domingo, 14 de noviembre de 2021

UN VIAJE EN VÍAS DE EXTINCIÓN

No es habitual, ni parece demasiado práctico, disfrutar de unas vacaciones a principios de noviembre. A mí me las impone la Consejería de Educación, quizás pensando en que escolares y docentes puedan disfrutar y costearse viajes a Canarias o, quién sabe, a alguna isla caribeña. No me sirven para esquiar en temporada baja (porque aún no ha empezado) y el tiempo suele desaconsejar ya involucrarse en rutas a pedales o con moto. El caso de mi hijo es diferente, tras un año de arduo trabajo en el que la campaña veraniega resulta incuestionablemente laboral para sus jefes, necesitaba descanso ya, y en noviembre se lo dieron. Así que finalmente nos encontramos los dos con unos días disponibles, barajando algunos planes que las previsiones meteorológicas se iban encargando de desbaratar.

Fue su madre, mi mujer, quien se empeñó en que nos fuéramos unos días juntos los dos solos. De modo totalmente improvisado y de última hora, decidí embarcarme con él en una breve, pero intensa, inmersión en el interior de las Castillas, la Vieja y la Nueva, las potenciadas con León y con La Mancha. Una inmersión en parte de sus paisajes, su gastronomía, algunas de sus ciudades, su pasado y, especialmente… algunos de sus oficios. Cogimos el coche y nos pusimos en marcha un día laborable, para los demás, después de comer. Se iniciaba así una historia de carretera. Padre e hijo juntos, cruzando la Meseta, en busca de experiencias. Nada nuevo en nuestra piel de Toro, tal y como nuestra literatura se ha encargado de demostrar a lo largo de varios siglos.

Salimos atravesando el otoño cántabro en pleno esplendor policromado. Los bosques estaban radiantes. Tan sugerente panorama no se vio alterado con el paso a las tierras palentinas, en las que todavía encontramos algunos montes y, enseguida, el dorado serpenteo de la hojarasca de los espigados árboles de la ribera del Pisuerga y del Canal de Castilla. Cruzando la Meseta de norte a sur, el viento azotaba con fuerza la carrocería. Apenas había tráfico, pero esa intensidad procedente del este vaticinaba oscuros presagios climáticos. Quizás la primera pista de lo que se nos venía encima, al menos en alguno de los asuntos que pronto experimentaríamos, fue la visión de una nave industrial a nuestra derecha, en algún punto entre Palencia y Valladolid. Era la de Pipas Facundo “famosas en todo el mundo”. Aquellas tan “españolas”, tan culturalmente arraigadas a nuestra infancia, juventud, fútbol, etc. Las mismas que durante décadas se anunciaban con un eslogan que, ahora mismo, a demasiada gente le perecería improcedente, censurable, ¡atacable!: “Y dijo el toro al morir, siento dejar este mundo sin probar pipas Facundo”.

Pasado Valladolid, también más allá de Tordesillas, las bodegas proliferaban a ambos costados de la autovía. El tiempo tornó infernal. Se aliaron noche, diluvio y denso tráfico de camiones para ofrecernos un panorama intimidatorio, especialmente acusado, vaya por Diós, a la altura de Medina y de Olmedo, nada menos, allí donde los aceros se cobraron algunas venganzas tiempo atrás: “de no che lo mataron al caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo”. Menos mal que al abandonar la autovía, tomando dirección a Ávila, lluvia y tráfico desaparecieron. La noche se quedó a solas, y nosotros con ella.

Ávila nos recibió con un magnífico panorama visual. Toda ella, muralla y edificios principales, iluminada con orgullo. De tal guisa, que su visita nocturna no desmerecía la diurna. Nuestro hotel fue todo un acierto. Un gran palacio situado frente a la catedral. Lo mejor del mismo, sin duda, el impresionante patio interior principal, que actualmente está cubierto por una moderna estructura acristalada que casa perfectamente con aquello que cubre. Allí cenamos, en el patio, bajo la combinación de vidrio y metal. Nuestro primer contacto gastronómico con ese extenso destino en el que ya estábamos, pues más que un destino, se iba a tratar de un territorio por el que andar enredando en plan nómada. El menú degustación incluyo alubias del Barco de Ávila, algún torrezno, pasta de patatas, morcilla y alguna delicia más, antes de presentarnos una chuleta de Ávila con sal de escamas. Todo ello regado con vino de Cebreros. Primer guiño a Adolfo Suárez.

Comedor principal en Ávila

 

La sobremesa se merecía un buen paseo por la ciudad. Un largo callejeo intra y extramuros. A ratos lloviznaba un poco, pero íbamos bien pertrechados. Nada de paraguas, pero sí con ropa impermeable y gorras de lona engrasada, casi al estilo de la moda local de siempre. Disfrutamos de las murallas, de las plazas, de la catedral, de otros edificios singulares y, cómo no, de la singular oferta que algunos escaparates no ocultos nos presentaban. Vimos muchas estatuas, complemento urbano que, tengo que reconocerlo, si están bien ejecutadas y la persona homenajeada se lo tiene bien merecido, cada día me gustan más. Haber hubo más, pero quiero aquí acordarme de la de Santa Teresa, que despliega sus hábitos alrededor bajo la muralla; la de San Juan de la Cruz, en actitud mística (¿qué si no, en pleno Ávila?) y con ese enjuto aspecto al que enseguida nos fuimos acostumbrando durante nuestro viaje al pasado ibérico; otra de Adolfo Suárez, plantado en mitad de la calle, a la altura del ciudadano (segundo guiño); y, muy cerquita de él, un verraco de piedra, éste, por cierto, con claro aspecto de cerdo. Y es que nuestro viaje iba a discurrir, así mismo, por tierras ricas en verracos. Toros, cerdos, jabalíes; con trasfondo pastoril, esotérico o místico; ancestralmente tallados e incluso, en algunos casos ¡se me antoja! Casi-casi puestos ahí, en mitad del monte, por la propia naturaleza geológica.

Las murallas por la noche

Estatua de Santa Teresa de Jesús

 

Del hotel de Ávila nos despedimos desayunando con ganas y deleite en otro elegante patio interior, también cubierto por una gran pérgola con aires casi modernistas. Fruta, salado y dulce. Sin reparos. La mañana era fría, pero soleada. La luz, una bien distinta, volvía a hacer lucir la piedra abulense. Callejeando hacia el coche, nos detuvimos para hacer un recado: comprar pimentón de la Vera, agridulce. Y ya, de paso, arramplé con un kilo de judiones del Barco. A ver qué soy capaz de hacer con ellos en mi olla ferroviaria.

El viaje matinal hacia Toledo resultó muy placentero y sugerente. Únicamente transcurrió por autovía durante los últimos treinta kilómetros, aproximadamente. Durante él mismo, escuchamos poesía mística de Santa Teresa de Jesús. Un cuidado trabajo en el que se alternan magníficos recitados, con las mismas piezas interpretadas en formato de música medieval. Su contenido requiere atención, porque gracias a ella, uno descubre la calidad métrica y creativa, el dominio del lenguaje y el misterio de un contenido que, de tomarse con doble sentido, no deja de sorprender. Con tal cadencia, fuimos ascendiendo y descendiendo la sierra, dibujando curvas y contemplando bloques y más bloques de granito romo salpicados por todas partes. Superamos el cordal a casi 1400 metros de altitud. La montaña y los bosques de encinas nos rodeaban en los primeros tramos.

Cruzamos el Barraco, cuyo escudo y una esquina de la calle principal, contienen un verraco. Serpenteamos con la carretera que lame las orillas del embalse del Burguillo, el cual me trajo unos recuerdos piragüistas de cuando los padres de mi hijo aun éramos novios. Estaba bastante bajo de nivel, pese a lo mucho que ha llovido desde entonces, varias décadas atrás. Y dejamos pasar varios desvíos sucesivos que invitaban a acercarse hasta Cebreros. Sí, tercer guiño, siendo aquel el pueblo de origen de Adolfo Suárez. En Cebreros estuve una vez a las tres de la mañana. Era el mes de abril, hacía un frío tremendo y yo vestía culote corto. Allí acabamos un buen puñado de participantes del Rally Kactus, tras habernos extraviado en las montañas, gracias a una incompetente organización. Aquello sí que nos dio para contar batallitas.

Los bosques pasaron a estar formados por hermosos pinos piñoneros (espero no estar equivocado en esto). Numerosos, bien formados, con gran porte y llamativo contraste de color con la luz matinal. Los abandonamos al llegar a las llanuras manchegas, un océano de planicie ligeramente ondulante en la que surgían olivares cada cierto tiempo. Nuestro siguiente destino estaba próximo.

Llegamos a Toledo a media mañana. Hacía frío y hacía calor. Todo dependía de si nos daba el solo o el viento. El GPS nos condujo por el Campus de la Antigua Fábrica de Armas hasta la puerta de la Bisagra, antes de hacernos ascender hasta el Alcázar, donde dejamos el coche en un parking. Salimos a pasear bajo el imponente edificio militar y nos asomamos a la hoz que el Tajo traza alrededor del peñasco sobre el que se asentó la ciudad. Paseamos hasta la catedral callejeando y fuimos directos a la iglesia de Santo Tomé, para que mi hijo admirase el Entierro del Conde Orgaz. No me considero admirador del Greco, a excepción de dos cuadros suyos que me apasionan. Uno es el caballero de la mano en el pecho, que me parece un magnífico retrato. El otro es el “entierro”, una enorme obra coral en la que el artista supo representar una fascinante transición entre el mundo terrenal y el sobrenatural, algo que la pintura muestra de forma muy explícita. No es cuestión de detenerse aquí en descripciones, pero la colección de retratos, facciones y miradas de los vivos que asisten al entierro no tiene desperdicio, por no hablar de la armadura del difunto o los ropajes de los santos descendidos del cielo en su busca.

Como visitar Toledo ha de ser, algo que es obligado subrayar, un baño en la historia de algunas de las civilizaciones que a lo largo del tiempo han poblado nuestro país, me empeñé en que entráramos en algunos templos construidos por diversas religiones. El segundo de ellos fue la sinagoga de Santa María la Blanca. Una preciosidad recogida, sencilla y limpia, con arquitectura y decoración musulmanas. Como era día de labor, y en fechas poco convencionales, disfrutamos de aquellas visitas (en realidad de la mayoría) sin apenas gente que nos molestara. Un lujo extraño en estos tiempos que corren, en los que todo el mundo va a todas partes, mientras el “gran sistema” fomenta que sea así, y lo estaciona, para que el manejo de las masas resulte más rentable y productivo. Fue bonito, por tanto, ejercer unos días de disidentes. Siguiendo los pasos de mi amigo Chus, quien asegura que “los sábados son peligrosísimos” porque puedes encontrarte hordas de gente en los lugares más insospechados.

