martes, 11 de octubre de 2022

BESTIAS (Cádiz 4 - Málaga 2)

El bachillerato que yo estudié pretendía ser unificado y polivalente. No sé qué se proponía el ministerio de educación con el primer atributo. En cuanto al segundo, lo cumplía a medias, el currículo era variado (polivalente) aunque gran parte de él acababa separándose (dejaba de ser unificado) en ciencias y letras, las cuales, además, según se decía entonces, podían ser, unas y otras, más o menos “puras”. Anteriormente había habido un Bachillerato mucho más largo y, creo, más prestigioso, precedido por una Primaria más breve. Aquel bachillerato “mío” lo fue por partida doble, porque lo viví como estudiante y como docente. Más tarde lo jibarizaron acortándolo más todavía, como si hubiera que avanzar hacia su desaparición progresiva. La Primaria se volvió a reducir un poco y el gran hueco curricular central fue ocupado por “Eso” que tantos problemas viene dando y que, pese a haber traído consigo alguna ventaja social, lleva tiempo generando unos resultados de rendimiento académico comparado tan pobres y, peor aún, gran incompetencia de logros en uno de los principales objetivos para lo que fue creado: la educación en valores.

Dentro de lo unificado de aquel bachillerato que me tocó en suerte, estudiamos algo de filosofía. La estudiamos bastante, aunque apenas la leímos. En cualquier caso, mi conocimiento de la filosofía es parco, muy básico y nada académico. Sin embargo, lo que son las cosas, con el tiempo voy acumulando bastantes horas de lectura de filosofía. Muchos ensayos. Algunos directamente enmarcados dentro de la filosofía y otros con importante fundamentación filosófica, aunque traten de otros temas. Dentro de los primeros, distingo entre los que comprendo y los que no. A los segundos (de vez en cuando me topo con alguno) los descarto prontamente. Es algo que no me acompleja, y menos después de haber encontrado a varios autores (filósofos), que reconocen no entender nada de lo que algunos de sus colegas escriben pretendiendo erigirse en avanzados pensadores de la posmodernidad (Iñaki Domínguez, en su magnífico “Homo Relativus” fue de lo más esclarecedor en este asunto). Pero lo dicho, mencione lo que mencione sobre filosofía, me lea quien me lea, queda advertido de mi ignorancia en tan profundas aguas del pensamiento.

Y es que esto va sobre animales. Sobre bestias, no sobre humanos. Conviene anticipar la diferencia para ahuyentar a lectores de tipo animalista, para evitar que me odien (emoción que en estos últimos tiempos parece querer legislarse) sin conocerme, o para ahorrarles un probable disgusto.  También, quizás más especialmente, para desaconsejar esta lectura a esas personas empeñadas en humanizar a sus mascotas, vestirlas, celebrar sus cumpleaños, pasearlas en carritos de bebé con chupete (¡verídico!), etc. Al paso que vamos pronto pretenderán matricularlas en algún tipo de estudios e incluso pedir becas para ellas.

Quizás soy demasiado cartesiano, pero me cuesta mucho empatizar con algunos discursos animalistas porque siempre me pregunto dónde hay que poner la raya. En un ejemplo de gradación tipo ballena, elefante, león, oso, lobo… gato, erizo, rata, ratón, lirón careto, escarabajo, cucaracha, piojo… y llevándolo a extremos “infinitesimales”: virus; me pregunto si hay que tratar igual a todos los animales. Me gustaría saber qué opinan (¡y cómo actúan al respecto!), San Francisco de Asís aparte, algunos de los abundantes extremistas que tanto parecen proliferar ahora en cuestión de sensibilidad hacia los animales, sus derechos, etc. ¿El tamaño importa? ¿Lo salvaje ha de preponderar sobre lo criado (por ejemplo, en el caso lobo-ovejas, cabritillos, cerditos, etc.; conflicto paradigmático en la narrativa infantil tradicional)? O si es cosa de gustos, preferencias, estética zoológica, rareza, modas, repelús o cualquier otro criterio.

Parece que Heidegger se metió en este jardín (o selva) y estableció algún tipo de ranking o jerarquía moral, ética o estética. No es que haya leído a Heidegger directamente, pero sí alguna referencia a él:

«La coacción teológica de Heidegger, su aferrarse a Dios, ejerce un efecto selectivo en relación con las cosas. “Dios” “estrecha” el “mundo” de Heidegger. En su colección de la cosa, Heidegger no podrá aceptar ninguna “sabandija” (literalmente: el animal que no es apto para entregarlo en sacrificio a Dios). Solo el “toro” y el “corzo” son acogidos en el mundo de la cosa. En cambio, el mundo del haiku está habitado por numerosos insectos y animales que no son apropiados para el sacrificio. De esta forma, está más lleno y es más amistoso que el mundo de Heidegger, pues no solo se halla liberado de anthropos (hombre), sino también del theos (Dios)». (Byung-Chul Han).

