La importancia de Paris en la
historia contemporánea es un hecho indiscutible. Muchos fueron los factores que
se combinaron en aquella gran ciudad a lo largo de los últimos siglos. Y como
resultado de la integración de los mismos, el resto del mundo se vio
profundamente influenciado e incluso transformado. El siglo XIX fue
especialmente significativo a la hora de provocar estímulos capaces de
contagiar a toda la humanidad con diversas tendencias de pensamiento y
comportamiento originadas, o puestas a la luz, en Paris. Y una muestra de ello
fue la sucesión de Exposiciones Universales (EU) que tan emblemática ciudad fue
frecuentemente celebrando en 1855, 1867, 1878, 1889 y 1900. De entre todas
ellas me voy a permitir destacar algunas breves anécdotas llamativas. La de
1889 pasó a la historia por mostrar al mundo lo que acabaría resultando un
icono internacional de la arquitectura, reconocido casi por cualquier ciudadano
del planeta: la Torre Eiffel. Pero tanto o más impresionante edificio dicen que
fue el descomunal pabellón de vidrio y metal construido para albergar la
Galería de las Máquinas, uno de los contenidos más destacados dentro de las
Exposiciones de aquel siglo en la capital francesa. Tal edificio, también
denominado Palacio de las Máquinas, albergaba la muestra de todo tipo de artefactos,
y disponía de unas plataformas móviles en las que el público era desplazado de
un lugar a otro para poder visitar las diferentes zonas del inmueble. El
pabellón tuvo diversos usos una vez concluido el evento para el que fue
construido, pero en 1903 fue inaugurada una de sus remodelaciones más
importantes, la que, a propuesta de nuestro conocido Henri Desgrange, lo
reconvirtió en el famoso y concurrido Velódromo de Invierno (“Vel d’Hiv”) o “La
Glacière”. Sin embargo, la vida de tan espectacular obra pública no fue larga,
y a pesar de haber dado gran servicio a sucesivas multitudes de espectadores,
fue demolido en 1910. De todas formas, la EU de aquel año tuvo otro
protagonista importante en la bicicleta, concebida ésta aún
En cuanto a la EU del año 1900, generó la construcción de la
sede del Museo de Orsay (entonces lujosa estación de viajeros asistentes al
evento), así como del Petit y Grand Palais. Pero desde el punto de vista del
deporte, tuvo especial importancia porque dentro de su programa de contenidos,
como una atracción más, y no de las de mayor empaque, encontró su hueco un
conjunto de exhibiciones deportivas reunidas bajo el sugerente nombre de Juegos
Olímpicos, y que se fueron celebrando, poco a poco, a lo largo de un periodo de
tiempo bastante prolongado. Aún nadie podría hacerse una idea de las
dimensiones socio-económicas y mediáticas que aquella idea alcanzaría un siglo
después. Las bicicletas aún mantenían bastante protagonismo entre lo expuesto,
porque además, apenas había sido diez años antes cuando había aparecido el
primer modelo diseñado tal y como más o menos la conocemos ahora, es decir, con
ambas ruedas de diámetro similar y con transmisión por cadena desde los pedales
hasta la rueda trasera. En definitiva, la denominada entonces “bicicleta de
seguridad”, y hoy en día bicicleta sin más. Su presencia fue muy destacada.
Ante la aún ausencia o escasez evidente de vehículos de propulsión autónoma, la
bicicleta llevaba ya tiempo consolidada, y su nueva configuración la hacía
mucho más accesible (desde un punto de vista de manejo) para la mayor parte del
público, independientemente de su edad o género. Precisamente, fue a partir de
su presencia en aquella EU que bastantes de los principales fabricantes de
bicicletas del momento dieran el paso para establecer en la capital francesa,
de forma permanente, tiendas y talleres propios, en el formato que actualmente
acostumbran a ofrecer los concesionarios de coches o motos.
Grabado de Michaux posando con una de
sus creaciones. (Imagen: By Unknowable - Michaux staff or
contract photographer from circa 1870s-80s. - Photograph of Ernest Michaux and
his Michaudine velocipede that he invented in 1861 in Paris. Origin unknown -
assumed to be Michaux publicity shot. Scanned digital image located at Weelz,
Urban Bike site
http://www.weelz.fr/fr/velo-urbain/2011/10/25/la-michaudine-un-francais-aux-origines-du-velo-moderne/,
Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=20575285).
