martes, 31 de agosto de 2021

VESPA 75 ANIVERSARIO

Fue en 1946. Toda Italia se esforzaba por recuperarse de los desastres de la 2ª Guerra Mundial. Casi nada. Una guerra que además perdieron. Recuperarse a todos los niveles: emocional, humano, de infraestructuras, instituciones, sector primario, etc. La industria no era menos. Y a ello se pusieron los de Piaggio, empresa situada en la Toscana. Allí habían estado fabricando componentes aeronáuticos durante la guerra. De hecho, les quedaban diversos excedentes. Así que, con muchas dificultades, riesgo financiero, espíritu de aprovechamiento y mucho ingenio, fueron capaces de poner en marcha el proyecto de su famosa scooter. El diseño fue obra del ingeniero aeronáutico Corradino D'Ascanio. Eso me hace especial ilusión porque mi padre era ingeniero aeronáutico y, efectivamente, aplicaba su ingenio al diseño de todo tipo de soluciones mecánicas y espaciales en cualquier ámbito. La siderurgia, nuestro hogar, los coches… lo que fuera. En las primeras Vespas (y casi en las actuales) podemos notar la procedencia aeronáutica de algunas de sus soluciones. La carrocería autoportante es, en sí misma, casi un fuselaje de formas curvas y sugerentes. La horquilla monobrazo delantera (y la rueda) respondían de forma evidente a un concepto de tren de aterrizaje de la época. Por otro lado, si hacemos caso a mi otras veces mencionado amigo Gaetano del Santo, el motor lateral procedía del stock de motores de arranque de los aviones militares.

Primer modelo de Vespa, la Piaggio MP6. (Imagen: vespa.com).

 

Con motivo del 75 aniversario del concepto, que sigue vivo y cosechando éxitos a través de sus innumerables actualizaciones, las cuales tratan a toda costa de mantenerse familiarmente cercanas a su origen, la marca está ofertando modelos decorados con motivos de aniversario, tratando, probablemente, de tocar la fibra sensible de coleccionistas o nostálgicos que, como yo, echen de menos aquella Vespa que disfrutaron en periodos de juventud.

No tiene sentido aquí homenajear a la Vespa a través del cine porque ya escribí largo y tendido sobre las que son sus tres apariciones más estelares en la gran pantalla: “Vacaciones en Roma”, 1953, de William Wyler, que supuso todo un catalizador de publicidad para el modelo, sin el cual es probable que no hubiera sobrevivido, ni llegado a convertirse en el fenómeno que es actualmente; “Quadrophenia”, 1979, de Frank Roddam, que renovó la pasión juvenil por las scooters italianas (Lambrettas incluidas) en los años ochenta y la extendió de modo suplementario a los países anglosajones; “Querido diario” (Caro Diario), 1993, de Nanni Moretti, cuyo primer tercio de película es un homenaje personal del director a su propia Vespa y su relación con ella. Pero a cambio, puedo recomendar otra película mucho más contemporánea, con la creación de la primera Vespa como parte principal del argumento.

“Enrico Piaggio: un sueño italiano”. Es un largometraje comercializado en Netflix, estrenado en 2019 y dirigido por Umberto Marino. Pensada para ser disfrutada a través de la plataforma, es una película agradable, con un atrezo y ambientación esmerados, con poca acción y un guion en el que predominan las relaciones personales. Típico producto de este nuevo sistema de consumo cinematográfico. No es una película que podemos considerar “de autor” o como obra de arte de referencia. Anda muy lejos de eso. Sin embargo, sí que es un buen ejemplo de “documental novelado” o “novela documental” en formato audiovisual. Ideal para el asunto que estamos tratando, pues nos permite acercarnos al origen de este aniversario de un modo cómodo, agradable y entretenido.

Cartel de la película. (Imagen: filmaffinity.com).

En el Museo de Piaggio actual, conservan un “espécimen” bastante inaudito de Vespa que también está relacionado con el cine. Procede de 1967. Y responde al apelativo de Vespa Alpha. Es una especie de autogiro (el invento de Juan de la Cierva que fue precursor del helicóptero), creado como vehículo de ficción en una película titulada “Dick Smart, Agente 2007” (1967). No he visto la película, tiene pinta de haber sido una especie de James Bond a la italiana con fichajes “guiris” en su reparto. Richard Wyler, Margaret Lee y Rosanna Tapados son algunos de sus actores.

“El modelo es una Vespa 180 Super Sport transformada por Piaggio y Alpha Willis. En la ficción cinematográfica, esta Vespa pudo correr por las calles, volar y bucear como un submarino”. (vespa.com).

Artilugio Vespa Alpha. (Imagen: vespa.com).

Pero volviendo a la película sobre Piaggio, la principal protagonista mecánica del largometraje de Netflix es la Vespa “Faro Basso” 125, que también lo es en “Vacaciones en Roma”. Este modelo fue clave en la historia de Vespa porque fue su primer superventas y porque mantuvo su esencia y aspecto durante sucesivas versiones, consolidando los cimientos de su historia posterior.

 

Mi amigo Gaetano, de "bambino", junto a la Vespa "faro basso" de su hogar. (Imagen: Gaetano del Santo).

Buceando en la página web oficial de Vespa, o directamente en la del Museo Piaggio, con paciencia y atención, cualquiera puede ir repasando unas colecciones virtuales cronológicas. No están todas, pero hay más que suficientes para atiborrarse de imágenes y datos de evolución histórica o incluso empacharse si a quien lo hace no le interesan demasiado. Vespas ha habido muchas, y cada cual, en función de su relación vital con ellas, siente predilección por unas u otras. Las 150, las “Rally” … Aquí me voy a detener en unas pocas de todas ellas. ¿El criterio? Lo dicho, totalmente personal.