La cita está puesta aquí pretendiendo subrayar el asunto del citado “efecto selectivo”, que implica selección, elección y acción de escoger de entre varias opciones, en este caso especies de animales y, como se ve después, otorgarles diferente rango. Me la encontré en lo que he dado por llamar un “verano santanderino de los de antes”. Y es que el pasado verano, por una serie de circunstancias poco precisas y difíciles de explicar, opté por viajar poco y cerca, en vez de mucho y lejos y, desde luego, evitando reservar vuelos ante el amenazante panorama de anulaciones potenciales que las movilizaciones sindicales hacían cernirse sobre los consumidores vacacionales. Al permanecer gran parte del verano cerca de Santander, aproveché para retomar algunas costumbres que fueron frecuentes en mi juventud: fui a los toros durante la Semana Grande, a varias actuaciones de ballet del FIS y a punto estuve de acudir a una conferencia relacionada con la UIMP. De joven me inscribía en algunos cursos de la UIMP e incluso asistía a alguna de sus fiestas o actos culturales. Hace décadas que no. Entre absurdos cursos programados obedeciendo a cuotas de amiguismos y alianzas que luego se quedan vacíos (lo comprobé en dos ocasiones), y el hecho evidente de que la universidad estival se ha convertido en una plataforma de propaganda gubernamental por la que desfilan ministros para “vender” su quehacer en un escenario supuestamente científico o académico, he decidido pasar de la UIMP. Sin embargo, sí que es cierto que, entre unos males y otros, surgen algunos cursos y personalidades de interés, a las que la prensa suele hacer poco caso. Este verano llegó Byung-Chul Han. Es un filósofo de origen coreano al que creo que entiendo bastante bien y del que me gustan algunos de sus trabajos. El caso es que mi amiga librera me avisó de que daría una conferencia fuera del programa del curso, a celebrar en su librería. Al final no hubo tal conferencia porque el autor de “La sociedad del cansancio” se sentía muy cansado (literalmente). Pero como, aprovechando el potencial tirón, en la librería exponían esos días algunas obras suyas, me animé a adquirir algunos de temática sugerente. La cita corresponde a uno de ellos[1].

Dejando a Heidegger aparte, nuestro fatigado coreano también acerca a Hegel a la palestra:

«Según Hegel, el alma de un animal tiene más inferioridad que la de una flor. A su juicio, la flor, a causa de una deficiente interioridad, es arrancada hacia “afuera” por la luz. No es capaz de perseverar en “sí misma”. Su “mismidad” pasa a “la luz”, al “esplendor de los colores”. Sin la concentración interior brilla solo “exteriormente”. En contraposición a la flor, los animales, que “buscan conservar su mismidad”, tienen “colores más deslucidos”. Para eso tienen la voz, que, como “anímica”, constituye un “movimiento propio”, “un temblor libre en sí mismo”. La luz no la saca de , hacia afuera, permanece dentro de . Hegel distingue además entre distintas especies de animales. A los “pájaros del norte” les falta la pompa del color. Pero, en lugar de eso, ellos están dotados de más intimidad, de más “voz”. Por el contrario, en los pájaros “tropicales” la “mismidad” se diluye en la “envoltura vegetal”, en el “plumaje” exterior. Les falta el “canto”, que sería una expresión audible de la interioridad, del alma “profunda”».

¡Tela marinera! Con un auténtico filósofo hemos topado. Mismidad, sí, interioridad, alma profunda y demás nomenclatura. Y para complicarlo más, con un filósofo metido a biólogo, zoólogo o botánico. “Si no sabes torear, para qué te metes” que dirían algunos. Pero ya se sabe que filósofos, jueces y periodistas, son gente que por lo general cree que sabe (o ejerce como sí supiera) de todo. El caso es que, si “el alma de un animal tiene más inferioridad que la de una flor”, va a tener razón mi amigo J cuando ironiza diciendo que hay que hacerles la guerra a los herbívoros porque son los animales más malvados del planeta. Por su parte, Stefano Mancuso en “El futuro es vegetal” y algunas otras obras, argumenta que, para especies inteligentes y adaptadas: los cereales, en especial el trigo, que ha conseguido que los humanos se desvivan y trabajen para su extensión creciente. Algo más en serio podemos fijarnos en que también en la cita sobre Hegel surge cierto empeño en clasificar y jerarquizar animales (en este caso aves) en función de atributos de “alma”, “interioridad” o expresión exterior de la misma. Parece pues que, recortando y pegando algunas citas filosóficas aquí o allá, algunos animalistas podrán seguir siéndolo sin problemas de conciencia, mientras siguen exterminando la polilla de sus armarios, o envenenando ratones en sus casas… quizás los blancos no… ¿Y por qué no? ¿Por racismo hacia los que son “de color”? o ¿tal vez porque los blancos están domesticados y abducidos por el capitalismo que los ha convertido en bienes (vivos) de consumo, mientras que los negros, grises o pardos son salvajes, libres, delincuentes comunes o “antisistema”? Vaya usted a saber, me cuesta muchísimo “meterme” en la mente de algunas personas.

Donde quiero llegar a es una especie de concepto de frontera animal que parece existir, según el cual se pretende tratar o respetar a los animales en diferentes niveles de calidad de trato o respeto dependiendo de su especie, tamaño, singularidad, raza, etc. En función de tales fronteras o barreras, se podría aplicar o no la caza, la matanza con fines alimenticios, el exterminio higiénico, la extinción por consideración de plaga, el ataque en defensa propia, etc. Un concepto de valla, verja, frontera o “borde animal”. Algo que me hace acordarme de una raza de perros que adoro: la border collie.

Y me acuerdo de ella porque parece venir al caso como anécdota de racismo canino institucional. Resulta que, desde hace unos años, a causa de su especial pericia innata y también gracias a la globalización (animal y de la información), los border collie han acabado siendo abrumadora mayoría en las competiciones de perros ovejeros, además de copar los primeros puestos en las mismas. Cuando hace décadas fui por primera vez al certamen internacional de Oñate, únicamente participó un border collie y, por cierto, ganó de calle dando todo un recital. Más de veinte años después tuve ocasión de regresar al evento y comprobar que la mayoría de los canes allí inscritos eran de esta raza, y también cómo, a pesar del descarado y manipulador intento del jurado por clasificar lo más alto posible a un perro de una raza diferente (¿por discriminación positiva?), la mayoría de los primeros puestos los consiguieron los collies.

