Soy de los que opina que la Vuelta ciclista a España ha
ganado mucho desde que fue trasladada al mes de septiembre. El calendario de
las Grandes Vueltas se ha visto descongestionado, la atención del público hasta
el Mundial se mantiene y el elenco de participantes en la cita se mejora mucho.
Quizá sea porque algunos la utilizan para preparar la cita mundialista, porque
otros la pueden asumir al estar separada de Giro o Tour, y sobre todo, porque
aquellos que no han ganado otra (todos menos dos, normalmente) encuentran una
última oportunidad de conseguirlo. Todo esto viene al caso de que por
circunstancias no planificadas, la temporada retro ha cobrado especial
intensidad precisamente en septiembre, pues a lo largo de tres fines de semana
seguidos, encontramos varios eventos de este tipo. Recapitulemos: el pasado
domingo (7 de septiembre) se celebró la Monreal, sobre la que versará esta
entrada; el fin de semana siguiente nos ofrece una quedada (La Montañesa el
sábado 13), una marcha oficial (La Retrovisor en Solares - Cantabria) y otra
marcha más en Las Landas (Francia); por si ello fuera poco, el siguiente sábado
hay otro evento “Bearn Cyclo Classique” en los Pirineos franceses. Densidad de
calendario desde luego. Si alguien se está preparando para la l’Eroica en
octubre, este mes tiene muchos aperitivos en los que rodarse él y ajustar su
bicicleta. Y para los que no vayamos, todos estos eventos servirán para paliar
los efectos de la vuelta al trabajo, que en mi caso particular va ligada a la
vuelta al “cole”, y por mucho que trate de evadirme de ella, ya se encarga
alguna firma comercial de recordármelo.
Por mi parte, la cita de la Monreal se presentaba con
especial anhelo. Fundamentalmente por tres razones. Para empezar era la única
cita nacional, de las que tenía previsto asistir a lo largo de la temporada pasada
a la que no pude ir. Por otro lado quería aprovechar su localización para
completar el fin de semana con un poco de ciclismo pirenaico retro. Y por
último, se trataba de una ocasión en la que había quedado con varios amigos
para disfrutarla en compañía. Sin embargo, dos semanas antes, todas esas
motivaciones quedaron expuestas al riesgo de la desaparición, con motivo de una
repentina, imprevisible y alarmante dolencia de espalda que me castigó
duramente, obligándome a guardar cama dos días y a tener que recibir bastante
medicación. El proceso de recuperación, el cual combinó reposo, fármacos,
alguna inyección, electroestimulación, fisioterapia e inactividad deportiva,
fue, poco a poco, haciendo remitir la dolencia, pero a un ritmo tan lento, que
hasta apenas dos días antes, no tuve la certeza de que pudiera subirme a la
bicicleta el domingo correspondiente. Vamos, que pasé por las fases de alerta
máxima inmediata, desesperación post-traumática, paciencia convaleciente y
largo cruce de dedos final. Y todo ello con el denso calendario de septiembre a
la vista…
Finalmente el cuerpo me fue dando tregua y consideré que no
sería arriesgado presentarme con la bicicleta en Monreal (Navarra - Ya hemos aprendido
todos los aficionados al ciclismo retro, que hay varias localidades con ese
nombre por la extensa piel de toro) y al menos, su asequible recorrido servirme
de prueba “del algodón”. Así que me puse en marcha y recogí a Manu (La
Biciteca) en Sopelana, para compartir coche juntos hasta el destino. Compartir
coche suele estar bien, por todo aquello del reparto de gastos y de la
compañía. Con Manu se convierte en un momento de calidad más del viaje, porque
aporta una excelente oportunidad de mantener una larga, interesante, culta y
amena conversación, que normalmente dura tanto como el trayecto en sí. El
encuentro con él me trajo además la materialización de una ilusión, pues me
entregó algunos ejemplares de su recién reeditada novela de ciclismo Alpe d’Huez
(Javier García Sánchez) de la cual he tenido la suerte y el honor de haber sido
elegido para escribir el prólogo. Qué queréis que os diga, que le impriman a
uno, aunque sea unas pocas líneas, al lado de un escritor de prestigio, pues
produce bastante “subidón” emocional.
