas despedidas salimos de allí los tres (Javier, Roberto y yo), abrumados por la cantidad de material contemplado y fatigados tras una jornada tan intensa, cargada de actividad y emociones. Así que sin pensarlo mucho nos fuimos a cenar algo sabroso y económico y nos retiramos a descansar, que buena falta nos hacía.
 
A la mañana siguiente Roberto y yo recogimos todo, desayunamos, llamamos a Javier para quedar el Licq-Atherey, y cargamos todo en el coche para acercarnos hasta allí. Roberto había pasado una mala noche a causa de un virus que le venía castigando desde hacía más de una semana, y por mi parte mi motivación para un serio y amenazador ascenso matinal era muy baja. Ignoro la razón pero ese domingo era uno de esos días en los que uno se busca para sí mismo cualquier impedimento para no subirse a la bicicleta, no me apetecía nada. Las caras de sorpresa y gestos de chaladura que habían puesto nuestros amigos franceses, cuando el día anterior les comentamos que pretendíamos ascender Larrau por la vertiente francesa, sobre nuestras clásicas, tampoco ayudaban nada, más bien tenían un rotundo efecto disuasorio. Y como venía siendo habitual en nuestras escapadas pirenaicas de septiembre, por la noche había llovido, y la mañana se presentaba incierta en cuanto al clima. Aún así, haciendo de tripas corazón, circulamos hasta nuestro destino. A medida que nos acercábamos el tiempo mejoraba claramente, el día se volvía soleado y el paisaje se convertía en un atractivo paraíso de aldeas acomodadas con discreción en el fondo de unos valles estrechos, húmedos y encajados entre las moles de la cordillera. Remontando un río alcanzamos el lugar de la cita y pudimos aparcar en batería, frente a un bar y comenzar con nuestro ritual de preparativos para la ruta. Personalmente seguía sin ganas, Roberto resignado (sin su triple plato y con su catarro) pero decidido y Javier inquieto, pues conocía bien a qué nos enfrentábamos. Tomamos un café justo antes de salir y nos pusimos en marcha por la estrecha y solitaria carretera.
 
Detalle de carretera (Foto: Roberto Follía)

Nada más empezar hacía bastante fresco, tanto que incluso pasamos frío al ir de corto. El valle se remontaba sin apenas esfuerzo, pues la carretera nos llevaba pegados al río montaraz, a la altura de su lecho y sin superar desniveles. Poco a poco, esa marcha casi llana nos sirvió de calentamiento. Aquella sería una etapa de “captura”, una excursión corta en kilometraje (no tanto en tiempo), consistente en aproximarse a un puerto de importante entidad (“Hors Categorie Tour”), intentar coronarlo y descender para volvernos a casa sin demoras. Digo captura porque era uno de esos planteamientos en los que el objetivo es conquistar otro hito geográfico que te permita añadir una “muesca” más al cuadro (cualquiera de ellos) de tu bicicleta. A los pocos kilómetros, tras haber superado algunos tramos de cuesta moderados, la pendiente se puso seria y exigió meter todo el desarrollo disponible (al menos para los que íbamos con dos únicos platos “clásicos”). En ese preciso instante, a la cadena de Javier se le soltó un eslabón dejando inutilizada su bicicleta para el pedaleo. La casualidad quiso que esa vez ninguno de los tres dispusiéramos de tronchacadenas, ni allí mismo, ni en los coches. Así que lamentándolo mucho nos tuvo que dejar e iniciar un regreso “a vela” y a dedo. En ese momento nuestro amigo-enemigo (iba vestido del Molteni) había desaparecido, quedábamos pues un par de Kas, sin demasiada confianza ni ganas, pero que sin plantearse nada al respecto reinició su lento pedaleo hacia arriba. Desde allí cada cual empezó a ascender en solitario, conforme a los ritmos individuales de ese día. Dosificándose mucho, sabiendo que sería necesario, aunque ignorando si suficiente. Larrau es uno de los puertos más temidos del Tour, su inclusión en la ruta se ha programado en contadas ocasiones, una de ellas, fue precisamente en la que, en este puerto que tan cerca tenía de casa, Indurain puso fin a su presencia en la carrera para siempre. Tras unos pocos kilómetros de ascenso boscoso y sin tregua alcanzamos la localidad de Larrau. A partir de allí se suceden unas pendientes exigentes y despejadas, con vistas a un valle sobre el cual uno se va elevando más deprisa de lo que preferiría estar notando en sus piernas. Hay curvas de una gran diversidad de radios y diseños, y al cabo del rato vuelve el bosque para refrescarte y advertirte de que tengas precaución en la bajada porque el asfalto está regular y el pavimento mojado bajo las sombras. Tanto tiempo se tira uno subiendo esta parte de ladera, que tiene que buscar recursos mentales para seguir trabajando con paciencia. Nos pasaron cuadrillas de moteros, y algún coche de turismo u otros de labor. Aquí se suceden varios largos y sacrificados kilómetros que alternan lo duro, con lo demasiado duro, exigiéndote esto último, ponerte a ratos de pie sobre los pedales y mantener un cadencia de pedaleo de supervivencia porque el 42, por mucho 28 que lleves detrás, no te deja liberarte ni lo más mínimo. En esa zona me reía de mí mismo al darme cuenta de a qué tipo de tonterías llega a aferrarse uno cuando acomete un esfuerzo tremendo y absurdo por mero impulso lúdico. Me dio por pensar que ya que portaba un maillot del Kas, debería hacer honor al mismo y tratar de aguantar hasta arriba. Poco después me topé con un tramo que se me hizo más duro aún, no había descanso posible y mi velocidad era mínima. Pero precisamente allí, me adelantó un reaparecido e inesperado Javier con su coche, que se detuvo y corrió a mi lado varias decenas de metros, animándome como si de un espectador de cuneta de la Grand Boucle se tratara. ¿Qué puedo decir? Que aquello me animó mucho, me hizo compañía y me ayudó a pasar el peor trago de toda la ascensión.
 