Como consecuencia de todo ello, algunos organizadores vascos han decidió vetar a los border collie la participación en sus concursos ovejeros. Quieren con ello recuperar la presencia, cría y fomento de una supuesta raza de perros pastores vascos (digo lo de supuesta porque un veterinario de Vitoria, amigo mío, me ha comentado que tal raza está bastante perdida, es discutible y surgen hasta varias versiones muy dispares de ella). Lo que me interesa de todo el asunto son sus vertientes deportiva y racista. La primera por lo sorprendente que resulta (o no tanto) que los organizadores vascos de una prueba competitiva cierren las puertas a participantes que les ganan ¡con lo que en aquellas tierras se presume de espíritu deportivo (que incluye el saber perder)! La segunda porque nos encontramos ante un llamativo caso de nacionalismo racista (puro y duro, porque se trata de discriminar a una raza para favorecer a otra), en este caso canino. Se ve que la raza importa ¡y mucho! Ante esta anécdota surgen todo ese tipo de cuestiones (extrapolables a los nacionalismos de otros lugares) relacionadas con qué es ser vasco (¿raza, lugar de nacimiento, orígenes, empadronamiento, voluntad…?), ya sea tratándose de perros, personas… u otros conceptos vivos o no, tangibles o intangibles. En países más septentrionales han sido mucho menos excluyentes ante un asunto parecido, el de las carreras de “mushers” (trineos tirados por perros), en las que no excluyen ninguna raza. Lo que han ideado es mantener una categoría de “nórdicos” (de menor rendimiento deportivo) por eso de preservar la subcultura canina asociada a tales razas.

Pero voy a dejar de divagar, para tratar de explicar a cuento de qué viene todo esto de los animales, de las bestias. Y es que, en un nuevo regreso a Cádiz, programé un conjunto de actividades que tuvieron mucho que ver con los animales como protagonistas de espectáculos que proceden de un acervo cultural tradicional, con raíces profundamente arraigadas en la península Ibérica en general y en provincias como Cádiz y Málaga en este caso particular.

Empiezo por Jerez de la Frontera y por los caballos. La ciudad me pareció de aspecto contemporáneo y configuración “desparramada”. Como extendida en el terreno sin agobios, pero sin una personalidad muy marcada. No es una crítica, y menos aun teniendo en cuenta que únicamente estuvimos allí una jornada. El recinto ferial, que tanta fama atesora, tenía buena pinta y extensión, al menos visto desde el coche. Y del casco antiguo apenas tuvimos tiempo de ver nada. Todo fue circular de un lugar a otro, en busca de unas visitas que teníamos previamente concertadas. Y son esas visitas lo que aquí interesa. Vaya por delante que la cuestión de los caballos queda patente de inmediato desde el coche, al toparse el conductor con monumentos dedicados a los equinos en numerosas rotondas y huecos públicos de la ciudad.

Nuestra primera visita fue a la Fundación Real Escuela Andaluza Del Arte Ecuestre. El recinto es muy bonito y agradable. Merecedor de un paseo contemplativo tranquilo, algo que apenas pudimos tantear. El día hubiera sido ideal para ello porque hacía buen tiempo soleado, pero sin exceso de calor. Se trata de una finca, “Recreo de las Cadenas”, que el Ministerio de Información y Turismo adquirió al Duque de Abrantes hacía el último tercio del siglo anterior. Cruzando los jardines principales, y tras atender un poquito a una amazona joven que trabajaba con un tordo en una enorme pista exterior descubierta, tomamos asiento en el graderío del picadero principal, el dedicado a las exhibiciones de doma. La entidad fue puesta en marcha por Don Álvaro Domecq, creador original de su espectáculo bandera, que continúa presentándose bajo el título “Cómo Bailan los Caballos Andaluces”. Tempranamente fue asumida por el citado ministerio y posteriormente transferida a un patronato que, con el tiempo, acabo reconfigurándose como fundación. Entre sus funciones, aparte de mantener vivo el espectáculo, declaran el cultivo de las domas clásica y vaquera, el fomento de la raza española (está sí que está definida, catalogada y rigurosamente registrada) y la divulgación de la cultura asociada al caballo español.

Busto de D. Álvaro Domecq, fundador de la entidad.

Fachada del picadero principal.


La exhibición merece la pena. No en vano es un espectáculo que lleva recibiendo visitantes nacionales y extranjeros a diario desde hace décadas. Probablemente, uno de los mejores espectáculos ecuestres del mundo. En contraste con el ofrecido por los lipizzanos de la Escuela Española de Equitación de Viena, al cual tuve la suerte de poder asistir hace unos años, el gaditano me parece más completo, variado y espectacular. Durante un lapso generoso se van sucediendo pequeñas “piezas” coreografiadas que afrontan los siguientes tipos de manejo ecuestre: doma vaquera, doma clásica, los enganches, trabajos en la mano y carrusel.

La doma vaquera se mostró en una pieza interpretada por un jinete solitario representando movimientos de trabajo de campo. Fue lo que más me gustó de todo. Una maravilla de manejo, versatilidad, clase, brío, maniobrabilidad, arranque y velocidad. Todo ello con riendas a una mano y garrocha en la otra. Fantástico.

Estampa de la doma vaquera. (Imagen: andalusiatourtravel.com)
 

La doma clásica está presente en todo el resto de los números que se hacen montados. Son varios: coreografías a dos o a tres, y algunas piezas más que ahora ya no soy capaz de enumerar. Todo ello con ejecución de alta escuela clásica, riendas a dos manos, pasos, trotes cortos y largos, galopes, cambios de mano, cesiones, piafé de varios tipos, alargamientos, piruetas, etc. Un repertorio rico y de alto nivel, con ejecución perfeccionista de máxima calidad. Precisamente, basado en ese tipo de doma, se cierra el espectáculo con la coreografía que ellos denominan carrusel. Un grupo de diez jinetes dibujan figuras decorativas en movimiento, generando trayectorias, divisiones, cruces, reagrupamientos y trenzados diversos. Todo ello bien acompasado y en monta de doma clásica. Muy al estilo de lo que ofrecen en Viena.

