martes, 31 de mayo de 2016

10. PATINANDO EN HOLANDA (SKATE FRESH (refreshed) 2016)



Tras una temporada escribiendo mucho sobre bicicletas, reflexiones e historia, algún amigo me comentaba que ya no publicaba tantos reportajes sobre viajes. Reconozco que así ha sido la mayor parte de la temporada, pero todo acaba llegando, y después de una buena carrerilla de impulso, tomada gracias a mis dos escapadas ciclistas a tierras aragonesas, al final llegó un nuevo viaje al extranjero que, mucho tiempo después, volvía a ofrecerme la posibilidad de disfrutar del patinaje.

Parece ser (no lo puedo asegurar porque francamente no lo recuerdo) que di con la propuesta holandesa del Skate Fresh, por medio de un email que me debió llegar gracias a la cesión que de su lista de contactos hicieron los organizadores de Finline a sus amigos de los Países Bajos. Si realmente fue así, me alegro enormemente de ello, porque de otro modo creo que me hubiera perdido esta experiencia, la cual, sin ningún tipo de duda, ha resultado sensacional.

Para la participación en este viaje de cuatro etapas sobre patines me trasladé completamente sólo, en avión, desde Bilbao. Nadie pudo organizarse para acompañarme y aunque no tengo ningún problema en abordar este tipo de situaciones en solitario, eché de menos a un buen amigo que otras veces me acompaña a patinar, y que me consta que en esta ocasión hubiera disfrutado muchísimo.

Antes de empezar a relatar mi experiencia quiero introducir una cuña ciclista que me vino a la mente nada más pasar unas pocas horas en Holanda y que se mantuvo presente, de forma latente, a lo largo de mi estancia allí. Creo que no volvía a visitar Holanda desde hacía 26 años y pese a que la recuperación general de la bicicleta ha sido excepcional en la mayor parte de los países europeos (España incluida), fue regresar allí, y corroborar que su arraigo social es especial en aquellas tierras Todo el mundo las utiliza con frecuencia y para casi todo, independientemente de su edad, género o condición. Pueden verse en todas su versiones: infantiles, de paseo, cotidianas, deportivas, viajeras… Y muchas de ellas incorporando todo tipo de artilugios o complementos de servicio: maletas de diversos tipos, acoples para el carrito de la compra, remolques, etc. Nada más aterrizar, desde los ventanales de la terminal del aeropuerto, pude ver varias bicicletas de uso público fabricadas en madera y con cadena de transmisión de material sintético. También en otras ocasiones me crucé con personas que rodaban sobre algunas bicicletas de singular diseño, que me eran conocidas a través de libros, revistas o páginas sobre diseño ciclista innovador y que nunca me he encontrado por España. Con todo esto, lo que trato de expresar es que la integración del uso y la cultura de la bicicleta allí, de nuevo, tal como ya lo hizo en los años 80, me ha vuelto a impactar, y me hace recapacitar sobre la utilización que en mis escritos vengo haciendo desde hace tiempo del concepto de “Cultura Ciclista”. Me gusta referirme a la Cultura Ciclista, al hablar de la historia de la bicicleta, su divulgación, su literatura, su expresión artística, etc. Pero al parar la mirada por el panorama cotidiano holandés, uno se da cuenta que la bicicleta forma parte integrante de su cultura de una forma mucho más profunda, así pues creo que el concepto cambia de carácter y debería ser expresado de una forma distintiva, que ahora mismo se me antoja que podría ser “Cultura de la Bicicleta”, algo mucho menos narrativo e histórico, pero mucho más práctico amplio y vinculado al uso de la bicicleta por parte de la población. No sé si me olvidaré de ello pero me propongo mantener tal distinción en adelante, ya sea escribiendo, charlando o debatiendo sobre los asuntos de las dos ruedas no motorizadas (o sí, eléctricamente…).
Pero dejo de lado las bicicletas porque este texto trata sobre patinaje, otra de las grandes pasiones deportivas tradicionales holandesas, que si bien han destacado mucho más, a lo largo de su historia, en su variante sobre el hielo, también encuentran considerable eco en la práctica sobre ruedas dispuestas en línea. Mi presencia allí era para participar en un viaje de varias etapas con objetivo turístico y de reunión internacional. Nada de competición. Se trataba de una cita que venía celebrándose años atrás con la denominación de Skate Fresh, pero que después sufrió un parón de varios años para ser rescatada (refreshed) de nuevo este año. Nada más llegar, me topé, inesperadamente, con dos personas conocidas: Alan y Vincianne, con quienes había coincidido un par de años antes en Finline (Finlandia). Tal coincidencia, sumada a otras que ya me han venido ocurriendo en ocasiones similares, me hace pensar que, en realidad, el mundillo del patinaje de larga distancia (popular o viajero) es un entorno relativamente pequeño, en el que a poco que te muevas, pronto empiezas a conocer a bastantes personas con las que vuelves a coincidir en el futuro. Continuando con esta pre-evaluación sociológica puedo añadir que, al igual que en ocasiones similares, el grupo se caracterizaba por tener una edad media elevada, con poca gente realmente joven, y con una proporción de mujeres y hombres bastante equilibrada y difícil de encontrar en otras de las modalidades deportivas que suelo escoger. Había una presencia mayoritaria de alemanes, bastantes holandeses y belgas, algunos franceses y rusos, dos noruegos, dos ingleses, un suizo y yo. Los grupos siempre tendiendo a comportarse de forma algo más gregaria, aunque con suficientes “agentes libres” como para crear comunidad fácilmente. La organización había optado por un formato de viaje en el que el campamento base se mantenía fijo para facilitar la intendencia, y cada etapa era un recorrido diferente en formato de bucle circular con salida y llegada diaria al mismo punto: nuestro centro de operaciones, que era un camping y albergue en Noorden, ubicado al suroeste de Amsterdam, en una zona bastante habitual para la práctica de actividades al aire libre (de hecho compartimos estancia, aunque completamente separados, con un grupo que cada día realizaba sus rutas en kayaks).
 
Vista `parcial del conjunto de edificios que constituían el albergue de Noorden.

 
Aspecto del barrio y canal en el que empezábamos nuestras excursiones diariamente.

Etapa 1 (82 km)

La dinámica diaria de desayuno y puesta en marcha era holgada, porque cada día, tras el mismo o la cena, a cada grupo que le tocara, le tenía que dar tiempo de sobra para fregar la vajilla utilizada por todos. Tal turno se estructuraba con idéntica distribución de personas que se habían formado los grupos de patinaje desde el principio. A mí me asignaron al grupo B (supuestamente el segundo más rápido, aunque tal atributo no fuera exacto y además integraba más cierta resistencia a mantener intervalos más largos patinando algo ligeros que a alcanzar velocidades elevadas durante los mismos). Inicié la primera etapa dudando si tendría que cambiarme a algún grupo menos ambicioso a lo largo de ese mismo día, pero el caso es que me acoplé sin problemas a su ritmo y dinámica, de forma que permanecí en él durante todo el viaje. El primer día hacía una mañana aún fresca cuando partimos, pero prometiendo calor en un día muy despejado. La ruta sería un amplio bucle hacia el oeste (algo noroeste incluso) que pasaría cerca de Leiden e incluso La Haya, aunque en realidad centrándose en un lago interior prácticamente desecado, todo el área productivo de tulipanes y el parque nacional de las flores de primavera, que apenas se abre a los transeúntes unas semanas al año por esas fechas. Desde el inicio patinamos junto a algunos canales. Superamos varios diques, que en aquel territorio representan, junto con los pasos elevados o inferiores de los cruces de vías de comunicación, las únicas variaciones de relieve existentes mires a donde mires del horizonte circundante, pues todo el territorio es tan perfectamente plano como una mesa de billar. Durante muchos kilómetros estuvimos patinando 4 metros por debajo del nivel del mar. Nuestra guía (Antge) es una mujer entusiasta que habla un buen, fluido y rico castellano, aunque lógicamente nuestro idioma colectivo franco fuera el inglés. Desde el inicio decidí situarme a cola del grupo, posición de la que no me movía salvo si algún otro compañero rompía por detrás la continuidad del “tren”, en cuyo caso lo adelantaba para no dejar de perder las ventajas del rebufo. Disfrutamos de la vista de casitas separadas de nosotros por canales y dotadas cada una de ellas de su puente privado de acceso al jardín. Todo ello muy peculiar y diferente a lo que estoy acostumbrado a ver. También granjas pequeñas cuidadas con esmero, con los animales disfrutando del sol. Cuando llegamos al área de los tulipanes, el espectáculo resultó impactante por ser la época ideal para verlos en pleno esplendor de floración. Tulipanes ¡y lilas! que se encuentran linealmente ordenados en inmensas franjas de colores vivos saturando la superficie mediante rectángulos de flores tupidos y trazados como con tiralíneas.
A medida que avanzaba el día ya era evidente que en los Países Bajos íbamos a gozar, por lo general, de excelentes pavimentos y vías para patinar, con un asfalto suave y rápido, y por lo general, en carriles o carreteras auxiliares protegidos del tráfico motorizado general. Tan sólo al cruzar cascos urbanos nos las tendríamos que ver con aceras de baldosas o calles de ladrillos, pero sin verdaderas dificultades técnicas.