La casualidad quiso que llegáramos a Monreal cuando varios
de mis amigos estaban descargando las bicicletas de sus vehículos. Así que
llegó el momento de algunas presentaciones y de esta manera Manu fue
introduciéndose poco a poco, dentro de esta especie de peculiar sociedad que
constituye el núcleo duro (es broma) del ciclismo retro nacional. Allí estaban
Roberto, con su enorme todo-terreno repleto de bicicletas, cuadros, horquillas
y de más enseres metalúrgicos; y Mari y Lucas, alicantinos ellos, que iniciaban
un periplo vacacional que los llevaría por tierras norteñas (pirenaicas y
cantábricas). Una vez reunidos tomamos posesión de nuestros alojamientos y dejamos
a buen recaudo nuestras máquinas en una antigua casa reformada con gusto y
respeto a la tradición. El calor era francamente elevado, así que dedicamos más
la tarde, a conversar animadamente mientras nos tomábamos unas cervezas al aire
libre, que a pasear, aunque todo hay que decirlo, el pueblo merecía la pena,
pues era un precioso conjunto agrupado de calles y casas, formando un escenario
de construcción antiguo, todo él compuesto por sólidos muros de piedra. También
el estruendo de tambores, propios de las fiestas locales, tuvo bastante que ver
en que optáramos por la animadísima charla, en una placita alejada de las
trayectorias del pasacalles de percusión.
Cuando unos aficionados (unos “biciosos” que diría Manu) que
solo se ven de cuando en cuando, se juntan para hablar… ya podéis imaginaros,
el tiempo pasó volando entre despieces, hallazgos, referencias, informaciones
descubiertas, contactos, aventuras y pasado ¡mucho pasado! La nostalgia es una aderezo
casi siempre imprescindible en lo que al ciclismo retro se refiere. Y así, poco
a poco, las cañas dieron lugar a los bocadillos para cenar, y éstos a una
última bebida ya nocturna, antes de retirarnos todos a dormir. He de confesar
que me acosté preocupado porque algo en mi espalda se había removido y andaba
de nuevo fastidiándome. En el momento lo achaqué al viaje en coche, y creo que
acerté, tal y como se fue desenvolviendo después el resto del viaje. Así pues
tuve que volver un poco a las pastillas y aún así dormí poco, mal y muy inquieto.
Y en ello no tuvieron nada que ver ni las fiestas, ni los tambores, ni el
“rockanrollea”, ni la macro-discoteca, pues todo ello apenas se dejaba sentir
como un rumor lejano en nuestra habitación.
Por la mañana nos pusimos en marcha con nuestro equipamiento
retro y no fue fácil encontrar al resto de la gente, pues nadie más que
nosotros parecía haber pernoctado en la localidad, y el lugar de reunión se
encontraba algo apartado de las calles más céntricas. Una vez localizado todo
fueron encuentros y saludos. Allí estaban el infatigable Tomás, Víctor (GPCC),
nuestro amigo Javier, las dos chicas de Madrid que con tanta afición parecen
haber tomado el pulso a estos eventos, y un largo etc. de ciclistas con ganas
de pasarlo bien y disfrutar de la reunión sobre ruedas. En realidad no tan
largo, porque al final fuimos solamente 24. Pero tal y como ya he comentado en
muchas otras ocasiones, las reuniones pequeñas, consiguen algo imposible de
alcanzar por los grandes eventos: que tengas la oportunidad real de conocer a
todos los asistentes y de llegar a hablar casi con cada uno de ellos. Eso
facilita establecer contactos, hacer amigos y sentirte mucho más acompañado que
rodeado por varios miles de personas, formando una masa “suprahumana” en la que
no siempre resulta fácil encontrar humanidad directa de trato. Juanpe, nuestro
vocacional y meritorio organizador, se subió a un banco y nos dio las
instrucciones básicas de funcionamiento. En resumen: que él iría pendiente en
un coche, que el recorrido no estaba marcado pero nos iría diciendo por donde
iba y que procuráramos ir juntos y tranquilos. Y ese era, precisamente, el
ánimo general. La noche anterior había ofrecido una tormenta intensa con
generosa descarga de agua, y esa mañana el día se mostraba radiante, así que el
buen humor estaba más que presente.
El trayecto de la Monreal presentó tres tramos bien diferenciados.