Hay también un número de enganches bastante vistoso en el que dos coches pulcramente decorados evolucionan sin parar y sin molestarse, llenado la pista de círculos, ochos y delineados garabatos regulares.

Los trabajos a la mano, con el jinete a pie, son parte importante de la exhibición. Creo recordar que hay más de una pieza de este género. Una colectiva con bastantes caballos cambiando de lugar durante la misma y demostrando diferentes habilidades, y al menos otra individual. Aparte de un amplio repertorio de aires, se ejecutan elegantes y controladas acciones de elevación de manos, corvetas y cabriolas. Esta parte resulta especialmente atractiva para el público que se acerca al mundo del caballo por primera vez por lo llamativo y vistoso de los movimientos que los caballos son capaces de ejecutar. Y, aunque pueda parecer lo contrario, también lo debería ser para el entendido. Tengo la suerte de haber podido ver con frecuencia, gracias al desempeño laboral de mi hijo, lo que supone el trabajo pie a tierra con riendas largas para la doma y evolución de un buen caballo de doma. En este tipo de trabajo se pueden observar muchos detalles y comprobar rápidos progresos. El poder conocerlo de cerca ayuda mucho a valorarlo.

Espectacular acción de doma a pie. (Imagen: getyourguide.es)
 

Jerez respira equitación y caballos. De eso no cabe ninguna duda. Finalizada nuestra visita, me quedé con las ganas de haber tenido más tiempo para recorrer todas las instalaciones del complejo, las cuales seguro que merecen la pena. Tampoco pudimos ahondar un poco más visitando La Yeguada Cartuja Hierro del Bocado, donde trabajan en la recuperación de la estirpe de caballos cartujanos. Quizás en el futuro pueda hacerlo, interés no me falta.

Pero ya que estábamos en Jerez, y con idea de no malgastar el tiempo perdiéndonos en potenciales búsquedas infructuosas, reservamos una doble visita de bodega y de tablao. Todo ello bajo la oferta de la enseña Domecq. La visita a la bodega fue muy instructiva. Nos explicaron muy bien el universo (simplificado) de los vinos de Jerez. Algo sabíamos, pero poco. El guiado supuso, a su vez, una especie de inmersión lingüística en acento gaditano a doble velocidad de audio. Nada a lo que no nos pudiéramos acostumbrar a los pocos minutos, y algo muy de agradecer como experiencia cultural inmersiva. Recorrida y explicada la bodega, pudimos catar cuatro ejemplares de fino, oloroso, cream y Pedro Ximénez. Del primer y del último tipos sí que habíamos disfrutado en múltiples ocasiones anteriormente, de los dos de en medio, lo confieso, no recuerdo haberlo hecho en el pasado. Eran buenos caldos, me gustaron todos. En especial, en aquella particular ocasión, el oloroso. Un descubrimiento.

Aprovechando la ocasión, y como acostumbramos a hacer siempre que viajamos en coche (en moto, bicicleta u otros medios más ligeros no es cuestión de añadir cargamento al equipaje), adquirimos un pequeño surtido de vinos de la bodega y un vinagre. Todos ellos pertenecen a una gama que se presenta haciendo honor a caballos y yeguas ilustres de Domecq. En sus vitolas luce un dibujo del ejemplar correspondiente. Bonitas estampas trazadas con maestría, pero sencillez. Hay series de botellas más elevadas de precio, pero esta nos pareció más que suficiente para irla probando y disfrutando de regreso a nuestra tierra. Por el momento hemos abierto dos de las cinco adquiridas.

La primera no es un vino, sino su “Vinagre de familia”. El caballo exhibido es “Vendaval” y aparece alzado de manos. Aquel no era de hierro Domecq, sino M. A. Cárdenas. Nació en 1967. Un PRE que no tiene descendencia Domecq, pero que debió ser un magnífico ejemplar, ya que figura como uno de los caballos fundadores de la Real Escuela. Su vinagre también tiene carácter. Nada más levantar el tapón de la botella, emana un olor que le transporta a uno a la vieja bodega visitada. Conviene ser moderado en su dosificación, pero alegra las ensaladas y da vigor a los platos. Nuestra primera ingesta vino maridada con aceite de Olvera. Un acierto.

Foto histórica de Vendaval. (Imagen de Abel Blazquez).

Respecto a los vinos, por ahora estamos con uno, el “Cream Aranda”. Hacia el extremo del Pedro Ximénez, dentro del espectro de vinos de Jerez, pero sin llegar a él. Es un vino muy dulce francamente agradable. Untuoso, de color pardo traslúcido y, pese a su dulzura casi licorera, capaz de evocar que fue un vino de la zona antes de transformarse en tan goloso regalo para el paladar. A mí, que muy de vez en cuando me gusta disfrutar de una copita nocturna de oporto en el jardín, me ha resultado muy apetecible este “Deseada”. El nombre es el de una yegua que en el dibujo aparece acompañada por una cría. ¿Será Deseada CCLXXXIII? Lo ignoro, pero con tales guarismos romanos aparece mencionada una PRE en varias referencias de concursos morfológicos en la red. En todo caso, si la yegua ha tenido el honor de haber sido representada en la colección de botellas, eso es que cumplió sobradamente con los anhelos y expectativas que se habían depositado en ella.

Los "caldos" y equinos aludidos.