Las comidas de medio día corrían por cuenta de cada cual y para celebrarlas se elegía algún restaurante (siempre muy agradable y asequible) que hubiera por el camino. El primero previsto para todos los grupos resultó estar cerrado, por lo que nosotros nos dirigimos a otro situado en la plaza de un mercado local cuando estaba en plena actividad. Comimos bien en una terraza pero ajenos a los planes de otros grupos, tónica que se repetiría a lo largo de todo el viaje y que me pareció perfecta para ir cohesionando el grupo paulatinamente y evitar reuniones demasiado tumultuosas o reagrupamientos temporales que volvieran a provocar una tendencia al gregarismo de origen (para eso ya estaban las veladas y los desayunos).

La segunda parte de la etapa regresaba por el mencionado parque nacional y el espectáculo de las flores fue aún más impresionante que por la mañana. Al tratarse de temporada alta de visitas y de día festivo en Holanda, compartimos viales con cientos de visitantes que se desplazaban en bicicletas, ya fuera por su cuenta, en familia o en pelotones turísticos guiados. En realidad, pese a las advertencias previas recibidas, no me resultó agobiante, ni me dio sensación de peligro, es más, tenemos que reconocer que los pocos “comportamientos inesperados realizados por los visitantes” que se produjeron, la mayoría de ellos fueron causados por algunos de nuestros patinadores. La verdad es que el civismo que muestra de forma permanente toda aquella gente sobre la bicicleta y los coches me resulta impensable de ser reproducido en mí país, donde la forma inconsciente más habitual no es la de la empatía circulante, sino justo la opuesta: la de intentar aprovecharse de las dudas o calma de los demás. Hay sistemas de cruces, cedas, conexiones y desvíos allí, que aquí constituirían un verdadero peligro. En ese sentido nos queda mucho que madurar. Durante el regreso hicimos una parada corta para tomarnos un helado, ritual que ya se repetiría cada día en nuestro grupo. El resto de la etapa resultó algo más duro por tener que rematarlo patinando en contra del viento, que en Holanda no te da muchas opciones de eludirlo. Contemplamos puentes, veleros, piraguas, barcazas, etc. en una constante integración de vías terrestres y acuáticas que acercan y cruzan de forma poco habitual elementos normalmente separados en otros territorios. El último tramo se me hizo duro y algo más rápido de la cuenta, pero lo aguanté. Al llegar, nos sentamos al sol, la wi-fi casi vuelve loco a mi móvil (era mi cumpleaños) y disfrutamos de una cerveza en la calle mientras veíamos llegar a los sucesivos grupos. La ducha me resultó especialmente agradable y reparadora, antes de volver al sol y al descanso, haciendo tiempo hasta la hora de la cena, la cual resultó sabrosa, aunque un poco pobre en lo social por encontrarme con los grupos demasiado hechos.

 
Decoración (al más puro estilo tradicional holandés), de los patines de nuestro amigo Peter el primer día.

 
Tulipanes silvestres en una cuneta.

 
Espectacular aspecto de los cultivos de tulipanes en plena floración primaveral.

Etapa 2 (74 km).

¡Mucho más calor! En realidad mucho calor, y mejor asfalto inclusive, fueron las tónicas predominantes en la segunda jornada, la cual tuvo momentos inolvidables con cintas de asfalto de gran anchura, curvas, tramos arbolados y canales o ríos durante todo el día. El bucle se dirigía hacia el este y después norte en dirección Amsterdam, para regresar por varias riberas de forma aproximadamente paralela pero más al oeste. Superamos varios puentes de diversos tipos, algunos esperando a que fueran izados y arriados tras el paso de embarcaciones de recreo. También tomamos un transbordador de cable. Por la mañana patinamos por una atractiva zona residencial plagada de casas de gente pudiente de Amsterdam, estratégicamente colocadas junto al río y con tamaños, estilo y aspecto envidiables. Mi grupo, por cuestiones de adelanto de horario, eludió la visita a un casco antiguo poco practicable en patines y siguió adelante para comer algo, más avanzado el recorrido. No fue mala decisión pues volvimos a almorzar a nuestro aire y en otro sitio muy agradable y de nuevo al aire libre.

El grupo había perdido a una pareja alemana. Ella lo abandonó durante la jornada anterior al verse algo sobrepasada al cabo de varios kilómetros, y él debió decidir unírsele por acompañarla para los días sucesivos. Yo seguía generalmente cerrando el “tren” pues Philip solía patinar retrasado y separado de nosotros a cierta distancia, prefiriendo sentirse más libre de movimientos. La conversación fue más animada todo el día y también más grupal e integradora. Con el paso de las horas Philip empezó a sufrir algo de alergia, y su pareja Vincianne una lesión recurrente en un tendón de Aquiles, que finalmente la hizo tener que retirarse al coche. Aprovechando el regreso por un tramo de lo más apetecible para disfrutar del patinaje, Blanka y su pareja, calzados ambos con sus flamantes patines de tres ruedas de 125 mm de diámetro, se tomaron un tiempo de recreo acelerando por delante. Philip se sintió atraído por la propuesta y desde atrás aceleró con intensidad para irlos dando caza poco a poco. La cosa tuvo mal final porque algunas eses más adelante, nos encontramos al belga tirado sobre la hierba que separaba el asfalto del canal y a sus dos compañeros de tramo preocupados a su lado. Por lo visto al ir Blanka delante y no ver ellos un corte lateral del pavimento en el interior de la curva, cayeron al suelo, sin consecuencias para el segundo pero si, y doloridas, para el tercero. A causa de la caída, Antke (nuestra guía) se quedó acompañando al herido en un regreso pausado, mientras que los cinco supervivientes del grupo continuamos por delante hasta llegar al destino, para disfrutar de nuevo del proceso habitual de descalzarnos, liberarnos de las protecciones, ducharnos sin tumultos y esperar con una cerveza al sol la llegada del resto de los grupos. En la cena me divertí mucho al juntarnos unos cuantos “desarraigados”. Como en el chiste: “estaban un noruego, un suizo, dos ingleses y un español…”. El tiempo posterior a la cena fue especialmente agradable, ya que hacía tan buena temperatura que toda la gente salió a la calle, y se montaron bastantes tertulias aquí y allá y pude entablar conversación con bastante gente que había optado por abrir sus grupos e intercambiar relaciones más allá de sus conocidos habituales. De hecho, acabamos jugando tres partidas de Mölkky en la hierba, en la que mi equipo (y yo particularmente) quemamos una traca de la que solamente salimos honrosos ganando la última partida. Aquello fue un buen guiño de hermanamiento con el ritual anual del juego de Mölkky en el Finline.

A toro pasado, puedo decir que si bien cada día tuvo sus momentos más apasionantes y sus detalles específicos de recorrido, creo que fue precisamente la segunda etapa la que más me gustó de todas, aunque no es fácil establecer preferencias entre ellas porque cada una tuvo peculiaridades distintivas y encantos propios. Pero la combinación de paisaje con calidad de recorrido de esta segunda me parecieron inmejorables.

 
Detalle del mercado de productos locales.

 
Frecuente trajín de interacción entre barcos, bicicletas, patines, vehículos y peatones.

 
Philip, Antje y Vincianne cruzan ahora el mismo puente.

 
El grupo gozando de una vía de excelente calidad. Fondo con barco y molino.


Autorretrato con esclusa.


Tres amigos alemanes y miembros permanentes de mi grupo, patinan sobre un puente peatonal.