Retrato de Joaquín Costa. (Imagen:
radiohuesca.com)
Cuentan, el Diario de Aragón y
algunas otras fuentes, que Catalán recibió el diseño con interés. Y con ese
típico afán mecánico e ingeniero que caracteriza a muchas de las personas que
disfrutamos con la utilización y tratamiento de los mecanismos, se puso manos a
la obra para fabricarse una réplica de la idea que el dibujo en cuestión le
pudo hacer imaginar. Tras varias semanas de trabajo en secreto, y utilizando
mayoritariamente madera en su construcción, la bicicleta vio la luz. Aunque
quizás lo hiciera en su taller o en su finca, porque lo que es en la calle, la
novedad fue probada con nocturnidad, por miedo al ridículo público. En la plaza
de toros, con la ayuda de su criado y tras varias intentonas, Mariano Catalán
consiguió rodar en equilibrio y poderse desplazar por medios propios hasta el
Coso, donde empezó a ser visto con admiración. La satisfacción debió de ser
grande pues en los meses siguientes construyó otros dos ejemplares, con mejoras
y con una mayor presencia de hierro entre sus piezas. Primero vinieron sucesivos
paseos por Huesca, pero tal y como ha acabado ocurriendo con la mayor parte de
los ciclistas de la historia, la llamada del horizonte y las grandes distancias
acabó causando mella y el constructor, junto con su amigo Gregorio Barrio,
decidieron aventurarse a pedalear hasta Zaragoza. Partieron el 20 de marzo de
1868 a las cuatro de la mañana. Parece que tras vivir algunas anécdotas curiosas
alcanzaron Villanueva de Gállego hacia el mediodía, entrando finalmente por el
Puente de Piedra de Zaragoza hacia las cinco de la tarde y dando por finalizada
su singladura en la Puerta de Santa Engracia. El regreso se realizó igualmente
sobre las máquinas y se supone que debió llevar también su tiempo. La historia
está contada con mayor gracia y cúmulo de detalles en el dosier que Ángel Giner
ha escrito para el Club Ciclista el Pedal Aragonés, y que dicha entidad ha
publicado en su página web ilustrando el porqué de dos de sus eventos anuales[1].
Y fue precisamente uno de ellos,
“La I marcha para bicicletas clásicas La Pionera” lo que me llevó un primer fin
de semana hasta Zaragoza, para formar parte de un escueto pelotón de ciclistas
admiradores de lo antiguo, con la intención de replicar la ida de aquella
primera larga excursión que inauguró la actividad cicloturista en nuestro país.
Me desplacé hasta allí con mi amigo Carlos en coche y después de instalarnos en
la capital aragonesa, comer, charlar y dormir la siesta, nos encontramos con
Javier (procedente de San Sebastián). El resto de la tarde lo empleamos en
pasear por la ciudad, pero antes, trasladamos nuestras bicicletas al punto de
salida: la sede del Club Ciclista el Pedal Aragonés, un local apartado del
centro, situado en un barrio de apariencia modesta. El local no es grande pero
destila ciclismo de siempre por todas sus esquinas y paredes. Cuando está
cerrado, muestra hacia la calle, sobre unas persianas metálicas de seguridad,
su logo y ese color azul celeste que le caracteriza y que justifica su apego
hacia la marca de bicicletas Bianchi. Dentro, hay libros de ciclismo, fotos de
otros tiempos o de retos actuales, archivos, mesas y todo ese inventario de
objetos que suelen acabar acumulando las peñas ciclistas con solera que se
hayan dedicado durante décadas a organizar pruebas y eventos ciclistas, para
que los disfrutemos otros, o para mantener viva la llama promocional y
deportiva de esta disciplina. Que si un hornillo especial para calentar litros
de café y de chocolate, que si señalizaciones específicas para coches de apoyo,
bombas de inflado de pié, etc. Allí nos encontramos a varios miembros del club
colaborando en la organización e intendencia del evento nocturno que
acometeríamos de inmediato. Rápidamente saludamos y entablamos animada
conversación con aquellos dos a los que conocemos de otras citas y encuentros
dentro del mundo retro: Adolfo Bello y Ángel Giner. Cada uno a su modo y con
sus cualidades, dos piezas clave para este club y, sin exagerar ni un ápice, para
el ciclismo español. Más tarde volveré sobre ello.
Sede de El Pedal Aragonés en Zaragoza.
Nosotros nos volvimos al centro y
allí dejamos a la gente haciendo su oculta y desprendida labor. Cenamos y nos
vestimos para la ruta, los tres con atuendos ciclistas de principios del siglo
XX, ya que para esta cita nos habíamos decantado por bicicletas de estilo
“pionero”. Javier eligió una Tarragó catalana de uso cotidiano de caballero, de
los años 30, que él mismo había restaurado con acierto y reconvertido
ligeramente en bicicleta de carreras de la época. Carlos estrenaba una flamante
Pashley Guvnor. Y por mi parte ponía a prueba oficialmente mi “tributo” Humber.
Al regresar a la sede del Pedal Aragonés, ya encontramos más personas y algunas
otras bicicletas. Observamos, charlamos, nos presentamos y ayudamos a colocar
nuestras monturas sobre un remolque porta-bicis de gran capacidad. Hacia la una
de la madrugada nos montamos en el autobús y, dormitando arrullados por el
característico soniquete de una conversación grupal con inconfundible acento
maño, llegamos a Huesca en poco tiempo. Allí descargamos todo en una tranquila
plaza en la que tanto ciclista del pasado cogió por sorpresa a los
trasnochadores más cargados, que ante tan inesperada visión debieron
preguntarse si no se habrían quizás pasado con su dosis de felicidad
embotellada de cada sábado. Adolfo nos dispuso unos contenedores de chocolate y
café en los que mojar biscotes, y el rato sirvió para saludar a los que se
incorporaban al evento en Huesca y empezar a admirar otras bicicletas.