La denominación Primavera representa todo un icono de referencia y tendencia en el universo Vespa. Nació como acertado diseño estilístico, buscando unas dimensiones más reducidas que en los modelos habituales y pretendiendo seducir a la juventud. ¡Lo consiguieron! Para gran parte del público general son sus modelos más bonitos. La primera Vespa Primavera salió al mercado en 1967. Como muchos de los hitos históricos de la marca-modelo, fue una 125. Desde entonces, con una carrocería sin apenas cambios, se siguió fabricando en diversas versiones y cilindradas. Una de ellas fue la Primavera ET3 125 de 1976, de las cuales había un acabado para Italia y otro para el extranjero. La mía fue una de ellas, una Vespa Primavera 75 ET3, rectificada a 125 y con “kit Polini”. Me dio mucha “vida”, pero no volverá jamás, algo que he lamentado a menudo. Con aquella Vespa me cruzaba Madrid cada mañana. De este a oeste, desde mi piso de estudiante hasta el INEF. Por la tarde me desplazaba hasta Leganés para trabajar en la piscina municipal, y finalmente regresaba a casa. Era joven así que también la empleaba en mi ruta de salidas nocturnas por toda la ciudad. Y para colmo, vestido de esquiador, los fines de semana conducía hasta Aravaca, donde me montaba en el coche de unos amigos para ir a trabajar como monitor de esquí en la ahora desmantelada estación de Valcotos. Llegado el verano, la moto viajaba en tren para dar rienda suelta al veraneo santanderino. La Primavera, como todas las Vespas de la época y anteriores, frenaba poco y siempre empleando el de atrás. Sí lo hacías con contundencia derrapaba. Pero muy noblemente y siempre hacia la derecha (la parte del motor) así que uno llegaba a acostumbrarse y hasta lo provocaba como gesto técnico ocasionalmente útil.

Primera Vespa Primavera (1967). (Imagen: vespa.com).



 
Vespa Primavera ET3. (Imagen: vespa.com).

Otra Vespa que recuerdo con apego es la 200 de intermitentes. Se puso muy de moda en mi entorno. Tuvo mucho éxito y ofrecía más potencia y posibilidades de velocidad y empaque para aventuras de mayor distancia. Me parecía preciosa y “más moto” que las Primavera, pero nunca conseguí tener una. Luego ya llegó mi Primavera y, que os voy a decir… es “menos moto”, pero mucho más bonita y, en esto hay consenso total, bastante más estable en las curvas. Sus sucesivas versiones son de las más aclamadas por los fans de Vespa. Alguna vez me prestaron alguna para acometer algún que otro recorrido de carretera y sí, daba la sensación de que llevabas una moto más rutera (qué inocentes éramos entonces).

Típica Vespa 200. (Imagen: scooter-center.com)


La Vespa Cosa 125 fue un conato de innovación tecnológico y acabó convertida en una moto algo problemática y bastante más fea que la mayoría de sus parientes más cercanos. Es la que tenemos en casa porque fue la que se me puso a tiro desde un origen fiable y a un precio económico. Se la regalé a mi mujer y la disfruto yo más que ella. Se fabricó entre 1988 y 1995. Incorporó complementos novedosos como un sistema integrado de frenado hidráulico (el pedal acciona los frenos de las dos ruedas simultáneamente, algo que, modernizado, ahora incorpora mi BMW); un sistema de frenado antibloqueo de la rueda delantera (EBC) (años antes del ABS para motos); o el compartimiento debajo del asiento (que acabó haciéndose “viral”). Reconozco que es algo fea, pero te acostumbras, y ahora estamos encantados con ella. Es una moto difícil para los mecánicos y tiende a sufrir algunas patologías con su también innovador mezclador de aceite o las fugas de líquido de frenos. Pero anda de maravilla.

Myriam en su Vespa Cosa 125.


En vez de continuar repasando modelos, voy a dar paso a algunas historias curiosas sobre Vespa. Ya conté algunas en las entradas dedicadas al cine y las motos, como el viaje a Estambul de mi amigo Gaetano. Las páginas web mencionadas anteriormente también cuentan muchas otras, pero quiero añadir un par de ellas que me resultan un poco más cercanas y para el público general resultarán probablemente inéditas.

La idea de hacer coincidir una excursión con el 75 aniversario de Vespa no fue mía. Gaetano también está en ello, pero con un viaje más ambicioso (que no me está permitido revelar) a bordo de la misma con la que hace décadas viajó a Estambul. Aquí espera ruta junto con la de un amigo suyo. (Imagen: Gaetano del Santo).

 

Empezaremos por Elías, un chiquillo mexicano muy hablador. Ante sus beatas inclinaciones, su familia, que era de posibles, lo envío, cuando tuvo edad para ello, como seminarista a Roma. El chaval prometía cualidades, y la familia contactos como para que pudiera vaticinarse una carrera eclesiástica hasta cardenal (como mínimo). Estando ya el hombre en Roma, joven aún, pero ya un hombre hecho y derecho, no recuerdo ahora bien por qué avatares del destino, el caso es que conoció a una mujer de Santander, y tan fuertemente quedó prendado de sus encantos que hasta su vocación acabó tambaleándose. Perdió el interés por su senda pastoral, siendo este remplazado por el de una vida en pareja y quizá, quién sabe, la de fundar una familia. Así que el hombre, agarró el destino por las manos y con decisión, valentía y plena confianza en sí mismo (y en su montura), se montó en una Vespa con la que viajó desde Roma a Santander. Elías logró su doble objetivo: llegó a su destino en la Vespa y se casó con su amada. Felicidades.

Tiempo después de que el maestro Jigoro Kano desarrollara el arte marcial del Judo Kodokan, decidió que sus más aventajados discípulos viajaran por el planeta diseminando sus enseñanzas por diferentes rincones de la civilización. El Judo había nacido como una arte marcial recopilatoria e integradora de técnicas samuráis, kendo, jiu-jitsu y otras artes marciales, llevándolas, todas ellas, al trabajo con el cuerpo, desprovisto de cualquier tipo de arma. Entre los diferentes maestros que pulularon por Europa, se encontraba Shu Taira, hijo de un sacerdote budista (y hay quien afirma que nieto de un samurái, algo que no puedo asegurar pero que impresiona…). Taira había aprendido judo por decisión paterna, aunque tenía también formación dramática por vocación personal. Por esto segundo se fue a París, para intentar dedicarse al teatro. Pero llegó en mal momento (verano, con todo cerrado), se compró una Vespa (¿o fue un vespino?) y se trasladó a Suiza, donde fue acogido por el maestro Mikami. De allí a Madrid, para guarecerse bajo el paraguas de Takeda. Resulta simpático imaginar al maestro nipón atravesando los Alpes y los Pirineos, sobre un scooter italiano, con su kimono por equipaje. Tiempo después recalaría en Oviedo, donde ha desarrollado el resto de su vida profesional.

Shu Taira. (Imagen: satoriediciones.com).