Etapa 3 (65 km)

Los organizadores acertaron previendo que a estas alturas una porción importante de los participantes pudieran acusar el cansancio acumulado y habían, por ello, planificado un recorrido ligeramente más corto. En esta ocasión el bucle recorrería el este (algo asurado) de la comarca. Empezamos por el campo, entendiendo por ello tierras de pasto sin edificaciones, de esas en las que las parcelas se dividen por canalizaciones de agua, y las vallas de acceso son “verjas” de rejilla en el suelo. Planicies de prados y humedales para el pasto de las vacas lecheras. El grupo se había metamorfoseado bastante, habiendo sido abandonado por la pareja belga y engrosado por un trío de alemanas de cierta edad (no las llamo mayores, sino que las equiparo conmigo), que estaban demostrado, a lo largo de todo el viaje, ser bastante “cañeras” (rápidas, competentes y resistentes). Con la nueva configuración el grupo rodó sensiblemente más rápido y por periodos más largos de patinaje, realizando menos paradas. El clima seguía siendo completamente veraniego, alcanzando de nuevo los 26 grados. El firme quizá bajó un poco en calidad general, aunque conservando unos estándares holandeses irreprochables, desde luego mejores que lo que suelo encontrar yo por casa. Recorrimos una zona de casas bonitas hasta alcanzar un pueblo precioso y muy coqueto, constituido por un conjunto de casas de ladrillo rojo cara vista, de estilo antiguo, construido en siglos pasados como núcleo anejo a un llamativo palacio. En el pueblo tomamos el café de rigor e inmediatamente después nos acercamos hasta el complejo palaciego al que accedimos a través de un foso. Después vinieron algunos tramos largos y rectos hasta que, en las inmediaciones de Utrecht, pudimos disfrutar de un rico catálogo de arquitectura contemporánea, constituido por una variadísima sucesión de casas y edificios modernos e innovadores de verdad. Con una buena muestra de diseño innovador y valiente, y no esas típicas propuestas casi uniformes de casas cúbicas blancas y acristaladas que últimamente constituyen, de modo monótono, las propuestas residenciales en España. Allí había diversidad de formas y materiales, y en algunos casos, originales maneras de integrar lo acuático. De repente accedimos a un parque muy extenso, equipado con una magnífica cinta de asfalto suave y ancho que, a lo largo de un generoso recorrido, variado y trazado con algunas curvas, hace las veces de magnífico espacio de entrenamiento ciclista y de patinaje. Durante algunos kilómetros, el trazado permite acceder a una playa interior y cruza varios postes de control de cronometraje en los que gracias a unos sensores de chips, los usuarios pueden conocer sus tiempos de paso parciales o totales. Junto a la pista encontramos un museo de restos romanos, el cual se ubicaba en un singular edificio que constituía una original propuesta de representación de un campamento militar romano, pero bajo la óptica de una arquitectura rabiosamente contemporánea. Desde luego algo interesante, atractivo y rompedor, y para nada postizo.

La elección improvisada de un lugar para comer volvió a ser acertada (en una nueva terraza). La tarde resultó dura por la digestión, el ritmo aumentado y el calor reinante. Pero fuimos constantes y sin fisuras en el grupo, hasta que llegamos a un cruce discreto y con unas pequeñas granjas rurales, en el que paramos a darnos un baño en el canal. El agua estaba tolerablemente fría y fue una maravilla poder nadar un poco. El último tramo, desde allí hasta el albergue, se hizo muy rápido. Y una vez allí, personalmente me dediqué a solucionar con mi móvil el asunto de la facturación on-line y la obtención de un archivo con mi tarjeta de embarque. Una vez conseguido me pude relajar y disfrutar de una magnífica velada de tarde-noche, con cena de barbacoa, en la que todos lo pasamos fenomenal. La comida era de lo más variada y sabrosa y la sociabilidad del colectivo al completo se disparó aún más que en días anteriores. La única pega de la jornada fue que durante el patinaje, a nivel lingüístico Alan y yo sufrimos cierto “rodillo” alemán, ya que al ser “2 contra 7” en la composición del grupo, éste tendía derivar la mayor parte de las veces, hacia la conversación en dicho idioma, dejándonos a nosotros, algo desubicados. Nada importante, especialmente para dos viajeros deportivos acostumbrados a apuntarnos en viajes internacionales colectivos, sin necesidad de acudir acompañados.

 
Vista principal del palacio.

 
Autorretrato en la zona de las caballerizas.

 
Recreación moderna de un fuerte romano.

 
Transbordador manual a manivela.

 
Granja en el camino.

Etapa 4 (43 km)

La última etapa se caracterizó, un día más, por mucho calor y algo más de viento que en días precedentes. El itinerario se trasladó hacia el oeste, en busca de la que fuera, siglos atrás, la frontera del imperio romano. Al encuentro de nuevos canales y del curso del antiguo río Rhin. Comenzamos recorriendo largos tramos de campos irrigados por zanjas cubiertas de agua, preferentemente con viento lateral. EL bucle encaró varias direcciones y nos ofreció típicas estampas de molinos de viento con función de estaciones de bombeo de agua. La parada del café se realizó en una terraza junto al río, con vistas a un puente levadizo con constante tráfico de embarcaciones de recreo. Blanka y su acompañante nos invitaron queriendo desagraviarnos por adelantado de tenerse que marchar precipitadamente una vez regresáramos al albergue. No era necesario, pero aceptamos el detalle. El idioma alemán se hizo ese día aún más omnipresente, a pesar de que el regreso de Philip al grupo incrementaba la presencia no germana. Pero yo ya andaba con el “chip” del disfrute personal de los lugares, los momentos y el propio patinaje, así que no es algo que me afectase demasiado.

Durante el regreso sufrimos varios tramos contra el viento, lo cual es algo que me favorece por ir atrás, y por reducir la velocidad del grupo. Eso recorta la diferencia de rendimiento de mis ruedas (90 mm de diámetro) frente a la generalidad de más de 100 y los 125 de la pareja germana, que conscientes de su potencial estuvieron tirando generosamente del grupo durante mucho rato todos los días. Antes de llegar, nos tomamos el último helado del viaje en un puesto itinerante italiano. Más tarde llegó la ducha, el empaquetamiento del equipaje, una rápida comida, limpieza colectiva y muchas despedidas durante la larga espera que aún nos quedó por delante a los que nos íbamos vía aeropuerto. Fue ciertamente triste ver como todo el mundo se iba marchando en sus coches (la mayoría eran ciudadanos centro-europeos que vivían en países relativamente cercanos). En cualquier caso, las despedidas fueron emotivas y hay que recalcar que los organizadores se quedaron esperando con nosotros, muy pendientes de que todo fuera bien. Puntualmente llegó el taxi furgoneta que nos habían concertado y que nos llevó hasta el aeropuerto.

 
Precioso molino con dos detalles añadidos: un barco tradicional de doble orza lateral es remolcado y lleva el palo abatido para franquear puentes; dos caballos de raza autóctona esperan.

 
El grupo patina junto a un canal lleno de barcos de recreo.

 
Foto de grupo por el camino.

Quiero destacar una vez más que la organización fue estupenda y la atención prestada por todo el colectivo que estaba detrás de esta experiencia irreprochable, cariñosa, cercana y muy amable. Con gente así da gusto apuntarse a aventuras como esta. Este trato ya lo vine percibiendo con anterioridad con sus precisos correos preparativos y con la cuidadosa gestión de nuestra llegada, que incluyó que nos fueran a buscar al aeropuerto. En ningún momento, ni antes, ni durante, ni después del viaje tuve la mínima sensación de preocupación porque quedara algún cabo suelto o pudiera encontrarme con ninguna dificultad. Respecto a los asistentes, es grato encontrarse de vez en cuando con esta comunidad internacional de patinadores viajeros. La componemos personas que, si bien nos puedan gustar también, a unos más y otros menos, las pruebas de larga de distancia de carácter deportivo, lo que está claro es que perseguimos experiencias viajeras de varios días. Por eso coincidimos muchos ex-participantes de algunas ediciones del Finline, y por ello también, la gran mayoría era gente que viene repitiendo su asistencia al Skate-Fresh desde hace años y que se apunta a iniciativas similares, las cuales casi todos olfateamos a distancia, buscando donde saciar nuestros ímpetus patinadores. Precisamente este encuentro (porque tanto como un viaje, es una especie de encuentro y concentración de aficionados) me ha servido para establecer nuevos lazos y captar chivatazos o referencias atractivas que, probablemente, en el futuro, puedan ampliar mis horizontes en esta modalidad.

 
Foto del grupo (a falta de Philip) finalizada la última etapa del viaje.