 Javier constatando su mala suerte. La cadena rota y sin posibilidad
de reparación.
 
Aquí estoy sufirendo a mitad de puerto, en la zona en que más
duro se me hizo el ascenso (Foto F. Javier Ruiz)

Desde allí llegaban unas zetas y el trazado se despedía definitivamente de toda vegetación arbórea, la altitud había superado de sobra los mil metros. Las largas zetas se hicieron algo más llevaderas, en especial la primera y más larga de ellas. Un collado con camiones y furgonetas detenidos parecía anunciar el final, aunque para coronarlo se exigía un esfuerzo algo violento a causa de un repunte importante del porcentaje. Pero de eso nada “monada”, al otro lado aparecía un casi imperceptible descenso muy breve, un falso llano y una nueva cumbre alejada a la que encaramarse. El falso llano, no parecía ayudar nada, más bien destrozarme el ritmo (por llamarlo de alguna manera), o el ralentí de pedaleo al que quizás ya me había acostumbrado. Hay que reconocer que la panorámica en ese tramo era maravillosa, un regalo para la vista. Javier volvió a aparecer porque alternaba su motivadora presencia entre nosotros dos, repartiendo ánimos y apoyo moral con ecuanimidad. En esa segunda visita yo ya tenía toda la confianza del mundo en que aquello estaba conseguido, además de sentirme satisfecho y contento de estar allí,  y de haberme decidido a intentarlo. Al final me quedaban otras zetas que superar, la mayoría de ellas asumibles, aunque precisamente la última engañosa. No sé qué pendiente tendría el último tramo recto, pero parecía que aunque ya estaba allí, el final no acababa de llegar nunca y las piernas se quejaban cada vez más, mientras la velocidad se ralentizaba hasta extremos vergonzosos.
 
Pero finalmente alcancé la cima y me sentí eufórico por haberlo logrado. Aproveché para disfrutar del paisaje en todas direcciones, en ambas vertientes de tan admirable cordillera. Si alguien pretende preguntarme por el tiempo (¡que vulgaridad!), le respondo que muy bueno: sol pero con sombras de bosque y algunas nubes que hacían que no hiciera un calor excesivo. Si me insisten en que se refieren al empleado para subir (¡que obsesión la de algunos!), confieso que llegué fuera de control. ¿Con respecto a quién? A nadie, pues nadie había por delante. Con respecto a mí mismo, porque subí como pude, tan despacio, que el control del tiempo estaba fuera de lugar. Pero allí me planté, con mi “hierro del 83”y sus platos llenos de caries y desgaste dental. Precisamente la presencia de mi Razesa hizo que se me acercara un aficionado francés, quien al entablar conversación aprovechó para felicitarme efusivamente por ello mientras entusiasmado, le cantaba a su amigo los guarismos de mi desarrollo. Llegado Javier al alto, ambos nos dispusimos para homenajear la aparición de Roberto, cual si de uno de nuestros ídolos se tratara. El escándalo llamó la atención de los visitantes, aquello parecía una horda de “tifosi”, en lugar de un par de dementes seniles. Después llegaron las fotos, la reposición de líquido y una despedida entrañable de Javier que volvería a su casa por territorio español. Nosotros dos descendimos con cabeza pero sin pausa y al hacerlo fuimos de nuevo conscientes de lo largo y empinado que resulta el puerto, pues cambia constantemente de panorama y no parce tocar a su fin. En esos momentos subían decenas de ciclistas lentamente, a lomos de sus máquinas carbonatadas, pero sufriendo como todo bicho viviente. El tramo de aproximación lo ventilamos muy rápido sin apenas quitar el plato grande, disfrutando del “deber” cumplido y del “palmarés” personal logrado.

