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sábado, 30 de abril de 2016

8. DOPAJE



Voy a entrar en un jardín delicado. Eso por decirlo de alguna manera, ya que quizás el tema se asemeje más a una selva amenazadora, exuberante y descontrolada, en la que las bestias acechan y los peligros campean a sus anchas por todas partes. No le daré más vueltas o evasivas, voy a escribir sobre el dopaje. Un tema conflictivo, escabroso y tabú en el deporte en general y muy especialmente en el ciclismo. Lo voy a hacer opinando, argumentando reflexiones, pero sin apenas aportar datos, y menos aún revelando mis fuentes, que son muchas y variopintas. Quiero con esto decir que me voy a expresar como "columnista", que no lo soy, en vez de como técnico, docente e investigador del deporte, que es lo que soy en realidad. Me gustaría ser capaz de alejarme mucho de las crónicas oscuras, deprimentes y morbosas que tanto éxito tienen entre la "literatura" deportiva del ciclismo (aquella a la que no dedico nunca mi tiempo como lector). La que se recrea en el lado oscuro del deportista como ser humano, en la tragedia, la sordidez, el cotilleo, etc. Lo que podríamos llamar la crónica amarilla del deporte, que para muchos aficionados se ha convertido casi en la única manera o temática por la que se acercan a la lectura. Pero con ello no quiero eludir el asunto ni el meter el dedo en la llaga de la interpretación actual que la sociedad hace del dopaje. Me gustaría también añadir cierto reparto de responsabilidades del problema y presentar, a las claras, algunas de mis opiniones al respecto. Sin remilgos, falsa bondad de cuento, edulcorantes de la situación o abrillantadores que lustren el deporte con una pátina de falso valor saludable, bondad absoluta y ejemplaridad.

Nos guste o no, los aficionados al ciclismo no podemos rebatir el hecho de que ambas prácticas, competición ciclista y dopaje, a lo largo de su devenir histórico, se han mostrado inseparables, cómplices o al menos extremadamente próximas entre sí. No se trata de asegurar, ni mucho menos, que todo el ciclismo de la historia haya estado absolutamente contaminado de dopaje, pero sí de reconocer que, a lo largo de toda su existencia, el dopaje ha estado parcialmente presente en el ciclismo de competición (y de un tiempo a esta parte en el no tan competitivo). Que nadie se alarme por ello ni ponga el grito en el cielo o me tilde de exagerado y absolutista, permítaseme un repaso fulgurante por algunos "momentos estelares del ciclismo". Alfred Jarry murió en 1907, lo que nos sirve para poder hacer el sencillo cálculo de que aquellos escritos suyos que se incluyeron posteriormente en su librito "Ubú en bicicleta", corresponden, todos ellos, a un recién estrenado siglo XX. Jarry fue un ciclista practicante apasionado, que se desplazaba en bicicleta a todas partes, y hasta cuentan que dormía junto a su máquina ("tomada prestada") a la cual consideraba su esqueleto externo. Su escueto libro de temática velocipédica está cargado de inverosímiles situaciones en las que, a poco que el lector aplique cierto sentido crítico, alguna capacidad de lectura entre líneas y buenas dosis de sentido del humor y de crítica social, encontrará bastantes ideas que anticipaban algunos problemas que el tiempo se fue encargando, posteriormente, de recrear de forma real. Para Jarry, parece que todo vale a la hora de conseguir mantenerse rindiendo sobre la bicicleta, de forma que se sea capaz de rodar a la máxima velocidad posible durante eternos periodos de tiempo y kilometrajes. La fatiga no es más que una pega y un obstáculo de imperfección para el estado de rendimiento ciclista ideal. Y por ello sueña con la "perpetual motion food" capaz de conseguir que el ciclista no deje de rendir. Esta manera de pensar, por muy transgresor que su creador fuera (que lo era), expone una idea, un deseo, una búsqueda y una actitud que no debían de ser exclusivos del escritor, sino comunes entre una población fascinada ante la innovación vital ofrecida por la bicicleta en aquella época. Las disquisiciones morales seguramente empezarían a llegar mucho después, algo que actualmente nos está pasando con muchos cambios experimentados por la humanidad en cuestiones de visibilidad pública, avances tecnológicos, ética biológica, etc. Prueba de que la percepción de que las ventajas aportadas por sustancias, o cualquier otro tipo de métodos encaminados a aumentar o prolongar el rendimiento ciclista, eran vistos como avances positivos, fue la constante búsqueda de complementos y medicinas que pudieran ayudar a los ciclistas a mantener los esfuerzos necesarios para cubrir las exageradamente largas carreras o etapas que se planteaban a finales del siglo XIX y principios del XX. La utilización de crema de cocaína alrededor de los ojos para evitar el sueño fue un hecho del que hay constancia escrita. Y si leemos a Charles Terront o a algunas de las primeras crónicas informativas del Tour de Francia, o atendemos a los cambios reglamentarios experimentados en sus inicios, comprobaremos que, más allá de una utilización incontrolada de sustancias, las trampas, como tal, fueron consustanciales con las carreras ciclistas desde sus inicios: atajos, utilización de trenes, etc. Por ello se empezaron a establecer controles secretos y también por ello Terront culmina el relato sobre su victoria en la primera París-Brest-París añadiendo una nutrida lista de testigos que certifican la realización de todo el recorrido pedaleando. Las trampas existieron en el ciclismo desde su nacimiento, y de igual manera, las sospechas se cernieron desde entonces sobre él, y parece que nunca ha conseguido librarse ni de unas ni de otras. Posteriormente, esa subcultura seguiría vigente, con las lógicas oscilaciones derivadas de los tiempos y de los adelantos científicos, reglamentarios, de control, de formas de pensar, etc. Entre los momentos más dramáticos de esta evolución ininterrumpida encontramos el episodio de la muerte de Tom Simpson durante la ascensión al Mont Ventoux. Pero la historia está plagada de anécdotas, noticias y situaciones vividas por todo tipo de ciclistas, incluidos los campeones más legendarios, algunos de los cuales, además, pagaron un alto precio, cobrado tempranamente por la enfermedad en su organismo. Pero el ejemplo de Simpson es importante porque exalta y transforma en épica el dopaje. No todo el mundo sabe que Simpson fue un gran corredor con importantes éxitos en su palmarés. Todo ello quedó superado por la popularidad eterna que le proporcionó su muerte por dopaje. Aunque nadie se atreva a expresarlo así, parece que su caso lo eleva a la categoría de figura, por el mero hecho de haber fallecido cuando "iba hasta las patas", en una puesta en escena espectacular. Y a raíz de aquello, su figura ha quedado establecida como la de una especie de héroe-víctima, a la que incluso un fabricante de prendas deportivas clásicas le ha dedicado un maillot de homenaje.

