viernes, 13 de mayo de 2022

UN JÁNDALO EN EL GASTOR (CÁDIZ 1)

El Gastor es un pueblo situado en el nordeste de la provincia de Cádiz. Un Pueblo Blanco. Según se dice, “el balcón de los Pueblos Blancos”. Tan al borde del límite provincial que si cabalgas despistado por su campo, o tu jaca se tropieza y da un traspiés, puede que cuando quieras darte cuenta ya te hayas pasado a territorio malagueño y camino de Ronda.

Dentro de la ruta o “colección” de Pueblos Blancos de la Serranía de Cádiz, los alrededores de El Gastor componen, en mi opinión, la crema del apelativo, los que allí se concentran son especialmente hermosos, y tan cercanos unos de otros (distancias de rara vez superan los 22 km) que, recorrerlos en bicicleta, moto o coche resulta perfectamente abordable sin generar fatiga al viajero. Su sucesión de curvas, la estrechez y poco tráfico de las carreteras que los unen, la posibilidad de variantes para configurar el recorrido y el dinámico paisaje que se presenta, mediante sucesivas lomas entrecruzadas, olivares, campos de labor, eventuales picachos afilados y tajos roturados por los cursos de agua, garantizan el entretenimiento de la conducción. Magnífica etapa para el ciclista, ruta para el motorista o tramo para el conductor.

El Gastor, si el viajero quiere que así sea, puede ejercer una función de nodo de comunicaciones de modo ideal. Que sí un bucle por el norte y otro por el sur, y con ambos, podrá haber visitado Setenil, Olvera, Algodonales y Zahara de la Sierra. Junto con El Gastor (y que me perdonen otras localidades) la “creme de la creme”. El pueblo en sí, ni es el más famoso ni el más visitado de los mencionados, pero tiene sobradas cualidades para que nos pueda interesar. Compite, de tú a tú, con Setenil, Olvera o Zahara en cuanto a espectacularidad paisajística. El primero tiene su propio tajo, sus cuevas habitadas y sus edificaciones sobreelevadas; el segundo su castillo y su templo dominando el desparrame inferior de blancura; Zahara aparenta más serranía, dominado como está por una escarpada cumbre y casi bañado, a sus pies, por un embalse de tonalidad turquesa glaciar. Pero el Gastor no se queda atrás. Se encuentra encaramado en una abrupta montaña, abrazando su ladera, permitiéndose así contemplar a los demás alrededor. Por si fuera poco, lo suficientemente apartado de la carretera que comunica Ronda con Utrera, como para garantizarle serenidad y ambiente puramente serrano. Tres estrechas carreteras nos pueden acercar hasta allí. Todas lentas y reviradas, como ha de ser cuando el viajero quiere evadirse y desconectar de la civilización rodada uniforme, aburrida y alienante. Un constante sube y baja en forma de toboganes configura la que proviene del nordeste, ya sea de Setenil o de Olvera. Asciende con ímpetu desde el sur la que enlaza con la carreta principal antes citada, aunque acaba descendiendo un poquito antes de llegar al pueblo. Quizás sea esta segunda la más “contemplativa” en cuanto a “horizontes”, los cuales se abren con generosidad hacia poniente y hacia el sur (preferentemente al lado izquierdo de nuestro vehículo o montura cuando nos dirigimos a El Gastor). Por último, la más modesta, es una cinta asfaltada que proviene del noroeste. Un enlace breve que, desde un lecho acuoso nada ostentoso, casi una vega escondida, remonta con esfuerzo y curvas toda la ladera sobre la que se encarama el núcleo urbano.

Grazalema atardeciendo

Alrededores de El Gastor

Detalle de Olvera

Setenil de las Bodegas

El pueblo es blanco ¿cómo no? Típico conjunto compacto de edificaciones apretujadas, inmaculadas y con esa equilibrada combinación de orden y caos típica de la zona. Hermosísimo en la distancia y acogedor al pasearlo. Con cuestas ¡claro! Viajeros, están ustedes en la sierra, qué esperaban. Pero hay buenas noticias, la calle principal, lo suficientemente estrecha como para que circularla en coche suponga un buen ejercicio de civismo, educación, cesión o hasta diálogo, está trazada casi siguiendo una curva de nivel de la ladera, resulta casi llana.