Roberto alcanzando la cumbre. El entusiasta aficionado que lo
arenga es Javier.
 
 Los dos KAS (Roberto y yo), logran uno de los objetivos de su
"Escapada" al Bearn, el puerto de Larrau por la vertiente francesa.
 
Tras vestirnos y preparar todo para el viaje de regreso, emprendimos el mismo, aunque pronto nos detuvimos en Tardets, una agradable y encantadora villa, con una plaza de lo más coqueto y hotelitos añejos de montaña que evocan épocas de turismo romántico. En una terraza de la plaza nos regalamos un bocadillo de queso local, una cerveza y… ¡Ta-ta-chán! (sin ello el viaje no hubiera resultado completo para Roberto), ¡una ración de Gateau-Basque!
 
 Plaza de Tardets (Foto: Roberto Follía).

Disfrutando de la improvisada comida (Foto: Roberto Follía).
 
El Bearn merece la pena. Como destino turístico desde luego, ya me había dejado excelente sabor de boca en las ocasiones anteriores en las que allí había acudido para esquiar o para disfrutar de la moto. Es recomendable para cualquiera que desee conocer un espacio de montaña y peculiaridades rurales, conservado, bonito y agradable. Pero para quienes además tenemos inoculado el gusto por el ciclismo deportivo, la cosa es más seria, la comarca se convierte en otro destino imprescindible (¡otro más!). Crucemos los dedos para que la Bearn Cyclo Classique siga existiendo y se convierta en una buena disculpa para futuras visitas. Mientras tanto, llega el momento del reposo. Mi temporada “Rodador 2014” finalizaba ese mismo día. Pronto será el momento del balance y de las reflexiones finales. Por el momento aún disfruto de los recuerdos de este concentrado fin de semana.

viernes, 19 de septiembre de 2014

35. LA RETROVISOR 2014


You've Got a Friend by Stacey Kent on Grooveshark

Avisados estábamos todos de que septiembre iba a ser un mes de gran actividad de ciclismo retro. De hecho, para algunos de nosotros, aquellos que solemos encontrarnos en la mayoría de las citas, llevamos varias semanas en las que el trajín de la puesta a punto de las bicicletas, la selección de la vestimenta, la sucesión de lavadoras puestas y el deshacer y hacer maletas, además de los traslados, se han convertido, durante un periodo de tiempo, en una rutina casi habitual, que nos está haciendo vivir (con sus lógicos matices) un ritmo de ciclistas “de verdad”.
 
El fin de semana de Cantabria, al igual que lo fuera el pasado, seis días antes, a ambos lados de los Pirineos, nos dejó hermosos kilómetros de paisajes y una intensa oportunidad para profundizar en nuestra amistad y conocimiento mutuo. Y todo ello disfrutando de unas condiciones climáticas ideales, lo cual nunca está garantizado en nuestra región. Los lectores que buscan la crónica de La Retrovisor, deberán ser un poco pacientes en esta lectura, pues para algunos, el fin de semana de ciclismo antiguo empezó un día antes, en Reinosa, con la puesta en marcha de la II quedada retro La Montañesa. La excursión dibujaba una especie de ocho con dos bucles unidos por un corto tramo de ida y vuelta entre ellos, de forma que su inicio y final se ubicaban en la capital campurriana. El espíritu de esta cita implica que, en cada edición, el recorrido, aún manteniéndose siempre localizado en La Montaña (Cantabria), sea siempre diferente a los anteriores. El año pasado nos juntamos seis. Este año la previsión estuvo oscilando a lo largo de las fechas previas entre seis y hasta dieciocho participantes. A la hora de la verdad nos reunimos siete (buen número para una cita de estas características), aunque posteriormente comprobamos que otra gente se hubiera unido con seguridad, de haber conocido la existencia del plan. También hay que añadir que otras dos personas fallaron sin querer, en el último momento, por causas repentinas y ajenas a su voluntad. Uno de ellos víctima de una avería de RENFE a escasos 11 km de nuestro punto de partida.
 