Para empezar unos cuantos kilómetros de toboganes moderados, circulando por una
ancha carretera muy bien pavimentada que al discurrir paralela a la autovía no
presentaba absolutamente nada de tráfico. Hay que ser sincero, no se trataba de
un trayecto especialmente bonito, sin embargo, su anchura, excelente piso y
ausencia de vehículos a motor, lo convirtieron en el escenario ideal para la
primera parte de la etapa, pues facilitó y nos predispuso para que el grupo
estableciera auténticas puestas en común en las que podías conversar con todos
los demás con total despreocupación. Durante todos aquellos kilómetros pudimos
pues, ponernos al día, admirar y cotillear todas las bicicletas y maillots de
los demás, y hasta disfrutar de una inmejorable panorámica exterior de la Foz
de Lumbier. El segundo tramo fue a la postre el más valorado por la mayoría de
los participantes, y no era para menos, pues nos permitió recorrer toda la Foz
de Lumbier por su interior. La Foz es un profundo tajo que el río Irati ha ido
labrando a lo largo de los milenios sobre un conjunto rocoso, conformando una
garganta estrecha y muy profunda por la cual discurre el río entre sendas
paredes rocosas verticales en las que anidan, entre otras especies, el buitre
leonado. El paraje es recorrido por una pista no asfaltada, pero bastante
compacta para disfrute de transeúntes, corredores y ciclistas. La pista surge
del aprovechamiento del antiguo ferrocarril de Irati, y permite admirar toda la
Foz desde una posición inmejorable. Pedaleamos por aquel lecho de tierra blanca
y piedras pequeñas, tal y como algunos ya lo hemos hecho en Cataluña, Castilla,
La Toscana y tantos otros lugares… disfrutando, trazando con cuidado los
virajes algo sinuosos y, sobre todo, atentos a todas las agradables sorpresas
del paisaje. En concreto en la Foz las cervicales trabajaban permitiéndote
mirar arriba y abajo, a los escarpados precipicios y al río. Un par de veces la
conducción se vio amenazada por la oscuridad causada por sendos túneles. En el
primero de ellos, su longitud y su curvatura nos obligaron a echar pie a tierra
y “coger” rueda, cándidamente, a aquellos, y sobre todo aquellas, que disponían
de algo de luz eléctrica a mano.
Justo al salir del increíble paraje, Juanpe había situado el
avituallamiento. Algo de picar, embutidos y queso incluidos, y un rico tinto
navarro para acompañar. Un buen momento porque los árboles del lugar nos dieron
sombra y la propia Foz nos había aliviado bastante el tremendo calor que nos
acompañó el resto del recorrido. Tras contentar un poco al estómago, entramos
de lleno en la tercera y última parte de la etapa. Se trataba de ir regresando
hacia Monreal pero utilizando para ello una combinación de carreteras
secundarias apenas transitadas y que, dibujando curvas y cambios de rasante,
discurrían entre las lomas y colinas del paisaje navarro, ofreciéndonos
variedad de vistas y panoramas. Personalmente estos kilómetros me gustaron
mucho y tuvieron el efecto de darme la impresión que la totalidad del recorrido
se me hiciera excepcionalmente corta. Tras la marcha hubo una comida colectiva.
Comimos bastante y bien, a base de ensaladas, espárragos, pimientos, alitas de
pollo, filetes empanados y qué sé yo qué más. Se repartieron algunos regalos en
sorteo y disfrutamos de una larga sobremesa en la que pudimos hablar mucho unos
con otros, conocer a gente nueva y generar un fantástico ambiente casi
familiar, mientras de reojo permanecíamos atentos al final de la etapa de Los
Lagos de Covadonga. Puedo asegurar que establecí algunos interesantes nuevos
contactos allí, que me aportaron, además de información concreta, nuevos “espacios”
para recorrer en el futuro en el imaginario “mapa de expertos” del ciclismo
clásico.
Después vinieron las despedidas y la carretera. Nuestra
“expedición” continuó hacia el este hasta Sabiñánigo. Primero los tres coches
por separado, pero desde allí, hacia el norte, en ordenada procesión para
ascender el valle de Tena, superar el Portalet y alcanzar, ya de noche, nuestro
hotelito cerca de Laruns. Lucas había seleccionado con mucho acierto nuestros
alojamientos, tanto por localización, como por calidad y precio. Desde aquí le
doy las gracias una vez más. En especial por la deliciosa cena francesa de la
que pudimos disfrutar nada más llegar. Respecto a mi problemática motriz, la
cuestión se iba aclarando: la ruta en bicicleta, no sólo no me había causado
dolencia alguna, sino que me había hecho olvidarme de ellas, me había mejorado
mucho. Sin embargo, de nuevo la conducción, me hacía resentirme otra vez
(aunque menos). Al día siguiente vendría la prueba de fuego. Entre tanto, una
nueva tormenta con profusión de aparato eléctrico castigaba los tejados de
pizarra de los sombríos valles del Pirineo galo.