Destacando especialmente una Phebus francesa original de 1910 portada por el
valenciano JM Fort. Tras las fotos colectivas de rigor y con toda la tecnología
“LED” a pleno rendimiento, se dio la salida a tan singular evento que proponía
un pedaleo nocturno de 72 km entre las capitales aragonesas de Huesca y
Zaragoza. El trazado era flamante: la carretera nacional (ahora prácticamente olvidada
por los conductores, los cuales optan por la autovía paralela), con un asfalto
excelente y sin apenas desniveles. El asunto de la visión, quedó descartado
como problema nada más abandonar la ciudad y su luminosidad nocturna, puesto
que entre que era una noche despejada y de luna llena, y todos íbamos bien
provistos de faros modernos, el pelotón más parecía un convoy de transporte
especial que una “grupeta” de ciclistas. Lo que sí que se hizo palpable desde
el primer instante, y pertinaz hasta el final de la ruta, fue ese
característico cierzo insolente que nunca parece soplar por donde debe, sino
más bien al contrario, y que además convierte cualquier noche simplemente
fresca, en una velada gélida. De hecho, aunque casi todos íbamos bien
abrigados, pasamos frío a lo largo de los primeros kilómetros de cada nueva
arrancada.
Carlos posando con su magnífica
Pashley (Imagen: Fernando Sánchez)
Aquí poso con mi réplica Humber
(Imagen: Javier Castañer).
Detalle del faro de la magnífica
Phebus de JM Fort (Imagen: Fernando Sánchez).
Detalle frontal de la Tarragó de
Javier (Imagen: Fernando Sánchez).
“Riders through
the night” (Imagen: Fernando Sánchez).
Del paisaje poco puedo contar
porque no se veía. Esta experiencia nocturna me ha aportado cierta sensación de
aventura diferente, de camaradería especial y de extrañeza de sensaciones
corporales, ya que el cansancio no parece provenir del esfuerzo del pedaleo,
sino más bien de la nocturnidad, del sueño y de la desadaptación a la situación
de practicar ciclismo en unas circunstancias tan diferentes a las habituales.
Hubo dos paradas intermedias. La primera en Almudévar, localidad en la que el
alcalde nos recibió con cercanía y nos ofreció la exquisita trenza original de
allí con vino para acompañarla. La segunda, al amanecer, en un área de servicio
cercana a Zaragoza, en la que nos despachamos unos buenos huevos fritos con
patatas y embutido para desayunar. En la noche hubo encuentros novedosos y
otros más habituales, como con el mismo Ángel Giner, Sigfredo (el de la Marotías
cicloturista) y nuestro entrañable Jaume. La progresiva luz del amanecer nos
fue sorprendiendo por la izquierda, y tengo que decir que para mí fue una
sensación de lo más placentera, el verla aparecer tímidamente para acabar
confirmándose poco a poco, como garantizando que lo peor de la tarea ya estaba
superado. Como anunciando buen tiempo, calor, certezas y una luminosidad que
enseguida liberaba al paisaje de su camuflaje de comando nocturno. Eso sí,
nuestro fiel ventarrón se mantuvo erre que erre. Fort, de la noche a la mañana
(y esto es literal), se transformó repentinamente, pasando de ser un cicloturista
normal, prevenido ante el esfuerzo nocturno, a un flamante corredor de las
primeras ediciones del Tour de Francia, bigote incluido. Casi todos los demás
pudimos también librarnos de los llamativos chalecos o tirantes reflectantes,
de las luces y de algunos complementos de seguridad contemporáneos. Así que ya
con una guisa más retro, fuimos entrando en una aún dormida Zaragoza,
sorprendiendo aquí y allá a los escasos viandantes. A los “pioneros” nos
colocaron en cabeza, para entrar por el puente de Piedra y facilitar la
filmación a un cámara de televisión. En el punto de llegada nos esperaba un
buen grupo de gente entusiasta que nos acribilló a felicitaciones y disparos
fotográficos. Tal y como hicieran Mariano Catalán y Gregorio Barrio, dimos por
finalizada la excursión en la plaza de Santa Engracia, bajo la imponente
fachada del templo (de todas formas, según me comentó Ángel, él ya se corrige a
sí mismo porque en nuevas fuentes ha descubierto que la llegada de entonces
alcanzó en realidad la Puerta de Santa Engracia, al parecer una magnífica
entrada que se había instalado como acceso a un recito ferial expositivo
ubicado en la huerta de un convento cercano).
Javier y Jaume rodando por la noche
(Imagen: Fernando Sánchez).