El caso es que Manu (La Biciteca), su amigo Edu (Gijón), Roberto (con sus churros habituales), Javier (San Sebastián), Lucas (Alicante), mi hermano Guti y yo, pasadas las diez, comenzamos nuestro pedaleo por las calles de Reinosa, en una mañana fresquita en la que la niebla apenas acababa de levantar. La primera parte del trayecto nos permitió rodar por la orilla norte del Pantano del Ebro en dirección este. Fuimos manteniendo diferentes emparejamientos alternando compañeros y temas de conversación. El ritmo era llevadero pero vivo y tan sólo hicimos dos breves paradas colectivas, una para aligerar líquidos y otra para despojarnos de alguna prenda de abrigo en los jardines del balneario de Corconte. Desde allí, en precavida fila llaneamos por la carretera de Burgos en dirección sur, pendientes de un tráfico realmente inexistente, para enseguida poder relajarnos completamente en la apenas utilizada carretera que recorre la orilla sur del embalse, entonces ya en dirección oeste. La mañana nos iba premiando con sol, y bonitas estampas paisajísticas, casi todo el tiempo con las aguas del pantano a la vista formando parte de los “encuadres” de esas “postales” mentales que todos recolectamos cuando rodamos en bicicleta por lugares hermosos y sin tener que estar pendiente de no perder alguna rueda ajena. El otro acompañante fiel, a lo largo de esta parte de la ruta, era el trazado ferruginoso del ferrocarril de La Robla, el “Transcantábrico” o el “Hullero”, que une Valmaseda (Vizcaya) con La Robla (León) y que nuca me canso de recomendar como viaje cicloturista, ferroviario y literario.
 
 Guti, pedaleando alrrededor del Pantano del Ebro sobre su Alan.

Roberto, Lucas, Manu (escondido), Guti, Edu y Javier, girando
a la entrada de la presa.

Con buen cumplimiento del horario alcanzamos la presa y Arroyo, y allí nos regalamos unos cafés, antes de continuar. Enseguida nos plantamos en el desvío que cerraba el primer bucle, y allí nos despedimos de Guti y de su Alan, quien por motivos laborales debía abandonar anticipada la ruta. Lo de mi hermano es curioso, lo del ciclismo retro le parece una actividad estupenda, pero por motivos familiares, laborales y de hiperactiva agenda, apenas se ha prodigado, siendo precisamente las dos ediciones de esta quedada, sus únicas participaciones. Aún así, estoy convencido de que lo veremos más en el futuro.
 
El tramo de enlace entre los dos bucles a mí personalmente me tiene enamorado, atraviesa un bosque de jóvenes robles, por una carretera estrecha y entretenida, a la misma altura que el aún infantil río Ebro y establece algunos cruces con las mencionadas vías de tren. Siempre está bonito, aunque en otoño la variedad cromática de las hojas y su caída le dan un aspecto aún más especial. Para ello aún faltaba bastante tiempo. Sin desviarnos de la sinuosa carreterilla, iniciamos el segundo “circuito”, rodando junto a una vieja ferrería, alcanzando Bustasur e iniciando una de las primeras subidas anunciadas en la descripción de la ruta. Hay que reconocer que el anuncio se hizo de memoria y no fue del todo preciso. Lo que se suponía serían 3 “micropuertos” acabarían siendo cuatro, y dos de ellos, el primero y sobre todo el cuarto, quizá un poco más exigentes que el ambiguo calificativo de “micro”. Daba igual, el día era fantástico, la compañía fabulosa y el paisaje francamente bonito y variado. Nos reagrupábamos en cada alto y volvíamos a descender. Pedaleábamos por la comarca de Valderredible, por los semidesiertos poblados que se localizan al norte del Monte Hijedo. Malataja y Aldea de Ebro fueron testigos de nuestro paso en bicicleta, y la superación de varias lomas, nos fue aportando diferentes puntos de vista del paisaje, a medida que el segundo “círculo” de la jornada se iba cerrando poco a poco. Aquello es tierra de bosques alternados con páramos tapizados de vegetación de monte de cierta altura, paraíso de cazadores y “exploradores” de grandes espacios abiertos, ya sea a pié o sobre ruedas de tacos. Apenas paramos, salvo para reunirnos tras cada ascensión. He de confesar que si bien el ritmo de pedaleo fue adaptado a las preferencias y estado de cualquier miembro del grupo, el régimen de paradas y reanudaciones fue dictatorial, discretamente absolutista, pero totalitario al fin y al cabo. Teníamos una cita cerrada para la comida, y había que cumplir el horario. De no haber dependido de tal circunstancia, en Aldea de Ebro habría “caído” un blanco y una breve visita a su iglesia rupestre. La última ascensión nos llevó al cruce de Carabeos y a enfilar las últimas rampas hacia el santuario de Montesclaros. Es un atractivo conjunto de viejos edificios encaramados en lo alto de una loma boscosa que corona una de las curvas que hace el Ebro. Es un paraje aislado de cualquier otro foco de civilización y resulta sugerente su visita en diferentes estaciones del año a causa del otoño, de la nieve o de la floración primaveral.