Detalle interior de la sinagoga Santa María la Blanca

 

Regresamos del primer periplo recorriendo, entre otras, la calle del Toro, estrecho callejón ascendente en el que, es un suponer, algún astado escapado debió quedarse atorado, siglos atrás. También por un minúsculo enclave callejero, de pocos metros cuadrados, por el acabamos pasando muchas veces y en el que confluyen cinco calles. Más que una plaza, un nodo de conexiones vital para el casco antiguo de la ciudad.

Tras instalarnos en un hotel junto al Alcázar, nos fuimos a comer. Nos sentamos en una terraza con estufas. Una ración de queso manchego para empezar, él un estofado de venado y yo unas migas. Todo muy bueno, pero no era cuestión de atiborrarse tras el inusual desayuno. Un ponche toledano de postre para compartir. Café y a la plaza de Zocodover a comprar unos mazapanes para la familia.

Tras un descanso de sobremesa en la habitación, afrontamos uno de los planes estrella de nuestro viaje. Tiempo atrás, Toledo fue famosa en el mundo entero por calidad de sus “aceros”. Sus espadas. Y aunque ya no es lo mismo, ni tiene mucho que ver, para alguien como yo, que cursó toda su suficiencia investigadora en el Campus de la Real Fábrica de Armas y que practica algo de esgrima con, precisamente, su hijo, de ir a Toledo a hacer algo, qué pudiera ser más apropiado que intentar contactar con un espadero artesano. Y lo logramos, alguno queda por ahí. Nosotros dimos con el Maestro Antonio Arellano, y con él quedamos en su taller, que desde hace tiempo se encuentra en un polígono industrial a las afueras de la ciudad. Se trata de una nave de aspecto algo desastrada, pero atiborrada de cacharos, viejas máquinas, herramientas, material y pistas de artesanía metalúrgica por todas partes. El espadero resultó ser un hombre muy amable y cercano. Estaba en traje de faena, pantalones machacados y una sudadera de algodón con alguna referencia a su negocio. Antonio representa la cuarta generación de su familia dedicada a artesanía de la forja y el metal. Su hijo, que en ese momento se encontraba en Arabia Saudí, con un proyecto espadero de envergadura, es la quinta. Lo de las espadas no fue tradición familiar hasta que Antonio se inició en ello, aprovechando las enseñanzas de algunos de los últimos artesanos de la Fábrica de Armas. La cosa pinta bien porque su nieto (será la sexta generación) ya ha diseñado alguna espada y participa un poco de su elaboración.

El taller familiar se dedicaba a la artesanía de filigrana. Mucho trabajo de lujo y detalle. Empezó enseñándonos máquinas que, de por sí, eran un museo en sí mismas. Todo ello en una atmósfera de labor, de realidad de trabajo, con el típico desorden “ordenado” que bien conoce quien se pasa allí la vida trajinando. Su viejo torno de siempre, un “potro” para dar forma a las cazoletas de las “roperas” a partir de planchas de hierro o de latón, etc. Hablamos bastante durante esa primera introducción, pero al rato acabamos en la fragua, un cobertizo anexo en la parte trasera de la nave. Nos enseñó la forja, su tiro y su funcionamiento, mientras varias hojas cogían temperatura al fuego. Controla la misma a ojo, por el color del fundido del metal. Nos ataviamos con mandiles, guantes y gafas protectoras, y nos pusimos manos a la obra siguiendo sus directrices. Él iba sacando barras ardientes del fuego y nosotros nos alternábamos a sacarles hoja y punta a base golpes de martillo contra un yunque. Difícil labor en la que el oído tiene mucha importancia, para guiar el acierto del golpeo bien propinado. Fue en esto Jacobo bastante más habilidoso y potente que yo.

Jacobo trabajando en el yunque bajo la supervisión del maestro.

 

Nos mostró varias hojas en diferentes estados: con y sin temple. Su distinto comportamiento ante la flexión era evidente, así que pasamos a practicar el templado. Dos versiones: en agua y en aceite. Una parte vital del proceso que, si decides jugar durante la misma, puede resultar de lo más espectacular.


 

Abandonando la forja, regresamos a la nave para entrar en el taller de desbastado. Lo hace motorizado, con un par de vetustas máquinas. El proceso consiste en quitar impurezas y afinar las hojas a base de una larga sucesión de piedras de limar de diferentes capacidades de abrasión. Primero con piedras, después con cintas y, finalmente, con pulido blando, combinado con hasta tres pastas diferentes. Juegan con diferentes acabados: rústico, “espejo” y “plata”. Allí sí que me mostré yo algo más mañoso que Jacobo. Ya no había fuego entre manos, pero sí verdaderos chorros de chispas.

Otra fase del proceso.

 

Otro taller nos sirvió para que nos explicara el asunto de los puños, las decoraciones, cazoletas, defensas, etc. Latón, hierro, madera, cuero, alambres decorativos, etc. Practicamos un poquito y aprendimos mucho. Entre otras cosas, a conocer su modo de confeccionar las espadas, sin apaños que ponen en riesgo su integridad, equilibrio, resistencia y duración.

La visita terminó en un espacio más amplio en el que exponen algunas de sus obras. Una réplica de la mítica espada con la que se supone que Nerón decapitó a San Pablo, que parece que acabó en España, que se extravió durante la Guerra Civil y que, como antojo personal, tuvo algo desvelado a Franco. Otra de estilo medieval con, nada menos, que la batalla de San Quintín, grabada al ácido por ambas hojas. Espadas íberas, romanas, chinas, de fantasía, etc. Hasta una katana de Águila Roja. Una de las que llegaron a utilizarse en el rodaje, del cual Arellano, como de tantos otros, fue proveedor de armas blancas. Pero lo que es a mí, sin duda alguna, lo que más me atrajo fue el rincón dedicado a las tizonas roperas. Esas espadas ligeras como de mosquetero, típicas españolas, de noche toledana, de novela de capa y espada, y compañera inseparable de los tercios de Flandes. Sí la que, dicen, que con tanta facilidad y competencia desenvainaba Francisco de Quevedo. Las había muy decoradas, otras más sobrias y varias con lazos metálicos como protección de la mano, en lugar de la cazoleta. Atractivos ejemplares para ser admirados por quienes sentimos cierta afición por la esgrima.

Preguntado por el negocio, Antonio nos comentó que va bien, que visto a largo plazo es fluctuante y difícil de prever, pero que, gracias a los coleccionistas, decoraciones y, sobre todo, la actual fiebre productora de series para televisión e internet de pago, van acumulando bastantes encargos. Esperemos que así siga. Admiro los oficios, profesiones y negocios de larga duración. Esos que saben mantenerse en el tiempo porque ofrecen trabajo bien hecho y valor suficiente como para sobrevivir. Unas dos semanas antes de nuestra visita, fue noticia internacional el cierre definitivo de Alitalia, la compañía aérea italiana por excelencia, la “Iberia” transalpina. Aquella que patrocinó los poderosos equipos de rally de Fiat, Lancia y la Jolly Club. La que decoraba los 131 Abarth y el atractivo Lancia Stratos. Digan lo que digan los defensores a ultranza de lo público, o los de lo privado, en sus 74 años de historia, la compañía aérea pasó por ambos estados organizativos. Fue pública medio siglo aproximadamente, después vino la gestión privada para salvarla y sanearla, pero cada modelo gestor, aportando lo suyo, acabaron por hacerla inviable. La trayectoria parece larga, tres cuartos de siglo. Desde el nacimiento de la aviación comercial hasta el presente. Una caricatura temporal si lo comparamos con un oficio artesano que se mantiene vivo, con modestia, pero funcionando, desde hace unos cuantos siglos. Lo dicho, visitado el espadero, como dicen que diría Quevedo, “tan solo queda batirnos”.

El Lancia Stratos "Alitalia" con Sandro Munari, en acción. (Imagen eWRC.cz en ewrc-results.com)

El resto del día, ya sin luz natural, discurrió de regreso a Toledo, a sus calles al encuentro casual con una estatua dedicada a Bahamontes, el Águila de Toledo, que está plantada, cómo no, en plena cuesta. Asimilamos el incomparable impacto de nuestra experiencia espadera con Arellano tomando una cerveza en la plaza de Zocodover. Habían sido unas horas de trabajo compartido con él, y de atención a su sabiduría artesanal e histórica. Visitar Toledo había encontrado verdadero sentido para nosotros, volveríamos a casa con renovadas ganas de volver a tirar con nuestros floretes.

Para cenar encontramos un pequeño bar muy tranquilo y escondido en el que nos trataron muy bien. Embutidos de caza, quesos manchegos y un segundo plato más potente. Vino de La Mancha y un magnífico repertorio de música country de fondo.

Otro generoso buffet para desayunar nos dio fuerzas para afrontar un nuevo día. Frío, más que los anteriores, pero soleado. La mañana la empleamos en hacer una ruta por Toledo, engarzando las visitas de todos aquellos monumentos a los que nos daba derecho una pulsera de descuento que habíamos adquirido para entrar a ver el cuadro del Greco. Comenzamos aproximándonos hasta la mezquita del Cristo de la Luz. Para ello volvimos a ver a Bahamones, entonces a la luz del día, y la hermosa Puerta del Sol. El exterior del templo está completamente construido en ladrillo. Tiene una apariencia muy decorativa, lo que, unido a su contenido tamaño, logra un resultado muy coqueto. Está ubicada en unos jardines de aire musulmán, que acaban abalconados hacia la llanura manchega y fusionados con la torre de la mencionada puerta del Sol. Por dentro presenta las correspondientes columnas coronadas por arcos de herradura. Excelente visita para que mi acompañante se fuera encontrando con la realidad material de periodos de historia hispana que, afortunadamente, ya conocía a costa de alguna que otra novela.

Detalle superior de la Puerta del Sol

Arquitectura "de mezquita".

 

Federico Martín Bahamontes "El Águila de Toledo"

 

Adentrándonos de nuevo en el casco antiguo, alcanzamos la iglesia de los jesuitas, que tiene un tamaño digamos… hasta descomunal, para lo apretado que está el centro de la ciudad. La nave principal es enorme, muy alta y está encalada en blanco. Impresiona la cúpula que corona la cruceta. Lo retablos de capillas laterales nos llamaron bastante la atención por dos motivos. El primero es que, en dos de ellas, la Virgen aparecía con una estocada, de espada, en mitad del corazón. Aquello era Toledo, y parece que no hay que olvidarlo ni en los motivos religiosos. Las tallas de la Virgen, los toros y no digamos los rufianes de las calles… durante siglos, podían ser atravesados por el acero sin demasiadas contemplaciones. El otro motivo fue que, como parce congruente, otro retablo estaba dedicado a San Ignacio de Loyola, fundador de la orden que, nacida, en cierto modo, para luchar contra la Reforma Luterana, mediante la Contrarreforma, acabó desplegando una enorme influencia por todo el planeta, centrándose, sobre todo los últimos siglos, en quehaceres educativos y universitarios. La cuestión no desencajaba demasiado, teniendo en cuenta que la educación de mi hijo (y la de su hermana menor) ha sido mixta, como la existencia de Alitalia: la mayor parte en manos públicas, aunque con una breve etapa, cercana al final, gestionada por los jesuitas. Ellos no se sienten vinculados a la “Compañía”, y hacen bien, son personalidades independientes, multifacéticas y reflexivas. En cualquier caso, aquella visita nos regaló todo un detalle hacia el final: la ascensión hacia las dos torres de la iglesia, que ofrecen la mejor vista aérea de Toledo, en un panorama que prácticamente cubre los 360 grados. Entre otras cosas, uno descubre, aparte del caos urbanístico que se ha pateado previamente, que la mayor parte de los inmuebles tienen patio interior.