Por la mañana el desayuno volvió a convertirse, como ya
ocurriera el día anterior, en un momento de calma placentera, en el que
deliciosos bocados, tranquilo yantar y progresiva puesta en marcha de los aún
perezosos resortes del lenguaje, se iban alternando entre sí, sin tumultos y en
orden improvisado. Fuera el día estaba gris, amenazador e incluso con algunas
gotas de agua eventuales. Javier acudió puntual a su cita con nosotros. Su
maillot del Molteni y el triple plato de su veterana prometían más capacidad de
la que él mismo pensaba el día anterior. Yo no las tenía todas conmigo, de
nuevo la espalda avisaba aquí y allá, aunque la medicina matinal iba haciendo
efecto poco a poco. Una vez preparados casi todos, presenciamos el acto de
ingeniería ergonómica y domótica que se hace necesario cada vez que Roberto
emprende una gran etapa. Primero ha de repartir todo su equipo (herramientas,
recambios, cámara fotográfica, documentación, pantalón de agua,
avituallamiento, etc.) entre diferentes bolsas bandoleras; después colgar
dichas bolsas, además de su cámara de fotos analógica, en torno a su figura;
para finalmente encontrar además hueco para su tubular de repuesto y atarse el
chubasquero a la cintura. En condiciones normales, cuando sale de Laredo, eso es
todo, pero al tratarse de una ruta internacional, no había churros disponibles,
y ubicar su elemento sustitutivo, varias raciones de “gateau basque”, complicó
la operación. Desde luego que si en esto del ciclismo de puertos, se utilizaran
conceptos de compensación como el “hándicap” del golf o el “rating” de la
navegación de cruceros a vela, para tener en cuenta el peso extra acarreado,
los tiempos de ascensión de nuestro amigo ciclista se verían muy favorecidos.
Javier, que siempre está al detalle de todo y resulta un compañero ideal, le
ayudó a componerse aquí y allá, con lo cual partimos hacia el sur, calentando
en el llano unos 9 kilómetros, antes de alcanzar Laruns, dispuestos a intentar
la ascensión de un puerto mítico del Tour de Francia: el Col del Aubisque. La
idea (semanas antes) era realizar una etapa muy dura, de unos 128 kilómetros,
que encadenara las ascensiones del Aubisque oeste, Spandelles oeste, Soulor este
y Aubisque este. Sin embargo, durante la primera ascensión, pese a encontrarme
bastante bien, comprendí que afrontar un tercer fuerte y largo puerto, tras
semanas de inactividad y protegiendo muscularmente mi dolencia, podría
comprometer muy seriamente mi concurso en los compromisos del siguiente fin de
semana. Por ello decidí abstenerme de afrontar el recorrido inicialmente
diseñado por mí mismo. Mientras tanto comenzamos a ascender el col, con el
firme aún algo mojado pero sin lluvia. Los primeros kilómetros resultaron
especialmente frescos, al transcurrir los mismos por unas laderas de bosque
bastante tupido. Se sucedían tramos rectos, con curvas leves y repentinas horquillas
cerradas de 180º. Al llegar a la localidad de Les Eaux-Bones, caracterizada,
como su propio nombre sugiere, por los establecimientos termales, nos
reagrupamos por única vez en todo el ascenso. A partir de allí, tras 6
kilómetros de ascenso suave y progresivo, la cosa se ponía seria y quedaban
casi 12 km de ascensión sin descanso, con porcentajes medios que oscilan entre
el 7 y el 10% por kilómetro. El ascenso tiene la ventaja de que resulta muy
entretenido por su variedad de trazado y entorno, y que su belleza va en
aumento, desde el principio hasta el final, pero no permite derroches ni
errores de cálculo optimistas. Subimos como hay que hacerlo, cada cual a su
propio ritmo. Tal planteamiento supuso que Manu, sin duda el más capacitado,
paseara su belleza contemporánea (aunque de acero), de aquí para allá, se
detuviera a tomar fotos y nos volviera a pasar varias a veces, y aún así
tuviera que esperarnos arriba. El resto, pedaleando sobre nuestras respetables
veteranas, hacíamos lo que podíamos. Compartí casi medio puerto con Roberto,
aunque después, el ritmo personal nos separó. En cuanto a Lucas y Javier, lo
superaron en pareja, comentando “la jugada” y asumiendo el segundo las
funciones de “director espiritual” del primero. El bosque ¡y algunas cascadas! acompañan
hasta la estación de esquí de Gourette. Después, tras un claro cambio de rumbo
hacia la izquierda, la carretera dibuja unas largas “zetas” para alcanzar una
especie de risco saliente en el que se enclava un edificio blanco desde el cual
el paisaje se transforma repentinamente en praderías de alta montaña. En ese
momento empezó a salir el sol, y desde entonces el día se tornó brillante y
luminoso y nos regaló unas estampas paisajísticas inolvidables. Alcanzar el col
se convirtió en un momento memorable que cada cual sintió de forma íntima en lo
más hondo de su ser. Recuerdo utilizar el último kilómetro (todo el puerto está
balizado con un cartel en cada kilómetro en el que se informa de lo que queda
en altitud, distancia y porcentaje parcial) para recrearme pensando que:
primero, estaba conquistando el Aubisque (1710 m), un puerto que deseaba
ascender desde hacía muchos años; segundo, que lo estaba haciendo sobre una
bicicleta clásica; y tercero, que dicha bicicleta era mi primera bici de
corredor, y la misma con la que coincidí en una excursión, con una chica que
actualmente es mi querida mujer.