Visitados los pueblos enumerados hasta ahora, si mi apreciación personal no me engaña, hay un atributo que distingue a El Gastor con respecto a los demás. Una característica que, para el turista contemporáneo, el de masas, el de lista de destinos… la marabunta, pueda resultar una pega, pero que, para mí, lo revaloriza. Es el menos turístico de todos, con pocas opciones de alojamiento, las justas de restauración, ninguna tienda de souvenirs y casi ninguna atracción visitable “imprescindible”. Como consecuencia lógica de todo ello, aporta “verdadero” vecindario, serenidad, vida social de calle, espacio para todos y un largo etcétera que podríamos integrar a modo de: autenticidad. Comer se puede comer muy bien, lo he comprobado en sus dos posibilidades. Además, hay un puñadito de bares en los que sirven sin que tengas que pugnar por el espacio o la atención de los camareros. Hay tiendas para lo necesario, no para productos típicos de “aquí” pero fabricados en China. Y hasta mercado los jueves. Hemos estado viviendo allí una semana y, sin esfuerzo alguno, pudimos entablar natural conversación con bastante gente. Sin tumultos, sin problemas de estacionamiento, sin hordas de guiris llenando las calles, etc.

 

Paseando por El Gastor

Si alguno se pregunta qué se puede hacer en El Gastor, además de lo explicado, tiene algunas posibilidades. Aunque no sea este el asunto del que me quiero ocupar, lo mencionaré de pasada. Pasear por sus calles y, si se tiene tiempo suficiente, emprender caminata por su modesta pero interesante red de senderos, conformada por siete itinerarios diferentes. Uno lleva al Dolmen del Gigante, otro al embalse, algunos ascienden, etc. Por falta de actividad que no sea. Y para reponerse, contundente Guisote Gastoreño, el cual, lamentablemente, no tuve oportunidad de probar, pero anotado ha quedado para la próxima visita. Lo que sí nos trajimos fue un bote de miel de la “Abeja gastoreña”, una que lleva frutas dentro. No me llamó especialmente la atención hasta que unté su contenido en un queso de cabra semicurado y entonces… ¡qué placer!

Ese otro asunto que más me interesa ahora es del jándalo anunciado en el título. Por jándalo, aquí, deberíamos entender lo que nos sugiere la Wikipedia, que es lo que siempre he tenido entendido, y difiere de la definición de la RAE. “Se conoce como jándalo a la persona originaria de Cantabria (y a veces, por extensión, del norte de España) que emigraba a Andalucía adquiriendo la pronunciación propia de allí o adoptando costumbres andaluzas”. (Wikipedia). Lo es mi primo Eduardo, desde hace décadas, que ahora jubilado, alterna Cantabria con Zahara de los Atunes, donde ejerció media vida laboral como maestro. Pero aquello es la costa y la almadraba, bien diferente de la Sierra. Al que me refiero aquí es a mi hijo, quien, lejos aún de poder ser considerado un auténtico jándalo, camino lleva de convertirse en ello, algo que hasta me hace ilusión, especialmente teniendo en cuenta a lo que se dedica. Más tarde lo explicaré.

Jándalos aparte, la historia del Gastor se ha caracterizado por incluir entre sus afamadas personalidades a algunas personas que no fueron oriundas de allí, pero que, sin embargo, ligaron su vida a la localidad, la cual, como demuestran algunos de sus monumentos conmemorativos, un modesto museo y varias publicaciones informativas, ha acabado considerándolos, con orgullo, “hijos” suyos. Me voy a referir a tres de ellos. Dos históricos y reconocidos. Otro actual y que se me antoja a mí.