 
 Alfred Jarry pedaleando con “su” bicicleta que no era suya. (Imagen: wikipedia)

 Tom Simpson en la etapa del día anterior a la jornada en que murió en el Tour de Francia de 1967. (Imagen: Getty Images).

 
 Vanos intentos de reanimación cardio-pulmonar al borde de la carretera (Imagen: bikeforums.net-lazyass).

 
 Publicidad actual de un maillot réplica del de Tom Simpson (Imagen: soigneur.co.nz).

Otro periodo destacado de la historia del dopaje en el ciclismo se desencadenó con la irrupción de la eritropoyetina (EPO) en el pelotón. Parece que su uso se inició de modo muy puntual en la década de los años ochenta, cuando dicha sustancia era exclusivamente empleada en el tratamiento de pacientes de los servicios de nefrología más avanzados, y con los cuidados y precauciones habituales de los procesos de investigación farmacológica que se aplican en los países "occidentales". Sin embargo, el principio científico pronto se hizo evidente para algunos médicos deportivos, así como la suposición de una mejora automática del rendimiento. Por lo que algunos personajes de conciencia más flexible empezaron a utilizarlo en deportes de resistencia (no únicamente el ciclismo). Sin duda que aquellas prácticas eran peligrosas. A las repentinas muertes súbitas de algunos ciclistas (entre ellos varios holandeses de categorías no profesionales), había que sumar los riesgos de otras enfermedades provocadas por la utilización de una EPO no sintética aún, extraída de vísceras de animales muertos, lo cual, en alguna situación, podía provocar procesos patológicos similares a aquellos casi coetáneos casos de la enfermedad de las "vacas locas". Unos y otros problemas se fueron convenientemente ajustando, puliendo y mejorando a lo largo del resto de la década de los ochenta, y no digamos durante la de los noventa, en la que la EPO (y su evolución de enmascaradores) progresó de un modo tan espectacular que sólo puede explicarse deduciendo la existencia de un enorme negocio multinacional detrás. Su empleo transcendió (por supuesto) más allá del ciclismo y afectó al resto de disciplinas en las que la resistencia (y en especial el consumo de oxígeno) tuvieran importancia vinculante de cara al resultado deportivo. Una vez lanzada la "guerra deportiva" a nivel de "armamento químico", la cuestión se fue diversificando y muchas otras modalidades (de velocidad, fuerza, etc.) fueron irrumpiendo en esta "subcultura" deportiva de la mano de algunas otras sustancias como la testosterona, hormona de crecimiento, esteroides y demás anabolizantes. Desde entonces, la situación, lejos de corregirse, fue aumentando y haciéndose más y más presente en un ámbito competitivo en el que cualquier resquicio de avance (científico, tecnológico, económico, psicológico…) se hacía atractivo, y casi imprescindible, para alcanzar el éxito y los resultados. Y ese panorama es el que ha caracterizado el reciente pasado (y aún el presente) del deporte actual al máximo nivel, en el que la proliferación de sustancias utilizadas es de una diversidad enorme y en el que se van sucediendo casos y casos en multitud de disciplinas.