Mucho tiempo después, un joven periodista que prometía, y con el tiempo ha ido cumpliendo como escritor (Ander Izagirre), se embarcaba en un proyecto personal de viaje-reportaje. Se recorrió España en una Vespa, escribiendo sobre ello en un blog bautizado Vespaña. Hace muy poquito estuve hablando con él y le pregunté si conserva la moto. Me dijo que sí, aunque apenas tiene tiempo para usarla. Es una 200 que se le acabó deteriorando mucho pero que le han restaurado completamente.

Ander con su Vespa durante su viaje por España. (Imagen: vespana.blogspot.com).
 

Dejo aquí las historias anecdóticas para pasar a otras de carácter deportivo con tanta o más enjundia. Comenzamos con una concentración femenina. Y es que, aunque nos vengan ahora con cargante agenda feminista, actividades, luchas y méritos los ha habido desde hace mucho. Bastante más justificados, difíciles, arriesgados y realmente transformadores. El caso es que, aunque seguramente aquello obedeciera más a un interés comercial, el 25 de septiembre de 1949, un recién nacido Vespa Club de Stresa (Italia) organizó la primera reunión de mujeres con Vespas. Se reunieron doscientas conductoras procedentes de todo el país. En aquella época de postguerra, hasta las bicicletas generaban cierto empoderamiento a sus propietarios. Y no digamos una Vespa.

“A pesar del mal tiempo, señoras y señoritas dieron a luz un colorido cisne desde Nápoles, Roma, Mantua, Vicenza, Alessandria, Cremona, Trieste y otras ciudades de Italia”. (Museo Piaggio).

Una imagen de la concentración femenina de 1949. (Imagen: museopiaggio.it).

Poco tiempo después, en 1951, Vespa sacó al mercado la 125 “Six days”. Tal y como ya expliqué en alguna entrada anterior. Los “Seis días” era una competición de resistencia y eficacia motorista por equipos en la que a lo largo de varios días se sucedían pruebas de regularidad, habilidad y velocidad en escenarios de carretera y “off-road”. Se competía por selecciones nacionales, y para los fabricantes de motos suponía, simultáneamente, una prueba de fuego y un incuestionable escaparate. El equipo italiano, con la participación de Biasci, Cau, Crabs, Mazzoncini, Merlo, Nesti, Opesso, Riva, Romano y Vivaldi, obtuvo nueve medallas de oro. Aquel mismo modelo ganó también el premio de la Federación Italiana de Motociclismo en 1951, con Giuseppe Cau, Miro Riva, Bruno Romano. La moto en cuestión se preparó a conciencia con múltiples detalles. Un motor de menor caballaje, pero mejores “bajos”, una primera marcha más corta. Chasis reforzado y elevado. Aligeramiento general. Neumáticos especiales. Mayor superficie de frenado en los tambores. Horquilla engrosada. Porta hoja de ruta. Faro de estilo periscopio para prevenir roturas en caso de caída. Todo eso y mucho más.

Sugerente Vespa "6 días". (Imagen: vespa.com).

Diez años más tarde (1961), en España tuvo lugar una interesante propuesta deportiva en formato de evento de regularidad. Fue el denominado Trofeo “Las 20 provincias” y la Filmoteca Española conserva el siguiente reportaje de su cuarta edición. Siete etapas y 3015 km de recorrido con 30 puertos de 1ª categoría.

 

Tengo un cartel de la II edición, la de 1959.
 

Otra impactante presencia de la Vespa en competición fue su participación oficial en el París Dakar de 1980. En aquella época en la que la prueba tenía un carácter mucho más amateur y constituía una mayor aventura que su formato actual. Entonces, Piaggio decidió inscribir cuatro Vespas P200. Pilotadas por Yvan Tcherniavsky, Bernard Neimir, Bernard Simonot y Jean-Louis Albera, fueron estos dos últimos quienes consiguieron llegar a la meta, y sin ocupar las últimas posiciones de la clasificación. Terminando en los puestos 28º y 30º, respectivamente.

Neimer con una de las Vespas. (Imagen: paisdakar.it).

Tcherniavsky en acción. (Imagen: parisdakar.it).

Una de las dos Vespas que consiguieron completar el Rally. (Imagen: Photo DPPI).
 

Trasladándonos del deporte al arte, el fenómeno Vespa también tiene mucho que decir. Pasemos por alto la utilización que de su estampa o figura se ha hecho y se sigue haciendo en todo tipo de obras gráficas. Como objeto de diseño, una Vespa GS 150 de 1955 está expuesta permanentemente en el MOMA de Nueva York. En cierto modo representa la concepción general y la estética de todas las Vespas. Por otro lado, en el Museo Piaggio exhiben, entre muchos modelos, un ejemplar gigante creado en 1977. Es una Vespa PX construida a una escala mayor, que fue encargada para la presentación de aquella nueva línea en París. Con motivo del lanzamiento de la T5, algunos años más tarde, fue decorada por el artista Stefano Tonelli a base de grafitis. Actualmente el museo muestra imágenes de aquella remodelación, aunque la pieza gigante ha sido restituida a su color rojo original.

La Vespa gigante tal y como la decoró Tonelli. (Imagen: vespa.com).

 

Quizás siguiendo la estela de comunión mecánica, corporativa y artística que BMW lleva tiempo manteniendo con sus coches, Vespa ha convocado en varias ocasiones un certamen denominado Vesparte. En él han ido tomando parte diversos artistas (o aspirantes a ser reconocidos como tales) con variadas propuestas decorativas con modelos del fabricante como base. Pero si hay alguna vespa concreta que se lleva la palma en esto de ser soporte para el trabajo de un artista, esta es una 150 de principio de los años sesenta.

“En el verano de 1962, la que probablemente se considera uno de los modelos de Vespa más válidos hasta la actualidad se utilizó para transportar a dos estudiantes: Santiago Guillén y Antonio Veciana. Los dos jóvenes conocieron al maestro del surrealismo Salvador Dalí, decidido a escribir una crónica contemporánea; no negó su reputación y decidió decorar su Vespa de una manera extraña, colocando su firma y la de su esposa y musa Gala. En el verano de 1999 en Girona (España) durante "Eurovespa", esta Vespa fue expuesta en la exposición "El arte de la motocicleta", tras lo cual fue donada al museo Piaggio por Giovanni Alberto Agnelli”. (vespa.com).

La Vespa decorada por Salvador Dalí. (Imagen: vespa.com).
 