El primero es reconocido y revalorizado porque hace tiempo que está muerto y porque su época fue otra y, afortunadamente, ya pasó. Eso hace que actualmente no se juzguen sus andanzas, sino que se interpreten desde una perspectiva romántica y legendaria. Y es que se trata de José Mª Hinojosa, El Tempranillo, uno de los más míticos bandoleros de las sierras andaluzas. El personaje nació en Jauja, una pedanía de Lucena (Córdoba) en 1805. El mote le viene de lo temprano que tomó el camino criminal, a los quince años según algunas referencias, a los 18 para otras. Con el paso del tiempo, el bandolerismo andaluz (y por lo tanto también el que asoló las serranías de Cádiz, Ronda y Málaga) fue evolucionando, bajo el prisma de la opinión pública, desde la criminalidad (cuando estuvo activo) hacia el romanticismo (cuando dicho movimiento artístico y de pensamiento empapó a la sociedad). Ahora se conserva como objeto de estudio histórico y antropológico, aspecto cultural y, especialmente, motivo temático para el turismo. Así que figuras como la de Tempranillo, que ya de por sí fue mítica en vida (una existencia bastante breve: 1805-1833), han ido adquiriendo un gran prestigio evocador, enterrados ya en el olvido los daños, delitos o crímenes por él causados a determinadas gentes. A favor de este bandolero hay muchos factores. Su figura llegó a ser percibida como la de una especie de Robin Hood a la serrana. Un delincuente valiente y osado ante las autoridades y la gente pudiente, a la vez que generoso con los pobres y desvalidos. Además, alcanzó fama de hombre galante con sus víctimas femeninas, y educado y poco violento con el resto. De él se contaron, cantaron y recitaron muchas anécdotas. Ciertas, tergiversadas, inventadas o atribuidas a él aunque originarias de otros. Desde un punto de vista “profesional” (si consideramos el ser bandolero como su “empleo”) desempeñó una carrera eficaz, brillante y sin que se le pudiera atrapar. Puso en jaque a las fuerzas del estado y causó frustración hasta al rey. Sus comienzos como proscrito fueron causados por vengar a su padre. Y es que las venganzas y ajustes de cuentas por iniciativa propia fueron un detonador bastante común en el fenómeno del bandolerismo. En cuanto al final de su “carrera”, llegó en forma de indulto generalizado, al poco del cual ingresó en el Escuadrón Franco de Protección y Seguridad Pública de Andalucía, que comandó durante breve tiempo, hasta encontrar la muerte en un tiroteo en acto de servicio.

Dibujo del Tempranillo, por John Frederick Lewis. (Imagen: wikipedia).

 
Estatua ecuestre del Tempranillo en Ronda (Imagen: esculturaurbanaaragon.com)

En su época de bandolero, parece que pasó algún tiempo formando parte de la banda de “Los siete niños de Écija”, aunque pronto pasó a liderar una partida montada muy nutrida, formada por varias decenas de jinetes. El grupo tenía tal prestigio que casi disfrutaba de “lista de espera” para ingresar en él. La influencia de este bandolero sobre la cultura lúdica posterior del fenómeno ha sido muy grande. Inicialmente sus hazañas y correrías formaron parte de las conversaciones de los pueblos y aportaron argumentos a la literatura de cordel o coplas de ciego. También al folclore musical, tan importante en aquellas tierras. Con el tiempo, fue protagonista de relatos folletinescos y, ya en el siglo XX, incluso de alguna serie de cómics. El trasvase de aventuras de unos personajes a otros ha sido muy común en la utilización cultural de los mismos, por eso, aunque la popular serie de televisión “Curro Jiménez” se fundara inicialmente en la biografía de otro bandolero distinto, no cabe duda de que los guiones de algunos episodios concretos parecen estar basados en vivencias atribuidas al Tempranillo.

Portada de un comic del Tempranillo de 1950. (Imagen: nebrixa.com)