En defensa del ciclismo (defensa parcial) hay que decir que, en mi opinión, esta modalidad ha venido siendo utilizada como chivo expiatorio. Apoyándose quizás en su tradición de dopaje, son varias las autoridades y entidades de gestión del deporte mundial, las que han incidido en destacar su vinculación con el dopaje, las que han resaltado sobremanera gran cantidad de noticias escabrosas, escandalosas y mediáticas, para, en cierta medida, enviar un mensaje subliminal o agazapado, que ha venido a decir que el ciclismo estaba podrido de dopaje, representando el lado oscuro del deporte (el de la “fuerza” en términos galácticos de ficción), como contraposición al resto de modalidades, las cuales por contraste, podían ser percibidas por la opinión pública como total o casi completamente limpias. En esto los medios de comunicación han actuado como claros colaboracionistas, y si la cuestión se ha superado, desde el punto de vista de la percepción social general, ha sido porque la evidencia del dopaje en muchas otras modalidades ha resultado tenaz, y porque la prensa más proclive a la utilización del escándalo como principal contenido informativo no ha podido resistirse a sacar provecho de tan suculentas oportunidades. Por eso mismo, para “repartir” un poco más “la maldad”, se hace necesario recordar que durante las décadas de los años 70 y 80, el dopaje fue práctica más que habitual en los programas de alto rendimiento deportivo de los países del Bloque del Este, que sus mejores técnicos y auxiliares científicos fueron muy bien acogidos posteriormente en los países occidentales (Estados Unidos y España incluidos) y que la evolución y desarrollo de sustancias específicas para una mejora “ilegal” del rendimiento tuvo un importante crecimiento en Europa (Italia lideró unos años de mucha innovación en este aspecto) y Estados Unidos. Inmediatamente después, China hizo un enorme esfuerzo en la preparación de sus equipos nacionales, por los que también desfilaron algunos de aquellos técnicos de origen europeo oriental, y así, sucesivamente, el asunto ha seguido más que vivo. Por ejemplo, en los últimos mundiales de atletismo, cuando nuestros comentaristas exponían los currículos deportivos, de resultados, marcas y medallas, obtenidos por muchos de los atletas presentes en las series previas, calentamientos y prolegómenos de las salidas, deslizaban con naturalidad las suspensiones sufridas por muchos de ellos a causa del dopaje. Y me llamó poderosamente la atención comprobar la gran cantidad de velocistas, o atletas de diferentes distancias (hombres y mujeres) y de muy diversa procedencia, que habían pasado por ese tipo de situaciones. El atletismo mundial no se diferencia mucho del ciclismo en este asunto, lo que pasa es que no hay Tour, Giro y Vuelta todos los años. Y tampoco es distinto en el piragüismo y remo (de ambos conozco casos reales), el esquí de fondo y un larguísimo etcétera de deportes. Es cuando menos sintomático que algunas modalidades auto-gestionadas como la NBA, las series profesionales de triatlón… no incluyan determinados tipos de controles antidopaje. Los mismos jugadores de baloncesto que militan en la mencionada liga, creo que están exentos de pasar los controles olímpicos habituales.

Ajustadas las cuentas, podemos pasar a otro enfoque del problema. Desde el punto de vista de la ética o la moral del deporte (si es que las hay), me gusta preguntar mucho a la gente y a mi alumnado qué es lo que ellos creen que es más grave de entre los diferentes comportamientos que podemos ver entre los deportistas. ¿Las faltas, el engaño, el dopaje…? Insisto, desde una óptica ética. Lo habitual es que las faltas (interrupción antirreglamentaria, voluntaria e intencionada de la progresión de un contrincante) estén bien vistas y asumidas en la mayor parte de los deportes de equipo, mientras que son más criticadas en las carreras (la patada de Rossi en motociclismo, por ejemplo). En realidad el concepto es similar: hacer algo que prohíbe un reglamento, para perjudicar instantáneamente el rendimiento o logro de un contrincante. La diferencia está en que en los deportes de equipo, salvo que nos pasemos de contundencia, el contrincante podrá seguir jugando, mientras que el caso de la carrera de motos, lo más seguro es que no. Pero lo importante es que las violaciones del reglamento, con el tiempo se han ido normalizando, siendo asumidas por los espectadores y, en algunos casos, convirtiendo en gestos técnicos, tácticos o estratégicos, enseñados y valorados por los entrenadores. De todas formas, desde una perspectiva ética hay cosas peores, y una de ellas es el engaño. Y un ejemplo de ello, era, hasta hace poco, simular un penalti. Digo hasta hace poco porque tal acción se ha ido transformando, con el paso de los años, en un tipo de conducta concreta muy habitual en muchos deportes de equipo. Esa simulación es un evidente intento de engañar a un árbitro o juez, para conseguir un beneficio evidente y muy “rentable”. En ocasiones tanto que puede decantar de forma definitiva un resultado. El dopaje tiene también su componente de engaño, en eso se mantiene al mismo nivel que lo anterior. Lo que objetivamente le puede hacer más despreciable es el hecho de que quien lo practica suele poner en riesgo su propia salud y acostumbra a tener que engañar en más ámbitos (controles deportivos, aduanas, etc.) que el otro; y además, prolongarlo muchísimo más en el tiempo. Es decir, que el engaño es sostenido, mientras que el del penalti es instantáneo o puntual. En cualquier caso, ambas conductas son lo mismo: un engaño para ganar, y la pérdida de respeto que yo experimento hacia los deportistas que las realizan es de grado similar (sospecho que con esto me acabo de separar conceptualmente de la mayor parte del público deportivo). Pero aún nos queda otra conducta deportiva que cada vez se está haciendo más habitual y que la gente en general está empezando a aprender a tolerar y juzgar como algo casi normal, lógico y hasta comprensible. Me refiero a las descalificaciones de contrincantes provocadas gracias a la simulación de agresión sufrida. Por ellas entiendo aquellos actos en los que un deportista simula que es agredido por otro para que expulsen a su oponente. Todos lo hemos visto ya en más de una ocasión. En mi opinión, hasta ahora (al paso que vamos acabaremos viendo cosas peores), es lo peor de lo peor en cuestiones morales deportivas, mucho peor que el dopaje. Sí, trataré de justificar mi juicio de valor. El que se dopa engaña y pone en riesgo su salud, pero todavía desea competir (y ganar) contra sus contrincantes. Con ayuda suplementaria prohibida, pero ganarlo en la pista, la carretera o el terreno de juego. El “simulador” va más allá, quiere ganar, y para ello lo que busca es que el contrario no participe, no tenga siquiera la oportunidad de defenderse o competir. Y además, para evitarle poder participar, el “simulador” se beneficia de un acto unilateral, por lo que el damnificado está doblemente indefenso ante la situación: deportivamente indefenso si es expulsado y realmente indefenso sin haber cometido acto de agresión alguno. Pese a todo, lo dicho, nuestras gradas, redes sociales, tertulias de bar… aún defienden cualquier fechoría cometida por sus colores, y en cualquier caso, consideran el dopaje como la mayor maldad posible.