Siguiendo con nuestro itinerario por “etapas”, y ya que ha salido el tema de los estudios, alcanzamos el Real Colegio de Doncellas Nobles. Lo que vendría a ser una especie de colegio (o colegio mayor) para jóvenes de familias adineradas, pero cientos de años atrás. Lo mejor del asunto es que la visita es muy parcial, mostrando apenas unas pocas estancias ya que, la mayor parte del edificio sigue funcionando actualmente como residencia universitaria, en otras palabras: colegio mayor. Otro negocio con, ya, siglos de existencia, al menos en aquellas ciudades en las que las universidades fueron pioneras, y que parece que se mantiene vivito y coleando, pese a la constante amenaza de extinción asola muchas tradiciones longevas de nuestro país. La capilla de entrada es bastante espectacular por lo atiborrada que está de decoración, por los mármoles, el lujo y un llamativo coro. Plantado en sitio preferente hay un sepulcro tallado que sobrecoge por lo fino de su trabajo esculpido. Parece mentira el nivel de acabado logrado en el conjunto, algo que queda especialmente patente en detalles como las puntillas del ropaje del clérigo representado, o la deformación del almohadón sobre el que reposa su pétrea cabeza. Un claustro da paso a un llamativo salón que parece pensado para ceremoniosas recepciones. Es muy lujoso y está bastante enmoquetado y forrado con maderas nobles. Contiene un par de buenos tapices, pero, en mi opinión, destaca por el magnífico artesonado que cumple con las funciones de techo, que está perfectamente conservado y denota un trabajo magistral.

Popular pasadizo del "colegio mayor".

 

De nuevo en la calle, seguimos callejeando hasta alcanzar el Monasterio de San Juan de los Reyes, gran edificio, con amplia plaza en uno de sus laterales, y asomado hacia un sector de la hoz que el Tajo dibuja alrededor de la ciudad. Su arquitectura interior me fascinó. Esto es fácil de entender si confieso mi querencia hacia el estilo gótico en sus versiones más ligeras y de influencia renacentista, de lo cual este monumento es un buen ejemplo. Su claustro es fino, delicado, perfeccionista, generosamente decorado, pero sin llegar a la obsesión barroca. El templo adyacente es espacioso y de techo elevado, y presenta algunas paredes con un trabajo de labrado de piedra de tremenda extensión y altísimo nivel de detalle. El claustro tiene un piso superior que supera al inferior en sensación de privilegio placentero al ser paseado. Es ancho, genera bellas perspectivas y posee, también él, un techo de artesonado de madera con geometrías de aire árabe, deliciosas. Al asomarse hacia el centro, uno puede disfrutar del cielo, de la visión del claustro al completo, de los detalles de las gárgolas, de lo que quiera. En dos arcadas interiores de esa planta, labrado en piedra, se puede leer el mítico lema “Tanto monta, monta tanto”.

Nuestra ruta de pulsera culminó con en la iglesia del Salvador, un modesto templo antiguo del que no esperábamos grandes sorpresas. Pero por algo estaba ahí, incluido en la propuesta. En cuestiones culturales, a menudo, la antigüedad es un grado, y claro, en el centro de Toledo, pues lo antiguo se convierte en antiguo de lo antiguo… La iglesia es muy pequeñita y fue un reciclaje cristiano sobre una mezquita, la cual, a su vez, aprovechó un templo visigodo de orígenes tardorromanos. Y de todo ese periplo histórico han quedado muestras evidentes por allí: arcos de herradura interiores y exteriores (en el patio trasero), restos de capiteles y pilares romanos en sus excavaciones, y una magnífica pilastra visigótica completamente tallada.

Cansados de las caminatas, la contemplación y el haber estado bastante tiempo de pie, nos sentamos a tomar una cerveza en una terraza, antes de ir a visitar un comercio que contiene un diminuto museo relativo al queso manchego. Consta de tres salitas temáticas dedicadas a más oficios en vías de extinción (alguno de ellos ya casi completamente extinguido, mientras que otros no creo que lleguen a desaparecer). Mediante cartelería, videos, disposición de objetos y recursos similares, aprendimos algo sobre el pastoreo de ovejas manchegas, su esquilado tradicional, la fabricación de los cencerros o el trabajo artesanal con el esparto. Una segunda sala estaba dedicada a la denominación de origen del queso manchego y a la raza de las ovejas manchegas. Las blancas y las negras. La tercera estancia, la más amplia, me trajo recuerdos de anécdotas familiares que no llegué a vivir. Cuando mis abuelos, madre y tíos hacían queso con los excedentes de leche de ordeño en el pueblo. Y es que en ella se explicaba todo el proceso de elaboración. De hecho, nada más entrar, te encontrabas con un brete. No “en un brete”, como decimos popularmente al referirnos a un problema, atolladero, etc. Sino en uno real en el que se acorralaban a las ovejas para ordeñarlas. El resto del local estaba dedicado a una apabullante muestra de productos alimenticios de alta calidad, procedentes de todo el país, aunque con evidente predominio manchego. La bodega quitaba el hipo en variedad, aunque nuestra compra se dirigió claramente hacia el queso manchego y el aceite. Da gusto cuando quien te vende conoce bien sus productos, es un experto, te los vende con intención didáctica añadida y, además, no puede disimular que es un enamorado entusiasta de su género.

Comimos muy cerca. Regular. Salvo el vino manchego de la casa, nada reseñable. Nos quedaba una tarde-noche entera en Toledo, pero con pocas opciones culturales porque los horarios de invierno por allí parecen penalizar las horas sin luz, cerrando la mayoría de los sitios visitables muy pronto. Así pues, tras un descanso merecido, lo que hicimos fue circunvalar, casi completamente, la ciudad, siguiendo, aproximadamente, la orilla interior del Tajo. Bajamos hasta el puente de Alcántara, caminamos por la otra orilla hacia el puente más cercano, por el que volvimos a cruzar el río y, desde allí, fuimos improvisando un largo paseo, intentando mantenernos lo más cerca posible del curso de agua. Aquello supuso un arduo rompepiernas de ascensos y descensos que, eso sí, no dejaba de generar atractivas vistas de la ciudad, del río, del horizonte exterior. Y es que, con la luz del ocaso, ese tipo de panoramas siempre resultan mucho más bonitos, algo que bien saben los fotógrafos. Jacobo se manifestó enamorado de Toledo y, para colmo, bien avanzado el paseo, nos topamos con todo un hito en su afición canina: dos imponentes ejemplares de Mastín del Tíbet custodiaban un jardín. Quedó fascinado por la belleza de la pareja, y por la quimera que representaba el encuentro ya que, según me dijo, procedentes de China, su “extradición” tiene unos precios prohibitivos.

El Tajo abrazando Toledo.

 

Nuestra caminata alrededor de la ciudad finalizó casi a la altura de la puerta de la Bisagra, en el punto donde se toma la sucesión de escaleras mecánicas que ayudan a remontar la ascensión al centro. Un chocolate caliente ¡sentados! En la plaza de Zocodover, estaba más que merecido.

Acertamos con la cena. Un restaurante, claramente de moda entre el público local de la ciudad, nos dispuso una mesa en unos laberínticos espacios compuestos por múltiples arcadas de ladrillo. Un claro ejemplo de los cimientos y sótanos que deben sustentar todo lo que se ve por las calles de la ciudad. Mientras Jacobo daba cuenta de un codillo, yo me conformaba con una ensalada de perdiz escabechada y una deliciosa, fuerte y deconstruida tarta de limón. Esta vez cervezas, pero, eso sí, de producción propia artesanal del restaurante. Buen final gastronómico en Toledo.

Nuestra última jornada nos obligaba a madrugar y ayunar hasta comprobar que llegábamos a nuestro siguiente plan a la hora prevista. Salimos de Toledo al amanecer y la ruta consistió en una constante sucesión de autovías y autopistas. Como los autonautas Carol Dunlop y Julio Cortázar. Llanura manchega salpicada de algo de tejido industrial hasta la primera circunvalación urbana: Madrid. Túneles y nieblas hasta el segundo rodeo: Ávila. Sol esperanzador, campo y un desayuno de área de servicio hasta la siguiente evasiva viaria: Salamanca. Y desde allí hacia el oeste, como diría el Profesor Tornasol, “la oeste, siempre al oeste”. Dirección Portugal, que tanto nos atrae a padre e hijo, pero esta vez, sin llegar a alcanzarlo.

Y es que, a medio camino entre la frontera y la histórica ciudad universitaria, nos detuvimos para afrontar nuestra última visita: a una ganadería de toros de lidia. Llegamos un poco antes de la hora prevista, pero ya estaba allí un hombre con un par de monturas preparadas, mientras un bóxer y un labrador salían animosamente a saludarnos. Aquello era un rústico conjunto de edificios bajos en mitad del campo. Unos establos, una sólida casa principal, de apariencia antigua, construida en piedra, otra blanca bastante más pequeña, algunos corrales y hasta una ermita con pinta de llevar muchísimos años en pie. Todo ello dispuesto de forma acogedora, pero sin orden estricto, más bien con acomodo relajado y familiar. Con varios árboles adultos aportando sombra en diferentes zonas. Enseguida llegó Guillermo, alto, espigado, delgado… en forma, se notaba que su pasado como matador y su presente como polifacético aficionado a varios deportes le mantienen en buena forma. Apareció precedido de dos activos collie border, con lo que de inmediato nos sentimos familiarizarnos al recordarnos al nuestro, al cual ya empezábamos a echar de menos.

Estampa que nos encontramos nada más llegar a la finca.

 

Hechas las presentaciones nos asignaron las monturas. Perla, una española torda muy clara, para mí, y una más activa yegua lusitana para Jacobo. Guillermo ensilló, mientras tanto, un flamante centroeuropeo que ha acabado adaptando al trabajo de campo. Hacía más de dos años que no me subía a un caballo, e incluso décadas que no lo hacía en monta vaquera, así que al principio me agobié un poco al ver que la yegua no entendía bien alguna de mis ayudas. Fue en un picadero estrecho, con Guillermo dándome instrucciones a pie. Sin embargo, al cabo de pocos minutos todo funcionó, Jacobo calentó a la suya y nuestro anfitrión, tras dar un poco de cuerda al suyo, montó, y nos pusimos los tres en marcha, con los dos collie a nuestro alrededor.