En cuanto a El Gastor, allí vivía una de las amantes del Tempranillo. Rosa. Entre leyendas, escritos, noticias de prensa, romántica apropiación de la figura para diferentes localidades actuales, etc. Seguir la pista de las que fueron verdaderas parejas del bandolero no parece cosa fácil. Fueron unas cuantas (Fuensanta, Clara, María Cobacho, Jerónima Francés (madre de su único hijo), etc.). Una de ellas fue Rosa. Hay un recopilador del bandolerismo rondeño que la localiza en Ronda, pero en El Gastor tienen la certeza ¡y la casa! De que era de allí. A no ser que hubiera habido más de una Rosa, aquella “su Rosita de mayo”. Lo mismo es que la visitaba principalmente por primavera… La casa de Rosa se encuentra en una de las calles más bonitas y floridas del pueblo. Alberga un modesto Museo de Usos y Costumbres. Su visita lleva pocos minutos (más si se entabla tranquila conversación con quien lo enseña), pero resulta interesante por lo ilustrativa. En la planta baja encontramos el dormitorio principal, escenario, es de suponer, de pasionales lides amorosas sobre una cama alta, de cabecero y pie de hierro. También está la cocina, decorada a la antigua usanza, con los utensilios esparcidos alrededor del hogar. Hay alguna estancia más, además de una zona con aperos de labranza y utensilios de tratamiento hogareño de los productos del campo. Es el espacio en el que se albergaba y atendía a los animales. Por supuesto, también encontramos el patio interior, tan habitual en la arquitectura tradicional de aquellos parajes. En la segunda planta, bajo cubierta, se accede al “soberao”, buhardilla o desván, que ahora atesora una buena cantidad de objetos artesanales y curiosidades relacionados, todos ellos, con la etnografía local, el bandolerismo, las actividades tradicionales, etc. Bien conocido es el asunto del bandidaje en Andalucía. Especialmente arraigado en las serranías de Ronda y Grazalema, destacó sobremanera en el entorno de los Pueblos Blancos más montañosos, llegando a alcanzar El Gastor, en torno a los años veinte del siglo XIX, fama de nido de bandoleros.

Acogedora y florida calle en El Gastor.

Dintel de la casa de Rosa.

El segundo personaje homenajeado por el pueblo de El Gastor fue un mítico guitarrista de incuestionado reconocimiento en el ámbito del flamenco. Diego de El Gastor (Diego Amaya Flores) nació en Arriate (Málaga) en 1908. Lo hizo en el seno de una familia extremadamente numerosa. Y es que sus padres, Bárbara Flores y Juan Amaya, tuvieron hasta 22 hijos, aunque los biógrafos de Diego únicamente han encontrado documentación de doce de ellos. Aquella era una familia gitana que, procedente de Grazalema, vivió unos años de cierto nomadismo propiciado por dedicarse él, Juan, al trato de ganadería. Pero el caso es que acabaron afincados en El Gastor, donde se crio Diego. Su primer maestro en el menester del guitarreo fue su hermano José, quién destacó como concertista por la comarca. Parce que diego no estudió. Ni música, ni casi nada, porque no estuvo escolarizando, sino viviendo su niñez entre la guitarra, las mulas de su padre y el juego con la chiquillería de El Gastor. Al padre los negocios le fueron muy bien. Hizo crecer su patrimonio y acabaron adquiriendo un par de viviendas en el pueblo y, poco a poco, varios inmuebles en Morón, a donde acabaron trasladándose. De hecho, allí es donde Diego vivió el resto de su vida, aunque siguió frecuentando El Gastor. No cabe duda de que conservó un cariño muy especial y muchos recuerdos del pueblo, porque fue su topónimo el que escogió para su nombre artístico. E incluso para el de dos de sus discípulos más destacados, sus sobrinos Paco y Juan “del Gastor”.

Diego tocando en plena fiesta. (Image: Steve Kahn; en cicus.us.es)

Cuentan de él que era una persona agradable, con contradicciones llevaderas e interesantes y unos principios personales muy arraigados, preferentemente tendentes a la libertad y autonomía personal. Para todo, desde la política hasta la música, pasando por los demás órdenes de la vida. Tuvo la fortuna de librarse de la “mili” gracias a las gestiones de su padre. Precisamente, por aquel marcado espíritu de independencia artística, nunca quiso grabar discos propios, además de esquivar grandes contratos y evitar prodigarse en acontecimientos multitudinarios. Tenía miedo de pervertir su arte, de verse comprometido, y prefería expresarse en ambientes en los que se encontrara a gusto. Su fama alcanzó lugares tan remotos como Japón o los EEUU. Dicen incluso que puede haber más grabaciones suyas en solitario (siempre con medios no profesionales) en América que en España.