Ha sido estupendo volver a viajar. Y hacerlo deportivamente, utilizando la propulsión propia como medio de desplazamiento. Retomar una dinámica cotidiana de puesta en marcha y conquista lenta, pacífica y detallista del paisaje. Aunque no haya sido un plan que pueda considerarse verdaderamente largo en el tiempo, si ha estado cargado de vivencias, de estímulos y de acumulación de sensaciones diferentes y estimulantes. Tras mucho estudio de gabinete para alimentar mis páginas, la primavera ha hecho regresar con fuerza mis viajes. Ha merecido la pena tanta espera, pues de nuevo, en el camino, siempre acabo dándome cuenta que el viaje, como proceso deportivo, me fascina. En este caso los ingredientes sugerían algo bueno, algo muy especial: ¡patinar por Holanda! Tierra (y aguas) de patinadores amantes de la velocidad y la resistencia sobre el hielo, referencia de la movilidad sostenible y de su red viaria alternativa, y llanura, permanente llanura perfecta.

domingo, 15 de mayo de 2016

9. ARAGÓN RETRO



La importancia de Paris en la historia contemporánea es un hecho indiscutible. Muchos fueron los factores que se combinaron en aquella gran ciudad a lo largo de los últimos siglos. Y como resultado de la integración de los mismos, el resto del mundo se vio profundamente influenciado e incluso transformado. El siglo XIX fue especialmente significativo a la hora de provocar estímulos capaces de contagiar a toda la humanidad con diversas tendencias de pensamiento y comportamiento originadas, o puestas a la luz, en Paris. Y una muestra de ello fue la sucesión de Exposiciones Universales (EU) que tan emblemática ciudad fue frecuentemente celebrando en 1855, 1867, 1878, 1889 y 1900. De entre todas ellas me voy a permitir destacar algunas breves anécdotas llamativas. La de 1889 pasó a la historia por mostrar al mundo lo que acabaría resultando un icono internacional de la arquitectura, reconocido casi por cualquier ciudadano del planeta: la Torre Eiffel. Pero tanto o más impresionante edificio dicen que fue el descomunal pabellón de vidrio y metal construido para albergar la Galería de las Máquinas, uno de los contenidos más destacados dentro de las Exposiciones de aquel siglo en la capital francesa. Tal edificio, también denominado Palacio de las Máquinas, albergaba la muestra de todo tipo de artefactos, y disponía de unas plataformas móviles en las que el público era desplazado de un lugar a otro para poder visitar las diferentes zonas del inmueble. El pabellón tuvo diversos usos una vez concluido el evento para el que fue construido, pero en 1903 fue inaugurada una de sus remodelaciones más importantes, la que, a propuesta de nuestro conocido Henri Desgrange, lo reconvirtió en el famoso y concurrido Velódromo de Invierno (“Vel d’Hiv”) o “La Glacière”. Sin embargo, la vida de tan espectacular obra pública no fue larga, y a pesar de haber dado gran servicio a sucesivas multitudes de espectadores, fue demolido en 1910. De todas formas, la EU de aquel año tuvo otro protagonista importante en la bicicleta, concebida ésta aún en formato de vehículo de “Gran Rueda” (“Grand Bi”), progresivamente reconocida como máquina de transporte autónomo y que vio rápidamente promocionada su utilización y fabricación. El mecanismo venía ya tiempo causando gran sensación y la idea fue inmediatamente exportada a diferentes países, en los que pronto se pusieron en marcha procesos de importación o de fabricación propios. Y como he comentado recientemente, los primeros grandes viajeros-aventureros ciclistas enseguida empezaron a ponerse en marcha. En cuanto a la EU del año 1900, generó la construcción de la sede del Museo de Orsay (entonces lujosa estación de viajeros asistentes al evento), así como del Petit y Grand Palais. Pero desde el punto de vista del deporte, tuvo especial importancia porque dentro de su programa de contenidos, como una atracción más, y no de las de mayor empaque, encontró su hueco un conjunto de exhibiciones deportivas reunidas bajo el sugerente nombre de Juegos Olímpicos, y que se fueron celebrando, poco a poco, a lo largo de un periodo de tiempo bastante prolongado. Aún nadie podría hacerse una idea de las dimensiones socio-económicas y mediáticas que aquella idea alcanzaría un siglo después. Las bicicletas aún mantenían bastante protagonismo entre lo expuesto, porque además, apenas había sido diez años antes cuando había aparecido el primer modelo diseñado tal y como más o menos la conocemos ahora, es decir, con ambas ruedas de diámetro similar y con transmisión por cadena desde los pedales hasta la rueda trasera. En definitiva, la denominada entonces “bicicleta de seguridad”, y hoy en día bicicleta sin más. Su presencia fue muy destacada. Ante la aún ausencia o escasez evidente de vehículos de propulsión autónoma, la bicicleta llevaba ya tiempo consolidada, y su nueva configuración la hacía mucho más accesible (desde un punto de vista de manejo) para la mayor parte del público, independientemente de su edad o género. Precisamente, fue a partir de su presencia en aquella EU que bastantes de los principales fabricantes de bicicletas del momento dieran el paso para establecer en la capital francesa, de forma permanente, tiendas y talleres propios, en el formato que actualmente acostumbran a ofrecer los concesionarios de coches o motos.

 
Interior de la Galería de las Máquinas de la Exposición Universal de París de 1889. (Imagen: Library of Congress/original author unknown – A través de Wikipedia).

Pero aparte de estos singulares detalles, hoy me quiero referir más concretamente a la EU de Paris de 1867. Aquella fue en la que el velocípedo causó una verdadera sensación entre el público y disparó de verdad, por primera vez en la historia, la divulgación de la bicicleta.  Y precisamente a París, con intención de recorrerse con ánimo formativo e ilustrado todo aquello que tuviera que ver con los adelantos en tecnología agrícola de la Exposición, acudió Don Joaquín Costa, enviado por la Diputación de Huesca. Costa pasó varios meses residiendo en aquella impresionante ciudad, y lejos de perder el tiempo, lo empleó a fondo recorriéndolo todo dentro y fuera del ámbito de la Exposición. Se entrevistó con científicos y eruditos. Alternó con artistas y se integró en tertulias, reuniones, etc. Tal es así, que lo que cuentan que apenas hizo fue dormir. Tan solo contaba 20 años o poco más cuando se dedicaba a aquellos menesteres. Buena edad, si hay ganas e inquietudes, para empaparse de modernidad en una de las capitales de un mundo cambiante. Y es así como Don Joaquín se topa con la máquina expuesta por Ernest Michaux, entonces fabricante de carretas, y queda prendado de su diseño, originalidad y potenciales posibilidades. El modelo, procedente de su taller de Bar le Duc, básicamente consistía en la implantación de dos palancas (ahora bielas) con pedales al eje delantero de una bicicleta del tipo Draisiana. Costa, coherente con su personalidad de erudito sediento de conocimiento y saber, tomó algunas anotaciones de la pieza en formato de croquis, dibujándola sobre un papel de fumar. El esquema, pese a sus reducidas dimensiones y la precaria circunstancia de su génesis, acabó llegando, en mayo de 1867, al grupo de amigos que Costa tenía en su tertulia del Casino de Huesca, y de allí, al prestigioso herrero Mariano Catalán.

 
Primera bicicleta (“velocífero”) construida por Michaux. (Imagen: De tetedelacourse - Velocipede Michaux-1, CC BY-SA 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=8471902)

 
Grabado de Michaux posando con una de sus creaciones. (Imagen: By Unknowable - Michaux staff or contract photographer from circa 1870s-80s. - Photograph of Ernest Michaux and his Michaudine velocipede that he invented in 1861 in Paris. Origin unknown - assumed to be Michaux publicity shot. Scanned digital image located at Weelz, Urban Bike site http://www.weelz.fr/fr/velo-urbain/2011/10/25/la-michaudine-un-francais-aux-origines-du-velo-moderne/, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=20575285).