Zanjado este repaso, incompleto pero variopinto, paso a explicar qué se nos ocurrió acometer como celebración particular. Vaya por delante que quienes en ello tomamos parte fueron dos parejas cuyos noviazgos, hace décadas, se forjaron, en parte, sobre sendas Vespas Primavera. Fran tenía una en la que iba a buscar a Patricia cuando el tiempo acompañaba. Lo mismo que hacía yo con su hermana Myriam. Y a eso a pesar del clamoroso ridículo experimentado la primera vez que la llevé en moto. No éramos novios todavía (faltaría poco) y una noche veraniega, a altas horas de la madrugada, me la encontré en una pista de baile al aire libre. Su expresión facial lo decía todo – sácame de aquí por favor – Así que me fui hacia ella, charlamos y la propuse llevarla a casa. Ella me lo agradeció cordialmente, pero me dijo que no hacía falta porque vivía muy cerca. Insistí, volvió a aferrarse al asunto de la proximidad. Pero como no cejé en el empeño, acabó subiéndose detrás en la Vespa. Considerando que íbamos dos, aceleré la moto con ganas, apurando la primera para cambiar a segunda disponiendo de inercia, y entonces… tímidos toquecitos en mi hombro - ¿qué pasa? – pregunté volviéndome algo preocupado – que ya hemos llegado-. ¡Pues sí que vivía cerca!.

Recuerdos aparte, para esta ocasión nos juntamos los cuatro con intención de hacer una excursión de un par de días en Vespa. Cada uno en una, a excepción de Fran que, ante la imposibilidad de que nos alquilaran alguna, optó por ir en su moto grande (una BMW nine t scrambler). Patricia una Primavera 125 blanca contemporánea. Myriam la 125 azul, también contemporánea, de nuestra hija. Y yo con la Cosa 125 azul de Myriam. La más antigua, con cambio manual y única “dos tiempos” y frenos de tambor de la expedición.

Preparativos: trasladando la Vespa de nuestra hija desde la ciudad hasta nuestra casa.

 

Como ellos salían desde Santander y nosotros desde nuestra casa, decidimos un punto en el que reunirnos para dar cuenta de la primera etapa: Oruña de Piélagos. Nosotros fuimos por la costa desde Ribamontán al Mar hasta El Astillero. Estaba nublado pero seco, lo previsto tras los contundentes chubascos de primera hora de la mañana. En Maliaño continuamos tomando carreteras secundarias para pasar por Revilla y Escobedo hasta enfilar la antigua nacional hacia Torrelavega, ahora muy despejada. Terreno ideal para poder rodar a las velocidades a las que circulan las Vespas, con curvas entretenidas y sin agobios de terceros. En Oruña esperamos tomando un café en la terraza de un establecimiento muy agradable. Estábamos muy expectantes ante el plan y Myriam, concretamente, tirando a nerviosa.

Momento de la partida.

Primer tramo solos.

 

Una vez reunidos los cuatro, pilotamos hasta Torrelavega, con previa parada de repostaje antes de llegar a la capital del Besaya. La rodeamos por sus bulevares de circunvalación, para salir de ellos en dirección a Cartes. La ruta, rumbo sur, nos llevaría pasando, a ratos, de la nacional 611 a la que lo fuera anteriormente, y viceversa. Aquello nos aportó entretenidos y bellos tramos de desfiladero (las Hoces) alternados con travesías por localidades y pueblos del valle: Barros, Los Corrales, Somahoz, Arenas de Iguña, La Serna y Santa Cruz, hasta detenernos en la Helguera para comer unos bocadillos junto a la modesta ermita de origen mozárabe de Santa Leocadia. Para entonces el sol ya campaba a sus anchas.

Las tres Vespas con sus "pilotos" en la ermita de Santa Leocadia.

Los cuatro excursionistas.

El particular “sacacorchos” del Besaya nos permitió acceder a Molledo. Es un viaducto moderno que fue diseñado en forma de curvas cambiantes que recuerda al mítico tramo del circuito de Laguna Seca. Molledo es un pueblo con connotaciones literarias. Las de Miguel Delibes y Javier García Sánchez, ambos ilustres veraneantes del lugar en diferentes épocas. Desde allí continuamos hasta Bárcena de Pie de Concha para tomar un café. Más tarde acometimos otro bonito tramo de las “Hoces” hasta alcanzar nuestro destino en Pesquera. Una vez instalados y reposados, volvimos a poner las “avispas” en marcha y seguimos ascendiendo por la sinuosa N-611 hasta Reinosa. Desde allí, valle de Campoo hasta el pueblo de Proaño, donde dimos cumplida visita a nuestro amigo Fernando, un nuevo “noble personaje” que ha pasado, por méritos propios, a formar parte del listado de ilustres (reales o de ficción) de la localidad. Buena tertulia al sol y posterior merienda de tortos campurrianos.

Marchándonos de Campoo.
 

El regreso fue muy frío. La temperatura había bajado repentinamente y, algo encogidos para aprovechar el carenado de la Vespa, volvimos a Pesquera. Allí, ya caminando, subimos al centro para tomar unos blancos, hacer algo de vida social y tiempo para la cena. Esta la disfrutamos en el Mesón del Ventorrillo. Buenas viandas, como siempre. La jornada finalizó de tertulia en la salita de la casa, al calor de la chimenea y animados por unos tragos de whisky de malta. Fue allí donde surgieron algunas historias con Vespas de por medio. Pero más estiradas, detalladas y hasta declamadas con clase. Y no como en este precipitado relato. Pero no quiero despedir este resumen de la jornada sin reseñar un detalle que hizo especial ilusión a nuestras compañeras. Circulando por uno de los desfiladeros, nos cruzamos con un grupo de moteros bien pertrechados sobre monturas potentes y de última generación que, al vernos, desplegaron sus saludos con las manos. Hubo contestación inmediata y ellas, las dos, se sintieron, de ese modo, parte integrante de la gran comunidad motera, pero, ahora sí, ya, desde el manillar y no como paquetes.

¡Ellas! en nuestro lugar de pernocta.