 Javier con el río Ebro al fondo en el primer ascenso.

Javier, Edu y Mano, en el segundo ascenso.

Edu, Roberto y Lucas (tercer ascenso...).

Allí llegamos en descenso, metimos las bicis en el pasillo de entrada a la hospedería y comimos a gusto y barato en un rústico comedor. Nada de sibaritismos, menú rural y vino con “casera”, haciendo honores a un patrocinador histórico del ciclismo español. Precisamente estando allí el tiempo cambió bruscamente. Ya el descenso previo nos había sorprendido con una repentina ventolera, que cuando estábamos bajo techó se transformó en aparatosa tormenta y en fuerte descarga de agua. Un rápido cambio de local nos sirvió para poder tomarnos unos cafés de sobremesa y esperar a que la lluvia amainara un poco. Después, nos pusimos el chubasquero, hicimos de tripas corazón y regresamos a nuestras monturas, para negociar un pendiente descenso mientras el agua de la calzada nos empapaba más, de abajo hacia arriba, que viceversa, a causa de la velocidad de las ruedas. Llegados al tramo de enlace y ya acostumbrados a la nueva situación (la cual para varios de nosotros no era nada comparado con la épica etapa del Canal de Castilla), un nuevo berrinche tormentoso comenzó a descargar una nueva tromba de agua. La casualidad, la suerte o lo que fuera hizo que eso ocurriera precisamente al paso por el único túnel de toda la ruta, situación que aprovechamos para guarecernos y esperar a que escampara. El resto fue rodar unos 15 kilómetros tranquilos hasta Reinosa, ya sin lluvia y muy contentos con la jornada. Allí esperaban Mari e Isabel, con quienes, tras cambiarnos de ropa y guardar el equipo, disfrutamos de unos “gintonics” y de la inquebrantable entereza de Contador en los Ancares, que le serviría para asegurarse el triunfo de la Vuelta a España.

 Manu, hoemanje Puch posando en Montesclaros.

 Reanudamos la marcha tras la comida.

 El milagroso túnel protector.

 Roberto, Manu, yo, Edu. Lucas y Javier (Guti ya se había marchado).

Entre las cuestiones materiales podríamos destacar unas cuantas cosas, aunque me limitaré a comentar que estrené una Peugeot de principios de los ochenta que aguantó bien el envite, y que Manu profundizó aún más en su enamoramiento hacia esa flamante Zeus roja que se ha agenciado y que además iba singularmente vestido con un maillot de punto del equipo Puch de la época en la que Agostinho era su estrella y tocado con una inmaculada chichonera a juego. Javier, en cuanto a la ropa, como siempre, de “estreno”, incalculable su “fondo de armario”. Lo pasamos bien, no cabe duda, de hecho nos dimos cita para cenar, ya en la costa, esa misma noche, víspera de La Retrovisor.
 
Y llegó el ansiado domingo. Fecha histórica para los aficionados del ciclismo retro de Cantabria a nivel practicante, porque se celebraba la primera marcha ciclista retro oficial. Semanas antes me preocupaba el desenlace de tanto trabajo, ilusión y preparativos por parte de sus organizadores, porque es gente a la que tengo mucho aprecio, y si algo hubiera salido mal, aquello me pondría en la difícil posición de decidir entre ser fiel a la vocación relatora que siempre me ha acompañado en el blog y que trata de hacerme objetivo en mis comentarios, o desplegar una cortina de divagaciones para eludir alguna crítica necesaria. Pero las dudas se disiparon pronto, porque el evento, de todas todas, resultó un verdadero éxito.
 