Abandonada la sala de cata, vino la comida, que buena falta hacía para ayudar a esponjar los vapores etílicos ya acumulados en nuestro aparato digestivo. No estuvo nada mal, variada degustación con una única sombra: un pedazo de tortilla de patata que no nos convenció en absoluto. No nos sorprendió demasiado teniendo en cuenta que (y que no se me ofendan por el sur), por lo visto, algo que ignoraba, en determinadas áreas de Andalucía no parece buena idea optar por la tortilla de patatas por varias razones. Porque ofrecen delicias muy superiores que es difícil encontrar en otros parajes, porque no abunda su oferta y porque, cuando la hay, no siempre es de las mejores.

Finalizada la comida asistimos a un espectáculo flamenco allí mismo. Guitarrista, cantaor, dos bailaoras y otro bailarín más. De los músicos no puedo opinar porque no entiendo de flamenco. Lo escucho y me gusta algunas veces, palos o estilos. Especialmente las guitarras, más que el cante. Ellos eran quienes ponían la música para la danza. En realidad, parte de la banda sonora, ya que la misma se enriquecía con las palmas de los otros tres, así como con el virtuoso zapateado de quien estuviera en acción en cada momento. Aunque de baile flamenco tampoco entiendo, de danza sí. He visto mucho ballet en mi vida. En directo, en ensayos y en clases de algunas de las escuelas más reconocidas de Madrid. Compañías de todo el mundo, clásico y contemporáneo, y también al Nacional Español. Así que considero que tengo los sentidos suficientemente educados como para valorar la danza en general. Y, desde mi punto de vista, aquello fue bueno, muy bueno. A pesar de lo intempestivo de la hora (la sobremesa en mitad del día), las dos chicas y el chico nos ofrecieron todo un repertorio de ritmo, técnica, ejecución, arte y entrega. Ignoro si hubo o no duende. Se me escapan tales matices culturales etnográficos, pero desde luego que, danza de calidad, más que demostrada. Fue un magnífico espectáculo del que disfruté muchísimo.

Y allí se acabó Cádiz y empezó Málaga. En realidad, no. Casi, pero no del todo. Regresamos en el coche a nuestro “campamento base”. Un inmueble adosado en un Pueblo Blanco fronterizo de la sierra. Un pueblo gaditano situado en plena ladera, a unos tres kilómetros del territorio malagueño. Una vivienda a la que se accedía por una modesta terraza que daba a una plaza algo ajardinada, en la que ancianos y niños acostumbran a pasar las tardes, cada cual entregado a lo suyo. La chavalería a jugar, y la veteranía a charlar entre ellos y a no perder detalle de los juegos de los menores. ¿Y nosotros? Pues a sentarnos a descansar en la terraza, refrescándonos con una cerveza mientras “vigilamos al vigilante”, observamos la vida social vespertina de los dos extremos generacionales de la población.

Y ¿A qué juegan los niños en un pueblo blanco de la serranía? A varias cosas, aunque casi siempre las mismas. Al fútbol ¿cómo no? A experimentar con el balón y las alturas… en esto hubo un momento en que se les complicó el asunto y tuvimos que salir como “espontáneos” a ayudarles a recuperarlo. Pero, sobre todo, a diario ¡a los toros! Espero que aquellos pueblos, alejados de la metrópolis, de Bruselas, de los ministerios, de las “unidades de igualación de mentalidades” y de tantas entidades que pretenden instaurar nuevos formatos de conciencia colectiva y emociones legisladas, administradas y dirigidas (formateo social que dirían los informáticos), no sufran la visita de hordas de psicólogos o agentes de inspección emocional y conversora, que se inmiscuya en el juego de la chavalería. Los niños jugaban a los toros tarde tras tarde. Los que lo hacían tenían entre ocho y diez años aproximadamente. Los ancianos disfrutaban con el espectáculo y hasta comentaban algunos de los lances. La tapia en la que se encajaban camuflados los contenedores de la basura constituía el pasillo de toriles. Los niños no queman allí los contenedores, como acostumbran a hacer los adolescentes de las grandes capitales, juegan a los toros. Para hacerlo tienen una cornamenta real. Un par de pitones unidos que aquel a quien por turno le toca hacer de astado esgrime con replicada naturalidad bravía, respondiendo a los envites o escapadas de sus compañeros de juego. Estos le aplican muletazos, y se protegen en los burladeros representados por los bancos del parque. El toro-infante embiste, lanza o no derrotes dependiendo de su malicia-personalidad, escarba en la arena, etc. Se suceden los pases. Con capote o con un cartón. Las citas, más valientes y arriesgadas o más timoratas. Los jubilados no pierden ripio. Hay días que hasta los protagonistas “tocan” los cambios de tercio.

Los miembros de aquel grupo jugando a la torería estaban delgados. Recuerdo a uno de complexión robusta pero no gordo. No es de extrañar, se pasaban las tardes corriendo. Abandonada “la plaza”, al anochecer, salíamos a cenar a los restaurantes del pueblo. Niños y niñas seguían callejeando de forma lúdica sin riesgos aparentes que les amenazaran. La sociedad local, de todas las edades, también por la calle. La alcaldesa, los empleados del campo, el director del colegio, los jóvenes preparando sus noches de salida, los paisanos y los “guiris”. Algunos “guiris” que ya son vecindario.

Estábamos allí porque nuestro viaje tenía un claro objetivo cultural e histórico. Por una vez en la vida, habíamos decidido asistir a la Feria de Ronda. A la taurina. Una feria que, faenas aparte, aglutina una serie de atributos que la hacen muy singular. La programación es siempre muy corta. Tres corridas: novillada, rejones y goyesca. Como circunstancia especial, por razones que se me escapan, en esta ocasión las dos últimas se celebraban el mismo día, por la mañana y por la tarde respectivamente. Eso facilitó nuestra visita, casi monográfica.