Como tampoco quiero pasarme la vida hablando sobre un tema que en el fondo no me gusta y dejó de interesarme mucho hace años (cuando lo conocí bastante a fondo), voy a resumir algunas reflexiones más en formato de preguntas sin respuesta.

¿Qué pone más en peligro a terceros, el dopaje de un deportista, el de un piloto comercial o conductor de cualquier medio de transporte público, el de un ciudadano al volante...?. Me parece que la respuesta es evidente. ¿Por qué entonces tanto esfuerzo gubernamental e institucional en perseguir el deportivo e ignorar los otros?. Resulta que cada vez que hacen un control de tráfico matinal y laborable, aparecen unos resultados de tasas de alcoholemia y consumo de drogas sorprendentemente elevados ¡y entre muy diferentes tipos de personas!. Y la sociedad lo asume y convive con ello sin excesiva preocupación al respecto y hasta se queja cuando se intenta controlar tal realidad en exceso. Y sin embargo, la persecución del dopaje deportiva es, por lo general, aplaudida (especialmente cuando la sufren los contrincantes de nuestros ídolos o equipos). Hipocresía amigos, mucha hipocresía social, estatal, gubernamental, institucional y ciudadana.

¿Qué ha de definir al dopaje? ¿La materia consumida, el acto de utilizarla, la ventaja obtenida, los efectos perjudiciales para la salud…? Esto es algo que no siempre queda del todo aclarado. Entonces, habría que ir reflexionando sobre cada uno de estos conceptos. Centrémonos por ejemplo en la sustancia misma. Resulta que si la lista de sustancias prohibidas cambia repentinamente (esto es algo que ha pasado varias veces), una persona puede pasar de inmediato de ser considerado normal a malvado (cafeína y otros) o viceversa. No me refiero a su estado administrativo, que depende de plazos y normativa, sino al juicio social al respecto. La lista tiene el poder de transformar instantáneamente el juicio social sobre las personas, y no un juicio menor, sino uno de consideración de ellas como deportistas de reconocidos valores humanos positivos (por el simple hecho de ser deportista, lo cual es otro error manifiesto y específico de nuestra sociedad actual) o como “drogadictos”, delincuentes deportivos, tramposos, etc. Por otro lado, hay que reflexionar un poco sobre el cómo se hacen las listas, lo cual en parte va en función de los productos que van apareciendo y evolucionando en los controles. Siendo esto así, parece lógico pensar que las listas llegan siempre un poco tarde, es decir, que hay sustancias que se empiezan a prohibir cuando se detecta una inesperada aparición de las mismas (valoración estadística) en los controles que se van acumulando. Si el retraso es un atributo propio del sistema, la ventaja estará del lado del innovador químico, lo cual estimula la investigación en este campo.

Precisamente en relación con estas últimas cuestiones, ha surgido hace pocos días un gran revuelo que afecta a numerosos competidores de muy diversas modalidades deportivas. Me refiero a la cuestión del Meldonium, dado a conocer a nivel global por el caso Sharapova. Estamos ante un ejemplo de consideración repentina de dopaje por una sustancia que durante años no lo ha sido en absoluto y cuya utilización era de lo más común entre deportistas del este. Por mi especial interés en el patinaje, lo ilustro con una breve nota de prensa:

“El positivo de Latípov es el séptimo por Meldonium de un deportista ruso del que se informa en los últimos días. Ayer, la Unión de Patinadores de Rusia comunicó que la patinadora rusa Ekaterina Konstantinova, campeona de Europa en relevos en pista corta sobre hielo, había dado positivo por la misma sustancia. Con anterioridad, otros dos patinadores de velocidad rusos, Semión Elistratov, campeón olímpico de patinaje en pista corta, y Pável Kulizhnikov, cinco veces campeón mundial, fueron suspendidos por el uso de Meldonium, prohibido desde el 1 enero de este año”. (El País. EFE, 10 marzo, 2016).

 
 El patinador ruso Pavel Kulizhnikov, positivo por Meldonium. (Imagen: El País. JEON HEON-KYUN, EFE)

No pretendo “exculpar” a los deportistas sancionados. La culpa probablemente corresponda a sus equipos médicos que no han sabido medir bien los efectos de duración detectable de las sustancias en los organismos de los deportistas a partir de la fecha límite señalada. Sin embargo, la circunstancia ilustra muy bien la cuestión de la íntima relación existente entre los juicios sociales y las burocracias administrativas cambiantes. Por otro lado, aquí estamos ante una situación que quizá tenga mucho más trasfondo del que parece, un trasfondo económico y de estatus farmacológico internacional. Resulta que la sustancia en cuestión es un producto comercializado con normalidad y sin receta tanto en Rusia como en varios países de su influencia comercial y científica. Pero, a causa de protocolos y normativas diferenciadas en cuestiones de salud pública, no puede ser distribuido en “occidente”. Estamos pues ante una situación de aranceles científico-administrativos, derivados de evoluciones farmacéuticas distintas, procedentes de historias económicas y políticas diferentes. A poco atento que uno esté, a lo largo de los últimos años, parece que estamos también asistiendo a cierto pulso, pugna o pelea por hacerse con el poder administrativo internacional de la lucha y control del dopaje. Y en dicha línea, primero la Unión Europea, y de forma más evidente aún, a última hora, Estados Unidos, están dando claros pasos adelante para erigirse como jueces supremos del asunto. Así que lo del Meldonium, en cierta medida, me empieza a sonar más a una doble cuestión de guerra comercial farmacéutica general y de control gestor de la lucha antidopaje.