Íbamos abrigados porque la mañana estaba fresca. Temperatura agradable con la ropa adecuada, y un día de campo radiante. La conversación fluyó de inmediato y cuajó porque pronto hubo constancia de que teníamos todos intereses muy próximos, buen talante conversador, nosotros ganas de empaparnos del manejo de aquellas tierras, y Guillermo entusiasmo por compartir su saber y conocimiento. Empezamos por recorrer parte de las tierras de labor, en las que alternan y rotan tres tipos de cultivos para alimentar ganado, con otra parte en barbecho. Y es que la localización de la finca es muy afortunada para su viabilidad en los tiempos actuales, ya que se encuentra en un espacio de transición entre el campo de labor y el monte charro con sus encinares. Gracias a ello, produce alimento para las reses y excedente para vender. Por allí practicamos algunos galopes para acostumbrarnos a nuestros animales. Perla demostró ser una yegua muy tranquila, fácil de manejar y nada reacia al galope al pedírselo. Ideal para mí.

Tiempo después, hablando de la escuela de toreo de Salamanca, de la diversificación de la explotación, de nuestra compartida afición al esquí y de muchas cosas más, pasamos por cercados dedicados a la cría de ganado manso para carne. Vacas de raza morucha que cruza con un semental charolés. Ascendíamos y descendíamos suaves ondulaciones del terreno y, con esa progresión, nos íbamos acercando al monte, la zona de las encinas. Nos enseñó un esbelto potro que promete mucho, una cerda ibérica que recientemente se había escapado y acabamos llegando a la que quizás fuera la zona más bonita de la finca: lecho irregular de hierba, ligeramente salpicado de roquedales y completado por muchas encinas separadas entre sí. Aquello está reservado para los toros de lidia, jóvenes ejemplares de encaste Domecq. El “intríngulis” que se genera al entrar a caballo a un enorme cercado en el que se pasean decenas de toros bravos, se pasa enseguida al ver que prefieren alejarse o mantenerse en la distancia que curioseando demasiado cerca. Aun así, se nos dijo, conviene no despistarse, ni sorprender a ninguno repentinamente a la vuelta de un recodo. Creo recordar que por allí eran todo añojos, erales y utreros. Estos últimos, ya con clara estampa belicosa, y evidente desarrollo muscular. Altivos, brillantes, bien criados. Los más jóvenes corrían en manada, se detenían, y con modos casi coreográficos, torcían el cuello hacia nosotros para mirarnos con curiosidad.

Aquel rato, porque no fue un momento, sino el mejor paseo ecuestre que recuerde haber dado en mi vida, fue prolongado, se desarrolló sin prisa, y tengo la impresión de que los tres jinetes nos sentimos en la gloria. Guillermo como orgulloso propietario y ganadero, sabedor de que estábamos valorando muy sinceramente su trabajo; Jacobo porque estaba en lo que, para él, sospecho, es el paraíso terrenal; y yo porque siempre he considerado que sería un sueño cabalgar entre toros de lidia.


 

Salimos de aquella zona y nos acercamos a ver unas yeguas espectaculares que Guillermo cría para doma clásica. Todo ese tema lo fueron desmenuzando ellos dos, con referencias a ejemplares y jinetes conocidos por ambos. Las yeguas eran preciosas. Las madres y sus productos. Por allí andaba también un caballo para picar, de origen leonés y, según su dueño, enrome corazón y valentía. También vimos a los cerdos, preciosos ejemplares ibéricos a un 75%. Y es que, siguiendo su preferencia y gusto, nuestro guía considera que esa combinación es la que mejor sabor aporta a todo el embutido que produce y comercializa.

Hablamos mucho de falso ecologismo, de animalismo desinformado, de desconocimiento del campo y la naturaleza, de plagas animales y humanas, furtivos animales y recolectores. De las modas de tendencia de opinión, que se apoyan en un relativismo enfermizo que actualmente parece contaminar tanto a la política como a los medios de comunicación. Del respeto que se brinda a los miles de hectáreas de plástico para huertas, toneladas de fitosanitarios y desmesurados trasvases de cuencas hacia regadíos privilegiados, mientras se acosa a la ganadería extensiva, etc. Eran temas que salían al cuento, al quedar relacionados con las muertes que toda finca sufre, cuando un toro ensarta a algún cerdo demasiado atrevido, una vaca no consigue sacar un ternero adelante, una cornada hiere de gravedad a un caballo porque alguno de los dos implicados se ha escapado, malos partos, etc. Y es que la muerte es consustancial a la vida, manifestándose, inevitablemente, donde la segunda florece.

Visitamos el cercado de los cuatreños sin entrar porque no hacía falta. Les teníamos allí al lado, vistosos y poderosos. Nos cuenta que se las traen entre ellos, especialmente hasta que, de algún modo, ellos mismos establecen sus peculiares jerarquías. Allí nos explicó lo complejo de la selección de cría, su preferencia para tentar vacas, etc. Fuimos regresando, atravesando el gran cercado de vacas de lidia, algunas de ellas con sus becerros, y un joven semental correteando, moviéndolas de un lado para otro, algo que nunca hacen ya cuando maduran un poco.

En un momento dado, entramos en una amplia pradera, ideal para un galope sostenido. Allá nos lanzamos los tres en paralelo, ellos, al ir un poco adelantados, levantaron una liebre a su paso. Al detenernos en el otro extremo, nos mostró una bonita charca que sirve de abrevadero para dos de las parcelas en las que dividen su territorio. Incluso allí crían peces en temporada. Al otro lado de tapia de piedras, se asomaron tres enormes bueyes de raza morucha, con amplia cornamenta y una capa grisácea clara. Francamente bonitos. Los utiliza para trabajar como cabestros cada vez que tienen que mover o ejercitar a los toros. Hace tiempo utilizaban vacas, pero al final, los toros acababan montando alguna, lo cual generaba un curioso problema: que los becerros no servían para lidia por insuficiente bravura, pero, por el contrario, no se podían enviar a un cebadero porque a algunos les daba por “arrancarse” (la sangre es la sangre, y con ella los genes…). Por causas similares, ha de evitar que los jabalíes “cojan” a las cerdas.

Regresamos satisfechos tras algunas horas de paseo a caballo. Satisfechos y entusiasmados. Habiendo conocido de cerca, y al detalle, un entorno natural que siempre hemos admirado, de la mano de un experto. Otro profesional que para algunos sectores de la opinión pública pudiera parecer también en vías de extinción. Sabemos que no es así, y confiamos en su supervivencia, en la de los oficios vinculados a ello, los paisajes, los ecosistemas, las razas animales, etc. Guillermo, lo mismo que el espadero Antonio Arellano, representa la cuarta generación de una familia dedicada al campo charro y a la cría del toro bravo. Tiene descendencia, hijas que, desde muy pequeñas, montan a caballo, adoran a sus perros y juegan con una cabra que no para quieta. Quién sabe a qué se dedicarán…

Nos despedimos de la finca y de nuestro anfitrión con un sincero apretón de manos y una promesa que tenemos que cumplir. Fuimos a comer a pocos kilómetros de allí en dirección a Portugal. A un mesón de pueblo en el que nos reservó mesa. Rico y barato. Alubias o embutido local, y dos tipos de carnes aliñadas a un ajillo preciso y delicioso. De vuelta a la autopista, me fueron llegando varias reflexiones en formato de flashes. Mi hijo, que convive permanentemente con su teléfono móvil, consumiendo y produciendo, entre otras cosas, “historias” de Instagram, no había sacado el teléfono durante toda la visita. Es un experto jinete (es su profesión) por lo que yo le había encomendado que hiciera algunas fotos. Sin embargo, se “metió” tanto en la experiencia, que él solito decidió no “contaminarla”. Cuando le pregunté en el coche al respecto, me soltó lo siguiente: “mira Papá, esto es como lo que decía tu padre en su última época de esquiador, cuando ya había móviles por doquier y vuestros amigos más jóvenes se paraban a posar: a qué hemos venido aquí, a esquiar o a hacer fotos”. Les doy toda la razón. A ambos.

A medida que devorábamos kilómetros de autovías de regreso a casa, otro flash me vino a la mente, entre el escasísimo tráfico que nos encontramos en el mismo sentido de marcha en la provincia de Salamanca, antes o después de la silueta del Toro de Osborne (que también estuvo en vías de extinción y, afortunadamente, acabaron sobreviviendo en el paisaje español, tan plagado ahora de hélices descomunales) nos adelantó un coche con una pegatina de toro de lidia detrás, así como una furgoneta con una leyenda que rezaba algo así como “… veterinario y fisioterapeuta equino”. Aficiones y oficios de siempre, de antes, de ahora y de futuro.

Nuestro viaje finalizó volviendo a nuestra realidad. La segunda circunvalación de Salamanca supuso la cuarta del día. La de Valladolid la quinta y la de Palencia la sexta. ¡Seis “ruedos” seis!. Al paso por el puerto de Pozazal, atravesando la cordillera, una copiosa nevada azotaba nuestro tránsito. Volvíamos a casa, a lo nuestro, a las montañas y quién sabe si pronto a nuestra adorada nieve.

Pocos días después de nuestro regreso, en un noticiario de la televisión insertaron la información de que la compañía española PLD Space presentaba el primero de sus dos cohetes aeroespaciales. Ambos, cuando sean lanzados,situarán a nuestro país dentro del grupo de estados que hayan lanzado cohetes al espacio. Si lo previsto se cumple, seríamos el decimocuarto país en lograrlo. Es ese, el del transporte espacial de mercancías, personas o artefactos, un oficio de rabiosa actualidad. Podríamos calificarlo como de "en vías de expansión". Casi lo opuesto a algunos de los que nosotros hemos experimentado de primera mano. Sin embargo, en el evento de presentación de los cohetes hubo un detalle cultural que pudiéramos considerar halagüeño, un guiño al pasado y al presente: tan innovadora empresa no lo ha dudado a la hora de bautizar a sus dos tecnológicos retoños con los nombres de Miura 1 y Miura 5. Ahí queda eso.

Presentación del Miura 1 en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid (Imagen: diariodeavila)

Como este viaje, desde nuestra perspectiva cantábrica resultaba bastante sureño, hicimos una rápida selección de discos de música “española”. Aunque no toda, ni mucho menos, se correspondía con las provincias recorridas, sí que nos sirvió para ambientarnos y disfrutar de los paisajes y experiencias, mientras nos desplazábamos en coche por ellos y entre ellas. Aquí dejo una pequeña muestra.