Sobre la plaza de Ronda ya escribí en mi relato de El Camino Inglés. Es hermosa, antigua, diferente, etc. Un icono visitable que merece la pena conocer. El rejoneo es cosa de bestias. Caballos y toros. Es la forma más antigua del toreo. En España se toreaba a caballo, lo hacía la nobleza. Lo del toreo a pie, mucho más popular, vino después, asociado al pueblo llano, a las masas y al “libre” acceso de la ciudadanía, generando entre el público una mezcolanza de clases sociales y niveles culturales que sigue vigente, que actualmente es casi único en su diversidad, y que demasiados “ayatolas de las doctrinas y morales posmodernas” no quieren ver ni reconocer. Desde sus inicios, y hoy en día con total pujanza, las plazas de toros han sido territorio de libre circulación, exhibición “empoderada” (me espanta esta expresión) y expresión descarada para las mujeres. Ellos, sus parejas (los que la tienen) se tienen que aguantar, les guste o no, si ellas deciden llevar la minifalda a los toros (que se le pregunten si no a Manolo Escobar). O el escote de vértigo, o los labios más rojos que la sangre, o lo que sea. Son los toros, y en sus tendidos se asienta la sociedad, un cúmulo de gente de toda índole que compone una masa diversa, apretada, sudorosa y en permanente contacto y diálogo, que dice lo que quiere y discute a viva voz. Que aclama o protesta a coro sin planificación o acuerdo previos. Una buena representación de un país, infinitamente más genuina, en cada plaza, que la mayoría de los hemiciclos que tenemos dispersados por nuestra geografía.

Como la sociedad cambia y evoluciona, la plaza no se llenó para los rejones. Son menos populares. El toreo a pie se fue imponiendo siglo a siglo. Por lo que yo he podido comprobar, que no es mucho, geográficamente hablando, acude más público a los toros de a pie que al rejoneo. A este segundo van dos tipos de aficionados, aquellos a los que les gustan los caballos, y a los que nos gustan los caballos y los toros. La monta es del tipo vaquera. Doma de trabajo llevada al extremo del riesgo, el arte y el espectáculo. Le pese a quién le pese, el “efecto border collie” ha acabado llegando también al rejoneo, y la práctica totalidad de caballos toreros ya no son de raza española, sino lusitana. Tan estilosos y elegantes como los primeros, los segundos tienen más chispa, agilidad y carácter. La corrida supuso un capítulo más de un relevo generacional. Pablo Hermoso de Mendoza, imagino que ya en fase de retirada, compartía cartel con su hijo Guillermo, que se encuentra en pleno despegue. Entre ambos, como contrapunto, Lea Vicens, valerosa francesa sobradamente curtida en faenas.

La corrida no resultó una maravilla. Los toros tenían movilidad suficiente, pero tendían a despistarse si no se les toreaba muy de cerca. Pablo toreó con su clase de siempre: monta impecable con estilo muy clásico, parco en chulería, pero rebosante de saber estar y de oficio. Sin excesivos alardes cumplió con su primero y saldó con solvencia las complicaciones que le surgieron al matar su segundo. El torero, pese a su edad, mantiene su tipo de siempre. Alto y delgado y en forma, da gusto verle moverse sobre el caballo (poco y lo estrictamente necesario) y sobre la arena cuando se baja para asistir al desenlace de sus faenas. Personalmente, un ejemplo a seguir en eso de cuidarse y acertar a mantener el tipo.

Pablo Hermoso de Mendoza en acción. (Imagen: Daniel Pérez, EFE).

Lea también sabe cuidarse. Pese a ir cumpliendo años, tiene un tipazo que, desde mi punto de vista heterosexual, resulta muy atractivo. Vestía conjunto de campo completamente negro. También es una buena amazona. Con estilo y repertorio. No sé si no acertó a leer del todo el comportamiento de su primer toro, o fue que durante algunas fases de su lidia sacó a un caballo poco experto (en formación), pero el caso es que durante un rato lo estuvo toreando demasiado separada, y el toro se despistaba y rompía la fluidez de la faena. Aun así, creo recordar que se la premiaron. Con el segundo la cosa le fue peor. Sin querer, en uno de los lances, acabó clavando un rejón en la grupa de uno de sus caballos. Quizás por eso, por los nervios o por el sentimiento de culpabilidad o rabia que aquello le hubiera podido generar, se le complicó mucho la suerte de matar. Un segundo pinchazo resultó alarmantemente descolocado en un lateral y acabó teniendo que rematar al toro desde la arena. En la cuadrilla de Lea había un subalterno que, a todas luces, parecía su hombre de confianza. Siempre era él quien estaba al quite de todo, y el encargado de mover o dosificar al toro durante cada cambio de montura. Todo un profesional que no pasaba desapercibido al exhibir una figura humana y real digna de un torero pintado por Botero.

Espectacular lance de Lea Vicens. (Imagen: Daniel Pérez, EFE).
 

Guillermo salió más que airoso de la plaza. Sin ser espectaculares, sus faenas se desarrollaron bien, algo menos precisa en la muerte la segunda. El chaval tiene dominio, ha heredado técnica y competencia, porque tiene un fantástico maestro, y aplica el dramatismo propio de la juventud, que le ayuda a enardecer a parte del público. Fue el que mayores ovaciones generó entre los asistentes y el que logró mayor triunfo cuantitativo. En todo caso, vivida la experiencia, tengo que decir que, en cuestión de rejoneo (algo que también se confirmó por la tarde con la corrida goyesca) la presidencia de la Plaza de Ronda me pareció excesivamente generosa a la hora de conceder orejas. Cada verano de aquellos en los que asisto a la plaza de mi ciudad, que no son todos, tengo que escuchar la cantinela de algunos aficionados foráneos (casi siempre los madrileños) de que la nuestra es una “plaza de segunda” en la que regalan los trofeos. Pues desde luego, si la comparamos con la de Ronda, la nuestra resulta mucho más exigente.