Nosotros empezamos con desayuno matinal en el jardín. Manu y Edu habían utilizado nuestro ático para dormir y junto a ellos desayunamos aquellos miembros de la familia que tomaríamos parte en el evento: Myriam, mi hijo Jacobo y yo. Menos mal que preparamos las bicicletas y equipaciones algo apartados, porque la vorágine de relaciones sociales que supuso para mí este evento, no me hubiera permitido ni enroscar pedales, ni hinchar ruedas, ni cualquier otra tarea imprescindible para la puesta en marcha. Entre mis conocidos locales, la gente a la que había “líado” para participar, amigos, familiares, habituales de las citas retro nacionales, organizadores, invitados no ciclistas fuertemente relacionados con el ciclismo cántabro o con los libros, etc. durante las horas que duró la jornada no paré de saludar, conversar, abrazar, posar, fotografiar, presentar... a gente. Aquello fue un auténtico baño de relaciones amistosas que por una vez en dos temporadas dejó, en mi caso particular, la propia actividad ciclista, en un segundo plano. Puedo asegurar que viví La Retrovisor como una auténtica fiesta, como una celebración en la que por fin, tras un par de años de viajes e inmersión retro ciclista, podía compartir en vivo y localmente, una muestra de este mundillo, con mis familiares, amigos, compañeros y ciclistas autóctonos.

 Foto familiar con Jacobo y Myriam (Foto: Moncho)

El día era estupendo, soleado y sin viento, un regalo de esos que no siempre nos da nuestro rebelde clima. Una vez apoyado el tándem en una fachada de la finca del Marqués de Valdecilla, vino un periodo de hiperactividad excitada en el que colocamos dorsales y bultos, mientras saludábamos aquí y allá a decenas de caras conocidas y apreciadas. El tándem ya de por sí no te deja pasar desapercibido, pero si es que además el “speaker” te conoce desde hace varias décadas, estás vendido, la discreción resulta imposible. Allá estaba Fernando Ateca, el que fuera durante largos años activo presidente de la Federación Cántabra de Ciclismo, dando rienda suelta a sus comentarios y ganas de calentar el ambiente. No hay mal que por bien no venga y gracias a él Myriam y yo tuvimos el privilegio de disfrutar de una posición delantera en el corte de la cinta de salida, junto a todos los ciclistas ex-profesionales. La verdad es que allí mismo, delante nuestro, fuimos testigos de una anécdota de lo más cómica, pues resulta que la bicicleta que le habían prestado a Óscar Freire, tenía la potencia tan floja que el manillar se desplazaba a su antojo, y tuvo que ser Alfonso Gutiérrez, quién fiel a la tradición de portar la herramienta básica en el maillot, le reparó la avería “al juvenil”. La verdad es que el ambiente allí delante era de lo más simpático, y si algo nos demostró aquel brillante ramillete de figuras del ciclismo, es que saben pasárselo bien, reírse y divertirse rodando en una marcha cicloturista y que se amoldan al ritmo de cualquiera con el que quieran compartir carretera y conversación. ¡Unos fenómenos!

 Alfonso Gutiérrez

Primera línea de salida (I. Gastón y G. Arenas en el centro),
nosotros a la derecha (Foto: La Retrovisor)

 Momento intergeneracional: Alfonso ajustando
la potencia de Óscar Freire.

El recorrido, tenía un diseño “suave-llano-en-Cantabria”, en definitiva, bastante “rompepiernas”. Descender a Solares apenas sirvió para comprobar los frenos de las antiguas bicicletas, porque en los primeros kilómetros tuvimos que ascender a Somoarriba, y como su propio nombre sugiere, aquello ya nos hizo sudar de lo lindo. Cada cual iba a su ritmo, pero el espacioso pelotón de 53 ciclistas muy esparcidos, fue constantemente blindado por delante gracias a los agentes de tráfico y a algún vehículo de la organización, protegido en todos los cruces por voluntarios en motos modernas o del grupo de scooters clásicas y acompañado por detrás por una caravana de coches vintage entre los que abundaban los Seat 600. La conciliación familiar estaba asegurada gracias a un autobús de acompañantes con guía turístico incluido. Tras los esfuerzos iniciales nos reagruparon en una entrada del Parque de Cabárceno, concretamente junto a los elefantes. A partir de ese momento una exigente sucesión de toboganes nos permitió disfrutar de la visita al conocido lugar y de su fauna, recorriendo el trazado que pocos días antes había recibido a los corredores de la Vuelta a España y haciéndonos imaginar que aquello bien podía parecer la disputa de una carrera en el continente africano. Jirafas, rinocerontes, antílopes y cebras cruzaban sus curiosas miradas con las nuestras. Salvado el fuerte descenso final, el veredicto fue: un tramo inigualable ¡gracias Enrique!