 
Retrato de Joaquín Costa. (Imagen: radiohuesca.com)

Cuentan, el Diario de Aragón y algunas otras fuentes, que Catalán recibió el diseño con interés. Y con ese típico afán mecánico e ingeniero que caracteriza a muchas de las personas que disfrutamos con la utilización y tratamiento de los mecanismos, se puso manos a la obra para fabricarse una réplica de la idea que el dibujo en cuestión le pudo hacer imaginar. Tras varias semanas de trabajo en secreto, y utilizando mayoritariamente madera en su construcción, la bicicleta vio la luz. Aunque quizás lo hiciera en su taller o en su finca, porque lo que es en la calle, la novedad fue probada con nocturnidad, por miedo al ridículo público. En la plaza de toros, con la ayuda de su criado y tras varias intentonas, Mariano Catalán consiguió rodar en equilibrio y poderse desplazar por medios propios hasta el Coso, donde empezó a ser visto con admiración. La satisfacción debió de ser grande pues en los meses siguientes construyó otros dos ejemplares, con mejoras y con una mayor presencia de hierro entre sus piezas. Primero vinieron sucesivos paseos por Huesca, pero tal y como ha acabado ocurriendo con la mayor parte de los ciclistas de la historia, la llamada del horizonte y las grandes distancias acabó causando mella y el constructor, junto con su amigo Gregorio Barrio, decidieron aventurarse a pedalear hasta Zaragoza. Partieron el 20 de marzo de 1868 a las cuatro de la mañana. Parece que tras vivir algunas anécdotas curiosas alcanzaron Villanueva de Gállego hacia el mediodía, entrando finalmente por el Puente de Piedra de Zaragoza hacia las cinco de la tarde y dando por finalizada su singladura en la Puerta de Santa Engracia. El regreso se realizó igualmente sobre las máquinas y se supone que debió llevar también su tiempo. La historia está contada con mayor gracia y cúmulo de detalles en el dosier que Ángel Giner ha escrito para el Club Ciclista el Pedal Aragonés, y que dicha entidad ha publicado en su página web ilustrando el porqué de dos de sus eventos anuales[1].

Y fue precisamente uno de ellos, “La I marcha para bicicletas clásicas La Pionera” lo que me llevó un primer fin de semana hasta Zaragoza, para formar parte de un escueto pelotón de ciclistas admiradores de lo antiguo, con la intención de replicar la ida de aquella primera larga excursión que inauguró la actividad cicloturista en nuestro país. Me desplacé hasta allí con mi amigo Carlos en coche y después de instalarnos en la capital aragonesa, comer, charlar y dormir la siesta, nos encontramos con Javier (procedente de San Sebastián). El resto de la tarde lo empleamos en pasear por la ciudad, pero antes, trasladamos nuestras bicicletas al punto de salida: la sede del Club Ciclista el Pedal Aragonés, un local apartado del centro, situado en un barrio de apariencia modesta. El local no es grande pero destila ciclismo de siempre por todas sus esquinas y paredes. Cuando está cerrado, muestra hacia la calle, sobre unas persianas metálicas de seguridad, su logo y ese color azul celeste que le caracteriza y que justifica su apego hacia la marca de bicicletas Bianchi. Dentro, hay libros de ciclismo, fotos de otros tiempos o de retos actuales, archivos, mesas y todo ese inventario de objetos que suelen acabar acumulando las peñas ciclistas con solera que se hayan dedicado durante décadas a organizar pruebas y eventos ciclistas, para que los disfrutemos otros, o para mantener viva la llama promocional y deportiva de esta disciplina. Que si un hornillo especial para calentar litros de café y de chocolate, que si señalizaciones específicas para coches de apoyo, bombas de inflado de pié, etc. Allí nos encontramos a varios miembros del club colaborando en la organización e intendencia del evento nocturno que acometeríamos de inmediato. Rápidamente saludamos y entablamos animada conversación con aquellos dos a los que conocemos de otras citas y encuentros dentro del mundo retro: Adolfo Bello y Ángel Giner. Cada uno a su modo y con sus cualidades, dos piezas clave para este club y, sin exagerar ni un ápice, para el ciclismo español. Más tarde volveré sobre ello.

 
Sede de El Pedal Aragonés en Zaragoza.

Nosotros nos volvimos al centro y allí dejamos a la gente haciendo su oculta y desprendida labor. Cenamos y nos vestimos para la ruta, los tres con atuendos ciclistas de principios del siglo XX, ya que para esta cita nos habíamos decantado por bicicletas de estilo “pionero”. Javier eligió una Tarragó catalana de uso cotidiano de caballero, de los años 30, que él mismo había restaurado con acierto y reconvertido ligeramente en bicicleta de carreras de la época. Carlos estrenaba una flamante Pashley Guvnor. Y por mi parte ponía a prueba oficialmente mi “tributo” Humber. Al regresar a la sede del Pedal Aragonés, ya encontramos más personas y algunas otras bicicletas. Observamos, charlamos, nos presentamos y ayudamos a colocar nuestras monturas sobre un remolque porta-bicis de gran capacidad. Hacia la una de la madrugada nos montamos en el autobús y, dormitando arrullados por el característico soniquete de una conversación grupal con inconfundible acento maño, llegamos a Huesca en poco tiempo. Allí descargamos todo en una tranquila plaza en la que tanto ciclista del pasado cogió por sorpresa a los trasnochadores más cargados, que ante tan inesperada visión debieron preguntarse si no se habrían quizás pasado con su dosis de felicidad embotellada de cada sábado. Adolfo nos dispuso unos contenedores de chocolate y café en los que mojar biscotes, y el rato sirvió para saludar a los que se incorporaban al evento en Huesca y empezar a admirar otras bicicletas. Destacando especialmente una Phebus francesa original de 1910 portada por el valenciano JM Fort. Tras las fotos colectivas de rigor y con toda la tecnología “LED” a pleno rendimiento, se dio la salida a tan singular evento que proponía un pedaleo nocturno de 72 km entre las capitales aragonesas de Huesca y Zaragoza. El trazado era flamante: la carretera nacional (ahora prácticamente olvidada por los conductores, los cuales optan por la autovía paralela), con un asfalto excelente y sin apenas desniveles. El asunto de la visión, quedó descartado como problema nada más abandonar la ciudad y su luminosidad nocturna, puesto que entre que era una noche despejada y de luna llena, y todos íbamos bien provistos de faros modernos, el pelotón más parecía un convoy de transporte especial que una “grupeta” de ciclistas. Lo que sí que se hizo palpable desde el primer instante, y pertinaz hasta el final de la ruta, fue ese característico cierzo insolente que nunca parece soplar por donde debe, sino más bien al contrario, y que además convierte cualquier noche simplemente fresca, en una velada gélida. De hecho, aunque casi todos íbamos bien abrigados, pasamos frío a lo largo de los primeros kilómetros de cada nueva arrancada.

 
Carlos posando con su magnífica Pashley (Imagen: Fernando Sánchez)

 
Aquí poso con mi réplica Humber (Imagen: Javier Castañer).

 
Detalle del faro de la magnífica Phebus de JM Fort (Imagen: Fernando Sánchez).

 
Detalle frontal de la Tarragó de Javier (Imagen: Fernando Sánchez).

 
“Riders through the night” (Imagen: Fernando Sánchez).

Del paisaje poco puedo contar porque no se veía. Esta experiencia nocturna me ha aportado cierta sensación de aventura diferente, de camaradería especial y de extrañeza de sensaciones corporales, ya que el cansancio no parece provenir del esfuerzo del pedaleo, sino más bien de la nocturnidad, del sueño y de la desadaptación a la situación de practicar ciclismo en unas circunstancias tan diferentes a las habituales. Hubo dos paradas intermedias. La primera en Almudévar, localidad en la que el alcalde nos recibió con cercanía y nos ofreció la exquisita trenza original de allí con vino para acompañarla. La segunda, al amanecer, en un área de servicio cercana a Zaragoza, en la que nos despachamos unos buenos huevos fritos con patatas y embutido para desayunar. En la noche hubo encuentros novedosos y otros más habituales, como con el mismo Ángel Giner, Sigfredo (el de la Marotías cicloturista) y nuestro entrañable Jaume. La progresiva luz del amanecer nos fue sorprendiendo por la izquierda, y tengo que decir que para mí fue una sensación de lo más placentera, el verla aparecer tímidamente para acabar confirmándose poco a poco, como garantizando que lo peor de la tarea ya estaba superado. Como anunciando buen tiempo, calor, certezas y una luminosidad que enseguida liberaba al paisaje de su camuflaje de comando nocturno. Eso sí, nuestro fiel ventarrón se mantuvo erre que erre. Fort, de la noche a la mañana (y esto es literal), se transformó repentinamente, pasando de ser un cicloturista normal, prevenido ante el esfuerzo nocturno, a un flamante corredor de las primeras ediciones del Tour de Francia, bigote incluido. Casi todos los demás pudimos también librarnos de los llamativos chalecos o tirantes reflectantes, de las luces y de algunos complementos de seguridad contemporáneos. Así que ya con una guisa más retro, fuimos entrando en una aún dormida Zaragoza, sorprendiendo aquí y allá a los escasos viandantes. A los “pioneros” nos colocaron en cabeza, para entrar por el puente de Piedra y facilitar la filmación a un cámara de televisión. En el punto de llegada nos esperaba un buen grupo de gente entusiasta que nos acribilló a felicitaciones y disparos fotográficos. Tal y como hicieran Mariano Catalán y Gregorio Barrio, dimos por finalizada la excursión en la plaza de Santa Engracia, bajo la imponente fachada del templo (de todas formas, según me comentó Ángel, él ya se corrige a sí mismo porque en nuevas fuentes ha descubierto que la llegada de entonces alcanzó en realidad la Puerta de Santa Engracia, al parecer una magnífica entrada que se había instalado como acceso a un recito ferial expositivo ubicado en la huerta de un convento cercano).