 

No hubo prisa por madrugar. Desayuno tranquilo, aseo y en marcha. La segunda etapa fue bastante más exigente para las mecánicas que la primera. Hacía buen tiempo y comenzamos desandando parte de la ruta del día anterior, bajando por las Hoces del Besaya hasta Arenas de Iguña. Allí tomamos la carretera “transversal” que continúa hacia el este, hacia Castillo Pedroso y un puertillo modesto pero muy entretenido que permite pasar de la cuenca del Besaya a la del Pas-Pisueña. Ausencia total de tráfico y unos trazados que hasta en motos tan pobres de potencia resultan entretenidos. Hace ya años que los pueblos de la región han mejorado mucho el aspecto de sus casas. Las solariegas, las de los indianos, las casonas, las de labranza y las más modestas. La mayoría de ellas están bien arregladas y rehabilitadas. Y las otras, las nuevas, tienden a respetar el conjunto. Este tipo de vistazos a velocidad moderada ayudan mucho a llevarse una impresión de amplio espectro del paisaje rural.

Descendiendo el puertillo, la ruta estaba cortada por obras y planteaba a un desvío un poco hacia el norte. Fue una suerte porque la carretera se estrechaba mucho, “paisajeaba” caprichosamente y obligaba (en mi caso) a un mayor manejo del cambio de marchas. Hubo tramos de descenso con pendiente muy acusada que decidí recorrer en segunda, reteniendo mucho con el motor, para tener que utilizar el freno lo menos posible, consciente de las limitaciones de los tambores y su riesgo de calentamiento. Y así alcanzamos la N-623 a la altura de Borleña. Tentempié de media mañana con sobaos pasiegos artesanos.

Myriam en ruta.

Patricia con su Primavera.

Cruzamos la nacional y por una carreterilla paralela alcanzamos otra “transversal” en Iruz. Resultó muy divertida, con muchas curvas y poco desnivel porque, en el fondo, lo que salva es un resalte dentro del sistema fluvial Pas-Pisueña. Hacía calor sin exceso y brillaba el sol. Un día ideal para seguir montando en moto. En Selaya volvimos a tomar rumbo este e iniciamos la ascensión al puerto del Caracol, un clásico ciclista de la región. Por sus horquillas y paellas, como a lo largo de toda esta segunda etapa, lo reconozco, me divertí sobremanera, circulando a un ritmo personal, apurando un poco más las marchas y rememorando el “pilotaje” de aquella 125 de casi cuarenta años atrás. En el alto nos detuvimos porque aquella parte de la Cordillera Cantábrica se mostraba espectacular, brillando al sol con sus vetas de caliza alternando con el vistoso verde de este verano tan lluvioso. Después vino un asequible descenso, menos brusco que el anterior, hasta conectar con la parte inferior del puerto de Lunada. Otra cuenca nueva: la del Miera. Y otra dejada atrás.

Fran con su BMW.

Belleza en el paso por el Caracol.

Pasamos por San Roque sin detenernos, negociamos sus dos cerradas horquillas y nos mantuvimos muy atentos y concentrados a lo largo del pasaje de Linto. Una larga sucesión de subidas y bajadas, constantes curvas ciegas y hasta “espontáneas” presencias de roca en el interior de algunas de ellas. Tras un puente sobre el río, la carretera continúa divertida y muy frondosa, pero con un ancho de calzada algo más amplio. Diversión con cierta tendencia al descenso moderado hasta llegar a Liérganes, donde nos refrescamos, por última vez, con una caña. La ruta llegaba a su fin. Llegaríamos a casa para comer. Tarde, pero nada descabellado en horario de vacaciones estivales. Lo hicimos enlazando carreterillas escondidas cercanas a la costa. Huyendo de la marabunta turística motorizada que aquí en el norte, o bien porque es día de playa, o bien porque hace malo, parece no conformarse con estar en algún sitio, y anda circulando por todas partes, desplazando sus turismos o furgonetas, de aquí para allá, tratando de buscar un no sé qué capturable, editable y publicable. Todo de modo muy insta-grrr-ntaneo, lo que acelera el proceso de ir a más sitios y moverse más.

Llegamos a casa sin contratiempos y encantados de la experiencia que, a buen seguro, con diferentes trazados, repetiremos. El balance fue inmejorable. La moto más veterana se comportó de maravilla y parece sobradamente apta para este tipo de empresas. Las mujeres, novatas en esto de la conducción rutera de montaña, demostraron competencia y buenas dotes. Se entusiasmaron y, sospecho, aficionaron a lo de conducir ellas mismas. Es algo que se merecían y en lo que llevaba tiempo pensando. En motos de pequeña cilindrada, Vespas u otras, se ha viajado siempre. ¡Y es muy divertido!. Parte del planteamiento es diferente a aquellos por los que se suelen optar con motos medianas o grandes. Con las pequeñas se tiene tanta o más sensación de libertad. Se va ligero de equipaje, se observa mucho más lo recorrido y se rueda mucho más despacio, lo cual, para determinadas cosas, es bueno. Además, siempre se opta por escoger trazados mucho más escondidos y apartados, por sumergirse más en el territorio.

De un tiempo a esta parte (me he fijado durante mis últimos viajes en moto) me está dando la impresión de ver cada vez más parejas viajando en motos. No en una moto los dos, sino en una cada uno. Algunas de las chicas que veo, especialmente si son de baja estatura, escogen modelos de asiento bajo. Aunque hay parejas que llevan motos grandes, otras optan por buenas motos, pero tirando a ligeras o manejables, pues la cuestión del equipaje está más repartida y porque los motores no tienen que cargar con el doble de pasaje. Este fenómeno, que seguramente haya existido siempre, se está haciendo (eso sí, creo que poco a poco) más frecuente y natural. Y es algo que entiendo perfectamente porque conducir una moto es más agradable sin paquete. Porque viajar en moto conduciendo es infinitamente más divertido que de pasajero. Porque viajando dos lo bonito es buscar rutas apartadas y entretenidas en las que las motos de potencia media (concepto ambiguo, lo sé), algunas de las cuales son especialmente bonitas, se desenvuelven como pez en el agua. Por eso creo que cada vez vemos más parejas con dos motos. En nuestra excursión ha quedado claro. Creo que, contextos de paisaje y viaje aparte, nunca Myriam, en lo que respecta al estar circulando en la moto, ha disfrutado tanto como esta vez en la que las trazadas y aceleraciones eran cosa suya.

Las Vespas son viajeras, deportivas y estimuladoras de la estética. Son historia europea. Han sido aliadas en los noviazgos. Generadoras de historias y aventuras. Vínculos mecánicos que se han hecho hueco entre muchas personas. Tengo una prueba de esto último. Poco antes de despedirme de mi antigua Primavera, alguien me regaló un detalle para siempre: una Vespa de plata. Con el tiempo, el regalo fue correspondido con una Vespa vieja de verdad, y lo que ha sido mejor todavía, con esta excursión.