Turno de Guillermo Hermoso. (Imagen: Daniel Pérez, EFE).
 

Entre corrida y corrida salimos en busca de un lugar para comer. A las primeras de cambio dimos con una mesa exterior en una calle y a la sombra. Fue una suerte decidirse porque minutos más tarde hubiera resultado imposible. Eso lo supimos luego cuando vagamos por toda la ciudad intentando que nos sirvieran unos cafés sin conseguirlo. Pero la comida fue bien. Después, el vagabundeo nos sirvió para empaparnos un poco de ambiente de feria. Por allí había de todo, por lo general agrupamientos numerosos de personas. Suponemos que peñas, cuadrillas de amigos, familias extendidas, lo que fuera con tal de juntarse y organizarse para vivir el ambiente festivo. Por lo general, ellas, con mejor o peor gusto, muy “puestas”. Ataviadas con galas para la ocasión, mucho maquillaje, calzado de vértigo y clara exposición personal de cara a la galería. Ellos, y en especial muchos jóvenes, trajeados, bastantes incluso con chaleco, soportando los calores con estoico aguante y sudor.

La corrida de la tarde ya era otra cosa. Las inmediaciones de la plaza estaban a reventar de gente. Aquel es un acontecimiento que va más allá de lo taurino. Añade una dimensión cultural: su formato goyesco, y otra “de sociedad”. El aforó se llenó completamente y, gracias a esa parte de público especializada en la búsqueda y captura del famoseo, nos pudimos ir percatando de quiénes estaban sentados aquí o allá. Asiduos de las revistas del corazón que a mí siempre se me escapan por desconocimiento en la materia. Personajes del mundo del toreo, de los cuales conozco algunos pocos, pero no demasiados porque soy un aficionado poco apegado. Y bastantes políticos, probablemente demasiados y, en este caso, parte de ellos militantes de un partido de cuyo nombre y color no quiero acordarme.

En lo relativo a lo cultural, la goyesca es única. Ya lo es el escenario. En él, un amplio sector del piso superior de los tendidos está reservado para los socios o miembros de la Real Maestranza de Caballería de Ronda. La ocupa gente vestida muy elegantemente. Los varones con americana azul marino. Da la impresión de que algún tipo de etiqueta rige la asistencia. Minutos antes del comienzo de la lidia, una serie de carruajes entran en el coso y dan algunas vueltas para deleite del respetable. Son enganches lujosos con tiros de caballos con magnífica estampa, conducidos y asistidos por personas uniformadas. El pasaje lo compone un nutrido grupo de damas de honor (yo pensaba que manolas), todas ellas vestidas con trajes de la época referida. Van impecables, el muestrario es muy variado y con delicado esmero en los detalles. Todas ellas parecen sacadas de un lienzo de Goya. Historia artística española escenificada en la plaza.

Conjunto de las Damas Goyescas. (Imagen: diarioronda.es; gabinete de prensa del ayuntamiento).


 

Algunos atuendos en más detalle. (Imágen recortada de foto en: diarioronda.es; gabinete de prensa del ayuntamiento).

(Imágen recortada de foto en: diarioronda.es; gabinete de prensa del ayuntamiento).

(Imágen recortada de foto en: diarioronda.es; gabinete de prensa del ayuntamiento).

El paseíllo es otro buen momento para disfrutar de la peculiaridad estética del evento. Todos los implicados van vestidos al estilo goyesco del toreo. Sabido es que Goya dedicó una amplia colección de aguafuertes a la tauromaquia. Las vestimentas, en este caso, pretenden ser fieles a las de su época, solo que allí, en Ronda, se aprecian a todo color bajo el sol.

Grabado de Goya de su serie sobre la Tauromaquia. (Imagen: realacademiabellasartessanfernando.com)

Metidos en faena, el cartel prometía una magnífica tarde de toros. Morante de la Puebla, Juan Ortega y Roca Rey. Pero las promesas en los toros, los vaticinios, de poco sirven. Por eso se menciona tanto la palabra suerte. Hubo algún toro bueno, otros malos y alguno peor. Y lo mismo pasó con los toreros. Con Morante de la Puebla ya se sabe, o todo o nada. Él venía dispuesto a todo. Pude disfrutarlo este verano en otra ocasión, nada que ver con la primera vez que le vi, que fue un auténtico desconsiderado. Para empezar, calculo que ahora se pasea con unos quince kilos menos que juegan en su favor. Además, se había tomado especialmente en serio el asunto de la goyesca y lucía un atuendo espectacular, con redecilla en el pelo y una estampa de museo del Prado. Impecable y sublime. Alta costura taurina. No tuvo suerte con su primer toro, con el que lo intentó hasta que nos quedó claro a todos que no había modo de sacarle nada, así que cumplió con su cometido. La cosa ya se torció con el segundo, que salió completamente acalambrado o inválido de un cuarto trasero, algo que la presidencia tardó demasiado en reconocer, pese a las quejas en los tendidos. El retraso propició que la faena avanzara más de la cuenta y que, cuando se tomó la decisión de retirarlo, el reglamento obligara a tener que matarlo. Por cierto, así fue como nos enteramos de que en Ronda no tienen cabestros. Morante cumplió con eficacia (y a la primera) el tener que matar a un toro sin apenas lidiar, algo que, desde mi falta de experiencia, me pareció extremadamente peligroso. Pero llegó su tercero… el que sustituyó a ese segundo fallido. Ignoro qué pudo pasar por la mente del diestro, pero aquello acabó derivando en un espectáculo lamentable. Una segunda, agresiva y tenaz cita con el picador provocó un flujo de sangre tremendo, un auténtico “desague”. Aquello dejó al toro exhausto, sin fuerza y sin movimiento. Fue evidente para todos, y el torero decidió cortar por lo sano con prisa de forma inmediata. Pero de sano nada y de inmediato menos. Las prisas, incomprensibles para tareas delicadas o precisas, no son lo más recomendable para algunos menesteres, y parece un absurdo tenerlas cuando nada las obliga. Ignoro si el maestro fue víctima de una enajenación mental transitoria pero el caso es que al querer matar al toro a todo correr, sin colocarlo, cuadrarlo o lo que sea, sin apuntar, esperar o templar sus propios ánimos, acabó con él tras ¡siete estocadas! No es un decir, las conté. Horroroso. Sin palabras.