Llegando a Zaragoza con los “pioneros”
a la cabeza. (Imagen: Javier Castañer).
Javier Junto a JM Fort por las calles
de Zaragoza (Imagen: Javier Castañer).
Carlos, Ángel Giner y Javier rodando
agrupados (Imagen: Javier Castañer).
Aquello fue un momento de
encuentro, fotografías, poses, entrevistas de la televisión y de seguido,
despedidas y buenos deseos. Carlos y yo pedaleamos hasta nuestro hotel, dejamos
las bicicletas preparadas en el coche para el viaje y nos fuimos a dormir la
mañana para no poner en riesgo el viaje de regreso.
Foto de grupo en Huesca, de madrugada,
listos para la salida. Sentados en las escaleras del Casino de Huesca, dónde
llegó el croquis que Costa dibujó en la Exposición Universal de París. (Imagen:
Fernando Sánchez)
Foto de grupo en Zaragoza, finalizada
la ruta (Imagen: recorte de una foto de Javier Castañer).
La experiencia fue de lo más singular. Los organizadores agradecieron muy sinceramente nuestro esfuerzo por presentarnos con ese aspecto, más pionero, sobre el que llevo escribiendo bastante esta temporada. La vocación de la cita es diferente, mucho más recogida que otras, y con un esfuerzo más evidente que la mayoría por marcar y resaltar su sentido histórico y casi cultural. La nocturnidad no es mejor ni peor, pero la hace diferente y demuestra que la versatilidad de propuestas y la imaginación en los diseños de los eventos, también tienen cabida dentro del ciclismo retro. Y por nuestra parte hicimos debutar a esas máquinas de tecnología más obsoleta, y todas ellas superaron con eficacia la prueba.
Hay que reconocer públicamente
que la organización fue perfecta y de lo más generosa, y que la acogida y trato
dispensados muy familiares, entrañables y cercanos. No me esperaba menos,
estando en manos de quien estaba: el Pedal Aragonés. Y sobre mis dos amigos de allí
quiero hablar ahora un poquito.
Adolfo es un “superclase”. Ha
sido un magnífico corredor ciclista durante una de las épocas más competidas de
ese deporte. Se defendió muy bien entre los más grandes durante muchos años,
tanto en categoría “amateur” como en “profesionales”. Y lo hizo en España y en
Francia, además de, eventualmente, en muchas otras plazas internacionales.
Puede contarte anécdotas compartidas con los más grandes, y las puede relatar
porque está aquí, al alcance de todos, sin darse importancia y, a sus bastantes
más de 80 años, tan ágil de mente y de diálogo como cualquiera de nosotros. Su
aspecto lo dice todo: moreno de cara, por la vida deportiva a la intemperie;
fino, como el buen ciclista en forma que sigue siendo; y con una poblada y sana
cabellera que ya querríamos para nosotros unos cuantos. Yo ya sabía de él
porque habíamos coincidido pedaleando anteriormente en un buen puñado de
marchas retro, y me había descubierto ante su actual rendimiento y capacidad
ciclista. En esta ocasión nos mostró otra faceta imprescindible y no siempre
valorada de este deporte, la de las personas que se sacrifican por los demás, y
aún quedándose con las ganas, renuncian eventualmente al pedaleo para poder
sostener, conducir y proteger toda la intendencia que hace posible el disfrute
de los demás. Adolfo esta vez, con mano maestra, discreción y generosidad, fue
uno de los ángeles de la guarda que veló por nosotros por la noche. Desde aquí
muchísimas gracias a él y todo el equipo que lo rodeó.
Retrato publicitario (con dedicatoria)
de Adolfo, defendiendo los colores de Mercier (Imagen: ciclofactoria.com)
Adolfo venciendo en una importante y
disputadísima carrera, superando a la flor y nata nacional del momento:
Manzaneque, Pérez-Francés y otros tantos… esta imagen (más nítida y ampliada)
luce con orgullo en una de las paredes de la sede del Pedal Aragonés.
Ejerciendo de ángel de la guarda
durante nuestra etapa nocturna (Imagen: Fernando Sánchez).