Mi Vespa miniatura.

¡Felices 75 años Vespa!.

 

domingo, 15 de agosto de 2021

NO SIEMPRE LAS BICICLETAS SON PARA EL VERANO

Menudo año aciago que llevo desde el punto de vista ciclista. Estoy montando poquísimo. Así que “ando” poco. Más bien me arrastro. Me da pereza salir a entrenar (por llamarlo de alguna manera) y cuando lo hago, más bien me lo tomo como paseos de investigación y búsqueda de carreterillas escondidas y desconocidas, nada de largas cabalgadas. Además, ha dado la casualidad de que este año no he planeado ningún viaje ciclista, sino basados en otros de los medios de locomoción con los que también me gusta viajar. Hay semanas de verano en las que las únicas pedaladas que doy son las que van de casa a la playa (600-800 metros) y vuelta. Eso sí, al menos tengo que superar una cuesta de plato pequeño en el trayecto. Así que no es de extrañar que un día que acometí un recorrido típico de por aquí, de unos 100 km con tres puertos, llegara a casa baldado y me pasara toda la tarde tumbado en el jardín leyendo. En fin, un desastre.

A cambio, el Tour para nada me ha parecido un desastre, lo he disfrutado mucho. Al principio sí que pensé que pudiera resultar empobrecido a causa de tantas caídas y candidatos a la general fuera de juego, pero resulta que finalmente no fue así. Confieso que esperaba una reedición del mano a mano del año anterior entre los dos eslovenos, pero no ha podido ser a causa de las consecuencias de la caída de Roglic. Que éste hubiera plantado cara a Pogacar o no, nunca lo sabremos. Seguramente, el público general y los periodistas, que siempre se cargan de razones a toro pasado, aseguren que el segundo estaba intratable, y que el otro no hubiera tenido nada que hacer. No lo sé, es imposible saberlo, aunque a mí, me parece que la diferencia que ha demostrado Pogacar con respecto al resto de competidores este año, ha sido parecida a la que mostraron los dos eslovenos con respecto a los demás en la edición anterior. Da lo mismo, todo esto no son más que conjeturas sin sentido.

Lo que no son conjeturas es lo que ha pasado con el Jumbo a raíz de la retirada de Roglic. No ha sido nada personal, hubiera ocurrido ante la desaparición de cualquier otro líder. Lo que ha sucedido es que un gran equipo, que estaba estratégicamente programado para arropar, defender y trabajar para un líder con claras opciones de victoria en la general, se quedó sin él. ¿Y entonces qué? ¡pues fuego y fuego! Libertad de cátedra y a dar palos aquí y allá. Kuss se lanzó a por la parte del pastel que le correspondía y ganó su etapa de montaña. Lo hizo ascendiendo con soltura, con un estilazo de aparente facilidad que ya había mostrado hacía dos años en la Vuelta. Lástima que ello supusiera que Valverde no haya podido despedirse (supongo) del Tour con una victoria de etapa.

Luego está lo del chaval… Vingegaard. El tipo no solo acabó en incontestable segundo puesto, sino que incluso fue el único que demostró ser capaz de dejar de rueda a Pogacar en algún momento de la pugna de cabeza. Este caso es muy interesante porque muestra a las claras una cosa que todos sabemos, pero acostumbramos a olvidar: que haber, la mayoría de las veces, habría más potenciales candidatos de los que pensamos para la victoria final. Lo que pasa es que las férreas disciplinas de equipo evitan que afloren las posibilidades y los estados de forma reales. Esto no es nuevo, se ha dado a lo largo de casi toda la historia del ciclismo, especialmente a medida que la profesionalización de los equipos fue cobrando mayor consistencia. Pero no hay más que acordarse de Hinault y Lemond, aparte de algunos otros casos visibles. ¿Y qué hay de los invisibles? Incontables, sobre todo en el seno de “equipos-apisonadora” ganadores. Total, que gracias a la retirada de Roglic, tenemos un nuevo gallo en el corral.

Lo un corral con varios gallos, es algo raro de ver hoy en día. Casi cosa de “cuatro” ciclistas (algunos de ellos iberoamericanos) que tienen tendencia a pasarse la disciplina de equipo por la badana del culote. Los hay que, de hecho, después de haberse pasado la vida atacando a sus compañeros de equipo, ahora que no los disfrutan, demuestran haberse quedado en nada. En cualquier caso, para evitar que las indisciplinas resulten explícitas y, a la vez, fomentar la batalla y abrir la puerta a los “outsiders”, yo soy de esos nostálgicos que preferirían un ciclismo sin pinganillos. Y es que, aunque quizás esté equivocado, este deporte me gusta más vivirlo como individual.

Pero, por encima de todo, para mí (y para mi amigo Jesús, a quien saludo desde aquí) el hombre Tour del año, el rey de la carrera, ha sido otro, uno que ni siguiera se ha enfundado el maillot amarillo: Van Aert. ¡Qué espectáculo! Qué generosidad de esfuerzo, qué polivalencia y qué manera de entender el ciclismo como guerra sin cuartel, desarrollada batalla a batalla. Parece evidente que este purasangre de largas extremidades e imponente planta sobre la máquina había llegado justo de forma a la carrera. Quizás, gracias a ello, la ha ido cogiendo o depurando día a día. Y si la carrera hubiera durado más, no sé qué habría pasado. Empezó trabajando sin escaqueos para su equipo, pero luego, otro más, se topó con margen de maniobra, y se ocupó, básicamente de dos cometidos: uno, estar siempre ahí, delante, cuando las cosas se ponían tensas de verdad; y dos, ganar etapas. Pero no cualquier etapa, sino un prestigioso catálogo de etapones.