Manu con "Mónica" posando al inicio del puerto.
Roberto coronando el aubisque ¡Chapeau!.
Lucas y Javier, dos nuevos amigos en el corazón de los Pirineos.
Lucas y Javier coronando el Aubisque con cara de satisfacción.
Una vez todos arriba, echamos media mañana tomando fotos de
casi todo, nos permitimos un refresco en la terraza del bar, entablamos algún
encuentro fugaz con alguno de los cientos de ciclistas que por allí rondaban, y
tomamos decisiones con respecto al resto del día. Anunciada mi intención de no
completar la etapa, no encontré más que solidaridad por parte de todos, además
de una excelente alternativa. Insistieron en renunciar al plan inicial y Javier
planteó la posibilidad de alcanzar desde allí la cumbre del Soulor (1474 m)
directamente, para después regresar a los coches superando de nuevo el
Aubisque. Me pareció una opción asumible y me apunté a la misma. Antes de
partir, Roberto solventó la primera fase de sus compras, las cuales encontraron
hueco entre sus bultos, aún a pesar de que el volumen de lo adquirido, superaba
con creces el liberado por las raciones de “gateau basque” que todos
disfrutamos. La cima del Aubisque era un espectáculo de alta tecnología
ciclista, aquello parecía un paddock de Fórmula 1, con los últimos diseños en
máquinas de competición de las más afamadas marcas y con varias furgonetas de
apoyo al servicio de los cicloturistas de diversas nacionalidades. Nosotros, con
viseras, los maillots de épocas pasadas y nuestras obsoletas bicicletas, no sé
muy bien si dábamos un toque vintage admirable o una estampa mísera al más puro
estilo de las películas de Paco Martínez Soria. En cualquier caso llamábamos la
atención, y más de uno nos demostró su respeto y admiración.
El tramo que va desde la cima del Aubisque hasta la del
Soulor, además de ser un territorio histórico del ciclismo mundial, por el que
han pedaleado todos los ciclistas más famosos de todos los tiempos desde que en
1910 el Tour pasó por primera vez por los Pirineos, debería establecerse como
un requisito para que cualquier aficionado sea considerado como ciclista “de
verdad”. La dureza no está en el tramo (que es peor a la vuelta), sino en que
para acceder a él han de haberse superado previamente cualquiera de los dos
colosos. Pero el valor añadido lo da la suma de esa dureza de acceso previa, la
leyenda del recorrido y la impresionante e irrepetible belleza del entorno y
del trazado. Pedalear por allí, entre cumbres elevadas, valles inmensos, tramos
expuestos al vacío, curvas creativas, túneles que salvan rocas, etc. se
convierte en una experiencia única. Cualquier recomendación que podamos hacer
se queda corta, si estás leyendo esto y te apasiona la bicicleta, no lo dudes,
has de circular por allí alguna vez en la vida.
Manu descendiendo entre los dos puertos.
Lucas descendiendo por el hermosísimo tramo pirenaico.
Manu a punto de entrar en uno de los túneles.
En el paso del Soulor, nos tomamos también nuestro tiempo,
aunque esta vez solamente para risas, cambio de impresiones y más fotografías.