Ángel es otro personaje que debe ser destacado. Él no se acuerda de cuando nos conocimos a finales de los 80, impartiendo ambos docencia para la Federación Española de Ciclismo en algún que otro curso de Directores Deportivos. Tampoco de que ya me demostró su generosidad y excelentes dotes de anfitrión, cuando nos invitó (a otro colega y a mí) a dar unas charlas sobre entrenamiento en Zaragoza, y después nos llevó a cenar y a una divertidísima velada nocturna en la que aún sobrevivían algunos iconos de aquellos míticos garitos cabareteros del Tubo. Sin embargo yo no lo he olvidado nunca. Ni aquello, ni su magnífico papel como Seleccionador Nacional de Ciclismo, en una época además en la que tuvo en sus filas a algunas corredoras que conozco personalmente, como Dori Ruano o la campurriana Belén Cuevas. También somos, incluso, colegas de profesión, dedicándonos, la mayor parte de nuestro tiempo profesional, a lo mismo. Y por si todo esto fuera poco, ha escrito un libro de ciclismo que me permito el lujo de recomendar a todo buen aficionado: “El Tour de Bahamontes” (La Biciteca), porque me parece un ejemplo excelente de literatura deportiva de verdad. De esa que va más allá de la mera recopilación de datos o hechos. Con más intención narrativa que informativa, su libro nos regala una magnífica historia que, aunque muchos ya conozcan, quizás nunca antes la hayan podido disfrutar descrita con ágil y entretenido estilo literario y hasta cierto punto novelado. Con todo ese bagaje, Ángel se ha convertido en una inestimable referencia del ciclismo y de su cultura, por eso hay que seguirle la pista y mantenerse muy atento a las posibles iniciativas que se traiga entre manos. Yo lo intento, y por eso vigilo con cierta atención las propuestas que plantea El Pedal Aragonés. Y esa es la razón que me llevó a visitarlos en un par de ocasiones sucesivas y el origen de toda esta parrafada.
Ángel Giner en Huesca, pertrechado
para acometer la I Pionera (Homenaje a Mariano Catalán). (Imagen: Fernando
Sánchez).
La segunda ocasión fue casi inmediata. Al fin de semana siguiente. 400 kilómetro de ida y otros tantos de vuelta no se me antojaron demasiados como para impedir llevarme de una tacada una auténtica y completa “Retro Bike Cierzo Experience”. El plan inicial era viajar de fin de semana con Myriam, para visitar el Campo de Cariñena y participar en la Biciclásica Edoardo Bianchi en nuestro tándem. Pero a medida que se acercaba la fecha, ella cambió de intenciones y en su lugar se apuntó mi hijo Jacobo (esporádico practicante del ciclismo retro), y ambos transformamos el plan de fin de semana completo a uno sencillo de sábado y domingo con una única pernocta fuera de casa. Salimos pues el sábado por la mañana, sin madrugón y con tranquilidad, para llegar a Cariñena a la hora de comer. El día allí era soleado pero ventoso, con fresca temperatura, o sensación térmica, que para el caso de las percepciones humanas, es parecido. Una vez instalados en el hotel, a mí me dio por aprovechar la tarde al completo, empezando por una visita al Museo del Vino de la localidad. La exposición está bien trabajada, y lejos de intentar competir con otros referentes sobre la misma temática, este se centra en documentar al visitante con un repaso completo y muy didáctico de la mayor parte de los aspectos relacionados con la elaboración y cultura del vino, pero siempre desde una perspectiva totalmente contextualizada en la comarca. De hecho, la mayor parte de las referencias exteriores, tienen que ver con las vinculaciones que la producción local tuvo con las evoluciones del vino francés. Ya fuera por la demanda surgida temporalmente en aquel país (por variadas causas como la filoxera, la Gran Guerra, etc.) o por el resurgimiento de la producción gala. Aparte de leer bastante sobre variedades, peculiaridades de la labor y muchas otras cosas más, me interesó especialmente la evolución histórica del negocio y el protagonismo que cobró el ferrocarril en todo ello. A lo largo de las cuatro temporadas (la última de ellas actualmente en curso) que llevo practicando de forma bastante entregada el cicloturismo retro, el vino y el ferrocarril han resultado ser dos elementos habituales en muchas de las citas y regiones a las que he viajado. Muchos de los eventos españoles y franceses se celebran sobre territorios ricos en viñedos. También en Austria, Italia y Suiza, sus convocatorias eligen áreas de producción de caldos de uva. Parece un paisaje apropiado para disfrutar de este tipo de divertimento, o en cualquier caso, sugiere que los aficionados u organizadores del ciclismo vintage, sienten especial atracción por la cultura del vino. De hecho, una o dos botellitas, son un presente muy habitual en las bolsas de regalo con las que se suele agasajar a los participantes. Sobre el ferrocarril ya he hablado otras veces y siempre resalto que, salvo en los casos del odio institucional y cerril que muestran hacia las bicicletas algunas compañías o empleados aquí en España, su maridaje con la práctica ciclista es muy habitual en Europa y genera una sinergia de movilidad, ocio y expansión rutera y viajera estupenda. Además, es curioso pero puestos a hacer cierto paralelismo entre las épocas, con ligeras diferencias, el vino, el ferrocarril y la bicicleta, han mostrado ritmos de desarrollo, popularización, declive y prometedor renacimiento innovador muy similares y acompasados. Total, que me interesó mucho la historia de la creación de la línea de ferrocarril de vía estrecha entre Cariñena y Zaragoza (motivada casi exclusivamente por la exportación de vino) y al salir del museo, me encaminé hacia el centro de interpretación que sobre dicha línea férrea han ubicado en la localidad. Lamentablemente el horario de apertura al público es muy estrecho y completamente coincidente con el la marcha del domingo, así que me encontré cerrada la instalación y tan sólo pude ver desde fuera las cocheras que lo albergan, las vías y varios elementos de señalización. La carambola no pudo ser completa. Rebuscando un poco por la Red, quise situar temporalmente dos ya míticos fiascos ferroviarios aragoneses, por ver si ambos fueron coincidentes: el del mencionado tren “del vino” (que cuando llegó, empezó a resultar tardío por culpa de las plagas); y el de la conexión con Francia a través de Somport (cuyo abandono queda majestuosa y explícitamente mostrado con el estado de olvido en el que se encuentra la impresionante estación de Canfranc). Ni uno ni otro realmente coincidieron en sus épocas de construcción y máximo rendimiento. La conexión francesa fue bastante más tardía y no parece que el segundo diera un servicio complementario a las intenciones del primero. Caprichos de la historia de las inversiones en los territorios aragoneses, algo sobre lo que siempre me ha parecido que sus habitantes tendrían mucho que decir si les tirásemos de la lengua.