 
Javier y Jaume rodando por la noche (Imagen: Fernando Sánchez).

 
Llegando a Zaragoza con los “pioneros” a la cabeza. (Imagen: Javier Castañer).

 
Javier Junto a JM Fort por las calles de Zaragoza (Imagen: Javier Castañer).

 
Carlos, Ángel Giner y Javier rodando agrupados (Imagen: Javier Castañer).

Aquello fue un momento de encuentro, fotografías, poses, entrevistas de la televisión y de seguido, despedidas y buenos deseos. Carlos y yo pedaleamos hasta nuestro hotel, dejamos las bicicletas preparadas en el coche para el viaje y nos fuimos a dormir la mañana para no poner en riesgo el viaje de regreso.



 Corte completo del reportaje que Aragón TV emitió sobre el evento (Aragón TV).

 
Foto de grupo en Huesca, de madrugada, listos para la salida. Sentados en las escaleras del Casino de Huesca, dónde llegó el croquis que Costa dibujó en la Exposición Universal de París. (Imagen: Fernando Sánchez)

Foto de grupo en Zaragoza, finalizada la ruta (Imagen: recorte de una foto de Javier Castañer).

La experiencia fue de lo más singular. Los organizadores agradecieron muy sinceramente nuestro esfuerzo por presentarnos con ese aspecto, más pionero, sobre el que llevo escribiendo bastante esta temporada. La vocación de la cita es diferente, mucho más recogida que otras, y con un esfuerzo más evidente que la mayoría por marcar y resaltar su sentido histórico y casi cultural. La nocturnidad no es mejor ni peor, pero la hace diferente y demuestra que la versatilidad de propuestas y la imaginación en los diseños de los eventos, también tienen cabida dentro del ciclismo retro. Y por nuestra parte hicimos debutar a esas máquinas de tecnología más obsoleta, y todas ellas superaron con eficacia la prueba.
Hay que reconocer públicamente que la organización fue perfecta y de lo más generosa, y que la acogida y trato dispensados muy familiares, entrañables y cercanos. No me esperaba menos, estando en manos de quien estaba: el Pedal Aragonés. Y sobre mis dos amigos de allí quiero hablar ahora un poquito.
Adolfo es un “superclase”. Ha sido un magnífico corredor ciclista durante una de las épocas más competidas de ese deporte. Se defendió muy bien entre los más grandes durante muchos años, tanto en categoría “amateur” como en “profesionales”. Y lo hizo en España y en Francia, además de, eventualmente, en muchas otras plazas internacionales. Puede contarte anécdotas compartidas con los más grandes, y las puede relatar porque está aquí, al alcance de todos, sin darse importancia y, a sus bastantes más de 80 años, tan ágil de mente y de diálogo como cualquiera de nosotros. Su aspecto lo dice todo: moreno de cara, por la vida deportiva a la intemperie; fino, como el buen ciclista en forma que sigue siendo; y con una poblada y sana cabellera que ya querríamos para nosotros unos cuantos. Yo ya sabía de él porque habíamos coincidido pedaleando anteriormente en un buen puñado de marchas retro, y me había descubierto ante su actual rendimiento y capacidad ciclista. En esta ocasión nos mostró otra faceta imprescindible y no siempre valorada de este deporte, la de las personas que se sacrifican por los demás, y aún quedándose con las ganas, renuncian eventualmente al pedaleo para poder sostener, conducir y proteger toda la intendencia que hace posible el disfrute de los demás. Adolfo esta vez, con mano maestra, discreción y generosidad, fue uno de los ángeles de la guarda que veló por nosotros por la noche. Desde aquí muchísimas gracias a él y todo el equipo que lo rodeó.

 
Adolfo Bello en sus tiempos de corredor, dándole fuerte en un ascenso (Imagen: heraldo.es).

 
Retrato publicitario (con dedicatoria) de Adolfo, defendiendo los colores de Mercier (Imagen: ciclofactoria.com)

 
Adolfo venciendo en una importante y disputadísima carrera, superando a la flor y nata nacional del momento: Manzaneque, Pérez-Francés y otros tantos… esta imagen (más nítida y ampliada) luce con orgullo en una de las paredes de la sede del Pedal Aragonés.

 
Ejerciendo de ángel de la guarda durante nuestra etapa nocturna (Imagen: Fernando Sánchez).

Ángel es otro personaje que debe ser destacado. Él no se acuerda de cuando nos conocimos a finales de los 80, impartiendo ambos docencia para la Federación Española de Ciclismo en algún que otro curso de Directores Deportivos. Tampoco de que ya me demostró su generosidad y excelentes dotes de anfitrión, cuando nos invitó (a otro colega y a mí) a dar unas charlas sobre entrenamiento en Zaragoza, y después nos llevó a cenar y a una divertidísima velada nocturna en la que aún sobrevivían algunos iconos de aquellos míticos garitos cabareteros del Tubo. Sin embargo yo no lo he olvidado nunca. Ni aquello, ni su magnífico papel como Seleccionador Nacional de Ciclismo, en una época además en la que tuvo en sus filas a algunas corredoras que conozco personalmente, como Dori Ruano o la campurriana Belén Cuevas. También somos, incluso, colegas de profesión, dedicándonos, la mayor parte de nuestro tiempo profesional, a lo mismo. Y por si todo esto fuera poco, ha escrito un libro de ciclismo que me permito el lujo de recomendar a todo buen aficionado: “El Tour de Bahamontes” (La Biciteca), porque me parece un ejemplo excelente de literatura deportiva de verdad. De esa que va más allá de la mera recopilación de datos o hechos. Con más intención narrativa que informativa, su libro nos regala una magnífica historia que, aunque muchos ya conozcan, quizás nunca antes la hayan podido disfrutar descrita con ágil y entretenido estilo literario y hasta cierto punto novelado. Con todo ese bagaje, Ángel se ha convertido en una inestimable referencia del ciclismo y de su cultura, por eso hay que seguirle la pista y mantenerse muy atento a las posibles iniciativas que se traiga entre manos. Yo lo intento, y por eso vigilo con cierta atención las propuestas que plantea El Pedal Aragonés. Y esa es la razón que me llevó a visitarlos en un par de ocasiones sucesivas y el origen de toda esta parrafada.

 
Ángel Giner en Huesca, pertrechado para acometer la I Pionera (Homenaje a Mariano Catalán). (Imagen: Fernando Sánchez).