El regreso llevó más tiempo porque la altitud del Aubisque supera en 236 metros
a la del Soulor, pero supuso una nueva oportunidad para disfrutar del
fantástico tramo y poder grabar nuevas imágenes mentales para el recuerdo,
desde perspectivas diferentes. En el Aubisque volvimos a parar para algún
capricho de última hora, y Roberto completó su “cesta de la compra”, con un
surtido de quesos del país que introdujo, nadie sabe cómo, en sus “musettes”
mágicas. Ya sólo restaba el largo y divertido descenso. Y al mismo nos
aplicamos: un “bicioso”, un maillot amarillo del Tour, un Molteni, un Banesto,
y un Kas ¡casi nada! Descendimos sin prisa y con precaución. La carretera aún
estaba húmeda en las zonas de umbría, que eran muchas. Javier sufrió un
pinchazo y nos reagrupamos a pié de puerto, para rodar todos juntos por el
valle hasta nuestro destino.
El proceso de recogida de material, bicicletas y equipaje,
fue rápido, así como las despedidas. Nos hubiera encantado a todos habernos
podido permitir ensimismarnos con la rememoración festiva de los mejores
momentos de esos dos días, tomando alguna cerveza y comiendo lo que se pudiera.
Sin embargo, nos despedimos de forma rápida, aunque con sincera estima mutua.
Tampoco era cuestión de lamentar la separación después de la intensa
convivencia, pues todos teníamos en mente el cercano próximo encuentro que
tendría lugar cinco días más tarde en Reinosa con ocasión de la quedada “La
Montañesa”. Sobre todo teniendo en cuenta que aún nos quedaban por delante algunos
viajes de algunas horas (y uno de bastantes) hasta nuestras casas. El “gateau
basque” demostró ser un eficaz aportador de energía, pues al menos yo aguanté
todo el día sin comer hasta que pude cenar en casa.
En un lapso de un par de días, la experiencia relatada nos
sumergió de nuevo en el ciclismo retro, y lo hizo trasladándonos a ambos lados
de los Pirineos. Primero suavemente, desde un punto de vista físico, aunque con
una importante carga relacional, en la Monreal de Navarra. Después dando un
paso más hacia la profundización de la cultura retro en el ciclismo,
irrumpiendo por primera vez con nuestras bicicletas clásicas, en una de las
regiones más míticas del ciclismo internacional: el Bearn. Ya me tocará hablar
de dicha comarca dentro de poco, pero por el momento hay que quedarse con el
hito, con el icono, con el punto de inflexión: ya no sólo se trata de acudir a
eventos más o menos moderados montando una bici antigua. La temporada pasada y
esta me enseñaron que se pueden acometer grandes distancias que superen las 100
millas, aunque éstas incluyan importantes kilometrajes no asfaltados. Esta
temporada sobrevivimos al los “infernales” trazados del norte, a sus muros y a
su pavés. Y desde este viaje, acabamos de demostrarnos a nosotros mismos, que
nuestras bicis de acero y rastrales, también nos valen para ascender los
puertos míticos que fueron escenario de las gestas de nuestros héroes de la
carretera. Habrá que reflexionar con calma lo que esto puede llegar a suponer.
Los cinco amigos: Roberto, yo, Lucas, Javier y Manu posando
en el Colo de Soulor. Al fondo a la izquierda "del Kas", el Pic
du Midi de Bigorre.
Entre tanto, la Monreal ha agotado (según me han dicho)
todas las posibilidades de ubicación itinerante. Algo estará ya pensando su
creador, que así nos lo ha asegurado a todos al finalizar. En cualquier caso ha
mantenido su espíritu propio y diferenciado: una reunión minimalista en cuanto
a su tamaño y estructura de organización. Un evento sostenible y de escala
humana, cercana y muy familiar. Gracias a ello, precisamente, entre sus
asistentes se generan sinergias y complicidades tan fuertes, que catalizan
nuevos proyectos, encuentros y vínculos entre ellos. Habrá quién pueda quitarle
mérito o importancia a causa de sus cifras, sin embargo, desde mi punto de
vista resulta imprescindible que en nuestro calendario nacional de eventos
ciclistas retro se den estos “huecos” espacio-temporales en los que la
estructura social de los participantes más convencidos se consolide y se
fortalezca. Esperaré con curiosidad e interés qué nos presentará Juanpe en el
futuro. Mientras tanto aún nos queda mucho que pedalear en septiembre, antes de
despedir la temporada.
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