 En Cabárceno con Freire, Ramón y Jacobo (Foto: Moncho).
 Melchor en Cabárceno ¡bienvenido!

Nos reagruparon para poder disfrutar de la máxima seguridad a la hora de aproximarnos, cruzar y alejarnos de Sarón, lo cual demostró un excelente conocimiento de las peculiaridades del tráfico de la comarca. En dirección a Selaya, rodamos con agilidad y continuamos cambiando de compañeros de ruta, cada cual según su apetencia. La anchura y calidad del firme nos permitieron cambiar impresiones con mi compañero laboral Ramón, ocasionalmente con nuestro hijo Jacobo, mi cuñado Melchor, Óscar Freire, el asturiano Edu, además de con otros conocidos y algunas caras nuevas. Antes de alcanzar Selaya la ruta giró hacia la izquierda y paso a utilizar carreteras locales estrechas que atravesaban barrios rurales típicos, bien nutridos de casonas montañesas cuidadas y bien conservadas. Era un tramo totalmente desconocido para mí y del que disfruté muchísimo con sus constantes curvas y el aliento del sorprendido vecindario que disfrutaba del aire libre en una jornada tan soleada y calurosa. Y así llegamos a una pequeña ascensión que, a lo largo de 1 o 2 km, nos exigió cierto esfuerzo (subir demanda más trabajo cuando se va en tándem). Lo entregamos con generosidad y mucha paciencia, antes de negociar con cautela el bacheado y virado descenso entre los prados para alcanzar el avituallamiento de Esles. Lo alcanzamos de los últimos y en seguida nos dimos cuenta del excelente ambiente que allí se respiraba. Los participantes hacían puesta en común, aprovechaban para descubrir otras bicicletas y para fotografiarse con sus ídolos de antaño o sus amigos. Hubo tiempo para todo. Para degustar a placer y sin cautelas del queso, jamón y demás productos sólidos y apetecibles entre los que destacó las ingentes cantidades de exquisita quesada (Roberto puede dar fe de ello). Para rehidratarse con agua, coca-colas o refrescantes porrones de “claras”. Y también para revolotear por todas partes y corrillos alternando atenciones con los amigos de diferentes partes de España, los familiares, los amigos locales y aquellas personas que no teníamos ubicadas dentro del mundo retro y que se estrenaban en esto por primera vez.

Rodando agrupados pasado Sarón.

La reanudación nos regaló un agradable recorrido alejado de carreteras motorizadas. Circulamos entre prados y alguna que otra casa aislada. Ello nos permitió poder deshacer el pelotón y no depender de la protección de los vehículos auxiliares. Algunos toboganes nos retardaban al subir y nos procuraban sucesivos adelantamientos al descender o llanear con inercia. El tándem tiene estas cosas, cambia completamente mi ritmo relativo habitual con respecto al resto de ciclistas. Tras unas curvas en descenso alcanzamos la carretera principal entre Torrelavega y Solares. De nuevo protección fiable durante algunos kilómetros en los que Jacobo, según me contaron, dio rienda suelta a la experimentación de las, para él, novedosas sensaciones del ciclismo de carretera. En determinado momento conversamos con Alfonso Gutiérrez, ciclista al que estimo mucho y que lucía un maillot del Molteni y circulaba sobre una cuidada Battaglin que en su día él mismo había regalado a su padre. Al final de este tramo y tras el desvío hacia Liérganes, “jugamos” a los ataques con nuestros amigos Manu, Edu, Javier, Lucas y Roberto (el clan de los fieles de septiembre). Fue divertido (y moderado) y lo dejamos al pasar por esta última localidad, para disfrutar del pedaleo junto al río Miera y de la fresca y casi exuberante carretera hacia La Cavada. Más casonas y palacios montañeses. En la mencionada localidad, cruzamos el arco real y la organización tuvo el acierto de trazarnos un corto tramo que atravesaba un encantador barrio de casonas de indianos, se alejaba del caso urbano a través de más prados y regresaba finalmente por la carretera que proviene del puerto de Alisas. De nuevo en el centro del pueblo, una breve parada junto al monumento a Vicente Trueba, sirvió para celebrar un conciso, pero emotivo y merecido homenaje a Cundo, en el que todos participamos con sincero entusiasmo y el protagonista hizo extensivo a su familia, y en especial a su mujer.
 