Interior del Museo del Vino de
Cariñena
Línea de Cariñena a Zaragoza: vagones
con barricas de vino en la estación de Longares. (Imagen: spanishrailway.com,
fotógrafo desconocido).
Peculiar vehículo Automotor que cubría
el recorrido Zaragoza – Cariñena. (Imagen: fondo Euskotren MVF /
spanishrailway.com)
Pero mi tarde siguió adelante pues rápidamente recogí a Jacobo y juntos nos fuimos a visitar la exposición de maillots ciclistas que José Mª Pérez había tenido a bien montar en Cariñena. Allí estuvimos admirando una parte de la inmensa colección que atesora, con algunos ejemplares francamente admirables por su antigüedad, singularidad o por el renombre de sus portadores originales. Con José Mª ya he coincidido en anteriores ocasiones. Entre otras en una mítica visita que hicimos juntos para admirar la colección de bicicletas de Emile Arbés cerca de Olorón. José Mª es un aficionado pundonoroso que ha amasado su patrimonio ciclista con tesón, constancia y mucho amor por este deporte. No escatima en la charla y regala y comparte conocimiento de forma desinteresada con todo aquel que muestra interés por el asunto. Con él estaba su habitual acompañante de entresijos ciclistas: Juan Pedro, con quien también he coincidido en alguna que otra convocatoria retro. Se trata de un hombre ancho y fuerte, que derrocha entusiasmo y cuenta aventuras deportivas propias que parecen inverosímiles. Mi hijo, que demuestra a menudo un gran interés por lo que tienen que contar las personas mayores (algo demasiado infrecuente entre nuestros jóvenes), disfrutó de su conversación gran parte del fin de semana. Resulta que Juan Pedro fue jugador de hockey sobre hielo en los años setenta. Defendía los colores del equipo de Jaca, y ostentaba un nombre de guerra: Yaare, que alcanzó cierta fama en tan singular mundillo. Yo aquí escribiendo de vez en cuando historias de patinadores y ciclistas y acabo topándome en una marcha retro con un ex-jugador español de hockey-hielo. ¡Como si abundaran!. Aquella visita también nos sirvió para saludar a Faricle y su grupo de “Históricos” amigos procedentes de tierras sorianas. La verdad es que tener una afición tan peculiar favorece que vayas a donde vayas, entre la gente que te encuentres, siempre haya casi más conocidos que desconocidos.
José Mª posando ante dos de sus joyas
(un maillot de Bahamontes y un auténtico Super Ser.
Juan Pedro (Yaare) y Jacobo, que
hicieron buenas migas a lo largo del fin de semana.
De vuelta al hotel, padre e hijo nos volvimos a separar. Yo me enrolé en una visita guiada con cata que se celebraba en el hotel. Primero una mínima visita a los viñedos, seguida de un completo, didáctico e interesante recorrido por la bodega Prinur. Su enóloga nos marcó un elevado nivel de contenido explicativo y nos enseñó prácticamente todo. Más hubiera sido excesivo y lo mostrado me gustó y me aportó información, pese a que ya había acudido a varias visitas similares previamente. Se trata de una bodega bastante joven y con un diseño funcional muy pensado y acorde con los nuevos tiempos y tendencias productivas. Todo muy limpio y funcional, especialmente atractivo en el área de mayor equipamiento contemporáneo, donde el despliegue del reluciente acero inoxidable resultaba atractivo. Tras la teoría vino la práctica, y degustamos tres caldos con sus respectivos maridajes; un blanco chardonnay, un tinto joven y un tinto ya maduro y exitosamente premiado. Disfruté del momento, que además fue preliminar a la cena, la cual celebramos ya en “familia”. Aprovechando la ocasión adquirí un primer modesto lote de vinos de la zona.
Edificio de las Bodegas Prinur.