La colección empezó con el Mont Ventoux ¡nada menos! Y ascendido dos veces ¡por si fuera poco! La segunda de ellas por su ruta más dura y característica desde Bédoin. La conozco, la he sufrido, “larga pero dura”, agotadora. Quien no la haya ascendido pensará que aquel final alopécico de vegetación, pedregoso, blanquecino y descarnado, es lo peor. Se equivoca. Lo que allí sucede (salvo que sople el viento en contra), es que los ciclistas llegan ya masacrados, así que los ataques se hacen más evidentes y saltan las diferencias con mayor facilidad. Pero es a costa de los dos primeros tercios. Curiosamente los boscosos, los que nos hacen llegar hasta el Chalet Reynard. Y es que antes de llegar allí se acumula un importante kilometraje de porcentaje constantemente duro. Eso sí, arriba de todo, justo en la cúspide, en la base de la antena, hay una última rampa de morirse, la más pendiente de todo, lo que pasa que es muy corta y que, además, ya has llegado. Pues por aquel escenario se paseó Wout, con su maillot belga, ascendiendo a lo campeón, a ritmo, con un pedaleo fluido y constante, sin rachas, amagos o escorzos forzados para a galería. Daba gusto verlo. Subir y luego bajar, cosa que hace sin fisuras. Porque, como su acérrimo oponente (que ya no andaba por allí desde hacía días), este chaval, aparte de “andar” en bici, sabe “montar” en bici, parece que ha nacido con ella puesta ¿será genético o cultural? ¿quizás efecto de las Grandes Clásicas? ¿o del ciclo-cross? Creo que todo junto.

Wout Van Aert concentrado en su segunda ascensión al Mont Ventoux (Imagen: imago en euroesport.es)
 

No contento con aquello, el día de la última CRI nuestro ciclista salió de toriles con una idea fija en la mente: fuego y fuego y a ver qué pasa. ¡Menudo torbellino! No perdió la compostura en ningún momento y, a más de 51 km/h de media (que se dice fácil), derrotó a todos los contrincantes. Sí ya sé que el maillot amarillo pareció tomarse las cosas con calma porque tenía margen, pero el resultado ahí está y además, vista la aparente tendencia de rendimiento de todos los corredores a lo largo de la última semana de carrera… la mayoría parecían ir decreciendo, mientras que Van Aert iba en aumento. Con el crono en la mano, que es lo que cuenta, ¡incontestable!.

Tal fue así que, al día siguiente… ¡sorpresa! ¿o no tanto?. No para mí, y me consta que tampoco para algunos otros. El Tour tocaba a su fin. París, Campos Elíseos. Etapa mitad fiesta, mitad espectáculo. Relajo durante la aproximación a la capital y alardes de velocidad en las vueltas al circuito urbano de las grandes avenidas y el Arco del Triunfo. ¿Favorito? Mark Cavendish, a punto de superar a Eddy Merckx en número de victorias de etapa en el Tour. Al británico, vestido de verde, le había estado acompañando toda una legión de pretorianos de su equipo, a una minutada de distancia por detrás, cada vez que una etapa presentaba un perfil con elevaciones. Ciclismo artificial, de ese de equipo sacrificado, poco o nada individual. No tengo nada contra Cavendish ni los demás esprínters, también es parte del espectáculo y, en ocasiones, vertiginosamente emocionante. Pero el último día los equipos ya iban cansados y diezmados, y los individuos también. Menos uno, parece ser. Cuando la meta se aproxima, Van Aert anda listo, no se despista y, como tiene fuerzas y mucho oficio, se coloca muy bien y maniobra con maestría desde unos dos kilómetros antes del sprint final. Y en la recta, a pocos centenares de metros, se lanza en pugna con los demás, los supera y (él sabrá cómo consigue alargar esa potencia más de lo habitual) de forma que ninguno logra adelantarlo. Me quito el sobrero: Mont Ventoux, CRI y sprit final.

¿Alguien ha dicho artificial? Sí, he sido yo. El día de la última CRI me estuve fijando en todas las bicicletas específicas para ese tipo de pruebas. Hace ya un tiempo que me había percatado de que llevan un manillar que durante bastante tiempo, cuando se inventó (allá en la época de los récords de la hora de Boardman), fue pronto prohibido por la UCI, tan caprichosa ella en sus normativas. El caso es que ahora mismo, insisto, desde hace tiempo, ha quedado implantado definitivamente. No me refiero al acople que solemos llamar de “triatlón”. Sino al manillar en sí mismo, ese que les sirve para agarrarse al arrancar y, si acaso, superar alguna rampa muy dura o trazar alguna curva especialmente difícil. Si nos fijamos bien en ellos, tienen dos características comunes a todos. Por un lado, son muy aerodinámicos (con diferentes perfiles). Y por el otro, están colocados muy bajos, más o menos a la altura del movimiento de las rodillas. En la época de la prohibición, el organismo federativo alegaba que ese manillar ejercía un efecto deflector que reducía el flujo de aire que chocaba contra el movimiento (más o menos circular, en función de las diferentes articulaciones) de las piernas. El movimiento del pedaleo constituye una especie de gran ventilador (bielas y piernas) que avanza contra el aire, a una media de unos 50 km/h, generando sus propias turbulencias al rotar a unas 100 rpm. Es, junto con las ruedas, pero con mucha más superficie frontal, el mayor freno aerodinámico del ciclista a altas velocidades. Como siempre hay incrédulos por aquí y por allá, voy a pediros, a aquellos que montáis en bicicleta, que recordéis lo que sucede cuando bajando una pendiente alcanzáis velocidades iguales o superiores a aquellas en las que sería eficaz seguir dando pedales. Lo que ocurre es que cuando dejas de darlos corres más, y si empiezas a pedalear de nuevo ralentizas el desplazamiento. Es fácil de experimentar en condiciones apropiadas. Total, que, vistos los modelos y disposiciones de los manillares actuales, creo que esa ventaja aerodinámica añadida está ahí, eso sí, para todos. Lo que me llama la atención es cómo se ha ido incorporando, poquito a poco, centímetro a centímetro, como a la chita callando. Bueno, en realidad no lo sé quizás haya sido mediante un cambio normativo repentino y yo no me haya enterado. Y es que, la verdad, no sigo demasiado la actualidad ciclista.

Pogacar en la primera CRI del Tour, en la cual arrasó. La altura de su manillar, como la de todos hoy en día está a un nivel que durante tiempo estuvo prohibido. Lo mismo que algunas de las formas aerodinámicas de los mismos. (Imagen: noticiclismo.com).

Este es Boardman durante uno de sus intentos de récord de la hora. Aunque la prensa se empeñó en llamar la atención sobre la "postura superman" propuesta inicialmente por Obree, un aspecto clave fue ese manillar deflector más bajo. Tanto, que partía de la base del tubo de dirección. Ahora, pese a que parte de la parte superior, la altura y formas son muy similares (y sus efectos). (Imagen: www2.nando.es)

 
esta diapositiva la estuve utilizando durante años en mis cursos para entrenadores de triatlón y directores deportivos de ciclismo. El gráfico de la derecha proviene de una investigación científica ajena y muestra de modo muy gráfico el efecto aerodinámico de las partes estáticas y móviles del cuerpo ciclista.