Disfrutar de la maestría interpretativa de Don Diego no es fácil. Hacerlo supone indagar entre discografías ajenas. Álbumes en los que acompaña a cantaores coetáneos a él, y de reconocido prestigio. De esas hay muchas. Y también algún que otro programa de televisión antiguo. Aunque, como es de suponer, su leyenda debió de generarse y crecer en el directo de los festivales, los conciertos, las fiestas y los saraos, ya fueran estos últimos organizados o improvisados. Pero fieles a nuestro estilo viajero, no contentos con la referencia, ya de vuelta en casa, emprendimos la indagación necesaria como para dar con dos obras recopilatorias que suman un buen conjunto de piezas suyas como protagonista. Las grabaciones tienen diferentes calidades y orígenes, así que unas crepitan más a vinilo que otras. Hay piezas muy poco nítidas o con ecos y ruido del directo, aunque algunas otras se conservan bastante bien. En cualquier caso, todas “saben” bien y rebosan maestría, dominio del instrumento y mucho arte.

Diego tocando en El Gastor (Imagen: William Davidson en flamencopolis.com y "El eco de unos toques" libro de Ángel Sody de Rivas)
 

En una de ellas Diego toca sin voces a las que acompañar. Ni soy entendido en flamenco ni siquiera seguidor. No le hago ascos y hasta lo disfruto mucho en algunos casos, tanto ciertos palos clásicos como fusionado con otras músicas. Pero cuando se trata de guitarra flamenca por sí sola, me encanta. Y este es el caso, me alegro de nuestro esfuerzo en la búsqueda porque escucharlo completa parte de nuestro primer viaje a El Gastor. El otro recopilatorio va alternando piezas instrumentales (de su guitarra) con otras en las que acompaña a diferentes cantaores. Unas y otras parecen poder enmarcarse en lo que uno de sus biógrafos califica de flamenco muy “jondo” y auténtico, más centrado en el duende que en las florituras. A Diego el flamenco le vino de familia, ejemplo de ello fu su tía-abuela “Aniya la de Ronda”. A él se le considera como un exponente imprescindible del denominado “toque de Morón”. Un tocar que provino de su maestro Pepe Naranjo y que, tras las aportaciones de Diego y algunos otros, ha tenido continuidad a través de varios guitarristas, incluidos sus sobrinos.

Una cosa más que añadir, al disfrutar de las carreteras de aquellos alrededores, mi querencia preferiría la bicicleta o la moto (si fuera posible a caballo lo haría recorriendo las sendas). Aunque para el coche sí que encuentro una ventaja, la de poder ir escuchando los rasgueos, punteros y percusiones de Diego del Gastor con su guitarra, banda sonora ideal para perderse entre colinas de olivares, encinares y alcornocales.

La historia musical de El Gastor no se limita a tan magnífico y consagrado guitarrista. Hay más. Música ancestral y algún cantaor más reciente. Entre los valores etnográficos de la localidad, sobrevive un instrumento singular, la gaita gastoreña. A un cuerno de vacuno, algunos vecinos le acoplan una pieza de madera, con pabellón de resonancia y orificios a modo de flauta, y una “pita”, que es la caña o lengüeta a través de la cual se sopla. El sonido que genera sí que recuerda a las gaitas, aunque en versión más rústica y con, aparentemente, unas posibilidades melódicas e interpretativas tremendamente reducidas o limitadas. Por las fiestas del Corpus Cristi, cuando el casco urbano se engalana y tapiza de ramos, se celebra allí un concurso de gaiteros en los que mayores y chavalería hacen lo que pueden por tratar de conservar el sonido de tan arcaico instrumento. Un valioso ejemplo del acervo tradicional local que, a toda costa, hay que evitar que se pierda.

Gaita gastoreña. (Imagen: eldiario.es)
 

En cuanto al cantaor, no es adoptado. Nació en el pueblo en 1952, aunque pronto se trasladó a la cercana Ronda, antes de pasear su arte por España y el extranjero. Afincado en las afueras de Madrid, apenas tiene discografía y la que hay cabría ser considerada como de casi incunable. Sin embargo, sí que se ha prodigado en la realidad, en el directo, en festivales, encuentros y fiestas particulares. Ganó el Primer Premio de Gente Joven de TVE, allá por 1984. Quien sienta curiosidad por su talento, algo puede encontrar en videos en internet. Actuaciones antiguas en TVE, un poquito del festival de Ronda de 2011 y algunas interpretaciones en locales animados.