A la mañana siguiente llegó la hora de la actividad prioritaria de nuestro viaje: la Biciclásica Edoardo Bianchi, que pese a celebrar su cuarta edición, lo hacía por primera vez cambiando recorrido y localización, lanzándose ya en busca de una renovada identidad, paisajes más rurales y un entorno vinícola de primera. Con un recorrido variado que incluía tramos no asfaltados, pero perfectamente ciclables. Hacía sol, y a primera hora hasta parecía que no soplaría el viento de la víspera… ¡tururú corneta! bastaron pasar veinte minutos y doblar un par de esquinas, para dar los buenos días a un descendiente directo de Eolo: el Cierzo en toda su esencia. Frío, vigoroso y concienzudo. Nosotros desayunamos en el restaurante que hacía las veces de punto de encuentro y final. En una amplia explanada aparcamos el coche, bajamos el tándem, colocamos los pedales, inflamos los neumáticos y dejamos todo listo para la marcha, mientras iban apareciendo, poco a poco, más participantes. En bicicleta, pedaleamos hasta la cercana oficina de turismo para recoger dorsales y confirmar la presencia, y desde entonces todo fueron saludos, encuentros y hasta un café matinal cerca de la plaza, más por huir del frío que por necesidad. Nos reímos con Toni Molinos y su amigo Óscar Ramos (espero no equivocarme de nombre), siempre con el gatillo humorístico a punto. Una vez reunido el pelotón, salimos callejeando y siguiendo durante todo el día a una elegantísima berlina de inmaculado aspecto e irreprochable rendimiento. Creo que era un antiguo taxi zaragozano, imagino que de los años 30 o 40, aunque no lo aseguro porque no lo pregunté. Nunca cuento cuántos somos. En este caso la lista enumeraba unos 45, pero me da la impresión que fuimos algunos menos. Es decir, una reunión tranquila y bastante familiar, en la que predominaban los azules y verdes celestes, sobre el hierro o el paño, de bicicletas e indumentarias Bianchi. JM Fort, definitivamente hay que seguirle la pista a este buen aficionado, nos apareció con una perfecta y completa equipación Bianchi de los años sesenta, a lomos de un ejemplar auténtico y en perfecto estado de conservación. Sin embargo, esta vez le pisaron el cetro del icono, porque por ahí andaba un auténtico Fausto Coppi de los cincuenta, que además de igualar en calidad su atuendo y máquina (gafas de sol de la época incluidas, en ambos casos), este último hasta se parecía físicamente a “il campionissimo”.
Detalle de la Bianchi de JM Fort.
Aunque no están posando todos los que
llevaron bicicleta Bianchi, aquí posan algunos: una chica con una preciosa y
relativamente joven Bianchi, “Coppi”, JM Fort, Ángel Giner, Adolfo Bello y otro
participante más.
Durante el primer tercio del recorrido fuimos bastante abrigados. Pese al viento, el día era precioso de luz y colores. El campo estaba muy verde, contrastando con el marrón de las viñas, en cuyas cepas apenas habían empezado a brotar algunas tímidas hojas. El cielo estaba de un azul intensísimo, resaltado por nubes muy blancas que lo salpicaban aquí y allá, homenajeando también así los colores del equipo que daba nombre a la reunión. Creo que precisamente el viento mantenía tan limpia la atmósfera de humedad que todo parecía especialmente nítido. Como cuando hace sol en Springfield (Los Simpson) y no hay humos de las factorías contaminantes. El grupo iba a su aire y con libertad, bastante desperdigado y alternando constantemente posiciones de forma que te juntabas para charlar pedaleando con uno y con otros en diferentes momentos. Reconocí a bastantes compañeros de la noche del fin de semana anterior, y por supuesto a Jaume, que no se pierde una. A sotavento de un hermoso convento, tuvimos un primer avituallamiento en el que entre otras cosas me entraron bien una rebanada de pan con vino y azúcar y otra con aceite.
Hasta entonces el cierzo nos había castigado fuerte y muchas veces frontalmente. Pero todo hay que decirlo, algunos tramos atrincherados entre los campos, recovecos del paisaje o suaves vaguadas apenas hundidas, habían ayudado a eludirlo parcialmente, acogiéndonos con suficiente protección como para que la progresión se hiciera mucho más soportable que si aquel viento nos hubiera sorprendido en una llanura plana y sin variaciones orográficas. De todas formas, en lo que a mí respecta, tan sólo me acordaba del aire cuando este nos pillaba de frente, encañonado y en racha especialmente fuerte. En tales casos, Jacobo se agazapaba a mi espalda reduciendo su torso, brazos y cabeza a la mínima expresión, pese a superarme ya en altura el chaval. De todas formas, como digo, del viento me olvidé pronto por varias razones. Una porque durante bastantes kilómetros lo tuvimos a favor y entonces la marcha se volvía mucho más alegre y dinámica, sin que los ciclistas razonáramos demasiado sobre la causa mientras nos recreábamos quizá en una grata (y falsa) sensación de poderío físico repentino. La otra, la principal, porque el paisaje y el trazado me tenían embelesado. El recorrido era muy variado en su evolución: con constantes cambios de pendiente, dirección y hasta firme. Muchas curvas de todo tipo, cambios de rasante, breves ascensos empinados, algunos descensos, vados y divertidos, que no agresivos, tramos sin asfaltar. De todo nos regaló aquel acertado itinerario. En cuanto al paisaje: precioso, con sus pueblos añejos, sus viñedos, lomas, arroyos, campos primaverales y serranías en el horizonte. De hecho, puesto a hacer memoria, puedo asegurar que desde mi punto de vista (las circunstancias de cada momento suelen tener mucho que ver con la percepción subjetiva de cada individuo) es uno de los recorridos más bonitos que recuerdo haber completado en estos años. Especialmente en relación a su longitud, la cual no era mucha (unos 60 km). Y además con absoluta ausencia de tráfico motorizado, característica esta que para mí revaloriza enormemente cualquier itinerario.