 

viernes, 15 de octubre de 2021

CIEN MIL

Ignoro el kilometraje que realicé con mis motos anteriores. En cuanto a la actual, una ya veterana BMW R 1200 GS, sí que lo sé, porque muy de cuando en cuando me fijo. Y eso es lo que hice este verano y comprobé que, tras más de década y media de uso, estaba a punto de cubrir los cien mil. No son muchos, lo sé, en las dos anteriores hacía kilómetros a un mayor ritmo anual. Pero las circunstancias vitales van variando a lo largo del tiempo. No es una disculpa ni una queja, si he hecho menos, puedo garantizar que es por haber hecho más en bicicleta, patines, kayak, esquís o lo que sea. Tampoco son pocos. Además, tras larga vida como “motero”, tengo la certeza de que lo bueno no son cuántos kilómetros acumulas, sino su calidad: en belleza, diversión, viaje, etc. Y de esos, con esta moto, he recorrido unos cuantos.

Total, que el “a punto de cumplir cien mil” me pareció una excelente disculpa para sacarme un fin de semana rutero de la manga y contrarrestar, de paso, un comienzo de curso que, por diversas novedades, me está resultando demasiado absorbente. Servía para celebrar como una especie de cumpleaños de la máquina (una absoluta tontería, lo sé) solo que, en vez de cuantificarlo en edad, parecía más significativo hacerlo por kilometraje. Así que, ni corto ni perezoso, un temprano fin de semana de septiembre, en régimen de pareja, salimos (en viernes) después de comer, rumbo a la provincia de Burgos. Tras unos pocos kilómetros de enlace por autovía, tomamos la “nacional” a la altura de Vargas. Hacía buen día y disfrutamos mucho de rodar por la “carretera de Burgos”, que apenas tiene rectas, poco tráfico y buen paisaje. Curvas, arbolado y verdor, tras este verano especialmente húmedo. Y así alcanzamos el pie del puerto del Escudo, que siempre resulta entretenido de ascender, especialmente si se presenta con buena visibilidad, algo que, ni mucho menos es frecuente. Curvas, más cambio de marchas de lo habitual y arriba, al coronar, una hermosa vista del embalse del Ebro, cuya extensión explica por qué los campurrianos, a la Bahía de Santander, le llaman “la Pozona”.

La ruta se hizo muy amena recorriendo una carretera que es entretenida y ofrece hermosas panorámicas, que solo la excesiva frecuencia de uso puede llegar a hacer pasar desapercibidas. Puertos, páramos, un precioso bosque y varios cañones. Recordamos a Delibes y su desayuno con huevos fritos con chorizo tras negociar la cerrada curva de Paradores de Bricia. Nos asomamos al Ebro al descender hacia su lecho desde la estepa mesetaria, reduciendo a segunda en la mítica “curva de Cristóbal”. Y justo allí abajo, antes de recorrer el puente de Quintanilla de Escalada, repostamos combustible.

Repostando.

El resto del viaje fue igualmente tranquilo y placentero, disfrutando de una luz cada vez más cálida (desde un punto de vista puramente cromático) y más oblicua. Burgos lo circunvalamos por autovía, y así seguimos hasta Lerma, la cual atravesamos por su arteria principal, para después tomar la BU-900, una carretera ondulada, de aspecto muy castellano y con el lujo que supone gozar de un itinerario motorizado casi completamente ausente de tráfico. Así pues, de aquel modo, nos plantamos en Santo Domingo de Silos bastante avanzada la tarde. Tras instalarnos en un agradable y céntrico hotel, dimos un paseo por la localidad, de la cual teníamos fresco recuerdo por alguna visita reciente. Tal es así que, en realidad, la habíamos elegido, únicamente, como centro de pernocta y operaciones para el fin de semana.

El hotel planteaba buen servicio. Amplia y acogedora habitación con vistas a la plaza y un baño moderno. Lo demás, todo el interior común del edificio y su fachada, ofrecían el correspondiente aspecto “castellano” en su decoración, muebles, paredes de piedra, etc. Algo que algunos viajeros modernos repudian, pero que a nosotros encandila cuando es original, por lo tanto antiguo, está adaptado a las necesidades de servicio de los tiempos actuales y, como en este caso, se encuentra localizado en un entorno de importante y larga trayectoria histórica. Por eso nos apeteció cenar allí mismo. Y lo hicimos bien, con sopa castellana y unas buenas bandejas de productos locales para picar, todo ello regado con un tinto de Arlanza que nos agradó mucho.

Al día siguiente acometimos lo que podríamos denominar “operación Covarrubias”, objetivo preferente de la escapada. Entre Covarrubias y Santo Domingo de Silos se puede configurar une interesante ruta circular conectando varias carreteras de diferentes “estatus”. La cual, además, puede verse seccionada o atravesada por una carretera muy secundaria, que alcanza Contreras y que culmina tal labor de disección convertida en carretera no asfaltada. Pero nuestro deambular no fue tan organizado. Recorrimos parte de esa tangencial y casi toda la ruta circular, pero con algunas idas y venidas a causa del capricho de los horarios de visita de algunos lugares de interés.

Desandando los últimos kilómetros del día anterior, salimos de Silos en dirección oeste y enseguida tomamos ruta directa hacia Covarrubias. La mañana se presentaba todavía un poco fresquita. Soleada, luminosa, pero claro, a unos mil metros de altitud… ya se sabe, el bochorno estival nocturno no existe. La carretera se elevaba moderadamente porque supera un puerto modesto. Tiene curvas variadas, bonitas panorámicas y, aquel sábado, a aquellas horas, nada de tráfico. Buen comienzo para disfrutar de la moto. Alcanzamos Covarrubias en un descenso hasta el lecho del río Arlanza, verdadero protagonista del día por las coincidencias con su curso, por aparecer en la mayor parte de las localizaciones que visitamos y por ser el principal responsable de la configuración paisajística y casi geológica de la comarca. Lo cruzamos por su antiguo puente y, nada más hacerlo, estacionamos la moto en un aparcamiento que allí había.

Covarrubias tiene fama de pueblo bonito y es merecida. Está cuidado, es antiguo y sus casas tienen un aspecto que le dan una coherencia histórica que el progreso no ha mancillado en absoluto. Es muy agradable callejear por su casco antiguo, con plazas situadas a capricho y con geometrías algo irregulares. Muchos de los edificios públicos actuales fueron palacios en siglos pasados. Destaca el que fuera Archivo del Adelantamiento de Castilla que, además de imponente, bien conservado y perfectamente integrado con las casas de su alrededor, constituye una puerta de entrada al caso antiguo. En él está alojada la oficina de turismo de Covarrubias, el primer gran chaso local. Y es que estaba cerrada: en pleno fin de semana de septiembre (en realidad de una semana mixta de agosto y septiembre) la institución había decidido que era buen momento para cogerse unos días de vacaciones. Unos cuantos, porque, aunque hubiera sido día de labor tampoco hubiera estado abierta. ¡Luego nos quejamos del abandono interior!.

Covarrubias: localidad monumental... con algunas puertas cerradas.

Como, pese a aquella primera contrariedad, estábamos disfrutando de la escapada, fieles a nuestros apuntes de horarios tomados de Internet, continuamos caminando por el pueblo y dimos con la estatua que homenajea a la princesa noruega Kristina, de la que más tarde hablaré. Allí estaba ella, esbelta y plantada al sol y sombra del luminoso día y la frondosidad de la cercanía del río. Casi enfrente, la Excolegiata de San Cosme y San Damián, una joya arquitectónica del siglo XV que parece haber comenzado a construirse siendo románica, pero irse convirtiendo en gótica a medida que iba ganado altura. Su interior es equilibrado y acogedor, está llena de sepulcros de piedra labrados de modo muy elaborado, mostrando las figuras esculpidas de muchos notables de diferentes momentos históricos. Sobre el coro se eleva un órgano muy antiguo, que todavía funciona bien, que es una auténtica referencia: el órgano castellano más antiguo de los que todavía suenan. Algo similar representa el púlpito lateral construido en una de las columnas. Es de piedra, muy trabajada y policromada de tal modo que parece hecho de madera. La visita merece la pena, pero se quedaba corta sin entrar a ver el claustro y el museo, algo para lo que debíamos esperar una hora, porque era guiada.

Interior de la ex-colegiata. Magnífico púlpito de piedra policromada.

Para no perder el tiempo, a pocos pasos de allí, nos plantamos en la puerta del imponente torreón de Fernán González, con ganas de visitarlo por dentro y dar cuenta de una exposición que allí se anunciaba. Mozárabe y del siglo X, es popularmente conocida como la torre de Doña Urraca. Pero por segunda vez aquel día, nuestro gozo en un pozo. Cerrada a cal y canto. ¿Motivo? Otro capricho de calendario que la web de Covarrubias no anuncia, aunque la del torreón sí, a desmano y con criterio muy despistante: en septiembre cierra del 1 al 7 y del 20 al 30. Esto lo hemos sabido después y… no lo comprenderemos nunca.

Aspecto exterior del Torreón de Fernán González.

Nos salvó Santo Tomás, o mejor dicho su iglesia, que descubrimos callejeando por la parte del pueblo que nos quedaba. Estaba abierta al libre acceso y es de la época de la “colegiata”. En realidad, su origen es del siglo XII, pero lo que de ella queda más bien del XIII. No le anda muy a la zaga en encanto a la otra, aunque sí un poco. Su púlpito también tiene interés, aunque su color esté mucho más gastado. Menos sepulcros, pero también valiosos, y otro órgano destacable por su antigüedad, aunque este simplemente suena, ya no hace música propiamente dicha, ni celestial.

Callejeando de templo a templo.
 

Llegó pues la hora de la segunda visita a la excolegiata. Casi nos la perdemos porque quien la guía tiene un modo tan personal de conducirla que, si uno no está muy atento, se va sin la clientela. El claustro es muy hermoso y completa un cuadrado integral. La piedra se ve iluminada por el sol, del que protegen los techos de cada ala. Por una esquina se entra en el museo. La visita guiada es muy informativa e ilustrativa. Atractiva en contenido, se desarrolla a un ritmo, narrativa y estilo comunicativo digamos… muy personal. Dentro hay piezas francamente interesantes y muy bien exhibidas. Algunas pinturas flamencas, buenas tallas y un retablo en relieve que es, simplemente, maravilloso.

Esta maravilla es de esas que hay que ir a ver en vivo. Está llena de matices y la considero irreproducible en imágnes.
 