Y en pocos minutos regresamos hacia Solares y accedimos de nuevo al punto de partida ascendiendo por una carreterilla estrecha, jalonada por gruesos plátanos. Los acompañantes, organizadores y curiosos, aplaudían nuestras llegadas y, satisfechos, dejábamos las monturas y nos refrescábamos con más porrones o generosos vasos de fresquísima cerveza de cañero. Entonces se dio un lapso de tiempo en el que los más decidieron irse a duchar al pabellón, pero muchos otros, nos dedicamos admirar las bicicletas y maillots expuestos, felicitar a los organizadores y, sobre todo, recrearnos en los comentarios de la jornada con nuestros amigos y conocidos. Personalmente recogí una larga retahíla de comentarios positivos por parte de gente muy dispar de la que me fío, personas ya iniciadas en este mundillo así como otras nuevas, y hasta algunos, como Víctor, organizadores de eventos similares. Lo quiero expresar aquí porque considero que es importante dar cuenta de ello para conocimiento de los organizadores, y con la esperanza de que sirva de refuerzo positivo para ayudar a mantener su motivación hacia la continuidad de esta aventura que tanto nos ha hecho disfrutar.
 
  Improvisado equipo KAS: Roberto, ¿?, Tomás, Carlos Cobo,
Miguel Ángel "Ardilla".

 Reunidos para comer.

Algunos se fueron marchando, pero la mayoría nos quedamos a comer. Lo hicimos al aire libre en las mesas y sillas dispuestas para ello en el jardín, a la sombra de unos magníficos ejemplares de robles. Paella, fruta, quesada, bebida sin limitación, café y hasta licor para quién así lo deseara. Por nuestra parte empezamos a llenar una de las mesas alargadas y acabamos configurando una extraña forma de dos de esas mesas sucesivas. Ángel Neila (el autor de la biografía sobre Vicente Trueba) se animó a sentarse con nosotros y nos ilustró con detalles de su conocimiento histórico ciclista. También se sumaron a la mesa las acompañantes de Javier y Lucas, así como Jesús y Carlos Cobo, y por si fuera poco, en plena sobremesa, el propio Cundo se dejó caer por allí para intercambiar anécdotas y pareceres en nuestra pausada tertulia. Sin duda estaba disfrutando del día. Para finalizar la jornada llegaron los premios y el sorteo de regalos, que fue generoso porque alcanzó a un gran número de participantes. Trofeos, lotes de café, maillots y unos cuantos libros sobre ciclismo. Me alegré de ello porque dentro de los amantes del ciclismo retro se da la circunstancia de que abundan los aficionados a la lectura: un especialista en libros antiguos, un par de editores, algunos a quienes nos da por escribir, un profesor de literatura y muchos lectores son una muestra del recuento mental que yo puedo hacer entre los conocidos, si a eso sumamos lo que se me escapa… es normal, no en vano el ciclismo de competición nació al amparo de la prensa escrita y posteriormente encontró en el género de la crónica deportiva, el marco de exposición de sus hazañas más épicas, ya en el tercer cuarto del siglo XX. La jornada se cerró con sorpresa inesperada, cundo se arrancó con una montañesa. Para quienes como yo, nunca antes le habíamos conocido en su faceta cantora, resultó una auténtica revelación, las borda.


El fin de semana me dejó emocionalmente exhausto ante la cantidad de momentos intensos, de disfrute pleno y de contacto con gente a la que admito, estimo y quiero. Me encantó comprobar cómo el primer paso formal del ciclismo reto en Cantabria se dio con una firmeza, calidad y estilo incontestable. Y ello me hace pensar que dicho paso se podrá convertir en caminata y que al echarse uno a andar, otros eventos puedan seguir sus huellas, ya sea aquí cerca o en provincias limítrofes. El ciclismo histórico parece estar despertándose en mi comarca, y es algo que me alegra mucho, en especial porque su proliferación facilitará que algunos de mis amigos, esos que por fin han encontrado la oportunidad de estrenarse aquí, en La Retrovisor, den continuidad a esta nueva afición, y pueda disfrutar de su compañía con más asiduidad. Confieso que hay una práctica que cada vez me hace más feliz en esta vida, la de catalizar relaciones de amistad, la de ejercer de nexo entre personas que aún sin conocerse pueden acabar estableciendo agradables lazos de empatía, una vez los haces encontrarse mutuamente a tu costa y en el ambiente apropiado. Esta temporada he podido hacerlo en numerosas ocasiones, y el sprint final de La Retrovisor, no ha hecho más que aumentar ese proceso. Gracias a todos por acudir, participar y traeros vuestro mejor talante, para mí ha resultado una auténtica fiesta.