Morante de la Puebla con el capote. (Imagen: Arjona).
 

De Juan Ortega no sabía nada. Jamás le había visto torear. Lo hace bien, tiene un estilo elegante y esmerado. Más de arte corporal expresivo que de espectáculo arriesgado o de acumulación de pases. Dejó claras muestras de ello en un toro que no le salió muy aprovechable. En el otro ¡lo bordó! No tanto al matarlo como al torearlo, ya que sacó muy buenas series y, además, demostró estar muy atento a su dosificación, que no era fácil, evitando que se le viniera abajo y acertando con las distancias. Se ganó a la plaza. Triunfó.

Juan Ortega con la muleta. (Imagen: Arjona).

También lo hizo Roca Rey con el primero. El peruano nunca falla. Es una de las estrellas del momento actual. Aunque con el segundo apenas pudo lograr nada, con el primero nos demostró todo. Desde el capote hasta la muerte, con una faena de muleta espectacular en la parte principal de la lidia. Series magníficas, complementadas con esos alardes suicidas con los que tanto juega este diestro, y que tanto vértigo de angustia mortal provocan al público. Roca es un torero espigado y larguirucho, “zancudo”, extremadamente flaco. Su figura no parece predispuesta a generar estampas o poses artísticamente armoniosas y, sin embargo, en acción y con el toro, es un espectáculo. Además, respeta al máximo al público, torea para la gente. Y discretamente, con profesionalidad camuflada, dramatiza la faena generando los descansos que cada toro necesita para seguir siendo toreado con fluidez. Otro triunfo, que diría mi amigo Chus.

Roca Rey en pleno lance. (Imagen: Arjona).

Ya de vuelta a casa, cruzada completamente, de sur a norte, la “piel de toro” que dicen que dibuja nuestra geografía nacional, una larga fase de obligaciones laborales, especialmente exigentes, hizo que tuviera que dejar varias semanas para poder ponerme a escribir sobre todo aquello. Y a punto de hacerlo, una noche, para cenar en casa, abrimos una botella de tinto de las Sierras de Málaga. De nombre Perezoso, el vino se presenta en una botella oscura. Antes de abrirlo ya me recordó a los toros bravos. Perezoso se me antojaba nombre de toro. No me equivocaba, haberlos los ha habido y probablemente muchos. Una búsqueda muy rápida y superficial me ha mostrado a varios. Uno de la ganadería de Fernando Machancoses (Picassent) que participó en un concurso en Torreblanca en 2003. Otro de Guadalmena en una corrida en Plasencia en 2013. De Santa Fé del Campo, en Plaza de México en 1995, con vuelta al ruedo incluida. Otro de Germán Vidal, utilizado para un embolado en Cabanes en 2012. Lo dicho, haber ha debido haber muchos con ese nombre. Pero perezoso también es adjetivo taurino. En terminología de mayoral[2], llaman perezoso al “toro que en los viajes o conducciones anda con calma. También rezagado, vago, etc.”. Y por haber también he encontrado por ahí algún caballo español ejemplar con el mismo nombre. El vino en cuestión presenta una “capa” (vitola) de color “negro zaíno” (mate), con pocas letras, de color blanco. Nos gustó, se mostró como un vino bastante poderoso, probablemente gracias a su 100% de uva Syrah, variedad hacia la que tenemos cierta querencia en casa.

Todo esto empezó hablando un poco de filosofía y así va a concluir. Vuelvo a citar a Byung-Chul Han y en este caso sin comentarios añadidos, cada cual que interprete lo que quiera:

«Keiji Nishitani, filósofo del budismo Zen, interpreta en Über Ikebana el arte japonés del decorado con flores a partir del fenómeno del “cortar”. En cuanto la flor se separa de la raíz de su “vida”, se le corta en cierto modo su alma. Con ello se le quita el impulso, el “apetito”. Esta cercenadura trae la muerte a la planta. Ella se “deja morir de propio”. Sin embargo, esta muerte se distingue del marchitarse, que para la planta sería una especia de fallecimiento o muerte natural. Se le da muerte a la planta antes de haber vivido hasta el fin. En el Ikebana la flor ha de ser alejada del marchitarse, de la muerte natural, del cesar de la vida y de la aspiración. […].

El arte del Ikebana no descansa en un trabajo luctuoso, que consiste en matar la muerte o borrar el tiempo. Ikebana significa literalmente “vivificación de las flores”. Se trata de una vivificación singular. Se vivifica la flor, se la ayuda a conseguir una vida más profunda en cuanto se le da muerte. El Ikebana hace que lo perecedero brille como tal, sin traslucirse la infinitud».


[1] Byung-Chul Han: “Filosofía del Budismo Zen”. Herder. Barcelona. 1ª edición, 7ª impresión, 2021.

[2] Anónimo: “Léxico de los mayorales de bravo de Salamanca”. Junta de Castilla y León. Valladolid, 2009.