La segunda ocasión fue casi inmediata. Al fin de semana siguiente. 400 kilómetro de ida y otros tantos de vuelta no se me antojaron demasiados como para impedir llevarme de una tacada una auténtica y completa “Retro Bike Cierzo Experience”. El plan inicial era viajar de fin de semana con Myriam, para visitar el Campo de Cariñena y participar en la Biciclásica Edoardo Bianchi en nuestro tándem. Pero a medida que se acercaba la fecha, ella cambió de intenciones y en su lugar se apuntó mi hijo Jacobo (esporádico practicante del ciclismo retro), y ambos transformamos el plan de fin de semana completo a uno sencillo de sábado y domingo con una única pernocta fuera de casa. Salimos pues el sábado por la mañana, sin madrugón y con tranquilidad, para llegar a Cariñena a la hora de comer. El día allí era soleado pero ventoso, con fresca temperatura, o sensación térmica, que para el caso de las percepciones humanas, es parecido. Una vez instalados en el hotel, a mí me dio por aprovechar la tarde al completo, empezando por una visita al Museo del Vino de la localidad. La exposición está bien trabajada, y lejos de intentar competir con otros referentes sobre la misma temática, este se centra en documentar al visitante con un repaso completo y muy didáctico de la mayor parte de los aspectos relacionados con la elaboración y cultura del vino, pero siempre desde una perspectiva totalmente contextualizada en la comarca. De hecho, la mayor parte de las referencias exteriores, tienen que ver con las vinculaciones que la producción local tuvo con las evoluciones del vino francés. Ya fuera por la demanda surgida temporalmente en aquel país (por variadas causas como la filoxera, la Gran Guerra, etc.) o por el resurgimiento de la producción gala. Aparte de leer bastante sobre variedades, peculiaridades de la labor y muchas otras cosas más, me interesó especialmente la evolución histórica del negocio y el protagonismo que cobró el ferrocarril en todo ello. A lo largo de las cuatro temporadas (la última de ellas actualmente en curso) que llevo practicando de forma bastante entregada el cicloturismo retro, el vino y el ferrocarril han resultado ser dos elementos habituales en muchas de las citas y regiones a las que he viajado. Muchos de los eventos españoles y franceses se celebran sobre territorios ricos en viñedos. También en Austria, Italia y Suiza, sus convocatorias eligen áreas de producción de caldos de uva. Parece un paisaje apropiado para disfrutar de este tipo de divertimento, o en cualquier caso, sugiere que los aficionados u organizadores del ciclismo vintage, sienten especial atracción por la cultura del vino. De hecho, una o dos botellitas, son un presente muy habitual en las bolsas de regalo con las que se suele agasajar a los participantes. Sobre el ferrocarril ya he hablado otras veces y siempre resalto que, salvo en los casos del odio institucional y cerril que muestran hacia las bicicletas algunas compañías o empleados aquí en España, su maridaje con la práctica ciclista es muy habitual en Europa y genera una sinergia de movilidad, ocio y expansión rutera y viajera estupenda. Además, es curioso pero puestos a hacer cierto paralelismo entre las épocas, con ligeras diferencias, el vino, el ferrocarril y la bicicleta, han mostrado ritmos de desarrollo, popularización, declive y prometedor renacimiento innovador muy similares y acompasados. Total, que me interesó mucho la historia de la creación de la línea de ferrocarril de vía estrecha entre Cariñena y Zaragoza (motivada casi exclusivamente por la exportación de vino) y al salir del museo, me encaminé hacia el centro de interpretación que sobre dicha línea férrea han ubicado en la localidad. Lamentablemente el horario de apertura al público es muy  estrecho y completamente coincidente con el la marcha del domingo, así que me encontré cerrada la instalación y tan sólo pude ver desde fuera las cocheras que lo albergan, las vías y varios elementos de señalización. La carambola no pudo ser completa. Rebuscando un poco por la Red, quise situar temporalmente dos ya míticos fiascos ferroviarios aragoneses, por ver si ambos fueron coincidentes: el del mencionado tren “del vino” (que cuando llegó, empezó a resultar tardío por culpa de las plagas); y el de la conexión con Francia a través de Somport (cuyo abandono queda majestuosa y explícitamente mostrado con el estado de olvido en el que se encuentra la impresionante estación de Canfranc). Ni uno ni otro realmente coincidieron en sus épocas de construcción y máximo rendimiento. La conexión francesa fue bastante más tardía y no parece que el segundo diera un servicio complementario a las intenciones del primero. Caprichos de la historia de las inversiones en los territorios aragoneses, algo sobre lo que siempre me ha parecido que sus habitantes tendrían mucho que decir si les tirásemos de la lengua.

 
Interior del Museo del Vino de Cariñena

Línea de Cariñena a Zaragoza: vagones con barricas de vino en la estación de Longares. (Imagen: spanishrailway.com, fotógrafo desconocido).

Peculiar vehículo Automotor que cubría el recorrido Zaragoza – Cariñena. (Imagen: fondo Euskotren MVF / spanishrailway.com)

Pero mi tarde siguió adelante pues rápidamente recogí a Jacobo y juntos nos fuimos a visitar la exposición de maillots ciclistas que José Mª Pérez había tenido a bien montar en Cariñena. Allí estuvimos admirando una parte de la inmensa colección que atesora, con algunos ejemplares francamente admirables por su antigüedad, singularidad o por el renombre de sus portadores originales. Con José Mª ya he coincidido en anteriores ocasiones. Entre otras en una mítica visita que hicimos juntos para admirar la colección de bicicletas de Emile Arbés cerca de Olorón. José Mª es un aficionado pundonoroso que ha amasado su patrimonio ciclista con tesón, constancia y mucho amor por este deporte. No escatima en la charla y regala y comparte conocimiento de forma desinteresada con todo aquel que muestra interés por el asunto. Con él estaba su habitual acompañante de entresijos ciclistas: Juan Pedro, con quien también he coincidido en alguna que otra convocatoria retro. Se trata de un hombre ancho y fuerte, que derrocha entusiasmo y cuenta aventuras deportivas propias que parecen inverosímiles. Mi hijo, que demuestra a menudo un gran interés por lo que tienen que contar las personas mayores (algo demasiado infrecuente entre nuestros jóvenes), disfrutó de su conversación gran parte del fin de semana. Resulta que Juan Pedro fue jugador de hockey sobre hielo en los años setenta. Defendía los colores del equipo de Jaca, y ostentaba un nombre de guerra: Yaare, que alcanzó cierta fama en tan singular mundillo. Yo aquí escribiendo de vez en cuando historias de patinadores y ciclistas y acabo topándome en una marcha retro con un ex-jugador español de hockey-hielo. ¡Como si abundaran!. Aquella visita también nos sirvió para saludar a Faricle y su grupo de “Históricos” amigos procedentes de tierras sorianas. La verdad es que tener una afición tan peculiar favorece que vayas a donde vayas, entre la gente que te encuentres, siempre haya casi más conocidos que desconocidos.

 
José Mª posando ante dos de sus joyas (un maillot de Bahamontes y un auténtico Super Ser.

Juan Pedro (Yaare) y Jacobo, que hicieron buenas migas a lo largo del fin de semana.

De vuelta al hotel, padre e hijo nos volvimos a separar. Yo me enrolé en una visita guiada con cata que se celebraba en el hotel. Primero una mínima visita a los viñedos, seguida de un completo, didáctico e interesante recorrido por la bodega Prinur. Su enóloga nos marcó un elevado nivel de contenido explicativo y nos enseñó prácticamente todo. Más hubiera sido excesivo y lo mostrado me gustó y me aportó información, pese a que ya había acudido a varias visitas similares previamente. Se trata de una bodega bastante joven y con un diseño funcional muy pensado y acorde con los nuevos tiempos y tendencias productivas. Todo muy limpio y funcional, especialmente atractivo en el área de mayor equipamiento contemporáneo, donde el despliegue del reluciente acero inoxidable resultaba atractivo. Tras la teoría vino la práctica, y degustamos tres caldos con sus respectivos maridajes; un blanco chardonnay, un tinto joven y un tinto ya maduro y exitosamente premiado. Disfruté del momento, que además fue preliminar a la cena, la cual celebramos ya en “familia”. Aprovechando la ocasión adquirí un primer modesto lote de vinos de la zona.

 
Edificio de las Bodegas Prinur.


Viñedos de los alrededores de la bogeda.

A la mañana siguiente llegó la hora de la actividad prioritaria de nuestro viaje: la Biciclásica Edoardo Bianchi, que pese a celebrar su cuarta edición, lo hacía por primera vez cambiando recorrido y localización, lanzándose ya en busca de una renovada identidad, paisajes más rurales y un entorno vinícola de primera. Con un recorrido variado que incluía tramos no asfaltados, pero perfectamente ciclables. Hacía sol, y a primera hora hasta parecía que no soplaría el viento de la víspera… ¡tururú corneta! bastaron pasar veinte minutos y doblar un par de esquinas, para dar los buenos días a un descendiente directo de Eolo: el Cierzo en toda su esencia. Frío, vigoroso y concienzudo. Nosotros desayunamos en el restaurante que hacía las veces de punto de encuentro y final. En una amplia explanada aparcamos el coche, bajamos el tándem, colocamos los pedales, inflamos los neumáticos y dejamos todo listo para la marcha, mientras iban apareciendo, poco a poco, más participantes. En bicicleta, pedaleamos hasta la cercana oficina de turismo para recoger dorsales y confirmar la presencia, y desde entonces todo fueron saludos, encuentros y hasta un café matinal cerca de la plaza, más por huir del frío que por necesidad. Nos reímos con Toni Molinos y su amigo Óscar Ramos (espero no equivocarme de nombre), siempre con el gatillo humorístico a punto. Una vez reunido el pelotón, salimos callejeando y siguiendo durante todo el día a una elegantísima berlina de inmaculado aspecto e irreprochable rendimiento. Creo que era un antiguo taxi zaragozano, imagino que de los años 30 o 40, aunque no lo aseguro porque no lo pregunté. Nunca cuento cuántos somos. En este caso la lista enumeraba unos 45, pero me da la impresión que fuimos algunos menos. Es decir, una reunión tranquila y bastante familiar, en la que predominaban los azules y verdes celestes, sobre el hierro o el paño, de bicicletas e indumentarias Bianchi. JM Fort, definitivamente hay que seguirle la pista a este buen aficionado, nos apareció con una perfecta y completa equipación Bianchi de los años sesenta, a lomos de un ejemplar auténtico y en perfecto estado de conservación. Sin embargo, esta vez le pisaron el cetro del icono, porque por ahí andaba un auténtico Fausto Coppi de los cincuenta, que además de igualar en calidad su atuendo y máquina (gafas de sol de la época incluidas, en ambos casos), este último hasta se parecía físicamente a “il campionissimo”.