Fuera ya de los círculos oficiales y de reconocimientos documentales o turísticos, nos topamos con un run-run de actualidad en diferentes puntos del pueblo. Hace unas dos décadas que un austríaco adquirió una propiedad, La Donaira, que, encaramada en las laderas y cumbre de la montaña que domina el pueblo, se extiende por unas setecientas hectáreas de superficie irregular, variada, rica y hermosa. Pozos, prados, olivares, peñascos… ¡de todo ofrece el paraje! Por haber, hay hasta la boca de una vieja mina. Probablemente de hierro, a juzgar por la rojiza persistencia del polvo de los caminos y pistas de acceso a tan singular paraíso. El propietario inició allí la cría de caballos lusitanos. Un quehacer que, por encima de cualquier otra motivación, quienes recaen en él, lo hacen, fundamentalmente, por placer y amor a ese animal. Una raza de caballos tan bellos y preñados de connotaciones y atributos admirables que, quienes entienden de monturas, reconocen y alaban sin reparos. Y como prueba unos versos:

“Son los hijos del rio Douro

El caballo de los vientos

El jaco de las batallas

Y el hocico del carnero.

Orgullo de los campinos

Los vaqueros del terreno

Descendientes de la Hispania

Los nobles del Ribateiro.

Galopan en las llanuras

Albinos, bayos y perlos

Alazanos y morcillos

Y el más negro de los negros.

Colas del pavo real

Las cerdas hasta el brazuelo

Emblema de Lusitania

Caballo de los guerreros.

Maestro de la alta escuela

Y vistoso en el paseo.

Sueño de conquistadores

De atalajes y plumeros.

El del hierro niquelado

Y concha de terciopelo

Estribos de fina plata

Y riendas suaves de cuero.

Casaquillas estampadas

Y volantes y plumeros

Y cuadrillas de forcados

De costa, veiga y ribeiro.

Al son suave de los fados

Que es canción del marinero

A las orillas del Tajo

Nació el rey del rejoneo.

El señor de Portugal

El artista de los quiebros

Heredó del español

La elegancia y el braceo

La templanza en el piafé

Y la corbeta es un vuelo.

Por eso nació con duende

Por eso pisó el albero

Para templarse en la plaza

Y convertirse en torero.

José León (“Por derecho”). (Letra apuntada “de oído”, por lo que pudiera contener alguna que otra palabra equivocada).

Conociendo a algunos de los lusitanos de La Donaira

Desde entonces hasta ahora, la yeguada fue creciendo, y la explotación de la finca madurando y tornándose más racional, sostenible y respetuosa con el medio ambiente, con el entorno natural y con el cuidado global del planeta, en lo que le toca, desde una perspectiva local. Desde hace pocos años, el dueño ha puesto en marcha un hotel de lujo con una dinámica de funcionamiento muy peculiar y exclusiva. Algo que está atrayendo a clientela exigente en cuestiones de ecología, delicada y sana gastronomía, refugio placentero y belleza natural ajena a las típicas ofertas comerciales. La sede principal del alojamiento se ha instalado en un antiguo cortijo restaurado con un gusto exquisito y mucho respeto a la tradición. Se completa con algunos anexos impecables y se encuentra parcialmente abrazado por un delicioso jardín de plantas medicinales.

La idea (y casi la realidad completa) es que la finca sea autosuficiente en lo que se refiere a la alimentación de huéspedes, empleados y voluntarios. Lo es porque tiene ganado variado, aves de cría y fauna cinegética. También por su huerta y producción agrícola no extensiva. De la cuestión gastronómica pudimos disfrutar gracias a una demostración impecable. Un menú que resultó fascinante y diferente, en el que el sumiller tuvo un papel tan destacado como el del cocinero, sin que esto suponga menospreciar al servicio de atención a la mesa, que también fue intachable. El gozo de comer allí es privilegio exclusivo para la clientela hospedada, no se trata de un restaurante abierto al público general. Sobre las bondades y maravillas del alojamiento, las actividades allí ofrecidas, etc. Su rastreo y cotilleo es factible a través de la página web del establecimiento, o incluso de algunos fragmentos televisivos que hemos podido localizar antes y después de conocer aquello. Y es que, por cuestiones familiares, tuvimos ocasión de hacer una visita parcial a la finca, a las instalaciones de la yeguada y a algunos rincones del paraje.