¿Quién se dopa? ¿Hay deportistas de élite suficientes en nuestro país como para consumir los cientos de miles de dosis que aparecen en cada incautación? ¿El negocio es tan atractivo que deportistas con un futuro laboral “post-deportivo” más que probable están dispuestos a arriesgarlo jugándosela como distribuidores? Las posibles respuestas ante tales preguntas nos acaban llevando hacia una realidad nada saludable. El dopaje está claramente instaurado en demasiadas capas no profesionales de nuestra sociedad practicante de deporte. Los gimnasios son un ejemplo. Demasiados de ellos convertidos en centros de radical culto al cuerpo y de trapicheo de productos anabolizantes. Pero las competiciones “aficionadas” no le van a la zaga. Aparecen casos de gente no profesional con infecciones de sangre por autotransfusiones… surgen noticias de “corredores” expulsados por los organizadores de “marchas cicloturistas”. El mercado clandestino parece ser negocio suficiente como para que haya personas que arriesguen su estatus introduciéndose en él, algo únicamente posible si la masa de consumidores es significativa y, por lo tanto, transciende de largo al deporte de alto nivel. Todo ello parece un síntoma de enfermedad socio-deportiva que va más allá del deporte profesionalizado y afecta a personas corrientes, gente que nunca serán vencedores de fama mundial, ni podrán vivir del deporte, pero que están dispuestos a jugar a ser campeones a nivel de barrio, provincia, subcultura deportiva concreta, etc. ¿Estamos locos o qué? No lo sé, pero enfermos sí, desde luego social y psicológicamente trastornados, y algunos, al paso que van, pronto también lo estarán fisiológicamente.

Aún a riesgo de ahuyentar a algunos lectores que todavía no se me hayan escapado de esta lectura, me voy a permitir el traer un poquito de filosofía sobre el dopaje. Marc Perelman[1] es un pensador francés del deporte, al que he descubierto recientemente y de pura casualidad. Además de la fundamentada calidad de sus escritos, de la importancia de los asuntos que trata y de su enriquecedor punto de vista, lo que quizás más me haya sorprendido es que este autor, que ejerce como crítico (bastante radical) del gran sistema deportivo actual en la sociedad globalizada, se me haya mantenido oculto hasta el momento. Puede que la culpa haya sido mía, consecuencia de mi propia incompetencia, falta de acierto o dejadez en el mantenimiento de una formación permanente sobre los asuntos a los que me dedico laboralmente. Sin embargo, sospecho que esto no ha sido así, sino más bien un problema de falta de “distribución” suficiente de su obra, por parte de las entidades especializadas que normalmente se encargan de formar a los especialistas académicos en materia de deporte y actividad física. Perelman estuvo especialmente activo en la década de los 70, en la que fue uno de los fundadores de un movimiento de filosofía y sociología deportivas muy crítico y opuesto a la tendencia internacional general. Aquel movimiento se manifestó de forma expresiva especialmente a través de la revista “Quel corps?”. La cuestión es que ni durante mi formación universitaria, ni tiempo después estudiando a numerosos sociólogos del deporte, o actualizándome en cursos de doctorado más recientes, capté referencia alguna sobre el autor o sus “colegas” de movimiento. Me da la impresión de que sus tesis resultaron muy incómodas, y la presente renovación y actualización de las mismas, aún lo pueden ser más. El dopaje es uno de los asuntos que trata, pero en mi opinión no el más alarmante. De todas formas, sí el único que tratamos ahora aquí. Y sobre él me permito transcribir, en formato de collage, algunas citas textuales, entresacadas de un generoso texto razonado (siento tener que mutilar sus reflexiones por puras razones de espacio).

“El dopaje ha podido hacer eclosión y difundirse en el deporte – desde el nivel profesional hasta los pequeños clubes, recorriendo todos los peldaños intermedios – como consecuencia de la valoración social de los campeones. […] El dopaje, por tanto, no es un exceso, una sorpresa o una vicisitud, sino el núcleo o la estructura misma del deporte en su forma más reciente. A partir de una presencia crónica y discreta (el dopaje ha existido siempre en las competiciones deportivas en mayor o menor medida, igual que en los Juegos Olímpicos de la Antigüedad), se ha convertido en un componente estructural del deporte tal y como se practica ahora. Hoy en día, sin dopaje ya no habría deporte. […] Gracias al medio televisivo, que integra el dopaje en su propia lógica competitiva, se produce y se reproduce por doquier – como única realidad, como realidad existente bajo una forma globalizada – un deporte de una magnitud y unas dimensiones completamente distintas. […] Así, el dopaje permite alentar la existencia del deporte, fundamentar su realidad vinculándola a la idea del progreso ininterrumpido del ser humano, de su transformación constante, de su mejora y, a fin de cuentas, de responder a su esencia. El deporte crea y renueva continuamente sus ‘stocks’ de deportistas dispuestos a todo. […] Por su parte, la mayor parte de los deportistas sigue negando su adicción a los productos dopantes, pero intentan hacerse avalar por sus seguidores y por un público conquistado para la causa: los dopados y los reconocidos como tales nunca habían sido tan populares como ahora, y a los que han muerto se les ha considerado enseguida mártires de la causa del deporte”.

Perelman sigue y sigue desmenuzando el asunto, con criterio, datos y conocimiento, pasando progresivamente de un análisis reflexivo de la realidad, a unos razonamientos cada vez más filosóficos, no exentos de acierto y esencia humanista.