Un rincón de la ruta.
Nos dieron otro avituallamiento rápido en medio del campo, después del cual, con viento en contra, encaramos un tramo final hacia Cariñena. Hubo descenso de pista sin asfaltar y después una buena carretera solitaria en la que “limpiamos un poco la carbonilla del tándem” metiendo plato y bajando coronas, para exprimirlo en su terreno, que es el llano con pocas curvas. Con esa alegría llegamos al final, donde los participantes nos fuimos reagrupando antes de iniciar las labores de recogida y cambio de indumentaria, previas a la comida. A la mesa, las conversaciones se solapaban, y ayudaban a que nuestro país mantenga su estatus de decibelios que dicen que lo convierten en uno de los países más ruidosos del mundo. No es algo por lo que creo que debamos sentirnos orgullosos, pero es que hay decibelios y decibelios, y los de confraternización humana me parece que son de los de calidad, mientras que los de maquinaria, falta de ajuste, etc. si que los considero contaminación. A los postres vinieron premios, menciones, despedidas y hasta regalo de vino. Más que añadir a los lotes de Cariñena que ya me llevaba encima, pues justo antes de comer también compré algo en la cafetería adyacente. El consumo calmado me dirá si he acertado con las adquisiciones o no. Desde luego me llevé más variedad que cantidad, algo útil para conocer un poco la denominación de origen y compensar en cierta medida la cuestión del vino aragonés, pues hasta ahora, casi todo lo que he probado, procedía de Somontano.
El “Dawes Team”.
La experiencia aragonesa me ha encantado. El haberme escapado dos fines de semana seguidos hasta allí no sólo no me ha generado sensación alguna de esfuerzo, sino que más bien lo he percibido como un regalo muy agradable de principio de temporada de eventos. El talante y la camaradería de los organizadores, y todos los miembros del Pedal Aragonés, me parece de lo más sano y acogedor. Da gusto por ejemplo ver el buen humor, la autonomía y la soltura con la que sus numerosos veteranos (allí se juntaron varios octogenarios que hicieron las delicias de Jacobo con sus chanzas y alegría) se integran en el pelotón, tanto durante el recorrido como a la mesa. En poco más de una semana, este club nos ha ofrecido (a todos aquellos que hemos puesto de nuestra parte ganas de viajar y de pedalear en el pasado) dos experiencias ciclistas retro muy diferentes. La primera con una gran dosis de cultura ciclista histórica y a través de una vivencia nocturna muy especial, y con mucho sabor verdaderamente pionero. La segunda, un regalo en forma de apacible recorrido de riqueza paisajística, nada de tensión y muchas facilidades para entablar relaciones. Hace tiempo que reclamo para mí mismo variedad de planteamientos dentro del ciclismo retro. De hecho, lo ejerzo cuando organizo cosas propias o con mis amigos. Nuestra línea va por ahí, y acabo de comprobar, con ilusión, que también los miembros del Pedal Aragonés son dados a la diversidad, y les felicito por ello. Además, finalmente he saldado una deuda que tenía con todos ellos, porque después de haber participado en la práctica totalidad de las marchas retro españolas y bastantes extranjeras, la suya siempre se me había quedado fuera de calendario por coincidencias. La muesca ya está marcada. En poco tiempo espero saldar otra deuda que también tengo pendiente y con ello, redondear del todo (salvo eventos o quedadas “semi-clandestinos”) la oferta nacional. Me despido señalando que hemos sido pocos los asistentes a cualquiera de los dos eventos aquí referidos, y bastantes de ellos haciendo doblete. Eso significa que muchísima gente se lo ha perdido. Lo siento por ellos. En esto, como con las bicicletas clásicas, sucede que algunas mayorías persiguen determinadas marcas o modelos que (merecidamente o no tanto) se ponen de moda, mientras que auténticas joyas poco afamadas pasan verdaderamente desapercibidas. Mis felicitaciones a todo el Pedal Aragonés, a su club Bianchi, y muy especialmente a Adolfo Bello y Ángel Giner.
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