Dentro del museo nos topamos con un par de vínculos relacionados con sendos peregrinajes. Al inicio de la visita del museo, en una sala, hay algunas piezas dedicadas a Santiago el Mayor, que pertenecen a la historia de Covarrubias. Aunque tan insigne localidad no formaba parte del Camino Francés, acogía peregrinos que provenían de Valencia o del Levante en general. Ya escribí en otro momento que lo del Camino Francés respondió a una apuesta estratégica de estado. Pero es que además en Covarrubias, se producía un interesante y animado cruce de caminos porque los peregrinos se cruzaban con los transeúntes de la Vía de la lana que, desde Extremadura, se dirigía hacia el nordeste peninsular para, en algunos casos, continuar hacia Europa. Así pues, un nudo comercial, cultural, de poder, de gentío, etc.

Tabla alusiva a la leyenda de Santiago el Mayor.
 

El otro enlace estaba en el claustro y nos topamos con él al salir. Es el sepulcro de la princesa Kristina, homenajeado con banderas y otros adornos alusivos. Los textos y las representaciones figurativas de aquella mujer la presentan como hermosa a los ojos del gusto actual. Alta, esbelta y delgada. Vino desde Noruega porque Alfonso X el Sabio pactó casarla con su hermano para establecer vínculos de poderío hacia el norte. Ella tardó lo habitual en aquella época y, al pasar por Covarrubias, camino de Sevilla, quedó tan prendada del lugar que pidió que allí se levantara un templo al santo por el que sentía gran devoción: San Olav. La chica murió muy joven y, o no se acordaron de la promesa, o directamente la ignoraron, aunque eso sí, allí le dieron sepultura. Al final la princesa se saldría con la suya, pero eso es otra historia… mucho más reciente.

El homenajeado sepulcro de Kristina de Noruega.

Cumplida la visita y cerradas tantas puertas, decidimos salir de Covarrubias, pero comiendo antes. Temprano, para ganar tiempo y aprovechar bien la tarde. Lo hicimos en una terraza. Un menú del día básico y ligero que se eternizaron en servirnos. Ya en marcha sobre la moto, en dirección oeste, fuimos recorriendo una carretera deliciosa, plagada de recovecos y curvas muy cerradas que atravesaba un cañón, evolucionaba bajo la mirada de los buitres y ofrecía entretenimiento variados en forma de paisajes de película: cañones, cresterías, bosques de sabinas, unas ruinas muy vistosas o un puente encajonado en mitad de la naturaleza. Lo de “de película” no es baladí, porque nuestro destino era cinematográfico. Algunos de aquellos parajes y restos fueron aprovechados para el rodaje del western “El bueno, el feo y el malo”. Aquella carretera desemboca en la rápida pero despejada y solitaria N-234, la cual, hacia el sureste, tras algunas rectas, alcanza un pueblo, Barbadillo del Mercado, con un desvío hacia Contreras. Si no fuera por lo peculiar de lo que andábamos buscando por allí, las afueras de Barbadillo ya nos hubieran entretenido, pues parecen un involuntario parque de arqueología industrial o del transporte: viejas naves abandonadas, una sugerente estación desvencijada y el lecho de un ferrocarril que hace tiempo que dejó de pasar por allí. Una muestra más de esa España a la que nadie parece querer y a la que las políticas “modernas”, las de ahora y las de hace ya bastante, no quieren mirar ni atender porque no resultan rentables… económicamente, en votos, etc.

La carretera es, a partir de allí, mucho más estrecha, rústica y entretenida. El paisaje, todo él, en realidad el de casi todo el fin de semana, es de western. Nos hacemos la ilusión de que vamos a caballo. En uno metálico y poderoso, propio de solitarios viajeros del siglo XXI, pero que muestra fuerza bajo nuestro asiento, desprende polvo por el camino, asciende lomas y genera sombra de jinetes contra las rocas, los campos y el paisaje.

Contreras es un pueblo modesto que, desde hace poco, recibe frecuentes visitas de gente que raro sería que jamás se hubiese acercado hasta allí. Y es que desde su núcleo urbano sale una carretera bien trazada, pero sin asfaltar, que asciende hasta un collado situado a pocos kilómetros. El collado asoma sobre una especie de hondonada, toda ella rodeada de cerros, sin muestra alguna de presencia humana a la vista, a excepción de lo que la gente va a visitar allí: el cementerio de Sad Hill.

Tan singular paraje se ha convertido en un auténtico destino de peregrinación cinéfila. En cierto modo es una gigantesca huella impresa sobre el territorio, que nos sirve de disculpa para refrescar la memoria de una especie de triple triangulación cinematográfica. Sergio Leone, archiconocido director de cine italiano, lo es, por encima de todo, por su trabajo en el subgénero denominado como “spaghetti western”. Dentro de ese estilo, dirigió la que fue llamada “trilogía del dólar” (primera triangulación), compuesta por “Por un puñado de dólares”, “La muerte tenía un precio” y “El bueno, el feo y el malo”. El título de la última de ellas es en sí otra triangulación representada por tres personajes que se reparten el peso de la trama durante toda la película. La trilogía, además, regaló al mundo del cine el descubrimiento o consolidación de tres artistas de primer orden para la historia del cine. Además del director, en ella cobró especial protagonismo el trabajo de composición de bandas sonoras de Ennio Morricone, un genio musical indiscutible. Y el tercero en cuestión, era el actor Clint Eastwood, hasta entonces apenas conocido, pero después, con dilatadísima carrera profesional que ha incluido excelentes trabajos de dirección como en “Million dollar baby”, “Gran Torino”, etc.

Uno de los múltiples carteles publicitarios de la película. (Imagen: todocoleccion).
 

“El bueno, el feo y el malo” se rodó por los alrededores de Covarrubias. Al menos existen cuatro referencias geográficas por allí que fueron escenario de algunas escenas de la película. Una zona cercana a un puente donde dicen que quedan muestras de trincheras de una batalla de ficción. Un monasterio semiderruido del que después hablaré. Un altozano hacia el sur en el que se ubicó una especie de prisión. Y la joya de la corona: ¡el cementerio de Sad Hill!. Este paraje es el que acoge las escenas finales de la película y, por tanto, de la trilogía. Es un cementerio circular ubicado en una elevada hondonada rodeada de montañas y sin construcción o huella del paso del hombre a su alrededor. Consta de cinco mil montículos alargados que representan hipotéticas tumbas y que crían flores silvestres en vez de malvas. Cada uno de ellos tiene su cruz de madera. En 1966, cuando se rodó la película, aquel tremendo trabajo fue ejecutado por el ejército español (eran otros tiempos…). Tras el rodaje, el lugar fue abandonado y olvidado hasta que, no hace mucho, una asociación cultural se puso manos a la obra para adecentarlo y mantenerlo. Aconsejo su visita porque es un lugar imponente, fascinante y da mucho en qué pensar. Por otro lado, da toda una lección del paso del tiempo (del nuestro) en el que los píxeles, el copia y pega informático, y la realidad virtual están acabando con la realidad. Ficticia, pero real, si es que explicarlo así tiene sentido. Donde antes galopaban setenta caballos reales, ahora se soluciona con siete mil, pero todos falsos. Y se mueven de modo irreal, tanto individual como colectivamente. Y se exagera su cantidad, sus capacidades, sus movimientos… todo. En “Sad Hill” no. Lo puedes recorrer, rezar tus oraciones, tocarlo, alucinar, etc. Porque es real. Todo menos los muertos que, afortunadamente, no existieron.

Sad Hill: caminando hacia su círculo central.

Miles de "tumbas" rodeadas por cerros.

Sad Hill: peculiar paisaje en plena naturaleza.
 

De regreso, deshicimos parte de nuestro recorrido galopando sobre nuestro caballo metálico. Para qué negarlo, nos sentíamos un poco cowboys errantes y solitarios. La impresión de la visita a la necrópolis, así como el paisaje circundante, espoleaban nuestra imaginación. Al regresar a aquel cañón poblado de buitres, nos detuvimos para visitar el monasterio de San Pedro de Arlanza. Había unas veinte o veinticinco personas por allí, porque era la hora de apertura de por la tarde. Estuvimos esperando a la sombra a que abrieran, pero no lo hacían. Y es que, en la puerta, en los horarios, había “letra pequeña”, independientemente de que no lo abran todos los días, tampoco lo hacen los primeros fines de semana de cada mes. Aquello conformó otra trilogía bien distinta, la de la puerta en las narices a unos inocentes turistas de fin de semana. ¡Felicidades por su modo de entender el turismo monumental, Comunidad de Castilla y León!. Ya digo que es algo que nos pasó a bastante gente aquel día. Afortunadamente, gran parte de la visita se solventa desde el exterior, ya que la parte opuesta a la entrada del monasterio está parcialmente derruida. En concreto, el cuerpo principal del antiguo templo está abierto al cielo y se puede contemplar desde la elevada posición de una especie de terraplén. Se reconoce perfectamente la planta de la nave porque está prácticamente intacta. Sus firmes pilares permanecen ahí, anchos y robustos, elevándose a un metro de altura aproximadamente, algunas de las paredes se mantienen en pie y muestran detalles artísticos y arcadas. De medio punto en su elevado primer nivel, pero más afiladamente góticas en otro segundo piso de menor altura.

Planta "descubierta" de San Pedro de Arlanza.
 

Hay un no sé qué en las ruinas monumentales antiguas que me atrae poderosamente. Lo descubrí en Inglaterra hace décadas, visitando unas ruinas góticas en Whitby. Se erguían medio derruidas junto al mar, sobre la pradera de un promontorio costero. El maridaje entre el verde de la hierba y el gris de la piedra me encandiló. En aquel viaje pude contemplar otra especie de “esqueletos” arquitectónicos sobre los que la naturaleza se iba asentando, componiendo una suerte de híbrido entre lo artificial y lo silvestre. En ocasiones el resultado no pasa de mero bardal que no sugiere más que abandono. Pero a veces, los restos son tan bellos, majestuosos o elocuentes a la hora de evocar lo que debieron de ser, y la naturaleza se acopla y adapta tan bien a ellos, que el resultado supera lo que el hombre hubiera construido por sí mismo. Quizás todo esto no sea más que un capricho estético personal. Puede que una tara provocada en mí por el impacto de la famosa secuencia vivida por Mowgli en la ciudad perdida de los monos en “El libro de la selva”. Quién sabe.