La cuestión del antes señalado cotilleo local tiene que ver con que, a lo largo de nuestra estancia por El Gastor, pudimos escuchar varias veces, y en ambientes muy dispares, lo bueno que había sido que el dueño actual hubiera comprado La Donaira. Bueno, porque ello ha generado un importante despegue económico para la localidad. El Gastor, históricamente, se había dedicado al sector primario. A la producción de aceite de oliva, a cierta artesanía como la de las pleítas (una especie de trenzados de esparto con los que, además de alpargatas y cestería de todo tipo, quienes dominan su técnica son capaces de elaborar objetos de índole inimaginable de antemano), al ganado, etc. Pero mucho de ello, con el tiempo fue yendo a menos, lo mismo que en otras muchas localidades del campo gaditano, andaluz y, por extensión, de gran parte de la Península. Así que la población de El Gastor también fue viéndose obligada a tener que salir de allí, en especial los más jóvenes, para buscarse el modo de sustento, el desempeño laboral, más cerca de las ciudades. Ya hemos dicho, además, que el pueblo no ha seguido el patrón de desarrollo turístico tan habitual de otros núcleos cercanos. Sin embargo, la progresiva actividad puesta en marcha en la finca está generando empleo. Y lo está haciendo de modo significativo. Son muchos los vecinos que trabajan allí de forma fija o por temporadas. Algunas personas en el campo, en funciones agrícolas o ganaderas. Otras dando servicio al hotel. Sirviendo, limpiando, en cocina, en actividades de salud, estética, guiado, transporte, etc. No es nada que nos estemos inventando. Transmitimos lo que escuchamos en una visita a una casa museo, en el bar, en el campo, en algún que otro coche en el que alguien nos llevó, etc. La Donaira parece haberse convertido en una especie de balón de oxígeno para el bienestar del pueblo. Y en un modo que, desde la precaución de mi desconocimiento del contexto, se me antoja muy conveniente, ya que no supone el haber tenido que levantar una planta industrial y quién sabe si contaminante o agresivamente rupturista con el paisaje natural de la zona. Tampoco mediante una sobreexplotación turística de la localidad, de ese tipo que, poco a poco, pero sin descanso, acaba convirtiendo a toda una población en camarera, todo el comercio en tiendas de souvenirs y gran parte de la oferta inmobiliaria en alojamientos turísticos, gentrificando el municipio y encareciendo tanto la vivienda que la gente local no pueda acceder a ella. Nada de eso, trabajo variado, moderno y casi ancestral, relacionado con los usos, costumbre y cultura del contexto local. Envidiable.

Así que no sé si el “nuevo vecino” (no tan nuevo ni mucho menos) acabará, si todo esto sigue así, convertido en un tercer personaje venido de fuera capaz de generar un honroso reconocimiento vecinal por parte de la población local. El tiempo lo dirá y así se lo deseamos a todos, al austríaco y al pueblo, por el bien común.

Al jándalo le queda mucho para algo así. No está entre sus aspiraciones, ni osa compararse. Como quien dice, acaba de llegar allí, así que ni ha tenido tiempo de empezar a convertirse siquiera en jándalo. Pero es muy joven, con vida por delante. En nuestra visita le hemos visto tan ambientado, contento y centrado en su tarea, que no me resisto a señalar que apunta maneras. Su cometido y su trabajo son para con los caballos. Buen comienzo, porque desde niño ha sido un apasionado de su trato y disfrute, y, en especial, el de los lusitanos, con los que ahora trabaja. A él llegan desbravados y con una doma levemente iniciada, casi infantil. Ambas con método natural. Él tiene que domarlos en serio, educarlos y ayudarlos a exhibir la clase que atesoran, “echarlos para adelante”, “convertirlos” en caballos adultos. Un trabajo sacrificado, intenso y exigente, pero que le apasiona. Lo de los caballos es algo con arraigo histórico en España, por supuesto en Andalucía e indiscutiblemente en Cádiz. Así que a ver si le va bien y, además de bandolero, guitarrista y patrón, surge un buen jinete en El Gastor, también él adoptado.

 

Entretanto, mientras dure ese proceso, tras nuestra primera visita, hay algo que nos ha quedado claro: ¡regresar allí! Cuanto antes y cuanto más pronto mejor. Y a ser posible con frecuencia.