“A partir de estas primeras reflexiones se produce un desplazamiento en el centro de nuestro análisis. Si el deporte se halla gangrenado hasta tal punto por el dopaje; más aún, si en la actualidad el dopaje es la verdad del deporte, si deporte y dopaje constituyen una unidad indisociable, entonces habría que preguntarse si como consecuencia del dopaje la cuestión del estatus real del deporte no sería la siguiente: ¿no se habrá convertido el deporte en una droga? ¿No se habrá convertido en la verdadera adicción, en la droga dura contemporánea, no sólo de millones de federados, sino ante todo como núcleo del conjunto del sistema deportivo?”.

La idea no es ni mucho menos novedosa, suena a aquello del “opio del pueblo” que acuñaba algún dirigente romano. Esto explicaría el porqué, cuando se congregan algunos curiosos anónimos a las puertas de los juzgados para esperar la entrada o salida de presuntos delincuentes fiscales famosos, a todos los abuchean o insultan, excepto a los futbolistas más populares, a quienes esperan para pedirles autógrafos.

Byung-Chul Han[2], no es un teórico del deporte. Nada de eso. Es un filósofo convencional, dedicado plenamente al pensamiento. Lo de convencional no se refiere a sus propuestas de pensamiento, sino a su dedicación como autor y profesor de filosofía. Pese a que se ocupa de asuntos genéricos del ser humano, a la filosofía y a la teoría social, recientemente encontré, en uno de sus ensayos, cierta referencia al dopaje, que me llamó la atención:

“La sociedad de rendimiento, como sociedad activa, está convirtiéndose paulatinamente en una sociedad de dopaje. […] El dopaje en cierto modo hace posible un rendimiento sin rendimiento. Mientras tanto, incluso científicos serios argumentan que es prácticamente una irresponsabilidad no hacer uso de tales sustancias. Un cirujano que, con ayuda de nootrópicos, opere mucho más concentrado, cometerá menos errores y salvará más vidas. […] Si el dopaje estuviera permitido también en el deporte, este se convertiría en una competición farmacéutica. Sin embargo, la mera prohibición no impide la tendencia de que ahora no solo el cuerpo, sino el ser humano en su conjunto se convierta en una ‘máquina de rendimiento’, cuyo objetivo consiste en el funcionamiento sin alteraciones y en la maximización del rendimiento. […] El reverso de este proceso estriba en que la sociedad de rendimiento y actividad produce un cansancio y un agotamiento excesivo. Estos estados psíquicos son precisamente característicos de un mundo que es pobre en negatividad y que, en su lugar, está dominado por un exceso de positividad. […] El exceso del aumento de rendimiento provoca el infarto del alma”.

Algunas de estas frases me recuerdan a Jarry y su evidente obsesión por un rendimiento perenne, aún a costa de cualquier tipo de suplementación. La cuestión no parece haber cambiado tanto, después de todo. Y al igual que entonces para Jarry, para una gran parte de la ciudadanía actual, independientemente de sus ideologías, creencias o ausencia de ambas, el alma (entendida ésta desde un punto de vista no necesariamente religioso, aunque si humano y vital) parece ahora importar muy poco, y en cualquier caso, mucho menos que el cuerpo y el éxito.

Antes de dar un evidente golpe de timón a esta disertación, quiero incluir un breve comentario sobre la función industrial del dopaje en la actualidad. A mi modo de ver, el dopaje se ha convertido en un negocio importante que, como muchos otros, aún no resultando necesarios para la sociedad, han logrado instalarse en la misma, haciéndose un hueco en el que desarrollar su vocación económica. Parte del negocio es negro, pero mucha porción del pastel es legal e incluso de titularidad pública. Trataré de explicarme. Gracias al dopaje, la presencia de un médico deportivo experto en prescripción de rendimiento se ha hecho imprescindible en la mayor parte de los equipos que militan en disciplinas deportivas de alto rendimiento. Las sustancias prohibidas mantienen toda una industria oculta que cubre las demandas de consumo (insisto en que las incautaciones lo atestiguan). La inclusión progresiva de más y más sustancias en las listas de productos dopantes, certifica que hay muchos laboratorios trabajando legalmente en productos de aumento del rendimiento, que se muestran más o menos eficaces, y son utilizados hasta que les llega (o no) una posterior prohibición. Y por si todo esto fuera poco, todo el aparataje de lucha contra el dopaje se ha convertido en una gran estructura pública y privada que nos cuesta muchísimo dinero, mantiene laboratorios, investigación y bastantes puestos de trabajo permanentes o eventuales. Tal es así, que para algunos organizadores de eventos deportivos, la barrera económica que limita el que su prueba dé un paso más adelante, en crecimiento o estatus (paso a categoría nacional o internacional), es levantada por los desmesurados costes que origina la necesidad de incorporar determinados niveles de control antidopaje. ¡Demostrar que no nos dopamos, nos resulta muy caro, y en demasiadas ocasiones nada eficaz!.

Después de tanto hablar, y de hacerlo quizás de una forma desordenada o aparentemente caprichosa, quizá sea buen momento para insertar una síntesis de reflexión personal. Considero que, probablemente, el mayor problema del dopaje en la actualidad es que su práctica se ha ido extendiendo significativa y peligrosamente entre la población normal, entendiendo por esta la de deportistas no profesionalizados, aspirantes jóvenes o veteranos, que necesitan brillos de rendimiento parciales, en ámbitos de actuación locales, acotados o casi-casi personales. Y que ello se debe a una devaluación moral de los valores. Lo cual se me antoja quizás lo más peligroso del asunto. Pero eso lo considero ya una causa perdida general que inunda el universo humano mucho más allá del estrictamente deportivo. Se ha ido agudizando tanto el afán competitivo entre la gente corriente que, entre demasiadas personas, parece haberse generado una especie de instinto de supervivencia social en forma de exacerbada y patológica competitividad. Y aunque el drama ético colectivo parezca sin solución fácil o cercana, centrándonos en lo puramente práctico, tanto dopaje “de barrio” lo que está provocando es una puesta en riesgo de la salud de algunos practicantes que, al no estar siendo controlados por equipos médicos (tramposos pero profesionales al fin y al cabo), corren bastante más peligro. 