Sin mal humor, a pesar de sentirnos algo maltratados por la política turística de la comarca, volvimos a la revirada carretera siguiendo el curso del omnipresente río Arlanza, hasta alcanzar un desvío poco antes de regresar a Covarrubias. Nos bajamos de la moto, nos vestimos de corto y con gorra para prevenir el calor, y empezamos a caminar por una pista de tierra y piedras. A un kilómetro, aproximadamente, surgía, en medio de una especie de vega herbosa, la ermita de San Olav. ¡Sí! Finalmente se cumplió la promesa, con un buen puñado de siglos de retraso. El templo es raro y no es un templo. Me explico, es una pequeña iglesia, pero no está sacralizada. Y es raro porque ha sido construida en un estilo conceptual muy contemporáneo, y cargado de simbolismos. Por fuera, el revestimiento de su techo y paredes es un todo uno de chapas de metal en proceso continuo de oxidación, únicamente interrumpido por algunos tragaluces irregulares y afilados. Pretende representar la armadura que Olav vestía cuando, antes de convertirse en monarca y después santo, guerreaba con sus barcos, por el Mar del Norte, el Atlántico (tal vez llegó hasta Iría Flavia) e incluso alcanzando el Mediterráneo. Y aquellas supuestas ventanas representan los tajos recibidos por espadas, hachas y lanzas enemigas. Dentro es muy diferente y acogedora. Está totalmente forrada de madera. Con un trabajo de ebanistería muy actual y de gran calidad en el remate. La cubierta evoca un drakar vikingo invertido con sus cuadernas a la vista. En la sala principal queda claro que se han utilizado dos tipos de maderas diferentes, uno a un lado y el otro al otro. Abedul (árbol con connotaciones importantes en Noruega) y cerezo (frutal típico de algunos escondidos valles burgaleses). También hay un altar y un par de imponentes columnas de piedra. A un lado (el opuesto al camino de aproximación hacia la ermita) se abre un gran portón-ventanal que da acceso a una tarima exterior rodeada por un graderío semicircular. Y unas decenas de metros más allá, se yergue una torreta metálica, delgada y muy elevada, que ejerce de campanario. El conjunto es “diferente”, como lo es su sentido y la historia que de la que da cuenta. San Olav, con un templo original, es el principal destino de peregrinación en Noruega. Se proponen diversos itinerarios para viajar hasta allí, y en aquel país nórdico es muy popular hacerlo. Al de aquí, también se le propone una peregrinación desde Burgos. Nosotros, únicamente (si descontamos el viaje en moto) lo completamos desde el desvío, pero aun así me llevé el correspondiente pasaporte y el sello final. De la acreditación pasé porque no me motivan tanto como los pasaportes y porque sentía que no me la merecía.

San Olav.
 

De regreso de la ermita, vuelta a la montura.
 

Buscando nuestra última visita del día llegamos a pasar un par de veces más por Covarruvias, aunque ya sin detenernos. Curvas suaves y algunas rectas de carretera de campo nos llevaron hasta Puentedura. Allí andaban homenajeando a una chavala de origen local (sus abuelos) que, por lo visto, había formado parte del equipo olímpico de waterpolo. Pero no era nuestro destino, así que lo pasamos de largo tomando una carretera muy estrecha y de baja jerarquía de catalogación, cuyo único cometido es permitir el acceso a Ura, una pequeña pero acogedora aldea urbanizada bajo los farallones que anuncian el cañón del río Ura. Allí aparcamos la moto y atravesamos el pueblo caminando para tomar un sendero en dirección a Castroceniza. El sendero discurre por el fondo del cañón que el río ha ido conformando. Recibe el nombre de Desfiladero de Mataviejas y, aparte de esconder bastante vegetación en su lecho, exhibe vistosas formaciones rocosas verticales de colores anaranjados. Por allí abundan los buitres, que se dejan ver apostados en los riscos o en algunos árboles que surgen de entre las grietas. Nuestro paseo fue relativamente breve y de ida y vuelta, sin llegar a alcanzar el pueblo de Castro…

De regreso a la moto, último paso por Covarrubias para regresar a Santo Domingo por el mismo trayecto matinal. Divertido y agradable, entonces con luz de atardecer. Aquella jornada culminó con una cena al aire libre, en la plaza, a base de raciones.

Al día siguiente, nuestro regreso volvió a ser muy motero. Nos pusimos en marcha tras el desayuno, con todo el equipaje de nuevo sobre la moto, y vestidos de viaje, aunque no totalmente abrigados porque el día prometía sol y temperaturas cálidas. Nos dirigimos hacia el este por una estrecha y revirada carreterilla que brujuleaba entre los recovecos de un estrecho desfiladero rocoso y un puertecillo que, sorprendentemente, superaba los mil metros de altura. Dejamos Carazo sin detenernos a buscar los restos de otro escenario de la película de Leone. En Hacinas nos incorporamos a la N-234 en dirección norte. De mayor anchura y con pocas y amplias curvas, aquella solitaria vía nos permitió ganar kilometraje en poco tiempo. Enseguida tomó rumbo noroeste. Al pasar por Hortigüela recordamos nuestro periplo del día anterior, pero seguimos en dirección a Burgos, disfrutando del paisaje, la velocidad de algunos tramos y la escasez de tráfico.

Al sur de Burgos nos incorporamos a la autovía para circunvalar la ciudad. Volvimos a carreteras convencionales poco antes de Vivar del Cid. Y enseguida, en Sotopalacios, nos desviamos y empezó de nuevo la diversión de conducción camino de Villarcayo. Tras unos campos que dan confianza, llega un tramo estrecho y muy revirado con giros a los que hay que estar muy atento porque son cerrados, ya que se ajustan a un nuevo estrechamiento rocoso. Le siguen largos tramos de páramos abiertos que generan sensación de recorrer amplios horizontes muy poco poblados. Tónica que se mantiene, con virajes diversos cada cierto tiempo, hasta que se inicia el zigzagueante descenso hacia el valle de Valdivielso. Un puerto muy divertido, que exige atención y tarea con el cambio de marchas, y que introduce a los viajeros en un territorio digno de ser recorrido. Algo que había hecho hacía tiempo en bicicleta de carretera. Y ciclistas fue lo que nos encontramos al parar a descansar en Valdenoceda.

De nuevo en ruta, negociamos el angosto paso junto al Ebro, que allí ha formado un tajo sobre las rocas, y alcanzamos Villarcayo. Más tráfico, más urbanismo, más civilización y menos paisaje salvaje desde allí hasta Espinosa de los Monteros. Otra localidad por la que he rodado a menudo sobre dos ruedas, hayan sido estas finas o gruesas, de propulsión humana o motorizada.

Sin detenernos, afrontamos un nuevo tramo espectacular. Uno que veníamos esperando desde la víspera. La superación de la Cordillera Cantábrica de sur a norte, a través de alguno de los puertos de montaña pasiegos. La carretera se hizo más estrecha y bacheada, y las primeras cabañas pasiegas empezaron a surgir entre los prados. Y es que Espinosa, a pesar de ser burgalesa y estar ubicada en la vertiente sur de la Cordillera Cantábrica, es una auténtica villa pasiega. Nos detuvimos en las Machorras, en su bar de siempre, que nunca falla y que en tantas ocasiones nos ha rescatado, a mí o a algún amigo, de pájaras ciclistas memorables. Aquel es un buen punto geográfico en el que tomar una decisión sobre qué puerto elegir para regresar a casa. Lo hicimos despachándonos unas rabas, unas croquetas y algo más. Tres son las opciones más evidentes, las tres espectaculares, de una belleza incomparable y cada cual con sus matices a favor. Para tomar el desvío hacia la Sía bastaría con desandar apenas un kilómetro y medio. En cuanto a Estacas y Lunada, la decisión podría demorarse un poco más, pues el desvío entre ambos está unos pocos kilómetros más adelante. El día era espléndido: sol, calor y sin viento. Todo despejado, sacando brillo del paisaje. A mí me daba lo mismo. Bueno no, prefería dejar Lunada para otra ocasión por ser el que con mayor frecuencia suelo recorrer. Eligió Myriam y se decantó por Estacas de Trueba. Buena elección (la otra también lo hubiera sido). Lo que pasa es que, o no lo había recorrido nunca, o lo había hecho tanto tiempo atrás que se quedó maravillada ante el panorama y el trazado, como si fuera la primera vez que pasaba por allí.

La ascensión es entretenida. Muy estrecha y llena de curvas que serpentean entre cumbres cercanas, prados delimitados por bajas tapias de piedras y muchas cabañas típicas con tejados de lastras. No es nada aérea esa vertiente. Resulta mucho más amable, más “campestre” y plantea mucho menos desnivel que salvar. Coronado el paso la cosa cambia… ¡radicalmente! Un vacío de luminoso verde se precipita mediante praderas verticales, y una estrecha, pero recién renovada cinta de asfalto, dibuja lazadas por todas partes intentando, desesperadamente, perder altura sin precipitarse, generando un recorrido muy aéreo. La gozamos. Los dos. Ella intentando captarlo todo. Yo negociando el trazado con seguridad y placer.

Dejando a la izquierda la vista de la antigua estación del fallido proyecto ferroviario del Santander-Mediterráneo, uno más de esos ninguneos estatales al que estamos acostumbrados en Cantabria, alcanzamos y cruzamos La Vega de Pas. Había mucho ambiente dominguero por allí. demasiado para dos “jinetes” procedentes de la desértica estepa castellana; del western castizo. Así que, de seguido, ascendimos y descendimos el puerto de La Braguía. Agradable, pero menos impactante, viniendo de donde veníamos.

En Selaya hacía un bochorno terrible. Nos detuvimos para tomar un café en una terraza a la sombra antes de afrontar la última tirada hasta casa. Llegamos a primeras horas de la tarde y medio comidos. Habiendo disfrutado muchísimo de la escapada de fin de semana. Cuando al bajarme de la moto miré el cuentakilómetros… faltaban 18 para llegar a los 100.000… casi. ¡Había que hacer algo más!.

Y lo hice. Bueno, en realidad los cien mil llegaron el primer día que tuve que ir a hacer algo a la ciudad, pero para entonces yo ya me había comprometido conmigo mismo, ¿y con la moto?, a “cerrar” la centena con otra escapadita que llegaría pronto. Resulta que, a mediados de septiembre, todos los años me toca desplazarme a Potes y permanecer por allí cuatro días ejerciendo funciones de tribunal de unas pruebas de acceso a estudios de senderismo, montaña, barrancos y escalada. Y todos los años me pasa igual: planeo ir en la moto y, a la hora de la verdad, las previsiones meteorológicas inciertas me convencen para no hacerlo. Luego resulta que nunca llueve. Así que este año me fui en la moto… Y llovió. Poco, aunque en determinado momento de forma muy intensa.

Salí un sábado a las 6,30 de la mañana, bien pertrechado, en plena oscuridad, pero sin lluvia y sin frío. Por la necesidad de estar en destino a la hora precisa y para evitar dificultades derivadas de conducir de noche, en cuanto pude tomé la autovía y permanecí en ella hasta Unquera. La luz previa al amanecer empecé a vislumbrarla por los espejos retrovisores de la moto cerca ya de San Vicente de la Barquera. Al principio anunciándose muy tímidamente a mi espalda. Viajaba, como es de suponer, de este a oeste.