 
Citroën del “director de carrera”.

 
Detalle de la Bianchi de JM Fort.


Detalle del desviador trasero (y las llantas de madera) de la Bianchi de nuestro “Fausto”.

 
Aunque no están posando todos los que llevaron bicicleta Bianchi, aquí posan algunos: una chica con una preciosa y relativamente joven Bianchi, “Coppi”, JM Fort, Ángel Giner, Adolfo Bello y otro participante más.

Durante el primer tercio del recorrido fuimos bastante abrigados. Pese al viento, el día era precioso de luz y colores. El campo estaba muy verde, contrastando con el marrón de las viñas, en cuyas cepas apenas habían empezado a brotar algunas tímidas hojas. El cielo estaba de un azul intensísimo, resaltado por nubes muy blancas que lo salpicaban aquí y allá, homenajeando también así los colores del equipo que daba nombre a la reunión. Creo que precisamente el viento mantenía tan limpia la atmósfera de humedad que todo parecía especialmente nítido. Como cuando hace sol en Springfield (Los Simpson) y no hay humos de las factorías contaminantes. El grupo iba a su aire y con libertad, bastante desperdigado y alternando constantemente posiciones de forma que te juntabas para charlar pedaleando con uno y con otros en diferentes momentos. Reconocí a bastantes compañeros de la noche del fin de semana anterior, y por supuesto a Jaume, que no se pierde una. A sotavento de un hermoso convento, tuvimos un primer avituallamiento en el que entre otras cosas me entraron bien una rebanada de pan con vino y azúcar y otra con aceite.


Cielo “Bianchi” sobre campos y vides.

Jaume rematando un ascenso.

Hasta entonces el cierzo nos había castigado fuerte y muchas veces frontalmente. Pero todo hay que decirlo, algunos tramos atrincherados entre los campos, recovecos del paisaje o suaves vaguadas apenas hundidas, habían ayudado a eludirlo parcialmente, acogiéndonos con suficiente protección como para que la progresión se hiciera mucho más soportable que si aquel viento nos hubiera sorprendido en una llanura plana y sin variaciones orográficas. De todas formas, en lo que a mí respecta, tan sólo me acordaba del aire cuando este nos pillaba de frente, encañonado y en racha especialmente fuerte. En tales casos, Jacobo se agazapaba a mi espalda reduciendo su torso, brazos y cabeza a la mínima expresión, pese a superarme ya en altura el chaval. De todas formas, como digo, del viento me olvidé pronto por varias razones. Una porque durante bastantes kilómetros lo tuvimos a favor y entonces la marcha se volvía mucho más alegre y dinámica, sin que los ciclistas razonáramos demasiado sobre la causa mientras nos recreábamos quizá en una grata (y falsa) sensación de poderío físico repentino. La otra, la principal, porque el paisaje y el trazado me tenían embelesado. El recorrido era muy variado en su evolución: con constantes cambios de pendiente, dirección y hasta firme. Muchas curvas de todo tipo, cambios de rasante, breves ascensos empinados, algunos descensos, vados y divertidos, que no agresivos, tramos sin asfaltar. De todo nos regaló aquel acertado itinerario. En cuanto al paisaje: precioso, con sus pueblos añejos, sus viñedos, lomas, arroyos, campos primaverales y serranías en el horizonte. De hecho, puesto a hacer memoria, puedo asegurar que desde mi punto de vista (las circunstancias de cada momento suelen tener mucho que ver con la percepción subjetiva de cada individuo) es uno de los recorridos más bonitos que recuerdo haber completado en estos años. Especialmente en relación a su longitud, la cual no era mucha (unos 60 km). Y además con absoluta ausencia de tráfico motorizado, característica esta que para mí revaloriza enormemente cualquier itinerario.

 
Un rincón de la ruta.

Nos dieron otro avituallamiento rápido en medio del campo, después del cual, con viento en contra, encaramos un tramo final hacia Cariñena. Hubo descenso de pista sin asfaltar y después una buena carretera solitaria en la que “limpiamos un poco la carbonilla del tándem” metiendo plato y bajando coronas, para exprimirlo en su terreno, que es el llano con pocas curvas. Con esa alegría llegamos al final, donde los participantes nos fuimos reagrupando antes de iniciar las labores de recogida y cambio de indumentaria, previas a la comida. A la mesa, las conversaciones se solapaban, y ayudaban a que nuestro país mantenga su estatus de decibelios que dicen que lo convierten en uno de los países más ruidosos del mundo. No es algo por lo que creo que debamos sentirnos orgullosos, pero es que hay decibelios y decibelios, y los de confraternización humana me parece que son de los de calidad, mientras que los de maquinaria, falta de ajuste, etc. si que los considero contaminación. A los postres vinieron premios, menciones, despedidas y hasta regalo de vino. Más que añadir a los lotes de Cariñena que ya me llevaba encima, pues justo antes de comer también compré algo en la cafetería adyacente. El consumo calmado me dirá si he acertado con las adquisiciones o no. Desde luego me llevé más variedad que cantidad, algo útil para conocer un poco la denominación de origen y compensar en cierta medida la cuestión del vino aragonés, pues hasta ahora, casi todo lo que he probado, procedía de Somontano.

 
El “Dawes Team”.

La experiencia aragonesa me ha encantado. El haberme escapado dos fines de semana seguidos hasta allí no sólo no me ha generado sensación alguna de esfuerzo, sino que más bien lo he percibido como un regalo muy agradable de principio de temporada de eventos. El talante y la camaradería de los organizadores, y todos los miembros del Pedal Aragonés, me parece de lo más sano y acogedor. Da gusto por ejemplo ver el buen humor, la autonomía y la soltura con la que sus numerosos veteranos (allí se juntaron varios octogenarios que hicieron las delicias de Jacobo con sus chanzas y alegría) se integran en el pelotón, tanto durante el recorrido como a la mesa. En poco más de una semana, este club nos ha ofrecido (a todos aquellos que hemos puesto de nuestra parte ganas de viajar y de pedalear en el pasado) dos experiencias ciclistas retro muy diferentes. La primera con una gran dosis de cultura ciclista histórica y a través de una vivencia nocturna muy especial, y con mucho sabor verdaderamente pionero. La segunda, un regalo en forma de apacible recorrido de riqueza paisajística, nada de tensión y muchas facilidades para entablar relaciones. Hace tiempo que reclamo para mí mismo variedad de planteamientos dentro del ciclismo retro. De hecho, lo ejerzo cuando organizo cosas propias o con mis amigos. Nuestra línea va por ahí, y acabo de comprobar, con ilusión, que también los miembros del Pedal Aragonés son dados a la diversidad, y les felicito por ello. Además, finalmente he saldado una deuda que tenía con todos ellos, porque después de haber participado en la práctica totalidad de las marchas retro españolas y bastantes extranjeras, la suya siempre se me había quedado fuera de calendario por coincidencias. La muesca ya está marcada. En poco tiempo espero saldar otra deuda que también tengo pendiente y con ello, redondear del todo (salvo eventos o quedadas “semi-clandestinos”) la oferta nacional. Me despido señalando que hemos sido pocos los asistentes a cualquiera de los dos eventos aquí referidos, y bastantes de ellos haciendo doblete. Eso significa que muchísima gente se lo ha perdido. Lo siento por ellos. En esto, como con las bicicletas clásicas, sucede que algunas mayorías persiguen determinadas marcas o modelos que (merecidamente o no tanto) se ponen de moda, mientras que auténticas joyas poco afamadas pasan verdaderamente desapercibidas. Mis felicitaciones a todo el Pedal Aragonés, a su club Bianchi, y muy especialmente a Adolfo Bello y Ángel Giner.