Entretanto, la opinión pública, conducida por los medios de comunicación, por los comunicados oficiales y por los púlpitos de las variadas personalidades de las administraciones y entidades públicas (gobierno, TVE, CSD…) o privadas (federaciones, comités olímpicos…), se siente honrada, limpia y justiciera, negando una hipocresía colectiva que en numerosos casos ha ofrecido claras muestras de su existencia. Basta hacer un poquito de memoria o releer las opiniones vertidas sobre el susto recibido pocas horas antes de que Perico Delgado ganara su único Tour de Francia. O cuando se templaban gaitas para diluir casos tan incómodos como el de Guardiola en Italia o Contador y sus “picogramos” de clembuterol ¿Y qué decir del linchamiento institucional repentino aplicado a Johann Mühlegg? Que pasó de la noche a la mañana de ser nuestro Juanito español de vocación, a casi-casi un inmigrante de dudosa reputación que hubiera traicionado nuestra confianza y nuestro favor, después de haberle dado una oportunidad de desarrollo deportivo. “Oportunidad” que desde hace algunos años viene haciéndose más y más habitual en forma de atletas, tiradores de esgrima, jugadores, etc. de contrastado nivel internacional y rocambolesca vinculación patria. Esta mencionada hipocresía se puede manifestar pues en dos modos preferentes, según los casos a los que sea aplicada. Uno, el fulgurante, inmediato y desmemoriado paso de adoración a linchamiento social. Únicamente explicable por la absoluta falta de rigor que nuestra actual sociedad muestra tanto a la hora de juzgar a los deportistas, como a la de atribuirles valores éticos, cívicos y sociales, sin haberlos demostrado, por el simple hecho de ganar títulos o competiciones. El otro, que cuando el dopaje surge en nuestros enemigos deportivos, respondemos con fiereza, clamando por un rápido y contundente ajusticiamiento; mientras que cuando los sufrimos en nuestras propias filas, la respuesta tiende a ser condescendiente, tibia, justificadora y precursora de la belleza del perdón. De esto último parecieron dar buenas muestras en Bilbao, cuando salió a la luz el caso Gurpegui.

 
Perico en acción durante el Tour (creo que el del 1988). (Imagen: forodelciclismo.mforos.com-spl80).

 
 Pep Guardiola durante su fase italiana (pasó por varios equipos). Fue sancionado por dopaje jugando para la Roma. (Imagen: elmundo.es).

 
Johann (o Juanito, según los casos) Mühlegg, defendiendo los colores del Equipo Nacional Español de deportes de invierno. (Imagen: revistavanityfair.es).

 
Carlos Gurpegui, comparece ante la prensa acompañado del médico deportivo del Athletic de Bilbao (Sabino Padilla; ex-Banesto), en la época de su sanción. (Imagen: elpais.com).

 
Manifestación de protesta contra la sanción a Gurpegui por las calles de Bilbao. (Imagen: marca.com).

El dopaje existe desde que existe el deporte. Es un concepto tan difícil de definir y objetivar que presenta unas fronteras no siempre bien delimitadas. Algunos autores sugieren que en cierta medida ya se daba en las expresiones deportivas de la Grecia Clásica, y desde luego, ha coexistido en diferentes grados de actividad a lo largo de toda la historia del deporte moderno. Respecto a su presente, pues qué queréis que os diga, que sigue ahí, con una presencia que va fluctuando en su nivel de aparición explícita, pero que lejos de desaparecer se mantiene vivo, lucrativo e innovador. Y al pensar en su demostrada capacidad de “I+D” me ha dado por imaginar hacia dónde nos puede llevar el futuro y plantear un juego de ciencia-ficción en el cual presiento dos tendencias potenciales de dopaje (por otro lado creo que bastante cercanas, al paso que avanzamos en determinados campos científicos).

“Dopaje 2.0”. Gracias a la biotecnología, parece que la introducción en el organismo de micro-instrumentos de constitución combinada entre lo electrónico y lo biológico, todo ello a nivel “nano”, está ya experimentándose en diversas investigaciones médicas. Neuroreceptores artificiales para recuperar la vista, neurotransmisores para monitorizar niveles bioquímicos internos, provocar acciones fisiológicas, etc. Todo ello, dicen, va a experimentar un desarrollo muy acelerado en breve tiempo, lo cual afortunadamente podrá aportarnos inesperados y espectaculares beneficios sanitarios y… ¿por qué no? De rendimiento deportivo. Y si no… al tiempo. Y además, de darse, podría llegar a ofrecer nuevas posibilidades dopantes, pues más allá de la mejora de los aspectos condicionales del rendimiento (para los clásicos el “Citius, altius, fortius”), podría incluso favorecer los que tienen que ver con la habilidad motriz.