En Unquera abandoné la autovía ¡por fin! Y empecé a circular por carretera, virando ya hacia el sur. Los primeros kilómetros, hasta Panes, son más rápidos, con curvas de radio largo y con el río Deva discurriendo, en sentido contrario, a la derecha. Apenas notaba su presencia porque todavía estaba conduciendo en penumbra. Tras el correspondiente paso lento por Panes, la carretera se fue estrechando y transformando en el culebreo angosto que es, una vez que se internaba en el desfiladero de La Hermida. Y fue a lo largo de los primeros kilómetros de este impactante pasaje donde me pilló, propiamente, el amanecer. Pero no lo hizo en un momento preciso ni mucho menos, ya que, hundido como circulaba por una garganta tan profunda, la sombra constante hacía que la luz del sol me llegara, casi todo el tiempo, reflejada desde las rocas calizas que componen aquel salvaje y abrupto paisaje.

Como un sábado a aquellas horas no había prácticamente nada de tráfico, disfruté mucho de la conducción, la cual, te la tomes como te la tomes, más o menos lenta, allí, siempre resulta exigente. De atención, de trazado, de equilibrio, de juego con el peso del cuerpo y de manejo del cambio. Apenas hay metros rectos, todo son virajes y estrecheces. Por no hablar de la belleza del recorrido que no tiene desperdicio. Se trata de un tajo que el río ha ido excavando, durante millones de años, sobre un macizo joven, afilado y muy vertical. La carretera cambia de orilla algunas veces. Para ello, siempre utiliza unos puentes que obligan a negociar una curva de entrada y otra de salida verdaderamente angulosas. El desfiladero, unos cuantos kilómetros después, finaliza casi de repente, abriéndose un amplio espacio entre montañas, las cuales parecen separarse entre sí, a ambos lados, cercando y protegiendo un territorio fértil, hermoso y apacible. Las curvas allí vuelven a resultar muy amplias, y aparecen algunas rectas que atraviesan los primeros pueblos antes de llegar a Potes.

Crucé la capital lebaniega sin demoras, directo hacia mi destino. Eso sí, me dio tiempo para descubrir que mi hotel habitual, en el cual no había encontrado alojamiento esta vez, tenía el aparcamiento lleno de motos similares a la mía. Y es que, en Potes, aquel fin de semana había concentración de motociclistas y un evento ciclista multitudinario con su correspondiente batallón de enlaces motorizados.

Aquella primera jornada dejé la moto aparcada porque el trabajo nos llevó a tener que internarnos en pleno Macizo Central de los Picos de Europa. Lo hicimos utilizando varios vehículos todo terreno, capaces de deambular por las empinadas pistas que permiten acceder a las praderías de Áliva. A partir de allí, calzado de montaña y a caminar. No me quejo, el día era luminoso y el entorno envidiable bajo las moles de Peña Vieja, Peña Olvidada, etc. Pero claro, a dos mil metros de altura, a poca brisa que sople… la verdad es que hubo momentos en que pasamos bastante frío.

En los Picos de Europa.

Tras una larga jornada de trabajo, me instalé en un alojamiento en Turieno, muy próximo a Potes. Eché de menos a todos los “guiris” motorizados con los que cada año suelo coincidir en un hotel en Ojedo, pero es que, entre lo lleno que estaba Liébana aquel fin de semana y el absurdo sistema de reservas de Internet, que facilita que clientes acaparadores reservan mucho más de lo que después van a utilizar, cada vez es más difícil hacer reservas fiables reales. Este asunto se ha agudizado tras la pandemia y está a punto de reventar el sistema actual, del que algunos alojamientos, con razón, ya empiezan a objetar.

Aquellos días utilicé la moto día y noche. Por la noche para acercarme a Potes a pasear y cenar, antes de regresar al pueblo a dormir. Por el día para acercarme a los diferentes parajes en los que se desarrollaba el trabajo: el castañar de Pendes, las paredes calizas de Cabañes o el curso del río Cicera en el corazón del desfiladero de la Hermida. Me respetó el clima y no me mojé.

Rincón de Potes.

La velada del sábado estuvo muy animada. Potes estaba a reventar de turistas, tal es así que, paseando, me encontré con un par de parejas conocidas con las que estuve un rato charlando. Después, nada más empezar a cenar, con una buena amiga que acabó sentada a mi lado compartiendo mesa.

El domingo acabamos la labor relativamente pronto, por lo que, a media tarde, me vestí de motorista y me fui de excursión. Fue una ruta maravillosa, con cientos de curvas (creo que no exagero en absoluto). La tarde andaba cambiante, con ratos de sol que se alternaban con nubarrones amenazantes, pero acabó respetándome durante todo el trayecto. Salí de Potes ascendiendo el revirado y boscoso puerto de Piedrasluengas, rebosante de curvas que exigen concentración, finura en la conducción y mucho trabajo con el cambio. Asciende poco a poco, pero durante muchos kilómetros. Muy poco antes de coronar, tomé el desvío que, hacia la izquierda, se encamina hacia el valle del Nansa. Primero asciende, después se mantiene en altura, enseña una panorámica parcial de Liébana, y acaba despidiéndose de ella, descendiendo con suavidad hacia su propio y escondido valle.

Abandonando Liébana hacia el valle del Nansa.

También un constante juego de curvas, aunque ahora, al descender, con un estilo de conducción ligeramente diferente, con menor juego de aceleración con el puño. Alcanzado el embalse de la Lastra, llegó el aéreo espectáculo de la angosta presa y sus radicales virajes de carretera que casi dan vértigo, de lo encaramados que están sobre el precipicio de roca. Superada esa zona, Tudanca, con su pasado literario y su elegancia de ladera de pradería, se mostraba orgullosa a la derecha. No me detuve, no había demasiado tiempo, aun tenía que seguir inclinando la moto a un lado y a otro, sucesivamente, descendiendo por aquel valle típicamente cántabro y tan poco visitado.

Panorámica de Tudanca.

 

Llegado a Puentenansa, opté por cerrar el circuito por el trazado asfaltado más corto. Tal decisión me obligó a ascender un nuevo puerto, el Collado de Ozalba, por una carreterilla que no conocía. Menuda sorpresa, es preciosa, olvidada por todos y radical en algunas de sus primeras curvas, las cuales, geométricamente hablando, más que curvas deberían ser catalogadas como ángulos. Un trazado muy rural, muy autóctono y, afortunadamente, sin coches ni, menos aún, furgonetas o autocaravanas, vehículos que últimamente empiezan a colapsar carreteras y aparcamientos de la región. Apenas me encontré algunos pocos moteros clásicos que, como yo, con sede en Potes, andaban aprovechando la tarde para salir a rodar de excursión.

Subido y descendido el collado, siguiendo hacia el oeste, hay que remontar otro alto. Este sí que lo había recorrido anteriormente en bicicleta. Era el Collado de Hoz, que en su zona superior se muestra dulce y suave, abierto en forma de prados alrededor y separado de las cumbres que lo rodean. Hay por allí varios pueblos muy agradables, como es el caso de Piñeres y Cicera. Otro cantar es ya su descenso hacia el desfiladero de La Hermida, que se va volviendo cada vez más escarpado, estrecho y radicalmente retorcido. No apto para tonterías, ni para vehículos voluminosos, pero un disfrute para los manillares, sean del tipo que sean.

Ya en la carretera del desfiladero, pegada al río, tomé rumbo sur de regreso a Potes, disfrutando de una conducción ágil, huyendo un poco de una aparente amenaza de lluvia. Aquel día terminó con algo de trabajo en el ordenador, una cena muy ligera y descanso tempranero porque la jornada había dado mucho de sí. Aquella fue “la excursión”. Me refiero que fue la única oportunidad que tuve de insertar un viajecito motero en medio de aquellos cuatro días de trabajo. Me hubiera gustado haber podido añadir alguno más, pero entre el trabajo y el clima no me fue posible. En cualquier caso, la experiencia mereció la pena, el recorrido descrito fue alucinante. Lo es. No lo quiero decir muy alto ni dedicarle mucha descripción porque cada vez me preocupa más publicitar algunos lugares que frecuento pues después, el exceso de afluencia, los acaba echando a perder. Como este blog se lee poco (y se comparte menos) sigo dejando algunas vagas pistas en él, pero cada vez son menos precisas. Poca localización automática para que las personas interesadas hagan algún mínimo esfuerzo de su parte. Ese filtro, añadido al de una necesaria lectura pausada, creo que son suficientes como para evitar las masas, los cazadores del “selfies” y demás marabunta humana.

La tarde siguiente llovió, así que dejé la moto aparcada y aproveché para trabajar, que buena falta me hacía. El premio vino con la cena, compartida con un amigo de la profesión y con dos de los guías de alta montaña que hacían de evaluadores en el tribunal. Técnicos que ya, tras varios años de repetir la cita anual, se han ido convirtiendo en amigos. Los cuatro despachamos una buena cena regada con vino tinto. Aquello completaba una estancia que también tuvo su buen punto gastronómico. Y es que, uno de los mediodías aproveché para comer un cocido lebaniego en un establecimiento clásico en Potes al que hacía años que no había regresado: los Camachos. Todo un acierto. Además, pasada la fiebre del fin de semana, Liébana estaba mucho más agradable a partir de la tarde del domingo hasta el martes. Eso sí, afortunadamente (para alegrarme la vista), cada vez con más moteros vintage a lomos de sus preciosas máquinas Vincent, Laverda, BMW, Triumph, Ducati, etc.

Una Vincent.
 

Me despedí de Potes lloviendo. Después de varias intentonas buscando una zona de escalada seca, acabamos decidiendo ir a unas paredes muy protegidas, gracias a su forma extraplomada, en Panes. El descenso del desfiladero de La Hermida fue cuidadoso, instalando en una fila de coches, pero sin adelantamientos, para evitar algún patinazo, porque empezó a llover muchísimo. Traje de agua y aguante. Nada que fuera nuevo, teniendo en cuenta que la moto ya había sobrepasado los cien mil kilómetros. Procuro evitar esas situaciones, pero alguna vez no te queda más remedio que pasarlas y en ellas, está claro, la experiencia ayuda mucho. Lo bueno fue que para cuando acabamos toda la labor de evaluación, recogimos y dimos cuenta de la reunión de balance, el mal tiempo había pasado, lucía el sol y el firme estaba de nuevo seco. Así que me enfundé en cuero y pude regresar a casa con comodidad.

Evaluando, el trabajo es el trabajo.
 

El círculo estaba cerrado, el antes y el después del cumplimiento de un guarismo kilométrico llamativo. Una especie de ritual de celebración que, en realidad, sirvió de disculpa para sendas escapadas moteras. Disfruté mucho de ambas. ¡Mucho, mucho!. En cierto modo, me supieron a despedida de un verano que comenzó con fuerte sincio de moto, quizás algo alimentado por haber escrito tantas entradas sobre ellas. O puede que fuera al revés, que las ganas hayan sido las que me hayan animado a escribir sobre motos. Da lo mismo, la cuestión es que este verano ha resultado bastante motero, y me ha sabido a gloria.