Pero, aunque mi actividad ciclista veraniega haya sido escasa, no quita para que haya seguido manteniendo algo de contacto con la atmósfera cultural que lo rodea. Tal ha sido el caso de un par de autores que ya podemos considerar clásicos en la literatura ciclista nacional. Con Marcos Pereda quedé un ventoso y frío día cantábrico para tomar un café. Uno de esos que yo denomino largos e inteligentes, en los que lo de menos es el café, pues lo relevante es disfrutar de una prolongada e interesante conversación, sin interrupciones, con alguien que, como él, merezca la pena. Hablamos de su trabajo como periodista, de ciclismo de actualidad, de ciclismo de otras épocas, de sus peripecias rodadas o inquisitivas por Andorra, y de sus próximos proyectos. Además, me presentó, y dedicó, un ejemplar de la segunda edición de su exitoso “Arriva Italia”. Le reconocí que ignoraba que hubieran publicado una segunda edición y me explicó que sí, que lo ha hecho Libros de Ruta, editorial a la que, por su tenacidad, todos los aficionados a la lectura y el ciclismo deberíamos estar agradecidos. En condiciones normales no tendría demasiado sentido hacer referencia de una 2ª edición, salvo para animar a aquellos que no hayan leído la primera a que lo hagan, porque el libro es bueno y se agotó. Lo que pasa es que la segunda trae nada menos que 80 páginas añadidas completamente nuevas. ¿Se trata de una especie de contrataque al último libro de Ander Izaguirre? Sin ninguna duda… ¡No!. Apenas hay un mes de diferencia entre la publicación de ambos, y ese lapso, en términos editoriales, resulta prácticamente inexistente. Se trata de una coincidencia. Una feliz coincidencia.

El libro de Marcos Pereda. El rosa está de moda en la literatura ciclista de este verano. (Imagen: ciclismoafondo.es).
 

Las nuevas páginas, el contenido extra del libro son diferentes. O al menos así me lo han parecido. Abordan historias caprichosamente escogidas por el autor, también referidas al Giro, pero de épocas anteriores y posteriores a lo tratado en el cuerpo general del libro. Merece mucho la pena, por ejemplo, la condensada y amena contextualización histórica que Marcos aporta sobre la Italia de antes del primer Giro y su conexión con el peculiar proceso de fundación de la carrera. En cuanto al estilo narrativo de esta especie de “bonus track” es diferente al del libro original o primigenio. Aquí el autor se vuelve más canalla, malhablado… raquero, aunque sea de Torrelavega. Juega mucho con el lector, con los corredores, las figuras históricas e inserta ironía (y a veces mala leche) a paladas. Los nuevos capítulos, en general, se asemejan más al ritmo, estructura y estilo que el autor suele utilizar en sus crónicas periodístico-literarias en otros medios. En cierto modo, al leerlos, pareces estar escuchándoselos contar al narrador en cualquier bar, en plena tertulia desenfadada, lubricada con copas para todos.

Cartel de la actividad. Todo un honor acompañar al autor.

Sobre el libro de Ander ya escribí unas pocas entradas atrás. A raíz de aquello, intercambiamos algunos correos y finalmente nos encontramos con ocasión de su presentación en Santander. Me pidieron que los acompañara a él y a su nuevo libro, y juntos mantuvimos una entretenida tertulia delante de una treintena de asistentes sentados, y muchos transeúntes o curiosos que pasaban por allí y se quedaban un rato a escuchar. Y es que, por esto de las restricciones, la librería Gil tuvo la feliz idea de montar el “salón” en la calle, en los soportales que conforman su fachada. El lugar es muy acogedor, la tarde acompañaba, soleada y templada, y la gente respondió. Conseguimos atrapar la atención del aforo hablando del Giro, sin apenas dedicar palabra ni a Bartali, ni a Coppi, ni a Magni. Y es que la historia del Giro y el fenómeno sociocultural del ciclismo en Italia dan mucho de sí. Si a Ander se le nota que le gusta escribir, tanto o más le sucede con lo que respecta a hablar. No escatima, tiene ritmo, soltura y mucho que contar. Me lo pasé muy bien con él. Además, fue una nueva oportunidad de encontrarnos y, al margen del acto en sí, poder volver a conversar en privado, entre otras cosas, de algunas de las aficiones comunes que compartimos.

La presentación en curso. (Imagen: Librería Gil).
 

Con ambos libros he tenido una sensación muy similar con respecto a un detalle menor. Me ha dado la impresión de que, estilos e intenciones de autor aparte, quieran ellos o no, sea voluntario o inconsciente, trasmiten ciertas diferencias de tratamiento de sus contenidos cuando estos tienen que ver con hechos pasados, respecto a otros que los autores han podido ver directamente (en pantalla) porque han coincidido con ellos como público ciclista. Ante carreras o etapas que estos escritores han podido vivir en tiempo real, sus relatos se me hacen mucho más personales. Les percibo como mucho más liberados del peso de la historia, del consenso bibliográfico, de las fuentes. Sus interpretaciones se vuelven más propias, menos compartidas con la opinión generalizada y, por lo tanto, pueden acabar generando conclusiones o juicios de valor más alejados entre sí, y del propio sentir que cada lector podamos haber retenido de cada situación, por haberla vivido también de un modo “directo”. Con todo esto no quiero decir que el resultado sea mejor o peor. Simplemente es distinto, claramente diferente. Personalmente tengo mi preferencia al respecto, pero no viene al caso. Lo pertinente es preguntarme a mí mismo si, en mi modesta actividad narrativa, ocurre algo similar. Si mi tratamiento de los contenidos cambia mucho de cuando doy cuenta de hechos que no he vivido o conocido en tiempo real y por tanto están basados en fuentes, con respecto a otros de los que he sido o soy contemporáneo. Y cuando me lo cuestiono, tengo que reconocer que sí, que cambio el talante de mi narración. De modo inconsciente y no premeditado creo que la hago más personal, más particular y discutible, especialmente, esto último, por parte de otros testigos contemporáneos.

Ya queda bastante menos verano del que ha transcurrido. Los maizales de mis alrededores están muy altos y serán cosechados en breve. Sigo sin planes ciclistas a la vista, pero eso no quiere decir que no esté disfrutando las vacaciones. Ni mucho menos.