“Dopaje 3.0”. La evolución de la definición, consideración y descripción de los derechos humanos y sociales es una realidad. Tales derechos van experimentando variaciones en función de los cambios culturales, políticos y sociales, y aunque algunos tardan más o menos en declararse formalmente, otros empiezan a ponerse en práctica en forma de multiplicación de casos puntuales. En definitiva, como corrientes de moda o tendencias. Un claro ejemplo de ello es el ámbito de la estética personal en las sociedades del “primer mundo”, en las que las personas pueden (e inmediatamente se sienten con derecho a) tener una dentadura perfecta, un tamaño de pecho concreto, unos rasgos faciales hermosos o estandarizados, etc. Por el momento lo de la estatura no se ha conseguido arreglar, pero no dudo que en cuanto técnicamente sea factible, tardará poco en convertirse en un derecho demandado. Y mientras hay cosas que van pudiéndose modificar gracias a los avances en “tunning” humano, la programación genética, parece acercarse a una velocidad pasmosa. Y gracias a ella surge mi segunda propuesta futurista para el dopaje: el diseño de grandes campeones programados genéticamente con características potencialmente favorables para el éxito deportivo en según qué tipo de disciplinas. Problema técnico no será, pues ya he dicho que se está avanzando muy rápido en ese campo, y no debería resultar tan difícil conseguir buenos resultados cuando los criadores y creadores de razas de perros, llevan haciéndolo con evidente éxito con un método “artesanal” a base a apareamiento selectivo. Y personalmente creo que el otro obstáculo, el único que se me ocurre, el ético, ese no será nunca un impedimento.

 
Macallan en una excursión de montaña. Es un perro labrador, tengo comprobado que su instinto le hace comportarse como un fiel compañero de paseo, pues camina acompasadamente a un lado sin necesidad de haberle enseñado. Esta raza es la más elegida para entrenar perros-guía para ciegos.

 

Border Collie en acción durante un concurso de perros ovejeros en Oñate. Esta raza es especialista, su crianza genética los ha dotado singularmente para esas labores. En casa tenemos a Lagavullin, que pastorea perfectamente al caballo de mi hijo, sin tampoco haberle tenido que dar instrucciones.

 
Mi amigo Chote, entrenando en bajamar con su tiro de perros esquimales (Huskies y Alaskan Malamute). Pese a estar ambas razas preparadas para ambientes gélidos y labores de tiro, se diferencian en cualidades de fuerza, velocidad o resistencia. También aquí ha dado sus frutos la progresiva especialización genética.

La reciente irrupción mediática del descubrimiento de la utilización de motores eléctricos auxiliares por parte de ciclistas fraudulentos, apenas cambia nada de lo aquí expuesto, es más, si acaso parece reforzar la tesis de que el dopaje tiene abierto mucho campo de futuro gracias a los avances científicos y tecnológicos. Dejo el asunto eléctrico aparcado porque quizá le dedique un tiempo en el futuro. Por el momento me limitaré a finalizar mis reflexiones sobre el tema del dopaje.

Volviendo un poco al presente y a mi propia realidad. No es necesario repetir que personalmente dejé de competir hace décadas. No echo carreras con nadie, no llevo tanteos si juego una pachanga a cualquier cosa y ni siquiera me tomo tiempos con respecto a mí mismo (salvo si alguna vez vuelvo a jugar al “scalextric”). Cuando lo hacía, de joven, merendaba bocadillos de queso con membrillo y me aferraba a la cerveza fresca como inmediato recuperador post-esfuerzo. Nada de cosas raras ni complejos vitamínicos. ¿Para qué? Siempre he entendido el deporte como una diversión y no como una búsqueda de estatus personal ante otros. El problema lo tengo cuando ejerzo de espectador deportivo (confieso que poco y cada vez menos). A mí, entonces, me pasa como a tantos otros miles (o millones) de aficionados: que con tanto desmadre dopante y tanta persecución, muy a menudo  perdemos nuestro esquema de referencia de campeones y resultados, y con ello, la credibilidad y el atractivo del espectáculo. Valga como ejemplo el Tour de Francia, que es de los pocos eventos deportivos que suelo seguir casi fielmente. Con tanto quita y pon, y reajuste diferido de clasificaciones, nunca me aclaro de cuantas victorias lleva cada ciclista, ni de finalmente quién ganó tal o cual año. Además, uno ve determinados estilos de rendimiento victorioso, tan superiores, en ocasiones tan extraños, que empieza a darle a la cabeza, le surgen dudas e incertidumbre, y aplaude o celebra con moderación algunos resultados, a la espera de que el paso de un tiempo cada vez más largo, avale la validez del podio.

Y con esto he llegado al final de mi perorata. Si en algunos momentos he podido parecerlo, prometo que no he querido ser indulgente, tan sólo repartir un poco algunas culpabilidades, centrar cuestiones y combatir tanta demagogia y manipulación mediática, institucional y popular. El dopaje es una lacra, pero las hay peores (la cifra de muertes anuales por tráfico a mi me parece de las más terribles actualmente). No entiendo muy bien porqué a unas parece dársele mucha más importancia que a otras, y porqué nos volvemos muy dignos para según qué cuestiones, mientras convivimos con un profundo libertinaje ético con otras. En cuanto a la práctica dopante entre la gente corriente, confieso que no me afecta porque no compito contra nadie, lo que me produce es mucha tristeza. Pero más por lo que representa de actitud y mentalidad social que por los efectos prácticos que pueda aportar a quien con ello juega. No me gusta dar consejos a la gente, por lo que me limitaré a seguir a lo mío: disfrutar de mi práctica deportiva, en solitario o con mis amigos, con mi material poco sofisticado (e incluso, en algunos casos, antiguo) y sin tomarme demasiado en serio el espectáculo deportivo ajeno. Como uno se pase mucho tiempo consumiendo deporte como espectador, no lo podrá emplear luego para poder ejercer de practicante.


[1] PERELMAN, M.: “La barbarie deportiva. Crítica de una plaga mundial”. Virus. Barcelona, 2014.
[2] BYUNG-CHUL HAN: “La sociedad del cansancio”. Herder. Barcelona, 2015.

1 comentario:

  1. Muy buen artículo. Muy interesante esa visión crítica.

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